A las piñas, en el ring y en la cama. Con la excusa del box, un campeón en retirada y su joven pupila se dejan llevar por sus pulsiones y deseos y se dan de tortas. Segundo largometraje de ficción del argentino Hernán Belón, Sangre en la boca significa además una nueva colaboración con el actor Leonardo Sbaraglia, quien junto a Dolores Fonzi habían coprotagonizado su trabajo anterior, la interesante e intensa El campo (2011). Aunque aquella trataba sobre la crisis de una pareja que acababa de tener su primer hijo y se tomaba unos días en una estancia para esperar que bajaran las aguas, y esta narra la pasión arrebatada que surge entre un boxeador en el final de su carrera y una jovencísima aspirante a pugilista, en ambos casos se trata de exploraciones acerca de los mecanismos complejos de los vínculos amorosos y las consecuencias de sus posibles devenires. En El campo todo ocurría de manera contenida, con diálogos en los que la tensión desbordaba las palabras dichas entre susurros y medias voces, porque aquella pareja parecía dispuesta a todo con tal de reprimir la implosión de un vínculo que parecía cada vez más inevitable. En cambio en Sangre en la boca la acción es siempre física y no deja espacio para procrastinación alguna. Sus protagonistas no pueden evitar ser tomados e incluso actuados por sus propias pasiones y para cuando quieren ponerse a pensar en qué es lo que ocurre, la película ya les pasó por encima. Y si en El campo había una barrera mental que impedía que la debacle se precipitara en los hechos, acá es el deseo el que manda y de ese modo no es la cabeza sino el cuerpo el plano en el que la acción se concreta. En ese sentido los boxeadores son el vehículo perfecto para traducir eso en un vínculo signado por la violencia. Si bien al principio de la historia esta aparece como un juego entre Ramón, el campeón experimentado, y Déborah, la joven admiradora que busca su aprobación, la violencia acabará siendo en realidad el lenguaje a través del cual se comunicarán estos dos personajes, cada uno atormentado a su manera. Y también será el canal que encontrará la pasión para fluir sin que tabique alguno alcance para contenerla: ni un matrimonio aparentemente feliz de muchos años y dos hijos en el caso de él; ni los celos, ni las pequeñas pistas que la tragedia va comenzando a dejar en el camino de ambos protagonistas. Del mismo modo en que la acción física motoriza a los personajes, también es el primer motor cinematográfico de una historia cuyo guión, escrito a cuatro manos junto al dramaturgo Marcelo Pitrola, se basa en el cuento homónimo de la escritora venezolana Milagros Socorro, sobre el que el propio Belón ya había realizado un cortometraje en 2008. Y el registro del cuerpo es el camino que el director elige para narrar, hecho evidente no sólo por el peso de lo estrictamente boxístico dentro de la trama, sino por la forma minuciosa en que retrata los encuentros amorosos entre Ramón y Déborah. Planos fijos y paneos sobre los cuerpos desnudos, trenzados sobre una cama, una mesa o bajo la ducha; planos detalle de culos femeninos y masculinos en acción; el ojo de la cámara observando con obsesión cada músculo que se tensa; excursiones a través del sudor de la piel; la sangre y la saliva que se mezcla en besos que desbordan de labios y lenguas por todas partes. El cruce entre amor y violencia –más sutil, casi metafórico en el inicio; explícito y gráfico a medida que el relato toma color (y calor)— es el camino que Belón utiliza para contar la caída de Ramón. Y si bien es posible cuestionar si realmente hay una necesidad dramática que argumente a favor de una exhibición carnal tan gráfica y reiterada, también se debe reconocer que el director nunca confunde violencia con crueldad, mostrando sobre el desenlace un cariño y un respeto por sus criaturas que no es habitual en relatos como éste, de intenciones tan abiertamente trágicas. Una clase de nobleza cinematográfica que merece y debe ser destacada.
La fiesta en la que casi nadie se divierte. Variante más ligera y básica de la Nueva Comedia Americana, Mike y Dave, los busca novias, primer paso cinematográfico del especialista en televisión Jake Szymanski, nunca consigue ir más lejos que sus propias intenciones. Que por otra parte no son demasiado complejas ni originales. De hecho, el recurso de la pareja protagónica de solteros que por el motivo que fuera se ven enfrentados a la obligación de concretar una cita seria tiene de por sí el regusto de ya haber sido probado. Y si algo no le falta a la NCA son historias de solteros en situación de descontrol. En este caso se trata de Mike y Dave, dos hermanos de pocas luces pero dueños de un espíritu dado naturalmente a la juerga, que son emplazados por sus padres a conseguir un par de chicas serias para que los acompañen al casamiento de su hermana menor. Es que la familia está harta de que, de manera invariable, los chicos acaben desmadrando cualquier fiesta, desde el día de Acción de Gracias al cumpleaños del abuelo, chamuyándose a todas las invitadas (solteras o no) y armando bardos épicos que nunca terminan bien. Algo que pese al esfuerzo de los hermanitos, también acabará ocurriendo esta vez. Si bien la película sabe qué quiere contar y en qué tono, no muchas veces consigue generar situaciones de gracia genuina. Y eso a pesar del esfuerzo de sus cuatro intérpretes, todos ellos jóvenes comediantes que han demostrado manejarse con solvencia dentro del género. Pero a Mike y Dave, los busca novias no le alcanza con la presencia de Zac Efron y Adam Devine en el rol de esos hermanos tontos pero buenos, ni el contrapunto femenino que establecen Anna Kendrick y, sobre todo, la extraordinaria Aubrey Plaza, capaz de hacer cualquier cosa con cara de nada y causar gracia, aunque este no sea el caso. Porque los cuatro actores terminan obligados a abundar en morisquetas y a extenderse sobre situaciones en las que el ridículo aparece no como una búsqueda conciente sino como efecto colateral de la sobreactuación. Ahí, en el manejo eficiente del descontrol absurdo a lo Todd Phillips (véase aparte), es donde falla Szymanski. Algo que sin embargo este director novato había realizado con éxito en su falso documental para televisión 7 Days in Hell, sobre dos estrellas del tenis que en 2001 se enfrentan en una tragicómica final de Wimbledon que acaba durando una semana completa, merced a los traumas y debilidades mentales de sus protagonistas. Como se ve, con una sinopsis de apenas tres líneas de aquel trabajo ya suena más entretenido que esta película.
Cuando lo clásico luce académico. Infrecuente coproducción argentino-brasilera, Dolores, del argentino Juan Dickinson, representa una propuesta poco habitual dentro de la cinematografía local. Film de época ambientado en una estancia de Buenos Aires, es el relato de una saga familiar que arranca con el inicio de la Segunda Guerra y va hasta su desenlace, con un breve prólogo y un epílogo que representan un presente ubicado unos años más adelante. Un racconto emotivo que empieza con la vuelta a la casa familiar del joven Harry tras concluir sus estudios en la ciudad, quien se reencuentra ahí con un álbum de recuerdos que él mismo empezó a llevar cuando tenía ocho años y su madre acababa de morir. Lo que se verá es la historia que evoca ese álbum. El regreso de Dolores (Emilia Attias), hermana menor de su madre, será el centro de esa memoria y el motor que pondrá en marcha la dinámica familiar que la muerte ha aletargado. Su amor por el padre de su sobrino, Jack (Guillermo Pfening), y el recelo de la hermana de este; las deudas que acosan a esta familia de ascendencia escocesa; el tierno vínculo que surge entre ella y Octavio, un estanciero hijo de alemanes, y la disputa entre ambos hombres son algunos de los mojones que articulan la historia. De correcta factura técnica, Dolores sin embargo reúne elementos positivos y negativos que surgen de su condición anacrónica. Si por momentos el trabajo que Dickinson realiza con la puesta de cámaras luce clásico, trabajando siempre con planos fijos cuyos movimientos se limitan a simples paneos sobre los ejes axiales del cuadro, al que suma algún traveling ocasional, también es cierto que dicho clasicismo a veces se vuelve antigüo, académico. Sobre todo cuando se insiste con una banda de sonido que es clásica, sí, pero a la que no se le ha sabido poner un límite y no sólo sobreabunda en connotaciones emotivas, sino que nunca permite que sea el silencio el encargado de dar el peso dramático que algunas escenas demandaban. Y aunque las actuaciones son correctas, destacándose el trabajo de los secundarios Mara Bestelli y Roberto Birindelli, muchas veces deben luchar con parlamentos que no siempre suenan naturales.
La eterna pulsión homoerótica. Taekwondo es una película multitudinaria, en la que los cuerpos masculinos se amontonan y son observados con detalle, exhibiendo una forma de belleza que por lo general el cine suele pasar deliberadamente por alto, tan ocupado en mercantilizar lo femenino. Marco Berger lo hizo de nuevo. Aunque esta vez en co-dirección con Martín Farina y tras esa suerte de impasse que representó Mariposa (2015), su film anterior, en Taekwondo vuelven a narrarse los pliegues y dobleces del vínculo erótico y la tensión sexual entre dos chicos, tópico que suele ser el motor de las películas de este director. Como ocurría con Plan B (2009), Ausente (2011) y Hawaii (2013), este nuevo trabajo condensa una vez más los intereses, obsesiones y rasgos distintivos del cine de Berger, algunos de los cuales serán enumerados aquí debajo, pero con un tono ligero y festivo que lo diferencia de los climas más bien densos y opresivos de los dos últimos títulos mencionados. Taekwondo elige concentrar su fuerza narrativa en un movimiento de avance permanente, una decisión irrenunciable que empuja a la historia y a la película misma hacia su resolución, en contra de la fuerza contraria, dilatoria, que se percibía en aquellos otros dos trabajos. Podría pensarse que tales fuerzas en realidad no son más que decisiones formales que el director o, en este caso, los directores debieron tomar atendiendo a las diferencias entre los relatos de tal o cual película. Y es cierto que mientras los personajes de Ausente (un profesor de educación física que, acosado por un alumno desbordante de libido adolescente, debe reprimir sus propios impulsos) o de Hawaii (dos amigos de la infancia que al reencontrarse ya grandes deben hacerse cargo de la atracción que surge entre ellos) persisten en retrasar lo ine- vitable –el encuentro en un deseo compartido–, acá la demora tiene un origen distinto. Porque no son ni el histeriqueo ni la culpa las que hacen que Fernando y Germán vuelvan a tomarse toda la película para concretar lo que es obvio desde la primera escena, en la que ambos avanzan, uno en malla y en cueros, el otro con su bolsito de viaje, por el camino de tierra que los lleva hasta la quinta donde pasarán unos días de verano junto a otros cinco amigos de Fernando. Taekwondo está guiada por el registro de los abiertos juegos de seducción entre los personajes, que va formando un rastro de migas de pan entre las actitudes y los códigos de “machitos hétero” de la mayoría de esos nueve amigos durante el tiempo muerto del ocio. Las comillas anteriores obedecen a la ambigüedad con que Berger y Farina registran la insistencia de los muchachos por enumerar sus calenturas, sus hazañas sexuales con mujeres y los listados de novias presentes y pasadas. Una mirada que juega a extender hasta una madurez incipiente (o una adolescencia ampliada) la clásica brecha de indefinición en la identidad sexual que es común en púberes y niños. De ese modo dejan expuesta la posibilidad de que en todo hombre se encuentre latente la pulsión homoerótica, aunque a veces lo hagan de forma algo extrema, forzando un poco algunas situaciones. Aun así Taekwondo es una película abierta por partida doble. En primer lugar hacia adentro, ya que sus personajes se permiten compartir con otros la picazón feliz de ese deseo que los empuja. Pero también hacia afuera, porque en su voluntad lúdica logra generar mayor empatía por la historia de estos personajes que aceptan abiertamente su deseo. Es posible suponer que en estos cambios operados en el tono del relato tal vez haya tenido mucho que ver la novedad del trabajo en tándem de Berger con Farina. Hasta ahora Berger había trabajado poniendo el foco obsesivamente en vínculos íntimos que solían permanecer en el núcleo cerrado de sus dos protagonistas. En cambio Taekwondo es una película multitudinaria, en la que los cuerpos masculinos se amontonan y son observados con explícito detalle, exhibiendo una forma de belleza que por lo general el cine suele pasar deliberadamente por alto, tan ocupado en mercantilizar lo femenino. Tanto, que hasta las escenas de sexo hétero han sido pensadas tomando como objeto central a lo masculino. Justamente esa era una de las premisas de Fulboy (2014), documental en el que Farina registra la intimidad de un plantel de futbolistas durante las concentraciones, con una mirada que también es reconocible en este trabajo con Berger. Aunque aquí también la exposición del cuerpo masculino llega a un punto de saturación (una constante en los trabajos de Berger), es cierto que Taekwondo consigue una vez más generar una mirada cinematográfica del mundo que se aparta de todo mandato tradicional. En ese dar al espectador la oportunidad de observar la realidad cambiando el color del cristal no deja de haber una virtud que no debe ser despreciada.
Criminales devenidos héroes. En medio del caos, un grupo de héroes que en realidad son criminales avanza en formación, como si fuera un intimidante pack de rugbiers que en lugar de correr a lo bestia camina hacia la cámara con estilo, cargando su propio arsenal y respetando una coreografía pensada para que todo se vea mejor en slow motion. Aunque son criminales de lo peor (violentos, asesinos, psicópatas), a medida que el film se desarrolle se irán mostrando menos amenazantes y hasta sensibles. En una palabra: más humanos. Si lo anterior fuera una adivinanza y a alguno se le ocurriera gritar “¡Kryptonita, de Nicanor Loreti!”, sería difícil convencerlo de que esa no es la respuesta correcta. Porque en Escuadrón suicida, igual que en la película argentina basada en la exitosa novela nac&pulp de Leonardo Oyola, los protagonistas son un grupo de delincuentes ocupando el lugar de héroes. Sólo que esta vez el cine argentino lo hizo primero. ¿Y mejor? Puede ser. Adaptación de una historieta del sello DC Comics en la que un grupo de enemigos de Batman, Superman y demás héroes de la casa, se ven forzados por una organización paraestatal a integrar un comando dedicado a combatir amenazas mayores, Escuadrón suicida, dirigida por David Ayer, tiene todo lo que en teoría nutre a un blockbuster moderno. Superpoderes, efectos digitales, explosiones, artes marciales, armamento de todo tipo, una figura femenina expuesta, eventos sobrenaturales, una ciudad que será demolida, la civilización bajo amenaza y, sí, un conflicto moral. En este caso, el tema del mal menor es lo que subyace en una historia en la que aquellos cuya maldad ha sido probada, deben enfrentarse a algo aún más maligno. Por supuesto que aquí lo malo y lo más malo son categorías impuestas por una instancia de poder ubicada por encima de ambos bandos –un estado policial–, a la que se puede considerar como “lo peor”. Una metáfora que fácilmente encuentra un correlato en el panorama geopolítico actual. Ahí radica la gran diferencia de fondo que Escuadrón suicida tiene con Kryptonita. Mientras acá hay una institución omnipresente y represiva que interviene decidida a atacar al mal con el mal, como quien combate fuego con fuego, en la película de Loreti reina el caos y los criminales devienen en héroes sin esfuerzo, quizá no por propia voluntad sino por necesidad, por oposición a las instituciones corruptas que generan un estado de injusticia. Mientras tanto DC Comics sigue intentando sin éxito presentarle batalla a Marvel, su competidora histórica. Y su fracaso tal vez se deba a que, en primer lugar, ni siquiera parecen elegir a los directores correctos. Así como Marvel ha acertado con Joss Whedon, Peyton Reed, Jon Favreau o James Gunn, que entendieron como asumir el desafío de forma lúdica y sin gravedad, DC insiste con nombres de perfil conservador (y no sólo en lo que se refiere a lo estético) como Christopher Nolan, Zach Znyder y sobre todo Ayer, en cuyos trabajos la acción siempre parece destinada a servir de prueba a una idea previa que rige el destino de sus protagonistas y contra la que no hay nada que hacer. Escuadrón suicida no es la excepción.
Bajo el signo de la fantasía Spielberg. Adaptación del film homónimo de 1977, la nueva versión combina acción en vivo con animación tradicional, representa una apuesta artística de riesgo y se propone como una fábula tradicional, que toma sensible distancia del vértigo vacuo del cine industrial actual. En el film de David Lowry se cuenta la historia de amistad entre un chico y un dragón verde. Cada tanto el cine ofrece algún prodigio inesperado, que llega sin la parafernalia del marketing invasivo de los grandes tanques de Hollywood. Mi amigo el dragón, de David Lowery, es uno de esos raros milagros. Es cierto que se trata de una película producida por Disney, uno de los emporios más grandes del mundo del cine –sino el más grande–, que en su trama reúne muchos de los elementos que forman parte del imaginario sobre el que dichos estudios edificaron su identidad artística, hasta convertirla en marca registrada. Sin embargo, está lejos de ser una de ésas en las que se invierten millones para instalarla en el mercado muchos meses antes de su estreno, como ocurre con las animadas o las de superhéroes, por hablar de otros productos de la misma empresa. Eso no significa que no se trate de una apuesta importante, pero seguro que nadie estaba esperando su estreno contando los días con ansiedad. Más allá de eso, Mi amigo el dragón representa sobre todo una apuesta artística de riesgo, en tanto algunas de sus características la vuelven un producto anacrónico. Se trata de hecho de una fábula de forma y tono tradicional, que toma sensible distancia de la velocidad y el vértigo que definen al cine industrial moderno. Gran parte de ese carácter parece ser un legado de su origen como adaptación de un film homónimo que el mismo estudio lanzó en 1977, en la que se combinaban la acción en vivo con animación tradicional y que incluía a Mickey Rooney en el reparto. Un típico musical Disney con una banda sonora emotiva y eficaz, que mereció dos nominaciones a los Oscar, incluyendo una para la canción “Candle on the Water”, interpretada por la actriz australiana Helen Reddy (la película completa o sus fragmentos musicales se pueden ver en YouTube). En ambos casos se cuenta la historia de la amistad entre un chico y un dragón verde, aunque con diferencias notorias en los detalles. En la original, ambientada a finales del siglo XIX, un huerfanito que había sido comprado como esclavo por una familia adinerada se escapa junto a un dragón que es su mejor amigo, en busca de un destino más grato. En cambio en ésta el nene pierde a sus padres en un accidente de autos cuando se iban de vacaciones y se extravía en el bosque, donde es salvado de los lobos por un dragón que habita ahí. Anclada en los 80, la nueva versión parece sumarse a una espontánea ola de homenajes a aquella época, cuyo pico acaba de marcar la exitosa serie de televisión Stranger Things. En ese detalle, en la decisión de ubicar la narración en esos años que para el cine, y sobre todo para el cine de adolescentes y niños, representan una estética particular y reconocible, también hay una explicación para el mentado anacronismo. Porque Lowery, también guionista, no se priva de tejer una red de referencias y homenajes al cine de los 80, aunque no tan amplia como la de la mencionada serie, que por momentos parece un muestrario de películas de la época. Sin ir más lejos, la propia criatura se asemeja menos a la del film original, cuyo diseño respondía al del clásico dragón-reptil, que al famoso Fujur, el dragón-perro de La historia sin fin (Wolfgang Petersen, 1984), con el que guarda inocultables analogías morfológicas y de conducta. Y hasta los efectos especiales, sobre todo los elegidos para mostrar los vuelos del monstruo sobre el bosque, por momentos lucen algo retro. Por ese mismo carril Mi amigo el dragón también comparte muchos elementos con la reciente El buen amigo gigante, de Steven Spielberg, en donde otra huérfana traba amistad con el personaje del título durante esa misma década. Pero en realidad toda la película de Lowery se encuentra atravesada por el espíritu spielbergiano. Si la sola idea de la amistad entre un niño y una criatura fantástica, y el modo en que esta es resuelta por el director, resulta inevitablemente cercana a E. T. (1982), lo mismo puede decirse del personaje encarnado por Robert Redford. Como un encantador Peter Pan arrugado, su papel es el de un abuelo que es el único adulto de la historia que se permite mantener viva dentro de sí la magia de la infancia. “Si van por la vida viendo sólo lo que tienen delante se perderán un montón de cosas”, le dice el abuelito Redford a un grupo de nenes luego de contarles por enésima vez la increíble historia de un dragón que, él insiste, vive en el bosque cercano al pueblo, aunque nadie le cree. Nadie salvo los chicos, claro, último reservorio de pureza en el que la fantasía sobrevive.
El problema de las fantasías. Ambientada en una Buenos Aires for export, donde todo luce tan prolijo y aséptico que podría ser cualquier ciudad, Permitidos, quinta comedia al hilo del director Ariel Winograd en diez años, cuenta la historia de una joven pareja de clase media acomodada que se ve obligada a superar la prueba más difícil a la que siempre está expuesto el amor: la de la fantasía. Camila y Mateo se acaban de mudar juntos y parecen ser una de esas parejas sólidas que disfrutan de la mutua compañía. Hasta que durante una cena con amigos, después de ir al cine, surge el tema de los “permitidos”. Esto es, aquellos famosos inalcanzables con los que cada uno fantasea y le permitiría al otro tener una noche de placer sin que la consumación represente infidelidad ni merezca reproche alguno. Por supuesto, basta con que el informal acuerdo sea verbalizado para que la fatalidad intervenga, permitiendo que Mateo conozca a su estrella de cine favorita y, lejos de las falsas superaciones, termine ardiendo Troya. La gracia inicial de Permitidos se sostiene sobre todo en la verosímil cotidianeidad de clase media que construyen entre sus dos protagonistas, la ascendente figura televisiva Lali Espósito y el cada vez más sólido Martín Piroyansky. La química entre ambos permite que su relación se desarrolle con plácida ligereza cuando la pareja atraviesa sus mejores momentos, pero que cobre un peso y una energía furiosa cuando la cosa empieza a correr barranca abajo. Paralelamente, la película consigue redondear un inicio entretenido, alcanzando el clímax durante la primera mitad del segundo acto, cuando se desarrolla el comienzo del enfrentamiento entre Camila y Mateo, para ir perdiendo peso a medida que las situaciones desatadas se van resolviendo menos atentas a la gracia que al respeto por ciertas predecibles convenciones. Aun así Winograd luce sólido en su labor en el terreno de la comedia, redondeando un producto aceptable. Por su parte, Espósito se muestra encantadora en el rol de chica de palabrota fácil y armas tomar, aunque aún debe controlar ciertos excesos. Comentario aparte merece la labor de Piroyansky, en cuya figura farsesca se sostiene gran parte del andamiaje de Permitidos. Aunque se ha demostrado capaz de rendir en cualquier género, de un tiempo a esta parte consiguió construirse a sí mismo como un referente de la comedia nacional, llegando incluso a dirigir su propia película, Voley (2014). Actor fetiche de Winograd (formó parte de los elencos de todas sus películas), en cuya filmografía se puede constatar su evolución, pasando de componer al mejor personaje secundario de Mi primera boda (2011), a consolidarse aquí como protagonista y un comediante ineludible del cine argentino.
La realidad como una paranoia suprema. Luego del paso en falso de El legado Bourne, que intentó sin éxito abrir una línea paralela en la saga, la vuelta del director y el protagonista originales marca el regreso con gloria de un cine de acción que supo, a la vez, convertirse en una suerte de profecía autocumplida. Tras casi una década de ausencia vuelve Jason Bourne, personaje emblemático de la intriga geopolítica del siglo XXI, y con él la paranoia suprema. Es un regreso con gloria, luego del paso en falso de El legado Bourne (Tony Gilroy, 2012, con Jeremy Renner), film que intentó sin éxito abrir en la historia una línea paralela, caso notorio que valida para el cine esa máxima del fútbol que indica que “equipo que gana no se toca”. Por eso no sorprende que Jason Bourne, cuarto capítulo “oficial” de la saga, incluya no sólo al protagonista original, Matt Damon, sino a Paul Greengrass, responsable de La supremacía Bourne (2004) y Bourne ultimatum (2007), otra vez como director y guionista. Y también a Christopher Rouse en su doble rol de coguionista y montajista, y Doug Liman, director del film que inició la historia en 2002, Identidad desconocida, esta vez como productor. Por entonces, apenas un año después del 11-S, el universo híper vigilante de ese primer episodio parecía una adaptación al cine de espías de la fantasía distópica estilo 1984, el clásico de George Orwell. Casi quince años después, la trilogía ha demostrado ribetes proféticos, diseñando un universo en el que, como ocurre con la realidad abierta por los conflictos bélicos en Medio Oriente, es muy difícil saber cuál es y dónde está el enemigo. Con la consolidación de redes globales como Facebook; con la explosión de Wikileaks y su responsable, Julian Assange, asilado en la embajada de Ecuador en Londres; con Chelsea Manning presa y David Snowden exiliado en Rusia, Jason Bourne tiene el mérito de realizar en 2016 el camino inverso: poner en escena un infierno que se sostiene con un pie apoyado en esa realidad que la propia saga supo predecir. Así, la película puede ser pensada como una profecía autocumplida que maneja con precisión los recursos del cine de acción. O bien como un film de acción que hace tres lustros ya tenía claras las estructuras sobre las que se construiría el futuro. Luego de que el proyecto de actividades encubiertas al que pertenecía es desmantelado, Bourne se mantiene en las sombras. Pero una filtración pone otra vez a la CIA tras sus pasos, en una nueva telaraña que incluye hackers, espías y al creador de una red social como informante del servicio de inteligencia. En esa trama la paranoia vuelve a ser un elemento central, representada a través de una red de información en la que todos persiguen a todos. Como un perro que se muerde la cola, se trata de una persecución estéril y sin final, en medio de la cual se encuentra este súper espía que perdió la memoria, cada vez más traumatizado y obligado una vez más a poner patas arriba un caos de inteligencia que tiene más internas que la SIDE con Stiusso, el Coty Nosiglia y la mar en coche. Igual que en los otros episodios de la saga, Jason Bourne vuelve a tomar contacto con otras ficciones clásicas de la paranoia puesta en acción por el cine: Enemigo público (Tony Scott, 1998), La conversación (Francis F. Coppola, 1974) y, sobre todo, La ventana indiscreta (1954). Si en ésta última Alfred Hitchcock logra hacer de la inmovilidad una herramienta virtuosa, consiguiendo que James Stewart, incapacitado para levantarse de la silla que ocupa frente a la ventana de su departamento, se convierta en un falible narrador omnisciente capaz de crear y creer en una conspiración que involucra a todos sus vecinos, el mérito de Greengrass radica en la decisión opuesta. Máquina cinética de alta precisión, Jason Bourne traslada las características del protagonista a un relato realizado a la carrera y a los saltos, pero con una eficacia que lleva al extremo la ética del movimiento, que es la forma en que Bourne se maneja con el mundo como escenario. Así como en la obra de Hitchcock la ventana se constituía en un simbólico sucedáneo de la pantalla de cine, donde el personaje proyectaba su fantasía delirante, en Jason Bourne las pantallas se multiplican. Y con ellas el delirio: la omnisciencia es aumentada de un modo exponencial, llevándola a un nivel aterrador, para crear un panorama en el que la realidad cotidiana yace sepultada bajo los intereses cruzados de las corporaciones que manejan la información. En el universo de esta saga extraordinaria, como en aquellos que proponían Enemigo Público y La conversación, no hay lugar para esconderse, porque todo puede ser visto todo el tiempo y una maraña de computadoras, teléfonos móviles, GPS y otros dispositivos digitales, circuitos cerrados de vigilancia, satélites, redes sociales y redes clandestinas de tráfico informativo se encuentra a disposición de un ejército de asesinos a sueldo que tienen su negocio abierto las 24 horas, los 365 días del año. Una metáfora muy eficaz de ese miedo a todo que, otra vez, parece haberse instalado en el mundo justamente en estos últimos quince años.
La oscuridad, el miedo y lo mismo de siempre. El final inesperadamente crudo levanta un poco el promedio del film de Sandberg. Sin dar pena, como ocurre de manera bastante frecuente, pero tampoco sin grandes novedades respecto de su temática o del enfoque estético con el cuál se aborda la narración, Cuando las luces se apagan, de David Sandberg, se suma a la lista siempre extensa de las películas de terror que se estrenan cada año. Nada nuevo, sí, pero combinado de tal forma que al menos ofrece algunos puntos dignos de mencionarse. Eso, más una cuota más o menos certera de efectismo es lo que salvan a esta propuesta convencional de desbarrancar por completo en el abismo de las películas estériles e inocuas. Con un título que deschava por completo el rumbo que irá tomando la cosa, Cuando las luces se apagan está ordenada en torno de los miedos más extendidos vinculados a la infancia, al menos dentro de la cultura occidental. Pero no se limita a los miedos específicamente infantiles, es decir, aquellos que los chicos padecen en forma directa, sino también a otros que los padres pueden sentir frente a ciertas conductas de sus hijos que se apartan de lo convencional o lo esperable, o de algunas de las fantasías más comunes de la primera edad. De ese modo la película recorre (de manera obvia) el temor a la oscuridad, pero además el miedo al abandono parental, combinándolo con el tema del amigo invisible (que remite al clásico y muy citado tópico freudiano del doble), asunto que suele aterrorizar a más de un padre, y por el que no pocos chicos acaban abonados a gabinetes psicopedagógicos y consultas psiquiátricas. O, como en el caso de las películas de terror, a alguna institución mental en donde se experimenta con los pacientes. Basada en un corto del propio Sandberg, quién debuta en la dirección de largometrajes, la película gira en torno de una mujer que mantiene una relación de aparente (y retorcida) amistad con un ente que habita en la oscuridad de su casa y al que la luz hace desaparecer. Y, por su puesto, del vínculo de esta mujer con sus dos hijos, los protagonistas, una joven y un niño que son acosados por esta presencia, porque los celos también forman parte de este cóctel. Pero si la suma de los elementos podría (hubiera podido) dar por resultado una película menos convencional, la omnipresencia de esa entelequia a la que se puede bautizar ad hoc como “Lo mismo de siempre”, pronto aparece para achatar todo el potencial. Víctimas encerradas en sótanos laberínticos; personajes arrastrados por las piernas hasta desaparecer en la oscuridad; luces que insisten en apagarse en el momento justo; el ya mencionado hospital psiquiátrico como deus ex machina y mito de origen. Un final inesperadamente crudo vuelve a levantar un poco el promedio, pero no alcanza para poner la balanza a favor.
Cuando los animales no se ven tan domésticos. Como ocurre cada temporada, con el comienzo de las vacaciones de invierno las carteleras pierden gran parte de su limitada capacidad de variantes y se sobrecargan de oferta infantil. La vida secreta de las mascotas viene a ampliar el cupo para este tipo de películas en esta particular época del año, que hace un par de semanas comenzó con el estreno de la quinta entrega de La era de hielo. Copiando la fórmula de incluir un corto antes de la proyección principal, costumbre que los estudios Pixar rescataron de un pasado lejano, los estudios Universal, productores de este film, decidieron hacer lo propio. Para ello confiaron en la rápida popularidad que adquirieron los Minions, esos seres de naturaleza indeterminada con forma de garrafa de GNC, capaces de toda torpeza. Lo cierto es que la sobreexposición que han tenido estos personajes puede haber generado un poco de intolerancia hacia ellos y las ideas sobre las que gira este corto –un humor físico básico, muy de manual– no ayuda a que esa estima aumente. Y más aún, hace temer lo peor ante la película que comienza a continuación. La historia de La vida secreta de las mascotas se desarrolla, claro, en un universo de animales domésticos, partiendo del recurso de meterse en un mundo no humano para ver como se comportan sus habitantes cuando están lejos de la presencia de las personas. Un disparador que también toman prestado de Pixar, directamente de su obra inaugural Toy Story. Acá lo que se cuenta es la historia de un perrito, Max, y la forma en que el vínculo idílico que tiene con su dueña, una fanática de rescatar animales sin hogar, se ve amenazado cuando ella se aparece con Duke, otro perro enorme y peludo con el que deberá aprender a compartir el reducido espacio del departamento neoyorkino en el que viven. Lejos de los temores, La vida secreta de las mascotas supera por arriba el listón de convencionalismos del corto inicial. Y lo consigue sin necesidad de hacer que la película se vuelva ni atolondrada ni pretenciosa, con sobriedad y un correcto manejo de los recursos de la comedia. Sin dudas no se trata de un clásico instantáneo del género, pero si de un producto generoso y entretenido, que incluye momentos logrados aún cuando la originalidad tampoco sea lo que sobra. El hecho de ambientar la película en Nueva York coloca al film en la línea de “El perro amarillo”, extraordinario relato del escritor estadounidense O’Henry acerca de un perro que vive en La Gran Manzana a principios del siglo XX y que está disconforme con el nombre empalagoso que le puso su dueña, una señora gorda que lo hace dormir en un rinconcito. La película juega con esa idea de que Nueva York es históricamente una ciudad de gente con mascotas, y se da el gusto de meterse con otras leyendas urbanas, como los cocodrilos y las tortugas que viven en las cloacas. Y también incluye a un conejito diabólico abandonado por un mago, quien comanda una pandilla de animales descastados que han jurado vengarse del género humano y de sus mascotas dóciles y serviles.