El poeta que nunca renunció a la utopía La directora de Calles de la memoria siguió durante las últimas dos décadas al mítico cineasta y logró reflejar todas sus facetas, incluidas las de docente y utopista. El hombre, de barba casi blanca y muy larga, recoge algunas cosas antes de dejar la casa. Luego sale y cierra la puerta con llave, aunque reconoce que se trata de una costumbre innecesaria. “Solamente tengo libros y nadie roba libros. Ojalá los robaran”, dice. Enseguida cuenta la historia de un hombre que olvidó tres diccionarios en la puerta de su casa y que al volver apurado, temiendo que alguien pudiera habérselos llevado, encontró cuatro diccionarios en lugar de tres. El chiste disfrazado de anécdota con el que Carmen Guarini decide abrir su documental Ata tu arado a una estrella, cumple además con el objetivo de funcionar como carta de presentación perfecta para el utopista empedernido que protagoniza la película. Se trata de Fernando Birri, cineasta argentino, padre del Nuevo Cine Latinoamericano, fundador de la mítica escuela de cine de Santa Fe y de la Escuela de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. La primera mitad de Ata tu arado a una estrella está construida con material de archivo. Una especie de “detrás de cámara” que la propia Guarini rodó en 1998 siguiendo a Birri, quien entonces filmaba un documental para la televisión de Leipzig, en el que intentaba mensurar el estado de las utopías a treinta años de la muerte del Che Guevara. En esas imágenes se ve a un Birri ya grande pero de espíritu todavía joven, dialogando sobre el tema con figuras de la talla de Ernesto Sabato, León Ferrari, Eduardo Galeano y Osvaldo Bayer. Algunos de esos diálogos, reproducidos de forma muy parcial en la película, consiguen de todas formas ser significativos, en tanto tuvieron lugar en una Argentina que marchaba con decisión a la mayor crisis de su Historia moderna, la que comenzó en diciembre de 2001. “Hoy palabras como utopía, amor, revolución o solidaridad son completamente demodé, están fuera de onda”, dice Birri en alguna de esas charlas y su voz suena profética. El recorrido que traza el relato de Guarini hace una parada intermedia en la escuela de San Antonio de los Baños, donde Birri es venerado. En ese itinerario por las instalaciones, la directora se detiene un rato largo ante la vista que le entrega la ventana de la que fuera la oficina de Birri durante su gestión al frente de la institución. En off, una voz femenina con acento cubano sostiene que esa hermosa escena rural a la vera de un arroyo explica por qué un hombre ya grande como Birri había insistido en montar su oficina en el cuarto piso. Lo que esa mujer no tiene forma de saber es que ese paisaje tranquilamente podría ser una postal santafecina, de su querido pueblo de Rincón, donde veinte años antes el propio Birri imaginó para sí mismo un sepelio festivo y surrealista, en el que sus amigos y una murga acompañarían sus cenizas hasta el río Uguajay. Una conexión que el propio cineasta parece confirmar cuando en una escena rodada poco antes de su muerte, ocurrida el 27 de diciembre de 2017, hable de sus exilios y del dolor de estar lejos. El tramo final de la película transcurre en Roma, ciudad donde Birri pasó sus últimos años: ahí Guarini tiene la última charla con el protagonista de su película. “Soy una fantasmagoría y ustedes me están reconstruyendo”, dice Birri. “Me alegra que crean que estoy con ustedes, pero cuando se vayan me encierro en mi cuarto y desaparezco”. Justo antes el viejo director jugaba en cámara con el muñeco mecánico de un fantasmita bailarín: son detalles como ese los que confirman el buen ojo de Guarini. Esa idea en torno de la ausencia se complementa con las imágenes que el propio Birri toma de su casa con una camarita GoPro que le deja Guarini. En ellas muestra los objetos, los muebles y las plantas que ocupan cada espacio pero él, más allá de algún dedo fantasmal que cada tanto se cuela en el cuadro, jamás aparece. Solo al final, en unas escenas captadas desde un extremo contrapicado, Birri se filma a sí mismo deambulando por la casa, como un espíritu que revisa que todo haya quedado en orden justo antes de partir. Y después la película termina. Curiosamente la muerte de Birri ocurrió apenas un mes después de que Ata tu arado a una estrella tuviera su estreno mundial casi en simultaneo en los festivales de cine de Mar del Plata y La Habana. En el recorrido que la película traza, Guarini consigue darle forma a este modesto pero emotivo retrato de un hombre obsesionado con las utopías, que soñaba con un mundo en el que la gente ojalá robara libros.
Rituales de inteligencia zombi Si se la evaluara por la cantidad de premios y nominaciones que recibió en su país, podría concluirse que Los hambrientos, de Robin Aubert, es una de las mejores películas canadienses de 2017. O la mejor, si lo que se tuviera en cuenta fuera la parcialidad francoparlante del enorme país norteamericano. Y aunque a veces los premios pueden generar desconfianza, en esta oportunidad le hacen justicia a esta interesante reversión del mito zombi, creado por George A. Romero en La noche de los muertos vivos (1968) y ambientado para la ocasión en las afueras de un pueblito rural del Canadá profundo. Es cierto que es cada vez más difícil obtener una forma novedosa del molde del zombi, que en tantas ocasiones ha sido aprovechado con fines meramente xerográficos, pero que también ha tenido no pocas relecturas y rescrituras inteligentes. Los hambrientos es una de estas últimas. Sin embargo, en su punto de partida la película no se aparta de las convenciones del género. Alguna causa que permanecerá inexplicada ha esparcido una epidemia que devuelve los muertos a la vida, infundiéndoles al mismo tiempo una voracidad que solo puede ser saciada con carne humana. En ese contexto un grupo de vecinos de un pueblo de campo quedan aislados y tratan de sobrevivir. Se trata de un encierro a cielo abierto, ya que la distancia que los separa de los centros urbanos es grande. Esa amplitud espacial podría ser una ventaja si los zombis de Los hambrientos se apegaran al modelo romeriano, de andar lento y dificultoso. Pero a diferencia de eso, acá los muertos son capaces de correr, volviendo a achicar los espacios hasta convertir al campo en una caja de la que no es fácil salir. Pero esa no es la única diferencia entre los zombis de Romero y los de Aubert. Uno de los elementos que la hacen particular es que lejos de la inconsciencia absoluta o de la conducta meramente pulsional, en Los hambrientos los muertos vivientes manifiestan algunos rasgos de inteligencia. No se trata de una inteligencia regresiva, en la que el zombi es capaz de recuperar parte de la tradición cultural que perdió al morir junto con la condición humana, como ocurría con Bub, el zombi inteligente de El día de los muertos (1985, también de Romero). Se trata de una forma particular de inteligencia ligada a su nuevo estado, que les permite a los zombis generar una proto-organización. Dicha inteligencia zombi se manifiesta por un lado en una especie de estrategia para cazar humanos. Por el otro, en una novedosa capacidad para construir una serie de estructuras en forma de extrañas torres, reutilizando objetos que han pasado a ser inútiles para ellos, como sillas o juguetes. En torno de estas los muertos vivos se reúnen en silencio e inmóviles, generando una atmósfera que evoca a la de los ritos religiosos. En cuanto al tratamiento narrativo y cinematográfico, Los hambrientos tampoco se conforma con acumular despanzurramientos, voladuras de cabezas, persecuciones o escenas de encierro en las que los humanos se atrincheran para rechazar a ese otro colectivo. Aubert echa mano a recursos como el humor, al que le adjudica un valor de resistencia, un último recurso en el que lo humano también se atrinchera para ponerse a salvo del ataque de lo alienante. Al mismo tiempo aprovecha los momentos rituales en los que los zombis se reúnen en torno de sus tótems, o las largas caminatas de los sobrevivientes a campo traviesa para generar un clima que, sin dejar de ser tenso, le aporta a la película unos cuantos momentos contemplativos que la acercan a cierta estética de cine independiente. Es cierto que no es la primera película en proponer estos movimientos, pero los realiza de forma eficiente.
Músculo para estilizar la imagen animada Christopher McQuarrie, director del anterior film de la saga, no va más allá de los picos alcanzados en cuanto a coreografías, acrobacias y golpes de efecto, pero sí en cuanto a volumen e intensidad. Con Tom Cruise como estandarte y factotum, la saga Misión: Imposible ha buscado redefinirse en cada uno de sus cinco episodios previos, logrando que el estreno de cada uno se convirtiera en un evento. Y esto ocurre aun conteniendo en sus diferentes versiones ingredientes muy similares, sino los mismos, aunque siempre tratando de correr sus propios límites un poco más allá. Es cierto que la película anterior, Nación secreta (2015), dirigida por Christopher McQuarrie, llevaba las cosas a un nivel difícil de igualar en materia de coreografías, acrobacias y golpes de efecto puestos al servicio de la acción. Y la verdad es que si bien lo que ofrece Misión: Imposible - Repercusión, su nuevo capítulo, sin dudas no va más allá de los picos alcanzados por aquella, tal vez sí la supere en volumen e intensidad. Por empezar, el modelo 2018 de Misión: Imposible rompe una importante tradición que era marca registrada de la saga. Se trata de la continuidad de McQuarrie al mando del timón. Antes de este doblete, habían pasado por la silla de director Brian De Palma, John Woo, J.J. Abrahams y Brad Bird, en ese orden: cada uno de ellos aportó su impronta y su talento, potenciando la mítica y la mística de este universo. La novedad tiene además una lógica narrativa, en tanto también es la primera vez que existe una continuidad entre los acontecimientos de este episodio y el previo, en contra del carácter unitario que hasta ahora había regido a cada una de las películas. Una de las recurrencias que es posible constatar en Repercusión es la persistencia por ubicar el epicentro de los hechos en ciudades europeas, decisión con la que esta saga se adelantó a una característica que a partir de Identidad desconocida (2000), primer episodio de la “Saga Bourne”, se volvería tendencia entre las películas que combinan acción, espionaje y realismo geopolítico. Esto no obedece a un mero capricho, sino que detrás hay una cuestión estética vinculada a la percepción del movimiento. Las calles estrechas de cualquier ciudad del viejo continente potencian, por ejemplo, la sensación de riesgo en las persecuciones de autos. Pero además permiten coreografías visualmente muy efectivas, como la de saltar de techo en techo por sobre las callecitas, acción imposible en las calles mucho más anchas ya no de Estados Unidos sino de cualquier ciudad americana, de Ushuaia al Yukón. Esto último funciona al mismo tiempo como garantía del compromiso con el despliegue visual de la saga, que el propio Cruise en la piel del agente Ethan Hunt lleva al extremo encarnando la mayoría de las escenas peligrosas. Dicha voluntad define los valores cinematográficos que sostienen no solo a Repercusión sino a toda la serie y que podrían definirse en una frase: pasión por el movimiento. Si esto se acepta, entonces Misión: Imposible puede ser vista como una versión aeróbica, anabólica y cinematográfica del Cirque du Soleil. El músculo puesto al servicio de la estilización de la imagen animada. Nota al margen. Sobre el final del film tiene lugar una escena curiosa que puede adquirir un inesperado vínculo con la actualidad política y económica, que la vuelven raramente cómica. Al menos para el espectador argentino. Se sabe que Hunt y sus hombres pertenecen a una agencia de inteligencia denominada Fuerza de Misiones Imposibles (Impossible Mission Force en el original). Sus acciones se desarrollan siempre de modo encubierto y extraoficial, volviéndola casi clandestina. A tal extremo que, si alguno de sus agentes cayera en acción, el gobierno estadounidense negaría todo vínculo con ellos. La casualidad ha querido que la sigla de la agencia, tanto en inglés como en castellano, coincida con la del Fondo Monetario Internacional (FMI/ IMF). Poco antes de que los títulos finales bajen el telón de la película, cuando Hunt y Estados Unidos han salvado al mundo una vez más sin que nadie se entere, uno de los personajes afirma con tono solemne que “el mundo necesita al FMI”. Que dicha frase salga de labios de la Directora de la CIA puede ser también producto de la casualidad y está claro que eso no lesiona en lo más mínimo la inmejorable capacidad cinemática de la película. Pero no deja de sonar extrañamente sincronizada con una forma del ver la realidad, que coincide con la egomaníaca imagen que la saga tiene de su protagonista y con lo que este representa en tanto espejo del rol que Estados Unidos se atribuye a sí mismo en el reparto de roles del viejo Nuevo Orden Mundial.
La conocida fábula del extrañamiento ¿Cuántas veces se ha repetido esa frase que dice que lo importante de una persona no es lo que se ve, sino lo que está en su interior? Herramienta sumamente valiosa –sobre todo a la hora de intentar convencer a alguien que se conoció por Tinder de que no se levante y se vaya a los cinco minutos de haber llegado–, se trata de una variante pedestre de la igualmente repetida (y tramposa) máxima que Antoine de Saint–Exupery inmortalizó en El Principito, su novela omnipresente, según la cual “lo esencial es invisible a los ojos”. Y en este caso en particular es también la idea que articula la historia que se cuenta en Cada día, película dirigida por el estadounidense Michael Sucsy. En ella la protagonista, una adolescente llamada Rhiannon, acaba enamorándose de alguien que todos los días amanece en el cuerpo de una persona distinta. Aunque parece un concepto novedoso, se trata en realidad de otra variante de una de las ideas clave del negocio de ser guionista en Hollywood: provocar en el protagonista un shock de extrañamiento que lo coloque temporalmente a un costado de la realidad para que, vista de manera oblicua, acabe revelando verdades que de otro modo permanecerían ocultas. Este concepto ha tenido cientos de versiones distintas en las que dicho extrañamiento adoptó forma de loop, como en Hechizo de tiempo (Harold Ramis, 1993); supresión momentanea de la existencia, como en ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946); o pérdida de la identidad, como ocurre en Votos de amor (2012), opera prima del propio Sucsy, en la que una mujer que pierde la memoria en un accidente debe volver a enamorarse de un esposo que la ama. El problema de esta idea es que su objetivo es la moraleja y no todos los directores saben cómo lidiar con el desafío. No es necesario decir que Sucsy no es Ramis, mucho menos Capra, aunque tratar de realizar tal comparación tampoco es justo. En principio porque Cada día, incluso con sus escenas románticas algo (a veces muy) cursis, su altruismo impostado, cierta pacatería y una noción demasiado estándar de lo que debe (o puede) ser una comedia romántica, consigue hacer de Rhiannon una criatura querible con la que no es difícil empatizar. Gran parte del mérito lo tiene la joven actriz Angourie Rice, que lejos de sobreactuar, algo usual en comedias románticas clase B como esta, logra dotar a su personaje de un registro emocional verosímil. El otro punto a favor radica en usar la idea como metáfora de la dificultad para hallar el amor en la adolescencia y de la voracidad por experimentar, de forma consciente o no, en esa etapa de la vida. Es cierto que la cosa tampoco llega a gran profundidad, pero el tema está ahí. Otro acierto es la decisión de no perder tiempo en explicar el elemento maravilloso. Acá hay un ser (nunca se sabe si es hombre o mujer) que amanece cada día en un cuerpo distinto y el asunto no se convierte nunca en objeto de teoría. Simplemente aparece el amor, con todo el placer y el dolor que ello implica, y de eso va la película.
Un mural hecho con pedazos de memoria A partir de la historia de una sobreviviente del atentado a la AMIA, el documentalista da cuenta de una herida que sigue abierta, pero a la vez registra uno de los modos de cicatrizarla. A 24 años exactos de la voladura del edificio de la Mutual Judía AMIA, que se cumplieron anteayer, se estrena el documental Ikigai, la sonrisa de Gardel, en la que el director Ricki Piterbarg aborda el tema desde el más particular de los puntos de vista: el de una de sus víctimas. Pero aunque la cuestión se encuentra en el centro mismo de su película, esta no se ocupa exclusiva ni directamente de la tragedia ocurrida durante esa mañana de Julio de 1994. En cambio prefiere recorrer el camino de transformación que la protagonista elegida, Mirta Regina Satz, debió atravesar a partir de que el destino la convirtiera en una de las protagonistas involuntarias de aquellos hechos. Piterbarg elige contar una historia de reparación sin eludir lo evidente: que toda reconstrucción es hija de la destrucción. Dicho de otro modo, prefiere concentrarse en las cicatrices que hacer foco en la herida, aunque no olvida recordar que esta continúa abierta, un cuarto de siglo después de producida. Esta forma indirecta es la que ordena a Ikigai, sobre todo en sus dos tercios iniciales. Tanto que, si no fuera por los dos textos que al comienzo sintetizan los acontecimientos ocurridos 24 años atrás, resultaría imposible ligarlos a la historia de Mirta. Ella es una profesora de arte y aficionada al tango, que en su casa-taller de Parque Patricios organiza junto a un grupo de alumnos un proyecto para realizar un mural de mosaicos en el frente de su casa, dedicado a la figura de Carlos Gardel. Y es que para Mirta en la icónica sonrisa del cantante se encuentra uno de los símbolos más poderosos no solo de la identidad cultural porteña, sino de toda la Argentina. Hija de inmigrantes judío-ucranianos y empleada de la AMIA durante el atentado, Mirta se aferra a la sonrisa gardeliana y convierte a su proyecto en un canal para drenar el horror produciendo de la belleza. Piterbarg se toma su tiempo para contar el recorrido de Mirta. Su vínculo con Rufino, un albañil al que conoce en una milonga y que se convertirá en parte fundamental del relato; la relación con su padre y su hija; y por fin, su sentido de pertenencia a una historia y una tradición como la judía. Pero cuando parece que se reducirá a contar lo anecdótico de una vida que no es más ni menos interesante que cualquier otra, el documental introduce el trauma del atentado y pone en evidencia el rol movilizador que jugó en la biografía de la protagonista. La escena en que en una mesa de café Mirta y un grupo de sobrevivientes cuentan algunos detalles de antes, durante o después de que sus vidas cambiaran para siempre, tiene en la película una consecuencia idéntica a la que aquel hecho atroz produjo en ellos. A partir de ahí la historia de Mirta deja de ser una más para convertirse en única y en ese cambio se concentra la potencia del relato. Ese salto revela además un movimiento que pudo haber sido pasado por alto: el verdadero rol que la sonrisa de Gardel juega en este relato. Suele verse a la comunidad judía como un cuerpo extenso en el que prima el sentido de pertenencia a una tradición que trasciende las nacionalidades. En ese aferrarse al gesto del Morocho del Abasto, Mirta demuestra que eso es cierto a medias (o que directamente no lo es), y que lo judío es también una parte más del omnipresente crisol que le da forma a la identidad argentina. Y si la sonrisa de Gardel es una bandera que reúne a todos, entonces el atentado de la AMIA no puede ser reducido a la categoría de tragedia judía, sino que es un dolor que atraviesa a cada argentino de Jujuy a Tierra del Fuego. “Tardé mucho en encontrar la manera de expresar esa herida”, dice Mirta. Su trabajo con los mosaicos resulta emblemático, en tanto se basa en la destrucción de un orden previo para dar lugar a una forma nueva y superadora. Eso es lo que representan los azulejos que deben ser partidos en pedazos para convertirse en las decenas de esfinges gardelianas que componen el mural de la calle Inclán al 3000, que fue declarado de interés cultural por el gobierno de la ciudad. Todos esos detalles son ordenados por Piterbarg, cuyo trabajo revela un verdadero compromiso con la historia que decidió contar en Ikigai. Es cierto que a partir de esa pasión el director se anima a tomar ciertos riesgos de puesta en escena que quizás puedan ser vistos como excesos románticos. Tan cierto como que el riesgo es un desafío que no todos los cineastas aceptan y ese valor también merece reconocerse.
Una presencia bastante freudiana Freudiana, y mucho, Secretos ocultos es la ópera prima del hasta ahora guionista asturiano Sergio Sánchez, cuyo currículum en esa área incluye dos grandes éxitos como El orfanato (2007) y Lo imposible (2012), que sirvieron para proyectar internacionalmente a su compatriota Juan Antonio Bayona, director de la última entrega de la saga Jurassic World. Autor de media docena de guiones que suelen trabajar sobre el suspenso y las historias de miedo, Sánchez se mueve en su debut sobre terreno conocido. En este caso cuenta la historia de los cuatro hermanos Marrowbone, que sobre el final de la década de 1960 llegan a los Estados Unidos junto a su madre enferma provenientes de Inglaterra, para escapar de un padre violento. A qué abusos fue sometida esta familia es uno de los misterios que la película irá develando. Portando cada uno su propio trauma, los Marrowbone pronto pierden a su madre, a la que le prometen mantenerse juntos y escondidos hasta que en unos meses Jack, el mayor, cumpla 21 años y pueda asumir la tutela legal de los tres menores, Billie, Jane y Sam. Pero pronto comenzarán a sentir una presencia en la casa que se manifiesta a través de lúgubres manchas de humedad o de un enorme espejo roto que, colgado sobre la escalera, domina todos los espacios de la casa que ahora habitan solos. Sánchez urde una trama con los temores de cada protagonista, hasta convertirlos en máscaras de un miedo mayor vinculado a la ausencia del padre, que acecha fuera de campo. La espera se vuelve múltiple en el encierro, alimentando la tensión entre las amenazas interiores (el “fantasma” con el que deben convivir) y las exteriores, como el regreso latente del padre o la presencia de un joven abogado que acosa a los jóvenes con una hipoteca que pesa sobre su hogar. Jorge Luis Borges escribió alguna vez (y siempre es oportuno citarlo) que los espejos y la cópula son siniestros porque multiplican a los hombres. Algo de eso habita en el temor que los protagonistas sienten por sus propios reflejos, que los obliga a cubrir o esconder todos los espejos de la casa. Lo mismo ocurre con el cuarto de la madre, que desde su muerte permanece cerrado para evitar que el pequeño Sam entre en él, o con la culpa que arrastra Jack, sobrecargado en el rol de hermano mayor. Como se dijo, todos los caminos en el guion de Secretos ocultos conducen al padre del psicoanálisis; a veces de forma ingeniosa y otras de un modo que sin llegar a ser grosero no deja de ser obvio. Y si la frase de Borges señala a la multiplicación como un vehículo de degradación, entonces es oportuno aplicar ese concepto a las profusas vueltas de tuerca de un guion que de tanto girarla termina falseando la rosca. Tratando de evitar los lugares comunes de las películas de fantasmas, que por otra parte el guión no se priva de sugerir, Sánchez va siempre un paso más allá, haciendo que cada nuevo giro, en lugar de sumarle peso dramático a la historia, la vayan aligerando hasta volverla casi inocua. Una lástima para una película que desde lo estético prometía más.
La adrenalina no pregunta demasiado El film protagonizado por Dwayne Johnson admite similitudes con Duro de matar, aunque con intenciones muy distintas. Un rascacielos convertido en infierno por obra de un psicópata terrorista europeo. Un oficial venido a menos, pero con un profundo sentido de la justicia y pelado como Javier Mascherano, se convierte en héroe para salvar a los miembros de su familia, que se encuentran entre los rehenes que los malos tienen secuestrados en los pisos superiores del edificio. Una película y un guión que aprovechan su locación para poner literalmente en escena la famosa “montaña rusa de emociones”. Si alguien cree que la sinopsis de Rascacielos: Rescate en las alturas, escrita y dirigida por Rawson Marshall Thurber, se parece demasiado a Duro de matar, tiene toda la razón. Es cierto que cuando estelarizó aquel clásico inoxidable de 1988, dirigido por John McTiernan, Bruce Willis todavía no estaba calvo como Dwayne Johnson, protagonista de Rascacielos. Tan real como que ambas películas encaran historias similares pero con intenciones muy distintas. Johnson interpreta a Will Sawyer, un ex agente de elite que ahora, 10 años después de perder una pierna en el fallido rescate de una toma de rehenes doméstica, tiene su propia empresa de seguridad. Casado con la médica que entonces le salvó la vida (Neve Campbell, regresada del olvido) y con dos hijos, Sawyer maneja su propia pyme: una agencia de seguridad privada. Por recomendación de uno de los hombres que pertenecían a su escuadrón, Sawyer consigue su primer trabajo importante: supervisar los sistemas de seguridad del edificio más alto del mundo, construido en Hong Kong por un magnate chino. El cruce de pasado y presente hace que una culpa profunda conviva en el interior del protagonista con una urgente necesidad de redención, ingredientes de un cóctel que el guión se encargará de agitar. El ataque de un grupo de aparentes terroristas hará que la mitad superior del edificio se incendie, con tanta mala suerte que ahí es donde se alojan la mujer y los hijos de Sawyer. Esa es la fórmula que la película encuentra para poner al protagonista en modo heroico, que a partir de ahí, como buen padre y esposo, hará todo lo posible para salvar a los suyos. Como esos ejércitos que avanzan con la consigna de no dejar a nadie vivo a su paso, una vez activado el dispositivo de la acción Rascacielos es una película que va para adelante sin preocuparse demasiado por lo que va dejando atrás. En ese sentido es muy distinta de la de McTiernan, cuyo guión es un mecanismo de precisión en el que los engranajes encajan sin asperezas. Acá en cambio el trauma del comienzo es apenas una doble excusa, que por un lado provee al héroe y a la historia misma de una razón de ser (una familia que rescatar) y por el otro le suma a Sawyer la dificultad extra de una pierna de titanio. Si algo comparten Duro de matar y Rascacielos es la atmósfera de Torre de Babel llevada al extremo, que incluso se cumple en la profusión de idiomas. Si en la de McTiernan el malísimo Hans Gruber hablaba con un rígido acento alemán, en la de Thurber no solo ocurre lo mismo (aunque el acento es más bien nórdico), sino que la idea se ve potenciada por un escenario como Hong Kong, ciudad que es una auténtica Babel en sí misma. Claro que si algo falta en Rascacielos es justamente un villano de la estatura del mencionado Gruber, interpretado bestialmente por el gran Alan Rickman, cuya presencia representaba el verdadero peligro al que McClane debía enfrentarse. Por el contrario la némesis de Sawyer no son los hombres que tienen a su familia sino, y ya desde el título, el propio edificio. Será este el que le proponga una serie de desafíos que deberá ir superando si finalmente quiere salvar a los suyos. Sawyer es entonces una especie de Hércules afrontado los doce trabajos, o bien el Bruce Lee de El juego de la muerte (1978), que deberá ir subiendo niveles para enfrentar en cada uno un nuevo reto mortal. Como buena parte de la filmografía de Johnson, Rascacielos presenta una serie de situaciones inverosímiles, algunas incluso deliberadamente cómicas, que el espectador acepta solo porque es él quien las protagoniza. Y se las acepta de buena gana, porque la película se impone como una grata experiencia física a pesar de su propio trazo grueso. Con esos elementos, a puro vértigo y carisma, Rascacielos dejará satisfechos a los que paguen la entrada buscando unas cuantas dosis de adrenalina bien temperadas.
El crucero del amor. El buenazo de Drácula, viudo desde tiempos inmemoriales, sale de paseo en barco con sus viejos amigos Frankenstein, la Momia y el Hombre Lobo, todos felizmente casados, y empieza a extrañar el amor. Hay algo que debe decirse con claridad y desde el comienzo: la saga de Hotel Transylvania es una de las más sólidas que se hayan construido desde que el cine de animación fue reinventado por los estudios Pixar. Tal afirmación puede sonar exagerada teniendo en cuenta que hay sagas más prestigiosas, como cualquiera de las de Pixar (menos Cars); más taquilleras, como las Shrek, La era de hielo o Mi villano favorito; o con mejor prensa, como las LEGO movies. Sin embargo la conformada por los tres episodios transilvanos, no solo es infinitamente superior en el balance a las tres grandes de la taquilla, sino que le hace frente a la franquicia de los juguetes para armar y no tiene nada que envidiarle a las Toy Story o Monsters Inc. Y algunos secretos hay para justificar y entender la calidad con que se ha desarrollado este universo inocente pero eficaz –creado en torno a los monstruos clásicos que el cine popularizó durante el siglo XX–, a lo largo de tres títulos estrenados en 2012, 2015 y esta nueva, Hotel Transylvania 3: Monstruos de vacaciones. El primero de esos secretos es Genndy Tartakovski, su director, que conoce a la perfección el paño que debe cortar. Él es, antes que nada, una de las estrellas que tuvo la señal infantil Cartoon Network durante su era dorada, en la década de 1990. No sólo es el creador de algunos de los más grandes éxitos que se emitieron ahí durante esos años, como El laboratorio de Dexter o Samurai Jack, sino que también participó como director o animador de otras series como Las chicas superpoderosas, todos ellos personajes que forman parte de la memoria colectiva de aquella época. Es Tartakovski quien marca el pulso de esta historia, en la que Drácula es un pater familias que administra un lujoso hotel para monstruos, a quien el vínculo con su joven hija lo obliga a replantearse de manera constante su mirada conservadora del mundo y del vínculo de los monstruos con los humanos. Al extremo de que en este episodio el famoso conde, viudo desde tiempos inmemoriales, debe enfrentarse a sus propios deseos, sus prejuicios y al amor en persona, durante un crucero vacacional que realiza junto a sus amigos Frankenstein, la Momia, el Hombre Lobo y el Hombre Invisible, todos ellos felizmente casados. El otro término de la ecuación detrás de Hotel Transylvania es Adam Sandler, comediante que triunfaba en el cine al mismo tiempo que Tartakovski lo hacía en TV, durante los 90, pero que hoy es un paria al que Hollywood le dio la espalda (aunque él busca reinventarse de todas las formas posibles). El universo de esta saga fue desde el comienzo el lugar ideal para que el neoyorkino desembarcara junto a su troupe de amigos. Es así como esta cofradía de monstruos cuenta con las voces (si el espectador logra encontrar una versión subtitulada) de una hermandad análoga, que Sandler construyó en sus años felices desde la productora Happy Madison. Kevin James, David Spade, Andy Samberg, Molly Shannon o Steve Buscemi son algunos de los escuderos que acompañan a Sandler, acá y dónde sea. Más allá de estas razones que no son directamente visibles en la pantalla, Hotel Transylvania 3 maneja un registro de humor que es sumamente eficaz, desde una sencillez a la que se puede considerar tan clásica como la galería de personajes que habitan la película. Ideas simples como un Tinder para monstruos o un playlist de canciones “buenaonda” para combatir la maldad, son algunos de los elementos a los que la película les saca un increíble provecho. Como en las mejores películas de Sandler o en los lúdicos e hiperactivos personajes creados por Tartakovski, la tercera entrega de Hotel Transylvania también encuentra su motor más poderoso en esa inocencia, que constante y saludablemente busca su propio límite.
Texto publicado en edición impresa.
La pérdida de la inocencia en escena En algún momento de los 90, cuatro adolescentes pasan una noche de ronda en Buenos Aires, expuestas a los filos y las asperezas de una realidad que desconocen. Pero en la intención de abarcar muchos tópicos, el film pierde verosímil y llega a un final algo naïf. Estrenada en la última edición del Bafici como parte de su Competencia Internacional, Paisaje, ópera prima de Jimena Blanco (quien habitualmente se desempeña en el área de producción), forma parte de un subgénero habitual en los festivales de cine: el de las películas iniciáticas autorreferenciales protagonizadas por un grupo de adolescentes que pierden la inocencia en escena y obtienen de la experiencia una nueva perspectiva del mundo. Sí, es cierto que como etiqueta es casi tan larga como la película misma, que dura apenas 67 minutos, pero sirve para definir con bastante precisión a este primer trabajo de Blanco como directora. En este caso se trata de un grupo de chicas que viven en algún lugar indeterminado fuera de Buenos Aires, que con la excusa de asistir a un festipunk pasarán una noche de ronda por la gran ciudad, expuestas a los filos y las asperezas de una realidad que desconocen. Las primeras imágenes demarcan el tono con el que Blanco contará la historia, una cadencia inocente que será aguijoneada de forma sostenida por situaciones que harán evidente lo delgada que es la superficie de esa burbuja en la que por ahora habitan las cuatro protagonistas. Viñetas que ilustran el espíritu femenino, tan atractivo y extraño para un espectador masculino como, se intuye, familiar y divertido para la platea femenina. Mientras se preparan para salir, excitadas por las fantasías que en ellas despierta lo que imaginan será una aventura, las chicas sostienen una charla circunstancial, en apariencia aleatoria, en la que los temas importantes van apareciendo bajo la máscara de una levedad típicamente adolescente. En especial la incertidumbre ante un crecimiento que de forma inevitable las sacará de la niñez, para depositarlas en ese lugar misterioso que tanto anhelan y temen, que es la vida adulta. Esas escenas iniciales también sirven para que la directora presente el modo en que retratará a sus personajes, a través de primeros planos cerrados que tienden a correrse del eje natural del cuadro, como si quisiera quitar la atención del centro de cada imagen para concentrarse en los detalles de la periferia. Ese corrimiento produce un efecto de fragmentación que muchas veces desemboca en atmósferas tensas, sobre todo en las situaciones en las que la vulnerabilidad de las chicas queda expuesta. Blanco utiliza una sutil ambientación de época (la historia transcurre en un momento indeterminado de los ‘90) para acentuar esa vulnerabilidad. La ausencia de teléfonos celulares, por ejemplo, hará que para un espectador contemporáneo algunas circunstancias que las protagonistas atraviesan se vean envueltas por una sensación de mayor peligro. La directora aprovecha esa grieta tecnológica para convertir esa noche en una cámara estanca en la que las protagonistas no cuentan más que con ellas mismas y de la que solamente podrán salir por sus propios medios. Con el avance del relato comienza a parecer también cierta artificialidad que va mellando el verosímil. Como si no quisiera dejar fuera de su película ningún tópico adolescente, Blanco mete cada vez más cosas en el limitado marco de esa noche que la película recrea en apenas una hora. El amor, el sexo, el deseo, las inseguridades, la vulnerabilidad ante los hombres (física y emocional), el embarazo no deseado, la dicotomía entre aborto y maternidad, las cuestiones de género, el miedo al porvenir y, sobre todo, el fantasma entre temido y anhelado de la vida adulta como posibilidad latente e inevitable. Y cuando Paisaje intenta abarcar demasiado empieza a apretar menos, y así llega hasta un final algo naif que de algún modo contradice el camino andado.