El círculo vicioso de lo cotidiano Por tercera vez en sus carreras el director Jason Reitman y la guionista Diablo Cody vuelven a unir fuerzas en Tully. Una sociedad que ya había mostrado un buen funcionamiento en Adultos jóvenes (2011) y, sobre todo, en La joven vida de Juno (2007), por la cual la guionista recibió el Oscar al Mejor Guión en el que representó su debut cinematográfico. Tully es además el segundo de esos trabajos en el que la protagonista es la también oscarizada y talentosa actriz sudafricana Charlize Theron, quien ya había estelarizado la película anterior de ambos. En todo los casos, se trata de historias que retratan universos femeninos que si bien por un lado abordan historias muy dispares, también cuentan con muchísimos puntos de contacto que las acercan entre sí. Por empezar, las tres tienen su centro en situaciones de crisis en las cuales las protagonistas llegan a un punto de inflexión, en el que deben lidiar con la forma en que encararán sus propios futuros. Así, La joven vida de Juno trataba sobre el embarazo de una adolescente y Adultos jóvenes de una mujer que al filo de la crisis de la mediana edad, sola e insatisfecha con el lugar en el cuál se encuentra, fuerza una vuelta a una felicidad pasada. Por su parte, Tully retrata a una mujer abrumada por la vida doméstica que, tras el parto de su tercer hijo, se encuentra encerrada en el círculo vicioso de lo cotidiano. Esta mujer llamada Marlo halla un repentino e inesperado apoyo en Tully, una jovencita contratada por su hermano para ayudarla con la nueva bebé durante las noches, quien también la reconecta con aspectos más gratos de su propia feminidad. Pero no solo eso: la chica sirve además para que Marlo reviva a través de ese vínculo algunos goces que ella misma había dejado en el camino en su recorrido hacia la adultez. Entre Reitman y Cody, con el invaluable trabajo de una actriz de los quilates de Theron, consiguen transitar de un modo ameno ese recorrido que va llevando a Marlo de un presente desesperanzado a la posibilidad de conectarse de un modo más grato con ese lugar en el que ha quedado empantanada. No se trata de buscar grandes cambios, sino de amigarse y reconectar con los motivos que la llevaron a tomar determinadas decisiones vitales. Si estos elementos hacen de Tullyuna película que mira con un humor ácido al universo de la clase media, también es cierto que su final aparta narrativamente de ese eje. Porque si el guión de Cody hasta su tercer acto se movía dentro del terreno de un verosímil tan ingenioso como realista (incluso en sus momentos de mayor extrañeza), para el final se reserva una de esas vueltas de tuerca dignas del peor M. Night Shyamalan, que son muy útiles para obtener un buen puntaje en imdb.com, pero que atentan contra la salud del relato. Un deus ex machina con un pie en lo fantástico que revela pereza o comodidad para resolver la historia de un personaje que merecía más de respeto. El espectador menos condescendiente, también.
Cuando Buenos Aires quiso ser París El documental registra la influencia que la arquitectura parisina tuvo sobre los planificadores de la emergente Buenos Aires, a finales del siglo XIX. Pero lo hace apelando al mito, recurriendo a elementos que son propios del thriller, el policial negro o la farsa. El documental debe ser el género cinematográfico que más prejuicios soporta. Es cierto que antes habría que discutir si se trata o no de un género, pero si se acepta la idea generalizada de que lo es, difícilmente haya otro sobre el que existan tantos, y por lo general falsos, preconceptos. De ellos se dice que son aburridos, esquemáticos, técnicamente pobres, poco imaginativos, fáciles de realizar y otras falacias que quizá tengan su origen en la forma y el uso que la televisión les ha dado. Al contrario, se trata de un universo tan rico y extenso como su contraparte, la ficción, con similar amplitud y complejidad. Y una peculiaridad que representa su gran rasgo de identidad: el afán de retratar de algún modo la realidad. Las herramientas para hacerlo son innumerables e incluso puede ser que, como ocurre con Los Corroboradores, ópera prima del argentino Luis Bernardez, un documental pueda filmarse contaminado de ficción sin que eso lo invalide como abordaje de lo real. Lo que Los Corroboradores se propone es registrar la influencia que la arquitectura de Paris tuvo sobre quienes realizaron la planificación urbana de la emergente Buenos Aires, a finales del siglo XIX. Pero lo hace recurriendo a elementos que son propios del thriller, el policial negro o la farsa. Para ello inventa un mito: los Corroboradores del título, una sociedad secreta fundada por el presidente Carlos Pellegrini. Su intención era ya no levantar una réplica de París a orillas del Río de la Plata, sino importar ladrillo por ladrillo y mueble por mueble los edificios más emblemáticos de la capital francesa, dejando en su lugar meras copias. Dicho movimiento tenía como fin último anexar Buenos Aires a Francia, renegando del indeseable vínculo con el resto de las provincias, y convertirla en la sede de una restaurada monarquía. La premisa suena disparatada. Sin embargo, Bernardez la vuelve creíble. Una pieza vital para que Los Corroboradores funcione como relato de ficción es la inclusión de una protagonista, una periodista francesa que viene a Buenos Aires a investigar esta absurda pero probable conspiración y se ve envuelta en un peligroso juego de intrigas. Al mismo tiempo, un elemento fundamental para que la película no fracase como documental es la habilidad del director para introducir en la trama, como claves de un policial, una serie de elementos que dan cuenta de la aspiración política de hacer de Buenos Aires una ciudad europea, pero fuera de Europa. Los detalles de lo que Bernardez cuenta acerca de esa lógia son a todas luces falsos, porque no hay pruebas de que los Corroboradores hayan existido más allá de su documental. Pero la realidad es que bien podrían haberlo hecho, en tanto cada una de las conclusiones a las que arriba el guión encajan a la perfección entre los huecos que dejan los hechos históricos. Los Corroboradores no son reales pero sí verosímiles y eso alcanza para imaginarlos como mito. Y como dice alguien en la película, “la memoria se nutre más de los mitos que de la Historia”. Un mito que acá sirve para hablar de la idea de país que planeaba construir la generación del ‘80. Y que el director utiliza para afirmar que lo que se estaba buscando al imitar a París no era solo una ciudad, sino también una identidad. Lo que se planificaba era la forma en que a ese país le gustaría ser percibido: la idea de que mejor que ser es parecer. La tilinguería de una aristocracia nacional que aspiraba a convertirse en la realeza de un país plebeyo. En la tensión entre ficción y realidad que sostiene a Los Corroboradores es posible reconocer además el linaje de lo borgeano. Hay algo en esa intención de llegar a lo real por la vía de lo apócrifo que, de algún modo, recuerda la forma en que el maestro ciego construía algunos de sus relatos. Como si el objetivo de aquellos Corroboradores fuera el de trazar en el Río de la Plata un mapa de París a escala natural, capaz de calzar baldosa por baldosa dentro de la Ciudad Luz. Curiosamente Borges, que siempre se enorgulleció de su sangre británica, nunca fue demasiado francófilo ni tenía la fascinación por París que habitaba en muchos de sus contemporáneos, aunque por supuesto la conocía bien. Después de todo era argentino y, como dice con enorme gracia uno de los personajes del documental de Bernardez, “un argentino que nunca fue a París es como un uruguayo”.
La Historia en los registros domésticos A través de filmaciones caseras que no buscaban ser un registro de su tiempo, el director consigue hacer una potente pintura. El tiempo es la materia que sostiene el relato que el documentalista brasileño João Moreira Salles realiza en su último trabajo, No intenso agora, que participó de la Competencia Internacional del Bafici 2017 y ganó el premio a la Mejor Música Original en el prestigioso festival Cinéma du Réel, en Francia, dedicado al género documental. Una relación que el director decidió destacar ya desde el título original que ha decidido mantenerse para su estreno local, cuya traducción sería “En el intenso ahora”. Curiosamente la película no se concentra en el presente, sino que a partir de un conjunto de películas que en su mayoría son registros personales o domésticos, trabaja sobre el final de la década de 1960. En particular sobre acontecimientos culturales y políticos como el Mayo Francés, la Primavera de Praga o la Revolución Cultural China. Aprovechando los recursos narrativos de la técnica conocida como found footage, muy popular en géneros como el terror o el falso documental, Moreira Salles realiza una lectura de aquel fresco histórico 50 años después. Pero con el inmenso valor agregado de un análisis que es a la vez lúcido y poético sin ser pedante, que la voz del propio cineasta va realizando en off sobre las imágenes montadas con excelencia. Un relato cuya fuerza natural no radica en la interesante mirada política que se expone a través de ella, sino en el valor profundamente emocional que le da origen. No intenso agora cuenta con una breve obertura en la que dialogan tres películas domésticas. La primera es una fiesta familiar en Checoslovaquia, en la que el director llama la atención sobre la felicidad de los desconocidos que celebran, concluyendo por la ropa que visten que la escena transcurre en primavera o verano. Un verano feliz en Checoslovaquia, 1968. La segunda muestra a una familia que registra los primeros pasos de la hija menor, tomadas en Rio de Janeiro para esa misma época. La mirada atenta capta lo inesperado: mientras la cámara se concentra en los miembros de la familia de clase media, Moreira Salles nota que la niñera, una adolescente mulata, se aparta del grupo para salir del cuadro. Pero el movimiento de la cámara la vuelve a incluir involuntariamente al fondo del plano. Se trata, dice, de un registro casual que “captura la relación de clases en Brasil”. “No siempre sabemos lo que filmamos”, anota el director. El último episodio ilustra un viaje a la China maoísta que su propia madre realizó en 1966 y que Moreira Salles descubrió por casualidad 40 años más tarde. “El viaje más fascinante de mi vida”, según ella misma anotó en aquel momento. Las imágenes también retratan un montón de gente feliz realizando las actividades más variadas: niñas bailando en la escuela; peatones que deambulan por las calles o junto al mar; lavanderas a la vera de un arroyo. “Ella fue a buscar una cosa pero se encontró con otra: no el pasado, sino la Historia en acción”. El relato que el cineasta brasilero va urdiendo en No intenso agora trata de volver consciente esa búsqueda de lo inesperado que se oculta en una serie de películas que en general retratan a la Historia de manera espontánea. Registros documentales de artistas diversos o de origen anónimo; programas periodísticos de la época; películas familiares en la que protagonistas desconocidos dan cuenta de su tiempo sin habérselo propuesto. La mirada del director es la encargada de ir haciendo camino a través de ellos y su voz es el hilo de Ariadna que guía al espectador en un viaje que, como se ha dicho, es tan emotivo como histórico. Dividiéndola en dos partes –“El regreso a la fábrica” y “La salida de la fábrica”–, Moreira Salles liga a su película con aquel famoso corto de los hermanos Lumière que retrata a los obreros saliendo de una fábrica y que sin saberlo se convirtió en el primer documental de la historia. “No siempre sabemos lo que filmamos”, resuena la voz del director. No intenso agora no pretende volver a contar la historia conocida de las felices revoluciones culturales de los ‘60, sino que trata de buscar ahí las causas de un mundo que parece no haber vuelto a encontrar desde entonces nuevos motivos de felicidad. Como si aquella “imaginación al poder” que 50 años después los medios de comunicación celebran como un triunfo, fuera en realidad la peor derrota. No intenso agora es un relato melancólico que observa a aquel pasado idealizado desde este presente intenso y escéptico, y que anhela con desesperación pero sin éxito una excusa para volver a creer en algo.
Cómo salir del closet Construida a partir del molde de la comedia adolecente de pretensión más “cool” que zafada, Yo soy Simon, de Greg Berlanti, cuenta la historia del muchacho del título, miembro de una familia modelo de la clase media alta estadounidense, quien desde la primera secuencia revela a través del recurso de la voz en off que tiene un secreto que, con los años, se ha convertido en una carga. Se trata de su propia identidad sexual, a la cual ha mantenido oculta no sólo de sus padres, de su hermana y de su grupo de amigos más cercano, sino que hasta parece haberla escondido de sí mismo, encerrando sus propios deseos en el terreno de las fantasías. Lejos del modelo descontrolado de clásicos como Porky’s (Bob Clark, 1981) y similares, Yo soy Simon intenta moverse dentro del universo adolescente por caminos similares a los que recorren películas como la reciente y más que interesante Yo, él y Raquel (Alfonso Gómez-Rejón, 2015), pero sin llegar a ese nivel de delicadeza e ingenio. A diferencia de aquella, en donde los personajes resultaban atractivos a partir de la complejidad de su construcción, acá tanto la historia como los protagonistas responden a los arquetipos básicos del modelo hollywoodense de clases. No importan el reflejo inclusivo de incorporar a la trama amigos negros o judíos (incluso negros y judíos al mismo tiempo) o personajes de origen indio, o que el argumento recorra el delicado momento de la salida del ropero de un adolescente, ni que el guion aproveche para meter chistes oportunos a partir de todo eso. No importa porque da lo mismo: se trata de una historia propia del universo social de los blancos, donde todos actúan como tales y todo responde a un modelo en donde la integración es apenas una pátina superficial. Un trámite que aspira a ampliar el universo de públicos posibles. Sin embargo, a pesar de los pocos sutiles subrayados musicales o de lo acotado del universo construido, hay algo en Yo soy Simon que provoca una reacción empática. Pero no se trata de un impulso que surja de la historia contada, sino más bien de las características de su protagonista. Simon, ese chico que a los 10 u 11 años descubre que le gustaban los chicos soñando con Daniel Radcliffe y que ante la insistencia onírica decide arrancar el poster de Harry Potter de la pared. El adolescente que cuando por fin encuentra el amor es a la antigua, a través de un intercambio de cartas (no importa que ahora se las llame correos electrónicos). A pesar de haber sido rodeado de un mundo chato y unidimensional, el protagonista consigue hacer que su historia genere interés y que, quizá, el espectador necesite llegar hasta el final de la película para saber cómo termina su historia de amor. Otro mérito de Yo soy SImon consiste en contar la historia de un chico gay sin caer en estereotipos reduccionistas ni caricaturescos. Un detalle nada menor para una película en la que los estereotipos no solo sobran sino que estorban.
El espectáculo plácido de la vida El director de El custodio elabora una serie de viñetas que captan distintos aspectos de un lugar y sus habitantes. Siguiendo las reglas del documental de observación, en Una ciudad de provincia el cineasta Rodrigo Moreno realiza un recorrido por la ciudad de Colón, Entre Ríos, a través del cual consigue aprehender una parte esencial de la vida en esas pequeñas urbes que vistas desde Buenos Aires pueden ser percibidas como pueblos grandes, pero que en el contexto demográfico de las provincias trascienden con claridad dicha categoría. Uno de los aciertos de la mirada del director de El custodio y Un mundo misterioso radica en esa capacidad para detectar y capturar ese carácter dual del objeto que decidió retratar. La película trabaja a partir de una serie de viñetas breves que capturan distintos espacios vivos de la ciudad y a través de ellas hace avanzar su registro sobre una línea de tiempo que parece abarcar el espacio de una semana. El relato comienza con un largo plano secuencia que sigue la línea de la costanera, donde se ve a distintas personas realizar sus rutinas matinales, como hacer ejercicios o caminar hacia destinos que Moreno no se preocupa ni precisa señalar. Enseguida, desde un estudio de radio dos músicos populares le ponen sonido a la mañana. No es difícil imaginar que así es como se viven los lunes temprano en una ciudad como Colón. Las viñetas pasan como diapositivas animadas y registran diversas rutinas de la ciudad, y al irse montando dan cuenta de la vida del lugar. La crónica de las actividades de dos pescadores de río. Un grupo de chicos se junta a jugar al truco en una panchería al final de la tarde. Las empleadas de un local de souvenirs y artículos tradicionales limpian y montan la vidriera. Un par de perros vagos dan vueltas por el centro y les alcanza con ponerse a ladrar en medio de un cruce de calles para detener el tránsito. Ese recorrido no solo capta distintos momentos de la vida cotidiana en Colón, sino que también registra con oído afinado las diferencias sonoras de cada espacio y da cuenta de las diferentes máscaras que el lenguaje se va calzando dependiendo del ámbito en que se desarrolla cada escena. A veces utiliza a un personaje como guía para pasar de un espacio a otro, un nexo para unir momentos que de otro modo bien podrían mantenerse inconexos. Con ese recurso simple el director fortalece la unidad del relato y le propone al espectador una modesta pero bienvenida complicidad, al mismo tiempo que alimenta la sensación de que esas ciudades de provincia son como pequeños Aleph en los que todas las líneas se cruzan y todos se conocen. Moreno también se permite la libertad de apelar a recursos ligeramente emparentados con géneros como, por ejemplo, la comedia física. Como cuando convierte al patio central de un edifico municipal en el escenario de una coreografía de personas que entran y salen de un sinfín de puertas, y que al cruzarse por las galerías abiertas obligan a que la cámara vaya saltando de una a otra, cambiando todo el tiempo la dirección. Algo parecido pasa con una sucesión de planos en los que registra la superposición de perros callejeros y motociclistas que tiene lugar sobre las calles de tierra de un barrio de la periferia. La vida cotidiana convertida en una comedia leve a partir de la mirada y el montaje. Lo mismo se puede decir de una secuencia en la que un par de chicas jóvenes, comerciantes, se juntan a chismorrear sobre la vida y las miserias de los otros, mientras vuelven a su casa en ciclomotor y permiten que la película se convierta por un rato en un novelón de pueblo. Mientras tanto las viñetas se acumulan y marcan el ritmo del relato. Un hombre y una mujer que parecen testigos de Jehová recorren un barrio tocando los timbres de las casas, pero no consiguen que se abra ni una puerta; los jóvenes se juntan frente a una disco y adentro bailan, se miran y se divierten como los de cualquier otra parte del mundo. La decisión de Moreno de darle continuidad a algunas de estas viñetas a lo largo de la película le da al tiempo una dimensión concreta y permiten imaginar el paso de la semana. Eso ocurre al unir la secuencia del entrenamiento del equipo de rugby de la ciudad en la primera mitad de la película, con otra sobre el final en la que se muestra un resumen del partido con el equipo de otra ciudad, generando esa sensación de avanzar temporalmente en una dirección determinada y sobre un lapso concreto de tiempo. Y así como parece pasar la vida en Colón, así pasa Una ciudad de provincia, sin sobresaltos, como el espectáculo plácido de la vida yendo hacia ninguna parte. O hacia todos a la vez.
Cineasta militante La obra cinematográfica de David Blaustein se compone de una serie de documentales políticos que tienen su centro en la revisión de la historia de los años ‘70 y principalmente la del movimiento Montoneros. Sobre esos ejes orbitan sus primeros trabajos, Cazadores de utopías (1996) y Botín de guerra (2000). Fragmentos rebelados, que busca reconstruir la figura del cineasta, dirigente sindical y montonero Enrique “Quique” Juárez, viene tardíamente a completar una posible trilogía. Tardíamente porque se trata de una película de 2009, que tuvo una proyección especial en la edición 2010 del Bafici, pero que recién ahora tiene su estreno oficial en el cine Gaumont. Lo particular de Fragmentos rebelados es también lo particular de Enrique Juárez. Se trata de un documental que encara el activismo militante a partir del surgimiento de las corrientes políticas del cine durante la década de 1960, que hizo eclosión con el estreno en 1968 de La hora de los hornos, de Pino Solanas y Octavio Getino. De ese núcleo participó Juárez, quien de forma paralela se formó como dirigente sindical, fue miembro de la Juventud Peronista y de Montoneros, y que sería secuestrado, asesinado y desaparecido en diciembre de 1976. De modo tal que si bien la película vuelve sobre el tópico de la militancia combativa y los años ‘70, también ofrece una mirada sobre el lugar que cine y cineastas ocuparon en dicha porción de la historia. Los testimonios de unos José Martínez Suárez y Solanas diez años más jóvenes, o de las figuras aún vivas de Getino, César D’Angiolillo, Fernando Vallejo, o del boliviano Humberto Ríos, no sólo representan una oportuna paleta de voces autorizadas, sino que además confirman lo demorado de este estreno y completan de forma involuntaria el tono elegíaco del documental. Curiosamente, es esa misma particularidad la que ofrece argumentos para referirse al trabajo de Blaustein, que si bien no deja de ser correcto está lejos de aportarle algo novedoso ni a la fórmula del cine militante ni al género documental. El propio Getino lo dice con claridad, refiriéndose al corto Ya es tiempo de violencia (1969), obra del propio Juárez. “Si queremos cambiar las ideas, la información… cambiar el mundo, también tenemos que desafiarnos a nosotros mismos para ver cómo mejoramos o cambiamos nuestro propio discurso, nuestra propia mirada cinematográfica. Porque la militancia no es abordar un tema militante, poner en cámara a los militantes y una voz en off que convoque a la revolución o a lo que fuere. El desafío del cineasta que estaba [o está] en la militancia incluía [o incluye] al cine mismo”. Eso dice Getino y es legítimo preguntarse qué tipo de desafío de las formas o del relato representa una película como Fragmentos rebelados, que no se aparta nunca del prolijo modelo de cabezas parlantes + material de archivo + momentos emotivos. Más interesante resulta la mirada crítica con aquel momento del pasado (sus propios pasados) que se percibe en las voces de Solanas o de D’Angiolillo, que se apartan de la mera idealización de una historia compleja.
Un diario de motocicleta filmado El documental de Malena Noguer y Martín Ferrari La educación en movimiento se enmarca dentro la corriente cultural latinoamericanista que tuvo su auge durante los llamados gobiernos progresistas que administraron la región hasta hace algunos años. Se trata de un recorrido por América latina que la pareja de directores realizó para registrar la existencia de espacios de educación alternativa, vinculados a organizaciones sociales y populares que buscan formar y crear conciencia en la clase trabajadora. Dichos espacios se sostienen en distintas corrientes del pensamiento social, como las culturas originarias ancestrales, los movimientos sin tierra o el feminismo, que tienen en común su carácter contra hegemónico. Es decir, que están movidos por la voluntad de construir por fuera o sobre el margen del modelo de la educación escolástica. Lo primero que llama la atención del documental es cierta contradicción formal que se produce al contar una historia de movimientos contraculturales sin conseguir salirse del sistema narrativo clásico. Desde lo cinematográfico, La educación en movimiento es un film conservador que trabaja con herramientas que no se apartan de un modelo de documental al que se puede vincular más con lo televisivo que con el cine. El resultado de dicho proceso es el retrato convencional de sujetos con características extraordinarias. De ningún modo eso le resta valor a las historias registradas ni a sus protagonistas, ni convierte a la película en aburrida o indigna. Lejos de eso, se la puede ver con interés, pero dicho mérito proviene más de lo que aportan los propios personajes que de la forma cinematográfica elegida por los cineastas. Más allá de eso, se puede definir a La educación en movimiento como una especie de diario de motocicleta filmado, en el que Noguer y Ferrari van descubriendo las huellas multiculturales de la región a través del eje de la educación alternativa. La película revela, al menos a los ojos del espectador, la existencia de distintas organizaciones sociales que gestionan sus propios espacios para educar desde una conciencia colectiva, por fuera de los intereses globales o del mercado que varios testimonios vinculan con la educación tradicional. Instituciones cuya intención no es la incorporar individuos a un sistema esencialmente expulsivo, sino la de sumar conocimiento a las comunidades marginales. En ese carácter testimonial está la riqueza de una película que visibiliza proyectos que proponen una educación que no solo mire hacia el futuro sino que atienda el presente, que además de calidad aporte identidad y en la que el conocimiento no sea el bote salvavidas de uno sino que represente un aporte al cuerpo social, incluso cuando este se limite a la propia comunidad. Una revolución educativa que no pretende destruir lo que existe, sino sumar distintas formas de acceder al conocimiento, que es una de las formas del poder.
La selva oscura que late en el jardín El primer largo de ficción del realizador dominicano, premiado en el Festival de Locarno, tiene la riqueza de ser varias películas a la vez: una historia de duelo que es también un drama familiar, el retrato de una crisis de fe y un relato de venganza. Aunque el cine es una construcción subjetiva que no debe ser tomada como un reflejo absolutamente fiel de la realidad, ni siquiera en los géneros que trabajan directamente sobre ella como el documental, ante una película como Cocote, debut en la ficción del cineasta dominicano Nelson de Los Santos Arias, es difícil no sentir que de algún modo se está siendo testigo del espectáculo de la verdad. Hay algo de prodigioso en la forma en que este joven director ha decidido representar una historia de duelo que también es un drama familiar, el retrato de una crisis de fe y un relato de venganza. Una verosimilitud tal que consigue hacer olvidar durante buena parte de la proyección que se está ante una puesta en escena. Como si se tratara de un film rodado con cámaras ocultas que captan lo que le ocurre a un conjunto de personas reales, y no de personajes ficticios que responden al dictado de un guión. Cocote narra lo que le ocurre a Alberto, un jardinero que trabaja en un caserón de Santo Domingo cuando vuelve a su pueblito en el interior, una aldea selvática junto al mar Caribe, tras recibir la noticia del asesinato de su padre. Pero esa no es más que una excusa argumental que le permite a De los Santos Arias observar y retratar no solo el interior profundo de la cultura afroamericana para dar cuenta de las tensiones que la atraviesan, sino para hacer extensivo ese conflicto al conjunto de la sociedad dominicana. La película se convierte así en una excursión alucinada al corazón de la América insular, una experiencia cinematográfica con algo de aventura antropológica en la que una cultura ajena se abre para mostrar sus misterios, maravillas y zonas oscuras, pero con una potencia tal que es imposible terminar de saber si lo extraño está en lo que se ve o si por el contrario habita en la mirada del propio espectador. Eso convierte a Cocote en una experiencia paradojal ante la cual es inevitable no sentirse ajeno, pero sin dejar de intuir que hay algo familiar en el fondo de su historia. Un núcleo universal habitando en el retrato que De los Santos Arias hace de su propia aldea. El director potencia esa sensación a partir de las herramientas del cine. En primer lugar experimentando con distintos juegos formales, como modificar el ratio de pantalla, yendo del casi cuadrado 4:3 al más amplio 16:9; intercalando soportes de grabación para obtener diferentes texturas de imagen; o pasando de la brillantez de los colores en full HD a un contrastado blanco y negro. Todo esto permite detectar en De los Santos Arias un linaje cinematográfico que lo vincula con colegas como el mexicano Carlos Reygadas, el tailandés Apichatpong Weerasethakul o, por qué no, con el argentino Lisandro Alonso. Con ellos comparte cierta forma de observar y retratar un entorno que les es propio por el azar de la nacionalidad, pero que a la vez también les es ajeno desde lo social. A pesar de ese abismo de clase que separa al observador del observado, el director dominicano demuestra una sensible empatía con los personajes y la historia que ha decidido contar. Aunque no resulta sencillo descubrir una lógica narrativa que ordene todas esas alteraciones formales, las mismas encuentran distintos correlatos a lo largo de la película. Así se las puede vincular tanto a los diferentes modos en los que los personajes perciben la realidad, como al choque de opuestos que se produce entre el enorme jardín con pileta en el que trabaja Alberto y la aldea selvática donde se desarrolla el drama familiar que lo tiene como eje. Pero también a las tensiones que se generan entre distintas formas de espiritualidad, una profundamente asentada sobre las raíces de la ancestral cultura negra y la otra más cercana a la fe de los conquistadores, un cristianismo de perfil evangelista pero también transformado por la persistente influencia de la negritud. De Los Santos Arias consigue unir todos esos opuestos a partir de un principio de circularidad que se vuelve literal en el último acto. Ya sea desde lo formal, con un par de escenas en las que la cámara gira sobre su propio eje 360° para realizar un paneo panorámico, como desde lo narrativo, terminando con un plano fijo sobre la piscina de la casa donde trabaja el protagonista que es idéntico al que da comienzo a la película.
Intento de aggiornar el relato católico El estreno de María Magdalena, segundo trabajo del australiano Garth Davis, que tiene lugar con el inicio de la tradicional Semana Santa, vuelve a dar pruebas del oportunismo de la industria cinematográfica, que para cada fecha todos los años tiene al menos una película en cartel. En este caso se trata de una nueva versión del personaje femenino más importante del Nuevo Testamento después de la Virgen María. Una versión que, coherente con su propia época, se permite releer el lugar y el perfil que en los Evangelios se le atribuye a la Magdalena a partir de la forma en que hoy se percibe a lo femenino. En esta caracterización ya no se la define como prostituta, sino como una mujer que no se siente a gusto respetando el deber ser femenino y que por ello es víctima de los prejuicios de los hombres. Empezando por su padre y su hermano mayor, que ven en su actitud los signos de la posesión demoníaca. Pequeñas delicias del patriarcado. Este giro en la forma de encarar al personaje permite pensar que la etiqueta que se le calza en los textos sagrados no es diferente a la categoría de bruja, aquella que la Iglesia utilizó para torturar y asesinar a las mujeres que no encajaban en el molde femenino que la institución le imponía (o le impone) a las integrantes de su feligresía. En ese sentido la película de Davis, cuyo guión fue escrito por dos mujeres, puede ser percibida como revulsiva. Pero si bien se trata de un relato que a su modo quiere ser revolucionario en su forma de abordar ciertos paradigmas, no es menos cierto que este ha sido formulado de un modo conservador en lo cinematográfico. En ese sentido la utilización de la banda sonora es representativa de esa forma, construyendo siempre en el mismo sentido en que se lo hace desde la acción o lo visual. Solo en contados momentos la música consigue aportar algo más que el subrayado emotivo más obvio. Uno de ellos es durante la resurrección de Lázaro, en la que la composición se vuelve ominosa, como si en realidad se tratara (y de algún modo lo es) de la escena de una historia de fantasmas. Esa formulación conservadora con pretensiones de rebeldía deja al desnudo un intento de aggiornar el viejo relato católico. Incluso la propia película revela de forma involuntaria, que detrás de esta forma “nueva” de ver al personaje no hay una voluntad rupturista, sino que se trata de un mero adaptarse al nuevo perfil que el papa Francisco intenta imponerle a la iglesia romana desde su asunción. Esto queda en evidencia justo antes de los títulos finales, a través de un texto que informa que mediante un decreto de 2016 la Iglesia le otorgó a María Magdalena el mismo estatus litúrgico que al resto de los apóstoles, reconociendo así el protagonismo que siempre tuvo, pero que una etiqueta ofensiva relegaba a un papel de reparto. Es por todo eso que, más allá de lo estimulante que puede resultar ver a Joaquin Phoenix interpretando al Jesús más border de la historia, la película no pasa de ser una obra pastoral.
Una nostalgia rabiosamente actual La fábula futurista del director de E.T. narra una guerra corporativa en la que se entrecruzan realidad y virtualidad. El nuevo trabajo de Steven Spielberg, Ready Player One, marca una vuelta del popular director a la ciencia ficción y los escenarios futuristas pero desde un lugar inédito para él: la autocelebración. A priori, podría decirse que con esta película el director de E.T. se suma al club de la nostalgia de los años ’80, virtualmente fundada por los Duffer Brothers hace un par temporadas con la serie Stranger Things, que con la plataforma de Netflix como trampolín consiguió llamar la atención sobre la cultura pop de aquella década. Pronto se subieron a la ola películas como Guardianes de la galaxia de James Gunn, Atómica de David Leitch y hasta el argentino Andy Muschietti con su versión de It, la novela de Stephen King, entre otros. La diferencia es que mientras todos ellos se criaron mamando aquella cultura, Spielberg es uno de los artistas que más contribuyó con su labor como director y productor a montar esa entidad que hoy se evoca al aludir a la década de 1980. Es por eso que una película como Ready Player One, atiborrada de referencias ochentosas, de forma inevitable acaba citando una multitud de hitos vinculados de una u otra manera a su propia obra. A pesar de estar ambientada en el no muy lejano año 2045 y de remitir de manera constante al siglo pasado, Ready Player One es rabiosamente actual, no solo por su temática, sino por la paleta de recursos narrativos y técnicos a los que el director echa mano. Empezando por la estética de Playstation en la que se inspira la mitad animada de una película en cuyo universo realidad y virtualidad conviven en pie de igualdad. Se trata de la historia de Wade, un joven/adolescente huérfano que vive con una tía en una favela futurista en la que las viviendas son contenedores apilados. Un futuro colapsado en el que la basura de la tecnología obsoleta forma parte activa de la arquitectura y el paisaje urbano. Ahí la gente vive una vida paralela dentro de Oasis, una red social absoluta en la que cada individuo posee un avatar hecho a imagen y semejanza de su propio deseo y fantasía. Pero aunque en ese mundo online los límites parecen no existir, se trata de una extensión fantástica del mundo real, en donde todo está mercantilizado y que tiene en los bitcoins su propia moneda de curso legal. Como en la realidad, en Oasis la pasa mejor el que más tiene, con la salvedad de que uno puede ser un fracasado en la vida y al mismo tiempo un líder virtual. En la obra de Spielberg son frecuentes las referencias al relato religioso, por eso no sorprende que sea posible pensar a Oasis como sucedaneo del paraíso, la promesa de una vida mejor esperando más allá. Un lugar que no existe pero que ahí está, ofreciendo una esperanza que invisibiliza una realidad dura e injusta. Un opio tecnológico. Como todo paraíso, Oasis tiene un Dios creador, James Halliday, cuyo perfil responde al modelo del gurú tecno tipo Steve Jobs o Bill Gates, un nerd que al morir dejó un secreto oculto en la red prometiendo que quien lo descubra será el nuevo dueño de sus acciones en la empresa. La esperanza de una vida nueva que lejos de ofrecer un más allá encarna en el espíritu del capital. Eso desata una guerra en la que realidad y virtualidad se entrecruzan, y en la que los intereses corporativos se enfrentan al idealismo de Wade y su joven grupo de amigos en la red. Que Halliday haya pasado su juventud en los ‘80 es lo que da pie a que su Oasis sea una telaraña de referencias (algunas exquisitas), que van de la música al cine pasando por los videojuegos y el cómic, que también le dan a la película un aire de juego en el que gana el espectador que más alusiones identifique. Si bien Ready Player One representa una mirada crítica del mundo actual, de la hiperconectividad y de los riesgos que encarnan en el tejido de redes sociales donde las personas pasan cada vez más tiempo, en ningún momento lo descalifica. De hecho una de las ideas que sostienen al relato es que la destrucción o salvación de ese mundo virtual implican consecuencias que de un modo u otro afectan a la realidad. Algo perfectamente lógico viniendo de un artista que construye su obra como un oasis en el que la realidad siempre es filtrada por el tamiz de lo fantástico y donde los justos nunca se quedan sin salida, patrón que puede comprobarse incluso en sus películas de temática histórica. Y es que en la filmografía de Spielberg la fantasía no es otra cosa la esperanza por otros medios.