Una elocuencia sin palabras. En su debut como director, Canevari consigue que las miradas, los silencios, los sonidos del ambiente y algunos detalles aparentemente triviales se conviertan en herramientas que aportan al desarrollo de la historia, marcada por profundas diferencias. Las primeras escenas plantean con nitidez las diferencias entre los universos sociales en los cuales se desarrollará Paula, debut del director argentino Eugenio Canevari. Lo hacen de una manera sutil, usando como vehículos a algunos personajes que si bien pueden pasar desapercibidos, son lo suficientemente importantes como para ser incluidos en los títulos finales: los perros. El del comienzo deambula por un basural, revolviendo todo lo que se cruza, a medida que avanza con ese andar despreocupado que tienen los cuzquitos callejeros. Huele algo por acá, mordisquea un poco más allá, se come algunas porquerías que encuentra y termina durmiendo tirado en el piso, entre la basura, mientras cae la tarde y el plano se va cerrando sobre él. Corte a otro perro, de pelaje negro, limpio y brillante, que parece acostumbrado a caminar de memoria por el borde de la pileta de natación de una casa de campo, sin atender a nada, atado a una rutina que le permite no caer al agua, pero también no pisar los azulejitos con los que uno de los chicos de la familia juega a armar un mosaico en el suelo. En la escena siguiente aparece por primera vez Paula, la protagonista, una adolescente que, como se verá a medida que la película vaya avanzando, está más sola que un perro. Las escenas con las que se cuenta la historia de Paula son muy elocuentes, y lo son a pesar de la escasez de palabras. Canevari parece haber entendido que la elocuencia en un buen narrador no está atada de manera directamente proporcional a la verborragia de sus personajes, sino que hay muchas otras lenguas de las cuales servirse para hacer que el relato avance y, al mismo tiempo, transmitirle al espectador toda la información que necesita. El director consigue que los silencios, los sonidos del ambiente, algunos de los detalles aparentemente triviales en la composición de un plano, las miradas, los gestos y los ademanes (incluso los que son apenas perceptibles), se conviertan en herramientas que aportan al desarrollo de la historia. La de Paula, que trabaja cuidando a los hijos de una joven pareja de terratenientes de provincia, que no parecen conectar con nada, ni entre ellos, ni con sus hijos, ni con la realidad. Paula acaba de descubrir que está embarazada y no sabe a quien recurrir. Parca, cerrada sobre si misma, en el voraz intento de conseguir ayuda de las pocas personas a las que puede recurrir, la protagonista se esfuerza para ir en contra de su dificultad para comunicarse. En la vereda opuesta, sus jóvenes patrones, aparentemente dedicados al negocio sojero, no parecen tan distintos, inmersos en la trivialidad. Ella, hastiada hasta de sus propios hijos, con los que apenas se vincula, delegando en Paula el esfuerzo emocional de la maternidad (y la chica hará lo que puede y no lo hará tan mal); él, evadiendo todo, enfrascado en sus llamadas telefónicas y en la lectura de La Nación. En los tres casos (y en el de todo el elenco), los actores logran que sus personajes irradien, con la economía de recursos a la que los obliga la película, todo aquello que permanece en el mundo de lo no dicho. La suma de esos silencios vuelve aún más siniestro el derrotero sordamente desesperado de Paula por sacarse ese hijo de encima. Paula es una galería de personajes monstruosos, aterradores por la frialdad con que van tejiendo esa red de vínculos truncos en la que nunca hay posibilidad de un verdadero diálogo, porque no existen interlocutores. La película acierta en retratar ese mundo oscuro y lúgubre con una fotografía prístina, cuya amplia paleta de colores naturales acentúa, por oposición, lo mortuorio de ese universo. En el medio de esa tela de araña está Paula, pero no está sola. Con ella, en ese centro de inocencia abandonada, están los hijos de sus patrones, dueños de otro tipo de desesperación (una no menos dolorosa), a quienes tampoco nadie rescata del abandono emocional. Las escenas protagonizadas por Paula y los chicos son las únicas en donde los sentimientos fluyen, a los tumbos, es cierto, pero con la fuerza irrefrenable de quien lucha para no ser devorado por la indiferencia. El mayor de los hijos, un adolescente atado a un silencio en el que se intuyen la pena y la furia, es la mejor alegoría de esa batalla perdida. Del otro lado no se salva nadie: entre los adultos el que no es un inepto es un hijo de puta, e incluso quienes tienen buenas intenciones nunca consiguen conectar de un modo eficaz con el dolor ajeno. La larga secuencia final del cumpleaños del hijo mayor, si bien resulta un poco sobrecargada en el retrato crítico de las clases altas, condensa perfectamente tanta desconexión a través de una constelación de diálogos muertos, bajo cuyo peso, de manera clandestina, los sobrevivientes alcanzan a reconocerse. La salida de Paula del extenso plano fijo del final, conjura tal vez la única salida posible para la protagonista, y al mismo tiempo confirma la inteligencia cinematográfica con que Canevari le dio forma a su ópera prima.
Una cuestión de tamaño. La novela original del gran escritor inglés Roald Dahl cobra nueva vida en manos de Spielberg, que vuelve a la fantasía con un cuento de hadas a contramano del Hollywood actual. Ahora dicen que, con el estreno de su última película, El buen amigo gigante, basada en la novela homónima del escritor británico Roald Dahl, Steven Spielberg volvió al cine infantil. Eso dicen y aunque algo de razón tienen, también es cierto que no se trata de una verdad revelada ni mucho menos, porque desde el otro lado se puede responder que Spielberg nunca se fue a ninguna parte. Claro que dentro de su filmografía hay títulos que decididamente son para chicos, otros para adultos y que hay algunos con temas adultos pero con un tratamiento que no se olvida del público juvenil, como Caballo de guerra (2011). Pero el director ha sabido distribuir cada trabajo en el tiempo, equilibrando sus intereses de tal manera que es difícil dar por cierto que Spielberg realmente se hubiera ido de algún lugar al que ahora decidió regresar cual hijo pródigo, después de que las multitudes lo alentaran con el clásico “¡Va a volver, va a volver, Spielberg va a volver!” De hecho apenas han pasado cinco años del estreno de Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio, basada en el popular cómic creado por el historietista belga Hergé, como para que se justifique hablar de un regreso. En cambio es posible decir con certeza que, más allá del mero carácter de adaptación, los puntos en común entre ambos trabajos no son tan evidentes. Tanto desde el género –Tintín era una película de aventuras en la línea de la saga Indiana Jones, y a El buen amigo gigante se la puede enmarcar sobre todo dentro de la fantasía– como desde la técnica (aquella estaba trabajada a partir de la animación, mientras que esta combina la acción en vivo con personajes creados con la tecnología CGI), las dos películas representaron para el director desafíos bien distintos. Narrada con firmeza y capturando el tono clásico de la novela original (un mérito no menor), El buen amigo gigante es sin embargo una película anacrónica, construida a contramano del cine contemporáneo. Una decisión que de ninguna manera es secundaria ni debe ser tomada como una casualidad y que, en todo caso, es una de las grandes apuestas que gana la película. Ya desde su tema, un cuento de hadas hecho y derecho, Spielberg se aparta de los tópicos y las fuentes en las que abrevan los grandes blockbusters de la actualidad. Acá no hay ni robots ni superhéroes, ni una conspiración internacional ni invasores alienígenas. Simplemente una huérfana fantasiosa y amante de la lectura que vive en un orfanato londinense, y que una noche es secuestrada por un gigante que se la lleva a una tierra desconocida donde habitan los de su especie. Por supuesto, ese punto de partida derivará de manera previsible en una historia de amistad más allá de las diferencias, tema que no es ajeno a la obra de Spielberg. La decisión del director de ambientar la historia como si transcurriera durante la primera mitad del siglo XX, aunque la novela es de 1982 y la película en realidad también parece transcurrir en esa década (o al menos eso se desprende de un gran chiste lanzado a la pasada durante una llamada telefónica a los Estados Unidos realizada por la reina de Inglaterra), está emparentada con aquella que lo movió a apartarse por completo de la hipermodernidad del cine actual. Como si Spielberg hubiera querido filmar una película que dialogara con clásicos como El mago de Oz o con esas fantasías delirantes que filmaron los ex Monthy Python Terry Jones y Terry Gillian al comienzo de sus carreras individuales. Incluso puede decirse que hay algo de ese humor excéntrico, tan inglés, que Dahl comparte con los Python y que Spielberg también ha sabido hacer propio. Para Spielberg adaptar a un autor como Dahl, con un imaginario infantil en apariencia tan diverso del suyo, también debe haber supuesto un reto, porque sin dudas no es en un director de su estilo en el primero que se pensaría para un trabajo así. Que los últimos grandes adaptadores del escritor inglés hayan sido por ejemplo Tim Burton (Charlie y la fábrica de chocolate, 2005) o Wes Anderson (El fantástico Sr. Zorro, 2009) habla de directores preciosistas con tendencia a lo barroco, de estéticas en apariencia más inocentes o naif y deudores de influencias muy distintas de aquellas que son más reconocibles en Spielberg, que se mueve mejor en el territorio de lo fantástico que dentro de la fantasía. Por eso mismo El buen amigo gigante también representa para él la posibilidad de saldar una cuenta pendiente con ese género, al que sólo había abordado sin mayor éxito en Hook (1991, basado en Peter Pan), uno de los trabajos menos logrados de una carrera que sigue siendo admirable y disfrutable en partes iguales.
Modestos milagros, claridad y sombras. La aparición de una chica de rasgos americanos, que parece venida de otro mundo, sacude la estructura cerrada de una comunidad rural de ascendencia alemana. Y mientras ella se convierte en una especie de santita, también aparecen celos, recelos y culpas. Como si el comienzo del día conjurara hasta la más primitiva de las referencias acerca de los mitos de origen, La helada negra, del director argentino Maximiliano Schonfeld, empieza con un amanecer. Sentada sobre la tierra, una chica contempla el paisaje desolador de un campo cuya cosecha parece arruinada. La primera luz de la mañana la alumbra débilmente, haciendo que los colores todavía difusos le den a la escena un aire de vigilia, mientras que un diseño de sonido artificial y ominoso le confiere una extrañeza no exenta de lisergia. La escena adquiere continuidad. Un joven que ha madrugado para salir a correr por el campo junto a su perro encuentra a la chica inconsciente, tirada a la vera de un arroyito. El cambio en la intensidad de la luz marca el tempo de la secuencia: ahora el sol ha subido un poco y su presencia se hace tangible en los reflejos y brillos verdosos del rocío sobre el pasto, y en las ondas blancas y las chispas anaranjadas que le arranca al agua en movimiento. La secuencia termina con el chico cargándola en sus brazos, ella todavía sin recuperar el conocimiento, hasta la granja en donde él vive. Como había ocurrido con Germania, el film que marcó el debut de Schonfeld en la dirección, La helada negra también está ambientada en el ámbito de las comunidades rurales de ascendencia alemana de la provincia de Entre Ríos. A diferencia de aquella, cuyos diálogos transcurrían completamente en alemán (en la versión de esa lengua que se habla en aquellas comunidades que emigraron desde la región del Volga), esta vez los personajes se vinculan en un castellano de inflexión rural. Esta diferencia entre ambas películas excede lo meramente idiomático, porque si en la primera un anillo de sordidez comenzaba a rodear el relato, creciendo desde el interior de un cuerpo endogámico, en La helada negra es un elemento externo el que viene sacudir la estructura cerrada de la comunidad. Porque la aparición de Alejandra, aquella chica a la que Lucas lleva en brazos hasta su casa, representa una conmoción para todos los que ahí viven y trabajan. Incluso visualmente, la aparición de la chica, interpretada por Ailín Salas, representa una anomalía. Sus rasgos americanos, el color de su piel, el revoltijo de sus indomables rulos oscuros, su personalidad vivaz y hasta el color urbano de su voz son una rareza dentro de una comunidad de hombres de piel casi translúcida, de ojos cristalinos, y cabellos tan mansos y claros como su carácter. Alejandra es una aparición que parece venida de otro mundo, como salida de un sueño y así puede leerse la atmósfera onírica de la primera secuencia. Por eso no es casual que Schonfeld eligiera construir aquella obertura haciendo que la luz vaya adquiriendo protagonismo, permitiendo que sus cambios funcionen como el tic-tac de un metrónomo que le impone a la narración un ritmo que tiene mucho de musical. Un ritmo (y un tono) que no es el de una ópera majestuosa ni el de una sinfonía barroca y desmesurada, sino la calma inquietante de una pieza de cámara íntima, cargada de variaciones y arreglos sutiles. Sin embargo, no hay amanecer que no tenga su correlato en el crepúsculo y la presencia de Alejandra, como la propia luz, aporta claridad pero también sombras. Así, mientras una serie de modestos milagros la van convirtiendo en una especie de santita rural, también empiezan a aparecer celos, recelos y culpas que Schonfeld consigue poner de manifiesto con elegancia, apenas con el registro de algunas miradas de oscuridad elocuente y siempre atento a los detalles mínimos del lenguaje corporal. Pero no sólo entre los hombres tienen lugar estas veladas miserias, sino también en las mujeres, que lentamente comienzan a ganar espacios dentro de la historia, aunque lo masculino y lo femenino aparezcan como universos escindidos que la figura de Alejandra de algún modo comienza a enlazar. Así como Schonfeld realiza un estupendo trabajo de observación que, entre otros detalles, puede comprobarse en la exquisita composición de la gran cantidad de primeros planos que ejecuta para retratar a sus personajes, La helada negra también está construida a partir de las miradas de muchos de sus personajes. Miradas furtivas, solapadas, encubiertas, a partir de las cuales consigue generar la ilusión de un registro voyeurista, que no pocas veces traslada al espectador la sensación de estar siendo testigo de una historia clandestina. O, por qué no, de un sueño ajeno.
Sobre el principio de horizontalidad. Lejos de burlarse de sus personajes, una excéntrica melómana que cree ser una gran cantante lírica y su marido, un actor tan encantador como de escaso talento, el director de Susurros en tus oídos elige contar una historia de amor con gracia, pero sin resignar el sentido trágico. Hay al menos dos formas en las que un director de cine puede relacionarse con sus personajes. Una es entenderlos como meros vehículos y utilizarlos para transportar sus propios intereses. La otra, por completo opuesta, es convertirse a sí mismo en un vehículo para dejarse conducir por ellos. Dicho de otra manera, se puede lanzar a los personajes hacia un destino inexorable y desconocido para ellos (pero no para quien los empuja), o se los puede acompañar, más preocupados por las vicisitudes del camino que por el final. Ambas opciones reflejan diferentes modos de entender la relación de poder que signa el vínculo entre el creador y sus criaturas. La primera por completo asimétrica; la segunda de una igualdad relativa. Si en base a estas dos opciones hubiera que tratar de definir la forma en que el británico Stephen Frears se conecta con los protagonistas de su película más reciente, Florence, podría concluirse que la balanza se inclina por la comprensión antes que hacia el juicio. Incluso puede revisarse su prolífica filmografía y comprobar que, más allá de las evaluaciones particulares y específicas de cada caso, la mirada sobre sus personajes suele estar regida por un principio de horizontalidad, que le permite al director contemplarlos y registrarlos tratando de mantenerse a su mismo nivel. Es cierto que en el caso de Florence, que está basada en la vida de un personaje real, Frears no puede desconocer el destino que le aguarda. Pero aún así elige no realizar un registro prejuicioso ni ensañarse con ellos y sus debilidades, sino que busca encontrar los puntos de empatía que le permitan anclar ahí la base de su relato. Que esta vez se encuentra centrado en la figura de Florence Foster Jenkins, excéntrica melómana y filántropa que a mediados de la década de 1940 estaba convencida de ser una maravillosa intérprete de ópera, pero que en realidad no contaba con ninguna condición ni habilidad para el canto. Junto a ella St. Clair, su marido, un actor inglés de cuarta pero con un irresistible encanto británico, que se encarga de hacer que la burbuja que Florence ha creado a su alrededor no se pinche, organizando tertulias y pequeñas presentaciones cuyo público es estrictamente seleccionado por él, para asegurarse de que su mujer siga creyendo, feliz, que en efecto puede cantar Mozart y Verdi. El de Foster Jenkins es un personaje atractivo para el cine. De hecho, el año pasado se estrenó Marguerite, otro film basado en su vida, dirigido por el francés Xavier Giannoli. Y también es evidente que sería muy fácil contar la historia de la protagonista desde la burla, habida cuenta de que tal vez se trata de la peor cantante que alguna vez haya pisado un escenario. Igual de sencillo sería retratar a su marido como un vividor que se aprovecha de la candidez de ella para asegurarse una vida de lujos a expensas de la fortuna personal de Florence. Lejos de eso, Frears elige contar una historia de amor con gracia pero sin resignar el sentido trágico. Y sin ocultar lo inocultable, porque resultaría difícil que un personaje así fuera registrado sin que aparecieran el costado ridículo de esta mujer por completo inconsciente de sus limitaciones, ni los malabares que su esposo realiza para sostener esa endeble fantasía. Gran parte del éxito de la empresa descansa en la extraordinaria versatilidad de dos grandes actores como Meryl Streep y Hugh Grant para balancearse sobre el filo que separa a la comedia de la tragedia, manejando de manera equilibrada el carácter a la vez farsesco y patético de sus personajes. Entre los tres, más el aporte de Simon Helberg, le dan forma a una fábula acerca del valor de las mentiras piadosas. Desde ese lugar se puede decir que Florence no es otra cosa que una canción de amor a la ilusión como herramienta para construir la realidad, un tema que no es ajeno a la obra de Frears.
Catástrofe que tiene lugar en un... “no lugar”. El director noruego Roar Uthaug hizo todo bien para ganarse un pasaje a Hollywood. Primero filmó una película de terror (Cold Prey, 2006); después una de fantasía para toda la familia (La montaña mágica, 2009); enseguida una de acción (Escape, 2012); y su último trabajo es La última ola, un exponente clásico del cine catástrofe. De las cuatro, esta es la única que se ha estrenado en Argentina, como seguramente lo hará la próxima, todavía en etapa de pre-producción: una nueva versión del popular videojuego Tomb Rider, esta vez con la ascendente Alicia Vikander interpretando a la heroína Lara Croft en lugar de Angelina Jolie, proyecto que representa el primer paso de Uthaug dentro de la industria estadounidense. Un salto a la meca del cine que La última ola justifica de sobra, en tanto en ella demuestra ser un director que maneja con suficiente soltura el estilo y los elementos narrativos típicos del mainstream norteamericano. Así, por un lado Uthaug demuestra que hoy en día puede rodarse una de estas películas y obtener un buen resultado incluso en cinematografías periféricas como la de Noruega. ¿Pero qué debe entenderse por buen resultado? Se diría que en estos casos alcanza con el hecho de realizar una construcción verosímil del escenario catastrófico y asimilar los tiempos narrativos propios del cine producido por los grandes estudios de estadounidenses para ingresar en esa categoría. En ese sentido, La última ola es una buena imitación de películas que en los Estados Unidos se realizan con presupuestos por lo menos diez veces superiores y ese es realmente un mérito. La contra de esa habilidad del director noruego es la impersonalidad. Es decir, la capacidad de construir una película que equivale dentro del cine a esa categoría de “no-lugar”, concepto creado por antropólogo francés Marc Augé (que casualmente pasó por Buenos Aires la semana pasada), para definir a los shoppings, los aeropuertos o las cadenas multinacionales de comida rápida, entre otros (no) lugares. Espacios homogéneos, fríos, vaciados de cualquier rasgo de identidad propia del lugar en el que se encuentra, que se reducen a ser apenas zonas de tránsito y que son idénticos entre sí, sea cual sea el lugar del mundo en que se los encuentre. El estreno local de La última ola acentúa ese carácter de “no-lugar” (¿”no-cine”?), quitándole a la película su último (único) rastro de identidad: la lengua. Nada menos que eso representa la decisión (que le corresponde al distribuidor internacional y no a sus representantes locales) de estrenarla en una versión que en lugar de ser hablada en noruego, su idioma original, lo hace en una copia doblada al inglés. Un gesto triste para un film que no es bueno ni malo, que puede ser visto hasta con cierto interés, pero al que no se le permite ni el lujo básico de contar con su propia voz (ni con la nuestra).
El gran regreso de la pareja despareja. El humor del film escrito y dirigido por Shane Black, guionista de la primera Arma mortal, recurre de manera lisa y llana al absurdo y fluye de principio a fin con absoluta naturalidad, sin quitarles peso ni a la acción ni a la trama policial, que también tiene mucho de absurda. Fórmula de probadísimo éxito y de recurrencia histórica dentro de la comedia, el de las buddy movies –películas en las que dos personajes que encajan en el perfil de “pareja despareja” deben enfrentar juntos el conflicto central de una historia en común que acaba por unirlos– es un subgénero que depende de cuatro elementos fundamentales: un guión sólido que sepa moverse con inteligencia entre las reglas del género y la originalidad; dos actores con carisma; la buena química entre ellos; y un director que maneje con solvencia las tres piezas recién enumeradas. Hay que admitir que esos cuatro elementos también son fundamentales no sólo en las buddy movies si no en cualquier película, pero acá sólo importan en relación a estas y al estreno de Dos tipos peligrosos, en la que los cuatro ítems se cumplen de modo paradigmático. Una forma práctica de continuar sería analizando en orden los puntos expuestos, enumerando sus aciertos, sin embargo en este caso ese orden puede alterar el producto. No sólo porque el primero de los mencionados (el guión) y él último (el director) se encuentran directamente vinculados, en tanto el director, Shane Black, es también uno de los guionistas, sino porque además Black es uno de los pioneros dentro de una de las ramas más populares de las buddy movies. Las de buddy cops (policías compañeros/amigos) son aquellas películas en las que el dúo protagónico debe resolver un crimen. Esa pareja puede constituirse de muchas maneras, pero por lo general suelen ser un delincuente y un policía, o bien dos policías. En el caso de Dos tipos peligrosos se trata de dos detectives privados a quienes el destino reúne para resolver la desaparición de una incipiente estrella del porno, en plena década de 1970. Cada una de estas combinaciones responde a las películas fundacionales del modelo, que además se convirtieron en dos de los títulos más exitosos de los ‘80: 48 horas (Walter Hill, 1984), con Nick Nolte y Eddie Murphy como policía y criminal; y Arma mortal (Richard Donner, 1987), con Mel Gibson y Danny Glover en la piel de dos policías. Esta breve enumeración no viene al caso como mero recuento genealógico, sino porque existe una línea directa que vincula a uno de estos filmes con Dos tipos peligrosos. Ese eslabón es Shane Black, quien comenzó su carrera en Hollywood como guionista de Arma mortal, el gran modelo a seguir dentro del género. En sus siguientes trabajos su filmografía como guionista continuó más o menos por el mismo camino: tanto El último boy scout (Tony Scott, 1991) como El último gran héroe (John McTiernan, 1993) también son, a su manera, buddy cops movies. No menos interesante resulta que Dos tipos peligrosos responda a un modelo de cine muy cercano en su factura e intención al producido por el trío Donner-Scott-McTiernan, los directores de aquellos tres guiones de Black antes de convertirse él mismo en director. En ese sentido puede decirse que Dos tipos peligrosos es un film de estética retro por partida doble. Porque si bien su historia está ambientada (muy bien ambientada) en aquellos años ‘70 donde el brillo de la música disco se mezclaba con el ambiguo glamour de la explosión industrial del porno post Garganta profunda y los oscuros destellos de la euforia cocainómana –la droga de moda por entonces–, su matriz narrativa busca sus raíces en aquel cine de acción que se hacía en la década de 1980 y que entró en crisis tras la primera mitad de los ‘90. Por supuesto que la película no tendría forma de plasmar con éxito sus intenciones si, como se dijo, no contara con la colaboración de una pareja protagónica como la que conforman Russell Crowe junto a Ryan Gosling, que no podía funcionar mejor. La versatilidad de Crowe es conocida y ya se sabe que es capaz de cualquier cosa (en el buen sentido… y en el malo también). Su personaje de hombre sensible y endurecido revela una capacidad para la comedia que pocas veces antes en su prolífica carrera había aparecido con tanta potencia. Y Gosling también responde bien al reto de correrse un poco del rol de galán, para resolver bien el desafío de convertirse en el comic relief. El vínculo entre ambos permite que el humor de Dos tipos peligrosos, que no pocas veces recurre de manera lisa y llana al absurdo, fluya de principio a fin con absoluta naturalidad, sin quitarle peso ni a la acción ni a la trama policial que, por suerte, también tiene mucho de absurda.
Melodrama kitsch pasado de rosca. Desde que en su obra más famosa Antoine de Saint-Exupery escribiera que “lo esencial es invisible a los ojos”, una multitud de lectores convirtió a la frase en un hito del siglo XX y, tal vez, en piedra fundamental de la literatura de autoayuda. No es objeto de este texto explicar por qué aquella máxima incluida en El principito es falsa. Sin embargo el estreno de Yo antes de ti, de Thea Sharrock, representa una prueba fáctica de que lo esencial es tan tangible y claro como la cáscara que lo recubre. Porque si bien la película amontona en la superficie actuaciones ligeras que alimentan de ternura una historia de amor imposible, una banda sonora siempre intencionada y la aparente valentía de tomarse con humor algunos temas de esos con los que “no se jode”, como la postración de por vida o la eutanasia, bajo ese disfraz de estoica frescura (si es que semejante engendro existiera) se manifiesta un monstruito conservador –sobre todo en lo cinematográfico–, que sólo tiene para aportar una mirada simplista y ramplona de sus temas de fondo. Y no es que esa esencia se encuentre tan oculta que no pueda ser notada rápidamente. Al contrario, desde el comienzo es posible suponer para dónde irá la película, cuya primera secuencia empieza una mañana de lluvia con una parejita perfecta despidiéndose melosamente en la cama de un departamento de estética ABC1 y termina con él siendo atropellado por una moto al cruzar la calle, apurado por llegar a la oficina, donde lo espera su destino de hombre de negocios joven y prometedor. La película continúa en uno de esos pueblitos del interior de Inglaterra donde todo es más verde que el césped de Wimbledon. Ahí vive Louise, chica de clase media que para ayudar a su papá desempleado, a su mamá ama de casa y a su hermana, que es madre soltera y estudiante universitaria, se ve obligada a aceptar el trabajo de cuidar al cuadraplégico niño rico accidentado. Si esta enumeración parece describir un panorama anacrónico, como si la acción transcurriera en 1950 y no en el siglo XXI, qué decir del look de Louise, que combina la estética de póster Pagsa de Cindy Lauper en los ‘80, con el estrafalario estilo de Fran Drescher en La niñera. No menos grotesco resulta el tono elegido por Emilia Clarke, la misma de Juego de tronos y la Sarah Connor de Terminator: Génesis, para interpretar a Louise con una sucesión de morisquetas y mohínes que en lugar de resultar cándidos, se vuelven exasperantes. Pero no sólo Clarke sobreactúa, sino que toda la película está estéticamente pasada de rosca, con planos sobrecargados que posan de kitsch y canciones que no sólo subrayan la acción desde lo sonoro sino desde sus letras. Basada en un exitoso best seller romántico, Yo antes de ti es incapaz de disimular su esencial intención de conmover a cualquier precio, aunque nunca vaya más allá de los formalismos de rigor sobre los que se estructuran este tipo de melodramas.
Jugando entre lo trágico y lo sádico. La historia imaginada por Diment y su equipo de guionistas bien podría ser una leyenda del siglo XIX, contemporánea del surgimiento de la literatura gauchesca, de la generación del 80 y, por lo tanto, de la fundación de la Argentina moderna. Si a priori el título del tercer trabajo como director de Valentín Javier Diment –los anteriores fueron el documental Parapolicial negro, apuntes para una prehistoria de la Triple A (2010) y La memoria del muerto (2012)– puede sonar feo al oído, como si lo hubiera elegido un cineasta amateur o se tratara del nombre de un cuento de terror publicado en una revista literaria barrial, lo cierto es que El eslabón podrido le calza perfecto al tipo de historia que la película cuenta. Una película que juega entre lo trágico, lo sádico y el humor, aprovechando el formato del relato rural. Porque lo que en ella se cuenta está muy cerca, en tono y contenido, de esas leyendas de campo que alimentan el acervo de las mitologías populares de tierra adentro. En consonancia con esa idea, y aunque muchos detalles dejan claro que los hechos narrados transcurren en un tiempo más o menos actual, la historia imaginada por Diment y su equipo de guionistas bien podría ser una leyenda del siglo XIX, contemporánea del surgimiento de la literatura gauchesca, de la generación del 80 y, por lo tanto, de la fundación de la Argentina moderna. Precisamente hay algo en ese cuento de pago chico, en el orden que rige el pueblo donde transcurre la historia, que de algún modo cifra el tipo de sociedad sobre la que se construyó aquel (este) país. Un pueblo cuyos hilos son movidos por el cura y los dueños de la cantina, punto de encuentro que durante los días laborables es una fonda, pero que los fines de semana se transforma en burdel. Un pueblo de casas dispersas, con un intendente que no pincha ni corta y cuyos pocos habitantes caben sin amontonarse en la pequeña iglesia del lugar. En ese pueblo vive Raulo, un hombre con un importante retraso mental que trabaja como leñador y que todas las mañanas con su carrito reparte, casa por casa, la madera que los vecinos necesitan para el fuego. No es casual que Raulo parezca un personaje sacado de un cuento de Horacio Quiroga. Hay algo en él, a pesar de su inocencia y de la pena que provoca, que también produce recelo y lo rodea con un halo de peligro, algo que el más argentino de los escritores uruguayos ya había hecho con pulso extraordinario en su conocido cuento “La gallina degollada”. Raulo además es hijo de Ercilia, la curandera, y hermano de Roberta, la prostituta joven del pueblito, que por consejo de su madre se ha acostado con todos los hombres, menos con uno. Como Quiroga, el director tiene un gran sentido del morbo y se vale de él para construir el clima opresivo de la primera mitad de la película. Pero a diferencia del escritor, Diment también maneja muy bien el humor asociado al morbo, y lo utiliza para provocar pequeñas disrupciones que aligeran el relato sin debilitarlo. No es casual haber señalado que El eslabón podrido juega entre lo trágico y lo sádico, afirmación en la que debe subrayarse el verbo jugar. Porque una vez que la figura de la madre desaparece y su mandato (ese consejo que también es una maldición) se rompe, el relato pasa de la represión a la acción, y a partir de ahí el director se permite hacer un uso lúdico de la violencia. Así, el final no sólo es liberador porque las fuerzas sometidas se desatan, sino porque Diment da inicio a una orgía de escenas truculentas, tanto en lo sexual como en el uso desenfrenado del gore, que por un rato permite pensar que El eslabón podrido es la primera película de exploitation rural. Pero enseguida vienen a la memoria la figura de Armando Bo y algunos de sus trabajos con Isabel Sarli, y entonces queda claro que es en la confluencia de esa filmografía con los cuentos más negros de Quiroga, donde se encuentra la genealogía de este eslabón podrido.
Un prodigioso viaje al fondo del mar. La aceptación de la pérdida, la superación de los propios límites y la complejidad de las familias ensambladas son temas que atraviesan esta nueva aventura del gran director de Buscando a Nemo y Wall-E, que después de la fallida John Carter recupera su mejor nivel. Tras su paso en falso en el cine hecho con actores (o live action, acción en vivo, según su designación en inglés), Andrew Stanton vuelve a los dibujos animados. Y lo hace, claro, a través de Pixar, que es algo así como “la casita de los viejos” para él y la media docena de artistas como John Lasseter, Peter Docter, Brad Bird, Lee Unkrich y Dan Scanlon, que a través de esa compañía le dieron forma a la última gran revolución cinematográfica, creando además la filmografía más extraordinaria y regular de los últimos 25 años. Cuatro años después de la fallida John Carter –fallida como adaptación de la novela Una princesa de Marte, de Edgar Rice Burroughs, pero sobre todo fallida como película–, Stanton regresa a esa gran usina de ideas de la cual surgió para filmar Buscando a Dory, segunda parte (o spin off) del que fuera su trabajo consagratorio, la increíble Buscando a Nemo, estrenada en el año 2003. Si algo demostró Stanton en aquella película y revalidó luego en la no menos lograda Wall-E (2008) y que extrañamente brillaba por su ausencia en John Carter, es una capacidad infrecuente para utilizar el lenguaje cinematográfico para transmitir emociones. Y eso sin despegarse nunca de una estructura narrativa eficiente y construyendo personajes que siendo vulnerables desde lo emotivo, sin embargo no presentaban puntos débiles en su función de piezas necesarias de esa estructura. A partir de la excelencia en el manejo de esas herramientas, ambas películas conseguían el milagro, infrecuente en el cine, de proponer un mensaje claro pero sin subrayados groseros y sin olvidar que en realidad las buenas películas, solo por eso, por ser buenas, tienen el poder, muchas veces incluso a su pesar, de transmitir alguna enseñanza. Buscando a Dory no es la excepción. Stanton sabe lo que quiere contar y no pierde una sola escena en hacer algo que no sea funcional a ese objetivo. Planteada al principio como un montaje paralelo entre el pasado y el presente de Dory, aquella pescadita que parece salida de un libro de Oliver Sacks, pero que a pesar de sus graves problemas con su memoria de corto plazo en la primera película ayudaba al pez payaso Marlín a encontrar a su hijo perdido, Buscando a Dory avanza sin pausa. Lo cual no significa que abrume al espectador ni mucho menos que se desentienda de él, sino que nunca se demora en plantear los conflictos sobre los cuales girará la historia. Tampoco se excede en explicaciones retóricas ni pierde tiempo en presentar a los nuevos personajes, ni permite que ellos abusen de la herramienta del discurso para hacer explícito todo aquello que puede ser expuesto desde la acción. De ese modo se puede decir que Buscando a Dory es una película de acción, no porque pertenezca estrictamente al género de las persecuciones y las prodigiosas coreografías kinéticas (aunque incluye ambas cosas de manera soberbia), sino porque Stanton es consciente de que las acciones son el motor del drama y dirige la película con esa máxima como norte. Si todos esos méritos cinematográficos no fueran suficientes, en Buscando a Dory no sólo funcionan todos los resortes indispensables en una película de animación contemporánea (esas que nunca se olvidan que los que pagan las entradas son los padres), sino también los de la comedia, el drama y, como ya se dijo, la acción. Y además encaja a la perfección con el sentido que hereda de la primera parte, Buscando a Nemo, complementándose con ella con precisión. Si en aquella toda la aventura de búsqueda que Marlín y Dory emprendían al ir tras el rastro de Nemo no era sino una grata excusa para hablar del valor de las diferencias, de la aceptación de las limitaciones y de los vínculos de padres e hijos, aquí se dan algunos pasos más en la misma dirección, pero un poco más allá. La aceptación de la pérdida, la superación de los propios límites y la complejidad de las familias ensambladas son temas que atraviesan esta nueva aventura, que tampoco se priva de incluir una escena de escape que supera incluso a lo que suelen imaginar la mayoría de los blockbusters en la actualidad. Y se atreve incluso a las bromas cinéfilas, como las reiteradas citas a Aliens, de James Cameron.
De cómo meter miedo con viejos trucos. Aunque no sea original y su estructura narrativa esté organizada como una cadena de “sketches” de terror, es innegable que El conjuro 2 está muy por encima de la mayoría de las películas del género que suelen estrenarse. Segunda parte de la que amenaza con convertirse en la saga de terror más exitosa de la década, El conjuro 2, de James Wan, vuelve a mostrar por qué algunos aciertos convirtieron al original en un clásico instantáneo, luego de su estreno hace tres años. También es cierto que en el camino se ha perdido algo del encanto que tenía aquel original. Ambientada en los años ‘70, ambas películas intentan reeditar el estilo y la estética que muchas de las películas más populares del género construyeron en aquella época. Es posible que la mayoría de quienes acudan a ver esta secuela salgan muy conformes; sin embargo las diferencias entre ambas películas son muchas, tantas como sus reiteraciones. Entre estas últimas se puede mencionar el hecho de que el guión pone otra vez a Ed y Lorraine Warren, un matrimonio de investigadores dedicados a lo paranormal, frente a un caso en el que una familia es acosada por espíritus violentos, como ocurría en la anterior. Primer lugar común que la secuela pone en evidencia: la utilización de chicos como víctimas de lo sobrenatural permite generar una empatía muy alta, porque coloca a cada espectador frente al recuerdo de sus propios miedos infantiles. ¿O quién no le tuvo miedo a la oscuridad, a los relámpagos y los truenos, a los ruidos durante la noche o a una puerta que se cierra sola? Si el protagonista es un chico, el efectismo se potencia, y si los chicos son varios, mucho mejor. James Wan le saca el jugo al recurso, pero es cierto que lo viene usando en casi todas sus películas (ver también la saga La noche del demonio). Gran parte del éxito en la apropiación de una estética de terror “setentista” de El conjuro tenía que ver con el “homenaje” que Wan hacía a muchos de aquellos films. Homenajes explícitos, como la pelota empujada por nadie que baja por una escalera, recurso tomado de Al final de la escalera (The Changeling, Peter Medak, 1980). Golpe de efecto que Wan vuelve a pedir prestado en esta segunda parte, usando un camioncito de juguete en lugar de la clásica pelota. En este punto vale la pena incluir una posible máxima del cine, creada ad-hoc para el caso: “Usar una vez es homenaje; usar dos veces es un insulto a la cinefilia del espectador”. Algo similar hace Wan con la famosa escena de El exorcista, en la que el padre Karras se pega un susto bárbaro (y todo el público con él) cuando su teléfono empieza a sonar en el momento en que está escuchando una de esas grabaciones demoníacas. La escena, el modo en que el personaje se sobresalta y la forma en que la cámara toma al teléfono en primer plano, haciéndolo parecer gigante, son replicadas por Wan. Otro homenaje, claro. Otro recurso reiterado es el de la leyenda “basado en hechos reales”, que en este caso es apropiada. La película recrea un caso muy famoso de la historia de lo paranormal, conocido como The Enfield Poltergeist, ocurrido en los suburbios de Londres en el invierno de 1977, sobre el que se realizó el documental Interview with a Poltergeist (Nick Freand Jones, 2007) y una serie de televisión (The Enfield Haunting, 2015, protagonizada por Timothy Spall). En YouTube puede verse el informe original de la BBC (The Enfield Poltergeist Nationwide Special), en la que las dos hermanas adolescentes de la familia afectada se aguantan la risa como pueden, mientras la más chica intenta hacerle creer a todo el Reino que un espíritu habla a través de ella. Por otra parte El conjuro 2 se aleja de los clásicos cuando comienza a reiterarse en el uso de otros recursos más propios del género en la actualidad, punto en el que vuelve a tropezar con el lugar común o el “homenaje”, esta vez a sus contemporáneos. Como lugar común se puede mencionar a una de las criaturas macabras que habitan el film, una especie de Marilyn Manson en toda regla, mientras que otro de esos monstruos (The Crooked Man, quien no sería raro que en los próximos años tuviera su propia película), presenta no pocos puntos de contacto con el monstruo de la película australiana The Babadook (Jennifer Kent, 2014). Más allá de todas estas posibles conexiones, también debe reconocerse que Wan es muy hábil para obtener muchos beneficios de cada uno de estos recursos. Con todo, aunque no sea original y su estructura narrativa esté organizada como una cadena de “sketches” de terror, es innegable que El conjuro 2 está muy por encima de la mayoría de las películas del género que suelen estrenarse.