Pastiche pueril. En la segunda escena de Bienvenido a Alemania, de Simon Verhoeven, un joven nigeriano llamado Diallo, que vive en un centro de refugiados de Münich a la espera de que el estado alemán resuelva si le otorga o no la visa que le permita entrar definitivamente al país, viaja en colectivo para ir a cortarse el pelo. Necesita emprolijarlo antes de salir a buscar trabajo. El interior del colectivo presenta un recorte benevolente e ideal de la sociedad alemana: personas de todas las razas, edades e incluso orientaciones sexuales (algo que la escena deja entrever mostrando a un señor gordo que viaja con su perro salchicha sobre el regazo) compartiendo el espacio, notoriamente felices. El sol entra por las ventanillas y contagia su luz a todos. Diallo también sonríe. Esta secuencia dialoga con otra, en la que sobre el final del segundo acto Diallo recibe la noticia de que su pedido fue rechazado y que sólo una instancia de apelación judicial lo separan de volver a Nigeria, donde, ahora el espectador lo sabe, su familia fue masacrada por Boko Haram. En esta nueva circunstancia Diallo vuelve a viajar en colectivo, que ahora se encuentra vacío por completo. El cielo está nublado y el gris domina la paleta elegida para fotografiar la escena. Claro: Diallo está triste, pero por las dudas una melodía pesarosa se encarga de que el sentimiento no pase inadvertido. Así de obvio es todo en esta comedia costumbrista de pocas luces. El nudo del asunto se desarrolla cuando la familia Hartmann decide dar alojo a un refugiado y Diallo es el elegido. Herr Hartmann es un prestigioso cirujano en plena crisis de la tercera edad. Aunque amargado, sarcástico e irascible, el doctor Hartmann también es veleidoso, se aplica inyecciones en la cara para disimular las arrugas y sale a bailar a escondidas con su amigo cirujano plástico. Su mujer, ex docente, es quien viene con la idea del refugiado, desatando el caos familiar. Ambos representan de forma esquemática a la vieja Alemania: arrogante y un poco autoritaria, pero que a la vez intenta adaptarse a los cambios, es maternal y con un síndrome de culpa permanente. Sus hijos (ella treintañera, estudiante crónica con dificultades para vincularse con los hombres; él: joven empresario, divorciado, padre poco atento de un hijo adolescente, adicto al trabajo y un poco reaccionario), representan a la nueva Alemania, eficiente, desbordada y confundida. Bienvenido a Alemania, a la que se promociona como “la comedia más taquillera del año” en su país, desarrolla su humor sobre el choque entre el Estado de bienestar de las clases media y media alta alemana, y la necesidad y esperanza de quienes van hasta allá en busca de seguridad. El resultado final es un pastiche paternalista, pueril y bastante reduccionista en el que, como en el sketch del padre progresista de Capusotto, los protagonistas por lo general se imponen un deber ser de corrección política, aplicando una válvula represiva a sus primeros impulsos, siempre menos amables. Todo realizado con el trazo grueso de una telenovela mala y con escasa gracia.
La convivencia como batalla. El realizador afincado en la Argentina consigue dar vueltas interesantes en torno de los estereotipos sociales. Apoyado en un elenco impecable, que encuentra el tono justo, desarrolla el curioso enfrentamiento entre un barrio privado y sus vecinos nudistas. Si bien la imagen del mundo que proyecta Los decentes, segunda película del director austríaco radicado en la Argentina Lukas Valenta Rinner, puede resultar a priori un poco esquemática, también es cierto que consigue dar algunas vueltas más que interesantes en torno de unos cuantos estereotipos sociales clásicos. Giros que van ganando en intensidad a medida que el relato avanza, yendo del esperable juego de opuestos entre una familia cheta que vive en un country y su nueva mucama, hasta una coda absurda y sacada que incluye una actualización tan literal como bizarra del gastado concepto marxista de la lucha de clases. Los decentes hace pie en una idea central que es retomada un par de veces a lo largo de la película. Se trata del viejo recurso de colocar a un individuo en un territorio extranjero del cual desconoce todas las reglas, y a partir de ahí dedicarse a sacarle el jugo a las fricciones que produce el choque cultural. Eso es lo que pasa cuando Belén acepta irse a trabajar como mucama con cama adentro a una casa en un barrio cerrado, donde se desempeñará al servicio de una señora paqueta y un poco tilinga (dos características que en la realidad suelen maridar con bastante frecuencia) que vive con un hijo joven que tiene una carrera como tenista semiprofesional. La película comienza con la entrevista laboral a la que asisten varias chicas, entre ellas Belén, y ahí mismo queda claro que ella no encaja del todo en el patrón social de las candidatas. “Ahora tengo tiempo”, responde cuando la mujer que realiza la entrevista en estricto off le hace notar que, según su currículum, hace tiempo no trabaja en el servicio doméstico y que la búsqueda está orientada a alguien que pueda ocupar el puesto de forma permanente y no de manera temporal. De ese breve diálogo se sirve el director para dejar entrever que quizá Belén sea una chica de clase media a la que la crisis ha empujado escaleras abajo, detalle que la convertiría en una especie de paria, tan extranjera en el mundo de sus patrones como en el de sus nuevos colegas de oficio. Con inteligencia la película no afirma ni niega: apenas presenta. Belén debe educarse en las costumbres de su nuevo trabajo, que son las de sus patrones. Retraída, ella vive con incomodidad el vínculo con la posesiva dueña de casa y con su insoportable hijo Juani, especie de Gastón Gaudio de torneos intercountries que manifiesta dosis altas de resentimiento filial y violencia contenida. Hablar de ellos invariablemente lleva al elogio del elenco, integrado por actores provenientes sobre todo del teatro, capaces de moverse con comodidad entre los extremos de la tragedia y la farsa. Una primera mención para Iride Mockert, que anima a Belén con los recursos justos, haciendo que su transformación interna sea bien reconocible a partir de un lenguaje corporal tan minimalista como expresivo. Se trata además de su debut en cine. Andrea Strenitz carga con el papel de señora paqueta con el que provoca una mezcla de exasperación y pena. Su hijo Juani en cambio genera bronca y desprecio pero también gracia, en momentos de comedia siempre muy logrados. El papel está a cargo de Martin Shanly, quien además es uno de los guionistas de Los decentes y director de una de las mejores películas argentinas de los últimos años, la increíble Juana a los 12, en donde también realiza un impiadoso retrato de clase. A ellos se suma Mariano Sayavedra como un cándido guardia de seguridad enamorado de Belén. El giro definitivo de la película se produce cuando Belén descubre que del otro lado del alambre perimetral del barrio privado vive una comunidad nudista. La curiosidad la empuja a vencer su timidez y de a poco se va colando en esa vida al otro lado, cuyas costumbres anacrónicas remiten invariablemente a los inicios del new age y el hipismo. Sólo un alambre electrificado separa a los habitantes del barrio privado, clásico exponente del menemismo, de esos vecinos volados, hedonistas y cultores del cuerpo. Se trata de los 90 contra los 70 y con inteligencia Valenta Rinner establece que el presente sea el campo de batalla en el que se enfrentarán. Belén se convierte en una pasajera en tránsito entre esos dos mundos ajenos que pronto la obligarán a tomar una decisión ética. Parcial y honesta, la película simplemente se dedica a seguirla y finalmente se queda del lado que ella elige, respetando su voluntad. Esa también es una decisión ética.
Ambiciosa remake de un clásico policial. Clásico de clásicos en materia de literatura policial clásica, las aventuras del detective belga Hercule Poirot creado por la escritora británica Agatha Christie solo tienen por encima a la figura indeleble del sabueso de Baker Street, Sherlock Holmes, animado por la imaginación de otro inglés, Sir Arthur Conan Doyle. Ambos, junto con el Padre Brown de K. G. Chesterton (otro inglés) conforman la santísima trinidad de detectives que forjaron la época de oro de los detectives pensantes. Algunas décadas más adelante este modelo resignaría protagonismo en el género ante el recio avance de los Marlowe y Spade, los más violentos y oscuros investigadores de la novela negra, creados por Raymond Chandler y Dashiel Hammett. Pero esa es otra historia. Actor, cineasta, dramaturgo y, claro, también inglés, en su rol de director Kenneth Branagh se ha especializado en llevar al cine piezas clásicas de la literatura y el teatro de su país. Ha adaptado a Shakespeare, el Frankenstein de Mary Shelly y ahora avanza sobre la obra de Christie, filmando una novela que también es un clásico del cine: Asesinato en el Expreso de Oriente. La misma cuenta con unas cuantas adaptaciones, de las cuales la más recordada es la filmada por Sidney Lumet con Albert Finney en el rol de Poirot. Una diferencia fundamental separa a ambas versiones: el tamaño. Mientras Lumet filmó una pieza de cámara, donde la clave está en el clima asfixiante, casi de cuarto cerrado, que se produce cuando el famoso detective debe resolver un asesinato cometido en el mismo vagón del famoso tren que va de Estambul al corazón de Europa occidental en el que él mismo viaja, Branagh decide apegarse a los tiempos que corren. Su apuesta incluye la espectacularidad de algunas escenas en las que la gran protagonista es la computadora que genera las imágenes panorámicas de la capital turca de comienzos del siglo XX o las del desfiladero en donde el tren queda atrapado a causa de un alud. Pero más allá de esa ambición espectacular (que se extiende en algunas escenas de persecución en las que, por un rato, Poirot también es un héroe de acción), Branagh se anota varios porotos a favor. Uno de ellos es el tono del relato, que oscila entre lo dramático y lo farsesco según lo demande el clima de cada momento. Y la elección de un elenco capaz de moverse entre esos extremos sin que la cosa se desequilibre. El director cuenta además con la experiencia como para coreografiar algunos travelings más efectivos desde lo estético que de lo narrativo, y componer algunos cuadros en los que usa un concepto clásico de puesta de cámara para que el punto de vista defina muchas veces los vínculos y las relaciones de poder entre los personajes. Por supuesto que también, shakespeareano al fin, Branagh se pasa un poco de rosca con algún monólogo realizado a la luz de una lámpara de gas y sobre el final realiza un giro ético que merecería alguna discusión adicional.
La realidad tiene su lado gemelo. Paterson vive en un pueblo que se llama como él y como la película. El director estadounidense construye, con una simpleza deliberada, un mundo de duplicidad y repetición. Paterson se va despertando de a poco. Apenas pasan de las seis de la mañana y todavía en la cama, sin despabilarse del todo, su novia, una morochita cándida y con cara de persa, le cuenta un sueño. “Teníamos dos hijos grandes. Gemelos”, le dice. Son las primeras palabras que se pronuncian en Paterson, último trabajo de Jim Jarmusch, y con ellas la chica no solamente le revela a su novio una clave que le permitirá ver el mundo de un modo distinto no bien salga a la calle, sino que en el mismo movimiento Jarmusch les entrega a los espectadores un mapa preciso que los ayudará a recorrer la geografía de la película. Y todavía no pasaron ni cuatro minutos. Paterson vive en un pueblo que se llama como él y como la película: Paterson. Es el mismo pueblo de Nueva Jersey donde nacieron el cómico Lou Costello y el poeta Williams Carlos Williams, el favorito del protagonista, que también es aficionado a escribir poesía. Paterson siempre lleva encima su libretita secreta, donde va acopiando textos breves en cuya superficie emerge la vida cotidiana –la del autor pero también la de su entorno–, escritos con un lenguaje llano (llanísimo) y una economía de recursos que podría pasar por simple si en realidad no fuera extraordinaria. No se trata de la simpleza de quien no tiene más que lo que muestra, sino de una que es de otra clase, deliberada, pulida de tal modo que el diamante más precioso pueda seguir pasando por piedra y cuyo valor solo será reconocido por la mirada atenta. Así también es como filma Jarmusch, a través de travelings realizados como al pasar, pero capaces de convertir a los paseos por el barrio en una versión suburbana de La Odisea, o de montar secuencias en las que un recorrido en colectivo se vuelve tan maravilloso como Las mil y una noches. Porque Paterson es colectivero y su asiento de conductor es uno de sus lugares favoritos. Ahí es donde empieza el día, escribiendo poesía justo antes de comenzar el recorrido a través de la ciudad, o donde disfruta de las historias que sus ocasionales pasajeros (y vecinos) se cuentan unos a otros, sin saber que hay alguien más que los escucha. Así es también la estructura narrativa de la película, que siempre ofrece dos lados para ver y entender la misma situación. Una película doble en donde, como en el sueño de la novia de Paterson, la realidad tiene un lado gemelo. Jarmusch se divierte plantando esos pares a lo largo de todo el relato, no sólo desde el plano más obvio, llenando la película de mellizos, sino de una forma menos evidente. Ahí están Paterson y su pueblo gemelo; los dos obreros que en el colectivo se cuentan la misma historia aunque en distintas circunstancias; o los paseos idénticos que el protagonista es obligado a dar con Marvin, el bulldog de su novia, cada noche cuando vuelve a casa. Pero por más que se parezcan los gemelos nunca son idénticos y Jarmusch también disfruta del hallazgo de esa anomalía que hace diferente a lo que se ve igual. Como ocurre con los diálogos que cada mañana se dan entre Paterson y su supervisor, en los que uno apenas pregunta por cortesía “¿Cómo estás?” y el otro siempre comienza su respuesta con la misma fórmula (“Y, ya que preguntás…”), para enseguida largar una retahíla de lamentos sobre las pequeñas miserias de su vida familiar, siempre iguales pero deliciosamente distintas. Incluso Paterson, el colectivero poeta, lector de Melville y Emily Dickinson, es una anomalía en sí mismo. Al contrario de los gemelos fotografiados por Diane Arbus (y luego copiados por Stanley Kubrick en El resplandor), en el juego de duplicidades propuesto por Jarmusch no se reconoce ningún rasgo de lo siniestro, sino más bien el reflejo plácido de lo habitual, de lo cotidiano, de las rutinas amables en las que, si se las mira con atención e intención, es posible hallar una particular forma de belleza invisible para el ojo distraído. Un espejo de la realidad. En ese mundo de duplicidad y repetición, el Paterson de Jarmusch tiene el rostro único del extraordinario Adam Driver, cuyos rasgos no sólo distan mucho de los patrones clásicos de la belleza publicitaria, sino que tampoco encajan con el molde anónimo y serial del hombre común. En la decisión de elegirlo como protagonista Jarmusch no sólo acierta desde lo dramático, sino que además encuentra el avatar perfecto de lo anómalo, de aquello que no encaja pero que así y todo sólo puede ser notado si se lo mira con atención.
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Lo que ahora es grieta, antes era zanja. “En el año 1875 el presidente Nicolás Avellaneda solicita al Ministro de Guerra, Dr. Adolfo Alsina, presentar un plan para terminar con ‘El Problema Indio’. Alsina propone avanzar la frontera bonaerense y defenderla mediante una zanja con un murallón interior con el objetivo de evitar o demorar el paso de los arreos. Un millar de operarios cavan durante un año 375 kilómetros de zanja.” Con este texto breve y didáctico comienza La muralla criolla, documental de Sebastián Díaz que va en busca de los vestigios de la llamada Zanja de Alsina, uno de los más interesantes, absurdos y poco divulgados episodios de la Historia argentina. Excluido de los programas de estudio, es sin embargo uno de los hechos que con mayor elocuencia expone el modelo político sobre el que se edificó este país. Y además se presta para un juego simbólico que es posible transportar hasta la actualidad. Porque así como aquel proyecto de Alsina se proponía dividir en dos a la Argentina de manera literal, resguardando de un lado a la civilización y excluyendo del otro a la barbarie, hoy quizá sea la misma lógica la que se utiliza para llamar grieta a lo que entonces se denominaba zanja. Esa zanja –que la historia oficial disimuló durante más de un siglo detrás de la mucho más eficaz (y cruel) Conquista del Desierto que poco después comandó Julio A. Roca, sucesor de Alsina en el Ministerio de Guerra– fue la obra pública más grande que el estado nacional planeó llevar a cabo durante el siglo XIX. Así lo afirma el historiador Marcelo Valko, una de las dos cabezas parlantes que guían el documental. La otra es la de Osvaldo Bayer, una fija en cuanto documental se realiza para denunciar los crímenes cometidos contra los pueblos que originalmente ocupaban esas tierras arrebatadas y luego distribuidas entre las familias de la Sociedad Rural. Para apoyar su relato central, La muralla criolla recorre las ciudades fundadas en torno a los fortines instalados para defender esa nueva frontera instaurada por la fuerza. Para ello cuenta con ayuda de historiadores locales, que aportan datos sobre el origen de sus propios pueblos. La película incluye además algunos segmentos animados, recurso ingenioso para llegar donde el archivo no puede, y la lectura de varias cartas enviadas por los caciques más importantes, como Namuncurá y Pincén, a sus pares militares. Como ocurre con este tipo de documentales en los que el tema expuesto supera los límites del presupuesto, La muralla criolla ofrece gran cantidad de teorías, datos e información, y deja un puñado conceptos que dan cuenta de que el exterminio de los pueblos originarios se sostenía, como la mayoría de las guerras, en motivos económicos. “La Patria es el precio de la carne”, dice alguien para volver a caer en la cuenta de que, en efecto, nada cambió demasiado. Solo que ahora la Patria también es el precio de la soja.
Haciendo equilibrio entre el almíbar y el limón. El comienzo de Una razón para vivir, debut como director del actor inglés Andy Serkis, puede no ser apto para diabéticos. Así de altas son las dosis de almíbar que contienen las primeras secuencias de esta historia de amor, cuyos protagonistas son dos jovencitos pertenecientes a distintas castas de la aristocracia (o quizá la burguesía) inglesa de posguerra. Uno de esos inicios en los que todo es tan perfecto que generan por igual satisfacción y desconfianza. Sensaciones contradictorias que sin embargo se encuentran plenamente justificadas, porque es cinematográficamente imposible que en una película romántica de estilo clásico, como parece ser el caso, todo sea tan color de rosa. Nada puede estar tan bien y tan rápido en una historia de amor que cumpla con los requisitos usuales para ser considerada como tal. Y es cierto: Robin y Diana se conocen una de esas tardes so english en la que las damas disfrutan del té a las cinco en punto, mientras ellos juegan al cricket. Ella tiene fama de inconquistable y si bien el pedigree de Robin no está mal, tampoco es que tiene sangre azul. Apenas un negocio de importación de té de Kenia que garantizan una vida holgada, pero no tanto como para ser considerado por Diana el mejor de los partidos. Aun así la chica imposible se enamora del candidato menos pensado y juntos se convierten en la pareja ideal. Ella lo acompaña a todas partes. Incluso a África, la salvaje, donde vuelan en biplano, acampan en la sabana, cazan con amigos, ven el atardecer, juegan al tenis en la embajada británica y quedan embarazados. Así de feliz viene la mano y ni siquiera pasaron 10 minutos de proyección. Pero la película produce su propia insulina y una dosis súbita cambia la sensación de empalago por la de amargura en solo tres escenas: Robin se contagia poliomielitis y en cuestión de días su cuerpo queda paralizado por completo. A partir de ahí Una razón para vivir se convertirá en una historia de superación que atravesará distintas fases, oscilando entre lo amargo y lo dulce, aproximándose a los extremos más indeseados de dichos hemisferios, pero sin caer nunca en lo abyecto. De hecho en el guión de William Nicholson (conocido sobre todo como autor de Gladiador, 2001, de Ridley Scott) y en la versión que Serkis pone en escena, ambas mitades conviven en un balance más o menos armónico. Los buenos trabajos de Andrew Garfield y Claire Foy (conocida por su papel de Reina Isabel en la serie de Netflix The Crown) ayudan a que ese recorrido en zig-zag entre las luces y las sombras no se vuelva grotesco (aunque algunos personajes lleguen a rozar esa condición). Aunque Garfield carga con el desafío de actuar inmóvil, es sobre todo Foy quien sostiene dramáticamente al relato, ajustando la expresividad de Diana de acuerdo a los diferentes registros por los que la película atraviesa. Por lo demás Una razón para vivir está basada en hechos reales y el resultado final no se aleja demasiado de cualquier biopic de intenciones tan emotivas como didácticas.
Ese oscuro objeto del deseo (femenino). Remake del clásico de 1971 dirigido por Don Siegel y protagonizado por Clint Eastwood, la nueva película de la directora de Vírgenes suicidas la encuentra en plena forma con la historia de un soldado yanqui prisionero del deseo de sus sureñas salvadoras. A pesar de tratarse de una nueva adaptación de la novela del estadounidense Thomas Cullinam y a la vez de un remake del clásico de 1971 dirigido por Don Siegel y protagonizado por Clint Eastwood, El seductor consigue expresar la particular mirada de su directora, la talentosa Sofia Coppola. Se trata de una historia ambientada durante la Guerra de Secesión, el conflicto civil que enfrentó a los estados abolicionistas del norte contra los del sur esclavista, en la que un yankee (soldado norteño) gravemente herido en una pierna es auxiliado por una niña del sur, quien lo ayuda a llegar hasta el seminario Farnsworth para señoritas, donde ella vive y estudia. Ahí recibe las curaciones de la señora Martha, regente del instituto, quien en lugar de entregarlo como prisionero al ejército confederado, lo habitual para casos como ese, decide darle asilo hasta que se recupere. Igual que en la película de Siegel, Coppola deja planteado el conflicto rápidamente y con precisión: la llegada del hombre provoca un cataclismo hormonal dentro de ese gineceo habitado por Martha, la maestra Edwina y cinco niñas que atraviesan distintas etapas de la adolescencia. A ellas, recluidas en una típica mansión sureña cuya arquitectura remeda el estilo griego que de algún modo anticipa la tragedia que ahí tendrá lugar, la presencia del cabo John McBurney las expone de golpe a todo aquello de lo que esa clausura pretendía resguardarlas: el deseo y el miedo. Acostumbradas a un aislamiento casi de convento y aterrorizadas por historias en las que los soldados del norte se dedican a saquear las casas de sus enemigos y a violar sistemáticamente a sus mujeres sin distinción de edad ni clase, el soldado provocará en ellas reacciones encontradas. Todo eso queda expresado cuando Martha cura y limpia al inconsciente cabo McBurney, en una escena que parece reproducir la imagen de una Pietá en la que la mujer sostiene y atiende al cuerpo inerte del hombre. Aunque no tan inerte como para aun así encender en ella los ardores de la carne con una avidez que quizá creía haber olvidado hace mucho. La imagen de ella de rodillas, aseando acalorada el cuerpo semidesnudo del varón con un paño húmedo, le da a la escena el aire religioso de ciertas pinturas renacentistas y cumple a la vez con la misión de mostrar la lucha entre el deber y el deseo. O mejor todavía, entre virtud y pecado. El modo en que la luz cae sobre ellos en forma de hebras a través de las altas ventanas de la estancia, esfumándose entre los pliegues de las cortinas, refuerza esa idea. Dicho mecanismo puede ser trasladado a cada una de estas mujeres, aunque no todas lo vivirán con la misma carga. Porque si para Martha (Nicole Kidman) marca el retorno inesperado de la pasión perdida, para Edwina (Kirsten Dunst) corporiza el anhelo del amor con el que sueña y que hace rato merece. En cambio para las chicas representa un abanico de necesidades y emociones que van desde el despertar sexual y un salvoconducto contra el tedio de la reclusión para las más grandes, hasta una figura masculina, incluso paternal, para las pequeñas. A todo esto el cabo McBurney (Colin Farrell) es el convidado de piedra dentro de este festín. Aunque él se sienta protagonista, con un harem solícito dispuesto a satisfacerlo en cada una de sus necesidades de hombre decimonónico, la realidad es que apenas es un vehículo. Sobre él viajarán cada una de estas expectativas que su presencia genera, yendo desde el kilómetro cero del encierro –que no es sólo literal, dentro de las paredes y cercos del caserón, sino también el de cada una de estas mujeres dentro de su propia feminidad dormida– hasta vaya a saber dónde. Quienes vean la película podrán enterarse. Haciendo gala de un gran manejo del arco emocional, Coppola permite que cada personaje haga su camino, sin buscar responsables ni echar culpas. Y parece entender que en esta historia cada uno carga con sus propios dolores, miedos y, sobre todo, deseos condenados a no ser satisfechos. O al menos hasta cerca del final, en el que la última mirada que Martha le reserva al cabo McBurney parece habitada por cierta malicia, sugiriendo un goce oscuro que produce un doblez inesperado tanto en el personaje como en el relato. Coppola se sirve de eso para sorprender con sutileza, descubriendo un abismo justo delante del espectador a pasitos nomás de los títulos finales.
La verosimilitud cae cuesta abajo. Igual que una conversación en la que se cambia varias veces de idioma sobre la marcha, la experiencia que propone Más allá de la montaña, de Hany Abu–Assad, puede volverse algo confusa. Pero no porque sus vericuetos sean difíciles de seguir, sino porque la película misma parece nunca ponerse de acuerdo en cuál de todos esos lenguajes quiere contar su historia. Aunque al principio todo hace pensar que el idioma elegido será el de la tragedia de aventuras. Ben y Alex no se conocen pero tienen el mismo problema: necesitan llegar a Nueva York justo el día en que todos los vuelos se cancelaron a causa de una tormenta. Ella le propone entonces alquilar juntos una avioneta para sortear el escollo y él acepta. Todo va bien hasta que al sobrevolar las montañas parece que la tormenta finalmente los alcanzará, pero antes de que eso ocurra al piloto le da un infarto y el avión cae sobre una de las cumbres heladas. Primer llamado de atención que hace temer un guión manipulador: aunque la tormenta podría haber sido suficiente para desencadenar la tragedia, matando al piloto los autores se aseguran de que sus criaturas no tengan ninguna posibilidad de salvarse. De ese modo dejan bien claro que están dispuestos a cualquier cosa con tal de dejarlos sin salida. Una vez caído el avión Más allá de la montaña se convierte por un rato en una versión modesta de ¡Víven! (1993, Frank Marshall), en la que Ben y Alex deben sobrevivir mientras esperan ser rescatados. Como eso no ocurre, la película vuelve a mutar, adoptando la forma de El renacido (2015, Alejandro González Iñárritu), con sus protagonistas desafiando al paisaje nevado en busca de su propia salvación. Mientras tanto, la cosa va tomando de a poco el color de una historia de amor con mucho de síndrome de Estocolmo. Como dijo Karl Marx en algún momento, pero refiriéndose a algo bastante más importante, la historia de Más allá de la montaña empieza como tragedia y termina como farsa. Porque una vez pasados los dos tercios del segundo acto y ya a punto de desembocar en el desenlace, la película parece no poder ponerse un límite a sí misma y las situaciones por las que los pobres Ben y Alex son obligados a pasar se vuelven involuntariamente risibles. En su afán por crear emoción, Abu–Assad no consigue darse cuenta de que la mano se le va yendo y solo le falta hacer que a los protagonistas les caiga un piano en la cabeza. Porque algunas de las cosas que les ocurren no están muy lejos de este tipo de fatalidades, tan comunes en los episodios del Coyote y el Correcaminos u otros dibujos animados. Si hasta promediar su extensión el relato consigue que el verosímil se mantenga a flote, en el último tramo la cosa se va volviendo barranca abajo (o cuesta arriba). Entonces el final feliz, que en otras circunstancias podría haber sido bienvenido, se convierte en una decepción que pone en evidencia lo prosaico y forzado de mucho de lo que inicialmente había sido dado por bueno.
Cuando revienta el dique de la oscuridad. Tomas Alfredson trabaja con una historia en un universo de claroscuros, tanto fotográficos como de narración. Los antecedentes más recientes del cineasta sueco Tomas Alfredson permitían hacerse ilusiones con el estreno de El muñeco de nieve, un policial basado en la oscura novela del escritor noruego Jo Nesbo. Esperanza que en la previa consigue ir incluso en contra del resquemor que produce su origen de bestseller, que no es más que un lugar común, un prejuicio de difícil justificación. El estreno se produce seis años después de su película anterior, El topo, que consiguió tres nominaciones a los Oscar, incluyendo la de Mejor Actor para Gary Oldman, y a casi una década de la sublime fábula gótica Déjame entrar, que nada casualmente son dos extraordinarias adaptaciones de sendos bestsellers. Teniendo en cuenta el carácter escabroso del libro original de Nesbo y que en aquellas dos películas Alfredson demostró ser capaz de descender con asombrosa precisión narrativa y elegancia visual hasta el fondo de dos infiernos bien disímiles, resultaba fácil pensar que aquello de que no hay dos sin tres sería en este caso un hecho consumado. Y en cierta forma lo es. El muñeco de nieve cuenta con unos cuantos puntos a favor que revalidan los elogios que el director sueco cosechó con sus películas anteriores. Igual que en aquellas se trata de historias encapsuladas en universos de claroscuros en los que el blanco y el negro se entrelazan en un delicado balance. Claroscuros que en primer término son fotográficos (aunque en realidad en Déjame entrar predomine un negro nocturno, en El topo la gama de los grises y aquí el blanco indeleble del invierno nórdico), pero que asimismo se extienden sobre el tejido de la narración. Comenzando por la vida del protagonista, Harry Hole, un detective de Oslo para quien la vida parece carecer de sentido, tan perdido se encuentra entre su adicción al alcohol, sus dificultades para vincularse con su ex y el hijo adolescente de ambos (que aún desconoce la identidad de su padre), y el tedio de pertenecer a una fuerza ociosa en virtud de la ausencia casi absoluta de conflictos en la capital noruega. Tanto que el departamento de policía se parece más a las oficinas de Google, con los agentes jugando al ping pong y tomando cafés, que al destacamento de una fuerza armada. En ese contexto, Hole (interpretado por Michael Fassbender) es la mosca blanca, wl único que preferiría tener un asesinato para investigar antes la famosa paz social de las naciones escandinavas. Como ocurría en la saga Millenium, basada en la serie de novelas del sueco Stieg Larsson, otro autor nórdico de bestsellers –cuyas dos últimas películas fueron dirigidas por Daniel Alfredson, hermano mayor de Tomas–, esa aparente tranquilidad de una sociedad blanqueada de conflictos no es otra cosa que el corcho tapando la rajadura de un dique de oscuridad a punto de reventar. Apenas la superficie en calma de un universo de turbulencias soterradas en donde cuando la violencia por fin aparece, lo hace sin escatimar en golpes de efecto. En ese sentido, El muñeco de nieve se parece a una versión albina de Pecados capitales, de David Fincher, cuya fotografía tendía a un anaranjado pringoso. Sórdida y sangrienta como aquella, esta película tampoco ahorra en escenas de alto impacto en las que el rojo siempre se destaca como una explosión sobre la claridad del paisaje nevado. Alfredson vuelve a mostrar virtuosismo en la construcción kinética y exquisitez en la forma de componer sus planos, que siempre se organizan aprovechando las características propias de cada espacio para destacar con una naturalidad que es solo aparente aquello que se desea. La fotografía del ganador de un Oscar Dion Beebe se encarga de potenciar aquellos claroscuros que están presentes en el paisaje, en el entorno social y en la vida del protagonista. En contra de esa capacidad, el relato por momentos se vuelve predecible y en otros demasiado retorcido, haciendo que la rosca del misterio termine dando algunas vueltas de más. También intercala toda una subtrama que se parece más a una falsa pista que a un McGuffin, puesta para distraer al espectador. Por no hablar de un final excesiva e innecesariamente “feliz”, incongruente con el espíritu sombrío y trágico que gobierna las casi dos horas previas de la película y que de alguna manera traiciona todo lo que hasta ahí se había construido con paciencia casi artesanal.