Al centro, por los laterales La directora cuenta la historia de un chico de barrio como cualquier otro, pero con un destino fuera de lo común, violento y trágico, que es el de muchos como él: el de los pibes chorros. No siempre la alusión directa es la mejor herramienta para trazar un retrato certero de lo real, porque la literalidad suele devorarse el interés, la curiosidad y la sorpresa. De hecho no son pocas las veces en que lo más apropiado para abordar la realidad es hacerlo a través del desvío que ofrecen los caminos indirectos, que permiten llegar hasta ella rodeándola. Esto es lo que ha hecho Toia Bonino en Orione para contar la historia de Ale, un chico de barrio como cualquier otro, pero con un destino fuera de lo común, violento y trágico, que sin embargo es el de muchos como él: el de los pibes chorros. Esta decisión de llegar al centro del asunto recorriendo primero sus alrededores es vital y representa el modo particular que Bonino encontró para generar tensión dramática en un género como el documental: crear una incógnita, dar vueltas en torno de ella y distribuir pistas a lo largo del camino para que el espectador las vaya descubriendo junto con la película a medida que esta avanza. Un recurso similar al que se utiliza en muchos relatos de ficción, sobre todo los que responden al modelo del relato policial. Algo de eso hay en Orione. Para acentuar la sensación de extrañeza, la directora recurre a una voz en off que será la que determine el punto de vista de la película. Ella será la encargada de narrar la versión de los hechos que recibirá el espectador. Esa voz, que durante buena parte del relato proviene del fuera de campo, es la de la madre de Ale. Por otra parte Bonino maneja muy bien el recurso de complementar ese discurso en off con una serie de acciones e imágenes que van alimentando y enriqueciendo al relato con sentidos y sentimientos adicionales. De esta forma, si la mujer cocina una torta de cumpleaños mientras va hilvanando una trama de recuerdos acerca de las dificultades que su hijo empezaba a generar durante la adolescencia, desapareciendo de la casa familiar sin previo aviso o escapándose de la escuela, es imposible no ver en esa acción una necesidad de aferrarse a una rutina que le permite seguir moviéndose bajo el peso del más grande de los dolores que una madre puede sufrir. Es cierto que la historia de Ale es también la de un pibe chorro, pero la directora consigue hacer que su película trascienda lo circunstancial de lo que le ocurrirá a este chico en particular, para trazar un perfil contundente y lapidario de ese recorte de la realidad que ha decidido abordar. Como se hacía en esos viejos experimentos escolares en los que el profesor de biología les permitía a sus alumnos matar un sapo sólo para abrirlo y ver cómo este era por dentro, del mismo modo Orione representa un corte transversal de la sociedad que permite ver cómo es y qué esconde en el interior de sus visceras. Igual que su madre, a quien la culpa se le filtra entre las grietas del discurso, la película no juzga ni justifica las acciones de Ale. Tampoco las niega ni las esconde sino que, por el contrario, las va orillando, dándoles la vuelta para mostrar otro lado, uno que usualmente no se ve, oculto detrás de los hechos más visibles. Bonino deconstruye a Ale no como delincuente (que lo era) sino como persona, para reconstruir a partir de los fragmentos el lado humano de una víctima convertida en victimario. Porque aunque su madre insista (sin decirlo nunca de manera explícita) en que a Ale no le faltaba nada, las imágenes de los videos familiares se vuelven una evidencia sutil de algunas carencias. Nada muy distinto de lo que les ocurre a otras familias y a otros chicos, que tanto pueden vivir en condiciones y contextos similares a los de Ale y su familia, pero también peor e incluso también mejor. Lo particular de esta historia es que su final es más triste que el de la mayor parte de los casos y eso permite que las fallas del sistema que le dieron origen queden más expuestas. La suma de todos estos recursos permite que cada espectador tenga la posibilidad de tomar una posición ante el caso que la película retrata, pero también de conmoverse, de interesarse y hasta sorprenderse encontrando un nuevo punto de vista desde donde mirar la realidad.
Un retrato de la condición humana Paralelamente a la historia de una transexual que debe enfrentar los prejuicios sociales, la película que competirá la semana próxima por un Oscar trata sobre la identidad y las miradas, propias y ajenas, expuestas a la fuerza de lo natural. Como si contuviera en su interior una fuerza ingobernable, la película Una mujer fantástica del cineasta chileno Sebastián Lelio, viene causando conmociones a su paso desde el mismo día de su estreno, ocurrido exactamente hace un año en la edición anterior de la Berlinale. En aquel momento fue centro de innumerables elogios, dentro de una competencia de la que también participaban trabajos de directores consagrados como el finés Aki Kaurismaki, el coreano Hong San-soo y de la que resultó impensada ganadora En cuerpo y alma, de la húngara Ildikó Enyedi. Doce meses después la situación se repite como un deja vú: Una mujer fantástica y En cuerpo y alma vuelven a competir, esta vez por el Oscar a la Mejor Película en Lengua Extranjera. Y la de Lelio vuelve a ser la favorita, incluso por encima de su principal competidora, The Square, del sueco Ruben Östlund, ganadora de la Palma de Oro en el festival de 2017. El quinto trabajo de Lelio, que además marca la cuarta y hasta ahora última colaboración en el guión con su compatriota, el crítico de cine Gonzalo Maza, narra la historia de Marina Vidal, una mujer transexual que sufre la muerte de su pareja y que a partir de ahí debe enfrentar el rechazo y las distintas formas de violencia a la que la someten la ex mujer y los hijos del muerto. Pero aunque esa es su estricta sinopsis, debe decirse que en realidad la película se trata de otra cosa. O de otras cosas: sobre la identidad y la forma en la que esta se constituye; sobre la mirada, las propias y las ajenas, que van moldeando distintas formas de percepción; y, sobre todo, acerca de las fuerzas opuestas que intervienen en dichos procesos. Entonces no es casual que Una mujer fantástica comience con una serie de planos de las cataratas del Iguazú, que retratan una fuerza de la naturaleza para representar aquello que no puede ser negado. La fuerza de lo incontenible, de lo que siempre ha estado ahí y cuya presencia no se puede ignorar. La fuerza de aquello que se impone por sí mismo. El guión volverá muchas veces sobre esta idea, poniendo en escena diferentes fuerzas naturales: un mural con la foto panorámica de un vendaval marino azotando una escollera; una lluvia torrencial que lo moja todo y todo lo penetra. Un viento furioso que en un momento cercano al clímax del relato le impedirá a Marina, cuyo nombre también da cuenta de una fuerza natural incontenible, seguir avanzando por la calle, en una de las escenas más hermosas de la película. Alegorías significativas para contar la historia de esta mujer trans que, es cierto, se enfrenta a fuerzas enormes que se oponen y hasta se niegan a darle una entidad humana. Pero que sobre todo dan cuenta de esa fuerza natural que no necesita de la certificación de nadie para validar su existencia, porque posee la potencia necesaria para imponerse y bastarse por sí misma. La fuerza de lo que es, de lo que ya es imposible negar. Una mujer fantástica es un film sobre la condición humana, sobre la forma en que la sociedad sostiene un canon conservador acerca de qué se entiende y que se incluye dentro de lo humano. Y, por supuesto, qué es lo que se deja afuera de dicha categoría: lo inaceptable, lo indeseable, lo monstruoso. Esa duplicidad también recorre de punta a punta todo el relato, a través de una serie de juegos con los reflejos que el director va intercalando a lo largo de la narración, pero que tiene dos momentos de particular (y tal vez hasta excesiva) elocuencia. En uno se la ve a Marina desnuda, recostada con un espejito circular apoyado sobre su entrepierna, que le devuelve el reflejo de su propia cara. En el otro la protagonista se cruza en la calle con dos hombres que transportan un espejo enorme, que al ondular no consigue ofrecer un reflejo estable de su cuerpo, sino una serie de imágenes deformes. Uno de los grandes méritos de este trabajo de la dupla creativa que integran Lelio y Maza es conseguir traer a escena aquello que hasta ahora estuvo condenado a ese fuera de campo de lo humano, para darle, quizá por primera vez, una representación cinematográfica autónoma. El otro es haberle confiado el rol protagónico a la actriz trans Daniela Vega, ella misma una fuerza natural capaz de sostener de manera soberbia el peso contundente de la película.
El laberinto tiene cabos sueltos Construido sobre la estética y a partir de elementos propios del cine de terror, El sereno sin embargo es otra cosa, una de la cual es difícil dar detalles sin revelar parte del truco de guión que le da sentido. Y aunque la película tiene varios puntos que merecen destacarse, esa característica recién mencionada es su debilidad más grande: El sereno a veces se pierde entre las vueltas de tuerca que convierten a su libreto en un laberinto. Curiosamente la historia que se cuenta tiene lugar en un enorme edificio semi abandonado de varios pisos que también es laberintico, en el que su protagonista deambula por las capas de un relato que se va moviendo entre la vigilia y cierto tipo de sueño, entre lo onírico y lo real, entre la consciencia y el inconsciente. Todo eso permite que la película pueda ser vista como una historia de fantasmas, pero también interpretada en clave freudiana. Fernando (Gastón Pauls) es contratado para trabajar como sereno en un depósito enorme que, a pesar de estar todavía en funcionamiento, pronto será demolido. El protagonista parece ser un tipo abrumado que recorre los espacios amplios del viejo edifico como quien atraviesa un largo e intrincado deja vu. Los primeros días de trabajo ahí no serán tranquilos. Las voces de unos vecinos que discuten pero se sienten como recuerdos; un corte de luz repentino lo sumerge en un concierto de ruidos perturbadores; una mujer que llora en el ala clausurada del edificio y parece conocerlo: las noches en aquel lugar se convierten para Fernando en un descenso infernal en el que deberá enfrentarse a demonios que parecen propios. Da la sensación de que El sereno responde a la lógica de cierto tipo de cine independiente en la que un relato se construye para aprovechar aquellos recursos que se tienen a mano. En este caso una locación, ese edificio impresionante dentro del cual transcurre el 90% de la acción, que desde el comienzo adquiere un rol co-protagónico. Y aunque en el balance general el trabajo de Federico Roca y Oscar Estévez con el guión es bueno, también hay algunas escenas en las que se vuelve evidente que han sido escritas para sacarle el jugo a un espacio determinado y buscando más provocar un golpe de efecto que engrosar la estructura dramática. Estévez cuenta con el antecedente de haber escrito La casa muda, aquel film de terror que pasó por el Festival de Cannes y tuvo una remake en Hollywood. En su debut como director junto a Juacko Mauad vuelve a mostrar efectividad para crear ambientes y situaciones de tensión, y para forjar intrigas en torno de una situación misteriosa. Sin embargo muchas de las cuerdas que el relato va tensando parecen no haber quedado del todo amarradas, dejando la sensación de que son varios los cabos sueltos que hacen que el remate no llegue a colmar la expectativa que la acumulación de giros dentro de la trama se encarga de generar, debilitando lo que debería resultar una sorpresa.
Al hombre y al oso, lo feo los hace hermosos Vuelve el peluche británico, en un film que traduce al lenguaje del cine la experiencia de leer un buen libro infantil. Puede decirse que el estreno de Paddington (2014), dirigida por Paul King, resultó una grata sorpresa, que mereció críticas generosas y bien ganadas, y el módico favor del público. Sin embargo pasó y nadie la recordaba hasta el anuncio de su secuela, bautizada de forma sencilla y previsible: Paddington 2. Personaje casi desconocido en Argentina (hace unos años una serie animada se emitía por el canal Ta Te Ti de la TDA), el osito Paddington tiene una gran popularidad en el Reino Unido. Su origen literario data de 1958 y desde entonces su figura peluda, su montgomery azul y su sombrero rojo han conquistado cuanto formato y soporte existe, hasta llegar a esta versión siglo XXI que ahora suma su segunda entrega. Se trata de un film infantil de infrecuente pureza teniendo en cuenta los usos y costumbres del cine actual, en el que los productores se desesperan por alcanzar el nirvana del multitasking. No es que se trate de un producto con el que los chicos la pasan genial mientras los padres juntan paciencia para no balearse en los rincones. Al contrario, es una película encantadora en más de un sentido, que pueden disfrutar públicos de todas las edades. La diferencia es que ese goce no procede de chistes “para adultos” metidos de contrabando, sino de una capacidad para evocar sensaciones infantiles en el espectador ya crecido. Deliberadamente artificiales, una de las virtudes de las dos películas es su voluntad de traducir al lenguaje cinematográfico la experiencia de la lectura de un buen libro para chicos. Más que voluntad, porque logra recuperar la sensación olvidada de escuchar un cuento a la hora de ir a dormir. No por nada la historia gira en torno del robo de un libro de dioramas que reproduce lugares emblemáticos de la capital británica, que a la vez funciona como elemento que alimenta la ambición del malo y saca lo mejor de los buenos. Una de las herramientas elegidas para alcanzar ese objetivo es la del humor físico, con la que se homenajea con inocencia a próceres como Buster Keaton o Harold Lloyd. El primer paso para alcanzar esos éxitos proviene de la creación de un universo paralelo donde lo maravilloso es parte de lo cotidiano. Una versión de Londres en la que un osito que habla llega desde la selva peruana y no hay nadie a quien aquello le parezca extraordinario, sino lo más común del mundo. Así funciona la lógica de los chicos y a esa especie de liberación del corsé de la adultez aspira esta saga. También aspira al mensaje positivo y a las buenas intenciones, pretensión que arruinó más películas de las que uno quisiera, pero que acá funciona. No por el mensaje o las intenciones en sí mismas, sino porque estas no han sido puestas por encima de lo cinematográfico. El universo creado es lo suficientemente sólido como para conseguir que esa carga adicional juegue a favor en el balance final. Y como si todo esto fuera poco, Paddington 2 cuenta además con un elenco integrado por un puñado de los mejores actores británicos, que actúan como si fueran parte de la misma troupe circense desde hace años. Ellos son responsables de que el tono sobreactuado con que está narrada la historia sea aceptado como la única forma posible de hacerlo. Por otra parte, nada nuevo puede decirse de, por ejemplo, Hugh Grant, para quien la comedia es su hábitat. Notable es el trabajo de Brendan Gleeson, que consigue convertirse en una caricatura de profundidad y ligereza encantadoras. Y el trabajo de Sally Hawkins confirma su talento. Su cándida pero enérgica madre de familia es vital en el relato y permite entender qué es lo que vio en ella Guillermo del Toro cuando le ofreció el protagónico en La forma del agua, que le valió la nominación al Oscar como Mejor Actriz. Y así el elenco completo, que consigue hacer que todos crean que cualquiera se puede encontrar un osito parlante en una estación del tren en Londres.
El pasado como un laberinto sin salida Un rabino debe demostrar que allí donde se pretende erigir un complejo comercial está la fosa común de una masacre nazi. Pero la investigación lo llevará a descubrir una verdad incómoda. Los temas de la identidad y la memoria, tan vivos para la historia argentina reciente, vuelven a ser tratados de forma brillante en El testamento, segundo trabajo de ficción del director israelí Amichai Greenberg, quien para ello echa mano de las inesperadas herramientas del thriller y el suspenso. Greenberg, que también es el autor del guión, avisa desde una placa al inicio que la película se basa en acontecimientos ocurridos durante el final de la Segunda Guerra Mundial, aunque sin dar mayores precisiones al respecto. Lo que sigue, sin embargo, es una ficción a la cual es difícil vincular con algún hecho preciso, pero cuyos detalles pueden coincidir con muchos de los atroces acontecimientos producidos en el marco del plan de exterminio que el régimen nazi llevó adelante contra las personas de ascendencia judía. Yoel Halberstam es un rabino e historiador que trabaja para el Instituto del Holocausto de Jerusalem. Ahí es responsable de una investigación que busca echar luz sobre el fusilamiento de 200 personas en las afueras de Lendsdorf, un pueblito de Austria cuyas autoridades pretenden levantar un complejo de edificios y comercios en el enorme predio en donde, se sospecha, está ubicada la fosa común que contiene los restos de las víctimas. Con una actitud excesivamente seca y en nombre del “progreso”, las autoridades austríacas le imponen al doctor Halberstam un corto período para aportar pruebas concluyentes que determinen la ubicación exacta de la fosa. Lo cual también equivale a dar pruebas de su existencia, que elípticamente a través de ese acto es puesta en duda, negada. Como si no fuera poca presión, el protagonista halla entre los testimonios clasificados de algunas víctimas del Holocausto el de su madre, a partir de cuyas declaraciones se desprenden datos que modifican su propia identidad. Halberstam descubre que no es quien toda la vida creyó ser. Con inteligencia, Greenberg superpone dos laberintos y coloca a su personaje en el centro de ambos, extraviándolo en dos niveles distintos de la historia: la propia y la de su cultura. Pero en lugar de desmoronarse ante el desafío, Halberstam persiste en soledad en contra de su familia y de la institución para la cual trabaja, empecinado en resolver ambos acertijos. Paradójicamente para un buscador de la verdad, el protagonista descubre que dar con ella no constituirá una instancia sanadora para todos. Al contrario de los relatos que aborda, que se suceden entre las sombras de la duda y el horror, la película se desarrolla en escenarios luminosos. De los espacios amplios y vidriados del Instituto del Holocausto a los campos de Lendsdorf, un pueblo ficticio en la campiña austríaca, la claridad de una fotografía cálida domina el relato, relegando la oscuridad a las oficinas de Halberstam, en el sótano de la institución. Del mismo modo Greenberg no postula un modelo de heroicidad pura y unidimensional, sino que construye a su personaje haciéndolo transitar por todos los dobleces de lo humano. Que todo ocurra en el marco de las estrictas tradiciones de la cultura judía le aporta al relato un nivel de gravedad que sería inverosímil si transcurriera en otro contexto. Un detalle de la biografía del director permite darle a su trabajo de ficción un nivel adicional. El personaje de Halberstam está basado en su propia experiencia como parte de los equipos que recolectaron declaraciones de supervivencia del Holocausto para el Archivo de Historia Visual de la Fundación USC Shoah, proyecto encabezado por Steven Spielberg, que reúne los testimonios filmados de más de 50 mil sobrevivientes de los campos de exterminio. El propio Greenberg ha contado en diferentes entrevistas que, alrededor del año 2000 y durante tres años, participó en Israel de algunos cientos de entrevistas similares a las que se recrean durante la película, incluyendo el testimonio de la madre del protagonista. Sin dudas esta experiencia ha resultado vital para que el hoy cineasta pudiera construir este relato, que a pesar de ser un trabajo de ficción cuenta con un alto nivel de realismo. Un gran ejemplo de cómo la ficción y los géneros cinematográficos, pensados y trabajados con inteligencia, pueden resultar un instrumento muy útil a la hora de retratar la Historia o la realidad.
Neurosis varias en formato de teatro filmado Lo distintivo de Hablemos de amor, del italiano Sergio Rubini, es que, si se presta atención, ya en los títulos del comienzo hay un indicio muy claro de qué es lo que se verá a continuación. Entre las placas de las compañías que producen esta película, que llega a las pantallas locales con tres años de demora (se estrenó en Europa en 2015), hay una en particular que hace temer lo peor. En ella se ve un pequeño cuadrado azul sobre fondo negro, en el que con letras blancas puede leerse: Nuevo Teatro. En efecto, pasada la hora cuarenta que dura Hablemos de amor, todos los temores que estas dos palabras pudieran haber generado se habrán cumplido con precisión profética. ¡Teatro filmado, teatro filmado! Es la conclusión con algo de acusatorio que suele sacarse cuando una película reproduce el mecanismo de colocar a sus personajes en un living para hacerlos parlamentar de principio a fin. A pesar de que en este caso la escena se extienden a todos los ambientes del departamento romano en el que vive una pareja de escritores, incluida la terraza, la esencia es la misma. Y aunque es imposible no mencionarlo, bien podría ser un detalle menor si este espacio hubiera sido aprovechado cinematográficamente. Algo que no ocurre. Salvo en el plano secuencia con el que comienza, en el resto de la película la cámara se limita a estar ahí, como un espectador en su butaca, inmóvil incluso cuando se mueve. No hay mirada cinematográfica ni en la puesta ni en el encuadre ni en el movimiento. Entre los estrenos de esta semana se encuentra Vergel, de Kris Niklison, cuyas acciones también transcurren casi por completo dentro de un departamento y a la que se le pueden discutir muchas cosas, pero nunca su logrado trabajo de construcción cinematográfica. En Hablemos de amor no hay nada de eso. Lo que hay, en cambio, es un festival de excesos actorales. Drama de parejas jugado desde la comedia, en el que la pareja que vive en el fatal departamento recibe la visita de sus mejores amigos, quienes no tienen mejor idea que ir discutir su divorcio en casa ajena, el film no solo resulta tosco desde lo cinematográfico, sino también limitado en términos dramáticos. Sus personajes recorren cuanto estereotipo exista: políticos, sociales, de edad, de género e incluso de nacionalidad. La forma en que los cuatro hablan a los gritos, como si no hubiera mejor detalle de color para retratar la “italianidad”, hace que Hablemos de amor se convierta pronto en un irritante y muy completo ejercicio de lugares comunes. Una película neurótica a la que el propio Rubini demuele en un intento de ironía final, haciendo que el más impresentable de sus personajes afirme que los neuróticos son los que “hacen avanzar al mundo”. La frase no parece un toque de humor autoconsciente.
Un diario de preguntas existenciales Manifiesto a la vez político y artístico, el nuevo film del director de Cabeza de palo expresa su relación con el cine y lo sagrado. La historia que cuenta el cineasta Ernesto Baca en Réquiem para un film olvidado tiene su inicio en una fecha muy precisa y de perfil profético: 12-12-12. Ese día, el 12 de diciembre de 2012, la multinacional Kodak discontinuó la producción de película para cine, demoliendo sus plantas productoras. Por eso la palabra “film” en el título resulta precisa e irremplazable: Baca se apresta a narrar la historia personal de su vínculo no solo con el cine, sino con el film, ese soporte físico y vital que signó los primeros cien años de historia del arte de la imagen en movimiento. Baca es un artista que milita por aquellos formatos tradicionales que el devenir tecnológico ha declarado obsoletos y Réquiem para un film olvidado –que se dice inspirado nada menos que en La sociedad del espectáculo, el radical texto de Guy Debord– es un manifiesto a la vez político y artístico. Un acto de magia, en tanto el director de Cabeza de palo (2002) entiende al cine como la manufactura de lo maravilloso, pero también como un acto de resistencia en la batalla contra la extinción. Construida a partir de las herramientas del cine experimental, que en sus manos parecen producir resultados no muy distintos de los obtenidos por precursores del género como Narcisa Hirsch o Claudio Caldini en la efervescente década de 1970, la película representa un verdadero desafío para el espectador actual. La narrativa de Baca es arborescente, deambulante al punto de muchas veces parecer inconexa. Pero en ese dejar fluir su propio relato el director va acumulando ideas y preguntas, aunque a veces su prosa se vuelve algo excesiva, recargada. Entre las muchas ideas que propone, Baca relaciona el concepto de lo maternal, ese núcleo que representa el propio origen y la conformación de una identidad, con lo que para él mismo en tanto artista significan los formatos experimentales del cine analógico, en particular el Super 8. Del mismo modo compara el cambio de costumbres que implicó su conversión a la religión hindú siendo parte de una familia de tradicional base católica, con el cambio que representa el paso del celuloide al digital en el cine. Alteraciones que para un cineasta radical implican antes un cambio de fe que una mera modificación en las condiciones de trabajo. Porque Baca parece relacionarse con el cine del mismo modo en que se relaciona con lo sagrado, como si de algún modo las películas encarnaran la parte trascendente de su forma de transitar lo humano. Sin embargo, hay mucho de digital en el cine de base analógica de Baca. En su extraordinaria banda sonora se superponen una cantidad de sonidos muchas veces cercanos a géneros de la música electrónica como el noise o el industrial, que generan el ambiente ideal para los alucinados montajes de Baca. Pero al mismo tiempo resultan ambiguos en relación con su manifiesto de artesano pre digital. A esta aparente contradicción responde el propio director, ya pasada la primera mitad de la proyección: “Madre, ninguna cultura está separada de otra. Esto es una ilusión. Ninguna cultura es mejor que la otra. Esto es otra ilusión. Todas tienen sus propios fines y solo tomamos de ellas lo que de verdad nos sirve.” De esta forma Réquiem por un film olvidado no solo es el registro de una búsqueda estética y cinematográfica, sino un diario de preguntas existenciales que alimentan una búsqueda mayor, algo que con ligereza reduccionista podría entenderse como el sentido de la vida. Y en el medio una declaración de principios que es a la vez un grito desesperado: “No busco público: busco testigos.”
La costurerita que dio el mal paso Versión megalómana de “la costurerita que dio el mal paso”, Apuesta maestra es la historia de una chica inteligente, de buena familia, con una carrera exitosa en los deportes y un futuro universitario promisorio, que sin embargo termina enredada en problemas mayúsculos a partir de algunas decisiones que deberían haber sido más meditadas. Siendo reduccionistas, más o menos así es el camino que recorre Molly Bloom. Hija de un prestigioso psicoanalista, esquiadora profesional y a punto de entrar a estudiar derecho, Molly sufre un terrible accidente durante las pruebas clasificatorias para los Juegos Olímpicos de invierno, en una de las disciplinas más peligrosas de slalom en velocidad. Ese accidente cambia su vida y es el punto de partida de esta historia elegida por el exitoso guionista Aaron Sorkin para comenzar su carrera como director. La decisión resulta lógica: Apuesta maestra es una película de guion, una de esas en las que los personajes hablan rápido y mucho. En primer lugar como vehículo expresivo de personajes ingeniosos (avatares del ingenio del guionista), pero también porque hay muchas cosas que, a falta de un recurso narrativo menos literal, necesitan ser explicadas de forma clara y directa. ¿Es decir que muchas veces los personajes que parecen mantener un diálogo en realidad están explicando algo que sería imposible que el espectador entendiera a partir de la simple acción? Algo así. Hay todo un subgénero de películas de este tipo y Sorkin se especializa en ellas. Basta mencionar sus antecedentes para saber de qué tipo de película es Apuesta maestra. Sorkin fue el guionista de West Wing, serie que marcó su época justamente por la agudeza de sus guiones; ganó un Oscar por Red social (David Fincher, 2010) y fue nominado por El juego de la fortuna (Bennett Miller, 2012). Que su trabajo como guionista haya recibido una nueva nominación por esta película habla de la habilidad con que el hombre maneja los hilos de su oficio. Pero no todo es explicación en Apuesta maestra. Sorkin consigue generar intriga para contar la historia de Molly, que a partir del accidente y como una inconsciente forma de oponerse a los designios de un padre exigente y controlador, decide mudarse a Los Angeles para trabajar de camarera en un bar de moda. Ahí conoce a un buscavidas “hi class” que nunca se sabe bien cómo gana el dinero, pero que la convence para que trabaje como su secretaria privada. A través de él comienza a organizar juegos de póquer que son clandestinos pero sin llegar a ser ilegales, a los que su nuevo jefe convoca a estrellas de cine, empresarios, deportistas y músicos famosos. Una forma de ganar mucha plata simplemente dejando que sean los demás quienes la pierdan. Pero su jefe es lo que en castellano rioplatense se denomina un sorete y Molly termina quedándose con su agenda de contactos para organizar sus propios juegos. Por supuesto, terminará involucrada con gente que hubiera sido mejor no conocer, dando pie a una segunda trama policíaco-legal que abona a otro popular subgénero: las películas de juicios. Sorkin se las arregla para que Molly y muchos de los personajes con los que se cruza resulten atractivos a partir de sus lenguas filosas, capaces de responder en velocidad como si todos fueran dueños del ingenio de un gran guionista. Lo cual es cierto. Apuesta maestra se mueve rápido y no da respiro, pero Sorkin también tiene la inteligencia de parar la pelota en momentos clave y contrabandear escenas de gran carga emotiva. Como la charla que Molly tiene con su padre (Kevin Costner siempre cumple), que por sí sola consigue sumarle a los personajes, en este caso padre e hija, otro nivel de lectura, una nueva dimensión que los aparta de la literalidad y los vuelve más profundos. Humanos.
Luchas que no acaban con la vida La película pasó por la última edición del Festival de Mar del Plata como una de esas a las que había que ver y de la que se hablaba en todas las conversaciones. Y es cierto que por su tema y su exitoso estreno en Cannes, 120 pulsaciones por minuto, del francés Robin Campillo, resulta una de esas obras que generan charlas y debate. Sin embargo, en Mar del Plata no eran esos los únicos motivos que hicieron que la película provocara tanto ruido a su alrededor, sino que a ellos hay que sumarle otro, que si bien puede tener un componente chauvinista, no es menos importante en cuanto a lo estrictamente cinematográfico. Es que la película está protagonizada por Nahuel Pérez Biscayart (ver entrevista), joven actor argentino que se destacó en el cine local en películas como Tatuado (Eduardo Raspo, 2005), La sangre brota (Pablo Fendrick, 2008) o Lulú (Luis Ortega, 2014), quien desde hace unos años también acumula blasones en el cine europeo, en especial en el prestigioso cine francés. Y, por cierto, la película tiene uno de sus puntales más firmes en su trabajo interpretando a Sean Dalmazo, un activista por los derechos de los infectados con el VIH durante los primeros años de la década del 90, época en que todas las batallas aún estaban por librarse. Justamente los dos primeros tercios de la película dan cuenta de ese estado de situación, tomándole el pulso a la forma en que tramitaban su miedo y su furia los jóvenes que padecían esta enfermedad, por entonces mucho más estigmatizada y letal de lo que aún lo es. La historia se centra en los miembros de la agrupación Act Up, integrada por chicos y chicas homosexuales, algunos de ellos infectados y otros no, que se encargaban de realizar acciones radicales, agresivas pero no violentas, para visibilizar su problema. Un Estado que aún no conseguía entender bien la enfermedad para comunicar correctamente las formas de prevenirla y los laboratorios farmacéuticos que retaceaban la información sobre el progreso de nuevos tratamientos representan los principales blancos de las campañas del grupo. Un detalle inicial da cuenta del fuerte componente identitario que los reúne. “Todo aquel que quiera ser parte de Act Up debe aceptar aparecer como VIH positivo ante los medios, aunque no lo sea”, le explica un miembro antiguo a un grupo de novatos, detalle que marca el compromiso con que asumen su propia causa. La intensidad de la juventud potenciada por una prematura consciencia de la muerte. Todos esos elementos se combinan para hacer que en este segmento la película tome prestado algo del carácter militante y vivaz de sus criaturas. Pero si estos primeros dos tercios se desarrollan de forma expansiva en el epicentro de la ebullición activista, en su último tramo el film se oscurece y es ahí donde Sean, el personaje, y Pérez Biscayart, el actor, cargan con el peso dramático del relato. 120 Pulsaciones por minuto se vuelve elegíaca para retratar su agonía, pero sin permitirse caer en el extremo de la gravedad. Una escena exquisita sirve de ejemplo. Sean está internado, cada vez más afectado por el mal. Apenas tiene fuerzas para sentarse. Su pareja lo vista en el hospital y al verlo así, dolorido y débil, lo besa sosteniendo todo su cuerpo con una mano mientras con la otra lo masturba. Construida a contraluz y combinando un plano general con planos detalle que dan cuenta del amor que ahí desborda, la escena resulta una especie de Pietá herética de una belleza obscena. En ella no hay ninguna virgen, pero sí el cuerpo llagado de un mártir atravesado por los estigmas que la muerte va trazando en él a su paso. Es ahí donde quizá se hubieran detenido Hollywood y su modelo Love Story. Por fortuna, Campillo se permite atravesar ese límite y la escena concluye con sus protagonistas riendo de su propia travesura. Enseguida comienza a cerrar la historia con la potencia que ameritan su tema y, sobre todo, su protagonista: a puro baile y arruinándole la fiesta a algunos poderosos. Porque algunas luchas no se acaban donde termina la vida.
Lugares comunes bien aprovechados Cuarto capítulo de esta popular saga de terror que ya desde el anterior dejó de contar con el exitoso director James Wan al mando, La noche del Demonio: La última llave vuelve a sorprender por su capacidad para contrabandear subtextos interesantes en medio de una pléyade de lugares comunes. Algo que ya debería considerarse como la marca de agua que identifica a la serie. Aunque cuatro partes podrían sonar a demasiado (y más si se atiende a que el final la deja picando para meter el quinto), lo cierto es que el guionista Leigh Whannell se las arregla para surfear con ingenio sobre las convenciones del género. Además es uno de los actores fijos del elenco y en 2015 también se hizo cargo de dirigir La noche del Demonio 3. Como Wan, Whannell es australiano y compartió con él la escuela de arte en Melbourne, además de ser el creador y guionista de las tres primeras películas de otra saga exitosa, El juego del miedo. Como se ve, el tipo tiene el pedigree a favor. Esta vez la poderosa parapsíquica Elise debe resolver un caso que la lleva de regreso a la casa donde creció y descubrió su don para contactarse con los muertos y otras entidades del más allá. Pero el asunto se complica porque conlleva el riesgo de enfrentar sus miedos y traumas infantiles. Clásico relato de casa embrujada construido a puros golpes de efecto, tanto visuales como sonoros, más oportunas capas de maquillaje y látex, La noche del Demonio: La última llave es además una historia de aprendizaje y redención en la que los lazos familiares pueden convertirse en una red de contención para enfrentar incluso a los seres más abominables del inframundo. Con interesantes pinceladas de humor que cumplen la función de descomprimir las continuas tensiones que la película acumula, La última llave logra hacer verosímil la superposición que se produce entre las monstruosidades domésticas a las que estuvo expuesta la pequeña Elise durante su infancia y adolescencia, con las diabólicas presencias que vuelven a acosarla en aquella tétrica casa familiar. Y también el modo reparador en que el pasado regresa para curar las heridas que han quedado abiertas en algún lugar del inconsciente, territorio en el que la protagonista se suele mover para enfrentar a los fantasmas que esta vez son los suyos. Aun cuando maneja de forma convencional los recursos básicos del género, lo anteriormente mencionado le permite a La última llave trascender el pelotón de películas de terror fabricadas en serie que suelen desfilar cada jueves por la cartelera local. Aún así dichos convencionalismos, por obvios, no pueden dejar de mencionarse. Entre ellos hay uno que llama la atención: la presencia del actor español Javier Botet, especialista en interpretar monstruos en películas del palo. Tantos son los que ha personificado, de la saga Rec a la reciente IT, la película–evento de 2017, y de El Conjuro 2 a Alien: Covenant, que él mismo ya puede ser considerado un lugar común del cine de terror.