Como si desconfiara de sus propios méritos De a poco, Adrián Suar se ha convertido en lo más parecido que hay en el cine argentino a un comediante estrella. Si hubiera que compararlo con los paradigmas del omnipresente cine estadounidense, se diría que uno tirando a clásico, para nada en la línea descontrolada de la Nueva Comedia Americana. Lejos de las altisonancias de Ben Stiller, Adam Sandler o Seth Rogen y mucho más todavía del híper histrionismo de Jim Carrey o Jack Black, lo de Suar está más ligado al humor de situaciones, a los enredos de alcoba o la comedia romántica vintage, pero con un enfoque aggiornado, adaptado a las costumbres locales. Su último trabajo es todo eso. Me casé con un boludo, tal el poco ortodoxo título de la película, representa además una nueva colaboración con el equipo de Un novio para mi mujer, uno de sus trabajos más exitosos, incluyendo a Valeria Bertuccelli, Juan Taratuto y Pablo Solarz, coprotagonista, director y guionista por orden de aparición.Más allá de las coincidencias generales, Me casé con un boludo es, de sus películas, la que menos apunta a la carcajada, al gag con remate, sino que se concentra más en la construcción del vínculo entre su pareja protagónica. Por eso llama la atención el efectismo del título, que remite a un tipo de humor que no es, en líneas generales, el que utiliza la película en su desarrollo. La sinopsis es sencilla: Fabián Brando es una estrella de cine que comienza a filmar una película cuya coprotagonista es una actriz con poca experiencia. La pareja comienza un romance inesperado y, un poco apurados por Fabián, acaban casándose enseguida. No pasará mucho tiempo para que ella se arrepienta, convencida de que no se enamoró del hombre sino del personaje que el actor interpretaba en la película que rodaron juntos.Como la mayoría de los films de Suar, Me casé con un boludo está construido sobre una estructura de guión clásica, con los tres actos, los puntos de quiebre y de giro, el clímax y todas esas cosas perfectamente marcadas. El largo primer acto, en el que se desarrolla el vínculo inicial de la pareja, está más preocupado por crear el clima que por causar gracia. La comedia en el sentido más estricto, aunque siempre dentro de un tono moderado, abarca gran parte del segundo acto. Ahí, cuando Fabián trata de actuar como lo haría el personaje del cual se enamoró su mujer, para reconquistarla, se concentra lo más atractivo del film.Pero llegando al final hay un extraño cambio en el tono del humor y, sobre todo, en la actuación de Bertuccelli. Sin mayores avisos, la historia entra en una fase de humor físico recargado (morisquetas de manual incluidas), que de algún modo resquebraja el verosímil que se venía construyendo con paciencia. Aunque se trata de apenas un par de se secuencias, esa irrupción/interrupción fuera de registro que marca el comienzo del desenlace resulta un poco tirada de los pelos y hasta puede incomodar al espectador que venía disfrutando de una historia de amor bien contada. Justo antes de eso, la película se demora en un par de escenas en las que, a partir de una serie de cameos de figuritas famosas de la televisión, se entrega al juego torpe de enhebrar una sucesión de chistes demasiado internos y elementales. En ese momento la película abandona el cine para ponerse a dialogar con la industria del chimento, otra intrusión inoportuna, y lo hace sin necesidad, como si desconfiara de sus propios méritos. Porque más allá de estos dos momentos y de su título, que parecen recortados y pegados de lo peor del costumbrismo local, Me casé con un boludo representa un aporte válido al amplio abanico del cine argentino.
La unión de los osos hace la fuerza Si bien nunca consigue alcanzar los picos que significaron el episodio original de Shrek o Madagascar 3, con este nuevo panda el ala de animación de los estudios Dreamworks redondea la más pareja de sus sagas animadas pensadas para todo público. La saga del oso panda experto en el tradicional arte marcial chino, vuelve a dar un golpe eficaz. El tercero para mayor precisión. Con Kung Fu Panda 3, el ala de animación de los estudios Dreamworks redondea la más pareja de sus sagas animadas pensadas para todo público. Si bien nunca consigue alcanzar los picos que significaron el episodio original de Shrek o Madagascar 3: Los fugitivos, que sin duda representan lo mejor que han dado esos estudios, las tres películas protagonizadas por Po, el oso panda que soñaba con aprender kung fu pero que tenía destino de gran maestro, logran mantener sus virtudes y aciertos, confiriéndole a la serie una armonía estética y una coherencia narrativa inusuales. Dicho logro quizás se encuentre relacionado con el hecho de que el equipo creativo se haya mantenido casi intacto desde la primera película, estrenada en 2008.A diferencia de Shrek, cuyos directores y equipos de guionistas difícilmente se mantenían de un episodio a otro, en Kung Fu Panda la idea parece ser la opuesta. Los guionistas siempre han sido Jonathan Aibel y Glenn Berger, quienes comenzaron sus carreras como dupla en los ‘90, escribiendo para el show televisivo del comediante George Carlin y otras series, para luego trabajar en los guiones de películas como Monstruos vs. Aliens (2009) o Bob Esponja: Un héroe fuera del agua (2015). Del mismo modo sus directores tampoco son ajenos al universo de la saga. Por un lado, la surcoreana Jennifer Yuh Nelson dirigió en solitario el episodio número dos, pero en la película original ya había desempeñado algunos roles importantes dentro del departamento de animación. Entre ellos, el de directora de la secuencia onírica en la que el protagonista visualiza sus deseos, que está entre lo mejor de esa película y de toda la saga, y en donde utiliza una estética con sutiles referencias al dibujo chino antiguo y una técnica más cercana a la animación clásica en dos dimensiones. Por el otro, Alessandro Carloni debuta acá como co-director, aunque también tuvo una creciente participación como animador en los films anteriores.Y a diferencia de la mencionada Madagascar 3, este tercer episodio de Kung Fu Panda abreva menos en un humor con tendencia al descontrol y al absurdo, que en un tipo de comedia física más tradicional que encaja muy bien con el perfil de Jack Black, el actor que le presta su voz al protagonista en la versión original. En cuanto a la historia, esta se desarrolla sobre dos líneas paralelas que acabarán cruzándose al final; ambas tienen que ver con distintas fuerzas que retornan desde el pasado para modificar el presente. La primera de ellas sigue la llegada de un antiguo maestro del kung fu, que luego de 500 años vuelve desde el mundo de los espíritus dispuesto a derrotar y absorber el chi (la fuerza, no sólo física sino mental y, sobre todo, espiritual) de otros grandes maestros vivos. De los cuales, por supuesto, el más importante es Po, a pesar de su torpeza y volumen físico. La otra, por su parte, está representada por la aparición del padre natural de Po, quien siendo huérfano de pequeño fue criado por un ganso cocinero, especialista en fideos y bollos chinos. La entrada en escena de ambos personajes obliga al protagonista a revisar su memoria, su historia personal, para por un lado cuestionarse su destino de guerrero elegido y, por el otro, reconstruir su propia identidad. Por fortuna la película maneja ambas situaciones con solvencia, sin tomarlas a la ligera, pero sin abrumarlas con esa solemnidad en la que suelen caer las películas infantiles cuando se ponen didácticas sin necesidad.Claro que resulta imposible que un mensaje no se cuele entre las grietas de la narración, aunque se agradece que lo haga de manera natural, libre de todo subrayado. El desenlace de la película viene a confirmar que la mayor fuerza está en la unión y que permanecer juntos es la mejor forma de vencer a un enemigo más poderoso. Un principio que tanto puede aplicarse al pequeño ejército griego que rechazó a la armada persa en las Termópilas, o a un grupo de empleados despedidos, en conflicto gremial con sus patrones. Porque a fin de cuentas, ya lo decía mejor el Martín Fierro: “Los osos panda sean unidos / porque esa es la ley primera...”
Mala, barata y encima aburrida Se está volviendo difícil escribir una crítica sobre una película de terror. Se está volviendo muy difícil no caer en el lugar común de decir que el 90% de ellas (tal vez más) son una sucesión de lugares comunes, de escenas repetidas, ya vistas no en una, sino en ese 90 por ciento de las películas de terror estrenadas previamente. Se está volviendo difícil y por eso mismo es un desafío. Dentro de esa gran bolsa de productos indefendibles está #Exorcismo, una película cuyo único y modestísimo mérito, si hubiera que esforzarse en encontrar alguno, sería quizá la locación en la que fue filmada, un edificio enorme y abandonado que ofrece una gran variedad de espacios, ideales para dar atmósfera a una película que en principio se propone asustar. En qué medida lo consigue o no, ya es otro tema. Justamente, esa riqueza de espacios hace pensar que este film dirigido por Marcus Nispel cuenta con un presupuesto muy superior al que seguramente tuvo, porque está claro que se trata de una película barata. Es decir: mala y barata.#Exorcismo es un clásico exponente de lo que a esta altura se podría bautizar como “Diabloxploitation”, una más de una lista infinita de títulos que vuelven sobre el tema de las posesiones demoníacas y los exorcismos. Por eso para los seguidores del género de terror no será difícil ir adelantándose a los pasos que la trama vaya dando. Hay un único momento en que parece que el relato se saldrá del molde a través de la comedia, cuando el adolescente grupo de protagonistas intente sacarle el diablo del cuerpo al poseído de turno, siguiendo las instrucciones de una página web que ofrece un tutorial de “Cómo hacer tu propio exorcismo”. Sin embargo, la cosa naufraga enseguida al volverse evidente que el humor es apenas un accidente y que en realidad no está dentro de los planes de Nispel aquello de tomarse las cosas a la ligera, con menos seriedad, algo que habría mejorado (y mucho) el film. Repasando, entonces, ya se ha dicho que #Exorcismo es mala, barata y también aburrida. Y eso ya es imperdonable, porque el cine (y sobre todo el cine de terror) está lleno de ejemplos de películas malas y baratas que son entretenidas de ver. Pero contra el aburrimiento no hay antídotos.
El relato de un trauma colectivo El film tiene su nudo en las atrocidades cometidas contra la población civil durante el enfrentamiento de las fuerzas armadas peruanas con Sendero Luminoso, en este caso en manos de un coronel que en el pasado secuestró a una chica quechua. Nominada al premio de Mejor Película Iberoamericana en la reciente entrega de los premios Goya (que terminó recayendo en El clan, de Pablo Trapero), Magallanes es una de esas clásicas películas latinoamericanas que suelen ser bien recibidas en el resto del mundo, principalmente en Europa y sobre todo en su poderoso circuito de festivales de cine. Y aunque eso de alguna manera funciona como argumento para explicar no sólo el lugar que el film se ganó dentro de la grilla de los Goya 2016, sino también un itinerario extenso de premios y nominaciones en festivales como los de San Sebastián, Huelva, Chicago o Mannheim, en realidad no le hace justicia al debut como director del actor peruano Salvador del Solar. Porque si bien no deja de ser estrictamente cierto que la película cumple con todos los requisitos tácitos del cine latinoamericano for export (temas sociales propios de la región; revisión de las traumáticas historias recientes que comparten sus países; expresión de las identidades culturales autóctonas que resultan exóticas para la mirada ajena; retrato más o menos sórdido de todo lo anterior), también lo es que Magallanes cuenta con méritos que la sostienen más allá de los prejuicios.Ambientada en la ciudad de Lima, presumiblemente en la actualidad, Magallanes tiene su nudo central, sin embargo, en un trauma del pasado peruano: las atrocidades cometidas contra la población civil durante en enfrentamiento de las fuerzas armadas con la agrupación extremista Sendero Luminoso. Un momento histórico recurrente en la cinematografía peruana. Para confirmarlo, basta recordar los que tal vez sean los dos títulos más reconocidos del cine reciente de ese país en la Argentina, como Las malas intenciones (2011), de Rosario García-Montero, y La teta asustada, de Claudia Llosa, ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín en 2009 y primer film peruano nominado a los premios Oscar. Justamente, con está última Magallanes comparte protagonista, la actriz Magaly Solier, quien en ambas producciones encarna a una víctima de aquella violencia.Sin embargo, esta vez el protagonista principal es un hombre, Magallanes, un ex soldado que continúa trabajando como acompañante del mismo coronel para el que sirvió durante las campañas contra Sendero Luminoso, a quien, ya anciano, el Alzheimer ha afectado gravemente. El conflicto de Magallanes, hasta entonces presente sólo en su conciencia, se manifiesta al llevar en su taxi a Celina, una joven campesina de etnia quechua, a quien durante su adolescencia el Coronel (interpretado por Federico Luppi) mantuvo cautiva en su habitación en aquel cuartel durante más de un mes. Con la potencia de lo reprimido, junto con Celina llegan los remordimientos y un deseo de venganza que Magallanes busca aliviar chantajeando al hijo del Coronel, un empresario exitoso, al que amenaza con revelar a la prensa una foto en la que se ve a su padre joven, sentado en un catre con Celina sobre sus rodillas, casi una niña, ambos semidesnudos. Magallanes es el relato de un trauma colectivo y acerca de la conciencia con que el conjunto de la sociedad lo percibe a través de la historia. Una película sobre la memoria que, sin quitarle el peso a los culpables, se reserva una mirada piadosa para aquellos a quienes el destino les reservó un lugar ambiguo, mucho más amargo: el de ser a la vez víctimas y victimarios.Magallanes tiene momentos de buen thriller, otros en los que se convierte en un drama íntimo potente y algunas escenas de alto impacto, al mismo tiempo que expresa una mirada válida de las cicatrices de la historia peruana. Pero también recurre a elementos estéticos algo anacrónicos (fundidos encadenados; excesos en el uso dramático de la música), se reserva algunos elementos más efectistas que efectivos, y ciertos giros de guión que intervienen de manera demasiado evidente sobre el destino del protagonista. Ahí se trasluce la necesidad de Del Solar por darle a la historia de su personaje un final determinado, como si fuera necesario que el asunto se vuelva todavía más penoso, haciendo que la metáfora sobre la justicia se torne un poco endeble.
La saga sigue en piloto automático Muchas y buenas sorpresas habían ofrecido los dos episodios previos de la saga Divergente. Sin ser original, la serie que comenzó con la película que le da nombre y siguió con Insurgente había conseguido construir un universo y una aventura posibles y, sobre todo, narrarlo de una manera entretenida y eficaz. Tampoco era un mérito menor la aparición de Shailene Woodley, desconocida y joven actriz que se hacía cargo de la heroína adolescente de turno y daba por acá y por allá algunas muestras que permitían imaginarla como una estrellita en potencia. Ambas películas, basadas en los dos primeros libros de la saga literaria de ciencia ficción homónima escrita por la estadounidense Verónica Roth, parecían haber logrado en líneas generales construir y mantener la atención, despertando curiosidad por saber de qué manera continuarían las andanzas y cuál sería el destino de sus protagonistas. Pero llegó Leal, tercer episodio de la serie, y tal como ya pasó con las dos últimas entregas de Los juegos del hambre, una saga que aparece como referencia ineludible al hablar de Divergente, la cosa se desmorona y parece que no habrá forma de levantarla.Si bien no se trata de una experiencia cinematográfica bochornosa ni nada de eso, es cierto que algunas de las virtudes que las primeras películas habían mostrado, sin llegar a evaporarse, se presentan diluidas entre una buena cantidad de obviedades y convenciones. Que, es cierto, también se encontraban presentes en las dos entregas previas, pero subsumidas dentro de la eficacia general del relato. Entonces cabe preguntarse, como ya ocurrió con la mencionada Los juegos del hambre: ¿cuál es la verdadera dimensión de esta distopía? ¿Aquella de Divergente y de Insurgente, en la que el buen criterio narrativo le imponía sus condiciones a una historia que no dejaba de ser un rejunte de convenciones bien contadas? ¿O esta otra de Leal, en donde una narración a reglamento hace que todo se vuelva predecible y evidente? Porque aunque es cierto que la saga no llegó hasta acá siendo un prodigio de originalidad, tampoco se percibía de manera tan vulgar como ahora su apego por las estructuras dramáticas prefabricadas o los protocolos de evolución y cambios “sorpresivos” de los personajes.Si hubiera que definir con una palabra el retroceso que representa Leal para la saga, esa palabra sin dudas sería comodidad. Una comodidad en la que se da por sentado que para hacer que la cosa funcione alcanza con efectos especiales decentes (no buenos, sino apenas decentes) y dejar que la historia avance en piloto automático. Una comodidad que les permitió a sus responsables creer que sembrar dos buenas semillas en las entregas previas los autorizaba a sentarse a mirar por la ventana, viendo qué crecía de ellas, en lugar de calzarse las botas y meterse en el barro del cine a regar.
Casada, con dos hijos y sola Como ya ocurrió hace muy poco con Mi amiga del parque, último y gran trabajo de la directora y actriz Ana Katz, Soleada propone un recorrido por el mundo privado de lo femenino y permite que la mitad del universo se asome de un modo casi voyeurista a aquello que le sería difícil ver si no fuera de esta manera. Es posible que muchas espectadoras consigan identificarse o reconocer como hechos muy próximos a su propia experiencia todo aquello que es puesto en escena por esta película escrita y dirigida por la directora cordobesa Gabriela Trettel. Pero para los espectadores será distinto, porque Soleada representa la oportunidad de apreciar el reverso de una moneda que por lo general conocen de un solo lado. Cine mediante, y dicho de un modo general, Trettel realiza una representación muy vívida y verosímil del modo particular en que las mujeres perciben y se vinculan con la realidad. Pero si fuera necesario ser más específico, tal vez debería decirse que esa representación apenas se corresponde con el modo en que una única mujer reacciona ante sus propias y peculiares circunstancias.Esa mujer es Adriana, que junto a su marido y sus dos hijos llega a una casita en las sierras para pasar algunas semanas de vacaciones. A partir de un registro naturalista muy preciso, la película exhibe el modo extraño en que Adriana va asumiendo que bien puede tomarse un descanso de su trabajo, pero que no hay forma de tomarse vacaciones de la fatalidad de ser mujer. Por supuesto que nada de esto es expresado de forma literal, sino a partir de la acumulación de hechos en los que aquellas responsabilidades de las que la protagonista no puede desentenderse, ni siquiera cuando duerme, comienzan a dejarla sin aire y sin espacio. Porque para Adriana –tal como les ocurre a otras– ser mujer es un hecho indivisible de las contingencias de ser madre y esposa. Y cuando Juan, su marido, deba volver a la ciudad por problemas en su trabajo, Adriana empezará a entender que aún casada y con dos hijos, en realidad se encuentra cada vez más sola.Claro que se trata de una soledad paradójica, porque si bien por un lado ella padece esa carencia de compañía, incluso cuando está rodeada y hasta agobiada por los suyos, por el otro nunca tiene oportunidad de estar sola de verdad, para ocuparse de lo que realmente quisiera: de sí misma. Aunque la progresión de situaciones va dando forma a un drama, no deja de haber algo de comedia en la ópera prima de Trettel, cuya estructura se encuentra atravesada por un sentido del humor seco que hace equilibrio entre la ternura, la compasión y lo patético. Aunque la sensación inicial de agobio ante las demandas familiares de pronto le hace lugar a un aire liberador, tampoco sorprende que al final lo que se impone sea cierta inevitable amargura ante la sensación de que el mundo bien pudiera ser de otro modo. En la forma en que esa duda es puesta en escena radica el mayor éxito del trabajo de Trettel.
La monstruosidad en ayuda de la mujer Con herramientas del cine de terror, el director danés va mucho más allá de los límites del género para plantear un ensayo sobre el deseo a partir del diario íntimo de una adolescente que vive de manera conflictiva y trágica su propio proceso. Por Juan Pablo CinelliAmbientada en un pequeño pueblito de pescadores en algún lugar perdido geográfica y temporalmente de la costa de Dinamarca, Cuando despierta la bestia, debut como director del danés Jonas Alexander Arnby, es una de las películas de terror más delicadas que hayan pasado por las salas locales en mucho tiempo. Aunque para eso primero habría que ver si realmente se trata de una película de terror y nada más. Drama familiar; relato de las intrigas y miserias de un pueblo chico; ensayo acerca del deseo y su fatalidad; diario íntimo de una adolescente que vive de manera conflictiva y trágica su propio proceso de maduración. En Cuando despierta la bestia todo eso convive con un cuento de terror que se afirma con fuerza en el terreno tradicional de las supersticiones medievales europeas. Porque aun cuando el relato transcurre claramente en un contexto contemporáneo, la anécdota central replica la vieja historia de la maldad anidando en un cuerpo femenino al que los hombres a la vez desean y temen (y las mujeres envidian), y cuya mala influencia debe ser destruida para que la comunidad pueda continuar con su vida. Pero también se trata de la historia de un padre que intenta comprender y proteger, y de una hija que se siente abrumada, incomprendida y, como cualquier adolescente, sólo quiere que la dejen ser.El cuento “Pájaros en la boca”, incluido en el libro homónimo de la argentina Samanta Schweblin, cuenta la historia de un padre angustiado porque no entiende qué pasa con su hija, una adolescente que ha cambiado de manera para él inesperada. De golpe ya no es la nena luminosa y vivaz que criaron junto a su ex esposa, sino una mujercita apagada que casi ha dejado de hablar y se limita a responder con palabras mínimas, a mirar de manera melancólica por las ventanas y, sin explicación, a comer pajaritos vivos. El cuento, que como la película de Arnby combina de manera soberbia un enrarecido tono fantástico con una sequedad realista apenas sacada de eje, no habla de otra cosa que de la dificultad de los adultos para percibir los pormenores del fin de la infancia (y de la inocencia). Momento crítico en el vínculo de padres e hijos en que todas las líneas de comunicación son dinamitadas, obligando a la ardua tarea de reconstruirlo. Pero ya no del modo desigual en que un adulto se relaciona con un chico, porque el chico ya no existe y ahora se trata de dos adultos obligados a aceptarse. Narrado desde el punto de vista del padre y atravesado por una clara atmósfera de duelo, en “Pájaros en la boca”, Schweblin consigue captar, tal vez como ningún otro escritor lo haya hecho antes, algo que usualmente es pasado por alto: el doloroso sentimiento de pérdida que implica el crecimiento de los hijos. Porque ningún padre está preparado para perder un hijo y eso es lo que ocurre cuando los chicos se convierten en hombres o en mujeres. Aunque acá la protagonista es la hija y no el padre, algo de ese espíritu habita en Cuando despierta la bestia, en el que la adolescente Marie literalmente empieza a convertirse en otra cosa sin que su padre pueda entenderlo ni hacer nada para evitarlo.También hay algo de fatal actualidad en la historia que aquí se cuenta. Algo que desde lo fantástico interpela a esta realidad en la que, por ejemplo, una mujer no puede viajar sola sin que ello la convierta en artífice de una supuesta provocación y digna de un destino de violencia. Y Cuando despierta la bestia lo explicita de manera tan sutil como clara. En un mundo en que lo femenino aún es percibido por muchos como el huevo de la serpiente, el origen del mal, no es arbitrario que a los ojos de la comunidad que integran Marie herede de su madre ese carácter monstruoso, que parece haber despertado en ella tras sufrir un abuso atroz del que, nada casualmente, volverá a ser víctima Marie. Para sus vecinos, tanto Marie como su madre son culpables de su propia aberración y así justifican los ataques que ambas han debido y deben seguir soportando. Por eso la secuencia final, en la que la monstruosidad surge en auxilio de lo femenino, resulta tan poderosa tanto en lo cinematográfico como en lo simbólico. Con inteligencia dramática, Arnby pone en escena todos estos elementos y los hace convivir en armonía, para contar una fábula que también es una historia de amor trágica más allá de los prejuicios. Pero sin olvidar nunca que, al menos desde lo formal, ha elegido narrarla a partir de las herramientas del cine de terror.
El policial como un juego de espejos Un policial, pero también una road movie: el director debuta con una atípica narración que sigue a un hombre y su bolso de dólares, en un recorrido que es fuga y persecución y que va de una mirada sofocante a un registro en el que la selva lo devora todo. Un policial atrapado en el cuerpo de una road movie: eso es en principio Pantanal, la opera prima del director Andrew Sala, que formó parte de la Competencia Argentina de la edición 2014 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Un policial que repite elementos comunes del género, como la huida o la persecución, pero abordados de tal modo que permiten atravesar las capas del relato para hacer que éste se funda con la forma en que se ha decidido narrarlo. Tal como se ha dicho, ese recorrido de road movie no es otra cosa que el itinerario de la fuga de un hombre sin nombre, quien carga con celo un bolso repleto de dólares. El tipo viaja en auto hacia el nordeste para intentar salir del país por los pasos aduaneros que unen a la Argentina con Paraguay y luego pasar a Brasil, para tratar de encontrar a un supuesto hermano que vive ahí. Sin embargo, mientras más avanza el protagonista, más compleja se torna la búsqueda y más inalcanzable su objetivo, haciendo que el punto de destino devenga punto de fuga.Porque Pantanal es un policial y una road movie, pero también un laberinto de espejos. Una historia construida sobre duplicidades como esa, en la que un hombre que escapa intenta a su vez encontrar a otro, que también aparenta estar huyendo de él, haciendo que el camino del protagonista adquiera el doble valor de ser al mismo tiempo persecución y fuga, las dos caras de la misma moneda. Sala lleva ese juego de dobleces al extremo incluyendo una segunda línea narrativa. En ella, un personaje a quien nunca se ve y del que sólo se escucha su voz, también va tras los pasos de ese hombre. Jugando con un registro que roza la estética del documental de cabezas parlantes, ese personaje en off entrevista a las diferentes personas con las que el protagonista se ha ido cruzando en su camino. La recepcionista de un hotel; un taxista: un canoero que lo ayuda a cruzar el río para evitar los controles fronterizos; el dueño y el empleado de un taller. Todos miran la foto del hombre que escapa y responden a la pregunta de si lo han visto pasar o no.Uno de los interrogantes sobre el que los policiales suelen apoyarse, es aquel acerca de si la verdad o la realidad pueden o no ser reconstruidas a partir de los indicios que van dejando los hechos que les dieron origen. Sala parece haber querido jugar con dicha idea a partir de ese espiral en el que fugas y persecuciones se multiplican y entrecruzan. Si el relato del hombre que huye está construido sobre el registro directo de sus actos, el otro en cambio va hilvanando una versión de esos mismos hechos, pero a partir del testimonio de los testigos, que no siempre se corresponde con esa realidad de la que el espectador ha sido testigo privilegiado. Justamente la distancia que media entre una versión y otra, es la misma que separa a la realidad del modo en que cada individuo la percibe. De ese modo, Pantanal puede ser vista además como un intento de escenificar las dificultades que involucran todo acto de representación de la realidad y, por lo tanto, una reflexión acerca de la acción misma de hacer cine.La progresiva inmersión en los escenarios selváticos en los que se desarrolla este policial extraño, le da a Pantanal una atmósfera de cuento de Horacio Quiroga. Como en aquellos, a medida que el protagonista avanza en su derrotero, los escenarios urbanos van sucumbiendo a una geografía agreste que se resiste a ser humanizada. Ese proceso de absorción es gradual y hasta moroso, como los tiempos con que Sala se ha propuesto contar su historia. Pero también irreductible, porque una vez puesto en marcha es imposible de detener. Del mismo modo, el protagonista también va siendo devorado por la selva a medida que avanza. Ambas progresiones son replicadas por el director desde lo formal. Mientras que en el tramo inicial de la película el personaje es retratado de manera sofocante, con la cámara siempre encima, para llevar un registro exhaustivo de su crítico estado emocional, sobre el final los planos comienzan a ser cada vez más abiertos. Ahí la selva va ganando espacio, haciendo que la presencia humana comience a perder espesor, hasta desaparecer por completo en un extraordinario plano fijo final de más de cinco minutos, que viene a confirmar a este agobiante mecanismo de fugas y persecuciones como un ciclo infinito.
Crítica que se queda en la superficie Parecen haber quedado lejos la precisión y la corrosión que caracterizaron al director de El día de la bestia: en su intento de pintar los contrastes sociales de España, De la Iglesia no consigue superar el límite de situaciones más grotescas que humorísticas. Lejos parecen haber quedado los días en que ese gran director de comedias negras que supo ser Alex de la Iglesia conseguía, film tras film, salirse con la suya. Contar historias en las que a partir de una premisa más o menos delirante, con los géneros cinematográficos y un humor corrosivo y políticamente incorrecto como herramientas virtuosas, traficaba complejas miradas críticas de la realidad. Realidades que en primer lugar siempre eran las de España, su pago chico, pero que podían ser universalizadas. El peso de la iglesia católica en la identidad española; la vida (no tan) subterránea del franquismo que aún sobrevive; la codicia como emergente de una cultura que, mercado mediante, haría caer a su país en una de las peores crisis de su historia. De la Iglesia supo ser a la vez lúcido para mirarse en el reflejo de su propia comunidad, y bestial para pintar el retrato de lo que ese reflejo le mostraba.Pero con el correr de su filmografía fue resignando la precisión, el ingenio y la complejidad de su visión del mundo, para comenzar a tomar atajos. Mi gran noche, su último trabajo, es justamente eso, una película que intenta exponer una crítica durísima del mundo vacuo y perverso detrás de la industria de los grandes shows televisivos, pero que nunca consigue superar el límite de situaciones más grotescas que humorísticas, de chistes más burdos que graciosos y de metáforas obvias antes que sutiles.Mi gran noche relata el transcurso de la grabación de un gran especial televisivo de fin de año, pero con la atención dividida entre distintos pares de realidades que son puestos en tensión. La dualidad más obvia, que habla de inclusiones y exclusiones, es la del adentro y el afuera de ese estudio de TV. Mientras que en el interior se lleva adelante una farsa de luces, brillos y estrellas pop, afuera ocurre el apocalipsis. Pero no un fin del mundo de ficción sino ese otro, concreto, al que la sociedad española debe hacerle frente desde que la crisis global desmoronó su economía, hace ya casi una década. Manifestaciones violentas y represión como contracara del cartón pintado y las miserias del endogámico show must go on televisivo. Así mismo, la vida dentro del estudio representa una sórdida arca de Noé, en la que creen salvarse de la extinción las mezquinas estrellas –que el eterno Niño Raphael sea uno de los protagonistas es el gran acierto de la película–; un productor estafador; los conductores mediáticos y los agresivos directores de piso y de cámara.Al fondo del tarro, los extras, representación de la clase media (o mediocre) que se alegra de haber quedado del lado de adentro, como si eso realmente los protegiera de una debacle que no es sólo económica, sino también cultural. El problema es que De la Iglesia no logra que el humor trascienda la mediocridad que intenta parodiar. Del mismo modo en que una estética caótica en lugar de burlarse de las miserias de la burbuja televisiva, más bien replican su formato, haciendo que la crítica nunca consiga tener más vuelo que el abyecto objeto criticado.
Los chistes gastados de Robert De Niro En la línea de las comedias que apuestan todo a la incorrección política, se puede decir que Mi abuelo es un peligro, de Dan Mazer, lejos de hacer saltar la banca, apenas recupera un poco más de lo apostado. La idea de poner como protagonistas de un clásico relato de descontrol estudiantil estadounidense a un hombre que acaba de enviudar junto a su joven nieto que, en la otra punta de la vida, está a punto de casarse, por momentos funciona muy bien. Pero en otros desbarranca en el mismo facilismo de cualquiera de los exponentes del género. Que los roles protagónicos estén a cargo de la estrellita Zac Efron y de la supernova Robert De Niro (aunque sus últimas películas parecen indicar que se está convirtiendo en una enana blanca) representa un intento de subir la apuesta. Aunque no hay en esas elecciones nada que no sea previsible. Por un lado, desde hace unos años Efron viene sosteniendo un camino más o menos digno como comediante que le permitió tomar distancia del boom adolescente de High School Musical. Películas como 17 otra vez o Buenos vecinos ofrecen su mejor faceta y acá vuelve a mostrarse sólido en el género. En tanto De Niro, cuyas habilidades en los últimos 15 años han sido puestas al servicio de proyectos de todas las calañas, compone un personaje en el que de diferentes maneras ya viene trabajando desde Analízame o La familia de mi novia, pero ya sin la sorpresa de ver a quien fuera uno de los grandes nombres del cine de fin de siglo haciendo de payaso o pasándose de la raya.Sin embargo Mi abuelo es un peligro es algo más que una estudiantina llevada al extremo. También es una burla al género crepuscular que tanto trabajo le está dando al propio De Niro y a varios de sus congeneracionales en los últimos años. El sarcasmo queda bien expresado desde el comienzo cuando, en una escena falsamente tierna y sensible, el abuelito viudo le pide a ese nieto al que el deber ser familiar parece haberle frustrado la juventud, que lo ayude en el plan de acostarse con una jovencita universitaria. El mensaje es claro: así como no hay edad para el deseo, tampoco la hay para convertirse en un conservador aburrido. Claro que ese meloso tono emotivo es desmentido de inmediato por una cadena constante de situaciones en las que el humor va de lo corrosivo a lo fácil y de lo saludablemente vulgar a lo lisa y llanamente vulgar. En el paso de una instancia a la otra tiene mucho que ver el tiempo. Si al principio resulta eficaz el recurso de ver a De Niro lanzar una metralla de chistes que invariablemente incluyen las palabras pene, vagina o la modesta cantidad de eufemismos que el idioma inglés se reserva para referirse a los genitales (¡cuánto más rico es, también en esa área, el español rioplatense!), una hora y pico después la cosa puede ponerse reiterativa, o bien dejar de funcionar por simple saturación. De ese modo, Mi abuelo es un peligro se la pasa haciendo equilibrio entre lo mejor de los hermanos Farrelly y lo peor de las películas de Olmedo y Porcel