La especialidad del cine italiano. El drama disfrazado de comedia (o al revés) es una especialidad del cine italiano, tal vez porque la identidad italiana está de alguna manera ligada a ese tipo de desborde en los extremos, que le permite pasar de la risa al llanto en lo que se tarda de ir de la cocina al comedor. En ese sentido Il Nome del figlio, de Francesca Archibugi, es muy italiana, cargada de personajes expansivos, verborrágicos, susceptibles, que todo el tiempo están diciendo lo que sienten casi sin filtro o, por el contrario, escondiéndolo muy bien, para que cuando finalmente se animen a confesarlo la cosa termine en escándalo sin que nada ni nadie lo pueda evitar. Ese es un buen resumen de lo que corre por detrás de esta historia de cuatro amigos de la infancia que rondan los 50 y que una noche veraniega se juntan a cenar. Debe aclararse que se trata de unos 50 juveniles, bien al uso actual, como demanda esta modernidad en la que la adolescencia parece extenderse hasta justo antes de que empiecen a aparecer los primeros síntomas de la demencia senil. Cuatro cincuentones que tratan de seguir viviendo como si la juventud ya no fuera un recuerdo. Uno de ellos, Paolo, casado con una escritora muchos años menor con la que esperan su primer hijo, viene a contarles a los demás que la ecografía confirmó que se trata de un varón y que ya decidieron con qué nombre lo van a bautizar: Benito. Aunque trate de convencerlos que es en honor a Benito Cereno, el libro de Herman Melville, a los otros cuatro se les hace imposible que la figura de Mussolini no se les venga a la memoria con la sola mención del nombre. A partir de ahí una serie de equívocos comienza a hacer que algunas verdades que han estado ocultas por años comiencen a salir a la luz. Il nome del figlio es tal cual como se la intuye: un poco excesiva, un poco costumbrista, un poco sobreactuada y, sobre todo, un poco teatral. Un poco bastante, carácter que sin dudas se debe a la adaptación algo fallida de la obra de teatro Le prènom, de Alexandre de la Patellière y Matthieu Delaporte, en la que el film está inspirado. Fallida menos por la circunscripción escénica casi absoluta a un par de escenarios interiores, que por la falta de habilidad para evitar que los personajes se dediquen a declamar antes que a conversar por las imposiciones de un guión demasiado rígido. Y cuando los diálogos se convierten en una jaula, entonces no alcanzan ni la simpatía de Paolo, encarnado por Alessandro Gassman (hijo de Vittorio), ni la contenida actuación de Rocco Papapleo para sacar a toda la historia de esa sensación de clausura, de espacio cerrado al vacío y de algún modo desconectado de la realidad, que tiene esta historia que transmite la sensación de estar más preocupada por parecer italiana que por, fatalmente, serlo.
Una salvaje y sórdida película de amor. El realismo sucio del cineasta, lejos de la pornomiseria social de otras miradas, acompaña en las buenas y en las malas a Ludmila y Lucas, protagonistas de una historia en la que los celos y la violencia se hacen evidentes desde la primera escena. Ya desde su título Lulú (o Lu-Lu) se presta a la posibilidad de múltiples lecturas. Porque Lulú es la forma cariñosa en que llaman a Ludmila, la protagonista, en su familia y entre sus amigos. Porque Ludmila vive con Lucas, el otro protagonista, y las dos primeras sílabas de sus nombres forman la segunda versión del título. Que Lucas a veces también llame Lucrecia a Ludmila y que Ortega, el director, se llame Luis, agregan otros dos Lu adicionales para sumarle espesor al título. Ese perfil múltiple e irresoluble del nombre de la película es la primera manifestación una característica que se extiende sobre la totalidad del relato mismo que, como muchos de los trabajos anteriores del director, tiene su epicentro en el corazón a la vez abierto y palpitante del lumpen (otro Lu). Alguna vez, durante un homenaje a Leonardo Favio, Graciela Borges fue consultada, acerca de cuál de los directores locales de la actualidad mantenía vivo el espíritu y la llama cinematográfica del más grande cineasta argentino, el más representativo de una identidad propia del cine local (si es que tal cosa existiera). En aquella oportunidad, la Borges, que algo de cine argentino parece conocer, señaló de inmediato y sin dudar que ese director-heredero era Luis Ortega. En una mirada superficial es posible vincular rápidamente las filmografías de Favio y Ortega, en tanto comparten un empeño en el que se combinan la necesidad y la pasión por indagar en las historias populares, en recorrer y registrar los ámbitos sociales erigidos sobre la difusa triple frontera de la pobreza, la miseria y la sordidez. Pero lejos de la pornomiseria social de otras miradas, en las películas de estos dos directores hay una prerrogativa fuerte de amplificar lo silenciado, de iluminar lo oculto, de abrazar lo estigmatizado. Porque, superada la cáscara de lo formal, lo que mueve tanto al cine de Favio como al de Ortega es el amor. Un amor que se comprueba y se consuma en la forma en que ambos directores cuidan a sus personajes, habitualmente sumergidos en realidades complicadas, quedándose con ellos hasta el final, en las buenas y en las malas. Eso es lo que ocurre en Lulú. Por eso no es casual que diferentes variantes del amor (a veces en las formas menos ortodoxas) sean recurrentes dentro de los trabajos de Ortega. Y Lulú es una película salvaje, marginal, sórdida, pero de amor al fin. Como la historia que compartían Pedrito y Camila, la pareja de enanos que protagonizaban Dromómanos, film anterior de Ortega, en la que no faltaban los celos y la violencia, dos elementos que también están presentes en el vínculo entre Ludmila y Lucas desde el comienzo mismo del relato. En la primera escena, Ludmila en silla de ruedas habla con un médico que le dice que lo mejor es dejarle adentro una bala que tiene alojada cerca de la columna, porque la operación para sacarla pondría en serio riesgo su vida. La bala en cuestión se la disparó Lucas, su novio, un joven al que le encanta dispararle con su pistola desde el otro lado de la avenida Libertador al Torso Masculino Desnudo, la escultura de Fernando Botero emplazada en el Parque Thays de Recoleta. Aunque lo que en realidad le gusta es simplemente disparar: a las estatuas, al aire, a Ludmila. A cualquier cosa. Esa bala en el cuerpo de Ludmila –especie de versión extrema del romántico “te llevo dentro de mí”– vincula a Lulú con Dos disparos, última película de Martín Rejtman, que también tiene un punto de partida dramático similar. Pero mientras en el film de Rejtman esas balas en el cuerpo eran autoinfligidas, producto de una represión que pugna por perder el control, en el de Ortega son una forma de comunicación entre los protagonistas, símbolo perfecto de su desborde. Detalles que hablan de los espacios en los que se mueven las obras de uno y otro, pero también del tono que cada uno elige para narrar: la ironía humorística sobre la que suele apoyarse Rejtman para Ortega representa un lujo que pocas veces puede darse. Otro elemento compartido entre Lulú y algunas películas de Rejtman son las escenas de baile. Dos disparos comienza con una en la que el protagonista, que luego se revelará parco, baila desaforado algún ritmo electrónico en una discoteca. Los personajes expansivos de Ortega en cambio bailan rocanrol en la calle, descalzos y tirándole tiros al cielo nocturno, con los relámpagos de una tormenta inminente en lugar de las luces estroboscópicas de la disco. Disimulada entre los pliegues de su realismo sucio, Ortega contrabandea una delicada inclinación por lo extraño, lo onírico y hasta lo místico, tres formas de no perder la esperanza cuando ya se ha perdido todo lo demás.
Wall Street visto como una farsa. La carrera como directora de la actriz Jodie Foster, cuyo currículum como intérprete es impresionante, es, por el contrario, breve, diversa y esporádica. Con apenas cuatro películas filmadas, Foster ha demostrado un amplio rango de intereses, de las luminosas (aunque no siempre felices) Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995) a la sombría y ambigua pero humana La doble vida de Walter (2011). Su opus cuatro, El maestro del dinero, estrenada en el reciente Festival de Cannes, sin dudas ensancha esa mentada amplitud de su filmografía, en la que es posible reconocer un permanente juego de equilibrio entre el drama y la comedia. En su último trabajo Foster aborda el complejo mundo del negocio financiero, en un nuevo intento por exponer uno de los rincones más oscuros y poderosos de la cultura estadounidense. Un tema que en el cine se volvió recurrente a partir de las sucesivas crisis que desde hace una década desestabilizan de manera sensible a ese sector vital del capitalismo. A diferencia de obras como El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013), o La gran apuesta, de Adam McKay, candidata este año al Oscar a la mejor película, El maestro del dinero no se mete en el mundo de las finanzas por el ámbito de los operadores de bolsa, sino que entra por una puerta lateral, la televisión, universo que no sólo no es ajeno a la estructura de los mercados financieros, sino un mecanismo indispensable para asegurar su crecimiento. El maestro del dinero es entretenida en tanto comedia y film de suspenso. Lee Gates es un periodista especializado en el negocio de la compraventa de acciones que conduce un show televisivo dedicado a monitorear los mercados y aconsejar a la audiencia acerca de las mejores inversiones. En este caso la palabra “show” es más apropiada que la más inocua “programa”, en tanto Gates es sobre todo un payaso mediático y un operador de bolsa antes que un periodista, un agente que promociona las acciones de aquellas empresas con las cuales tiene algún tongo previo. El problema es que esa mañana se cuela en el estudio durante la transmisión un joven que lo toma de rehén, le coloca un chaleco bomba y amenaza con hacer volar el estudio. ¿Sus motivos? Le hizo caso a Gates e invirtió todo su dinero en unos títulos que se desplomaron por una falla informática. Durante los dos primeros tercios de la película Foster convierte el drama en farsa, haciendo que sea el humor el motor del relato, pero sin olvidarse de tensar las situaciones en momentos más o menos oportunos. De esa manera pone en evidencia el carácter farsesco de uno de los negocios en los que se sostiene la parte más inmoral de la economía de mercado. La habilidad de George Clooney para juguetear con un personaje tan ridículo, pero sin hacer él mismo el ridículo, es la columna que sostiene dicha estructura. Pero a medida que el desenlace se aproxima, cada vez queda más expuesta la necesidad de la historia de dejar un mensaje claro. Más que claro: subrayado. Si al comienzo la película parecía dispuesta a señalar que la injusticia del sistema es el propio sistema, el final se vuelve condescendiente. Redime al héroe; elimina de cuajo al elemento incómodo (¿por qué en Hollywood todos los que se revelan contra las injusticias sistémicas siempre son loquitos peligrosos? ¿Sólo un trastornado puede oponerse a las injusticias estructurales de una sociedad como la estadounidense?); y reduce el problema a una anécdota. Un hecho de corrupción aislado que, al ser desactivado, salva el honor de uno de los negocios menos honorables que pueden existir. ¿Corresponde juzgar a El maestro del dinero por sus incongruencias ideológicas por encima de sus aciertos narrativos? Sí, en tanto Foster ha accedido a que dichos principios formaran parte i-neludible de la historia que quería contar. En ese sentido, el final amargo (pero feliz) aparece como una concesión innecesaria.
Con los méritos del buen cine clase B. Como en el fútbol, al cine clase B se lo suele emparentar con el descenso, con la baja calidad, como si esa B significara que una película que no integra la lista de favoritas de Hollywood en términos de producción y promoción también estuviera por debajo, necesariamente, de los estándares de calidad cinematográfica o narrativa. Es cierto que este tipo de cine, justamente por no estar sometido a la presión de tener que responder a la confianza desmedida de los productores, suele permitirse el lujo de tomar los caminos menos “nobles” de lo extravagante, lo absurdo o incluso lo ridículo. Pero eso no significa que los resultados no puedan ser tanto o más honrosos que los de aquellos casos que cuentan con el apoyo absoluto de la industria, muchas veces maniatados por su apego a las improbables fórmulas del éxito. En cambio otros como Mente implacable –tal el berretísimo título local de Criminal, de Ariel Vromen–, a veces resultan una opción más atractiva justamente porque tienen menos que perder y no le temen a la posibilidad de no dar la talla, de fracasar y hasta convertirse en parodias de sí mismas. Ya de por sí los policiales atravesados por una vena fantástica o por una arteria de ciencia ficción están a un paso de desbarrancar en ese tipo de abismos. Sobre esa cornisa hace equilibrio Mente implacable y aunque a veces queda colgando en el vacío, nunca se cae. O sí, pero para cuando eso ocurre ya se ha disfrutado de lo mejor. ¿Que la historia no es nada original? No, tampoco tiene ese mérito. Pero lo tiene a Kevin Costner que, liberado de la falsa corona que le calzaron en Hollywood hasta mediados de los ‘90, ahora puede permitirse hacer lo que se le antoja. Justamente por eso, por hacer lo que se le antojó en la excesivamente maltratada Waterworld (1995), fue que se quedó sin la corona a costa de mantener la dignidad. Si no fuera por la presencia de Costner, por ese carisma que no le han podido quitar, tal vez Mente implacable no valdría la pena. Si no fuera él quien cargara con la responsabilidad de interpretar a ese sociópata al que le implantan la memoria de un espía moribundo para poder atrapar a un anarquista que amenaza con hacer volar el mundo, seguramente el film perdería buena parte de su atractivo. Todo un mérito si se tiene en cuenta que el reparto es generoso en estrellas de todas las edades, incluyendo a una leyenda como Tommy Lee Jones, un hábil todoterreno como Gary Oldman, Ryan Reynolds como galán joven y Jordi Mollá, que le vuelve sacar punta a su personaje de psicótico. Acción, humor, una trama un poco loca, momentos emotivos que en otras manos hubieran resultado involuntariamente cómicos: casi todo funciona bien con Costner, incluso cuando no siempre las cosas sean del todo verosímiles. No importa: Mente implacable hace realidad la fantasía de tener 12 años otra vez y de estar mirando una de Sábados de Superacción. Eso logra el buen cine clase B.
Opuestos perfectos y complementarios. La historia de un adolescente poco popular de un pueblito inglés que ve corporizadas sus fantasías en un nuevo vecino que le propone tips para salir de perdedor le permite a Roberts hilvanar una historia de duplicidades extraña y sugerente. Aunque lo más fácil es decir que Just Jim –ópera prima como director del joven actor británico Craig Roberts– se trata de la historia del adolescente menos popular de uno de esos pueblitos pintorescos del interior de Inglaterra, ése al que todos sus compañeros toman de punto y que ni siquiera en su propia casa se siente ni atendido ni comprendido, la realidad es que esa sinopsis básica sólo representa la superficie visible del iceberg narrativo de la película. Just Jim es también una visita a la mente torturada y tortuosa del joven Jim, hijo de dos padres que han puesto toda su libido parental en su hija mayor, para quienes el menor es un bicho extraño al qué no tienen ni idea de cómo tratar y en quien sus compañeros de escuela sólo encuentran la cabeza de turco perfecta para tratar de sacarse el tedio de la mediocre vida pueblerina. Un recorrido por la galería de fantasías adolescentes creadas por el propio Jim para rellenar los huecos de una realidad dolorosa, en la que siempre le tocan los papeles del raro, el ignorado y la víctima. Sin embargo, Just Jim está lejos de aceptar las opciones ya transitadas, como la del retrato cáustico de los atormentados por el bullying al estilo Elefante (2003), de Gus Van Sant; o de regodearse en la enumeración de los tormentos a los que su protagonista es sometido, como en Ben X (2007) del belga Nic Balthazar; o de explotar a fondo un humor negrísimo como ya hizo Matt Johnson en The Dirties (2013). Aunque Just Jim es un revuelto en el que conviven en potente armonía el drama sotto voce, el humor más seco de la tradición británica y cierto suspenso expresionista al estilo David Lynch, entre todos esos elementos se destaca el camino borgeano de “El Sur”. Es decir, la corporización de una fantasía que le permite al protagonista alterar algunos detalles de su propia historia, para poder enfrentarla de manera más digna y hacer menos doloroso el destino que le ha tocado en suerte. Si en el cuento de Borges en medio de un delirio afiebrado Juan Dahlmann se imaginaba a sí mismo enfrentando, armado sólo con un puñal, a la mismísima muerte travestida en la figura de un gaucho cuchillero, en la película de Roberts Jim se adhiere a la presencia de su nuevo vecino, un estadounidense buen mozo, canchero y carismático que le propone una serie de tips para salir del rol de perdedor que el chico ha ocupado toda su vida. Los resultados finales de esta operación, claro, son bien distintos en cada caso. La figura del doble tiene un lugar destacado en la estructura de Just Jim, en tanto Dean representa el opuesto perfecto y complementario del protagonista, construido a imagen y semejanza de los héroes icónicos del cine clásico estadounidense, del cual el propio Jim es un voraz consumidor. Incluso el nombre de este nuevo amigo, Dean, remite a ese imaginario de joven rebelde hollywodense que Emile Hirsch representa con eficacia. A tal punto se complementan por oposición ambos personajes, que no resultará extraño que en algún momento los roles comiencen a invertirse. Una vez que Jim se ha convertido en la viva imagen de su mentor, será Dean el que comience a usurpar el lugar de hijo perfecto que el protagonista nunca consiguió ocupar en el corazón de sus padres. Si la figura del doble ya parece una referencia ineludiblemente freudiana, la sutil encarnación del deseo, la ubicuidad de lo onírico, la posibilidad del incesto y la humillación del padre, instancias tramitadas a partir de la aparición de ese otro idílico, confirman las ambiciones como director y guionista del joven Roberts. Y como intérprete, por supuesto, en tanto es el propio Roberts, antes actor que director, quien le presta su cuerpo al atribulado Jim, dotándolo de una nutrida caja de herramientas dramáticas que afortunadamente abrevan en un registro minimalista, rico en expresiones sutiles, en gestos capaces de enunciar sin palabras y oportunas explosiones de energía liberadas en el momento indicado. Y si bien este tipo de duplicidades no son un argumento infrecuente –David Fincher en El club de la pelea y al argentino Daniel de la Vega en Hermanos de sangre, sólo por citar dos ejemplos, han jugado con él–, Roberts consigue hilvanar una versión lo suficientemente extraña y sugerente como para hacer que la experiencia de Just Jim valga la pena.
Un rockumental alejado de lugares comunes. Rockumental: de eso se trata esta película cuyo título es una confesión de parte. ¿De qué otra cosa podría tratarse Poner al rock de moda sino de un documental sobre una banda de rock, los porteños Banda de Turistas, conocidos por su canción “Química”? Es posible que haya quien alce su dedo para citar aquella frase atribuida a Pappo (“Rock es AC/DC. ¿Fito Páez se parece a AC/DC? Entonces no es rock”), con la intención de aclarar de qué se habla cuando se habla de rock. Y aunque la charla entre los rockeros más conservadores y los menos dogmáticos podría ser interesante, no corresponde comenzar acá un debate sin fin acerca de los límites del género. Simplemente se aceptará que esta banda que se propone poner al rock de moda cumple con los requisitos necesarios y que por lo tanto el film efectivamente es un rockumental. Aunque está claro que el mencionado desafío de “poner al rock de moda” no entrañaría el mismo grado de dificultad si en lugar de tocar confortables canciones de rock ATP, los Banda de Turistas se dedicaran al áspero y rectilíneo mètier de los australianos. Ópera prima con la que Santiago Charriere participó de la Competencia Argentina del Bafici 2015, Poner al rock de moda tiene un punto a favor ya desde el comienzo: nada de triviales cabezas parlantes. Documental de campo, el film narra su historia desde el barro de los hechos que se propone contar, utilizando material original que abarca desde los primeros años de la banda hasta casi la actualidad. En efecto, Poner al rock de moda es un documento que registra las distintas etapas en la vida de Banda de Turistas, pero cuya línea evolutiva puede ser la de muchas otras bandas de rock. Bien vista, esa universalización del relato podría ser un mérito de Charriere como director y guionista, pero de algún modo es también su punto débil. Porque si bien la trama no carece de ciertos puntos de interés (el registro de un show que la banda da en México durante un temporal; la reconstrucción de cómo los músicos van amasando junto al productor Juanchi Baleirón, guitarrista de Los Pericos, la canción “Química”, que sería su éxito comercial más grande), lo cierto es que no hay grandes hitos ni momentos épicos que se destaquen con claridad en la historia de Banda de Turistas. Sólo un relato sobre cinco chicos de casi 30 a los que las cosas les salen bien. Pero sería injusto reducir la película de Charriere a ese detalle, porque más allá de lo dicho Poner al rock de moda ofrece algunos hallazgos. Sobre todo un interesante trabajo de fotografía y cámara, que le permitió al director crear un tapiz de texturas a partir de la variedad de soportes utilizados, que van del 8 y el 16mm a diferentes formatos de video. Un tejido que no sería posible sin un montaje cargado de detalles que le aporta fluidez visual a la narración. Y por supuesto, una banda sonora pegadiza, elegante, sólida, que parece adherir a una definición de rock más cercana a cierto dandismo que al cuero y las tachas con la que, es posible, Pappo no estaría de acuerdo. Si es que eso realmente importa.
Filmar superhéroes al ritmo correcto. En una era en que las películas de este tenor llevan la voz cantante, el director de Los sospechosos de siempre hace la diferencia. Con menos rosca política y más centrado en los conflictos mutantes, Singer compone uno de los armagedones más eficazmente filmados. Del mismo modo que quienes vivieron durante el apogeo del Imperio creyeron que Roma regiría por siempre el destino universal, así se ve el mundo del cine en la era de los superhéroes: como si no hubiera un futuro más allá de ellos. Pero la historia del cine, igual que la luz y el sonido, parece moverse como el mar, avanzando en ondas u oleadas. Y, ya se sabe, todas las olas mueren en la playa. Así como se extinguieron las comedias mudas, las aventuras de piratas, las superproducciones épicas, el western y el terror japonés, así se agotará el negocio de los superhéroes. Pero no por ahora, porque el género goza de estupenda salud y el estreno de X-Men: Apocalipsis es una prueba cabal de esa bonanza. Junto a Deadpool y Capitán América: Civil War, conforman el tridente del catálogo Marvel que este año demostró que el fracaso artístico de Batman vs. Superman: El amanecer de la justicia se debió sólo a una falla (otra falla) en la política creativa de su súper competidora DC Comics. Tercera entrega de la segunda trilogía dedicada a estos personajes de historieta, X-Men: Apocalipsis gira una vez más en torno a las complejas situaciones que deben atravesar estos individuos que a partir de distintas mutaciones gozan (y también padecen) de poderes más allá de lo humano. Aunque transcurre en 1983, uno de los períodos más álgidos de la Guerra Fría, esta vez la trama es menos rica en intriga política y se centra más en las continuas tensiones con las que los mutantes deben convivir. Por un lado, las que los separan del resto de los humanos, que sienten por ellos una mezcla de admiración y miedo. Por el otro, las fricciones dentro del grupo, siempre dividido entre los que se inclinan por aprender a coexistir con la humanidad y los que creen que la imposición de la especie más fuerte es la instancia final de todo proceso evolutivo. En ese contexto, el surgimiento de un poderoso mutante dormido que los antiguos egipcios tomaban por un dios, que pretende reinstalar su dominio en el presente, vuelve a representar una piedra de toque para abismar una vez más la grieta mutante. No es casual ni un dato menor que este último film vuelva a estar dirigido por Bryan Singer. Precozmente reconocido por el éxito de Los sospechosos de siempre (1995, su segunda película), Singer ya había estado a cargo del mencionado episodio previo de la serie, Días del futuro pasado (2014) y de los dos iniciales de la saga anterior, el primero de los cuales (X-Men, 2000) es nada menos que el punto de partida de esta era en que los superhéroes dominan el cine. Puede decirse entonces que Singer es el responsable de haber impulsado esta ola que al día de hoy es el mejor negocio que la industria del cine estadounidense ha tenido en su historia. Y aprovecha la ocasión para demostrar su experiencia, dando una modesta lección de estética aplicada al cine de acción y aventuras en el siglo XXI. Al contrario de artistas del engaño como Michael Bay (Transformers) o el propio Zack Snyder (Batman vs. Superman), para quienes lo único importante no es cómo se desplome el mundo en la pantalla, sino cuánto ruido haga, Singer compone uno de los armagedones más eficazmente filmados dentro de este género megalómano. Y todo sin apartarse del tópico destructivo. A diferencia del vértigo que propone Bay, basado en una velocidad de montaje que no permite captar más que fragmentos dispersos de una totalidad avasallante, o de las masturbatorias cámaras lentas de Snyder, Singer ofrece la posibilidad del detalle. Es sintomático que las escenas más emblemáticas y perdurables de estos dos últimos episodios le correspondan a Quicksilver, un personaje lateral dentro de las tramas, que tiene el don de moverse en la realidad a una velocidad fuera de las leyes físicas. A partir de la idea de filmar al personaje desplazándose con normalidad dentro de una escena que avanza muy lento, permitiéndole reorganizar a voluntad la coreografía de un instante, Singer no sólo consigue efectos cómicos brillantes, sino que parece firmar una declaración de principios. Según ella el cine no debería reducirse a amontonar imágenes/sonidos/ideas para apabullar al espectador, sino que debería ser el arte de acomodarlas en el campo cinematográfico (o fuera de él), de modo que al aplicarles movimiento se produzca en ellas un efecto determinado que el público primero sea capaz de aprehender, luego de comprender y por fin disfrutar. Parece fácil, pero no muchos lo hacen bien: esa es la gran virtud de X-Men: Apocalipsis.
Espectros que hacen más que asustar. El comienzo de la película podría hacer pensar en una de terror, aunque pronto queda claro que la cosa va por el lado del drama. Para construir la asifixiante atmósfera que rodea a la pareja protagonista, resulta esencial la labor de Charlotte Rampling. Un viejo matrimonio vive en un caserón en las afueras de un pueblito, en medio de la típica campiña británica. Están a una semana de celebrar sus 45 años de casados, pero de repente algo ha cambiado. Ella, que es algo más joven, espera a que él se vaya al pueblo y tras dudar unos segundos, sube al altillo sin estar del todo segura de que sea lo correcto. Pero algo la llama desde arriba. Max, el ovejero alemán que vive con ellos, empieza a ladrar sin que haya ningún motivo, como si su instinto le permitiera percibir algo que a ella se le escapa. Insegura, asustada y nerviosa, ella le grita al perro que se calle y desaparece por la boca oscura del desván que se abre en el techo. Arriba, revisando papeles, cuadernos, diapositivas que él guarda como recuerdo de una lejana vida anterior, ella será sorprendida por una presencia que surge repentinamente desde ese pasado pero que todo el tiempo ha estado ahí, escondida en silencio. Aunque no es un film de terror, sin embargo se puede considerar a 45 años, tercer largometraje del inglés Andrew Haigh y el primero que se estrena en la Argentina, como una película de fantasmas. No sólo porque la escena recién relatada y muchas otras dentro de la película están construidas a partir de atmósferas que tienen mucho de ese cine, sino también porque todo el relato gira en torno de una figura fantasmática. El punto de partida mismo de 45 años, que en términos estrictos es un drama, podría haber sido la excusa para una historia de ese tipo. Justo una semana antes de la fiesta de aniversario, Geoff (Tom Courtenay) recibe una carta desde Suiza en la que le informan que el cuerpo de Katja, su pareja anterior, fue hallado congelado e intacto en el fondo de una grieta junto a un glaciar. En ese mismo lugar había caído en 1962 durante una excursión, cuando ella y Geoff tenían algo más de 20 años, sin que entonces pudiera hacerse nada para recuperar su cadáver. La noticia conmociona a Geoff, pero de a poco comenzará a afectar cada vez más a su esposa Kate (Charlotte Rampling), quien comienza a sentir que esa mujer muerta hace más de 50 años se convierte en una presencia concreta que se interpone entre ellos. De ese tipo de fantasmas está habitado el relato que Haigh va hilvanando con paciente eficacia; espectros de la memoria capaces de hacer que el pasado se vuelva presente en un solo movimiento; el espíritu de un sentimiento irresuelto que retorna para poner en cuestión una vida entera. Con inteligencia, el director y guionista superpone la celebración con el duelo, haciendo que la sombra de uno vaya opacando las luces del otro. Y en el centro la figura de Kate, en torno de la cual Haigh estructura la película, haciendo que sus dudas y temores se conviertan en el hilo que guía la narración. A tal punto que si ella y Geoff comparten un mismo plano, la atención siempre está puesta en Kate y es él el desenfocado. Hay un gran cuidado en la forma en que el director va haciendo gráfico el agobio que progresivamente invade a Kate. Como esa escena en la que va al pueblo para comprarle un regalo de aniversario a Geoff y tras deambular perdida en sus cavilaciones, ella misma convertida en un fantasma, se detiene frente a una relojería. Mientras mira la vidriera es posible notar en su rostro como comienza a incomodarse y cuando al fin se retira angustiada, casi de reojo puede verse que, como la de cualquier relojería, la marquesina está repleta de publicidades que hacen gala del origen suizo del producto que promocionan. Con detalles mínimos como ese, Haigh va cerrando cada vez más el círculo en torno a la protagonista. Sin embargo la eficacia de la escena, igual que la del final o la del altillo, en la que proyectando unas diapositivas Kate descubre el verdadero fantasma que Geoff ocultó durante tantos años, no sería la misma sin una intérprete tan dúctil como Rampling. Dueña de un arsenal expresivo que el tiempo no consigue agotar, es la actriz la que sostiene no sólo al personaje sino, sin despreciar el potente trabajo de Courtenay, la que logra que su precisión y economía de recursos se conviertan en la gran riqueza de 45 años. Una de esas veces en las que una nominación a los Oscar, como el que recibió, representan un acto de justicia.
Otra historia harto convencional. Julie Delpy lo hizo de nuevo: una comedia con pretensiones de ingeniosa, inteligente e irónica que se agota en chistes perezosos, situaciones de manual y en la imitación femenina de Woody Allen que la directora y actriz se reserva para ella misma en algunas de sus películas. En particular en el díptico compuesto por 2 días en París (20017) y Dos días en Nueva York (2012). Es que Violette, protagonista de Loló, el hijo de mi novia, parece una reescritura de la Marion que protagonizaba aquellas. Inseguras, fóbicas, hipocondríacas, agobiadas por sus oficios y con algunas taras para vincularse con el sexo opuesto, a ambas sólo les falta tartamudear para reclamar su certificado de copia fiel del estilo y las formas patentadas por el gran director neoyorkino. Por desgracia no es lo único de lo que los dos personajes y las tres películas adolecen, pero lo que más se extraña de todo es la gracia que nunca les faltó a las mejores comedias de Allen, e incluso también a las peores. Violette es una cuarentona divorciada que desde hace algunos años no consigue un vínculo más o menos duradero con un hombre (o sea más de tres salidas) y hace bastante también de su última noche de sexo. Espoleada por su amiga Ariane, Violette comienza a salir con un ingeniero en sistemas, un nerd con todas las de la ley pero con quien la pasa bien y empieza a sentir que por fin se le dio. No sólo es un punto de partida abrumadoramente convencional, sino que el guión completa ese mal comienzo con una acumulación de chistes de lo obvio a lo olvidable, y ni siquiera la gracia de Delpy o las habilidades de un comediante reconocido como Dany Boon consiguen sacarle algo de jugo a esas piedras. Como si todo eso fuera poco y para abusar también del arquetipo de la comedia familiar tipo “El padre de la novia”, “La familia del novio” y sus variantes transitadas infinidad de veces (incluso por la propia Delpy), entra en escena Eloi (o Loló), el hijo algo más que adolescente de Violette, celoso hasta la psicopatía. La tarea de Loló en la trama es trabajar como una cuña entre su madre y su novio, buscando desbaratar cualquier atisbo de amor. Sorpresivamente, la labor de Vincent Lacoste en el rol del insoportable Lolo resulta lo más efectivo. Aunque es posible que sus ocurrencias no causen demasiada gracia, su gran mérito es provocar en el espectador una gran antipatía. Algo parecido a lo que producía ver al Correcaminos o a Jerry siempre derrotando al Coyote y a Tom: las ganas de verlos perder una vez. En un panorama tan mediocre, ese no es un mérito menor. Pero el final feliz, por supuesto, se encarga de arruinarlo.
Vengadores en el centro de la política La nueva entrega de la saga de superhéroes de Marvel acusa recibo de las críticas recibidas por películas anteriores y recupera algo de la fescura que exhibía Ant-Man. En el centro está el debate sobre si los Avengers pueden hacer justicia sin control alguno. Cuando hace un año se estrenaba La era de Ultrón, segunda parte de Los Vengadores, parecía que el boom de los superhéroes comenzaba a declinar tras haber tocado su techo en 2012, con la primera parte de esta misma saga, ambas dirigidas por Joss Whedon. Resumiendo, podría decirse que esta se reducía a cumplir con el viejo axioma de “Mucho ruido y pocas nueces”, para jugar con el shakespeareano título de otra de las películas de Whedon (incluida en la programación del Bafici 2015). Es cierto que en la primera había hecho todo bien, equilibrando comedia con acción, homogeneizando ambas partes y dosificando el metraje que le correspondía a cada uno de los importantes personajes que la habitaban: Thor, Viuda Negra, Hulk y las taquilleras figuras de Iron Man y Capitán América. Varios de ellos tenían sus propias sagas, la mayoría muy exitosas, y reunir tantos personajes y estrellas en el mismo plató es un desafío que esa vez Whedon superó con creces. Pero el año pasado fue distinto. Aunque La era de Ultrón contaba con los ingredientes de siempre, la cosa se volvió esquemática: destruir una ciudad –charla en la que los personajes se sacan chispas– destruir una ciudad –otra charla– escena dramática –destruir una ciudad– final que deja abierta la puerta para los próximos dos o tres títulos que seguirán extendiendo el universo cinematográfico de Marvel al infinito. Igual que sus personajes, los estudios Marvel (que desde hace unos años son parte del imperio Disney) demostraron tener grandes reflejos. Su respuesta llegó dos meses después. Film de superhéroes, sí, pero sobre todo una gran comedia protagonizada por Paul Rudd, Ant-Man le devolvió frescura al género y hasta ironizó con la fijación que el cine de gran espectáculo tiene en la actualidad con las demoliciones urbanas. Lecciones que fueron retomadas por los hermanos Joe y Anthony Russo en Civil War, tercera entrega de la saga del Capitán América, a la que los Russo suman otro componente que ya probaron manejar bien: el de la intriga internacional estilo Jason Bourne, elemento importante dentro de El soldado del invierno (2014), episodio anterior de esta serie, también dirigido por ellos. Aunque Civil War no está a la altura de las películas del agente amnésico (que en agosto tendrá su cuarta entrega), los Russo montan un mecanismo eficaz de conflicto global, en el que los enemigos se ocultan tras una red política, militar y de información tejida alrededor de todo el mundo, en la que la amenaza puede provenir incluso desde adentro del propio círculo íntimo. Buenos también para asimilar aquellos golpes de la crítica, los guionistas colocan en Civil War el detonador dramático en el repudio internacional que reciben los héroes luego de... destruir otra ciudad en la secuencia inicial. Inquietas por los métodos y la falta de control con que imparten justicia, las Naciones Unidas deciden aplicar un corsé protocolar a los Vengadores, proponiendo que el súper escuadrón se someta al máximo organismo internacional. Iniciativa que algunos de ellos aceptan con culpa, pero que otros consideran una amenaza. La famosa grieta. De un lado: Iron Man, líder de los que admiten la supervisión de la ONU. Del otro, encabezando a los desacatados, el Capitán América, para quien tener que responder por sus actos ante los estados soberanos del mundo es una tragedia. En un interesante gesto de autoconciencia, Civil War pone en cuestión la pasión destructiva del género y en el mismo movimiento se atreve a plantear los límites de la intervención militar en conflictos internacionales por parte de las potencias vigilantes. En dicho esquema, el Capitán América y su negativa a someterse a ningún control que no sea el de su propia conciencia, representa el papel que los Estados Unidos se reservan en el orden mundial que ellos mismos impulsan. No deja de ser interesante que un film de superhéroes se permita poner en escena semejante tema y presentar las dos posiciones, aunque ya desde el título queda claro de qué lado se ubica la película. Pero el gran mérito de los Russo sin duda consiste en terminar de poner la casa en orden, recuperando la esencia lúdica del género para dejarla al servicio de un efectivo thriller. No es raro que sean ellos, y no Whedon, quienes se encarguen de la doble tercera parte de Los Vengadores, que se estrenará en 2018 y 2019.