Historia con buena madera noruega La trama remite a 1965, en Oslo. Con la revolución beatle como marco, se recrea la eterna efervescencia adolescente. Aunque Beatles, del director Peter Flinth, no lo propone, no está mal pensar en la aparición de The Beatles como un acontecimiento cismático, uno de ésos que la historia como ciencia utiliza para marcar los diferentes períodos en los que divide a su objeto de estudio. Así como el Renacimiento junto a la llegada de Colón a América son los hitos que marcan el final de la Edad Media y el comienzo de la modernidad, no sería descabellado pensar en el surgimiento de la banda inglesa como uno de los hechos que, entre otros, marca el último cambio de época dentro del calendario histórico. Sobre ese momento turbulento y revolucionario ocurre la historia dentro de la historia que se narra en la película de Flinth, que de algún modo tangencial sirve para volver a tomar conciencia de la importancia cultural y el alcance universal que tuvieron los Cuatro Fabulosos de Liverpool. ¿O acaso no es posible pensar la beatlemanía como el primer caso concreto de lo que hoy se conoce como globalización? Porque aunque lo que se cuenta en Beatles ocurre en 1965 en Oslo, Noruega, lo cierto es que los hechos bien podrían tener lugar, años más, años menos, en Buenos Aires, Johannesburgo o Tokio, sin que los detalles sufrieran mayores variaciones que aquellas, mínimas, obligadas por el color local.Kim es un chico de 14 años que junto con sus amigos Ola, Gunnar y Seb deciden crear su propia banda de rock para emular a The Beatles. Ese es el disparador básico del que se sirve la película, basada en una exitosa novela del escritor noruego Lars Saabye Christensen, para poner en paralelo aquel convulsionado momento histórico, con la eterna revolución que representa la adolescencia en términos individuales para cada persona desde el comienzo de los tiempos. Porque aunque la fábula beatle es lo que recorre todo el relato como fondo temático, la película en realidad no es otra cosa que una nueva versión del mito del fin de la inocencia, que a partir de las figuras de los protagonistas consigue poner en acto las dificultades que representa dejar atrás un mundo ideal, la infancia, para caer de golpe y de lleno en la realidad agridulce de la adultez. Claro, uno de los focos estará puesto en el vínculo que los cuatro chicos comenzarán a tener con las mujeres; las de su edad, con las que comparten la voracidad generacional, pero también con otras más grandes, que ávidamente buscan en algunos de ellos la energía desbordante de los que recién salen al mundo.Por la combinación de sus temas, Beatles tiene mucho en común con Casi famosos, la extraordinaria película de Cameron Crowe en la que un chico de la misma edad de Kim daba sus primeros pasos como hombre acompañando como cronista a una banda de rock durante una gira. De hecho, tal vez como homenaje, Flinth recrea una de las escenas más recordadas de la película de Crowe, aquella en la que en medio de una fiesta el guitarrista y líder de la banda se sube al techo de una casa bajo el influjo del LSD creyéndose un dios de oro, anécdota clásica que se atribuye a varias estrellas de rocanroll de los ’60, pero sobre todo a Jimmy Page de Led Zeppelin. Aunque acá el alcohol ocupa el lugar del ácido, lo que corre por detrás de ambas escenas es el mal de amores, esa enfermedad incurable que ha alimentado la obra de tantos artistas de todas las épocas.Aunque Beatles está contada de manera amena y tiene la ventaja de correr con el caballo del comisario en materia de banda sonora (The Beatles son Gardel y no hay Medellín ni cáncer ni Chapman que puedan con su música), también es cierto que Flinth elige para narrar un tono entre meloso y melancólico que a veces empalaga un poco. Tono que tiene mucho de aquella nostalgia que Cinema Paradiso hacía supurar en torno del universo del cine y que Giuseppe Tornatore usaba para enhebrar la infancia de su protagonista/ alter ego con la historia de la Italia de posguerra. Las canciones de Los Beatles ocupan acá ese lugar de disparador emotivo y Flinth lo subraya colocando manzanitas en algunas escenas claves (debe recordarse que una manzana verde era el logo de Apple, el sello a través del cual la banda inglesa lanzaba sus discos). Más allá de eso, Beatles es una buena oportunidad para dejarse llenar por el agradable olor del espíritu adolescente sin arrepentirse por haber pagado la entrada.
Historias mínimas en un macrocosmos Una de las mayores virtudes de la película de Hsu, hijo de inmigrantes asiáticos, es la de poner en escena el carácter multicultural de la identidad argentina, reuniendo en un relato coral diferentes historias de un grupo de inmigrantes. Construida en torno (y dentro) de la gran feria ubicada en el límite sur de la ciudad de Buenos Aires que le da nombre a la película, una de las mayores virtudes de La Salada, ópera prima del director Juan Martín Hsu, es la de poner en escena el carácter multicultural de la identidad argentina, reuniendo en un relato coral las diferentes historias de un grupo de inmigrantes en un país de inmigrantes. Pero esta vez no se trata de las clásicas historias de italianos y españoles (pero también rusos, alemanes, árabes o judíos) que alguna vez descendieron de los barcos con una mano atrás y otra adelante a comienzos del siglo XX, sino de otras vinculadas a las corrientes migratorias que tienen lugar en el país un siglo después y que le aportan su influencia al ADN argentino. Algunas de ellas novedosas, como el caudal proveniente de lo más oriental de Asia, como China y Corea; y otras que, lejos de la novedad, representan una continuidad latinoamericana de aquellas corrientes internas que durante el primer peronismo alguien tuvo la ocurrencia de bautizar como aluvión zoológico.Ateniéndose a los usos y costumbres del relato coral, en La Salada las paralelas tienden a reunirse. Así, historias mínimas que parecen distantes, aun cuando se desarrollan en el macrocosmos de una feria de dinámica y diseño demenciales, acabarán tocándose de una u otra manera. La de la adolescente Yunjin y su padre, un empresario coreano que maneja un taller textil y varios puestos en la feria, que le impone a ella de modo casi medieval un casamiento con el hijo de otra familia de la colectividad. La de Huang, un joven chino fanático del cine argentino que vende películas truchas, que no termina de acomodarse al horario local para trabajar y dormir al mismo tiempo que su familia en Taiwan y así sentirse un poco menos solo. Y la de Bruno, que con sus 17 años llega junto a su tío desde Bolivia y tiene que adaptarse a un universo extraño que por momentos se parece mucho a una fotocopia borrosa de su propio país. En las tres historias, que son como burbujas suspendidas dentro de la realidad de la Argentina blanca y eurófila, la insatisfacción provoca un extrañamiento que tiene a la búsqueda del amor como punta visible de un témpano que se hunde en las dificultades para encontrar el propio lugar en un mundo por completo ajeno.Así como la película retrata los duros procesos de adaptación cultural de sus personajes, Hsu juega a colocar a su película dentro de un determinado linaje de la cinematografía nacional. Para ello utiliza al personaje de Huang –interpretado por ese buen actor que es Ignacio Huang, coprotagonista de Un cuento chino junto a Ricardo Darín– para intercalar citas que van de Leonardo Favio a Fabián Bielinsky pasando por Martín Rejtman y que tienen su epítome en Hacerme feriante, gran documental de Julián D’Angiolillo sobre la feria La Salada.Hsu logra hacer de su película un retrato de muchas dimensiones. Por un lado, a través de la composición de algunos planos replica la complejidad del mundo de la feria, consiguiendo hallar en ella un delicado orden estético. También maneja con habilidad un perfil fotográfico para cada uno de los espacios sociales que integran el relato: luminoso, brillante y hasta kitsch para representar la vida burguesa de la familia coreana; sucio y pringoso al retratar la cotidianidad de los feriantes y trabajadores. Pero el mayor logro de esa ductilidad en el manejo de la fotografía está dado por la capacidad para hacer confluir ambos espacios, en consonancia con la narración, y construir con ellos un objeto nuevo y único. Confluencia que la banda sonora se encarga de adelantar con pequeños detalles disruptivos, como hacer sonar una especie de Elvis coreano en una discoteca boliviana. De los retratos que es posible encontrar en La Salada, no es menor aquel que permite asimilar la estructura de la feria como metáfora de la Argentina: enorme, caótica, miserable y un poco triste, pero a la vez compleja, plural y siempre en estado de vigilia. Un país que, como afirma uno de los personajes masculinos, es como las mujeres: “ni llorando la vas a entender”, simplemente “hay que quererla”.
Fugaz como un puñado de arena entre las Basada en un best-seller local en el que la autora relata su experiencia bulímica durante la adolescencia, Abzurdah, de la directora Daniela Goggi, es una película que puede compararse a un puñado de arena: contundente, áspera y abundante al comenzar, pero que a medida que el relato avanza no puede evitar escurrirse de a poco entre los dedos. No deja de causar sorpresa que sus defectos más notorios vengan de donde menos se los espera y que ahí donde el prejuicio hacía suponer que aparecerían los tornillos flojos, sin embargo la cosa resulte mejor de lo imaginado.El primer acto de la película consigue presentar un escenario perturbador que es capaz de incomodar con algo parecido a un thriller. Cielo (Eugenia “China” Suárez) cursa los últimos años del secundario y ya a finales de los ’90 conoce los secretos del flirteo a través de foros y grupos de chateo, en donde se hace llamar Abzurdah. En ese incipiente universo virtual es seducida por un chico que resulta ser un hombre diez años mayor (Esteban Lamothe), con el que enseguida comienza una relación amorosa. La combinación entre dos padres que de algún modo representan a la pequeña burguesía menemista, incapaces de controlar a una hija caprichosa que todo el tiempo se les escapa de las manos, y las habilidades manipuladoras de un hombre que juega al estupro a conciencia, consigue generar un escenario oscuro y ominoso. Avanzando sobre el filo de los límites morales, Abzurdah amenaza con convertirse en un paseo perverso y hubiera sido mejor si se hubiera atrevido a hacerlo, a profundizar el retrato de esa intimidad no exenta de ingredientes siniestros.En lugar de eso desbarranca en un catálogo de adolescencia explícita (algo así como pornoadolescencia), en donde la bulimia y la autoagresión parecen surgir si no de la nada, al menos de manera artificial. Goggi elige presentar el asunto de forma estetizada, registrando cada vómito, cada herida auto infligida y los intentos de suicidio siempre en primer plano y con puestas en escena “luminosas”, subrayadas por melodías ligeras que tienen algo de naïves. Esa opción por lo explícito a la hora de provocar al espectador es una clara muestra de impotencia narrativa para abordar un tema delicado como la bulimia, sin poder ir mucho más allá de la superficie de sus síntomas más inquietantes. El final tranquilizador y repentino pone aún más en evidencia esa voluntad de provocación gratuita y manipulación.La sorpresa, moderada pero sorpresa al fin, viene por el lado del trabajo protagónico de Suárez. Chica de nombre fraguado a fuerza de escandaletes mediáticos más que por su currículum actoral, realiza sin embargo una labor aceptable poniéndole el cuerpo a la perturbada Cielo. Dado el contexto, ese resulta un mérito no menor.
Voodoo Lounge El caso de la película Jessabelle, de Kevin Greutert, parece venir a confirmar la vigencia en la Argentina del cine de terror, género del que casi puede decirse que se estrena un nuevo título por semana. Un ritual que en algún momento a comienzos de los años ’80 cumplía la televisión. Por entonces el recordado ciclo Viaje a lo inesperado proponía una cita semanal con el miedo, con los inolvidables Narciso Ibáñez Menta y Nathan Pinzón como anfitriones. El programa fue vital en la formación de cierto rincón (cierto nicho parece una palabra más adecuada para el caso) de la cinefilia actual y en gran medida es responsable del amor incondicional que el espectador argentino parece tener por este tipo de películas. No es gratuita la mención a Viaje a lo inesperado antes de hablar de Jessabelle, en tanto ésta y casi todas las películas del género que se estrenan habitualmente en los cines argentinos, comparten un perfil cinematográfico que coincide con aquellas que el programa televisivo ponía al aire los sábados, a las 22, por Canal 13. Cine con conciencia de clase; de clase B. Y a mucha honra.De hecho Jessabelle tiene como fondo uno de los temas fetiches de las películas de terror que la televisión nacional tenía por aquellos años: el vudú y su exótico catálogo de monstruos y ceremonias. Un tópico que hacía rato había desaparecido de las producciones de este tipo, ahora empecinadas en contar historias paranormales pseudo reales filmadas con cámaras hogareñas o de fantasmas gritones con todo el pelo en la cara. Como la idea de volver a asustarse con ritos vudúes puede resultar un plan atractivo para los nostálgicos ochentosos, es necesario ponerlos sobre aviso: no esperen encontrar en Jessabelle ni los clásicos zombies haitianos de ojos blancos ni muñequitos de trapo atravesados por alfileres. Acá la cosa pasa menos por ese tipo de atractivas fantasías y más por recursos de lo más prosaicos, como animales degollados, velas rojas y altares al costado del camino. Nada que el culto al Gauchito Gil no haya vuelto una cosa cotidiana.Del mismo modo, la película vuelve a insistir con las fórmulas, redondeando apenas una nueva película de fantasmas parecida a cualquiera de las otras que llegan todos los jueves. Y aunque es posible contar durante el relato algunas escenas de alto impacto, también es cierto que esa cuenta no va más allá de dos o tres. En la superficie narrativa vuelven a quedar algunos miedos simbólicamente obvios, como aquellos de orden racial, en este caso con un espíritu negro que vuelve para reclamar lo que un blanco ha tomado como propio. En ese sentido dan más miedo las noticias de los excesos policiales contra la población negra que, como las películas de terror, también llegan una vez por semana desde los Estados Unidos. Aunque tampoco hace falta irse tan lejos para asustarse con eso.
Un primer paso que fue el segundo paso Más que un trabajo de investigación, la ópera prima del dúo de realizadores se asemeja por momentos a una gran farsa. En la búsqueda de demostrar la puesta en escena del alunizaje del Apolo XI, el film recurre a raros testimonios y un final de doble fondo. Difícil decir de qué se trata Alunizar, ópera prima de Pepa Astelarra y Lucas Larriera, ya no de manera sinóptica sino como objeto cinematográfico en sí mismo. La película se presenta como un documental de investigación, pero la sensación que se tiene al dejarse arrastrar dentro de la narración es la de ser testigos privilegiados de una enorme farsa. Una farsa de múltiples dimensiones en tanto que, como un juego de muñequitas rusas, es posible ir encontrando una cadena de artificios ocultos unos dentro de otros, sin saber nunca hacia dónde se disparará el relato con cada sucesivo eslabón. En ese mecanismo hay un evidente carácter lúdico que la sostiene y, al mismo tiempo, consigue salvarla de la intrascendencia que todo el tiempo amenaza con sepultarla en el cajón de las películas olvidables. En ese aceptarse como juego –que a veces parece un gesto voluntario y otras no tanto– está el mérito de un documental elíptico como Alunizar, que se atreve a elegir un tema que se encuentra sobre el límite del absurdo y al que aborda sin temor a cruzar del otro lado de esa frontera.Desde el principio queda claro que hay algo de desencajado en la propuesta de Astelarra y Larriera, quienes a partir de un intento de reconstruir cinematográficamente la breve secuencia del primer paso dado en la Luna por el astronauta Neil Armstrong en 1969, concluyen que esa imagen mítica que desde entonces se ha dado por cierta es en realidad falsa. Pero no en el sentido megalómano de las teorías conspirativas tradicionales, aquellas que niegan la llegada del hombre al satélite terrestre vía Apolo XI, y hasta arriesgan que en realidad se trata de un trabajo extraoficial realizado por Stanley Kubrick para el gobierno estadounidense.Lo de estos dos chicos argentinos es más sencillo: que en realidad lo que se transmitió supuestamente en vivo y en directo como el primer paso de un hombre en la Luna es en realidad el segundo. Es decir, que aquel pequeño paso para un hombre que todos han visto alguna vez no es el de Armstrong, sino el que dio su compañero Buzz Aldrin un rato después. Los directores intentan demostrar que aquella transmisión no fue en vivo sino un montaje posterior y que el registro original del descenso de Armstrong permanece inédito. Todo eso desde la Argentina, sin consultar a ninguna fuente realmente confiable en el tema y por momentos más cerca de la ficción pura que del documental. Decisiones que los llevan a recoger testimonios inusuales (algunos de ellos al borde mismo de lo razonable) que motorizan esa sensación juguetona de deriva narrativa, que los empuja por los caminos menos sensatos pero ciertamente más entretenidos. Todo empaquetado en el formato del documental más riguroso y con una buena banda sonora de aires carpenterianos, que se atreve a dialogar de manera abierta con la ciencia ficción clásica. Un final con doble fondo parece indicar que Astelarra y Larriera ganaron el juego.
Una vil y constante apelación a la culpa “Quiero que la gente al abrir el diario se atragante con el desayuno”, le dice Rebecca a Stephanie, su hija adolescente, en el interior de una carpa en un campo de refugiados en Kenia, antes de irse a dormir. “Quiero que vean, que sientan y reaccionen”, agrega para completar la idea de lo que espera que provoque su trabajo en los lectores del diario para el cual trabaja. Porque Rebecca es fotógrafa, cronista de guerra, y se especializa en la producción de imágenes periodísticas de alto impacto en zonas de conflictos bélicos. Ese mismo parece ser el objetivo de Mil veces buenas noches, del director noruego Erik Poppe: que el espectador tenga ganas de meterse la entrada que acaba de pagar en el fondo de la garganta. Que se entere, aunque no quiera, de que hay otros que la pasan mal acá nomás, en el mismo mundo en el que ellos están lo más tranquilos ahí, sentaditos muy cómodos y seguros en la butaca de una sala de centro comercial. Es esa y no otra la idea de cine que hay detrás de una película como la de Poppe, quien parece medir el tamaño de su “compromiso político” de acuerdo con la cantidad de viejas que salgan del cine horrorizadas (pero ahora conscientes), tras haber sido testigos de la escalada de miserias que él mismo ha puesto en escena con “riguroso realismo”, “actuaciones notables”, “bellísima fotografía”, “una música incidental conmovedora” y algunos otros de esos lugares comunes que suele amontonar la crítica de cine cuando es escrita para ser lucida en afiches promocionales de las películas.Doblemente vil resulta Mil veces... cuando se cae en la cuenta de que no es a la conciencia del espectador a lo que apela, sino a su culpa. La misma culpa que la empuja a sentir a la pequeña Stephanie, quien, aterrorizada por la posibilidad permanente de que un día su madre vuelva de uno de sus viajes de trabajo dentro de una bolsa negra, se obliga a “entender” que hay otros chicos –los que mueren de hambre en Africa o los que son enviados a inmolarse en los frentes de batalla de Medio Oriente– que necesitan a su madre más que ella misma. Cada fotograma de la película de Poppe sostiene esa tranquilizadora (e insoportable) idea de Occidente como garante del bienestar y la justicia en todo el mundo. Mil veces... cumple de ese modo el mismo papel que los quince centavos que se donan a Unicef en la caja del supermercado: que cada uno se vaya tranquilo a su casa sintiendo que es posible hacer algo por los desposeídos del mundo, que siempre son otros y ajenos, sin ensuciarse las manos ni resignar nunca los privilegios de pertenecer.
Secuencias progresivas de la violencia Detrás de la imagen de un homeless que vive en la parte de atrás de su propio auto se esconde una historia de crímenes y venganza. Un tópico –el de la violencia– demasiado trillado que aquí, sin embargo, encuentra una vuelta de tuerca. Con el retraso con el que suelen llegar al país este tipo de películas (independientes; pequeñas; de directores desconocidos; sin estrellas en su elenco, pero con una calidad muy por encima de la media de los estrenos que se amontonan cada jueves), la presencia de Cenizas del pasado (2013), del joven director estadounidense Jeremy Saulnier, es una bienvenida anomalía en la cartelera cinematográfica local. Y eso a pesar de que los detalles de su historia de venganza y violencia sean los mismos que ya han alimentado una enormidad de relatos previos, hasta erigirse en un prolífico género: el de justicia por mano propia. Pero sucede que la originalidad está sobrevaluada y la novedad no siempre es amiga de lo bueno, del mismo modo en que la repetición de un tema y de los elementos utilizados para desarrollarlo no impiden que con todo eso pueda crearse un objeto nuevo. El mismísimo Jorge Luis Borges solía repetir con insistencia que los anales de la literatura pueden sintetizarse en unos pocos temas y su propio trabajo es la prueba que confirma su afirmación. A veces una obra (un libro, una película; esta película), consigue traficar entre los mismos detalles de siempre la bendición de un objeto igual pero distinto. En esa certeza descansa la principal virtud de la segunda película del desconocido Saulnier.Dwight tiene unos treinta y algo y vive en la parte de atrás de su propio auto, que se encuentra varado en la arena de la playa del mismo modo en que su propia vida parece haber encallado en algún momento. Como ocurre con el personaje creado por Verónica Llinás para la película La mujer de los perros –que ella misma codirige con Laura Citarella y fue presentada hace poco en el Bafici–, se percibe claramente que el linyeraje es una contingencia en la vida de Dwight, que no siempre ha vivido en la miseria y que algún acontecimiento en particular lo ha arrojado a esa existencia callejera. Pero no se trata de un loquito, sino de alguien que es muy consciente de su propia situación. Que su lectura nocturna sea la novela Boy wonder, en la que el escritor estadounidense James Robert Baker cuenta la vida de un productor de cine nacido en la miseria en el asiento trasero de un auto, es una forma de informar que el protagonista no atraviesa ese momento de su vida sin reflexionar sobre ello.A diferencia de lo hecho por Llinás y Citarella, cuya película es narrada en presente continuo, sin preguntarse por el pasado de su protagonista ni preocuparse por su futuro, ya desde el título local se sabe que en la película de Saulnier ese presente se verá alterado por algún acontecimiento del pasado, de aquella vida anterior que se intuye ha tenido Dwight. Que de las cenizas algo regresará para volver a poner su vida patas para arriba y el director no se demora mucho en revelarlo. Los padres de Dwight han sido asesinados hace más o menos diez años y el hombre que los mató acaba de ser liberado. No han pasado más de 5 minutos de película cuando él recibe conmovido esa noticia y no pasarán más de 20 para que cobre su venganza, matando a cuchilladas (y de manera bastante torpe) al asesino de sus padres. Cumplida la venganza apenas consumado el primer acto, la película duplica su apuesta narrando la cacería que los hermanos del muerto desatan en contra de Dwight, tratando tramitar su propia reparación violenta. Un procedimiento que la película repetirá más adelante, volviendo a hacer girar la espiral narrativa hacia el pasado.Aunque Cenizas del pasado es claramente un film de justicia por mano propia, es también un retrato lúcido sobre las consecuencias de la violencia como recurso legítimo de interacción social, que se permite ser explícito en lo estético sin dejar de ser terminante en su discurso. El hecho de que el propio Dwight vaya acumulando en su propio cuerpo las secuelas progresivas de la violencia que él mismo desata al decidir que la Justicia formal no alcanza, es una reflexión interesante acerca del lugar que se le da a la violencia en la sociedad y sus consecuencias. Pero la película también encierra una inesperada historia de amor trágico, suerte de versión white trash de Romeo y Julieta, en donde dos familias vecinas acaban sacándose las tripas intentando negar un amor prohibido. Parece que después de todo Borges vuelve a tener razón.
Las comparaciones son de terror El enemigo más grande que tiene Poltergeist: Juegos diabólicos, de Gil Kenan, remake del clásico de los ’80, es la comparación. Al contrario de lo que ocurrió la semana pasada con la nueva Mad Max, acá es poco el riesgo que se corre, muy poco lo que logra ser reabsorbido o actualizado con éxito y casi nada lo que la adaptación tiene de novedad. Algo que no sucedía con la original, exponente típico de un gran momento del cine estadounidense, cuando hombres como Steven Spielberg (guionista y dueño de la idea original), George Lucas (creador de la Industrial Light and Magic, empresa a cargo de los revolucionarios efectos especiales de esta y tantas películas de la época) y Tob Hooper (director, especialista en terror y responsable de La masacre de Texas (1974), título ineludible del cine clase B de los ’70 y piedra basal del subgénero slasher) fueron en diferentes medidas responsables de actualizar la narrativa clásica y popular en Hollywood. Esa acumulación de nombres es vital para entender por qué de entrada esta versión lleva las de perder en el terreno de las comparaciones.Pero debe reconocerse que en los papeles el equipo detrás del modelo 2015 de Poltergeist era alentador. Que la conducción estuviera a cargo de Kenan, director del interesante film animado de terror para chicos Monster House, que el casting fuera encabezado por un buen actor como Sam Rockwell y que incluyera al eficiente británico Jared Harris permitían suponer que la película al menos estaba en buenas manos. Y es verdad que consigue mantenerse por encima de la línea de flotación de un género como el terror, donde abundan los productos mediocres, pero no se atreve nunca a ir más allá de los límites que marcan el fin del terreno cómodo de las convenciones.Aunque la gran diferencia entre ambas versiones está dada por la tecnología digital, no es mucho lo que esta aporta y particularmente en lo estético es mucho lo que se pierde. En primer lugar porque la distintiva luz parpadeante del ruido blanco, fenómeno que las transmisiones televisivas de 24 x 24 han llevado casi a la extinción, era fundamental en la construcción climática del relato. Pero también porque parte de la eficacia del juego que proponía la historia imaginada por Spielberg se asentaba en la idea de que ese vacío que el sistema dejaba al entrar en pausa, podía convertirse en un canal de comunicación entre el mundo físico y otro de orden fantasmal. Asimismo, la sutil y crítica metáfora política que la película proponía en medio de la adrenalina exitista de los primeros años de las Reaganomics y donde el horror surgía de un paraíso literalmente construido sobre muertos, no consigue ser traducida. Aunque en esta versión también se intente contactar con la actualidad, haciendo que el pater familias pase de ser en la original un exitoso vendedor inmobiliario (y cómplice involuntario del sistema) a desocupado con una incipiente depresión en la realidad post 11-S (y por lo tanto víctima), en la remake, el impacto simbólico y narrativo de estos diferentes fantasmas reales en dos mundos no tan distintos no es el mismo.
Otra de acción sin escalas ¿Otra película con Liam Neeson a cargo del antihéroe de acción? Sí, Una noche para sobrevivir es una más de esas y esta vez el actor irlandés se pone nuevamente bajo las órdenes del director catalán Jaume Collet-Serra, con quien ya había formado pareja en Non stop - Sin escalas (2014) y Desconocido (2011). El dúo parece funcionar, porque en ambas experiencias el gran –aunque a esta altura reiterativo– Neeson entregaba dos de sus mejores trabajos en este tipo de papeles.En este caso su personaje es Jimmy Conlon, un viejo miembro de la mafia irlandesa, muy venido a menos, de conciencia torturada y, claro, alcohólico, pero que sigue siendo el protegido del capo, porque son viejos compañeros de la adolescencia que han hecho juntos el camino de la vida criminal. Pero ocurre que el hijo del jefe, Danny, es un joven ambicioso y caprichoso que acaba enredado en un lío con traficantes albaneses...Una noche para sobrevivir es una película que camina sola: alcanza con conocer bien la filmografía reciente de Neeson para saber qué y cómo irá avanzando la trama. La única intriga consiste en saber si habrá algún detalle que la distinga de todas las otras. Y ese detalle, enorme detalle, es la presencia del extraordinario Ed Harris, que se encarga de hacer que su personaje se convierta en la Némesis perfecta del protagonista. Un contrapeso eficaz que ciertamente no tiene ninguna de las anteriores películas de acción de Neeson. Eso, y cierto ingenio dinámico a la hora de filmar algunas escenas, es lo único que se destaca dentro de una película conservadora, que sólo se dedica a cumplir con lo que se espera de ella. Y apenas con lo justo.
La película definitiva sobre vampiros A diferencia de mucha comedia actual, este descubrimiento del Festival de Mar del Plata se permite ir y volver entre el chiste grueso y el humor blanco, o de la comedia física a la sátira, siempre con una delicadeza y una precisión que abruman. A contramano del conservador y limitado mercado actual, a veces ocurre el milagro y aparece algún distribuidor con ganas de arriesgarse sólo para sacarse las ganas de estrenar una gran película. Una aventura de esas representa la llegada a los cines porteños de la exquisita comedia Casa vampiro, inexacto (pero no tan mal) título local de este falso documental neocelandés sobre vampiros, bautizado originalmente What We Do in the Shadows (Lo que hacemos en las sombras). Se trata de uno de los grandes descubrimientos realizados por los programadores del Festival de Mar del Plata para su última edición, junto con la no menos notable Te sigue (It Follows), muy buen film de terror que también, para sorpresa de los que habían perdido la fe, se estrenará comercialmente dentro de un mes.La idea detrás de Casa vampiro es simple: un documental que registra la vida cotidiana de un ecléctico grupo de vampiros que comparten una tenebrosa casona en los suburbios de Wellington, Nueva Zelanda. Los guionistas, directores e intérpretes de la película, Taika Waititi y Jemaine Clement, aprovechan a sus cuatro protagonistas para reunir en ellos las señas particulares de todos los personajes importantes que ese subgénero del cine de terror ha ido acumulando a lo largo de su nutrida historia. Ahí están Viago, que con sus casi 400 años de edad sigue siendo un dandy del siglo XVIII en plena era digital y tiene algo de Lestat, el afectado personaje de Entrevista con el vampiro; Vladislav, que con sus más de 800 años encarna al clásico vampiro medieval y sanguinario al estilo del Drácula coppoliano; Deacon, el joven y rebelde del grupo, de apenas 189 años; y Petyr, un monstruo de 80 siglos hecho a imagen y semejanza del Nosferatu de Murnau. Tampoco faltarán referencias a la saga Crepúsculo, a La danza de los vampiros, gran comedia de Roman Polanski, a Blade, cazador de vampiros o a la inigualable fábula sueca Criatura de la noche. Pero también a personajes clásicos de la mitología y la literatura vampírica, como la condesa Báthory o Carmilla de Sheridan Le Fanu, por citar apenas dos.A diferencia de cierta comedia actual, en la que sus responsables no se permiten ir más allá del límite de lo probado o bien desbarrancan en la grosería más banal para tratar de conseguir por ese medio lo que no logran con inteligencia (la risa), Casa vampiro no le teme a meterse en cuanto vericueto exista dentro del género. Así se permiten ir y volver entre el chiste grueso y el humor blanco, o de la comedia física a la sátira, siempre con una delicadeza y una precisión que abruman. La película no se desespera por amontonar carcajadas –que por otra parte tampoco faltan–, sino que como un estilista del boxeo va construyendo el knock out por acumulación de golpes calculados con rigor. Uno de los motivos que hacen de esta una película fabulosa es que no trata de manera condescendiente al espectador. Aunque es posible que consigan disfrutarla mejor quienes conozcan a fondo todos los caminos y atajos del mito del vampiro, eso no significa que el resto vaya a pasarla mal. Al contrario, la película incluye también infinidad de referencias a la cultura popular moderna, como el universo de los Reality Show (el título local es una referencia directa a la casa de Gran Hermano), o la tecnología digital, de YouTube a Skype y el mensaje de texto. En el libro Zilele Dracului, compilación de ensayos sobre vampiros, José E. Burucúa (h) y Fernanda Gil Lozano señalan que “el horror resulta compañero habitual del ridículo” y que en la risa hay “un temple que no se debería descartar” al aproximarse a la figura de Drácula, epítome del vampiro moderno. Casa vampiro expone el modo en que el abuso que el cine ha hecho de la figura del vampiro derivó en su inevitable degradación. Si esta cofradía de cuatro (y luego cinco) vampiros ya no asustan a nadie no es porque hayan dejado de representar un peligro, sino porque la industria ha transmutado al vampiro en monigote. Siguiendo la idea de Gil Lozano y Burucúa, se puede decir que la reiteración ha ido diluyendo el horror, dejando cada vez más en evidencia las aristas ridículas del mito, que Clement y Waititi aprovechan con tanta inteligencia en esta que tal vez ya pueda considerarse como la película definitiva sobre vampiros.