Los roedores cantantes no se cansan Puede sonar algo cascarrabias preguntarse cómo es posible que una historia acerca de tres ardillas que cantan como si sus voces salieran de un vinilo girando a 78 RPM, haya sumado cuatro películas. Por increíble que parezca, a ese número llegó la franquicia de Alvin y las ardillas, desde que a alguien se le ocurriera en 2007 relanzar a esos personajes. Nacido a fines de los 50 en los EE.UU., este trío de roedores cantantes con muchos discos de oro y programa propio en la tele, resulta un producto típico de esos años en los que la Guerra Fría y el macarthismo podían convivir sin problemas con expresiones culturales como esta, de una inocencia supina. Tan notorios llegaron a ser Alvin & the Chipmunks (tal el nombre original de esta banda virtual, sin dudas el primer antecedente de los Gorillaz de Damon Albarn), que el director Cameron Crowe no dudó en abrir el notable soundtrack de su película Casi famosos (2000) con una de sus canciones originales. Quizás en ese carácter transgeneracional y popular resida parte del éxito actual.Otra explicación posible tal vez se encuentre en la capacidad de sus actuales impulsores para rodear a Alvin, Simon y Teodoro de expresiones también surgidas de la cultura popular contemporánea, que sirven para aceitar los engranajes empáticos con los chicos de la actualidad que, en definitiva, son el objetivo del film. Así, a lo largo del relato van apareciendo una serie de gags que funcionan como hipervínculos para conectar con fenómenos globales provenientes de la web. Chistes que, por ejemplo, remiten a hitos de la cultura youtuber, como las series de videos virales conocidas como “Turn down for what” o “Thug Life”, cameos de artistas que se han hecho famosos a través de esa misma plataforma, como el cantante Redfoo, o la inclusión de una versión ardillada de “Uptown Funk”, sin dudas LA canción del 2015. Claro que entender esos chistes será difícil si no se cuenta con la asistencia de un chico de 10 años. Pero no hay de qué preocuparse: se sobrentiende que quienes paguen una entrada para ver Alvin y las ardillas 4 tendrán a mano un ser de esas características que les explique por qué todos los niños de la sala se ríen, mientras los adultos se miran sin comprender. Por supuesto, nada de eso garantiza que, una vez esclarecidos, esos chisten causen alguna gracia: la grieta generacional.Más allá de los detalles desalentadores, en Alvin y las ardillas 4 es posible registrar la presencia de un espíritu cinéfilo de una sensibilidad muy distinta, que consigue traficar de manera inesperada referencias a otro cine. Tal vez no desde lo estrictamente estético, porque el film apenas pretende (y consigue) mantenerse dentro de los estándares de la industria en tanto productora de eventos de marketing. Pero así y todo alcanzan a filtrarse algunas citas llamativas que remiten a El resplandor, de Stanley Kubrick, o, mucho más literalmente, a John Waters, rey del kitsch, y a Pink Flamingos, su obra más distintiva. El tipo de sorpresas que es grato recibir en el cine.
Gags de acción y degradación narrativa Las respuestas pueden ser varias: falta de ideas originales, explotación de un clásico bajo la lógica de las franquicias, comodidad o, más sencilla y directamente, el dinero. Para todas ellas la pregunta es una sola: ¿por qué? Y se refiere a Punto de quiebre, remake de la película Punto límite (1991), que le valiera un lugar en el firmamento de los directores a tener en cuenta a la hasta entonces simplemente prometedora Kathryn Bigelow. La pregunta está justificada, porque a ese clásico de culto en que se convirtió el film de la directora que acabaría por ganarse un Oscar por Vivir al límite (The Hurt Locker, 2008) no le sobraba ni faltaba nada. En cambio, a esta nueva versión, dirigida por el ignoto Ericson Core, cuyos principales antecedentes se ubican dentro del área de la dirección de fotografía, es difícil encontrarle un motivo para el elogio.Como en la original, en la nueva Point Break (ambas comparten el nombre original, a pesar de tener títulos distintos para sus estrenos en América latina), un joven agente del FBI con un pasado como deportista extremo se infiltra en una banda de ladrones que provienen de ese mismo ambiente deportivo. Pero mientras que el film de Bigelow era narrado con un impecable pulso clásico que no desdeñaba para nada las posibilidades técnicas de la modernidad, esta nueva versión parece construida como montaje de diversas estéticas publicitarias, lo cual desde todos los ángulos posibles representa una degradación en el orden de lo narrativo. Así, Punto de quiebre es una especie de objeto frankensteiniano que por momentos se parece demasiado a una de esas propagandas de cerveza en donde todo pretende ser “cool”, pero en realidad es puro esnobismo ultra “careta”, y por otros a las publicidades de alto impacto de las camaritas deportivas Go Pro, que intentan vender el vértigo filmado con grandes angulares.Asimismo, la película cae en involuntarios momentos cómicos. Como aquel en que la chica del grupo le cuenta al protagonista, en una escena de pegajoso clima íntimo, que sus padres murieron en una avalancha y que desde entonces ella estuvo al cuidado de una especie de gurú zen de los deportes extremos. Escena que, sin proponérselo, recuerda a aquella increíble secuencia de Zoolander (2001), en la que los personajes de Ben Stiller y Owen Wilson le preguntan a Matilda, la periodista interpretada por Cristine Taylor, si ser bulímica significa que tiene el don de leer las mentes. O esa otra sobre el final en la que, sin necesidad, se recuerda el conflicto político que Estados Unidos mantiene actualmente con Venezuela. Aunque Punto de quiebre ofrece varios momentos adrenalínicos legítimos, lo cierto es que nunca consigue ser algo más que una serie de gags de acción anudados con torpeza al esqueleto de lo que alguna vez fue una buena película.
Una lograda comedia de opuestos La dupla protagónica, cuyos roles bien podrían haber encarnado en su tiempo Jerry Lewis y Dean Martin, ayuda al director Sean Anders a modelar una película que alcanza su objetivo: divertir con herramientas simples y bien conocidas, pero sin traicionar al espectador. Cuando un guionista, un director o un productor se deciden a construir una película a partir de los moldes más o menos rígidos de los géneros clásicos, también saben que la diferencia entre éxito y fracaso descansa, fundamentalmente, en elegir a los intérpretes capaces de hacer que todas esas reincidencias pasen inadvertidas. Son los intérpretes, entonces, los máximos garantes de la supervivencia de los géneros, los responsables de hacer que la cosa funcione o, mejor dicho, que funcione otra vez. Que todos esos códigos, fórmulas, esquemas y arquetipos que se comparten con los espectadores puedan volver a ser habitados como si se tratara de un espacio siempre nuevo y desconocido. Y es en la comedia, tal vez como en ningún otro género, en donde ese hecho se vuelve más notorio. Si la persona que va a recibir un tortazo de crema en la cara, por mencionar un gag clásico, no consigue que esa acción repetida infinidad de veces por el cine parezca espontánea y real, entonces más que gracia causará vergüenza ajena. Pero cuando lo logra, el resultado es la risa del público. Ahí, en la habilidad de sus intérpretes para ganarse esa risa, reside el gran éxito de Guerra de papás, de Sean Anders.Y no debería ser una sorpresa para nadie, porque tanto Mark Wahlberg como, sobre todo, el inmenso Will Ferrell, han dado muestras más que suficientes sobre sus valiosas dotes de comediantes. En esta oportunidad ambos integran una pareja cuyos roles bien podrían haber encarnado en su tiempo Jerry Lewis y Dean Martin, especialistas en construir comedias de opuestos. Ferrell es Brad, un hombre sensible de esos que hacen de la corrección política, la buena onda y el esfuerzo por congeniar un culto sagrado. Casado con Sara, madre de dos hijos que no terminan de aceptar su rol de padre sustituto, Brad se desvive para ganarse su confianza. Pero cuando por fin lo haga, aparecerá Dusty, el seductor, carismático y agresivo primer esposo de Sara y padre de las criaturas, ausente de la vida familiar desde hace años. El choque entre ambos por adueñarse del rol paterno es el motor que permitirá que las situaciones, en las que por lo general Dusty pone en ridículo a Brad, se vayan enhebrando una tras otra.Guerra de papás se permite jugar a muchas bandas en el billar del humor y lo hace con destreza. Y Anders saca ventaja de la facilidad con que Ferrell y Wahlberg pueden ir de lo físico a lo escatológico o del humor blanco al negro o directamente al absurdo o la sátira, sin resentir nunca la química que consiguen generar entre sus personajes, ni el ajustado clima general. Pero ellos no son los únicos responsables de que esta película pueda considerarse un trabajo logrado. Como ocurre en toda buena comedia, en esta los personajes secundarios también son fundamentales para apuntalar a las estrellas. Son ellos los que ocasionalmente aceptan cargar con el peso de algunos tramos, haciendo posible que ocurra lo que es esperable en el cine: que cada película sea un universo completo, con sus propias leyes físicas de atracción y repulsión funcionando en equilibrio. Dentro de ese equipo de bienvenidos adláteres se cuentan el siempre efectivo Tomas Haden Church, capaz de generar carcajadas por sí mismo; el versátil Bobby Cannavale; Linda Cardellini, que es como un frontón que devuelve cada pelota para que Ferrell o Wahlberg cierren el punto, y el desconocido Hannibal Buress, que utiliza hábilmente el viejo recurso de la “cara de palo” a lo Buster Keaton. De ese modo, Guerra de papás consigue algo de lo que no cualquier comedia puede enorgullecerse: divertir con herramientas simples y bien conocidas, pero sin traicionar nunca al espectador ni a sus propias convicciones.
Relato gótico y fiebre amarilla El estreno de Resurrección, tercer largo de Gonzalo Calzada, tiene lugar en un momento en el que el cine de género se encuentra en alza tras el éxito de crítica y público de Kryptonita, cuarto trabajo de Nicanor Loreti, y con el cine de terror funcionando como plataforma de lanzamiento de una movida que en los últimos diez años se ha ido ganando su propio espacio dentro de la producción vernácula. Por empezar, esta película representa una interesante aproximación al relato gótico, veta poco frecuentada tanto por el cine argentino como por la literatura. Escasez que, al menos en el cine, tiene que ver más con las dificultades de producción que este tipo de historias demandan que con una falta de interés de los cineastas locales. Para una industria en ascenso, como la del cine argentino de los últimos tres lustros, pero que todavía acostumbra a trabajar con presupuestos por debajo de las necesidades reales, este subgénero representa un reto difícil. Aunque resulte paradójico, la forma en que dicho desafío ha sido resuelto en Resurrección representa el mayor éxito de una producción casi impecable.El relato transcurre en el año 1871, durante el brote de fiebre amarilla que, a la postre, resultó la peor epidemia que haya tenido lugar en Buenos Aires: un contexto ideal para narrar un cuento truculento. Pero si los detalles de aquella realidad proponen desde el comienzo un escenario histórico espantoso por derecho propio, la trama sobrenatural irá imponiendo de a poco sus condiciones para llevar la pesadilla algunos pasos más allá. El vehículo para dar el paso que va de una lógica realista hacia otra de neto corte fantástico es su protagonista.Aparicio (Martin Slipak) es un joven diácono que, a punto de ser ordenado sacerdote, regresa de Corrientes a Buenos Aires (el mismo camino que se supone hizo la peste una vez finalizada la Guerra del Paraguay, en 1870), para brindar ayuda a los voluntarios que luchaban contra la epidemia en total soledad, sin siquiera el apoyo del estado, ya que hasta el presidente Sarmiento y su vice Adolfo Alsina habían abandonado la capital para ponerse a salvo. Pero Aparicio decide pasar primero por la quinta familiar en las afueras de la ciudad para ver cómo están los suyos. Y se encuentra con lo peor: su hermano agoniza, su cuñada se ha encerrado con su sobrina en la capilla familiar y el inquietante Quispe (Patricio Contreras) es el único criado que permanece fiel, defendiendo a la finca de los saqueadores.Calzada logra sacar buen rédito de unas locaciones perfectas y un muy destacable trabajo de fotografía, maquillaje y diseño de arte, lo más difícil en un film de época. La labor del elenco también se encuentra entre los méritos. Los problemas de Resurrección tienen que ver con cierto enredo narrativo. Por un lado, la dificultad para dejar claras algunas superposiciones entre realidad y fantasía, haciendo que la trama de a ratos se vuelva confusa. Por otro, una voluntad explicativa que sobreviene en el tramo final, como si se temiera que las numerosas vueltas de tuerca hubieran convertido al asunto en un laberinto del que es imposible salir sin ayuda.
Experiencia sensible de amplio espectro Un joven remisero y un anciano musulmán en viaje hacia Bolivia son los personajes de este film en el que su director –debutante– logra que el espectador se convierta en el tercer pasajero de esa agradable travesía hacia el corazón de sus protagonistas. Si algo puede decirse de Camino a La Paz, ópera prima de Francisco Varone, es que se trata de una de esas películas de las que es casi imposible no disfrutar. Y no porque se trate de una obra perfecta sino porque, a pesar de las impugnaciones que se le puedan realizar, algo en ella consigue ser transmitido con una potencia tal que no hay nada que se interponga entre la película y el público mientras dura la proyección. Cualquier objeción o duda que aparezca recién lo hará más tarde, un rato después de los títulos finales y como parte de las réplicas de ese modesto terremoto interior que sólo producen algunas películas. Buena parte del mérito proviene de la habilidad de su director –también autor del guión– para hacer que el relato fluya; para que sus protagonistas no sólo resulten entidades construidas con precisión sino que además transmitan con solidez su carácter esencialmente humano y, sobre todo, para que el asunto completo resulte una experiencia sensible de amplio espectro que puede ser prescripta a casi cualquier tipo de espectador. Logros para nada menores en un director debutante.Suárez y De la Serna supieron dar con el color y el tono justo para que sus personajes funcionen.No deja de ser cierto que Camino a La Paz parece estar todo el tiempo subrayando el hecho de que se trata de una “película con mensaje”, como si se temiera que alguien se pudiera distraer y perderse aquello que se deseó expresar. Sin embargo, también lo es que lo más intenso de la película no se encuentra en la moraleja superficial. Por el contrario, el gran éxito de Varone son sus dos personajes centrales, que no sólo son notables como sujetos autónomos sino por la poderosa reacción química que desencadena su encuentro. Ahí está Sebastián, un joven ya no tan joven, desocupado y que acaba de mudarse con su novia a una casa nueva, que por simple aburrimiento comienza a trabajar de chofer respondiendo a los repetidos llamados que confunden su número de teléfono con el de una remisería. Entre los muchos clientes que empieza a atender de manera regular está Jalil, un viejo cascarrabias con cara de pocos amigos con el que parece no congeniar del todo. De esa fricción entre ambos surge uno de los dos perfiles clásicos que pueden percibirse en Camino a La Paz: el de las buddie movies, esos films en los que una pareja de personajes con características opuestas es forzada a ir tras un objetivo en común que acabará por unirla.Esa aventura es el viaje a La Paz del título que Jalil le propone hacer a Sebastián, previo pago de una importante suma en metálico. Sucede que Jalil, que es musulmán, está enfermo y no puede viajar ni en micro ni en avión, pero necesita encontrarse con un hermano, con el que emprenderá la peregrinación a La Meca que todo iniciado en la fe de Alá debe realizar al menos una vez en la vida. Está claro que Sebastián aceptará y que el inicio de la travesía estará plagado de desencuentros, tal como lo indica el canon de las películas de parejas desparejas. Tan claro como que la ruta forja al hombre, ley de oro de otra clase de película que también es Camino a La Paz: una road movie. Regla que este tipo de relatos vienen cumpliendo desde que a Homero se le ocurrió llevar a Odiseo de regreso a Itaca.Más allá de estos aciertos, el éxito no podría ser completo sin los intérpretes adecuados. Tanto Rodrigo de la Serna –ocupando el rol del desconfiado pero noble Sebastián–, como Ernesto Suárez –en la piel del ceñudo y sabio Jalil– supieron dar con el color y el tono justo para que sus personajes funcionen tanto de manera individual como en tándem. Lo de De la Serna es un lugar común, porque se trata de uno de los actores locales más versátiles y al que siempre es agradable ver en acción, en cambio lo de Suárez es una sorpresa. De trayectoria más que vasta en la escena teatral de la provincia de Mendoza, donde desde hace más de cincuenta años se destaca como actor y director, este papel representa, sin embargo, su debut cinematográfico a los 72 años de edad. Con una presencia y un arsenal de gestos que recuerdan al gran Alberto Laiseca, su labor es impecable.También es cierto que algunas situaciones parecen demasiado calculadas para provocar determinadas reacciones emotivas. O que a algunos personajes, como el de María Canale, se los podría considerar cabos sueltos debido a su escaso desarrollo, algo que quizá nace de la forzada deriva que impone el formato de las road movies. Sin embargo, a pesar de esas u otras anotaciones marginales, Camino a La Paz consigue lo que se propone: atarse al destino de Sebastián y Jalil sin abandonarlos nunca a su suerte y hacer que el espectador se convierta en el tercer pasajero de esa agradable travesía hacía el corazón de sus protagonistas.
Otra película de terror con escasos méritos Es la décima película que este año desembarca en las salas locales y que incluye en el título al diablo, alguna de sus derivaciones o rituales que lo involucran (la tercera en lo que va del mes, tras Los hijos del diablo y Juegos demoníacos). Pero lo que ocurre con La cabaña del diablo, de Víctor García, es que resulta más emocionante la posibilidad de hacer completa la lista de esos films que ponerse a escribir acerca de éste. Con un lanzamiento internacional que data de 2013 y en vista de sus escasos méritos, ya no como relato de género sino como producto cinematográfico, que la película aparezca en la cartelera de fin de año resulta un misterio inexplicable. Aunque tal vez sirva para reconfirmar las ventajas de la ecuación costo-beneficio que, se dice, es el punto fuerte del género de terror. Más allá de eso, nada bueno se puede decir de La cabaña del diablo.Para empezar, la única cabaña que hay en toda la película está en ese título que se eligió para presentarla en los cines argentinos, en reemplazo del original Gallows Hill (algo así como “La colina Horcas”). En su lugar, todo ocurre en un antiguo caserón estilo español perdido en el selvático monte colombiano. Hasta ahí llegan luego de accidentarse en una tormenta tropical David, su prometida Lauren, su ex cuñada Gina y su hija Jill con su novio Ramón. En la casa, que es en realidad un viejo hotel deshabitado, los recibe Felipe, un viejo hosco que resulta tener una nena encerrada en el sótano.El desafío de realizar la crítica de una película que parece un collage de docenas de films anteriores consiste en no caer en el mismo acto de holgazanería intelectual escribiendo un texto que apenas sea la reiteración de lo que ya se dijo al hablar de aquellos otros. Una alternativa consiste en hacer justo lo contrario y jugar con descaro el juego de la repetición. La tentación de cortar y pegar fragmentos de textos publicados con anterioridad con motivo del estreno de otras películas con el diablo (o el demonio, o el infierno, o las invocaciones, o los exorcismos) en el título, es muy grande. El experimento sería grato de realizar, pero seguro tan aburrido de leer como el acto de ver cualquiera de las películas involucradas.Si algo dejan bien claro producciones como éstas es que, lejos de los prejuicios que lo señalan como un género menor, el cine de terror involucra un arte no menos complejo que otros géneros de mayor prestigio y que su manufactura demanda un talento del que carecen gran parte de los cineastas que eligen abordarlo. Por eso la mejor opción para una crítica como ésta, que además se realiza a fin de año, es recomendar algunas de las pocas buenas películas de terror que se estrenaron durante 2015, como la soberbia Te sigue, de David Robert Mitchell; la gótica La cumbre escarlata, de Guillermo del Toro, e incluso Sólo los amantes sobreviven, de Jim Jarmusch. Ya no están en las salas de cine, pero buscarlas y verlas tiene su premio. Es decir, todo lo contrario de La cabaña del Diablo.
Cómo reavivar el fuego de una vieja pasión Una pareja estadounidense de mediana edad llega a un pueblito frente al mar azul de la rivera francesa a mediados de los 70. Roland es un escritor de cierta celebridad, que en plena crisis creativa busca reencontrar la musa en esa tranquilidad costera. Su mujer es una ex bailarina incapaz de ocultar la melancólica decadencia que la abruma. Mientras él se la pasa de charla con el amable dueño del restaurante del lugar y excediéndose con la bebida, sin poder escribir una sola línea, ella se mantiene recluida en el balcón de su cuarto a fuerza de pastillas, viendo como un pescador penetra una y otra vez con su bote en una pequeña bahía que es como un útero estéril que nunca es capaz de llenar sus redes. Está claro que lo que quieren recuperar ahí es algo más que la inspiración que él extravió. La llegada a la habitación de al lado de una pareja de francesitos jóvenes y recién casados representa para la pareja un movimiento perturbador. Sobre todo cuando cada uno por su lado descubre un agujero en la pared que les permite espiar la fogosa intimidad de sus vecinos y comienzan a reconocer dentro de sí una excitación algo siniestra. Cuando la distancia entre ellos parece insalvable, la posibilidad de compartir la alegre perversión de ese juego voyeurista se abre como un impensado camino de reformulación de la pareja.Trazada la sinopsis, puede ser un experimento interesante preguntar quién podría ser el director de esta película. Si se es capaz de imaginar las posibilidades de abordar semejante trama asumiendo el riesgo de hacerlo sin esquivar el halo de humor amargo que parece rodearla, no sería raro que alguien pensara en el Woody Allen de Crímenes y pecados o el de Maridos y esposas. Sin embargo, no: no se trata de una película de Allen ni hay nada (pero nada) de humor en Frente al mar, tercer largo de ficción dirigido por Angelina Jolie, rebautizada para la ocasión con su nombre de casada, agregando al final el apellido de su marido, Brad Pitt. Rápido sucesor de Inquebrantable (2014), drama bélico de recargado tono épico ambientado en la Segunda Guerra, este drama íntimo representa la segunda vez que Pitt y Jolie comparten pantalla como coprotagonistas. La primera fue Sr. y Sra. Smith, comedia de acción estrenada hace diez años que significó el comienzo de la relación sentimental que aún los une.Frente al mar vuelve a evidenciar las virtudes y debilidades que Jolie ya mostró en su breve carrera como directora. Por un lado, el film muestra una prolijidad formal que incluye sobre todo al rubro fotográfico, gentileza del austríaco Christian Berger, habitual colaborador de Michael Haneke. Por otro, Jolie consigue una inesperada buena actuación de su marido, que en general no suele dar con el tono preciso en este tipo de papeles dramáticos (ver desde Leyendas de pasión a su participación en 12 años de esclavitud). Más allá de eso, Jolie (que además es autora del guión) resbala apenas por la superficie de las emociones y situaciones que transitan sus personajes, suponiendo que, por ejemplo, mostrar al personaje de Pitt poniendo una y otra vez boca arriba los anteojos de sol que su mujer deja siempre boca abajo, es suficiente para dar cuenta de una personalidad obsesiva. Del mismo modo, Jolie no se permite correrse ni un centímetro del destino dramático que se ha impuesto para contar esta historia y acaba reduciendo sus pretensiones poéticas a la más obvia de las literalidades.
Las heridas sin cerrar de la memoria Suerte de fábula de aprendizaje, con personajes conflictuados por su pasado, el film de Janson vuelve a indagar en la dolorosa historia alemana, que 70 años después del final de la Segunda Guerra Mundial necesita seguir siendo revisitada. El relato superpone tres tiempos narrativos distintos, cada uno con una estética propia.Jonas y Ruth se conocen por una de esas casualidades llamada destino. El es joven y por alguna razón no tiene un hogar y vive dentro de su camioneta. A ella, que ya es una señora grande, la están por desalojar del caserón donde parece haber vivido toda su vida para trasladarla a una especie de monoblock impersonal. Jonas es uno de los peones que cargan las cosas de Ruth en los camiones y cuando se cruza con ella la casa ya está vacía. Ruth se sorprende al verlo, como si lo conociera, aunque no es posible, pero consigue hacer que sea él quien la lleve en su camioneta hasta su nuevo destino. En el camino le dice que se parece a alguien que conoció hace mucho. De algún modo, ¡Por la vida! es una película de aparecidos, donde lejos de ser entidades sobrenaturales los fantasmas son la punta del iceberg de una memoria acribillada de heridas sin cerrar. Ambos personajes intentan evadirse de su pasado, pero hay entre ellos una importante distinción. Mientras Ruth es perseguida por imágenes en las que el horror personal y el horror histórico se encuentran fundidos y son indivisibles, Jonas en cambio se escapa de un posible destino que, por su propia experiencia familiar, sabe que no puede ser feliz.Quinto largometraje para el cine de Uwe Janson (que también tiene en su haber unos 45 telefimes como director, aunque algunos participaron de festivales, incluyendo el de Berlín, ciudad en la que transcurre este relato), ¡Por la vida! vuelve a indagar en la dolorosa historia alemana, que 70 años después del final de la Segunda Guerra Mundial necesita seguir siendo revisitada. Eso y el hecho de que Ruth sea una cantante de origen judío que sobrevivió al exterminio nazi revelan algunos puntos de contacto que van más allá de lo superficial entre la película de Janson y la extraordinaria Ave Fénix de Christian Petzold, aunque sin su nivel de sutileza. Una diferencia es que, más allá de exponer la carga de culpa que aún soportan los alemanes como sociedad y de abordar de nuevo la repetida cuestión de la justicia y la venganza, ya desde el título ¡Por la vida! se ofrece como un brindis optimista que desde el presente mira hacia adelante, pero sin dejar de hacer pie en aquel pasado.Fábula de aprendizaje y hasta buddy movie, en tanto Ruth y Jonas se verán forzados a aceptarse y aprender el uno del otro para sobreponerse a sus propias tragedias, el relato avanza a partir de saltos temporales que superponen tres tiempos distintos, cada uno identificado con una estética propia. Si la infancia de Ruth durante la guerra es presentada en blanco y negro y las imágenes distorsionadas con lentes deformantes para darles un aire de pesadilla, en cambio su juventud feliz en los 70 tiene el grano grueso y el color saturado de un film en 16 milímetros. Por su parte, el presente compartido con Jonas es visto bajo una luz más fría, por momentos casi de hospital, que empuja a creer que en Berlín todos los días amanecen nublados. Tal vez sea cierto que el guión sobrecarga a los personajes con sucesivas capas de tragedia, sin embargo no parece ser un ejemplo de saña autoral sobre todo porque, a pesar de ello, nunca los deja sin salida.
Humor clasista, incorrecto y eficaz Parte del folklore germánico de la región alpina, el mito del Krampus es el mismo que el del Hombre de la Bolsa pero adaptado al contexto navideño. Un contexto oportuno, en tanto esta criatura demoníaca es la contraparte negativa de Papá Noel, quien casualmente también carga con una bolsa. La diferencia es que mientras el viejo de la barba blanca saca de la suya regalos con los cuales premia a los niños que se portaron bien todo el año, por el contrario Krampus viene a aplicar un castigo a los chicos malos, a quienes atrapa con su bolsa para llevárselos con él. La película de Michael Dougherty titulada Krampus, el terror de la Navidad, saca buen provecho del personaje, ya que lejos de tomarse la cosa en serio, como ha ocurrido con otras criaturas monstruosas del medioevo europeo que han pasado al cine, de los clásicos vampiros y hombres lobo al Leprechaun irlandés, el director y guionista ha elegido un tono macabramente festivo para contar su historia. Y se permite hacer uso de los recursos más variados para conseguir que su segunda película resulte un entretenimiento digno.Krampus comienza con una canción que tiene el color de las películas de Navidad del Hollywood clásico, pero musicalizando por contraste una escena en un centro comercial en donde lo monstruoso se materializa en un rush de descontrol consumista. De ahí en más el film cultiva el humor de la Nueva Comedia Americana, para registrar la incómoda convivencia navideña entre dos familias con poco en común. Por un lado el típico núcleo de clase media exitosa, integrado por padres profesionales, hija adolescente, un niño a punto de perder la inocencia y una abuelita alemana. Por el otro sus parientes más brutos: unos hillbillies urbanos liderados por un macho alfa amante de las armas y las camionetas extra large, una hembra hogareña y paridera, muchos hijos y una desubicada tía alcohólica. En este tramo el film juega con un humor clasista, tan incorrecto como eficaz, para demostrar que el asunto de la grieta no es un invento argentino. Si la madre progre (y reaccionaria) dice con ironía (pero no en público, porque no sería “correcto”) que algunos deberían pedir permiso para procrear, los padres proletarios (y reaccionarios) se preguntan por lo bajo por qué los ricos siempre reciben cosas gratis, concluyendo que se debe a su filiación demócrata. La presencia de actores muy identificados con la Nueva Comedia, como los efectivos Adam Scott o David Koechner, refuerza esa sensación.A mitad del relato el director se permite introducir una breve y efectiva secuencia animada para contar el origen del mito, donde lo monstruoso cobra dimensión histórica. Para cuando el ominoso Krampus al fin aparece, invocado sin intención por el desengañado hijo de la familia acomodada al romper su cartita a Papá Noel, la película vira hacia una modesta versión de Gremlins, obra clave de Joe Dante, donde el horror llega al seno del hogar. En ese tramo un ejército de galletas de jengibre diabólicas, juguetes malditos y duendes del infierno comienza una guerra dentro de la casa familiar, haciendo desaparecer de a uno a sus integrantes. Ahí Krampus de vuelve un módico pero entretenido caos que se extiende gratamente hasta el final.
La diferencia entre justicia y venganza Ambientado en la Sudáfrica actual, el policial se conecta con los crímenes cometidos durante el apartheid. Temas como “impunidad”, “culpa”, “juicio” y “venganza” son planteados en este film, que adhiere a la idea de que sin justicia no es posible un auténtico perdón. A veces el cine es capaz de sorprender y una película como Operación Zulú (Jérôme Salle, 2013), que llega a las salas locales casi tres años después de su estreno internacional, cobra repentina actualidad por causas ajenas. Después de la cena tres policías charlan sobre su jefe, amnistiado luego de confesar haber matado y torturado a muchas personas e invocando que todo aquello fue hecho en obediencia de órdenes superiores. La mujer del anfitrión es la única que manifiesta abiertamente su enojo por la situación. Los policías, en cambio, repiten incómodos que todos, como sociedad, aceptaron dejar atrás el pasado, olvidar y perdonar, y vuelven a hablar de amnistía. La mujer no está dispuesta a dar el tema por cerrado y enojada recuerda que los asesinos la tuvieron muy fácil, que les alcanzó con pedir perdón para evitar ser procesados por sus crímenes. “¿Y qué hubieras preferido? –pregunta uno de ellos, que es negro– ¿Venganza?” Ella lo mira a los ojos y responde: “Venganza no: hubiera preferido justicia”.Ambientada en la Sudáfrica actual, Operación Zulú es un policial que se conecta sin embargo con los crímenes cometidos durante el apartheid, un régimen de segregación racial en perjuicio de las etnias africanas instaurado tras la Segunda Guerra Mundial y que se extendió hasta el año 1992. Por más de cuatro décadas las minorías blancas nacionalistas administraron ese régimen de terror contra la población negra, en el que se cometieron atrocidades comparables con las del nazismo. En la película los tres policías que comparten la sobremesa citada en el primer párrafo investigan el asesinato de una joven blanca de familia rica. El asunto acaba vinculado a una red de narcotráfico que comercia una rara variante de tik, una droga barata derivada de la metanfetamina, que desde hace unos 10 años hace estragos entre los jóvenes de las clases más desprotegidas de la sociedad sudafricana, los negros. Su rol social puede compararse con el del paco a nivel local, aunque sus efectos son todavía más devastadores.La trama asocia a esta red de tráfico con el llamado Project Coast, un programa estatal secreto que durante el apartheid desarrolló una serie de armas biológicas supuestamente pensadas para un uso represivo, pero que en realidad se aplicaron al intento de erradicar a la población negra, esparciendo en sus comunidades cepas modificadas de diferentes virus, desde el botulismo y la salmonella al ántrax o el ébola. Su responsable era el doctor Wouter Basson, un cardiólogo conocido como Doctor Muerte, que recién fue amnistiado en 2002 sin haber reconocido sus crímenes. La película imagina un personaje que funciona como alter ego de Bousson, que resulta uno de los líderes de esta banda que intenta a través del tik completará la tarea de exterminio que no pudo cumplir durante el apartheid.Un juego posible puede ser pensar Operación Zulú como equivalente dentro de la cinematografía sudafricana de lo que significó El secreto de sus ojos para el cine argentino. Un relato que revisa el vínculo de la sociedad con las atrocidades de la propia historia y la forma en que sentimientos como culpa y venganza son tramitados. Pero hay un abismo entre la historia argentina y la sudafricana, en tanto acá existen procesos de justicia contra los responsables de los crímenes cometidos durante la dictadura; en cambio en Sudáfrica se aplicó una amnistía equiparable a los derogados indultos menemistas. Operación Zulú expresa con claridad la diferencia entre justicia y venganza –algo que en Argentina algunos insisten en confundir, no sin intención ni malicia– y adhiere a la idea de que sin justicia no es posible un auténtico perdón. La película de Campanella y la de Salle dialogan con esos contextos distintos. Mientras que en El secreto... el revanchismo queda impune, garantizado por las instituciones (el silencio de un fiscal), en Operación Zulú no sólo se expresa su radical diferencia con la justicia, sino que se coloca a las víctimas vengativas en pie de igualdad con sus victimarios, uniendo a ambas partes en un latente destino común de violencia estéril que sólo una justicia auténtica sería capaz de detener.