Un capitalismo post Donald Trump Integrada por La noche de la expiación (2009), 12 horas para sobrevivir (2014) y 12 horas para sobrevivir: El año de la elección (2016), la trilogía The Purge creada por James DeMonaco articula a partir de los recursos del cine de terror un universo único, reconocible y con leyes propias, que sin apartarse de las reglas del género enriquece su propuesta con apuntes sociopolíticos, dialogando de modo crítico con la realidad de su tiempo. El director y guionista imagina un verosímil futuro cercano en el que Estados Unidos ha colapsado bajo el peso de las inequidades producidas por el capitalismo. A partir de las desigualdades sociales, la delincuencia ha crecido de forma estrepitosa y un grupo de políticos mesiánicos, los Nuevos Padres Fundadores, aprovechan el escenario para crear La Purga. Se trata de una noche en la que todos los delitos están permitidos (incluyendo el asesinato), en la que hordas de ciudadanos de todas las clases sociales salen a cumplir sus deseos violentos. En consecuencia la tasa de criminalidad baja casi a cero, haciendo de Estados Unidos un ilusorio paraíso de 364 días al año y una sola noche infernal. Con astucia, DeMonaco convierte a la lucha de clases en un cuento de horror que con cada nueva entrega gana en complejidad mientras avanza. Con el estreno de 12 horas para sobrevivir: El inicio la saga da un paso hacia atrás para contar el nacimiento de La Purga. A diferencia de las otras, esta no fue dirigida por DeMonaco (sólo autor del guión) sino por Gerard McMurray, un cineasta negro. El último dato, que en otros casos resultaría inútil, acá es importante porque el relato del origen tiene su epicentro en la comunidad negra y el eterno conflicto racial que atraviesa a la sociedad estadounidense. En esta precuela La Purga es un experimento que los recién elegidos Nuevos Padres Fundadores presentan como única posibilidad de salvar la grandeza americana. El mismo consiste en cerrar Staten Island, barrio insular de Nueva York que la película imagina como epicentro de la pobreza y gran población negra, para que los voluntarios liberen por una noche sus bajos instintos. Pero algo falla en el experimento y el diablo de la política mete la cola. Aunque el film vuele a mostrar los pincelazos de ingenio y las acotaciones políticas que caracterizan a la serie, remitiendo de manera clara a un capitalismo post Donald Trump, se trata en realidad de su versión más llana e inocua. Y la que de forma más evidente remite a una saga pionera en eso de cruzar el terror con lo social: la de los Muertos Vivos creada por George Romero, otro neoyorquino, cuya primera película también tenía un protagonista negro. Elemental en materia de subtramas, musicalización y argumento, 12 horas para sobrevivir: El inicio tiene como virtud el trabajo sobre la histórica opresión sufrida por la minoría negra y acierta en hacer que, en oposición a los intereses de la política, una banda de narcos con conciencia social acabe convertida en la reserva moral de los Estados Unidos.
Los muertos que vos matáis gozan de buena salud Una forma de describir a Paranormal, debut tardío de Dennis Bartok (cuyo currículum incluye trabajo como programador de la Cinemateca de Los Angeles por más de una década, un paso breve por el Festival de Tribeca, algunos guiones y hasta periodismo), es como una película de terror cuyo mayor mérito una factura prolija, aún cuando los recursos narrativos que utiliza puedan resultar anticuados, y en la eficacia para montar algún golpe de efecto bien dado, de esos que se ven venir a dos o tres planos de distancia, pero que aún así consiguen que el cuerpo se despegue del asiento. La otra es ir encontrándole una a una todas las costuras e hilos flojos, sobre todo en el guion, que parece más obra de un principiante (y ya se ha dicho que de alguna forma Bartok lo es) que de un director de 53 años, por más debutante que sea. Esta dualidad tiene que ver con un primer acto (y un poquito más) que alienta a tener paciencia más allá de los lugares comunes. Es que en esos primeros 15 o 20 minutos aquella mentada prolijidad formal se superpone y consigue disimular el trazo grueso, generando la esperanza de que tal vez haya algo más en Paranormal de lo que finalmente resulta haber. Dana es una mujer vital y deportista que queda postrada en una cama de hospital luego de un accidente de tránsito en el que estuvo clínicamente muerta durante unos minutos. La decisión de construir la escena previa y el accidente mismo a través de las distintas cámaras de seguridad que Dana encuentra en su recorrido habitual de footing matinal, funciona como anuncio de que el recurso de utilizar dispositivos de registro que van más allá de lo tradicional tendrá un lugar importante en la estructura del relato. En su convalecencia Dana comenzará a sentirse observada pero nadie le creerá. Un clásico. A partir de ahí, por culpa del guion, todo se viene abajo a una velocidad crucero de 24 cuadros por segundo. El marido de Dana es un imbécil que actúa con igual impericia el acto de sostener a su mujer como el de meterle los cuernos. El personaje del psicólogo es digno de una película filmada por adolescentes, apareciendo de la nada en la narración y con una actitud que genera dudas: no se sabe si en realidad es un fantasma, un hijo de puta o un pelotudo. Después de eso no sorprende que la directora del hospital sea una especie de señorita Rottenmeier... El único que zafa es Trevor, el enfermero precarizado que tiene su oficina en el sótano, que se gana el corazón proletario de todos con el bate de aluminio que usa para matar las ratas del nosocomio. Él será el único que creerá que la amenaza que siente Dana es real. La tensión entre ella, su marido, la hija y la amante, justo antes de que se desate la previsible carnicería, hace que sobre el final renazca la esperanza. Por un instante alguno creerá que el miedo puede ser metáfora de otra cosa, que el monstruo no es más que un McGuffin para ocultar una monstruosidad doméstica mayor. Pero no, la verdad es que no hay nada más.
Cuando la guaranguería no resulta graciosa Comedia de acción de pretensión irreverente y actitud canchera, la película Gringo, del australiano Nash Edgerton –a la que para su estreno en Latinoamérica se le agregó un aclaratorio tagline, una mala costumbre de la región–, apenas consigue alcanzar con lo justo esos dos objetivos que parecen motorizarla. En línea con algunos trabajos de los hermanos Coen (como Quémese después de leer, de 2008) o de Martin McDonagh (en particular Siete psicópatas, de 2012), el film de Edgerton también utiliza a la ironía, el sarcasmo y la incorrección política como herramientas para construir un fresco social despiadado al que se intenta hacer pasar por crítico. Una de esas historias que se esfuerzan para que ninguno de los personajes salga del todo bien parado, un poco para abonar a una sensación general de desquicio (aunque en el fondo se perciba que solo se trata de aleccionarlos y hacerles pagar por la maldad intrínseca a la que el guión los condena), y otro poco para dejarle a los espectadores una moraleja que les permita irse contentos a casa. De forma un poco tosca y a riesgo de ser acusada de maniquea, Gringo divide al universo en mitades: de un lado la inocencia, del otro la desidia. En la primera está Harold Soyinka, el protagonista, un inmigrante nigeriano que ha conseguido un cargo gerencial en una empresa farmacéutica gracias a que Richard Rusk, uno de los dueños, es su amigo. En la otra todos los demás, que o bien son unos inescrupulosos, como el propio Richard y su socia Elaine; o bien oscilan entre el bien y el mal, pero con una marcada tendencia a errar siempre en las decisiones que toman. A Harold no le va del todo bien, aunque en teoría cuenta con los medios como para ser feliz. Está enamorado de su esposa, aunque la empresita de ella haya puesto los números familiares en rojo; tiene un buen trabajo pero puede perderlo, porque acaba de enterarse que la empresa se prepara para una fusión. Y Richard, su amigo, no solo se lo niega, sino que se mete en su área y decide viajar con él y con Elaine (quien lo desprecia), para controlar en persona la filial mexicana de la compañía. De forma previsible, al cruzar la frontera el guion replica ese gran Otro que la cultura mexicana encarna para el imaginario estadounidense, en donde tampoco hay nada que rescatar. Elemental en su mirada del mundo y en su forma de retratar la realidad, incluso en los términos de una farsa, Gringo lleva su reduccionismo binario al extremo. No hay uno solo de los personajes que rodean a Harold que no lo lastime, pero él siempre se entera tarde, con excepción de una joven tan inocente como él, que está en México porque su novio fue a buscar droga y ella no lo sabe. Una subtrama molesta, no solo porque se vincula a la fuerza con el relato central, sino porque evidencia la intención del guion de crear caos a cualquier costo. Sobreactuada y excesiva por donde se la mire, Gringo no solo peca de guaranguería cinematográfica sino que incluso como comedia tampoco resulta demasiado graciosa.
La vida, el crimen y el arte Las primeras imágenes resultan misteriosas: en la oscuridad de la noche, recortadas contra la luz artificial de unos reflectores, en un parque se distinguen con claridad las siluetas de los dinosaurios. La música cavernosa –apenas unas notas graves que se extienden en el tiempo multiplicadas por los efectos de un delay–, crea la atmósfera ideal para que los bramidos de las bestias resuenen con potencia. En las escenas que siguen la luz del día revela las estatuas de tamaño real que forman parte de un parque temático sobre la vida prehistórica ubicado en la ciudad de Castex, en la provincia de La Pampa. Esta obra entre kistch y naif, aunque monumental a su manera, es la puerta de entrada oportuna que encontró el director y guionista Luciano Zito para contar la historia de su creador, el artista Jorge Fortunsky. Él es ese Señor de los dinosaurios al que se alude desde el título de este documental que, a imagen y semejanza del trabajo de Fortunsky, puede ser un poco tosco y hasta cándido, pero en el que se destaca la calidez con que intenta retratar la dura e increíble historia de vida de su protagonista. Hijo de una familia de clase obrera, durante su adolescencia pueblerina a fines de los años ‘80 Fortunsky comenzó a sentir que su trabajo en el taller mecánico nunca iba a resolver las necesidades básicas de su familia, ni le iba a permitir cumplir ninguno de sus deseos. Esos sentimientos marcaron su entrada a la delincuencia: un poco por desilusión y otro poco por bronca comenzó a cometer pequeños robos que pronto dieron paso a otros más graves. Zito utiliza animaciones para recrear aquel pasado oscuro, mientras que en el presente acompaña a Fortunsky en sus actividades diarias, donde se destaca el trabajo en el taller donde realiza esculturas con materiales como arcilla, hierro o madera, mientras su voz en off recorre su biografía. El director se muestra eficiente a la hora de construir momentos emotivos, como cuando Fortunsky le pide a su madre que lo ayude a recordar el día en que lo liberaron de su primera condena por robo. En cambio su labor es más rudimentaria en materia de puesta en escena y a veces no consigue evitar un tono marcadamente artificial en el registro de lo cotidiano. Aunque se trata de un retrato de vida, El señor de los dinosaurios es también una exploración que a través de su protagonista intenta dar respuesta, de manera siempre muy sencilla, a preguntas que orbitan en torno de la esencia de lo humano. El crimen y el arte, encarnaciones de lo malo y lo bueno, son los ejes axiales sobre los que se mueve el relato, y también los catalizadores que le permiten al protagonista expresar una sabiduría que no por simple deja de ser profunda. Como cuando afirma que las personas son como las obras de arte, cuya forma final no depende de ellas, sino de un entorno que las modela.
El derrumbe del armazón de la cordura, el juego con lo inesperado y lo cotidiano convertido en amenaza son parte de esta ópera prima deudora de la paranoia de cierto cine de terror de los ‘70. “Es raro ver tantas caras desconocidas hoy acá. Sé que mi madre se hubiera sentido conmovida por eso, aunque probablemente también le hubiera resultado un poco sospechoso”. La que habla es Annie, una mujer de cuarenta y tantos, esposa y madre de dos adolescentes, y los extraños a los que se refiere son las personas que asisten al sepelio de su madre recién muerta. Además de su marido y sus dos chicos, en la sala hay más de una docena de hombres y mujeres que la miran con desinterés. En su discurso de despedida Annie apela al humor ácido y el sarcasmo para aflojar la tensión del ambiente, pero en lugar de eso revela la impostación de su dolor. Mientras tanto, su hija Charlie, una preadolescente con una discapacidad visible pero incierta, dibuja en su libreta algunas escenas de lo que ve ahí. Entre ellas hay un retrato del cadáver de su abuela en el féretro y otro, revelador, en el que su madre tiene un gesto de enojo que contradice la pose superada con la que habla desde el púlpito. Toda la primera mitad de El legado del Diablo –abusivo título local de Hereditary (Hereditario), ópera prima de Ari Aster– está llena de este tipo de escenas ambiguas, en las que las verdaderas emociones de los protagonistas se esconden tras distintas máscaras. Mientras tanto una serie de hechos van preparando el camino para la aparición de lo imposible: una tumba profanada, los siniestros pasatiempos de Charlie, un accidente atroz, puertas cerradas con llave que aparecen abiertas de par en par. Antes de eso, la película había comenzado recorriendo una habitación llena de maquetas que en su interior reproducen ambientes domésticos. La cámara acaba metiéndose en una de ellas justo cuando Steve, el marido de Annie (Gabriel Byrne), entra al cuarto de Peter, el hijo mayor, y lo despierta para ir al velorio de la abuela. Lejos de ser una muestra gratuita de virtuosismo, el truco de cámara tiene varias razones que lo justifican. Por un lado, presentar el trabajo de Annie, a quien la actriz australiana Toni Collette le presta su impresionante arsenal de recursos dramáticos. Annie construye miniaturas realistas de diferentes escenas cotidianas, usando algunas de ellas para recrear momentos traumáticos de su propia vida. Como si se tratara de constelaciones terapéuticas, en esas escenas aparecen conflictos irresueltos que la familia arrastra y a la vez funcionan narrativamente como flashbacks que entregan pistas sobre el origen de la crisis que los envuelve. La consecuencia de esto es un escenario de dos caras, una de las cuales se mantendrá inicialmente fuera de campo, para comenzar a revelarse de manera lenta pero firme a lo largo de la segunda mitad. El uso oportuno y disrruptivo de “Both Sides Now”, canción de Joni Mitchell pero en la hermosa versión original que grabó la cantante Judy Collins en 1967, resulta una forma simpática de subrayar esa dualidad de lo real. Si en la primera parte el relato se concentra en el duelo y en los modos en que los miembros de la familia resuelven su forma de convivir con los huecos que la muerte deja a su paso, la segunda se volverá catártica. Por esa vía la familia le irá poniendo palabras a los conflictos que hasta ahí se mantenían sotto voce, pero también abrirá una puerta para que aquello que acecha pueda finalmente penetrar y vampirizar el núcleo familiar. Como aquellos extraños que invadían de forma pasiva la tensa intimidad del velorio, del mismo modo Annie y los suyos comienzan a ser rodeados por lo ajeno, lo otro. Un ello que se va metiendo entre las grietas de la disfuncionalidad para hacer estallar una estructura familiar que ya se encontraba internamente destazada. Deudora de la paranoia conspirativa de cierto cine de terror que tuvo su momento durante la década del ‘70 (imposible mencionar títulos sin caer en el pecado del spoiler), El legado del Diablo está condenada a convertirse en clásico. La solidez con que Aster maneja los recursos dramáticos, técnicos, visuales, sonoros y narrativos, sumado el timming con que pasa del drama a la tragedia o de lo sugerente al gore, convierten a su debut en un punto alto del cine de género independiente. Un lugar que el año pasado ocupó ¡Huye!, de Jordan Peele, que de forma tan sorpresiva como merecida se metió entre las candidatas al Oscar. Ambas estrenadas en el Festival de Sundance, las películas tienen varios nexos estéticos. El derrumbe del armazón que sostienen la cordura, la eficiencia en el juego con lo inesperado y lo cotidiano convertido en amenaza son algunas de esas coincidencias.
Un examen de conciencia filmado Como si se tratara de un examen de conciencia filmado, El enemigo interior, tercera película del director israelí Eran Kolirin, parece estar planteada como representación de las diferentes miradas con que el Estado de Israel se permite deconstruir el concepto de otredad. Un otro que por supuesto tiene puesto el traje del estereotipo árabe y ante el cual los personajes pondrán a prueba su propio armazón ético. Los protagonistas son los cuatro integrantes de una familia de clase media, quienes también representan los arquetipos posibles con que lo israelí se vincula con sus vecinos. David es el pater familias, un oficial que acaba de ser dado de baja del ejército y a quien sus compañeros de armas despiden con una fiesta. Su esposa Rina es una profesora de literatura que parece tener una mirada más progresista, aunque no tanto como Yifat, la hija, que transita los últimos años de la escuela secundaria, participa de marchas de protesta y para quien el activismo político es casi como un juego al que se toma muy en serio. Finalmente Omri, el hijo menor que también está en la secundaria, pero a quien nada le importa demasiado. David parece perdido. Liberado de su obligación militar, siente que el ambiente doméstico le es un poco ajeno y trata de comenzar proyectos, pero sin mucha seguridad. Rina se entera por uno de sus alumnos que entre los chicos de la escuela es considerada una MILF (sigla utilizada en la industria del porno para definir a las mujeres de entre 35 y 45 que provocan deseos sexuales en hombres más jóvenes) y eso sacude la percepción que tiene de sí misma. Yifat se debate todo el tiempo entre el miedo y la voluntad de tender puentes con lo árabe, y en su inocencia acaba exponiéndose más de lo necesario. En cambio la película no se ocupa demasiado de Omri, aunque reserva para él un papel fundamental: vengar el honor de la familia cuando se vea amenazado. En tanto militar retirado, el lugar de David parece representar al mismo tiempo cierta certeza ideológica respecto de su lugar político, pero también un cuestionamiento del uso irracional de la fuerza. La experiencia de Rina obra como puesta en escena de la brecha entre adultos y jóvenes, pero también es una cita simbólica de aquel pasaje de las escrituras en las que el ojo por ojo se convierte en ley primera. Y aunque es ella quien carga con la herida de la humillación, será su hijo, impulsado involuntariamente por un padre incapaz de ejercer la autoridad con eficacia, quien ponga en acto esa ley del Talión. Por su parte Yifat será quien se atreva a poner en cuestión sus prejuicios, arriesgándose a ser defraudada por sí misma. Por desgracia los aciertos que la película acumula en su recorrido son de algún modo clausurados por un golpe de guión que viene certificar que toda desconfianza está justificada, sobreactuando un final feliz que hace que la película se vuelva un poco tonta.
Las Invasiones Inglesas en forma de pelota La carrera de Néstor Montalbano está ligada de manera inseparable a la comedia y en particular a la variante más absurda del género. Un vínculo que tiene un origen televisivo en su rol como director de programas humorísticos históricos como Cha Cha Cha o Todo x $2, y que luego trasladó al cine en una serie de trabajos que incluyen Soy tu aventura (2003), Pájaros volando (2010) o Por un puñado de pelos (2014), lista a la que se suma No llores por mí, Inglaterra. Aunque esta comparte mucho con las anteriores, como su voluntad de nonsense nac & pop o cierto costumbrismo retorcido por la farsa, también realiza un aporte que la distingue. Se trata de su carácter de fantasía histórica que no llega ni pretende convertirse en ucronía, ya que todos los hechos relatados carecen de cualquier posibilidad de haber ocurrido. Se trata de una versión futbolera de las invasiones inglesas, en las que el general William Beresford introduce el fútbol en Buenos Aires en busca de mantener distraídos a los criollos y poder avanzar en su plan colonial. Un criollo llamado Manolete, quien se buscar la vida organizando espectáculos pseudo deportivos, como peleas de catch arregladas, ve el potencial comercial del juego de la pelota y convoca a los vecinos de dos barrios rivales para que armen sus equipos y se enfrenten. Pero los burgueses de la Ribera no quieren ni tener contacto con los habitantes de Embocadura, todos ellos trabajadores y esclavos. Por presión de los invasores ese primer River–Boca se termina jugando en el patio de una iglesia y acaba en batalla campal. Contento con el resultado, Beresford le propone a Manolete armar un ingleses contra criollos en la plaza de toros, para tratar de distraer al pueblo y debilitar la causa de la resistencia que ya comienza a armarse de forma clandestina. El humor de No llores por mí, Inglaterra bebe de las fuentes populares. Por un lado de los llamados “códigos futboleros”, pero también de cierto costado político en el que el General invasor dice encabezar un gobierno que “viene a trabajar en equipo y a unirlos a todos”, en referencias evidentes a las formas discursivas de Cambiemos. Un humor que por esos caminos no llega demasiado profundo. Lo mismo ocurre con la mayoría de las subtramas que, a pesar de una reconstrucción de época manejada con gracia, se ven afectadas por un déficit narrativo causado por prestar más atención al chiste rápido que a generar elementos que fortalezcan o enriquezcan la historia con algo más que los estereotipos del argentino (o criollo) canchero pero noble y el inglés refinado pero ladino. En el medio queda un elenco demasiado atado a esas flaquezas, en el que sobresalen los dos protagonistas. Lo de Mike Amigorena como Beresford no es sorpresa, porque su versatilidad y calidad de comediante son conocidas. El caso de Gonzalo Heredia es distinto, porque consigue que su Manolete luzca verosímil incluso en las situaciones más ridículas, sin ceder nunca a la tentación de malentender lo payasesco.
Otra mirada sobre el robo de identidad Con tono clásico sin caer en esquematismos, el film echa luz sobre las apropiaciones de bebés en los 70 por parte de civiles. Dentro de los documentales con temáticas sociales, los que abordan el tema de la identidad conforman uno de los subgéneros más transitados. Sobre todo en el cine argentino reciente, que sigue manifestando la persistente conmoción que provocó la sistemática desaparición de personas y la apropiación de bebés durante la última dictadura. Desde trabajos que buscaron los límites cinematográficos del género como Los Rubios (2003) de Albertina Carri, o M (2007) de Nicolás Prividera, hasta los más convencionales pero no menos intensos La memoria de los Huesos (2017) de Facundo Beraudi o Nietos (Identidad y Memoria) (2004) de Benjamín Ávila, el documental en la Argentina se ha encargado de escarbar periódicamente entre los sensibles pliegues de estos temas. Aun con sus puntos de contacto, la película Secreto a voces también lo aborda pero apartándose sensiblemente del eje habitual que imponen los crímenes de la dictadura. Segundo trabajo como director de Misael Bustos, Secreto a voces recorre cinco historias de chicos apropiados en los 70, pero cuya sustracción de identidad no tiene su origen en crímenes perpetrados por un Estado tiránico. Por el contrario, estas tienen su marco en causas civiles que a diferencia de las atrocidades cometidas por los militares, que son parte de una historia que no debe repetirse, fueron producidas por condiciones que siguen siendo de dolorosa actualidad. Se trata del robo y la compraventa de bebés, algo que durante años se escondió bajo eufemismos tales como “adopción irregular”, pero que por sus causas y efectos no son otra cosa que delitos de apropiación de personas y sustracción de identidad. Moviéndose sobre el clasicismo y la ortodoxia del género, pero enriquecida con elementos del documental de observación, Secreto a voces es el canal para que las víctimas cuenten sus casos en primera persona. Todas dan cuenta de un sistema de trata organizado de forma fragmentada e informal que lleva activo más de 50 años: ese es más o menos el lapso que abarcan los casos registrados en la película, pero que sin dudas se extiende hacia atrás en el tiempo. Parteras de pueblo que cosechaban chicos entre las familias sin recursos; otra que, en el conurbano, fingió asistir a decenas de partos que no existieron para fraguar partidas de nacimiento y legitimar las apropiaciones; una niña que formaba parte de una familia dedicada al tráfico de bebés y que termina dándose cuenta que ella misma es víctima de una apropiación; el espantoso robo de un bebé ocurrido en el Hospital Fernández de Buenos Aires en 1973, en el que el cuerpo de un nene muerto le es entregado a una mujer que décadas después, gracias a la tecnología genética, pudo saber que no era el de su hijo. Esta última historia incluye a un hermano gemelo que anhela con desesperación encontrar esa mitad ausente. Secreto a voces consigue conmover casi sin intervenir sobre las historias –aunque a veces la musicalización se convierta en un leve lastre que, sin embargo, no invalida la experiencia–. Su gran aporte narrativo consiste en incorporar una serie de cámaras ocultas que registran algunas de las vicisitudes públicas o privadas que los protagonistas atraviesan en sus búsquedas. La película también señala una tendencia en la breve filmografía de Bustos, quien en su película anterior El fin del Potemkin (2011) retrataba a dos marineros rusos varados durante 20 años en la Argentina tras la caída de la URSS. Ya ahí, desde un punto de vista diverso, había una preocupación por el asunto de la pérdida de la identidad y los efectos del desarraigo. Como aquellos marinos, los protagonistas de Secreto a voces intentan navegar hacia un destino ansiado, que en este caso es su propia y real identidad.
El relato armado como una jam session Tomando como punto de partida una frase atribuida al filósofo francés Jean Paul Sartre, según la cual el jazz sería comparable a las bananas porque se lo debe consumir en el mismo lugar en el que se produce, el documental El jazz es como las bananas representa un retrato con un doble eje narrativo. Porque si por un lado pretende trazar un recorrido por la escena jazzera porteña desde fines de los años ‘50 hasta la actualidad, por el otro busca convertirse en una elegía en honor del contrabajista Jorge “El Negro” González, uno de los personajes más activos de dicha escena y fundador a fines de los ‘70 junto a Néstor Astarita y Gustavo Alessio del mítico “antro” jazzero Jazz&Pop. Si la película funciona mejor como lo segundo que como lo primero es sobre todo porque sus 61 minutos resultan insuficientes para plasmar la extensa y rica historia de dicho género en la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo ese mismo sintético recorrido resulta oportuno para poner en contexto el rol que el homenajeado jugó dentro de esa cronología. De ese modo la primera mitad de la película se dedica a acumular datos y testimonios que permiten realizar un recorrido entre mítico e histórico por lo que representó el ambiente del jazz en aquella Buenos Aires, que por entonces alardeaba de ser una ciudad que nunca dormía. El jazz, que se tocaba con fervor en cientos de pubs que se amontonaban en las callecitas del centro, tenía un rol protagónico entre las causas de ese insomnio. Es en ese contexto que durante la dictadura Alessio, Astarita y González fundaron Jazz&Pop, local que estaba llamado a convertirse en el centro de una movida que incluía también a los miembros más prominentes del rock nacional, de Litto Nebbia a Luis Alberto Spinetta, pasando por Pedro Aznar, Emilio del Guercio y otros. A pesar de que González va convirtiéndose de a poco en eje del relato, la película no elude mencionar cierta polémica en el cierre de aquel espacio, que también significó el final de la sociedad entre sus fundadores. Como en una composición musical (o una jam session), El jazz es como las bananas va ganando en intensidad cinematográfica a medida que avanza. Así, en sus primeros momentos la profusión de cabezas parlantes y el uso de montajes fotográficos animados resultan un poco esquemáticos, a pesar de la riqueza de la información que aportan. Pero una serie de travellings y planos actuales de Buenos Aires, montados como si se tratara de un crescendo en el que de a poco se suman nuevas notas y tonos, comienzan a pintar un cuadro que excede la oralidad del relato. Resulta muy ilustrativa una secuencia en la que diferentes voces opinan sobre el tema de la improvisación, técnica que representa el alma del jazz, mientras los directores improvisan un breve clip con distintos paneos sobre los techos de la ciudad. Sobre el final el fallecimiento de González y el cierre definitivo de Jazz &Pop, ambos ocurridos en 2013, terminan de aportarle al epílogo un oportuno tono emotivo.
Cuando lo humano camina en cuatro patas El realizador le da forma a un film que es a la vez una fábula, una comedia naïf y una reflexión sobre lo que significa ser humano. Como esos juegos de ingenio en el que dos clavos retorcidos sobre sí mismos sólo pueden ser separados a partir de un movimiento secreto, tan delicado como preciso, así es el cine de Wes Anderson. De apariencia simple pero de una complejidad difícil de asimilar, alcanza con descubrir los sencillos mecanismos que impulsan sus películas, escondidos a la vista de todos, para aceptar sus virtudes y ser cautivados para siempre. Se trata de mecanismos de orden estético que, sin embargo, tienen su sostén más firme en lo emotivo, en las redes sensibles que signan los vínculos del amplio espectro de sus personajes. Todo eso vuelve a ser parte de Isla de perros, su noveno trabajo y segundo realizado con la técnica de animación cuadro por cuadro, que es a la vez una fábula, una comedia naïf, un cuento infantil y una reflexión sobre lo que significa ser humano, pero a partir de una película de aventuras protagonizada por una jauría de perros abandonados y un nene de 12 años. Construida sobre un sentido del humor de pequeños gestos que va de lo delicadamente ácido a una ingenuidad sobreactuada (pero nunca forzada), y una inteligencia minimalista que no necesita de movimientos ampulosos para quedar en evidencia, Isla de perros transcurre en un Japón ligeramente futurista. Ahí, en la ciudad de Megasaki, todos los perros han sido desterrados a raíz de una epidemia que las autoridades temen pueda expandirse a los humanos. Claro que detrás de esta decisión en realidad hay una conspiración de origen ancestral, que incluye dinastías amantes de los gatos, guerras míticas y niños samurai, y que en el presente de la película involucra a la política, la ciencia y hasta la yakuza, la mafia japonesa. Abandonados en la misma isla a donde se envía la basura, un grupo de machos alfa sobrevive disputando con otras manadas los restos de comida que hallan entre los desperdicios, hasta que la accidentada aparición de un chico que llega para buscar a su mascota vuelve a contactarlos con el mundo que perdieron. Hay algo del orden de lo plástico y lo musical en la forma en que Anderson compone sus relatos e Isla de perros no es la excepción de la regla. En este caso el ya no tan joven director, nacido en 1969 en Houston, Texas (igual que Richard Linklater, cuyas películas no por casualidad exhiben una sensibilidad en muchos puntos análoga a la de Anderson), aprovecha las herramientas de distintas tradiciones artísticas del Japón para volver a construir un universo híper estilizado, pero que nunca se cierra sobre sí mismo. De modo que si por un lado la película le saca provecho a recursos como la percusión taiko, la poesía haiku, el teatro kabuki, la pintura tradicional nipona (o nihonga) e incluso al manga, el animé y el cine japonés, por el otro no deja de ser un relato de características reconociblemente occidentales. Un mash–up que, es cierto, también dialoga explícitamente con la hibridez de la cultura japonesa contemporánea. Como ocurre con Ready Player One, último trabajo de Steven Spielberg, Isla de perros incluye un juego de referencias que en lugar de concentrarse en la cultura pop de los años ‘80 se mueve sobre la cultura japonesa. Así es posible reconocer en la figura del alcalde Kobayashi los rasgos de Toshiro Mifune o en los nombres de ciertos personajes secundarios hallar homenajes a distintas personas o instituciones japonesas muy reconocibles en occidente, como Kitano (por el director Takeshi ídem) o Toho (por los famosos estudios de cine homónimos). O directamente Yoko Ono, que es como se llama una ayudante de laboratorio cuya voz interpreta, claro, la propia viuda de John Lennon. A diferencia de Spielberg, Anderson no convierte a este juego referencial en protagonista de su película, sino que apenas es uno más de los recursos que despliega con un gran sentido de la oportunidad. Pero esta compleja e ingeniosa estructura tiene su motor en ese rat pack canino que Anderson construye dentro de los límites inexpugnables de la isla, demostrando otra vez una solvencia notable en el manejo de las estructuras narrativas. A partir de un sencillo juego de inversión el director consigue que la parte humana del relato recaiga sobre ese grupo increíble de perros, haciendo que los hombres (o la sociedad humana) cargue con la parte más bestial. Sin ello, la compleja ingeniería estética de Isla de perros no sería más que una cáscara vacía.