Policial que resulta confuso y fallido Contrasangre, la nueva película del director Nacho Garassino luego de la efectiva El túnel de los huesos (2011), es uno de esos policiales confusos en los que la arbitrariedad juega un papel involuntariamente determinante. Una historia en la que la intriga se va escurriendo con demasiada rapidez por los agujeros que de a poco, pero cada vez con mayor frecuencia, van apareciendo en los diferentes niveles de la trama a medida que esta avanza. Una confusión construida de sueños engañosamente disfrazados de flashbacks, pero también de flashbacks fallidos, algunos porque luego resultan imposibles de montar en la cronología del relato y otros porque pretenden venir a ocupar el lugar de la vuelta de tuerca final que resignifica lo narrado, pero que finalmente incluyen información que nunca fue debidamente acreditada, algo que en el género policial equivale como mínimo al engaño o la traición.Con la participación de lo que a esta altura puede denominarse el elenco estable del cine de género en la Argentina, con un reparto encabezado por Juan Palomino y la participación de actores como Daniel Valenzuela, Germán Da Silva y Diego Boris, más la presencia de la bella Emilia Attías, el aporte de Esteban Meloni y una cantidad de nombres conocidos (y repetidos) repartiéndose los rubros técnicos, Contrasangre no consigue aprovechar los talentos de semejante equipo. La historia que se cuenta parece remitir a los viejos policiales de los 80 al estilo Juan Carlos Desanzo. Un ex policía que trabaja como guardia de seguridad conoce de manera accidental y termina relacionándose con una chica que parece haber sido violada por otro ex policía, bastante trastornado él, que acaba de salir de la cárcel y la acosa para volver a verla. Aunque Palomino, Attías y Meloni tratan de hacer verosímiles a sus respectivos personajes todo lo que el guión se los permite, lo cierto es que las subtramas van perforando la línea central del relato, generando dudas e inconsistencias en lugar de intriga.El film intenta sumar peso dramático cargando a sus protagonistas con complicadas historias privadas, con la intención de engrosar la construcción de los personajes, pero sin conseguir que dichos aportes lleguen a sostener de un modo legítimo los vínculos cruzados que se establecen entre el trío Palomino-Attías-Meloni. Otros injertos, como un programa de televisión estilo Policías en acción, se convierten en pasos de comedia en apariencia involuntarios. Todo contaminado por una banda de sonido intrusiva y anacrónica que también recuerda a las de los policiales de los 80, que parece responder más a un temor al uso del silencio que a la voluntad de utilizar a la música como herramienta narrativa. Aun así, merece destacarse el empeño profesional que actores y técnicos han puesto para defender a Contrasangre de sus propios vicios.
La película de senderos que se bifurcan Thriller tecno-paranoico intrafamiliar sería una de las formas poco prácticas pero posibles de definir a Testigo íntimo, segundo largometraje como director de Santiago Fernández Calvete. También podría arriesgarse que se trata de un policial negro cuyos principales personajes parecen miembros de la familia Manson. Y una más sería decir que se trata de una versión tecnófoba del Otelo shakespeariano, pasado por el filtro del mito de Caín y Abel. La sinopsis básica puede esbozarse en pocas líneas. Rafa descubre que su hermano Leo y su novia Violeta sostienen desde hace años un romance a sus espaldas. Loco de celos, Rafa mata a Violeta y sin revelar lo que sabe le pide a Leo, que es un abogado penalista en ascenso, que lo ayude a deshacerse del cadáver de la mujer que ambos amaban. Como corresponde a estas historias de crímenes por resolver, todas estas certezas mutarán primero en dudas para luego convertirse en nuevas certezas que enseguida dejan de serlo. Ese ciclo de precisiones e incertidumbres es el motor de esta historia, cuyo impulso proviene de un guión escrito por el propio Fernández Calvete, pródigo en pequeños giros y repentinos cambios de rumbo. Sin alejarse mucho de las convenciones que son propias de este tipo de misterios criminales, dicho guión consigue de todos modos sostener de manera medianamente efectiva el interés por la trama. Parte de ese mérito también reacae en la correcta labor del elenco completo, que incluye el regreso al cine de Graciela Alfano como detalle colorido.De manera simultanea al desarrollo del nudo central, un nuevo personaje va construyendo un discurso entre conspirativo y paranoico acerca de las implicancias de vivir en una sociedad híper vigilada, en donde es el individuo mismo quien ofrece su intimidad al goce voyeurista de un otro colectivo que incluye a otros individuos como él, pero también al Estado y otros organismos públicos y privados de vigilancia y control. Todo eso en el marco de un interrogatorio judicial. Esa línea del relato, que se desarrolla en paralelo a la trama principal, va apoyando y aportando ideas que permiten entender el panorama complejo que enfrentan Rafa y Leo si quieren tener éxito en su plan de ocultar el asesinato de Violeta. Y al mismo tiempo deja entrever posibles e inminentes variaciones en la narración.El problema –grave– es que ambas líneas nunca confluyen. Es decir, no hay un vínculo concreto entre ese relato subsidiario y la historia del crimen de Violeta. Ese sospechoso que expone con solidez su delirio/ teoría no sólo no participa de la historia principal, sino que ni siquiera está siendo interrogado en el marco de esa causa. Hay tres explicaciones: o bien el director cree haber dejado pistas precisas que vinculan entre sí ambos planos narrativos, pero que en realidad no son tan claras; o bien no lo ha hecho. O por el contrario, sí lo hizo y es este cronista quien no ha prestado debida atención o no ha tenido la perspicacia para detectar el nexo.
El duelo como inicio de una nueva travesía Mientras para algunas personas la muerte representa el final de un viaje, para otras es apenas el comienzo de una nueva travesía. Sólo que en este último caso ese punto de partida no es válido únicamente para aquellos que dejan el mundo atrás, sino también para los que se quedan en él y deben aprender a convivir con el agujero de la ausencia. He ahí a las víctimas reales de la muerte, pero también a los verdaderos viajeros. Porque si en efecto la muerte se abre como posibilidad de un nuevo inicio (o al menos de replantear de manera radical las condiciones del viaje), en primer lugar lo hace para esos sobrevivientes. Frente a esa instancia trascendental, pero sin ser demasiado consciente de ello, ha quedado la joven Celina tras la muerte de su padre. El hecho marca también el comienzo de otro camino, en este caso cinematográfico: el que propone el director Fernando Salem con su ópera prima, Cómo funcionan casi todas las cosas.Ganadora del premio a la mejor dirección en la Competencia Argentina del 30ª Festival de Cine de Mar del Plata, donde también recibió el premio al mejor guión que otorga Argentores, Cómo funcionan casi todas las cosas es exactamente eso: una película de tránsito. O mejor dicho, de tránsitos, porque su relato acumula una cantidad de puestas en marcha simultáneas que abarcan diferentes niveles de la existencia de Celina, una joven que se ha pasado la vida en un pueblito en medio del desértico paisaje cuyano. En primer término se verá obligada a dejar el lugar de hija para encontrar su destino de mujer, al mismo tiempo que deberá vencer la inercia inmóvil de toda una vida sin salir de su pueblo. En ambos casos Celina (interpretada con solvencia por Verónica Gerez) hallará resistencias, como la que le propone la figura de Sandro, un amigo que a pesar de amarla con sinceridad no es otra cosa que una amarra que insiste en retenerla en ese estado de suspensión en el que la mantenía la agonía de su padre.Habrá también un devenir personal disimulado en un cambio laboral, en el que la protagonista abandona la inerte seguridad de su trabajo en la cabina de peaje de una ruta semiabandonada, por la incierta aventura de ocupar el lugar que su padre dejó como vendedor puerta a puerta de la enciclopedia que da título a la película. En ese punto todas esas trayectorias internas de Celina se corporizan en el viaje real que deberá hacer por las rutas de provincia con otra vendedora que oficia de instructora. Ahí el film deviene en road movie y el viaje en iniciático. Con esos ingredientes a la vista, una de las posibilidades era que la película resultara un pastiche sensiblero, pero Salem elude los malos augurios. A partir de un cóctel que combina en dosis equilibradas naturalismo con realismo mágico, comedia con tragedia y humor con emoción, Cómo funcionan casi todas las cosas redondea una propuesta de costumbrismo tan moderado como inofensivo.
Historias fuera del tiempo Tanto Favula como Ragazzi pueden ser vistas como piezas independientes y cerradas en sí mismas, pero también como partes indivisibles de un sistema que las excede en su individualidad y que Perrone inauguró con la extraordinaria P3nd3j05. Desde que en 2013 encontrara un rumbo nuevo dentro de su vital filmografía con la extraordinaria P3nd3j05, Raúl Perrone se ha dedicado a tratar de explorar cada uno de los recodos y desvíos que ese camino ofrece. Un itinerario que ya lleva cuatro títulos, incluyendo Favula y Ragazzi, que se estrenan conjuntamente esta semana en el Malba y la Sala Lugones, y su último trabajo, Samuray S, que integró la Competencia Latinoamericana de la reciente edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Es ese núcleo estético en común –básicamente la apropiación y reinterpretación de las formas y recursos propios del cine mudo– lo que permite ver con claridad a estás cuatro películas, aún con sus diferencias, como un subconjunto dentro de la obra de un director siempre curioso como Perrone. Esa unidad permite que cada una de estas películas pueda ser vista como una pieza independiente y cerrada en sí misma, pero también como partes indivisibles de un sistema que las excede en su individualidad.Favula toma distancia de P3nd3j05 ya desde su estructura. Ahí donde esta última tendía a una desmesura operística –que se confirmaba en un estupendo y barroco uso de la música y la banda sonora–, la primera se inclina por formas narrativas más simples, aunque no menos potentes. En un sentido estricto Favula es, en efecto, una fábula. Pero también podría ser un cuento de hadas, una parábola, una leyenda o una alegoría, todos ellos géneros de menor complejidad formal si se las compara con la grandilocuencia de la ópera. Es esa misma distancia la que separa a P3nd3j05 de Favula pero también de Ragazzi, cuya estructura en dos movimientos sin embargo vuelve a remitir al universo de lo musical, como si se tratara de una pequeña pieza de cámara.Aunque los detalles del vestuario señalan al presente de modo directo, Favula es una historia fuera del tiempo. La elección de un escenario selvático, que se aparta de los espacios urbanos que suelen ocupar un lugar central en los trabajos del director, representa un hábitat natural que ayuda a crear una atmósfera que coloca a la película en un lugar extraño, casi único dentro de su filmografía. Perrone aprovecha la novedad para trabajar el diseño de cada cuadro con sutileza pictórica, a partir de patrones de simetría más bien clásicos que tampoco son habituales en su cine. Y consigue que la acción no sólo sea una consecuencia de un trabajo de rodaje, sino que además logra “componerla” durante el montaje a partir de un gran ejercicio de superposición de planos e imágenes. Un recurso que con importantes variaciones vuelve a utilizar en Ragazzi, para crear impactantes collages animados que son pura belleza cinética.Centrada otra vez en las dinámicas y los vínculos de dos grupos de adolescentes que se mueven en el territorio de lo suburbano, Ragazzi resulta más cercana a P3nd3j05 (de hecho ambos títulos significan más o menos lo mismo, uno en italiano y el otro en castellano vulgar). Pero esta vez esa estética barrial se encuentra embebida de cierta fantasmagoría, que Perrone aprovecha para poner en escena, en el primero de los dos movimientos que componen la película, una versión libre de la historia del joven que acompañaba a Pier Paolo Pasolini la noche en que fue asesinado.Debe decirse que ni Fávula ni Ragazzi son meras copias del cine mudo; el tratamiento musical y sonoro que Perrone realiza en cada caso es la mejor prueba de ello. En ningún caso se trata de limitar a la banda de sonido al papel de reparto de lo incidental, como mero remedo de las bandas en vivo que solían acompañar aquellas proyecciones. Por el contrario, se trata de un elemento diseñado para traccionar narrativamente como parte esencial del relato, un complemento que enriquece y multiplica sus sentidos.A diferencia de lo que ocurre con Favula, donde el uso de subtítulos es reducido al mínimo para obtener de ellos su máximo potencial, en Ragazzi se convierten en vehículo de una poesía ostentosa, con la que se busca apuntalar una poética del cine que Perrone ya maneja con solvencia y sin necesidad de ese subrayado de intención literaria. Pero ese no es el mayor de los problemas de los textos de Ragazzi: hay en ellos un descuido formal (de sintaxis, de ortografía, de puntuación) que sorprenden en un director tan atento al buen uso de las herramientas del lenguaje cinematográfico. Sea como fuere, el detalle merece mencionarse, porque en tanto película muda los títulos son un recurso importante que el director decide usar y lo cierto es que nunca queda clara la intención de esa forma particular en la que están escritos. Si bien podría tratarse de un intento de vulnerar las convenciones del lenguaje escrito, lo cierto es que pueden llegar a convertirse, sobre todo en la segunda mitad del film, en un obstáculo para permanecer dentro de la película, porque sus irregularidades distraen de la acción y de la notable construcción que Perrone consigue en lo estrictamente cinematográfico.
Historias fuera del tiempo Tanto Favula como Ragazzi pueden ser vistas como piezas independientes y cerradas en sí mismas, pero también como partes indivisibles de un sistema que las excede en su individualidad y que Perrone inauguró con la extraordinaria P3nd3j05. Desde que en 2013 encontrara un rumbo nuevo dentro de su vital filmografía con la extraordinaria P3nd3j05, Raúl Perrone se ha dedicado a tratar de explorar cada uno de los recodos y desvíos que ese camino ofrece. Un itinerario que ya lleva cuatro títulos, incluyendo Favula y Ragazzi, que se estrenan conjuntamente esta semana en el Malba y la Sala Lugones, y su último trabajo, Samuray S, que integró la Competencia Latinoamericana de la reciente edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Es ese núcleo estético en común –básicamente la apropiación y reinterpretación de las formas y recursos propios del cine mudo– lo que permite ver con claridad a estás cuatro películas, aún con sus diferencias, como un subconjunto dentro de la obra de un director siempre curioso como Perrone. Esa unidad permite que cada una de estas películas pueda ser vista como una pieza independiente y cerrada en sí misma, pero también como partes indivisibles de un sistema que las excede en su individualidad.Favula toma distancia de P3nd3j05 ya desde su estructura. Ahí donde esta última tendía a una desmesura operística –que se confirmaba en un estupendo y barroco uso de la música y la banda sonora–, la primera se inclina por formas narrativas más simples, aunque no menos potentes. En un sentido estricto Favula es, en efecto, una fábula. Pero también podría ser un cuento de hadas, una parábola, una leyenda o una alegoría, todos ellos géneros de menor complejidad formal si se las compara con la grandilocuencia de la ópera. Es esa misma distancia la que separa a P3nd3j05 de Favula pero también de Ragazzi, cuya estructura en dos movimientos sin embargo vuelve a remitir al universo de lo musical, como si se tratara de una pequeña pieza de cámara.Aunque los detalles del vestuario señalan al presente de modo directo, Favula es una historia fuera del tiempo. La elección de un escenario selvático, que se aparta de los espacios urbanos que suelen ocupar un lugar central en los trabajos del director, representa un hábitat natural que ayuda a crear una atmósfera que coloca a la película en un lugar extraño, casi único dentro de su filmografía. Perrone aprovecha la novedad para trabajar el diseño de cada cuadro con sutileza pictórica, a partir de patrones de simetría más bien clásicos que tampoco son habituales en su cine. Y consigue que la acción no sólo sea una consecuencia de un trabajo de rodaje, sino que además logra “componerla” durante el montaje a partir de un gran ejercicio de superposición de planos e imágenes. Un recurso que con importantes variaciones vuelve a utilizar en Ragazzi, para crear impactantes collages animados que son pura belleza cinética.Centrada otra vez en las dinámicas y los vínculos de dos grupos de adolescentes que se mueven en el territorio de lo suburbano, Ragazzi resulta más cercana a P3nd3j05 (de hecho ambos títulos significan más o menos lo mismo, uno en italiano y el otro en castellano vulgar). Pero esta vez esa estética barrial se encuentra embebida de cierta fantasmagoría, que Perrone aprovecha para poner en escena, en el primero de los dos movimientos que componen la película, una versión libre de la historia del joven que acompañaba a Pier Paolo Pasolini la noche en que fue asesinado.Debe decirse que ni Fávula ni Ragazzi son meras copias del cine mudo; el tratamiento musical y sonoro que Perrone realiza en cada caso es la mejor prueba de ello. En ningún caso se trata de limitar a la banda de sonido al papel de reparto de lo incidental, como mero remedo de las bandas en vivo que solían acompañar aquellas proyecciones. Por el contrario, se trata de un elemento diseñado para traccionar narrativamente como parte esencial del relato, un complemento que enriquece y multiplica sus sentidos.A diferencia de lo que ocurre con Favula, donde el uso de subtítulos es reducido al mínimo para obtener de ellos su máximo potencial, en Ragazzi se convierten en vehículo de una poesía ostentosa, con la que se busca apuntalar una poética del cine que Perrone ya maneja con solvencia y sin necesidad de ese subrayado de intención literaria. Pero ese no es el mayor de los problemas de los textos de Ragazzi: hay en ellos un descuido formal (de sintaxis, de ortografía, de puntuación) que sorprenden en un director tan atento al buen uso de las herramientas del lenguaje cinematográfico. Sea como fuere, el detalle merece mencionarse, porque en tanto película muda los títulos son un recurso importante que el director decide usar y lo cierto es que nunca queda clara la intención de esa forma particular en la que están escritos. Si bien podría tratarse de un intento de vulnerar las convenciones del lenguaje escrito, lo cierto es que pueden llegar a convertirse, sobre todo en la segunda mitad del film, en un obstáculo para permanecer dentro de la película, porque sus irregularidades distraen de la acción y de la notable construcción que Perrone consigue en lo estrictamente cinematográfico.
Placeres dispares Colección de historias breves al estilo de Cuentos de la cripta o Creepshow, estos Cuentos de Halloween recuperan de manera nada casual una forma de hacer y pensar el cine de terror anclado en la estética de los populares años 70 y 80, cuando el género vivió uno de sus momentos de esplendor de la mano de cineastas que como Tob Hooper, Wes Craven, Sam Raimi, John Landis o Joe Dante. Eso explica que estos dos últimos participen de forma activa del proyecto, aunque ya no como directores sino con breves pero destacados papeles, que funcionan sobre todo como homenaje en vida para estos dos artistas que supieron ser parte de una generación que revitalizó el género. De ese grupo también formaron parte John Carpenter, George Romero y Sean Cunningham, que también son oportuna y explícitamente citados.Cuentos de Halloween es un producto de consciente factura anacrónica, en tanto deja de lado la omnipresente tecnología digital puesta al servicio de los efectos especiales, para recuperar las gozosas formas analógicas. Látex, prótesis, maquillaje, stop-motion y caudalosos torrentes de auténtica sangre falsa, convierten a cada uno de los 10 episodios que lo conforman en un ejercicio lúdico, en una fiesta en la que el horror es un juego que puede cualquiera puede replicar en casa. Es ese carácter artesanal lo que empujó a tantos chicos a querer ser directores de cine. No hace falta irse muy lejos para comprobarlo: alcanza con tomar de muestra a los directores emergentes del cine fantástico argentino, como Daniel de la Vega, Nicanor Loreti, Fabián Forte, Demián Rugna o los hermanos Bogliano, todos ellos hijos de aquella forma de hacer y pensar el cine.A pesar de su desbalance, hay algo interesante que aglutina a estos Cuentos de Halloween: un sentido del humor negro y desaforado, cercano a la versión más cruel del slapstick, que es la del dibujo animado. A partir de eso se permite episodios que son verdaderas declaraciones de amor hacia aquellos paraísos del cine de terror. Hay dos en particular que juegan a enfrentar mano a mano a las dos grandes estéticas del género. Por un lado la ya mencionada de los 70 y los 80, y por el otro la del período clásico, cuya última encarnación fueron las producciones de la inglesa Hammer. En uno de ellos dos vecinos compiten por ver quién prepara la mejor ambientación del jardín delantero para celebrar Halloween. Uno de ellos lo decora con clásicas telas de araña, murciélagos y castillos, y el otro con zombies y asesinos seriales. Por supuesto terminan a las piñas. En otro, una especie de Jason es perseguido por una de sus víctimas, cuyo cadáver ha sido reanimado por un alienígena de plastilina. El final es a puro revoleo gore de tripas y miembros amputados. Aunque el conjunto es realmente desparejo, varios de estos cortos son de verdad disfrutables.
Una historia fantasmática El mayor logro del film de Agüero consiste en haberse adueñado de una estética propia del cine de terror para narrar episodios de la historia argentina que, más allá de su origen ciertamente real, pueden ser leídos en clave fantástica. Tras su paso por los festivales de Toronto, San Sebastián y ahora Mar del Plata, llega a la cartelera comercial Eva no duerme, tercer largo del director Pablo Agüero, precedido de cierta expectativa. No sólo por ese recorrido, sino por su naturaleza temática: el atroz itinerario que padeció el cuerpo de Eva Perón tras su muerte. Quienes conozcan sus truculentos detalles sabrán que el relato, en el que el salvajismo real y mitológico se confabulan, constituye uno de los más aberrantes de la historia argentina. La sola idea de que algunas de esas vejaciones se explicitaran en pantalla era suficiente motivo para aguardar su estreno por lo menos con reservas. Sin embargo Agüero hace un uso elegante (o al menos estilizado) del morbo, a partir de un sencillo mecanismo: abandonar todo realismo en la representación.No se trata de una narración cronológica y exhaustiva, ni de una reconstrucción de pretensión historicista; más bien lo contrario. Como una versión cruel de Relatos salvajes, el film está contado de forma episódica, a partir de tres o cuatro hechos destacados que le permiten avanzar en la progresión dramática. Y para ello propone una atmósfera onírica, a caballo de una suerte de prosa poética que los ilumina con la siniestra luz de las pesadillas. Comienza con la figura de un almirante joven entrando a un cementerio al frente de su batallón, avanzando bajo un temporal con la misma actitud con que Gene Kelly bailaba con su paraguas bajo la lluvia (o como Alex, en La naranja mecánica). “Esa yegua”: ésas son las primeras palabras que se escuchan en la película, mordidas entre dientes por la voz en off del almirante, de un modo que recuerda a la forma en que esas mismas palabras siguen siendo masticadas hoy en el espacio democrático de las redes sociales y más allá. No hay inocencia en ello, pero tampoco sutileza. El discurso persiste y se multiplica en denigraciones, haciendo que ese paralelo se vuelva obvio, toscamente presente, y que ambos planos históricos se superpongan de manera burda y sin necesidad.Lo sigue el episodio “El embalsamador”. Desde el presente no hay forma de pensar la taxidermia aplicada a un cuerpo humano –a un cuerpo de mujer– sino como una de las formas más aberrantes de abuso. El primero de una serie que le impide al cadáver de “esa mujer” ser corrompido por la muerte, permitiendo que puedan ser los vivos quienes finalmente lo hagan. Un acto en el que esa hermosura que enamoró a millones es transformada en una belleza monstruosa, a la que ya no da ganas ni gusto ver. Lo cual no significa que no pueda seguir provocando deseos: enseguida lo prueban un coronel y un cabo que se enfrentan como machos alfa de una manada salvaje, en disputa de esa hembra que no les pertenece.El último episodio reconstruye el cautiverio del general Aramburu y el enjuiciamiento sumario al que fue sometido por los líderes montoneros. La escena se desarrolla en un sótano en penumbras, en donde las partes pujan en pos de intereses diversos: por la propia vida uno; por información acerca del destino del cadáver los otros. Un juego posible consiste en contrastar la versión que da Agüero de esos hechos, con la que el director Rafael Filipelli imaginó en su última ficción, Secuestro y muerte (2010). Mientras que este último retrataba a los personajes de forma deshumanizada (confiriéndole a Aramburu una dignidad casi sobrenatural y a sus jóvenes captores, una ineptitud caricaturesca, en medio de una atmósfera aséptica en la que nada de lo que ocurría parecía importarle realmente a nadie), en Eva no duerme todos son desbordados por sus pulsiones, reactivando la tensión eterna entre vida y muerte. Ambas versiones son igualmente incomprobables.Agüero utiliza las imágenes documentales –algunas intervenidas digitalmente– de un modo eficaz y emotivo, intercalándolas con precisión entre las ficciones. Pero sin dudas su mayor logro consiste en haberse adueñado de una estética propia del cine de terror, para generar los oportunos climas que cada uno de los episodios demanda. Así es dable pensar la secuencia del embalsamamiento como una posible versión de Frankenstein. O a la de los militares que por la noche se llevan el cadáver de Eva de la sede de la CGT, como relectura de los usurpadores de cuerpos. Por no mencionar que la del cautiverio de Aramburu tiene lugar en un sótano, icónico espacio doméstico ligado a la representación del terror en el cine, y la del joven almirante en un cementerio durante una tormenta. Tal vez Agüero comprendió que, dentro del lenguaje del cine, no había mejores ni más oportunas (ni más nobles) herramientas para narrar ese horror, que aquellas que proveen los cuentos de fantasmas, monstruos o vampiros, aun cuando se trate de un horror concreto, histórico y absurdamente real.
Comedia que se salva con lo justo Buen humor y autoconciencia.Escalofríos no es ninguna maravilla. No desborda originalidad, sus monstruitos digitales casi nunca son convincentes, y todo el asunto no es más que una nueva excusa para volver a trasladar a la pantalla la módica imaginación de un escritor de novelas fantásticas dedicadas al público infanto-juvenil. Sin embargo, a pesar de esta lista de impugnaciones, el film logra convertirse en una alternativa al menos válida. ¿Cómo es posible? La respuesta es sencilla: buen humor y, sobre todo, autoconciencia. Rob Letterman, su director, parece haber tenido bastante claro que resultaría imposible ocultar el aura de artificio que rodea a toda la historia y decidió que en lugar de intentar disimularlo lo mejor sería dejarlo expuesto. Un mecanismo similar al que utiliza aquel que se ríe de sus propios defectos para desactivar la posibilidad de la burla ajena. Que el rol protagónico haya caído en manos de Jack Black en lugar de haber ido a parar a las de un actor de perfil más “serio” o menos histriónico, representa la prueba definitiva de que las cosas fueron pensadas de este modo. No hay en la actualidad un comediante estadounidense que consiga ser más exitosamente artificioso que Black (tal vez sólo Jim Carey, pero no en este momento de su carrera). Y sobre él descansa una parte de lo mejor de Escalofríos aunque, como suele ocurrirle, termine un poquito pasado de rosca.La otra mitad del mérito radica en el pequeño escuadrón de personajes secundarios que salpican el relato de momentos gratos. Esporádicas explosiones que acuden en auxilio de una trama central demasiado ligera y que consiguen recuperar el interés cuando esta comienza a desinflarse bajo el peso de sus limitaciones. De algún modo, el comienzo de Escalofríos recuerda al de La hora del espanto (Fright night, Tom Holland), aquel gran éxito adolescente de los 80. Zach, un joven que acaba de mudarse de la ciudad a un pueblo junto a su madre, comienza a sospechar que en la ominosa casa vecina ocurre algo siniestro –en el film de Holland era al revés: alguien se mudaba al caserón de al lado y el chico era el único testigo de las extrañas actividades que comenzaban a tener lugar ahí–. En ambas los protagonistas creen ser testigos de un delito, llaman a la policía para que revisen las casas sin que finalmente aparezca prueba de crimen alguno. La principal diferencia está en el hecho de que Zach comienza a tener un vínculo amistoso con la hija de su vecino (Black), quien lo amenaza para que dejen de frecuentarse. Pero nada de eso sería muy atractivo si esta historia básica no estuviera apuntalada por aquellos personajes menores que son como electricidad cada vez que aparecen: un cargoso compañero nuevo de Zach; una tía cándida sin sentido del ridículo; una policía novata que todo el tiempo cree que es hora de usar la fuerza; un Chirolita mesiánico y psicótico. Por desgracia, todos ellos tienen menos espacio del que merecen y su presencia apenas alcanza para salvar a Escalofríos con lo justo.
Innecesario ejercicio de crueldad Para encarar de manera crítica un film como Una segunda oportunidad es imposible no comenzar por preguntarse por qué filmar esto, por qué así. Si algo demanda esta película son respuestas que den cuenta de la cantidad de maldades que la directora y su guionista son capaces de acopiar en la hora cuarenta que les toma contar su historia. Andreas es un policía que acude a una denuncia de violencia doméstica. Allí se encuentra con que la casa pertenece a un delincuente al que conoce, que vive junto a una mujer con signos de abuso. El tipo es un violento, el lugar un asco y la chica intenta impedir que Andreas abra un ropero, usando su propio cuerpo maltrecho como barrera. Dentro del mueble la pareja oculta un bebé de meses en claro estado de abandono, famélico y embadurnado con sus propios excrementos. La película no sólo no disimula su carácter trágico, sino que parece disfrutar de la posibilidad de convertirse en una excursión por el abismo de las peores miserias y miedos humanos. Todo siempre en primer plano y sin escatimar escabrosos detalles hiper realistas.Toda película (toda obra de arte) es en sí un mecanismo de manipulación, en tanto el artista la compone en busca de lograr algunos efectos calculados. Pero hay dos formas de asumir esa condición: con nobleza o sin ella; con o sin inteligencia; con arte o sin arte alguno. En Una segunda oportunidad, Bier alcanza el dudoso éxito de hacer confluir todos esos “sin” (y varios más) en un relato que, con la excusa de poner en escena un drama, no sólo se aprovecha de la sensibilidad de su público, sino que llega al extremo de trasladar ese abuso a sus propios personajes. Su excusa es convertir la realidad en un espectáculo del espanto, que se va volviendo más insoportable e indigno a medida que las escenas se suceden sin mostrar compasión por nadie.A aquel perturbador escenario inicial Bier le opone la vida perfecta de Andreas. Pero enseguida le arrebata la única garantía de su felicidad (como si ésta fuera una culpa que debe castigarse), para de inmediato clausurarle todas las salidas posibles. Para empujarlo al infierno de su propio dolor y una vez en el fondo, también quitarle el suelo bajo los pies, demostrando que siempre se puede caer más profundo. Igual que la película, que tras humillar a sus personajes acaba sintiendo lástima por ellos, cerrando un círculo abyecto. Eso sí, las actuaciones son notables y la narración hace gala de una admirable precisión. Lejos de ser un mérito, en manos de Bier esos logros se convierten en herramientas de tortura, medios con los cuales se gana la confianza del público para poder abusar de él. Así consigue su gran maldad final: le niega al espectador hasta la última esperanza, la de al menos no creer en lo que se está viendo.
Policial narrado con pulso clásico El género policial es el terreno dentro del cual se construyen la mayoría de las grandes producciones del cine nacional. De ahí suelen surgir también los mayores éxitos de taquilla, al menos desde el advenimiento de 9 Reinas (Fabián Bielinsky, 2000), película que estableció un star system local que durante muchos años fue habitado únicamente por Ricardo Darín. Es a ese género al que también apuestan otras producciones de menor envergadura para intentar dar el golpe. Cómo ganar enemigos, de Gabriel Lichtmann, se ubica dentro de esa categoría y a priori reúne todas las condiciones necesarias para seducir al gran público. Excepto una, claro: Ricardo Darín.Policial narrado con pulso clásico, Cómo ganar enemigos incorpora con inteligencia algunos elementos de comedia y hasta se permite una pátina de costumbrismo bien entendido. Que Lucas, el protagonista, sea un joven pero erudito abogado y que la historia tenga entre sus escenarios principales el Palacio de Tribunales, sus cafés y bares aledaños, y el buffette legal que comparte con su hermano mayor no hacen sino remitir a otros populares policiales argentinos, de Cenizas del paraíso (Marcelo Piñeyro, 1997) a la omnipresente El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009) pasando por Carancho (2010) de Pablo Trapero. Pero el film de Lichtmann está narrado sin las intenciones trágicas (y solemnes) de esas tres películas, con un tono más afín a la gran ópera prima de Bielinsky. Acá también hay una estafa, sólo que en lugar de poner a los delincuentes en el rol protagónico se le cede ese lugar al estafado. El propio Lucas deberá descubrir por sí mismo quién de su entorno es el responsable intelectual detrás de la chica que lo sedujo y le robó los dólares que iba a usar para comprarse un departamento.Cómo ganar enemigos no pretende ser más grande que la realidad. Entre sus premisas no hay lugar para la épica del héroe de acción ni para la del delincuente romántico y arriesgado, sino más bien lo contrario. Se trata de un policial instalado en la estética de lo cotidiano, construido de gestos y miserias más bien realistas, más cercanas a las que puede producir o padecer cualquier hijo de vecino que al imaginario del cine industrial. Acá si alguien se enoja y le pega una piña a la pared, lo que ocurre es que se rompe la mano. Y eso no está mal: Cómo ganar enemigos despierta interés a partir de construir una intriga genuina, que Lichtmann sabe dosificar y sostener. Como es menester en los buenos policiales, el director (y guionista) hace que las habilidades lógicas del protagonista como abogado y lector de Agatha Christie y Patricia Highsmith sean las herramientas fundamentales para hacerles frente no sólo al crimen sino también a la familia y los amigos. Dos cosas bien distintas, pero que a veces tienen en común bastante más de lo que parece.