Un dandy que tiene licencia para matar. Es cierto que lo mejor de Kingsman, El Servicio Secreto, de Matthew Vaughn (2014), venía por el lado de recuperar el carácter más festivo y absurdo que caracterizaba a las viejas películas de James Bond, ese que hasta las propias aventuras del Agente 007 protagonizadas por Daniel Craig resignaron en pos de aggiornarse al realismo hiperkinético del género post 11/9; es decir, post Jason Bourne. Y también es cierto que esa opción está jugada aún más a fondo en el segundo episodio de lo que ya es una saga, Kingsman, El Círculo Dorado, también dirigida y coescrita por Vaughn. Pero aún así no es lo mismo: algo falla dentro de la lógica del universo que propone esta secuela, haciendo que buena parte de la gracia se diluya. El resultado es, entonces, un escenario paradójico en el que apostando a potenciar lo mejor que había mostrado la original no se consigue hacer una película mejor. Si en El Servicio Secreto un chico callejero, representante de la clase baja londinense, acababa convertido en miembro de una selecta agencia secreta de inteligencia al servicio de la corona, el inicio de Kingsman, El Círculo Dorado lo muestra ya afianzado en su rol de dandy con licencia para matar. De novio con la princesa sueca de la que se había ganado los favores en el final de la película anterior, el afianzamiento en su rol de agente secreto también representa un giro conservador en su propia vida. Y puede decirse que eso es también lo que le pasa a la película, que tratando de redoblar su apuesta apenas consigue unos cuantos momentos memorables apareciendo acá y allá, dentro de una narración que tiene mucho de fórmula. Si bien el rol del villano vuelve a estar signado por la desmesura propia de los enemigos clásicos de Bond –en este caso la jefa de un cártel que aspira al monopolio del narcotráfico, interpretada de forma encantadora y feroz por Julianne Moore–, se extraña el carisma con que Samuel L. Jackson compuso a su propio psicópata en el episodio previo. Para peor se intenta recuperar esa idea mágica y fundacional que representa la existencia de una organización disparatada como Kingsman (agencia secreta que es el non plus ultra de la circunspecta y flemática elegancia británica, a tal punto que se oculta tras la fachada de una tradicional sastrería), trasladando el concepto a los Estados Unidos, donde reside una agencia similar, los Statesman, integrada por unos vaqueros sureños que tienen su cuartel general en una destilería de whisky. En la trasposición se pierde buena parte de la gracia, que apenas reaparecerá de forma esporádica, sobre todo cuando haga su entrada un presidente de los Estados Unidos casi tan turro como Donald Trump. Con él vendrán los mejores momentos de Kingsman, El Círculo Dorado, que nunca consigue que se deje extrañar a su predecesora. Ni las escenas de acción, ni las vueltas de tuerca ni el despliegue técnico llegan a estar a la altura de todas las promesas que aquella había cumplido con creces.
Fantasías enfrentadas a la realidad. Quienes recuerden el estreno hace unos meses de la película Capitán Fantástico, dirigida por Matt Ross y protagonizada por Viggo Mortensen, tendrán un buen marco de referencia para abordar la llegada a las carteleras de El castillo de cristal, de Destin Daniel Cretton. Como en aquélla, acá también hay un par de padres que deciden montar su proyecto de familia dándole la espalda a la sociedad de consumo, creyendo que de ese modo obtienen para ellos y para sus hijos un marco de mayor libertad. Aunque a diferencia del padre que interpretaba Mortensen, cuyas motivaciones tenían que ver sobre todo con cierta idealización de una utopía anarquista en tiempo presente, lo que mueve a la pareja que componen Woody Harrelson y Naomi Watts es, por un lado, el espíritu de su época –la de los últimos años 60, hippismo incluido–, que se presta como paisaje ideal para su aventura familiar, y por el otro cierto carácter marginal, de clase, que los convierte en una suerte de descastados raramente ilustrados. Bajo el cuidado de estos padres hay cuatro hermanitos, que tal como ocurría con los seis niños de Capitán Fantástico, también son pelirrojos. Basada en el libro autobiográfico de Jannette Walls, una de las niñas de la familia, la película tiene en su centro el vínculo de ella con su padre, tomando como base dos momentos específicos que deben ser vistos como pasado y presente dentro de la ficción. Por un lado el de la niñez y por el otro el de la primera etapa de la vida adulta de Jannette, a finales de los ‘80. Cada una de estas etapas, que en el relato se trenzan hasta generar un diálogo en el cual el presente por lo general asume un rol de respuesta sobre los hechos del pasado, están signadas por dos recorridos opuestos. Recorridos que, más allá de las particularidades de esta familia, no son muy distintos de los que se producen en la mayoría de los vínculos entre padres e hijos. A la primera etapa le corresponde el idilio de la infancia, en la que la pequeña Jannette y sus hermanos están enamorados de sus padres y sobre todo de Rex, el patter familia interpretado con la calidad acostumbrada por ese actor versátil que es Harrelson. Claro que ese romance se irá rompiendo a medida que los chicos crezcan y comiencen a ver las enormes fisuras del falso sueño que les proponen sus padres, y las miserias que ellos cargan como cualquier otro ser humano. La segunda etapa viaja en sentido inverso, con una Jannette periodista y a punto de casarse con un yuppie, que aborrece a sus padres. No tanto porque representan una mirada opuesta de la realidad que ella ha elegido, sino porque en ellos sigue viendo a su propia fantasía infantil hecha pedazos. Podría decirse que de alguna manera El castillo de cristal es una película romántica, en la que los enamorados son ese padre y esa hija que, como en el poema de Oliverio Girondo, “se miran, se presienten, se desean”, van y vienen del amor al odio, dándole forma a un curioso subgénero al que se podría definir como de romances edípicos.
¿Tiene alma un replicante?. Los fans del film de Ridley Scott temían por lo que podría resultar una continuación, pero Denis Villeneuve consigue una trama sólida, en la que vuelve a aparecer la cuestión de la autoconciencia de los androides y tiene especial peso el tema religioso. Cuando se estrenó en 1982 se esperaba que Blade Runner, dirigida por Ridley Scott, fuera un éxito. Con todo a favor el éxito no llegó, pero pronto se convirtió en una película de culto, clásico más o menos maldito que no falta en casi ninguna lista de lo mejor del género. El anuncio de una secuela causó impacto porque era fácil que la apuesta saliera mal, que es lo que todos temen cuando a Hollywood se le da por manosear sus reliquias. Pero si llegaba a salir bien... Los fanáticos se frotaban las manos y le rezaban a Philip K. Dick, divinidad fundamental de la ciencia ficción y autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, relato en el que se basa el film original. Con el estreno de Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve, la incógnita llegó a su fin. Ambientada 30 años en el futuro, Blade Runner 2049 regresa a un mundo en el que la humanidad se expandió más allá de los límites del planeta usando como mano de obra esclava a unos androides, los replicantes, más fuertes e inteligentes que los hombres. Estos replicantes son casi humanos (o más que humanos, como los definen sus creadores), pero cuando exigen ser tratados con iguales derechos comienzan a ser eliminados, como si ese reclamo fuera una falla de fábrica. Los encargados de eliminarlos (y eliminar significa ejecutar) son los blade runners, labor a cargo de humanos en el film de Scott, pero que ahora es llevada a cabo por una nueva generación de replicantes más dóciles. Esta diferencia se traduce en un cambio de punto de vista, ya que el rol protagónico esta vez lo ocupa un replicante, el agente K (Ryan Gosling), en lugar del humano agente Rick Deckard (Harrison Ford). El choque entre los viejos modelos de replicantes rebeldes y los nuevos, serviles a las necesidades del sistema pero igual de discriminados por los seres humanos, también queda planteado desde el inicio. Pero esta vez la discusión acerca de lo humano y el carácter de persona consciente se expande un poco más allá del soporte físico (los androides), para llegar incluso a programas cuya manifestación es apenas una proyección hologramática. No bastan la razón ni la capacidad de hacer uso de ella, ni la autoconsciencia para establecer qué es lo humano, sino que pareciera ser una condición religiosa, el alma, la que lo define. Ya en la primera secuencia un viejo replicante le echa en cara al modelo nuevo que no le importa matar a los de su propia especie porque “no ha visto un milagro”. La recurrencia de palabras como milagro o alma no son casuales: Blade Runner 2049 es una fábula religiosa que tiene mucho del mito cristiano, recurso al que el cine estadounidense suele acudir con asiduidad. No es extraño que esto ocurra dentro del universo de Blade Runner si se tiene en cuenta que esa cuestión religiosa es esencial en la obra de Dick. Del mismo modo debe decirse que cuestiones análogas de la ética y la moral en torno del asunto del creador y sus criaturas también han sido abordadas por Scott –quien se desempeña como productor de esta secuela– en su último trabajo como director, Alien: Covenant, estrenado hace algunos meses. Una curiosidad: en aquel futuro del 2019 visto desde los años 80, Deckard aparecía en muchas escenas leyendo diarios de papel. Hoy ese detalle tanto puede interpretarse como un anacronismo avant la lettre o como una muestra de amor por lo analógico en un mundo en el que lo digital comenzaba a percibirse como siguiente paso evolutivo. Por eso tampoco resulta extraño que Blade Runner 2049 consigne como tragedia a un apagón que en el pasado borró los archivos digitales, haciendo que toda una época se vuelva un agujero negro en la historia. Como Scott, Villeneuve también rompe algunas lanzas por este mundo analógico que ahora sí afronta su extinción. En cuanto a lo narrativo, el canadiense hace avanzar la historia con paso firme, pero sin poder evitar ser previsible. Al menos tanto como las analogías religiosas lo permiten. Incluso en las vueltas de tuerca es posible ir ganándole siempre unos pasos al relato y si bien eso no lo vuelve aburrido es cierto que lo aplana un poco. La música de esta nueva versión vuelve a resultar tan monumental como en algún punto invasiva, como lo era la compuesta por Vangelis para la original. Más allá del exceso, Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer logran readaptar la intención de aquella, componiendo una partitura que se parece a lo que hubiera hecho Trent Reznor con Nine Inch Nails si le hubieran encargado reinterpretar el trabajo del mítico músico griego.
Muñequitos que reparan los vínculos El film juega con los límites de lo posible dentro del universo del cine infantil, esta vez centrado en la relación entre un hijo y sus padres.. Desde su llegada hace menos de un lustro, la franquicia de LEGO, el juego de piezas de encastre que paso con éxito de las jugueterías al cine y la televisión, parece decidida a construir sus universos en contra de la lógica de las películas para chicos. E incluso, a grandes rasgos, de la narrativa cinematográfica en general. Si el cine, sobre todo el de factura industrial, se dedica a contar historias de personajes que se destacan entre el promedio, el debut en pantalla grande de estos muñequitos de movimientos limitados (La gran aventura LEGO, 2014) estaba protagonizado por un tipo común, un obrero al que era imposible identificar dentro de la masa urbana donde todos tienen la misma cara. Detalle que en un mundo como el de LEGO, en donde todos los muñequitos en efecto tienen la misma cara, cobraba una gracia adicional. Por su lado LEGO Batman (2017) ponía en primer plano algo que se sabe desde siempre, pero que el mundo de la historieta y sus productos derivados no siempre se encargan de destacar como corresponde: que lo más importante en las historias de superhéroes son los villanos, porque mientras más atractivos y poderosos sean estos, más se justifica el lugar, el valor y el poder de los héroes. Con el estreno de LEGO Ninjago la factoría LEGO le apunta entre los ojos al gran coloso del cine infantil, la poderosa Disney. Si en la tradición fantástica surgida de la imaginación de Walt Disney los protagonistas arrastran traumas infantiles irreparables que los moldean tanto emotiva como éticamente (alcanza con recordar la orfandad total o parcial de casi todos sus personajes; algunas, como las de Bambi o Simba, ocurridas en circunstancias dignas de la más cruel tragedia griega), en Ninjago el núcleo duro del relato se encuentra ocupado por la red de vínculos que se tejen dentro de una familia entre un hijo y sus padres. Por supuesto que no se trata de la historia de una familia feliz –no al menos inicialmente–, pero sí de una en donde existen instancias de solución para estos conflictos emotivos que, sin llegar a aquellos niveles de tragedia, también son válidos como plataformas de aprendizaje ético para todos sus miembros. Gármadon es un personaje siniestro con cuatro brazos y aspecto de demonio japonés, cuya razón de ser es la conquista y sometimiento de la ciudad de Ninjago. Objetivo que siempre es desbaratado por un grupo de cinco ninjas adolescentes que, bajo el liderazgo del valeroso Ninja Verde, siempre se encargan de salvar la ciudad y restituir el orden. Pero ocurre que tras la máscara del Ninja Verde se oculta Lloyd, el joven hijo de Gármadon, a quien todos los habitantes de Ninjago desprecian a causa de los actos de su padre. Si bien por sus fisonomías Gármadon y Lloyd recuerdan mucho a Darth Vader y Luke Skywalker, clásica pareja trágica de padre e hijo, también es cierto que aquí el nudo dramático no pasa por el desconocimiento de ese vínculo. Por el contrario, ambos mantienen ese tipo de relación distante que suele marcar a los hijos de padres separados. Acá el drama inicial pasa por el modo encubierto con que Lloyd combate a Gármadon, tal vez esperando ganarse con ello el reconocimiento de un progenitor ausente e indiferente. A caballo de ese humor con vocación de absurdo que ya es marca registrada de la franquicia, Ninjago vuelve a ofrecer la posibilidad de un goce que juega con los límites de lo posible dentro del universo del cine infantil. E incluso con los límites del cine, en tanto recurre a herramientas que son propias del lenguaje audiovisual 2.0, adueñándose de códigos propios de la comunicación en redes sociales, como gifs, memes o contenidos virales. No es posible ahondar en esto sin revelar gracias que no deben ser puestas al descubierto, pero basta decir que el director y guionistas de Ninjago supieron releer y aprovechar con ingenio esta influencia. Pero el gran acierto de la película sigue siendo el modo en que reinterpreta la forma de presentar aquellos vínculos que Disney necesitaba truncar hasta lo irreparable para construir a sus héroes. Por el contrario, los actos de reparación son el motor de Ninjago, en tanto estos les permiten a sus personajes alcanzar la plenitud. Y en el mismo movimiento generan un espacio de empatía para una gran cantidad de espectadores para quiénes la orfandad quizá resulte una crueldad distante, pero que pueden identificarse con este modelo de familia disfuncional y ensamblada, pero no necesariamente infeliz.
La vida acuática en el litoral santafesino. Si existiera una categoría como el documental épico, Crol, de Verónica Schneck, sería un buen exponente. Tomando la maratón acuática Río Coronda como cinta transportadora, el film opera como una introducción en una mitología popular propia del litoral santafecino, pero por completo extraña para quienes son ajenos a la cultura de la región. Se trata de un relato de la vida acuática, elemento vital para las comunidades de ciudades como Santa Fe, Paraná o Coronda, que como cualquier otro relato épico tiene sus héroes, sus titanes y sus dioses. Pero es difícil sumergirse en ese pasado fabuloso si no se comienza por comprobar el producto de sus hazañas y eso es lo que hace Crol al empezar su historia en tiempo presente, suponiendo con razón que mostrar la obra terminada es la mejor forma de hablar de sus hacedores. Esa obra es la mencionada maratón, un evento deportivo internacional de primer nivel dentro del calendario de competencias en aguas abiertas, que se realiza casi sin interrupciones desde 1961 y que fue creada a partir de los buenos “resultados que en otros países obtenían los nadadores argentinos”. Así dice en la página oficial de la maratón del Río Coronda que une Santa Fe y Coronda, cubriendo una distancia de 63 km. Realizada esta introducción, Crol intercala ese presente con el relato de quienes son los precursores. Así se cuentan las historias de Pedro Candioti, el profesor, quien en los años 40 realizó toda clase de pruebas de permanencia, obteniendo un record de 100 horas 100 minutos nadando en el río sin parar. O ya en primera persona las de Ramón Báez, nadador amateur uruguayo, quien le ganó al propio Johnny Weissmüller, campeón olímpico y Tarzán, aunque con nobleza hoy recuerde aquello como la impertinencia de un joven mortal desafiando a una divinidad en el ocaso. O la de Teresa Plans, la Sirena, que en los ‘50 unió las ciudades de Santa Fe y Coronda a brazada limpia y en medio de un temporal del que ni los barcos se salvaron. O la de Antonio Abertondo, que consiguió la hazaña nadar por primera vez desde Rosario hasta Buenos Aires. Cuentan que en las dársenas porteñas lo recibieron cientos de personas y que al salir del agua no dudó en dedicarle su triunfo al General Perón frente a los periodistas. Era 1956 y según dicen, la policía se lo llevó del puerto directo al calabozo por nombrar lo innombrable. En Crol la natación es abordada en su faceta menos masiva, menos marketinera, aunque decididamente más popular. Pero también como una herramienta para sobrevivir en manos de los pobladores de las comunidades más humildes de las ciudades litoraleñas. O como un camino de superación personal y búsqueda de una gloria que quizás no sea posible comprender desde la burbuja de la realidad de una ciudad indiferente como Buenos Aires. Combinando un registro por momentos excesivamente formal con otros de gran belleza fotográfica, Crol es sobre todo un retrato emotivo de esos dioses de pueblo.
En la lucha, que es cruel y es mucha. La directora de Por tu culpa vuelve a mostrar el mundo hostil al que se enfrenta una mujer, pero desde un costado amoroso. Como en buena parte de su filmografía, la directora Anahí Berneri muestra en Alanis, su nueva película, un mundo que sigue siendo hostil ante ciertas realidades y necesidades femeninas. Y lo hace de un modo sumamente amoroso, mostrando una constante preocupación por el destino de su personaje principal, sin permitirse jamás dejarla librada a las inclemencias del guion. Y sin necesidad de caer en trucos emotivos ni en subrayados formales planteados desde la propia escritura, y sin recurrir a la música para acentuar los giros más dramáticos o los momentos de tensión que van articulando el desarrollo de un relato que no ahorra en ellos. En esta ocasión el vehículo elegido para llevar adelante el relato son los hechos ocurridos durante unos pocos días en la vida de Alanis, una prostituta interpretada por Sofía Gala Castiglione. Alanis vive con su hijo de un año y medio y una compañera de trabajo en un departamento que tanto hace las veces de vivienda como de privado en el que recibir a sus clientes. Un día la policía irrumpe en la casa haciéndose pasar por clientes y la sumatoria de los hechos que a partir de ahí se desencadena hace que ella y su hijito terminen en la calle, en una situación aún más precaria. Berneri se vale con inteligencia de los escenarios elegidos, sacándole provecho tanto a los espacios reducidos como a los abiertos, sin permitir en ningún momento que el realismo pringoso le imponga condiciones a la voluntad fotográfica de encontrar el modo más certero y bello de mostrar ese universo en el que el relato se sumerge. En ese sentido la directora, en colaboración con el fotógrafo Luis Sens, consigue que muchos de los cuadros de la película tengan una composición casi pictórica que parece adherir a una estética renacentista, en la que la abundancia de la carne y el trabajo con la luz ocupan un lugar preponderante. Como ocurría en Por tu culpa (2010), una de sus películas anteriores, acá también Berneri acompaña a su protagonista en una suerte de espiral descendente en la que la realidad se parece más al infierno que a la vida. O lo que es aún más angustiante: a lo que la vida representa para aquellas personas a las que el sistema social va empujando fuera de sus márgenes. Y Castiglione no le esconde el cuerpo al desafío, no sólo desde lo dramático sino también desde lo literal, aspectos que en esta película se encuentran ligados de manera íntima. Su trabajo es el soporte físico de lo que la directora pone en escena y es a través de ella que la película va en busca del incierto destino de ese descenso. También es a partir de su figura que Berneri se permite un breve pero interesante juego intertextual, en el que la voz en off de Moria Casán, madre de Castiglione, se filtra en la película proveniente de un televisor encendido, para rozar desde otro ángulo el tema de la prostitución. Se trata apenas de un juego que no deja de ser por un lado oportuno, en tanto dialoga con la escena de la cual participa, pero que también le permitirá a quienes estén atentos un fugaz momento de distención. Otro aspecto que merece destacarse es el estupendo trabajo realizado con y por el pequeño Dante Della Paolera, el hijo de Castiglione, que es quien ocupa el rol del hijo de la protagonista. Es difícil afirmar que un nene de un año y medio interpreta un rol, sino que más bien es guiado por la directora y por quienes interactúan con él. Sin embargo el resultado que se ve en pantalla es muchas veces asombroso, consiguiendo quizás por azar, ubicuidad o disciplina, que el pequeño Dante participe activamente del sentido general de las escenas de las cuales forma parte. Un mérito para nada menor teniendo en cuenta la importancia de su personaje dentro del relato. La visión del mundo que Alanis propone está teñida por cierto desencanto, por una tristeza que surge de observar un determinado estado de cosas que en la realidad parece de improbable solución. Pero no es menos cierto que Berneri también se permite cerrar su relato de una manera que es, a su modo, luminosa, aún lejos de los avatares de lo legal, con la certeza de que lo sórdido y lo turbio continuarán ahí, acechando cotidianamente a su protagonista. Alanis sostiene su esperanza en la posibilidad de que hay una familia esperando a cada quien en alguna parte, una familia que podrá ser informal, ensamblada y hasta fragmentaria, pero también real.
Todo al servicio de un superagente. Típico producto serial made in Hollywood, Asesino: Misión venganza no es otra cosa que el último exponente del subgénero de superagentes secretos surgido y consolidado tras el éxito arrollador de la saga que comenzó con Identidad desconocida (Bourne Identity, 2002), que convirtió a Jason Bourne en el personaje más emblemático y que mejor supo leer desde la ficción la paranoia geopolítica del mundo post 11/9. Aunque por supuesto este nuevo avatar no tiene ni su profundidad ni su precisión narrativa, ni consigue constituirse como lectura inteligente de esa realidad de la que es deudora y a la que busca representar a través de los usos y costumbres de la tradición más reciente del thriller político, aquel que tiene su territorio delimitado en la encrucijada de la intriga internacional y el cine de superacción. La principal diferencia, fundamental, entre Asesino: Misión venganza y su inocultable referencia, es que aquí en realidad el escenario dentro del cual la acción tiene lugar no importa demasiado. El único objetivo de la película es desarrollar el personaje de Mitch Rapp, el protagonista, para convertirlo en marca. Acá no hay una intriga real ni un fondo que sostenga el relato, sino la intención manifiesta de poner la acción al servicio del personaje. Es decir que este no funciona como un engranaje dentro del sistema narrativo, sino que se ubica en su centro mismo y todo el resto solo tiene lugar porque es funcional para justificar su existencia. La de un chico que se vuelve cazador autodidacta y cuentapropista de células terroristas para vengar el asesinato de su novia, ocurrido durante una masacre perpetrada por yihadistas en una playa paradisíaca ubicada en la galaxia All Inclusive del universo ABC1. Pero antes de conseguirlo será reclutado por la CIA para sumarse a un escuadrón antiterrorista de elite liderado por Michael Keaton, quien haciendo lo suyo con los ojos cerrados consigue ser lo mejor de la película. Es decir, como siempre. Otra diferencia importante es que la lectura de la realidad que la película realiza es por completo unidimensional. Si en la saga Bourne la complejidad del entramado hace casi imposible saber dónde se encuentra el límite entre el bien y el mal o de cuál de estos hemisferios se ubican los personajes, haciendo que todos ellos sean marionetas dentro de una gran conspiración mundial, Asesino: Misión venganza reduce todo a la división binaria de buenos y malos. De ahí a justificar cualquier cosa, tanto desde lo ético como desde lo estético, hay un solo paso. Si la película dirigida por Michael Cuesta consigue articular un mérito es el de cumplir con la promesa de escenas de acción digna (aunque rutinariamente) coreografiadas. Y de no apartarse nunca de su objetivo de crear un héroe éticamente cuestionable, aunque sin el carisma de otros de su misma estirpe. Acá no hay ni un Clint Eastwood ni un Charles Bronson ni una historia con una mínima complejidad que lo apuntale. Cine reaccionario del montón.
El guardaespaldas que dio el mal paso. Hay cierto vínculo entre Ryan Reynolds, que conoció alzas y bajas en su carrera como actor, y el personaje que encarna en este film de orgullosa clase B: en tono de comedia, su custodio caído en desgracia se redimirá al cruzarse con Samuel L. Jackson. Como ocurre en una práctica como el surf, en el cine, y sobre todo en el cine pensado desde el punto de vista de los negocios, es muy importante prestar atención a las olas. Saber mirar, aprender a distinguir cuáles son aquellas a las que es mejor dejar pasar, hasta identificar la ola perfecta, esa sobre la cual hay que montarse para potenciar la experiencia, para llegar más lejos y exhibir lo mejor. Como un surfista avezado, Ryan Reynolds ha sabido reconocer que su protagónico en Deadpool –una de las adaptaciones más exitosas de un comic de Marvel al cine, no sólo desde el punto de vista artístico sino, sobre todo, si se atiende a lo que ha generado en la relación costo/beneficio–, es una de esas olas que marcarán un antes y un después en su carrera como actor. Y lejos de dejarla pasar, parece estar decidido a surfearla de costa a costa. La película Duro de cuidar pone en evidencia esa voluntad de aprovechar el juego que aquella otra película le dejó servido. Se trata de una producción de abierta clase B, rasgo que la emparenta no solo con Deadpool, que también es una producción de segunda dentro del universo de los superhéroes, sino incluso con la carrera del propio Reynolds. Michael Bryce, su personaje, es casi una celebridad en el mundo de los guardaespaldas, alguien que de tan bueno parece hacer su trabajo de taquito. Pero justamente por el resquicio de esa confianza algo sobradora se cuela lo peor: le matan a un cliente importante justo frente a su cara, en el segundo exacto en que lo deposita sano y salvo en su destino. De la cresta de la ola al fondo del mar de un solo balazo. A partir de ahí Bryce se convierte en un superviviente del oficio: ya no más outfit de lujo ni autos supersport; ahora sobrevive cuidando lo que sea, con la misma seguridad pero por mucha menos plata. Hasta que, a partir de un complot dentro de las fuerzas de seguridad, debe hacerse cargo de trasladar extraoficialmente a un sicario, para que declare en contra de un sanguinario dictador de Europa del este ante el tribunal de La Haya. Como se ha dicho, puede pensarse que de algún modo la curva dramática del personaje que interpreta en Duro de cuidar también representa la de la carrera del propio Reynolds, quien pasó de estrella en ciernes a desterrado (porque no siempre fue un “surfista avezado” y se dio algunos porrazos sonoros, como Linterna Verde) y de ahí, Deadpool mediante, a renacido como potencial comediante. Porque está claro que Duro de Cuidar es una comedia, con mucha acción, claro, pero sin lugar a dudas una comedia. Una en la que la farsa y el absurdo juegan un papel fundamental, detalle distintivo que la película toma “prestado” de la fórmula que ya probó dar buenos resultados justamente en Deadpool. Duro de cuidar es además una buddy movie en la que se distinguen con facilidad todas las características del género. El personaje de Reynolds y el que interpreta Samuel L. Jackson (un asesino a sueldo de efectividad prodigiosa, pero con un corazón noble y las mejores intenciones, si es que esto pudiera existir en un tipo dedicado al negocio de matar) le sacan chispas a sus diferencias para ir construyendo juntos el camino que los terminará convirtiendo en (casi) amigos. A partir de diálogos veloces y filosos que ambos actores interpretan con pericia, y escenas de acción compuestas a reglamento pero con ingenio para potenciar el lenguaje del humor físico, Duro de cuidar consigue sostener a flote su propuesta. Es cierto que quizá eso no alcance para convertirla en una película memorable, pero sí lo suficientemente profesional como para que quien elija verla no solo no salga del cine decepcionado, sino bastante satisfecho.
La típica favorita de los Oscar. Que Un hombre llamado Ove haya sido nominada al Oscar al Mejor Film en Lengua Extranjera en representación del cine sueco, no solo no es ninguna sorpresa sino que activa la alarma de una serie de prejuicios que luego la película misma se encarga de confirmar, a partir de sus particularidades. Su relato contiene todos los elementos necesarios para que un film extranjero se convierta en una de las favoritas de la Academia. Cualquiera que esté atento a las nominaciones a los famosos premios habrá notado la predilección de sus electores por seleccionar por un lado películas de alto octanaje político y por otro a aquellas que apuntan directo al corazón. En ambos casos siempre atravesadas por un notorio color local. Un hombre... pertenece a este segundo grupo. Ove es un viejo gruñón y molesto para quien el resto de la humanidad está compuesto por imbéciles. Sus vecinos, los empleados municipales, la chica que lo atiende en el supermercado, los adultos, los jóvenes, los niños, las mujeres y los hombres. Su nivel de intolerancia por el otro casi lo convierte en un argentino más, sin embargo Ove es ciudadano de la civilizada Suecia. Pero su mal carácter tiene una razón de ser sobre la que la película irá dando cada vez más información a medida que el relato avanza. En principio esa razón parece ser la soledad a la que la viudez ha empujado al protagonista. Descreído de que la vida pueda mejorar sin el amor de su vida, Ove intenta cumplir con la promesa de encontrarse con ella en el más allá. Sus siempre fallidos intentos de suicidio le permiten a la película entrar en el terreno del flashback, para recorrer la historia de Ove y empezar a tratar de entender su amargo presente. Como ocurría con los cartoonescos intentos de suicidio de Jerry Lewis en Smorgasbord (1983), estos repetidos ensayos de prueba y error, siempre interrumpidos por la intervención inoportuna de las personas que rodean a Ove a pesar de su indiferencia, también coquetean con la comedia negra, aunque nunca alcanzan el nivel de absurdo desatado que con maestría puso en escena el gran comediante recientemente fallecido. Durante sus dos primeros tercios la película consigue construir un personaje cuyo ridículo nivel de misantropía despierta cierta simpatía. Pero al mismo tiempo va plantando la evidencia que permite anticipar la catástrofe de un final manipulador, en el que las limitaciones del presente son apenas la punta del témpano de la tragedia y donde cada flashback representa un escalón en el descenso hacia el miserabilismo for export que tanto le gusta nominar a los académicos estadounidenses. Como si Hannes Holms, director y guionista, estuviera empecinado en darle a Ove (y a cada espectador) una lección de vida en la que el dolor es siempre el camino por el que el personaje es obligado a transitar.
Una bomba surgida de la Guerra Fría. Ambientada en la Berlín de la caída del Muro, la película logra una precisa reconstrucción visual y sonora de la época, para contar una buena historia de acción y de espías. La figura más cómoda para describir a Atómica, de David Leitch, es la del reloj: así es como funciona cada pieza de esta película de acción, en la que todo parece tan preciso y calculado como el tiempo. Pero aunque se acepte que no hay nada más riguroso que el funcionamiento de uno de esos artilugios mecánicos, hay un punto en el que la metáfora deja de ser oportuna, porque también es cierto que no hay nada tan monótono como una máquina encadenada al tiempo. Y la verdad es que si algo resulta difícil de imaginar es que a alguien se le pudiera ocurrir vincular a Atómica con la monotonía: la define su voluntad de sorprender, doblando de forma progresiva sus propias apuestas estéticas y narrativas. Eso no significa que se deba descartar al reloj como símbolo; por el contrario, lo que hay que hacer es reconvertirlo, volverlo parte de un mecanismo distinto, más apropiado para el caso. Por ejemplo: con solo agregarle algunos cables y unos cuantos cartuchos de dinamita, cualquier reloj se convierte en una bomba y entonces la imagen ya empieza a parecer más pertinente. Sí: Atómica es una bomba de tiempo perfecta. Quizá demasiado perfecta. Ambientada en Berlín durante aquella semana de 1989 en la que el muro que dividía en dos a la capital alemana (y al mundo) cayó bajo el vendaval de la Historia, Atómica es algo así como el último relato de la Guerra Fría. Un microfilm que estaba en poder de un espía británico cae en manos de un agente soviético. El mismo contiene información detallada que podría torcer la balanza política para el lado de quien la posea. El MI6, el servicio secreto del Reino, envía a su mejor hombre para recuperarlo, aunque en este caso el mejor hombre es en realidad una mujer. A tono con la época, Atómica se suma a la lista de producciones de acción recientes en las que la encargada de recorrer el camino del héroe es una chica. La agente Lorraine Broughton (Charlize Theron, una vez más estupenda) logra ser una heroína de acción convincente sin necesidad de masculinización alguna. Broughton, la rubia atómica del título original (Atomic Blonde), es tan letal como Jason Bourne sin dejar de ser femeninamente plástica. Incluso los encuentros sexuales, elemento vital en cualquier film de espías, se permiten apartarse de la lógica binaria, aunque es evidente que la mirada detrás del relato sigue siendo masculina. Atómica es deliciosamente fetichista. Un canto a los años ‘80 luminosamente pop por un lado, pero políticamente oscuros por el otro, dualidad a la que le saca el máximo beneficio. Como toda bomba de tiempo, en Atómica el paso de los minutos no hace más que anunciar la explosión inevitable y Leitch consigue que el mecanismo funcione, haciendo que cada parte se active en función de la ingeniería del relato. Desde las citas cinéfilas insertadas en el momento preciso hasta una banda de sonido eficaz, cada pieza apuntala la intención manifiesta de hacer que, al menos durante 115 minutos, los ‘80 revivan en toda su falsa liviandad. La película pone en evidencia su artificio en su banda sonora. Curada por Tyler Bates, la música reconstruye el imaginario sonoro de la época navegando en la superficie de los hits del synthpop, incluyendo artistas como Depeche Mode, New Order, Information Society o Falco. Esa ligera superficialidad revela el carácter de objeto diseñado para el consumo, que se traduce visualmente en un montaje videoclipero que no se aparta de la zona más segura del negocio de la nostalgia. Atómica mira los ‘80 desde lejos y ya se sabe que desde la ficción de la distancia todo siempre se ve mejor, más lindo. Perfecto.