Terror para primerizos Nuevo exponente del negocio de hacer películas basadas en novelas infantiles que abrevan en el imaginario de la literatura y el cine de terror gótico, pero pasteurizadas por el filtro de la comedia, La casa con un reloj en sus paredes es además el primer trabajo apto para todo público de Eli Roth, conocido por una filmografía construida entre el terror, el gore y el humor negro. La apuesta de ponerlo a dirigir una película para chicos era fuerte y a priori la volvía un objeto digno de curiosidad. ¿Hasta dónde se permitiría llegar Roth, amante de poner en escena descuartizamientos y torturas con detallismo explícito, a la hora de contar un cuento de terror infantil? O más aún, ¿hasta dónde lo dejarían ir? Lo cierto es que llega lo suficientemente lejos como para que Una casa con un reloj en sus paredes pueda representar para muchos chicos algo así como “mi primera película de terror”. Los recursos a los que se les echa una mano en este caso no difieren demasiado de los que se usan en general para contarles cuentos de miedo a los chicos. Para generar empatía en estos casos se coloca a un nene como protagonista, si es huérfano mucho mejor. Y si este tiene que mudarse a lo de un tío al que casi no conoce y que vive en un viejo caserón gótico, entonces cartón lleno. Que esta vez el tío esté interpretado por Jack Black (quien ya conoce el género por haber sido protagonista de Escalofríos, película con demasiados puntos de contacto con esta), garantiza que la cuota de payasadas estará cubierta. La casa por supuesto está encantada, pero en principio resulta amistosa con su nuevo y pequeño morador. Algo cambiará. Roth aprovecha bien estos elementos para jugar con el gran miedo de cualquier chico: perder a mamá y papá. La sensación de desamparo al llegar a la vieja casa representa el primer momento tenebroso. Pero el director también hace un buen uso de Black, cuyo personaje evitará que la cosa termine de ponerse sombría, al menos al principio. Por supuesto no se trata de una película novedosa, sino de una que justamente aprovecha ciertos códigos clásicos para definir las fronteras del territorio en el que se desarrollará su historia. Será en la búsqueda del pequeño protagonista por sobreponerse a su repentina soledad que deberá enfrentarse a los fantasmas que él mismo acabará liberando. Es ese segmento de la película el que tal vez represente para los pequeños espectadores el desafío de sus primeros sobresaltos en la oscuridad del cine. Eli Roth sabe cómo provocar miedo y acá parece disfrutar de andar asustando niños. Por supuesto, no se trata de nada que vaya a dejar traumado a nadie: la película, se dijo, es ATP y siempre se mantiene dentro de ese límite. No hay nada en La casa con un reloj en sus paredes que la mayor parte de los chicos del siglo XXI no hayan visto ya en otra parte. Ahí se encuentra también su mayor debilidad.
Los recuerdos me han hecho mal Drama familiar de espacio reducido y búsqueda intimista, Ahí viene es la ópera prima de Federico Jacobi y un nuevo ejemplo del cine de producción “autogestiva, cooperativa y comunitaria”. No por casualidad cuenta con el apoyo del sistema de Clusters Audiovisuales, en cuyo origen tiene mucho que ver el cineasta José Campusano, tal vez el exponente más notorio de este tipo de cine pensado desde los márgenes. Como ocurre con gran parte de las que son producidas bajo una prerrogativa de autosustentabilidad, la película de Jacobi parece haber sido pensada atendiendo a la capacidad de producción con la que se cuenta, reconociendo de ante mano sus límites, sobre todo en el terreno técnico. Aunque de manera inevitable esto redunda en un cine de estética lo-fi, de ninguna manera determina la calidad artística de la película, sino que se trata de un elemento que ayuda a entender su universo de origen. Con la búsqueda de un realismo naturalista como punto de partida, Ahí viene retrata a un hombre que debe enfrentar una vejez difícil, a la que la soledad y los problemas de salud vuelven aún más compleja. Avejentado más que viejo, el protagonista vive en una casa a la que, como un espejo de sí mismo, el tiempo también ha maltratado. Su carácter hosco le da al personaje un aire patético que puede caer simpático cuando asume la máscara del viejo quejoso y cascarrabia, pero que en general provoca pena, compasión e incluso rechazo. Como la casa misma, este hombre vive en estado de semi abandono, agobiado por el peso de lo que se han ido acumulando en su interior y que el argumento ira revelando de a poco, sobre todo a través de los conflictos que moldean el incómodo vínculo con su hijo. Si la película consigue estimular una serie de sentimientos a partir de la figura de este viejo, una vez que el hijo entre en escena no serán solamente sus tragedias las que se irán volviendo más concretas. También comenzarán a hacerse evidentes los puntos más débiles de la película. Si el protagonista Daniel Quaranta conseguía transmitir de forma dramática la precariedad de la vida de su personaje, a partir del cruce con la figura del hijo las actuaciones irán, de a poco pero de forma sostenida, adoptando un tono menos auténtico, permitiendo así que la naturalidad le ceda terreno al artificio. Al mismo tiempo la trama misma comenzará a incorporar situaciones de una manera menos espontánea, en la mayoría de los casos como recurso para inyectar información al relato de forma un poco forzada, a través del discurso de los personajes. Lo mismo ocurre con dos subtramas, una en forma de flashback y la otra a partir del uso de las voces en off, que son utilizadas para “plantar” algunas piezas faltantes del rompecabezas. Pero aunque el saldo final resulte desbalanceado en lo que respecta a lo cinematográfico, Ahí viene representa un aporte valioso para el cine argentino en términos de producción.
El cautivante relato de un mito De Sandino a Pinochet, con paradas intermedias en Siqueiros, Natalio Botana y Perón. Así podría resumirse el camino recorrido por Blanca Luz Brum, una mujer que consiguió estar en el ojo de casi todos los huracanes de la Historia latinoamericana del siglo XX, que no fueron pocos, y en cada uno desempeñar un rol protagónico. O, al menos, eso es lo que ella se encargó de contar en vida y que ahora repiten muchos testigos directos e historiadores. Claro que también están los que dudan de todo y toman la autobiografía de Blanca Luz directamente como un relato de ficción. ¿Pero quién era esa mujer, cuyo nombre es desconocido para casi todo el mundo? Tras esa y otras respuestas va Pablo Zubizarreta en su película No viajaré escondida. Nació en 1905 en el pueblo de Pan de Azúcar, Uruguay, y se crió en el campo. Que lejos de ser chato como ocurre en la Pampa, al otro lado del Río de la Plata es suavemente ondulado, como un mar inmóvil de color verde. Un lugar en el que reinaba, según una docente oriental que parece saber mucho de la vida de Blanca luz, “un silencio que permitía escuchar lo pequeño”. Una de las mayores virtudes de la película reside en la capacidad de Zubizarreta no solo de encontrar personajes idóneos, dispuestos a prestar su testimonio, sino en que estos además son capaces de decir lo suyo de manera extraordinaria, como hace esta maestra al comienzo del relato. Sus matrimonios con hombres siempre notables (un poeta modernista en Uruguay; uno de los herederos del diario El Comercio de Perú; el pintor David Siqueiros; el dueño de la compañía aérea Braniff) le ayudaron a conseguir su objetivo de estar siempre al frente. Pero si se destacó, ya sea como poeta y escritora o como mujer de acción, fue por méritos propios. El problema con el que se encuentra Zubizarreta es que resulta muy difícil demostrar cuánto de lo que se dice de ella es auténtico y cuánto un montaje urdido por la propia Blanca Luz para hacer de sí misma un personaje. Como una versión aguerrida de Zelig, Blanca Luz recorre la historia transformándose de acuerdo a los distintos paisajes que atraviesa en su itinerario, pero siempre a la vanguardia. Del encendido comunismo revolucionario e indigenista, a la mujer que ayudó a que el 17 de octubre de 1945 alcanzara el estatus de gesta fundacional del peronismo. Del feminismo latinoamericanista que la convirtió en esposa de Siqueiros, transmutada en reflejo de Frida Kahlo, a ferviente militante pinochetista. Blanca Luz estuvo en todos lados y en cada lugar fue un actor fundamental de los acontecimientos. Pero las preguntas siguen ahí. ¿Cuánto hay de cierto en lo que contaba de sí misma Blanca Luz? ¿O en lo que le contaba a su hija y a sus amigos, y que todos ellos repiten con fascinación? ¿Perdió un hijo de Siqueiros, que era estéril? ¿Fue amante de Perón? ¿Ayudó a que Guillermo Patricio Kelly escapara de la cárcel en Chile disfrazado de mujer? Imposible saberlo. Pero así como presenta a un coro de admiradores que dan fe de esa vida fabulosa que, real o no, Blanca Luz construyó para sí, la película también le da espacio a otros que, sin tanta fe, hablan de su carácter por lo menos fantasioso. Lejos de debilitarlos, las contradicciones vuelven al relato y a su protagonista aún más atractivos. Ya en la primera escena la voz telefónica de la respetada crítica e historiadora de arte mexicano Raquel Tibol define a Blanca Luz como “una mierdita sin importancia” y considera que hacer una película sobre ella es una pérdida de tiempo. La hija de una pariente con la que se crió en Uruguay dice que de chiquita Blanca Luz veía pasar trenes por las sierras, donde nunca los hubo. Un asistente que tuvo en los últimos años de su vida afirma directamente que Blanca Luz mentía todo el tiempo, solo para darse aires. Entonces, ¿quién era esa mujer? Aunque Zubizarreta reconstruye con bastante precisión el recorrido enérgico de su vida y logra hacer de ella un personaje asombroso, lo cierto es que nunca da con respuestas terminantes para ninguna pregunta. Al contrario, el gran logro de la película es su capacidad para urdir una trama tan apasionante en torno a Blanca Luz, que al final el hecho de conocer la verdad sobre ella se vuelve un asunto irrelevante. Podría tratarse de un falso documental y no importaría demasiado. No viajaré escondida, aún narrando hechos históricos y exhibiendo documentos por acá y por allá, es en realidad el relato de un mito. En ese carácter mítico reside, quizás, lo más importante que se puede saber acerca de Blanca Luz Brum.
Distopía hollywoodense en pleno Villa Lugano Coproducida con capitales canadienses, El último hombre una película argentina infrecuente. Protagonizada por Hayden Christensen, conocido por interpretar a Anakin Skywalker en Star Wars, y con Harvey Keitel a cargo del principal papel de reparto, cuenta una de esas historias distópicas propias del imaginario de Hollywood. El escenario es una ciudad populosa e imprecisa (aunque las miradas expertas reconocerán el perfil futurista y decadente del barrio de Villa Lugano), en un planeta arrasado por una crisis global bélica, social y económica. Ahí vive, recluido en una casa/bunker, Kurt Matheson, un exsoldado perseguido por los traumas de guerra. Kurt está obsesionado con el fin del mundo, que según un predicador llamado Noé será provocado por una violenta tormenta eléctrica. Vila, cuya experiencia previa pertenece al terreno documental (dirigió, entre otros, Boca Juniors 3D, la película, 2015), aprovecha el aire entre antiguo y empobrecido de Buenos Aires para ponerlo al servicio de esta historia futurista. Y así consigue unos cuantos buenos momentos desde lo fotográfico. Pero los problemas de El último hombre no vienen por los rubros técnicos, en los que el cine argentino consiguió en las últimos dos décadas un desarrollo que le permite ser competitivo a nivel mundial. Las constantes trabas que sufre la película pertenecen al terreno narrativo. En primer lugar, por la presencia de una voz en off tan invasiva como redundante, que por momentos aporta muy poco y por momentos demasiado, sin encontrar nunca su balance. Pero además, en busca de generar un ambiente de peligrosa intriga, el argumento amontona elementos de forma un poco arbitrara. Un grupo de nazis; una empresa en la que Kurt consigue trabajo, se enamora de la hija del jefe y comienza a ser perseguido por un tipo que maneja una mafia de negocios nunca claros; un manicomio sórdido en el que un negro violador tiene a todos sometidos; y, claro, el profeta que reúne un grupo de personas para salvarlas del fin del mundo. Por escrito, la acumulación parece excesiva; en la película también. Vila incluye una serie de guiños intertextuales que buscan jugar con la cultura popular, pero que no terminan de realizar un aporte significativo. Entre ellos se pueden mencionar los nombres de los personajes. El del predicador es bastante obvio. El del protagonista remite a los escritores Kurt Vonnegut y Richard Matheson: el primero es autor de Matadero Cinco y el segundo de Soy leyenda, distopías que narran las historias de otros últimos hombres. Pero el mayor exceso sea quizás el que tiene lugar cuando uno de los nazis ataca a Kurt en el manicomio con una picana que se parece mucho a... un sable láser de Star Wars. Un dato de color: la directora de segunda unidad es Agustina Macri, hija mayor del presidente, quien este mes debutará como directora con Soledad, adaptación del libro Amor y anarquía de Martín Caparrós.
Las grietas que se vuelven infierno El realizador iraní pone a Javier Bardem y Penélope Cruz en el escenario de una familia feliz que pronto sufrirá un quiebre. Tras su paso como película de apertura del último Festival de Cannes, realizado como cada año durante el pasado mayo, Todos lo saben, octava película del cineasta iraní Asghar Farhadi, llega a la Argentina despertando cierta expectativa. No se trata de que el tiempo haya retrocedido 20 años y que la patria cinéfila vuelva a estar sumida en la Irán–manía que provocó el estreno de El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami. El interés tampoco surge por conocer lo nuevo de un director cuya obra le ha valido los premios más importantes del mundo del cine, del Oscar para abajo. Ver juntos en la pantalla a la glamorosa pareja de Javier Bardem y Penélope Cruz podría tener alguna injerencia en el asunto. Sin embargo el verdadero motivo por el que Todos lo saben puede resultar una película esperada es, una vez más, la presencia de Ricardo Darín. Que si bien no es el protagonista, encarna la tercera pata de un trípode junto a los dos actores más populares de España. Se han mencionado el paso del tiempo y el regreso al pasado: es ahí, curiosamente, donde se encuentra una de las claves que motorizan la historia de Todos lo saben. No por casualidad los títulos iniciales de la película corren sobre las imágenes que muestran, en detalle, los mecanismos que mantienen el perpetuo andar de un viejo reloj de iglesia. Una de esas iglesias de piedra antigua que ocupan el lugar más importante en torno a la plaza central de un pueblito de aspecto medieval, de los que abundan en el sur español y en el que, como una paradoja, el tiempo parece haberse detenido. Pero no: la marcha del reloj, que no ceja a pesar del herrumbre y el guano de paloma que se acumula sobre los engranajes, tiene todo el peso de una señal, un anuncio. Hasta ese pueblo chico, su pueblo, llegan Laura y sus hijos, un nene y una adolescente, procedentes de Argentina. Acá es donde viven hace años porque ella se casó con un argentino, Alejandro, que no viajó con ellos por cuestiones de trabajo. Farhadi se luce mostrando la alegría del reencuentro de padres, hermanos, hijos y nietos, aprovechando de forma extraordinaria el efecto de la luz del verano al entrar de lleno en el pueblo, iluminando las casas, las habitaciones, las personas. El motivo del viaje es la boda de la hermana menor, acontecimiento que oficia además como espacio de otros reencuentros. En especial el de Laura con Paco, con quien se conocen desde chicos y estuvieron enamorados hasta que ella se fue a América. La forma devota con que se transitan los rituales y celebraciones, el perfil étnico de buena parte del elenco (sobre todo las mujeres): no hay mucha diferencia entre esta España que retrata Farhadi y el universo que se aprecia en las películas de su etapa iraní. Como si su mirada tuviera la capacidad de revelar el lugar destacado que el pasado moro tiene dentro de la identidad del país. Desde lo narrativo también hay coincidencias con algunos de sus trabajos previos. Como en La separación (2011) o El pasado (2013), el peso de los vínculos emocionales, incluso aquellos que fueron cortados de manera abrupta y hasta los que se mantuvieron ocultos, son el disparador de la acción. El secuestro de la hija de Laura será el detonante que cuarteará las capas de tiempo acumuladas. Sus grietas descubrirán un infierno de mentiras, secretos a voces y apariencias, cuyo peso hará que la frágil felicidad familiar se venga abajo, reabriendo hasta los rencores más viejos. Será además el elemento que partirá la película al medio, poniendo de un lado un moderado thriller policial y del otro un drama que oscila entre la tibieza y el exceso. Quienes vayan al cine sólo para ver “una de Darín” quizá no salgan satisfechos: el lugar del actor es secundario y su presencia no tiene el peso que podría. En Todos lo saben son Cruz y Bardem los que cargan con la responsabilidad de sostener el relato y cumplen con la tarea. Más allá de los aciertos en la construcción de un clima opresivo –sobre todo en la primera mitad, cuando la carga de lo no dicho sostiene la tensión del drama–, el film comienza a debilitarse cuando elige el camino de la palabra y el discurso, descuidando la marcha de la acción. En ese punto, cuando los secretos van revelándose, Todos lo saben pierde fuerza y comienza a crecer la sensación de que uno como espectador también lo supo todo desde el comienzo. A partir de ahí Farhadi apela más al impacto simbólico que al desarrollo del drama, como si de golpe hubiera dejado de confiar en sus mejores herramientas.
Con mi balsa yo me iré a naufragar Aunque los intereses que ha demostrado el director islandés Baltasar Kormákur a lo largo de su carrera son muy variados, una de las constantes que es posible encontrar en ella es su obsesión por las aventuras basadas en hechos reales que terminan en tragedia. A la deriva, su último trabajo, es un exponente de esa tendencia. De esta manera se suma a otros como Everest (2015), que narra la malograda experiencia de un guía de alpinistas que muere junto con algunos de sus guiados durante una subida al monte del título. O The Deep (2012), que como la que hoy se estrena aborda el desafío de sobrevivir en el mar luego de una tormenta. En este caso se trata de la historia de Tami Oldham (alter ego de Tami Ashcraft, autora del libro autobiográfico en que se basa la película), una joven californiana que luego de vivir una vida de trotamundos recala en Tahití. Ahí conoce a Richard, un joven marino con el que empieza una historia de amor. Tras nueve meses de noviazgo, en lugar de un hijo la pareja recibe un encargo: llevar el yate de unos clientes de Richard desde la polinesia hasta San Diego, California. Además de la puerta de entrada a una aventura, la oferta representa una buena suma de dinero y la posibilidad para Tami de regresar a visitar a su familia. Para complejizar la cosa Kormákur aborda la historia partiéndola en dos. La película comienza con la protagonista despertando en el yate a medio hundir, en algún lugar del Pacífico y sin rastros de Richard. De ahí en más irá narrando las mitades en paralelo, yendo de la historia de amor cada vez más rosa al cuento de supervivencia en el que Tami pasará más de 40 días a la deriva. No hay motivos de peso que justifiquen ese desdoblamiento más allá de una búsqueda de impacto prefabricada. Apenas la necesidad de que la secuencia en la que el yate se enfrenta el tifón tenga lugar sobre el final y no en medio, ya que esto último hubiera hecho que a partir de ahí media película transcurriera narrativamente cuesta arriba. La alteración del orden, que más que un truco es pura truculencia, es acompañada por una vuelta de tuerca de esas que pondrá a más de uno en el incómodo lugar de desearle el mal al guionista. Un giro que tampoco es original. Quienes hayan visto Una aventura extraordinaria (2012) podrán sentirse en presencia de un dejá vú, aunque sin el costado maravilloso que le daba a la película de Ang Lee un sobrecargado aire de fábula oriental. A la deriva evidencia, además, las limitaciones de Kormákur como narrador a la hora de encarar su obsesión por las historias reales. No hay más explicación que la falta de ideas (o la pereza) para que el epílogo sea un calco del final de Everest, con las imágenes de los personajes reales recortadas sobre un fondo negro. Como si eso garantizara el vínculo de la película con la realidad. Como si eso fuera lo importante a la hora de hacer cine.
Secretos y mentiras de la clase alta La nueva película del director de El clan se mete de lleno en la geografía de cierta aristocracia terrateniente y copetuda, donde brilla la enorme figura de Graciela Borges. Dentro de la prolífica filmografía que convierte a Pablo Trapero en uno de los cineastas argentinos más reconocidos en el mundo, la llegada de La Quietud representa una marca visible. En muchos sentidos puede ser vista como un retorno a territorios conocidos, aunque también asoman algunos elementos novedosos. En primer lugar el abordaje de una saga familiar –espacio con el que el ya lidió en títulos anteriores como Familia rodante (2004) o El clan (2015), su trabajo anterior– ofrece una recurrencia temática. Como en la última, acá el director aprovecha ese ámbito para tensionar lo íntimo con lo no dicho, aquello que es más que un secreto, lo innombrable, haciendo surgir lo siniestro de entre las grietas que produce dicha fricción. En la misma línea, ambas películas también representan un cambio de paradigma social dentro de su obra, que hasta entonces se movía por territorios que van de la clase media caída en desgracia hacia abajo. En cambio, tanto La Quietud como El clan tienen como escenarios distintos espacios de las clases altas. Si la anterior se desplazaba sobre el imaginario de la burguesía que habita los barrios ricos al norte del conurbano, La Quietud asciende unos escalones más, metiéndose de lleno en la geografía de cierta aristocracia terrateniente y copetuda. En ese sentido, la enorme figura de Graciela Borges en el papel de una materfamilias dura y omnipresente, resulta ideal para garantizar el verosímil de la apuesta. Es ella quien sostiene con su aura la ilusión de pasar una temporada encerrados en una estancia señorial y la que lidera la buena labor del elenco. Y aunque las protagonistas son en realidad Bérénice Bejo y Martina Gusmán, es en torno de su estrella que gira el sistema solar de La Quietud. Borges es Esmeralda (sí: como Mitre), la madre de Eugenia y Mía. La primera vive en Francia y regresa al país a partir de que su padre sufre un ACV. Mía en cambio vive acá y fue frente a ella, en la primera secuencia del relato, que su padre tuvo el ataque que lo mantendrá en coma toda la película. Esa escena tiene lugar durante un interrogatorio judicial. Ahí un fiscal intenta dilucidar la validez de las escrituras de propiedad de la estancia que da nombre a la película, introduciendo una primer aviso que como una flecha luminosa señala hacia la dictadura militar. Aunque, como ya se dijo, el relato gira como un huracán alrededor del personaje de la Borges, el mismo se desarrolla sobre el vínculo de las hermanas, sobre los códigos secretos de la adolescencia y la infancia que el reencuentro saca de la hibernación en la que los sumía la distancia. Ese carácter de cosa más oculta que secreta también habita en otros elementos del relato y es ahí donde se esconde la clave que acciona el mecanismo de la película. Algo que La Quietud también comparte con El clan es cierto artificio narrativo, cierta obviedad en la forma en que el guion construye el relato que de algún modo se opone a la búsqueda de naturalismo que signaba a Elefante blanco (2012), Carancho (2010) y sobre todo Leonera (2008), los exitosos trabajos anteriores que lo transformaron en un cineasta convocante. Hay algo de artificial en la búsqueda evidente de convertir a la película en un melodrama erótico, en el esfuerzo por hacer que lo sexual aparezca como contraparte desbordada del silencio que pesa sobre los rincones oscuros de la historia familiar. Hay algo de artificial en la forma en que se va montando el conflicto entre Esmeralda y Mía, la hija menor que además es la favorita de ese padre puesto en stand by. El truco se revela cuando la acción de la palabra por fin aclara algunas cosas, desencadenando el último acto a partir de una serie de giros de guion que, sí, también resultan un poco artificiales. En contra de eso La Quietud consigue un momento que representa su estado de gracia. Un momento en que la artificialidad es puesta al servicio de una serie situaciones que parecen dejar de tomarse en serio las torturadas existencias de sus protagonistas, alejando a la película del melodrama para dejarla más cerca de una sombría comedia de enredos. En su transcurso los elementos fluyen con una potencia que no tenían antes ni se repetirá después, y que hasta ayuda a aceptar algunos de los volantazos que Trapero necesita dar para que el guión vaya para donde él quiere.
Un superhéroe de lo cotidiano La segunda aparición cinematográfica de El justiciero, personaje basado en una serie de televisión poco conocida en la Argentina, confirma muchos elementos que ya eran parte del film original, protagonizado como este por Denzel Washington y ambos dirigidos por Antoine Fuqua. Para empezar, la efectividad del combo, cuyo primer encuentro en Día de entrenamiento (2001) terminaría representando el primer Oscar que un actor negro consiguió por un rol protagónico. El tándem volvió a juntarse en 2014 para aquel episodio inicial de El justiciero, volviendo a dar buenos réditos, esta vez en las boleterías, y la siguió en el remake del western Los 7 magníficos (2016). Pero también confirma mucho de lo que hacía de la primera una película entretenida. Robert McCall es un agente de inteligencia que fue dado por muerto en acción, quien lleva una vida anónima alejada de las misiones encubiertas. O al menos de las misiones oficiales: ahora es él quien elige sus propias misiones, en las cuales se dedica a ayudar a indefensos y desamparados. McCall es lo que el cine y la historieta llaman un vigilante nocturno, un ciudadano que toma la justicia en sus manos. Un punto interesante que explotaba el episodio original y que este retoma, es el carácter proletario del personaje, y si en aquella trabajaba en un home-depot ahora es chofer de Uber. Un remisero 2.0. El detalle no es menor, ya que ese oficio no solo provee al guion de algunos de los mejores gags, sino que es entre sus pasajeros y vecinos del barrio donde McCall encuentra gente a la cual ayudar. Una chica abusada por un grupo de chicos ricos; un viejito sobreviviente de los campos de concentración; una nena secuestrada por su propio padre; un adolescente con talento para el dibujo pero con las amistades incorrectas. De todo eso se sirve Fuqua para mostrar su inquietud por ciertos problemas sociales que, aunque de forma ligera, suele aparecer en muchos de sus trabajos. En paralelo, El Justiciero 2 desarrolla una segunda línea de acción, en la que McCall se ve obligado a retornar a su antigua vida a partir del asesinato de una ex compañera y amiga que, en la piel de la actriz Melissa Leo, ya había aparecido en la película anterior. Esta trama, más cercana al thriller geopolítico estilo Jason Bourne, es útil para que el director aborde su otra gran preocupación: la corrupción de las instituciones que deberían sostener el orden para que el sistema siga funcionando. Es ahí, en esa ausencia de un estado capaz de imponer una estructura ética y moral, donde la película hace el nido de su relato. Esto también da pie para tomar ciertos elementos del western, el género ideal para dirimir este tipo de cuestiones al margen de la ley. Ahí está la larga secuencia del final en la que McCall se “bate a duelo” con cuatro agentes corruptos, en un pueblo desierto y en medio de una tormenta. Un detalle importante es el cambio operado en el protagonista entre una película y la otra. Si en la primera debía luchar consigo mismo para “aceptar” su nuevo rol, en El justiciero 2 McCall se siente a gusto con su papel y ya no queda nada de los (leves) arrestos de culpa que antes lo asaltaban. Algo similar a lo que le ocurría a David Dunn, el personaje interpretado por Bruce Willis en El protegido (2000), aquel film en el que M. Night Shyamalan supo releer con inteligencia el tema del superhéroe. La cita es oportuna, porque ya no caben dudas de que la saga El justiciero es una vuelta de tuerca sobre ese mismo tópico, que echa mano de recursos similares para traer lo superheróico al terreno de lo cotidiano. Una de las escenas que forma parte de la coda final se encarga de hacer explícita esa lectura que, por otra parte, ya se encontraba presente de forma elíptica, pero muy clara, en la primera película.
El auténtico templo de los sentimientos “El cuerpo es el templo viviente de los sentimientos, quien no les dé lugar, aquel que niegue sus tesoros, quien quiera desentenderse de su existencia, no hará más que negarse la posibilidad de vivir.” La frase que sirve de apertura a la película En el cuerpo, de Alberto Maslíah, pertenece a Kazuo Ohno, prócer estético y espiritual del Butó, la tradicional danza japonesa. La misma expresa una suerte de manifiesto esencial de dicha disciplina que fácilmente puede aplicarse a otras muy diversas, incluido el cine, e incluso pensarse como una máxima para la vida misma. Con ese precepto como horizonte, la película de Maslíah retrata el trabajo de un cuerpo de danza contemporánea que incluye algunos bailarines con discapacidades motrices, mientras planifica y ejecuta una obra cuyos actos representan distintas situaciones vinculadas al proceso histórico de la última dictadura en la Argentina. Quizá no haya un protagonista más apropiado que este peculiar grupo de danza, ni una experiencia artística más oportuna, para representar ese carácter espiritual que Ohno le atribuye al cuerpo humano. Articulada en dos mitades bien delimitadas tanto desde lo estético como desde lo narrativo, En el cuerpo presenta al mismo tiempo los ensayos que realizan los bailarines como la puesta en escena de las diferentes coreografías que integran la obra. Una suerte de película que incluye su propio making-of. Las secuencias correspondientes al primer grupo están realizadas en blanco y negro y ligadas a partir de un montaje que busca traducir visualmente ese carácter de obra en construcción. Las que pertenecen al segundo grupo están realizadas en color, utilizando como escenario distintas locaciones del Parque de la Memoria, y fueron editadas con la lógica del cine clásico, buscando hilar un relato de cierta linealidad. En ambos casos la fotografía de Mariana Russo resulta fundamental para garantizar el éxito de las propuestas. Es cierto que en esta ambición de representar las dos mitades de la puesta en escena, para mostrar las dificultades del proceso tanto como el resultado final, En el cuerpo por momentos se convierte en un producto híbrido que no termina de concretar una identidad definida. Sin embargo también consigue varios méritos, en especial en el terreno de lo visual. El mayor de ellos reside en la potencia del trabajo que el director realiza sobre los rostros y su gestualidad, en su forma de retratar a los cuerpos como maquinarias que motorizan la acción, sirviéndose tanto de sus capacidades como, sobre todo, de sus incapacidades. Es ahí donde encarna el espíritu de lo cinematográfico del relato. Además la película traza un recorrido que va creciendo a medida que avanza, alimentado por coreografías cada vez más lúcidas y emotivas. Ese hacerle honor a la frase de Ohno representa quizá el mayor logro del documental de Maslíah.
Más cerca del ridículo que de la risa Hasta hace no mucho hablar de comedia francesa equivalía a imaginar un relato inteligente, de humor ácido y filoso, que manejaba con igual pericia la inocencia y el sarcasmo sin necesidad de abusar de golpes de efecto y con un timing extraordinario para aplicar con precisión las estocadas de risa. Nada de eso aparece en las comedias francesas que llegaron a las pantallas locales en los últimos tiempos y De tal madre tal hija, de Noémie Saglio, de ninguna manera es la excepción. No importa que en los afiches aparezca bien grande el nombre de Juliette Binoche, porque ni ella, que usualmente recibe nada más que elogios por sus actuaciones, se salva en esta muestra de cine mediocre hecho a partir de un sentido del humor chato y elemental. La película basa su estrategia humorística en una inversión de la lógica para tratar de generar una atmósfera absurda. El truco consiste en tomar a las protagonistas, una madre de 47 años y su hija de 30, para hacer que la primera se comporte como si tuviera 15, mientras que es la segunda la que parece rondar los 50. La secuencia inicial lo deja claro. Avril, la hija, limpia el cuarto de la madre en el que reina un descontrol típicamente adolescente. En paralelo, Mado (Binoche) llega a la casa con su scooter rosa, pero como está un poquito borracha intenta ir a su cuarto sin ser notada. Por supuesto, Avril la descubre y la sermonea. Como Mado no tiene trabajo su hija la mantiene, hecho que se vuelve un problema porque Avril está embarazada y necesita que su madre empiece a valerse por sí misma. Pero Mado también queda embarazada, justo el día que se entera que va a ser abuela. Es cierto que Binoche puede ser una actriz extraordinaria, sin embargo sus incursiones en la comedia no suelen encontrarse entre sus mejores trabajos. Su composición de Mado es un festival de sobreactuación, al que un guión empecinado en hacerla pasar por una adolescente caprichosa no le hace ningún favor. El problema fundamental es que tanto ella como Saglio, que también es autora del guion, nunca consiguen ir más allá de lo superficial en la construcción del personaje. Como si creyeran que alcanza con hacer que Mado use remeras de Metallica o Iron Maiden y mastique chicles con la boca abierta para emular la conducta adolescente. El resultado siempre está más cerca del ridículo que de la risa. Saglio parece haber querido meter todo dentro de su película. Desde el humor más inocente a través de un cachorrito que mira perritas en una tablet, hasta un empleado de hospital que se encarga de hacerle espacio al humor negro. En este caso los extremos se tocan en el fracaso: ninguno de estos recursos consigue estimular la gracia. También hay un problema de casting que afecta al verosímil, porque tanto Binoche como Camille Cottin (Avril) tienen casi 10 años más que sus personajes y el detalle no es menor. Ver a Binoche embarazada casi a los 55 más que comedia es ciencia ficción.