Mucho más que “una peli de animalitos” No se trata sólo de su excelencia técnica, que también es destacable; lo mejor del nuevo film del estudio del ratón es el tono elegido y sobre todo su manera de narrar, cruzando las buddy movies con el thriller y sin por ello desvirtuar su carácter infantil. Comenzar a elogiar a Zootopía, la habitual gran apuesta de principio de temporada de los estudios Disney, por el extraordinario nivel técnico de su animación, es empezar por lo más obvio. Lo cual no significa que no sea necesario porque, como ya es costumbre en los productos de la casa del ratón más famoso del mundo, es verdad que el trabajo realizado para dar vida a una megaciudad habitada por animales (cuyos diseño y arquitectura parecen basarse en las de Nueva York para las áreas céntricas y en las de Los Angeles para los suburbios) es excepcional. No podía esperarse menos de los padres de la animación industrial. Sobre todo desde que el genio creativo de John Lasseter, uno de los fundadores de los revolucionarios estudios Pixar, se hiciera cargo de las producciones animadas de Disney. Desde que él está al frente del área en 2006, rebautizada para la ocasión como Walt Disney Animation Studios, el salto de calidad entre el antes y el después es notable. Películas como Enredados (2010), Grandes héroes (2014) o la ya olvidada pero no menos elogiable La familia del futuro (2007), que representó el debut de Lasseter en su nuevo cargo, dan fe de un cambio en el estándar de calidad que abarca mucho más que los méritos técnicos y que hacen que hoy Disney viva una nueva era dorada. Un estatus que Zootopía viene a confirmar del modo más amplio.Lejos de limitarse a sorprender con el nivel de detalle con que los animales son humanizados o la precisión con que se imita el movimiento real de cada hebra del pelaje de los protagonistas, en Zootopía hay un cuidado análogo en los detalles que involucran la creación de personajes y la narración de una historia que no sólo posee un interés en sí misma, sino que dialoga y pone en marcha elementos esenciales del relato cinematográfico. Aunque comienza como una típica historia de superación, en la que la conejita Judy Hopps convierte en realidad su sueño de ser la primera conejo policía en la historia de la ciudad de Zootopía, lo cierto es que durante la segunda mitad el film deviene algo más parecido a un thriller policial que a una tierna historia de animalitos. Claro que tampoco se trata de Pecados capitales de David Fincher porque, por supuesto, la comedia es el género que marca el tono del relato; pero la trama policial está muy presente y es tomada con total seriedad. Tal vez al modelo al que más se aproxime Zootopía sea el de las buddy movies policiales (o buddy cops), aquel que de algún modo inauguró Walter Hill con esa gran comedia policial que es 48 horas. Como en aquella, en la que Nick Nolte hacía de un policía duro que necesitaba de la ayuda de un estafador parlanchín encarnado por el mejor de los Eddie Murphy posibles, acá también la novata oficial Hopps precisa de Nick Wilde, un zorro que se parece demasiado al personaje de Murphy. En ambos casos, aunque por diferentes motivos, las dos parejas tienen sólo 48 horas para resolver el misterio que las reúne.Más allá del alma policial que vertebra el relato, los elementos de comedia funcionan con suma precisión. Y además los creadores no le han temido a tomar las decisiones que fueran necesarias, por complejas que estas resulten a priori, para hacer que el producto final funcione. Por ejemplo, si toda la secuencia de los empleados públicos resulta maravillosa no es sólo por el acierto irónico de poner en su lugar a los lerdos perezosos (el estigma de la lentitud persigue a los burócratas de todas las latitudes), sino porque no se ha tenido miedo a dedicarle a ella todo el tiempo que necesita para funcionar de la manera en que lo hace. Si se tratara de música, a eso se le llamaría tempo. En el cine se puede hablar de timing, un elemento que es importante en cualquier caso, pero que en la comedia resulta fundamental. Y Zootopía hace gala de un timing minucioso, cuya evidencia se hace patente en un montaje muy certero que potencia sus no pocas virtudes narrativas.Si de ironías se trata, la película también cumple con honores. Como cuando los padres de Judy, dos conejos granjeros muy conservadores –más por timoratos que por convicción–, tratan de disuadir a la pequeña conejita de su idea de convertirse en policía, diciéndole que “tener sueños es hermoso, mientras no creas que al final se convertirán en realidad”. Una extraordinaria muestra de sarcasmo que se burla de una de las premisas que ha motorizado a muchas de las grandes películas (incluyendo aéesta) que los propios estudios Disney han producido desde el estreno de Blancanieves y los siete enanitos, el primero todos, hace ya casi 80 años.
Sobre la representación del periodismo En su retrato de la investigación del diario Boston Globe sobre abusos sexuales de sacerdotes, el film parece dialogar con la clásica Todos los hombres del presidente. Y comete un error habitual, el de representar a periodistas demasiado estereotipados. En primera plana es uno de los ocho títulos que este año están nominados para recibir el Oscar a la Mejor Película y uno de los cuatro cuyas historias están basadas en los siempre rendidores “Hechos Reales”. En esta oportunidad, la investigación que durante los primeros años del siglo XXI llevó adelante un grupo de periodistas del diario Boston Globe, que terminó destapando una red de abusos infantiles y encubrimientos dentro de la diócesis bostoniana de la iglesia católica. El caso fue seguido con atención en todo el mundo (en Argentina ocupó las páginas de casi todos los diarios importantes durante varias semanas) y sus revelaciones atroces provocaron una crisis en el seno de la iglesia que se extendió a escala global, llegando a involucrar a los niveles más altos del Vaticano. Nada de todo este escándalo de proporciones históricas habría ocurrido si aquellos periodistas del Globe de Boston no hubieran abierto la caja de Pandora.El tratamiento que En primera plana le da al asunto y el tono elegido para contarlo son similares al de otras películas de periodistas. No es disparatado ver similitudes entre ésta y, sobre todo, Todos los hombres del presidente (Alan Pakula, 1976). A pesar de retratar dos contextos históricos separados por más de 30 años, tanto la textura fotográfica como el tinte narrativo y los detalles de ambientación en ambas parecen recrear un mismo espacio y tiempo. Puede decirse que las dos ponen en escena el paradigma con el que se representa al oficio del periodista dentro del imaginario del cine estadounidense. A tal punto que podría pensarse que los personajes de Mark Ruffalo, Michael Keaton, Rachel McAdams y Brian d’Arcy James comparten con aquellos dos, interpretados por Dustin Hoffman y Robert Redford, no sólo la misma metodología laboral y el mismo código ético, sino que hasta pudieran ser contemporáneos e incluso compañeros de redacción.Esa precisión con que En primera plana se ajusta a los estereotipos tiene una razón de ser, vinculada directamente con el cartelito de los hechos reales del comienzo: subrayar el verosímil cinematográfico. El film reproduce lo que el espectador de cine promedio cree que es una redacción, lo que se supone que es un periodista, lo que se supone que es la realidad, aunque sólo se trate de sus versiones ficcionalizadas. Por eso el punto débil de En primera plana son las actuaciones, por ejemplo la de Ruffalo, nominado a Mejor Actor de Reparto. Habitualmente un actor sólido, capaz de calzarse con comodidad el traje del hombre común, esta vez pone en acción el kit completo de tics con que el cine representa a los periodistas: hiperkinético, pasional, proactivo, sensible, con conciencia social, civil y hasta de clase. Lo mismo se puede decir de buena parte del elenco que, cada uno en su rol, se encarga de dejar claro que se trata de actuaciones “serias”. Con excepción del gran Michael Keaton (con cierta experiencia en periodistas dado su personaje en un film de tono diferente, El diario, de Ron Howard), que vuelve a demostrar que le pueden tirar con un Batman, con un Beetlejuice, con un Birdman y hasta con un periodista, que él siempre encontrará la manera de salir bien parado del desafío.
Superhéroe de la incorrección Mosca blanca en el universo de los tanques de Hollywood, el nuevo producto de la factoría Marvel conserva el humor negro y la violencia roja del comic, con un protagonista que rompe la “cuarta pared” y un humor que recuerda a los personajes de Tex Avery y Chuck Jones. Puede ser que Deadpool, la versión cinematográfica del popular personaje de historieta creado por Marvel Comics, esté algo sobrecargada, que a veces tenga poca sustancia más allá del oscuro encanto de su protagonista; e incluso es posible que los detractores de Ryan Reynolds, protagonista de la película, tengan razón cuando lo postulan como sucesor de Ben Affleck en el trono virtual del peor actor de Hollywood. Quizá todos estos argumentos tengan algo de cierto y es posible que, vista con malos ojos, hasta se pueda jugar a escribir una crítica en contra de este film, el primero de Tim Miller como director. Claro que para eso es necesario realizar un ejercicio de mezquindad explícita, haciendo caso omiso de las virtudes que le permiten a Deadpool trascender sus desbalances. Y, siendo pragmáticos, ¿a quién le importa todo lo anterior si al terminar la proyección es evidente que se ha pasado un buen momento? Porque Deadpool es un buen entretenimiento y ante esa certeza lo mejor es, sin esconder sus debilidades, empezar por enumerar sus aciertos.En primer lugar, la buena adaptación al lenguaje cinematográfico de un personaje para nada sencillo de llevar a la pantalla. Es cierto que algunos rasgos de Deadpool, como su sentido del humor integrado por partes iguales de absurdo, infantilismo y un sarcasmo muy agresivo, sumado al constante recurso de salirse de la lógica narrativa para dialogar con el público en forma directa (la llamada “ruptura de la cuarta pared”), hacen suponer que se trata de un personaje perfecto para el cine. Pero es en esa aparente simplicidad donde estriba el gran desafío de no pasarse de la raya (al menos no más de la cuenta). Y Miller logra caminar sobre ese filo con un equilibrio al que, por suerte, muchas veces se permite desestabilizar, pero sin dejar que la cosa acabe en caída. Inestabilidad que, por otra parte, resulta utilitaria para iluminar el desequilibrio del personaje, un ex mercenario devenido matón que acepta realizar un cruel experimento, en un intento desesperado por curar un cáncer fulminante que amenaza con destruir su apasionada historia de amor con Vanessa, una sensual y alocada chica nocturna.Dentro de la mencionada fidelidad de la adaptación, resulta una sorpresa bienvenida la decisión de no aligerar el tono de una historieta que se caracteriza por el humor negro –que con frecuencia se vuelve rojo, debido a la sostenida violencia que despliega su protagonista–, cargado de alusiones sexuales y otras gracias de la incorrección política. Un riesgo que no es habitual en los grandes estudios, siempre atentos a la confección de productos multitarget que les permitan llenar las salas con espectadores de todas las edades. Deadpool ha recibido restricciones muy altas en los países en los que se proyecta (en la Argentina fue calificada como SAM 16 c/R). Tratándose de una de las películas más esperadas del año por los fanáticos de las historietas de superhéroes, que en su mayoría son chicos por debajo de la edad límite, esa decisión representa una mosca blanca dentro del género de los blockbusters. Como ejemplo alcanza con mencionar que ya en su primera secuencia Deadpool lleva el asunto de la destrucción, la violencia y el gore a niveles dignos de Tomy y Daly, la sádica parodia de Tom y Jerry creada por Matt Groening dentro de Los Simpson.La cita es oportuna, porque en Deadpool hay mucho del humor visual y físico y del slapstick violento que eran propios de la era dorada de los cortos animados, con maestros como Tex Avery o Chuck Jones como referencias indiscutibles. Del trabajo de ambos sin dudas se ha nutrido Miller quien, a pesar de debutar con esta película como director, tiene probada experiencia en el campo de la animación, habiendo ganado en 2004 un Oscar por el corto Rockfish y siendo nominado un año después por Gopher Broke (ambos pueden verse en YouTube). En los dos –pero sobre todo en el último–, las influencias de Jones y Avery son evidentes y vuelven a aparecer con claridad en Deadpool. Lo mismo ocurre con la interpretación de Ryan Reynolds, en la que es posible detectar fácilmente puntos de contacto nítidos con algunos de los trabajos de Jim Carrey, el comediante que mejor supo reproducir en vivo el humor de aquellos psicóticos e increíblemente divertidos cartoons. En ese diálogo con los clásicos se encuentra lo mejor de Deadpool y eso alcanza para que el valor de una entrada valga la pena.
Otro nuevo muñeco maldito anda suelto No hay que ser cinéfilo para saber que las películas sobre muñecos malditos como El niño, dirigida por William Brent Bell, representan un virtual subgénero del cine de terror. Una genealogía que incluye títulos famosos, nombres célebres y personajes memorables ya desde su origen con El gran Gabbo (1929), protagonizada –y codirigida desde las sombras– por el gran Erich von Stroheim. O Magic (1978), de Richard Attemborough, con las actuaciones de un joven Anthony Hopkins, Ann-Margret y Burgess Meredith. A éstos se debe sumar a Chucky (Muñeco diabólico, de Tom Holland, 1988), que en Argentina alcanzó tal popularidad que hasta sirvió de inspiración para que alguien le pusiera al actual entrenador de River, Marcelo Gallardo, el apodo por el cual sigue siendo conocido. La lista es larga y no alcanzan ambas manos para enumerar a los muñecos aterradores dignos de mención. En el camino se los hizo objeto de posesiones demoníacas, maldiciones milenarias o se los utilizó como canales para viabilizar los diferentes trastornos de la personalidad que padecen sus ocasionales dueños.Hay varios puntos de interés en El niño. El más obvio es que cimenta su imaginario con fragmentos de todos los elementos que el subgénero viene acumulando desde su espontánea creación (y la trama no tarda en ir sembrando indicios que llevan a cualquiera de esos destinos). Pero además hay una voluntad manifiesta de jugar con varios de los elementos sobre los que Sigmund Freud, apoyado en el relato “El arenero”, del alemán E. T. A. Hoffmann, fundó su ensayo Lo Siniestro. Principalmente el papel de los autómatas, aquellos muñecos mecánicos capaces de simular la vida, y el asunto del doppelgänger (del alemán, doble). Aunque a esta altura eso también se ha convertido en un lugar común dentro del cine de terror.Greta es una joven niñera estadounidense que, tratando de alejarse de circunstancias personales dolorosas, viaja a Inglaterra para hacerse cargo del hijito de una pareja que ha decidido tomarse unas vacaciones. Que la casa a la que llega resulte un caserón lóbrego, que los padres del chico sean una pareja de ancianos y la criatura en cuestión resulte ser un muñeco de tamaño natural y piel de porcelana, harán que Greta sepa que algunas cosas no están del todo bien en su nuevo trabajo. Si al principio el asunto parece apuntar a la locura de los dos viejitos que suplen con el muñeco la ausencia de su pequeño hijo Brahms, muerto hace años en circunstancias trágicas y poco claras, bastará que Greta se quede sola en la casa para que todo gire hacia la historia de fantasmas más bien clásica. Pero para el final la película se guarda una vuelta de tuerca que reencauza las cosas hacia una variante más o menos inesperada. Tan eficaz como predecible, en el camino El niño aprovecha el contraste entre conservadurismo europeo y modernidad americana para generar ciertos espacios de inquietud. Aunque también abusa de golpes de efecto y de inserts contextuales (planos de animales embalsamados o tomas escoradas y malintencionadamente iluminadas de la casona) para generar un ambiente tétrico logrado, pero de manual.
Un doc que deja a Todos Contentos Aunque parezca contradictorio, este retrato de la comunidad taiwanesa asentada sobre la calle Arribeños, en un radio que no excede de las cuatro o cinco manzanas, se revela en verdad como un vívido fresco de la esencia del ser argentino. Aunque Arribeños, del argentino Marcos Rodríguez, es en términos estrictos un documental sobre la colectividad chino-taiwanesa asentada en el Bajo Belgrano, que con el tiempo acabó dando forma a lo que hoy todo el mundo conoce como el Barrio Chino de Buenos Aires, una mirada más amplia y detenida confirma que en realidad se trata de un documental sobre la Argentina. O sobre argentinos. Porque aunque parezca contradictorio que un retrato de la comunidad taiwanesa pueda en realidad ser un fresco de la esencia del ser argentino, en efecto lo es y la verdad que eso no debería sorprender a nadie. Pero, ¿cómo? ¿De qué manera se puede llegar de lo particular (los chinos de la calle Arribeños) a lo general (los argentinos)?Pues bien, de la misma manera en que las comunidades italianas, árabes, alemanas, paraguayas y los cientos de otros colectivos inmigrantes que aportaron su flujo humano y cultural para construir lo que hoy representa este país al sur de todo, así Arribeños demuestra que en ese Barrio Chino tal vez ya no quede ningún chino, sino argentinos nacidos en Taiwán. Sobre esa idea maravillosa (aunque nunca enunciada de modo explícito) es que Rodríguez construyó ésta, su segunda película.Sutilmente compleja, Arribeños se estructura a partir de una variada sucesión de planos fijos.Sutilmente compleja, Arribeños se estructura desde lo formal a partir de una sucesión de planos fijos de diferentes espacios, reconocibles para quienes hayan estado alguna vez ahí, de ese Barrio Chino que ha tomado el tramo inicial de la calle Arribeños, a metros de la estación Belgrano C del ferrocarril Mitre, como espina dorsal en torno de la cual organiza su actividad económica y social. Son esos planos fijos los que permiten la mirada “amplia y detenida” a la que alude el párrafo anterior. Y no hace falta más. Ahora que algunos directores mexicanos parecen haber descubierto la pólvora del plano secuencia híper barroco, Rodríguez y la directora de fotografía y operadora de cámara Ada Frontini (directora del documental Escuela de sordos) demuestran, tal vez sin habérselo propuesto, que el plano fijo es una herramienta cinematográfica de una riqueza tanto o más formidable, capaz de transmitir justamente lo opuesto de lo que el propio nombre del recurso pareciera significar. Porque en los planos fijos de Arribeños lo único fijo es la cámara. Delante de ella se desenvuelve la vida misma. La vida a veces apacible y otras bulliciosa de ese organismo colectivo que es cualquier barrio, compuesta por el entramado de las miles de vidas de quienes lo habitan o visitan, de las actividades que ahí se desarrollan y las historias que en silencio tienen lugar sobre sus calles, día tras día. Para conseguirlo sólo hizo falta tener la inteligencia narrativa de elegir el lugar y el momento precisos en dónde fijar la cámara. Parece fácil; no lo es.Sobre esos planos, las voces de distintos miembros de la colectividad taiwanesa, vecinos del Barrio Chino porteño, dan cuenta de lo que ese espacio representa. Aunque lo que cada una de las voces cuenta es una experiencia individual, el hecho de que los relatos se mantengan en un off estricto, sin revelar nunca el rostro de quienes los enuncian, permite aquello que se mencionó antes. Que lo particular se vuelva general y esa pluralidad de voces construya un discurso colectivo. Y todavía más: que cada una de esas historias que dan cuenta de las dificultades propias que debieron sortear los inmigrantes chinos y taiwaneses, no sólo puedan ser traspoladas a los inmigrantes de otras naciones orientales (japoneses, coreanos, etc.) sino, de la manera más amplia y universal, a cualquier hombre o mujer de buena voluntad que alguna vez haya tomado la decisión de habitar el suelo argentino.Es así que en algunas de las historias podría obviarse el hecho de que son contadas por una voz con el característico castellano de los inmigrantes orientales e imaginarlas narradas con una tonada francesa o italiana para caer en la cuenta del carácter ampliamente argentino de dichos relatos. Arribeños no es, entonces, el retrato acotado de un barrio que no tiene más de cuatro o cinco manzanas, sino un relato universal de inmigración. Un cuento de inmigrantes, sencillo pero potente, que vuelve a contar desde el lugar menos pensado, la historia de un país compuesto por gente que, entre muchos otros orígenes posibles, desciende de los barcos.
Remake como parte de un linaje Como la Rocky original, Creed es un clásico relato de superación, un drama emotivo en el que la fe en uno mismo y el sentimiento de pertenencia a un núcleo familiar que se elige ocupan el centro del ring. Sylvester Stallone recupera lo mejor y más esencial de su personaje. Hace cuatro décadas, con el éxito de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), comenzaba la era de las sagas, un fenómeno que hoy es uno de los pilares del negocio del cine. Sin embargo, ya algunos años antes se habían estrenado películas que acabaron convirtiéndose en sagas, como El Padrino (Francis Coppola, 1972), y otras, como Tiburón (Steven Spielberg, 1975), en algo que, sin llegar a tanto, al menos derivó en una serie de películas que iban sumando numeritos correlativos y ascendentes detrás del título original (en casos así, lo correcto sería hablar de simples franquicias). Entre las grandes sagas que Hollywood alumbró en ese último medio siglo, es posible que la del boxeador Rocky Balboa, creada, actuada y a veces dirigida por Sylvester Stallone, sea la que tiene peor prensa. Y, sin embargo, quizá se trate, sino de la mejor, al menos de la más pareja y entretenida.La Rocky original fue nominada a diez Oscar, de los cuales se llevó tres, incluyendo Mejor Director (John Avildsen) y Mejor Película. Le ganó a nombres como Ingmar Bergman, Sydney Lumet, Lina Wertmüller o Alan Pakula, y a títulos como Taxi Driver, Todos los hombres del presidente o Poder que mata). Cuatro décadas más tarde, llega Creed, corazón de campeón, dirigida por el prometedor Ryan Coogler, y no se sabe si este nuevo film debe ser considerado el séptimo capítulo de la serie, un spinoff o el hipotético inicio de una nueva saga. Incluso, puede que sea todo eso al mismo tiempo. Pero hay algo que Creed es sobre todas las cosas: una remake de Rocky. Es cierto que, tras el éxito de la película en 1976, casi todos los films de boxeadores son un poquito remakes de Rocky, pero en este caso hay un linaje de sangre que legitima la maniobra.Como aquella, Creed también es un clásico relato de superación, ese gran mito de la cultura estadounidense. Sólo que si Rocky era una fábula barrial y su protagonista un neto paladín de la clase obrera, en el caso de Adonis (gran trabajo de Michael B. Jordan), hijo de Apollo Creed (aquel que primero fue némesis y luego amigo de Balboa), ese camino del héroe deberá ser forzado a cumplirse luego de que la viuda de su padre lo rescate de un reformatorio a los 12 años. Así, el protagonista salta sin escalas de la marginalidad a una vida opulenta en la mansión de Apollo, muerto en combate boxístico-ideológico en la apoteósica Rocky IV (1985). Será el propio Adonis quien deberá volver a “hacerse pueblo” para retomar su camino en el punto en el que fue apartado de él.Igual que Rocky, Creed no es sólo una película de boxeo, sino un drama emotivo en el que la fe en uno mismo y el sentimiento de pertenencia a un núcleo familiar que se elige ocupan el centro del ring. El boxeo apenas es el catalizador que hace que todas las lágrimas acumuladas se vuelvan incontenibles. Sí, Creed es una película de llorar, con ganas y con gusto, igual que Rocky. Y en eso tiene mucho que ver la figura de Stallone.Mil veces despreciado, a veces con razones atendibles (desde mediados de los 80 hasta comienzos del siglo XXI su carrera fue errática), durante años Stallone cargó el estigma de que el público proyectara en él las pocas luces de sus personajes emblemáticos, como Rambo o el propio Balboa. Por el contrario, se trata de un hombre que desde el cine supo leer con inteligencia, tal vez como nadie, el contexto político de los años finales de la Guerra Fría, para crear personajes que se convirtieron en símbolos de Occidente. Lo mismo pasó en los últimos años, en los que relanzó con éxito su carrera de héroe de acción. Es cierto que se puede discutir sobre el contenido político de algunas de sus películas, pero en el caso Rocky consiguió que, con excepción del episodio cinco, cada uno entregara mucha tela para cortar. Y si Creed se trata de cómo convivir con una herencia pesada, la película cumple con creces el objetivo de sostener su propio legado con dignidad.En el camino ofrece algunos hallazgos inesperados, como un puñado de planos secuencia de una aparente sencillez técnica que es inversamente proporcional al peso dramático que aportan, como los que llevan a Adonis desde el camarín hasta el cuadrilátero en cada una de sus peleas. Lo contrario de lo que una semana atrás ofreció Alejandro González Iñárritu en The Revenant. Si algún reproche se le puede hacer a Creed es la ausencia de un rival con verdadero peso cinematográfico, algo que le sobraba tanto al Apollo Creed que encarnaba Carl Weathers, como al Cluber Lang de Mr. T o al Iván Drago de Dolph Lundgren. De vuelta a Stallone: su labor encarando la vejez de Rocky recupera lo mejor y más esencial del personaje, en línea directa con el film de 1976 y con la entrega anterior, Rocky Balboa (2006). Sin dudas, el Oscar a Mejor Actor de Reparto al que está nominado ya tiene grabado su nombre. No sólo porque será justo, sino porque el golpe emotivo que representa la sola idea de ver al viejo Sly subiendo a recibir el premio es un momento único que el mundo del show business no se permitirá perder.
Sobreactuando la clarividencia En la mente del asesino es una de esas películas que exige ciertas habilidades para que el universo fantástico en el que se desarrolla la trama cuaje dentro de un relato más bien realista. Dirigida por el director brasileño Afonso Poyart, pertenece a esa variedad del policial en la que un clarividente ayuda al investigador a aclarar algunos crímenes en apariencia irresolubles. El subgénero incluye obras tan diferentes como La premonición (Sam Raimi, 1999) o Sentencia previa (Steven Spielberg, 2002), y series como Medium o El mentalista, en las que Patricia Arquette y Simon Baker interpretan a los detectives paranormales del caso. Incluso hay ejemplos dentro del cine nacional, como La plegaria del vidente, de Gonzalo Calzada, con Juan Minujín en el rol de un vidente ciego cuyas visiones ayudan a intentar resolver una serie de asesinatos de prostitutas.Hay dos detalles que, sin llegar a ser méritos, se le deben reconocer a En la mente del asesino. En primer término la voluntad de asumir los riesgos que el subgénero demanda, enunciados al inicio del párrafo anterior. Y en segundo lugar, la tenacidad con que el film se toma muy en serio a sí mismo y a todo lo que cuenta. Que incluye, claro, al vidente de rigor, encarnado esta vez por Anthony Hopkins, colaborando con una dupla de policías cuyos roles ocupan la australiana Abbie Cornish y esa cruza entre Robert Downey jr. y Javier Bardem que es Jeffrey Dean Morgan. Tan en serio se toma, que ahí comienzan sus problemas, la mayoría vinculados con una dificultad para lograr un mínimo nivel de credibilidad. Porque, con buena voluntad, hasta el espectador más escéptico, es capaz de admitir alguna que otra paranormalidad en pos de dejarse llevar por una historia bien contada. Por el contrario, resulta imposible tomar en serio un relato que en pleno 2016 plantea, por ejemplo, la posibilidad de contagiarse VIH a través de sangre que lleva varias horas disuelta en agua y que, a partir de un razonamiento presuntamente lógico, vincula la enfermedad con los homosexuales, como si hubieran regresado los 80 y el cadáver de Rock Hudson aún estuviera tibio.Pero no son sólo esos detalles los perfilan mal al asunto. Ya desde el comienzo los actores entregan indicios evidentes y constantes de sobreactuación, en muchos casos empujados por un guión que peca de efectista; en otros por simple convicción. Es el caso de Hopkins, que hace rato parece funcionar sólo en modo sobreactuado. El efectismo también se percibe en otros aspectos de la construcción propiamente cinematográfica: un montaje pasado de rosca; la recargada estética onírica de las visiones; cierto salvajismo gratuito que parece insertado in media res sólo para alimentar el morbo; sentimentalismo barato. Apenas mejora el promedio la larga secuencia final, en donde lo señalado no deja de estar presente, pero narrado con buen tempo, generando una tensión legítima y disfrutable.
Registro amplio y vívido de una época El desafío que representa el hecho de crecer, no sólo en términos biológicos sino también musicales y políticos, es el tema de este documental que traza un retrato certero de la escena punk de Washington DC entre 1980 y 1990. “Añorando aquellos días/ en los que me puse este traje por primera vez [...] Demasiadas voces/ Me han enmudecido [...] ¿A dónde me puedo bajar? [...] Mirá lo que somos ahora / Nos ablandamos y nos pusimos gordos/ Esperando el momento/ Ya no hay forma de volver/ Tan serios/ Habitando en nuestros recuerdos/ Pero ya no hay hechos.” Algo recortada, esta es la letra de “Salad Days”, canción que cierra Out of Step, segundo y último disco de Minor Threat, banda seminal de la escena hardcore punk en Estados Unidos, editado en 1982. Curiosamente, aunque sus versos parecen reproducir el lamento de una persona que, ya grande, siente nostalgia por los viejos tiempos, tanto el vocalista Ian MacKaye como el resto de sus compañeros no tenían más de 20 años cuando la banda se separó en 1983, dejando como último legado esta canción. Una instantánea de ese momento crucial en la vida de cualquiera, que es el final de la adolescencia. El incómodo desafío que representa el hecho de crecer, entendido no sólo en términos biológicos sino también musicales y políticos, es el tema de este documental que traza un retrato certero de la escena hardcore punk que surgió y creció en la ciudad de Washington DC entre 1980 y 1990, titulado de manera nada casual Salad Days.Tanto la figura de MacKaye como la de su banda ocupan el centro de este relato que escribió y dirigió Scott Crawford. Los Minor Threat porque, junto con Bad Brains, son los emergentes más populares de aquella escena. Y MacKaye porque, además de ser el fundador de Dischord Records, sello independiente aún activo que, sin proponérselo, se encargó de llevar un registro amplio y vívido de su propia época, es sobre todo el cantante que por un rato le prestó su voz y convicciones a sus compañeros de generación.Aunque no se trató de un fenómeno único dentro de los Estados Unidos –tanto en Los Angeles y San Francisco como en Nueva York se dieron movimientos análogos, aunque con menor nivel de cohesión–, la escena del DC tiene la plusvalía de haber tenido lugar en la ciudad que es el corazón político de un imperio que se encaminaba a la hegemonía global.Contemporáneo del triunfo y apogeo del reaganismo, y nacido en la ciudad cuya principal industria son las instituciones de la nación, la movida del DC hardcore en parte es una consecuencia de las durísimas políticas económicas, bélicas, sociales y culturales que Ronald Reagan sostuvo a lo largo de sus ocho años de gobierno, del mismo modo en que la aparición del punk en Londres, en 1977, también representó una reacción cultural al férreo liberalismo impulsado por Margaret Thatcher. El surgimiento del DC hardcore es, entonces, uno de los fenómenos políticos más interesantes que se hayan dado dentro del gran cambalache del rock. Y Crawford parece tenerlo bien claro.Ya en la secuencia inicial de títulos, entre las reproducciones facsimilares de fanzines, tapas de discos y fotografías de las bandas tocando en vivo, se intercalan las imágenes televisivas del intento de asesinato del que fue víctima el entonces presidente y los retratos de figuras como el coronel Oliver North, pieza clave y chivo expiatorio en el escándalo Irán-Contras, o Marion Barry, el alcalde negro de la ciudad al que en 1990 el FBI encontró en un hotelucho fumando crack con una prostituta.Aunque el relato avanza a partir del clásico dispositivo de cabezas parlantes, lo valioso de Salad Days son, por un lado, esos testimonios de algunos próceres de aquella movida, de MacKaye al testosterónico Henry Rollins. Pero también la palabra de Thurston Moore, guitarrista de Sonic Youth, o la del ubicuo Dave Grohl, que vienen a certificar el vínculo y enorme influencia que el DC hardcore tuvo en movidas posteriores y mucho más masivas, como la del rock indie primero o el grunge, poco después. Otro hallazgo son las imágenes obtenidas por el fotógrafo Jim Saah, por entonces también un adolescente, que registran la poderosa sinergia que se daba entre las bandas y el público en los shows de Minor Threat, SOA, The Faith, Bad Brains, Void, Government Issue, Gray Matter o Fugazi, entre otras. Asimismo es posible destacar la elección de una estética de diseño y montaje que remite a la de los fanzines punk típicos de la época, gentileza del propio Saah, responsable de la fotografía y la edición de este potente retrato generacional que es además un valioso documento de época.
pescado La nueva película del director de Birdman representa un catálogo de destrezas cinematográficas de alta complejidad, pero cuyo aporte al film no siempre resulta positivo, empezando sus agobiantes planos secuencia filmados con una lente gran angular. iDurante la primera mitad de la década de 1990, una figura del punk vernáculo (a quien se evitará mencionar por su nombre, porque la cita es de memoria y las palabras quizá no sean exactas) criticó a Charly García por usar el eufemismo “dinosaurios” para referirse a los militares, convencido de que al hijo de puta no hay mejor manera de llamarlo que esa. Algo parecido decía un cartel pegado en el espejo del protagonista de Birdman, en la primera escena del trabajo con el que Alejandro G. Iñárritu arrasó el año pasado en los Oscars: “Una cosa es una cosa, no lo que se dice de ella”. O sea: Un hijo de puta es un hijo de puta, no un dinosaurio. Los puntos de vista son atendibles, aunque en esencia lo que ambos proponen es un desprecio por los recursos básicos de los que suelen valerse los artistas. En este caso, la metáfora. Algo de eso también vale para The Revenant: El renacido, film que otra vez coloca a Iñárritu entre los favoritos de la Academia.Desde que comenzó a girar por el mundo, el elogio repetido para The Revenant viene por el lado de lo arduo que resultó su rodaje, tanto para los actores como para el equipo técnico. Es lo primero que dijo el conductor de la transmisión realizada por la cadena TNT cuando la película gano el último de sus tres Globos de Oro. Un reconocimiento que intenta posicionar al film en la categoría de hazaña, por poco a la altura de la conquista del Polo Norte o la subida al monte Everest. Eso se debe a que fue filmada en salvajes escenarios naturales, durante un crudo invierno real y auténticos 20 grados bajo cero que lo congelaban todo, desde cámaras y equipos hasta los huesos del propio Leonardo DiCaprio, protagonista y nominado a Mejor Actor. Porque el frío no debe ser sólo una idea y parece que al mexicano no le alcanza con que el actor lo actúe, sino que es necesario frizarlo para que padezca lo mismo que su personaje. El famoso método de Lee Strasberg pero llevado a nivel Iñárritu. Ya se sabe: la cosa es la cosa y no lo que de ella se pueda decir. En contra de semejante despliegue de producción (y pretensión), la historia del cine está llena de películas increíbles filmadas dentro de un estudio cerrado, usando escenarios de cartón piedra y en las que los actores actúan, nomás. Claro que del mismo modo hay que recordar a favor de The Revenant que también existen Buster Keaton y El maquinista de la General, Coppola y Apocalypse Now! o Werner Herzog y Fitzcarraldo.Sin dejar de ser relevante a la hora de hablar de cine, todo lo anterior no necesariamente importa al evaluar lo que se supone es lo importante: el resultado final. La película misma. Lo cierto es que The Revenant representa un catálogo de destrezas cinematográficas de alta complejidad, pero cuyo aporte al film no siempre resulta positivo. Mucho se ha hablado de la grandilocuente labor del camarógrafo Emmanuel Lubezki. Sin dudas impactante, pristina, capaz de aprovechar cada fotón de luz para componer imágenes que parecen más vivas que la propia vida, la fotografía de Lubezki es el alma de The Revenant. Por eso es ahí donde los excesos del trabajo de Iñárritu (un director decididamente barroco que profesa una fe ciega por el exceso) comienzan a hacerse visibles. Por un lado en el uso desmedido de grandes angulares, que termina produciendo el efecto contrario a la inclusión que parece buscar. Durante la secuencia inicial –que dialoga de manera abierta con el comienzo de Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg–, en la que un malón de indios masacra a un grupo de traficantes de pieles, la mirada panorámica consigue crear una proximidad agobiante que permite sentir que se está ahí, deambulando entre los protagonistas, pero sin necesidad de anteojitos ni de 3D. El resultado es perturbador. Pero a medida que el relato avanza, esa misma amplitud comienza a dejar al espectador afuera, reduciendo el asunto a un ejercicio de contemplación ampliado.Sin embargo, tal vez la mayor flaqueza de The Revenant radique ahí donde se supone habita su principal virtud, en el complejo trabajo coreográfico que demandan los numerosos planos secuencia que componen la película. Si bien en principio pueden provocar asombro (la misma secuencia inicial alcanza como botón de muestra), lo cierto es que quizá nada, más allá de la vanidad, justifique desde lo dramático semejante despliegue. La obsesión de Iñárritu por ese tipo de dispositivos parece tener más que ver con un virtuosismo vacuo que con un ethos narrativo. Excesos formales en los que se cifran excesos de otros órdenes y que confirman a Iñárritu como un director más preocupado por el tamaño de sus travellings que por los sentidos que estos deberían hacer circular dentro de sus relatos.
La nueva versión del fin del mundo Al final La quinta ola es todo lo que cualquiera con algo de cine en el pedigrí se puede haber imaginado al ver el trailer o los afiches de promoción callejeros. Una distopía que narra otra versión del fin del mundo a partir de un nuevo ataque extraterrestre, pero sin la gracia de, por ejemplo, Día de la independencia de Roland Emmerich. Pero puede ser peor. Porque es cierto que se trata del relato distópico de un apocalipsis alienígena sin el encanto del opus magnum del director alemán, pero también de una nueva saga de ciencia ficción basada en otra serie de bestsellers para chicos que, nunca mejor dicho, se sube a la ola que generaron los éxitos dispares de sagas previas como Los juegos del hambre, Maze Runner o Divergente. Dentro de ese grupo, el resultado final de esta propuesta queda más cerca del modelo conservador al que ha apostado la última de las mencionadas, que de los riesgos que se atrevieron a tomar los responsables de Los juegos..., al menos en sus dos episodios iniciales. Acá abundan las convenciones del subgénero (subtramas dramáticas y románticas; personajes heroicos y otros ambiguos; metáforas más o menos obvias, etc.), pero escasean los subtextos potentes y originales; las referencias que consiguen ir más allá de los límites genéricos y, sobre todo, los personajes atractivos y carismáticos.Por empezar La quinta ola se suma a la tendencia de las heroínas adolescentes y, siguiendo el esperable modelo de (otra vez) Los juegos del hambre, elige a una joven actriz que ya dio buenas muestras de talento para encarnar el rol protagónico. Si en aquélla ese lugar le cabía a la hoy superestrella Jennifer Lawrence, acá la elegida es la también prometedora Chlöe Grace Moretz que, si bien cumple con su parte, también es verdad que nunca consigue transmitir los sentimientos de nobleza, entrega y legítimo heroísmo que irradia su oscarizada colega. Aunque el film consigue algunos aciertos modestos, como cuando la voz en off de la protagonista afirma que “cuando estás en la secundaria todos los días te parecen el fin del mundo”, justo antes de que el verdadero apocalipsis se desate, del mismo modo cae en el burdo ejercicio de cumplir a rajatabla con los requisitos de este tipo de sagas para adolescentes del siglo XXI. Entonces, así como se hace girar el relato en torno a una chica, también se utiliza a los chicos como objetos de deseo de la manera más tosca. Es decir, haciendo que se bañen desnudos en un lago para que la protagonista pueda espiarlos escondida atrás de un pino. Exactamente el mismo juego que se daba en la saga Crepúsculo entre los personajes de Kristen Stewart y Taylor Lautner. Por último, una serie de referencias al militarismo estadounidense que carecen del humor y la autoconciencia satírica de la ya mencionada Día de la independencia, película que no siempre es valorada como lo merece, terminan de degradar a un producto de buena factura técnica pero que desde lo narrativo, paradójicamente, nunca consigue hacer olas.