Regreso con las herramientas conocidas. Aun disfrutable, el film hace uso de ejes temáticos conocidos: será difícil que se lo considere entre lo mejor del director. Anunciada como el regreso de Woody Allen a Nueva York tras el exilio de siete películas fuera de su hábitat natural, La rueda de la maravilla vuelve a tener a la Gran Manzana como telón de fondo. La anterior fue Que la cosa funcione, comedia que representa uno de sus trabajos menos consistentes, aunque tuvo en su protagonista Larry David a uno de sus mejores alter ego en pantalla. Se trata en todo caso de un regreso incompleto, periférico, en tanto la trama del film no se desarrolla en el central barrio de Mannhattan, auténtico hogar de Allen así en la vida como en el cine, sino en Coney Island, que en la actualidad es algo así como el suburbio de los suburbios de la ciudad más populosa de los EE.UU. Sin embargo el asunto se encuentra aligerado por tratarse de una de las películas de época del cineasta neoyorkino, ambientada en los años ‘50, cuando tras la Segunda Guerra Mundial ese barrio, famoso durante la primera mitad del siglo XX por sus parques de diversiones y sus atracciones turísticas, comenzaba a perder de a poco su popularidad. Una joven todavía veinteañera (Juno Temple) vuelve a buscar cobijo en casa de su padre, a quien no ve desde hace cinco años, cuando decidió casarse con un mafioso italiano sin su aprobación. El padre es un hombre tosco que trabaja en la calesita de un parque de diversiones (Jim Belushi luciendo como un mini John Goodman), que intenta despreciarla pero a quien se le cae la baba por su hija. Que ahora está divorciada y a quien la mafia busca por los mismos motivos por los cuales la mafia suele buscar a la gente en el cine. El padre se ha vuelto a casar con una mujer (Kate Winslet) que tiene un hijo de 12 años con problemas de conducta serios y que además es amante de un joven aspirante a poeta (Justin Timberlake) que trabaja como guardavidas en la playa, quien acabará enamorado de aquella hija pródiga. La rueda de la maravilla es una historia de amores y desamores cruzados que responde a la estructura clásica de las comedias dramáticas de Allen, esas que avanzan con gracia amarga pero rara vez, por no decir nunca, acaban con la felicidad de sus protagonistas. Historias donde sentimientos negativos como celos, infidelidad o egoísmo difícilmente conviertan a sus dueños en malas personas sino que, al contrario, hacen de ellos individuos insatisfechos, agobiados por la carga de la culpa. Como suele suceder con los autores, la obra de Allen vuelve a girar acá sobre los mismos ejes de siempre. Y eso que puede ser una virtud, como cuando Borges utiliza tres o cuatro veces la misma idea para escribir cuentos distintos, aquí se vuelve casi un trámite. Lo cual no significa que la película no pueda disfrutarse, aunque será difícil que alguien la considere entre las mejores de la vastísima obra del director. También hay algo de recargado y empalagoso en la fotografía de Vittorio Storaro, quien repite tres o cuatro veces el truco de cambiar la iluminación de un mismo plano durante su transcurso, aprovechando (o abusando de) la luz artificialmente cambiante del parque de diversiones. Párrafo aparte merece la traducción del título original, Wonder Wheel, que de tan literal acaba resultando torcida. Se trata del nombre con que históricamente se conoce al juego tipo vuelta al mundo del Deno’s Wonder Wheel Amusement Park, el parque de diversiones más popular de Coney Island, escenario en el cual transcurre el relato. Allen utiliza ese nombre como metáfora cercana al concepto de lo que en la Argentina se entiende por la expresión “las vueltas de la vida”, esas que permiten que a veces uno se sienta muy arriba, pero que inevitablemente también acaban llegando hasta lo más bajo. Ese es el recorrido por el que transitan, algunos más y otros un poco menos, todos los personajes de La rueda de la maravilla.
Tragedia griega en el conurbano profundo. Aunque arranca como otro retrato de la clase obrera a partir de su protagonista –un joven trabajador que, sin embargo, se mueve con comodidad en un universo sórdido y peligroso–, al final se revela como la adaptación de un clásico de la dramaturgia. Son varios los elementos que hacen de Rex una película infrecuente. Este cuarto largometraje del director Fernando Basile relata la historia de Ricardo, quien sin embargo se presenta a sí mismo usando su apodo, el Rex del título, que alguien en algún momento alguien define como “un nombre griego o algo por el estilo”, pero que en realidad es la forma en que lo llamaban sus amigos del barrio en la infancia, porque cuando era chiquito le gustaba andar con una remera que tenía la imagen de un tiranosaurio. Si bien el relato comienza de forma muy similar a la de muchas películas del cine independiente argentino, ofreciendo un nuevo retrato de la clase obrera a partir de la historia de su protagonista, en realidad se trata de la adaptación de un clásico de la dramaturgia clásica griega transportada a lo profundo del conurbano bonaerense. Una tragedia cuyo título no conviene revelar (aunque varios indicios brindan evidencia suficiente para adivinar) y cuya filiación, con inteligencia, sus guionistas y director se permiten hacer evidente recién en el breve tercer acto de la película. Esa marca de origen oculta, disimulada hasta el final, es uno de los elementos que convierten a Rex en un experimento interesante y en buena medida exitoso. Las primeras secuencias de Rex dan cuenta de un universo sórdido y peligroso, pero en el que su protagonista se mueve con comodidad. Ser un joven trabajador y responsable son virtudes que no le impiden a Rex tener los recursos necesarios para sobrevivir en un ambiente hostil. En el sentido opuesto, vivir en un mundo violento tampoco le impiden ser un buen hijo de dos padres cariñosos, aunque hay algo de incomodidad, como de pez fuera del agua, en el hecho de ser parte de esa familia. Es como si Rex supiera que en realidad no pertenece a ese lugar y eso hubiera ido acumulando tensión en su interior. La excusa para desaparecer llega cuando, luego de una ronda nocturna y de varios tragos de más, Rex acaba matando a golpes a un hombre borracho que intentó agredirlo a la salida de un bar. Esa misma madrugada llega a un barrio lejano, alquila una habitación en una pensión improvisada y consigue trabajo en un depósito donde conocerá a Yolanda, una mujer mayor que él con la que comenzará un romance. Basile narra a partir de planos secuencia y de largas tomas que les permiten a los actores construir un universo cotidiano, potenciar el carácter de verdad de los vínculos que van surgiendo entre ellos y, al mismo tiempo, lucirse en el minucioso diseño de sus personajes. En ocasiones, la duración de algunas de dichas tomas puede parecer excesiva, como ocurre con los diez minutos de una escena de sexo entre Rex y Yolanda, filmada con una cámara fija. Sin embargo, las revelaciones que la trama hará a medida que la tuerca vaya girando permitirán resignificar lo que en principio pudo ser juzgado como sobreexposición. Hay algo del cine de José Campusano en Rex, algo de la forma en que se retrata los ambientes de la clase obrera, incluso sus rincones marginales. El sino trágico de sus personajes, que sin embargo tienen en su carácter algo de heroico; la presencia de antagonistas fuertes, que marcan una oposición dramática pero sobre todo ética; un universo en donde el bien y el mal tienen un lugar claro. Pero también existen diferencias. Una está dada por el trabajo de un elenco homogéneo, cuyas actuaciones no demandan que el espectador deba adaptarse a un registro no profesional. Esto permite que entrar en la trama resulte menos arduo, pero también convierten a Rex en un trabajo menos arriesgado que las mejores películas de Campusano.
Bailando con el padre del show business. Jackman encarna a P. T. Barnum en esta comedia musical de tono circense, y despliega todo su encanto y su paleta de talentos. Puede que el nombre de P.T. Barnum no le diga nada a un espectador de la nación más austral del mundo. Es por eso que el motivo para dedicarle una película, cuyo rol es interpretado por Hugh Jackman, puede resultar un misterio. Se trata, sin embargo, de quien puede ser considerado el virtual padre del show business en Estados Unidos, precursor del negocio del espectáculo moderno, y eso lo convierte en su país, cuna de maestros del entretenimiento, en una especie de prócer. Razón de más, entonces, para justificar el homenaje con un film de nombre más que apropiado, El gran showman. Aunque el título original es todavía más reverencial: The Greatest Showman (El más grande showman), lo que lleva al halago al extremo de la hipérbole. Y es además la excusa perfecta para que Jackman, el hombre que acaba de guardar a Wolverine en el armario, lidere esta comedia musical de tono circense. El se convierte en el vehículo para que el actor australiano despliegue todo su encanto y su paleta de talentos, que además de la actuación se extienden al canto y el baile. Barnum era conocido como un maestro del engaño, título algo injusto para quien nunca ocultó que los actos que presentaba no eran otra cosa que espectáculos. Existen otras dos formas para definirlo con mayor justicia. Por un lado, se puede abordar su figura desde el idealismo y decir que se trata de un ilusionista, un vendedor de mundos fantásticos dispuesto a volver realidad las fantasías de su público. Pero también es posible dar una definición mucho más realista y decir que se trata de uno de los precursores de los freakshows –esas ferias de fenómenos que presentaban como personajes algunas personas con malformaciones reales–, y el exploitation: freakxploitation. Por supuesto que eso le trajo popularidad, convirtiendo a sus espectáculos en un éxito de público, pero también el rechazo de los miembros más puritanos y reaccionarios de la comunidad, que son además los dos extremos que aún conviven en la sociedad estadounidense. Es ese perfil entre extravagante y estrafalario lo que permite que el tono de comedia musical circense que se mencionó más arriba sea el más apropiado para abordar la figura de Barnum. En ese sentido, El gran showman tiene algo (o bastante) de Amor en rojo (2001), aquel éxito que consagró al director australiano Baz Luhrmann, igualmente ambientado a finales del siglo XIX pero en el terreno de los cabarets parisinos. Ese aire de familia también se extiende a un score musical que juega con lo anacrónico, presentando canciones y una partitura de estética contemporánea en un contexto decimonónico. El gran showman tiene, por supuesto, debilidades y fortalezas. Dentro de las primeras se puede enumerar cierta falsedad, que se percibe sobre todo en el diseño de algunas coreografías y que aparece bajo la sombra de una duda: la de que no son las grandes estrellas quienes bailan en ciertas escenas, sino sus dobles. Sospecha que es alimentada por tomas panorámicas o cenitales en las que la iluminación y la puesta de cámara se complotan para ocultar la identidad de los bailarines, el propio Jackman y la siempre eficiente Michelle Williams. Y la sola duda produce decepción: ¿o alguien puede imaginar escenas de baile en las que Gene Kelly y Fred Astaire no fueran los claros protagonistas o necesitaran de un doble? Claro que Jackman no es Kelly ni Astaire, y Williams no es Ginger Rogers, y tal vez no haya hoy por hoy nadie capaz de igualar las proezas de aquellos grandes héroes del musical. Ese hecho habla del presente de un género en el que los actores parece que juegan a bailar y a cantar (véase La La Land), haciendo que las películas queden más cerca de Bailando por un sueño que de Cantando bajo la lluvia. Lo cual no es un elogio. Pero a pesar de eso y del inocultable problema de verosímil que produce el hecho de que los personajes se pongan a cantar en medio de un diálogo (otra dificultad del género en la actualidad), El gran showman pasa la prueba. Un éxito que se debe sobre todo al carisma del propio Jackman, pero también a sus compañeros de elenco. En primer lugar, al cada vez más sólido Zac Efron, quien quizá sea el actor con mayor potencial para acercarse al modelo de Kelly o Astaire en el Hollywood actual.
Declaración de amor. Una película mala puede resultar más entretenida que una buena. Cierto, aunque esto sucede por motivos contrarios a aquellos que motivaron a sus creadores, ya que la diversión surge del carácter fallido de la obra, de sus defectos involuntarios convertidos en gags que se vuelven maravillosos a fuerza de ir en contra de lo que indican las leyes del buen cine. Algo así ocurre en la Argentina con la película Un buen día (Nicolás del Boca, 2010), que ha motivado “grupos de apreciación” y proyecciones públicas que se llenan de fanáticos dispuestos a celebrar sus gaffes como si se tratara de una de las mejores comedias del cine nacional. Y tal vez lo sea. The Disaster Artist: Obra maestra es el trabajo más reciente del actor James Franco como director, oficio en el que también tiene una carrera prolífica. La misma está basada en la película The Room (2003), creación de la cual es responsable el hasta entonces ignoto Tommy Wiseau, que llegó a convertirse en uno de estos films de culto en los Estados Unidos justamente porque no hay en él ni una sola cosa que esté bien. Lo cual es muy difícil: si alguien se propusiera hacer adrede todo lo que Wiseau hizo mal sin darse cuenta, el resultado no sería tan desastroso como The Room. Pero tampoco tan divertido y ahí está su atractivo. En The Disaster Artist Franco reconstruye el vínculo entre Wiseau y Greg Sestero, un adolescente que aspira a ser estrella de cine con quien se conocen en un taller de actuación. Sestero queda deslumbrado por la falta de pudor con que Wiseau encara los ejercicios dramáticos, confundiendo ese desprejuicio evidente con una muestra de talento que no es tal. A pesar de una diferencia de edad que es notoria en lo físico pero no tanto en la candidez con que los amigos ven al mundo, Wiseau y Sestero se mudan a Hollywood a expensas económicas del primero, que parece disponer de una cuenta bancaria inagotable. Pero mientras Sestero va consiguiendo sus primeras y modestas oportunidades, Wiseau no deja de acumular rechazos. Lo que los separa no se encuentra dentro del orden del talento, sino que se trata de una mera cuestión estética, porque en tanto el joven Sestero encaja en el patrón de belleza cinematográfico, Wiseau es un tipo de rostro contrahecho y aspecto extravagante. Como las cosas no avanzan tal como ambos ilusamente preveían, deciden hacer su propia película, escrita, dirigida, protagonizada y producida por Wiseau. Esa película será The Room.
Jedi Con la épica de la trilogía original. El Episodio VIII, con dirección de Rian Johnson, respeta los elementos litúrgicos de una de las series cinematográficas más destacadas de la historia del cine. Y vuelve a manejar con equilibrio las herramientas de la acción y el humor. La frase que ocupa toda la pantalla avisa una vez más que los hechos que están a punto de narrarse ocurrieron en una galaxia muy, muy lejana. Luego la música épica, la imagen del cosmos estrellado de fondo y el título de la película escrito en amarillo con la tipografía característica, justo antes de que un texto que fuga hacia el infinito se encargue de resumir en tres párrafos los hechos previos que servirán para entender un poco mejor lo que sigue. El Episodio VIII de La Guerra de las Galaxias, Los últimos Jedi, respeta los elementos litúrgicos de una de las series cinematográficas más destacadas de la historia del cine, sino la más importante. Un respeto que no sólo abarca detalles estrictamente formales como los que se acaban de enumera, sino que también sostiene (o quizás debería decirse que de algún modo recupera) la épica de la trilogía original. Esta recuperación, que ya se percibía en la entrega anterior (El despertar de la Fuerza, 2015), se da respecto de los Episodios I, II y III –en los que el elemento épico estaba ausente o muy desaprovechado–, que casi consiguen arruinar todo lo bueno que la saga había construido hasta entonces. Si contar el argumento de una película no siempre es necesario para hablar de ella, en un caso como el de esta saga que ha ido y venido en el tiempo, y en el que las conexiones entre los personajes y las diferentes tramas pueden hacer que el asunto se vuelva algo confuso para los no iniciados, quizá hasta sea ocioso. Alcanza con decir que mientras los últimos miembros de la resistencia republicana soportan como pueden el asedio de las tropas de los herederos del Imperio, comandadas por un poderoso ser maligno, una joven de origen humilde con inesperadas dotes intenta convencer al último miembro de una orden de sabios, único capaz de enfrentar a las fuerzas del mal, de que por un lado la acepte como alumna de su milenario culto y por el otro la ayude a salvar a los rebeldes. Como ocurría con las primeras películas de la saga, Los últimos Jedi no es otra cosa que una historia de caballeros medievales narrada en el contexto de una aventura con elementos de ciencia ficción. Si a eso se le suma la historia edípica de un joven que mata a su padre, pelea contra su madre y enfrenta a su tío en busca de dominar un poder ancestral, la cosa bordea además el melodrama televisivo. Es quizá en el éxito de ese juego en donde reside la fortaleza (la Fuerza) del nuevo episodio, que vuelve a manejar con equilibrio las herramientas de la acción y el humor, que al combinarse acaban potenciándose mutuamente. Es cierto que la narración tal vez abrume un poco al promediar sus 152 minutos, pero el buen manejo de la progresión durante el último tercio permite salir satisfechos de la sala. Pero además hay una serie de buenas decisiones, que ayudan a sostener dramáticamente el camino tomado. En primer lugar no utilizar a los viejos personajes, criaturas esenciales del universo de La Guerra de las Galaxias como Luke Skywalker o la princesa Leia, como meros fetiches destinados a mantener cautivos a los fanáticos. Si en El despertar de la Fuerza era el turno de Han Solo (Harrison Ford) de soportar buena parte de la carga de esa pesada herencia (nunca más oportuno el eufemismo), esta vez le toca Luke (Mark Hamill) la tarea de mantener viva la conexión con la saga original. La princesa Leia, por su parte, vuelve a tener un rol importante pero no tanto como debiera: un desperdicio que ya no podrá ser reparado luego de la inesperada muerte de la actriz que la interpretaba, Carrie Fisher. Otro acierto es el de un elenco que esta vez da en el clavo de cada personaje, de los importantes a los secundarios, en el que es difícil destacar a uno por sobre el resto, porque da la sensación de que todos cumplen con lo que les corresponde. Si hubiera que hacerlo, es oportuno mencionar la labor de Adam Driver. Su Kylo Ren, hijo de la princesa y de Solo, pupilo de Luke en el aprendizaje del uso de la Fuerza, nieto y heredero del más grande, Darth Vader, como exponente del Lado Oscuro, resulta realmente impactante. Ya desde su presencia física (el tipo mide 1,90) y el pelo negro lacio recuerda a la figura de Vader. Pero además es capaz de expresar la furia con una elocuencia abrumadora que lo convierten en un personaje inolvidable. Todo lo contrario de lo que ocurre con Hyden Christensen en los Episodios II y III, cuyo Anakin es recordado por pocos. Y quienes lo hacen preferirían olvidar.
Una de acción en el conurbano bonaerense. No hay duda de que Arpón, la ópera prima del venezolano radicado en la Argentina Tom Espinoza, es un trabajo ambicioso. Sobre todo por su intención de hacer un cine independiente que no se limite a los largos silencios y la pasividad de sus personajes o a los planos extensos en los que intenta que el mundo hable por sobre exposición, sino que se permite ir en busca de la acción en el sentido más amplio. Por un lado de la acción concreta, haciendo que sus personajes deban “cumplir” claramente con los desplazamientos que establece un guión que trata de no estancarse en tiempos muertos; por el otro la acción en términos más próximos a la idea comercial de la palabra, la acción como género cinematográfico. Ambiciones bienvenidas pero que finalmente la película parece alcanzar a medias. Como si se tratara de una especie de Entre los muros, la aclamada película del francés Laurent Cantet, cruzada con un western clásico, Arpón propone como escenario una escuela secundaria del conurbano más o menos profundo. Pero no una escuela a la que asisten los chicos de los barrios más pobres, sino una escuela de clase media suburbana. El protagonista es Germán Argüello, el director de la escuela, que en la primera escena parece obsesionado por revisarle la mochila a todos los alumnos de la institución. Siguiendo la indicación de una de las chicas se dirige a revisar a otras dos alumnas, que mientras él todavía está lejos y no puede oírlas comentan que al director se lo ha visto ir de putas y pasearse con ellas en el auto. Una de las alumnas, Cata, se negará a ser revisada y armará un escándalo que algunos de sus compañeros filman con las cámaras de sus celulares. Como ocurre con muchos protagonistas del western, Argüello es una especie de descastado con un sentido claro del bien y del mal. Temido por los alumnos y recelado por algunos colegas, él intenta a toda costa mantener el orden en una escuela donde el peligro no anda a la vista de todos, sino que hace su trabajo en voz baja, apenas perceptible. Germán De Silva vuelve a mostrar las virtudes que lo convierten en uno de los mejores actores del cine argentino, capaz de asumir cualquier género con idéntica solvencia. Argüello le permite mostrar su lado más hosco como maestro duro pero también el más dulce, cuando comprueba el estado de vulnerabilidad de Cata. Espinoza logra que el relato fluya con fuerza, construyendo una estructura narrativa y una atmósfera por lo general verosímiles, pero que algunas inconsistencias debilitan. Ciertas decisiones que el protagonista toma no se corresponden con lo que es esperable en la realidad. Eso provoca que, tratándose de una película de corte realista, algunos giros vayan forzando el desarrollo hasta desembocar en un desenlace sutilmente truculento que arrinconan a Argüello de forma arbitraria. Es ahí cuando el guión, que parecía ser un aliado de Espinoza, termina conspirando contra la solvencia de Arpón.
Una película en busca de su director. El primer film de Abramovich subvierte usos y costumbres del cine, cediendo decisiones de puesta en escena a su bizarro protagonista. Como ocurre con las liebres en la ruta, que por quedarse mirando fascinadas las luces que vienen de frente acaban reventadas en el asfalto, así parece haber atravesado Manuel Abramovich la realización de Solar, su primera película. Porque aquello que comenzó como el proyecto de retratar a Flavio Cabobianco y su familia termina siendo (también) el registro de un proceso que lo fuerza a desmontar sus certezas acerca del cine. Cabobianco cuando junto a su hermano Marcos deambuló por la televisión como autor del libro Vengo del sol, relato de aristas espirituales enmarcado dentro de la cultura new age. Pero Abramovich está menos interesado en mostrar a los chicos Cabobianco hablando con Susana Giménez, Andrés Percivale o Silvina Chedieck sobre su misión como comunicadores de una nueva verdad universal (o algo así), que en tratar de entender quién es Flavio Cabobianco y cómo conviven él, su hermano y su madre con aquellos años a los que es imposible no ver con cierto escepticismo. Sin embargo no utiliza su cámara para juzgar, sino que se dedica a registrar la vida de los Cabobianco para ir dándole forma a un relato que conforme avanza irá haciendo evidentes las fisuras que el tiempo ha ido abriendo entre ellos. Del mismo modo Abramovich no teme exponer las grietas que irán resquebrajando sus propias convicciones cinematográficas. El cine es un sistema basado en la manipulación en el que el poder se construye de forma piramidal, de arriba hacia abajo. En el vértice superior de esa estructura se encuentra el director, amo y señor de lo que ocurre en escena. En contra de eso, desde el comienzo en Solar parece haber una subversión de los usos y costumbres, con el protagonista grabándose a sí mismo en sus actividades cotidianas. En ese proceso, que constituye el primer cuarto de la película, parece no haber un director, sino un personaje tomando sus propias decisiones, sin que ninguna de ellas parezca justificada más allá de la evidente pulsión del ego. Se trata, claro, de una decisión tomada por el director, pero conforme avanza el relato se vuelve cada vez más evidente que el recurso se le termina yendo de las manos. Y para cuando intenta con tibieza retomar el control ya es muy tarde. En Solar no hay obediencia debida y una escena clave marca el rumbo definitivo de la película. Abramovich sienta a Flavio a tomar un café en la calle y le da indicaciones mientras lo filma: tomá un trago, comé un pedazo de torta, mirá ese auto que pasa, ahora mirá para el otro lado. Cabobianco obedece hasta que se harta y ante la enésima indicación inútil mira a cámara, dice que no con firmeza y sigue con lo suyo pero ya sin que medie la orden del director. ¿Cuál es el resultado? Que nada cambia y la escena sigue siendo la misma. ¿Es acaso Solar una reflexión acerca del rol del director dentro de la trama de un arte de construcción colectiva como el cine? Sí, quizá también sea eso. Pero ocurre que cuando el personaje se revela abiertamente tratando de ser él quien toma las decisiones, la película se vuelve también una comedia. Y las preguntas se multiplican: ¿cuántas películas consiguió meter Abramovich dentro de Solar? Como un espiral que se va abriendo para permitir siempre una nueva vuelta, el relato se va ampliando, generando nuevas capas. En ese girar, que en principio parece marearlo, el director pronto encuentra un orden y a él se resigna. Es en ese momento en que la película comienza a fluir con naturalidad asombrosa. Si al comienzo el montaje mostraba una incómoda sucesión de fragmentos en los que era difícil reconocer una dirección clara, a partir de ahí Solar avanza de manera sostenida, con planos más largos que a diferencia de los anteriores, caóticos, van construyendo un cosmos. Como si el orden universal que predica el clan Cabobianco finalmente le aportara a la película la lógica que Abramovich no conseguía hallar. De esa manera Flavio, el chico solar, vuelve a convertirse en el centro: antes de un libro, ahora de esta película, y Manuel es apenas otro planeta orbitando en torno a él. Sobre el final una tirada de I Ching viene a sintetizar, a resumir pero también a condensar, todo aquello que Solar ofreció de manera desbordada, una lectura inmejorable de la película. Del mismo modo la secuencia final, construida a partir del plano y el contraplano del director y su personaje filmándose mutuamente, logra poner en imágenes aquella dualidad que atravesó todo el relato.
A los pelotazos, en el tenis y en la vida. Si alguien un poco apurado se guiara solo por lo visto en 2017, tranquilamente podría concluir que el tenis es el nuevo deporte cinematográfico por excelencia. Nada de Rockys Balboas ni Toros Salvajes: ahora Björn Borg, John McEnroe, Billie Jean King y Margaret Smith parecen ser los personajes perfectos para narrar una nueva encarnación del relato épico. Es que al estreno de hace apenas poco más de un mes de la película Borg McEnroe, de Janus Metz, que reconstruye el comienzo de la mítica rivalidad entre el sueco de hielo y el irascible irlandés de Nueva York, lo sigue La batalla de los sexos, tercera película del dúo compuesto por Jonathan Dayton y Valerie Faris, que aborda una de las historias más curiosas de la era moderna del deporte blanco. Se trata dada menos que del inusual partido que disputaron en 1973 la superestrella del tenis femenino de aquel momento, la estadounidense Billie Jean King y el histriónico campeón retirado Bobby Riggs. Desafío imaginado por el propio Riggs, quien afirmaba que una mujer nunca podría derrotar a un hombre en una cancha de tenis y le apostaba a quien aceptara que, aún con 45 años y retirado hace tiempo, era capaz de vencer a la N°1 del escalafón femenino. Es decir Jean King, quien durante los primeros ‘70 acaparó trofeos de Grand Slam volviéndose casi invencible. Construida a partir de la comedia, género adecuado para contar una historia de algún modo disparatada, la película no se limita a narrar detalles graciosos, sino que se permite indagar en zonas menos visibles pero fundamentales de la anécdota. Procedimiento que Dayton y Faris probaron manejar con solvencia en sus trabajos anteriores, Ruby Sparks (2012) y sobre todo Little Miss Sunshine (2006). A diferencia de lo que en última instancia ocurría en Borg McEnroe, en La batalla de los sexos Dayton y Faris no intentan convertir al tenis en un espectáculo cinematográfico. Por el contrario, eligen poner el foco en lo que ocurre fuera de la cancha, entendiendo que lo más importante (y lo más interesante para contar) es lo que les pasa a los personajes antes de que comience el peloteo, más allá del deporte, en sus propias vidas. El despertar a una nueva sexualidad en el caso de ella; las dificultades con la afición al juego en el caso de él, dos circunstancias que no son un problema en sí mismas pero que ciertamente inquietaban a los protagonistas. En ambos casos se trata de cómo dichas preocupaciones afectaron sus búsquedas del amor, entre otros aspectos. En concordancia con esa decisión, Dayton y Faris resuelven mostrar el tenis sobre todo a través de la perspectiva de quienes lo ven, aprovechando las diferentes alternativas previas y propias del juego para aportar algo más al drama. En definitiva el retrato del tenis no parece haber sido un fin en sí mismo para los directores, sino una herramienta más que usaron para echar andar y mantener en movimiento la máquina de la acción.
Cuando un gato se pasa de rosca y de Turro. Basada en una historieta turca muy popular en su país, la película animada Bad Cat tiene como norte irreductible una incorrección política que hereda de la obra que le da origen. El protagonista de la misma es Shero, un gato pendenciero al que en la versión local se ha bautizado como Turro. Y el nombre le calza perfecto a este gato semi humano, ultraviolento, acosador de gatitas, adicto al sexo, alcohólico y delincuente, que lleva muy mal su rol de mascota y aún peor el de padre. Dicho lo cual queda claro que, aún siendo un dibujo animado, no se trata para nada de una película para chicos. Y en realidad tampoco se trata de una película que alcance a llevar hasta las últimas consecuencias su propia voluntad de incorrección. Porque si bien es cierto que durante los primeros minutos Bad Cat deja claro que todas las groserías posible serán dichas por Turro y sus amigos, y que la trama se ocupará de acumular una cantidad de escenas de violencia física y sexual como para hacer enfurecer hasta a la feminista más moderada, pronto todo eso es reducido a meros accesorios de una historia por demás convencional. Turro es un gato de mierda que sólo piensa en emborracharse, comer y tener sexo (consentido o no) con las gatitas del barrio. El primer acto de la película se dedica a presentar al protagonista en toda su ruindad. En menos de diez minutos una delicada siamesa acaba muerta tratando de escapar del acoso de Turro y de uno de sus amigos (que obra de entregador), quien a su vez muere acuchillado por el dueño de la gatita, que se vuelve loco cuando vuelve al departamento y encuentra el cadáver de su querida mascota. Y hasta el propio tipo termina muerto al caer por la ventana durante la pelea con Turro. Pero nada es tan malo que no pueda ser peor. Un hijo desconocido se le presenta para conocerlo y Turro lo desprecia tratándolo de bastardo. En la lógica de la película, tanto esta actitud como la violenta conducta sexual de Turro son justificadas en la animalidad del personaje, aunque los argumentos son endebles y abundan las inconsistencias. Pero no se trata de discutir la validez o no de la incorrección política de la película, porque la misma es usada de forma tan banal y con tan poca imaginación que es eso mismo lo que invalida al recurso, mucho antes de que pueda llegar a plantearse un debate serio sobre el asunto. Bad Cat utiliza los intentos de violación de Turro, la cosificación de lo femenino, el desprecio por su hijo y su pasión por el crimen y los vicios menos como un medio para hacer avanzar la trama que como meras guarradas per épater le bourgeois. En el fondo se trata de una película tan poco atrevida y conservadora desde lo narrativo, que sus supuestas transgresiones se diluyen en la pereza de su propia intrascendencia cinematográfica. Porque para ser eficaz la verdadera transgresión debe por necesidad ser inteligente y a Bad Cat no le alcanza para ser ni una cosa ni la otra.
La felicidad suele tener su precio. El sexto film de Clooney como director cruza dos historias de un barrio suburbano residencial, a fines de los 50, y consigue un fresco social, por momentos grotesco, sobre el huevo de la serpiente que anida en la clase media estadounidense. En su sexta película como director, Suburbicon: Bienvenidos al paraíso, el popular actor George Clooney vuelve a mostrar preocupaciones e intereses que ya había manifestó en sus películas previas. Sobre todo una sostenida intención de incluir en la historia, a veces de forma ligera y otras de manera directa, anotaciones políticas o sociales que ponen en evidencia su propia mirada del mundo. Se sabe que Clooney es uno de esos miembros de la comunidad hollywoodense vinculado a cierto perfil progresista, junto a colegas como Sean Penn, Danny Glover, Susan Sarandon, Tim Robbins o el director Michael Moore, cuyas militancias fueron parodiadas en la comedia protagonizada por marionetas Team America: Policía Mundial (2004), de los creadores de South Park, Trey Parker y Matt Stone. Luego, el gusto por aportarle al relato algunos elementos de comedia que, en este caso, le permiten llegar a extremos de humor negro inéditos dentro de su filmografía. Claro que en este último caso no debe obviarse que el guion original es obra de los hermanos Ethan y Joel Coen, con cuyos trabajos esta película tiene tantos puntos de contacto como con los de Clooney. Suburbicon se desarrolla sobre el cruce de dos historias que tienen como escenario un barrio residencial en los suburbios de una gran ciudad, a fines de los ‘50. Una se desarrolla en primer plano, aportando el tono general de la película, y la otra funciona como acotación un poco al margen que le sirve a Clooney para plantar aquellos elementos que permitirán releer la trama (y la historia reciente de los Estados Unidos) con un tono sociopolítico. En la primera una ideal familia blanca (papá, mamá y un niño), los Lodge, son víctimas de un robo doméstico de inusitada violencia, en el que la mujer termina siendo asesinada de forma injustificada. En la segunda, una familia negra (papá, mamá y niño) se muda a la casa de al lado de los Lodge, convirtiéndose en una mancha para la felicidad perfecta del barrio. El relato de Clooney se enfoca en la vida de los Lodge, en la forma en que la muerte afecta al marido y sobre todo al hijo de la víctima. Pero el tono policial irá ganando peso, haciendo que aquella violencia que vino desde afuera (afuera de la familia, afuera del barrio y, por qué no, también desde afuera de la América blanca), de repente y por efecto de un golpe de guion empiece a revelar un origen interno. Claro que esta violencia cada vez más desatada al interior de la familia Lodge tiene un correlato en la violencia social que comienzan a sufrir sus vecinos negros. A medida que avanza el relato Clooney comienza a alejarse del tono clásico elegido para la primera mitad de la película. Valiéndose de herramientas como el slapstick, un moderado uso del gore y algunos juegos de luces y sombras de raíz expresionista consigue, a veces de forma un poco forzada, que Suburbicon se convierta en una especie de fresco social grotesco que encuentra en el seno familiar (blanco, burgués, tradicionalista y cristiano: la clase media) el huevo de la serpiente estadounidense. Tal vez el principal inconveniente sea que el paso de un tono al otro se realiza de forma un tanto abrupta y la inclusión del humor negro que domina la parte final de la película, típicamente coeniano, parece más una irrupción que la consecuencia de una progresión dramática. Del mismo modo la subtrama que ilustra los padecimientos de la familia negra revelan pronto la artificialidad de su presencia, convirtiéndose en una anotación política demasiado obvia. Porque, como ya se sabe, no siempre las buenas intenciones son las mejores aliadas del cine.