Dos miradas ante una misma expectativa Los consumidores de historietas, y en particular del universo Marvel, sentirán que La era de Ultrón es lo que buscaban, pero en realidad es poco lo que esta entrega le aporta a la saga de los Avengers, con varios de los males del cine de acción moderno incluidos. Con toda la parafernalia que rodea a los productos de Marvel que quedaron dentro de la órbita de Disney –a partir de que la compañía del ratón comprara a la de superhéroes en 2009–, puede decirse que Avengers, La era de Ultrón era la película más esperada de los últimos años. Al menos hasta que hace unos días se conoció el nuevo avance de La guerra de las galaxias VII: El despertar de la fuerza. Varios motivos justificaban la expectativa. Primero, el cuidado que mostraron los responsables de este universo en cada una de las películas que involucran a sus personajes, todas ellas de buen nivel. Luego, el tremendo rendimiento en las boleterías del primer episodio de esta saga, Avengers: Los Vengadores (2012), que se ubicó con comodidad en el tercer lugar de la tabla mundial de recaudaciones de todos los tiempos, sólo detrás de Titanic y Avatar, éxitos inalcanzables de James Cameron (aunque es probable que la recién estrenada Rápidos y Furiosos 7 se meta pronto en esta discusión). Claro que cuando el interés previo es tanto, cierta desilusión puede ser un efecto colateral. ¿Pero ocurre eso con La era de Ultrón?Hay dos maneras de resolver este dilema y tienen que ver con el punto de vista que se elija a la hora de evaluar la película. Si el asunto se mira desde el lugar del consumidor de historietas y en particular de las aventuras de este grupo de justicieros, la respuesta será que no. La era de Ultrón responde no sólo al desarrollo que venían teniendo los personajes en las películas anteriores, sino que representa una buena adaptación de los universos ideados por Stan Lee y Jack Kirby para el comic en la década del ’60. Está claro que este es el punto de vista más amable, pero no el único.Porque corriéndose de esa superficie no es mucho lo que la nueva entrega le aporta ni a la saga ni al total del universo cinematográfico de los Avengers. Sobre todo porque adolece de los males del moderno cine de acción para las masas, en donde es más fácil identificar los actos en los que se divide la estructura del relato por las ciudades que en ellos se destruyen (tres en total, o cuatro si se cuenta la ciudadela fortificada de la escena de apertura) que por sus quiebres dramáticos. La destrucción de ciudades se volvió un tópico recurrente del cine norteamericano y es fácil asociar la tendencia a la tragedia del 11-S, como si la realidad hubiera empujado a la ficción a la compulsión por poner una y otra vez en escena la más dolorosa herida que el pueblo estadounidense ha recibido en su historia. ¿O alguien recuerda el uso sistemático de este recurso durante el siglo XX?El resto de la película es aquello que transcurre cuando los héroes no están ocupados en romperlo todo como única alternativa para salvar al mundo. Y ahí, en esas charlas de amigos reunidos, en donde abundan las chicanas, el humor, las respuestas rápidas e ingeniosas, pero también las muestras de afecto que son el verdadero poder que mantiene unido a este grupo de héroes, justo ahí donde la película se vuelve humana, es donde está lo mejor de ella.
Los dos sentidos de la pasión El sexto film del francés Mathieu Amalric como cineasta es una puesta en extremo de cualquier historia de amor, en donde el punto de partida es siempre un deseo fuera de control y el final inevitablemente remite a la muerte. El nuevo trabajo como director de quien tal vez sea en la actualidad el más destacado actor del cine francés, Mathieu Amalric, es una película acerca de la pasión, dicho esto en los dos grandes sentidos en que esa palabra suele ser definida. Es decir, en El cuarto azul por un lado se pone en escena el deseo ardiente e incontrolable que surge entre dos personas (“inclinación muy viva de una persona hacia otra”, indica con más mesura una vieja edición del Pequeño Larousse), pero también la pasión entendida al modo cristiano, como aquella sucesión de tormentos que anteceden a la muerte. De hecho, la estructura del relato consiste en recorrer narrativamente el camino que va de una idea a la otra, en lo que tal vez sea un intento por comprender por qué misterioso capricho del lenguaje es posible que esos dos extremos convivan dentro de una misma palabra. Y, de manera más romántica, por qué una cosa suele desembocar en la otra, aparentemente de manera irremediable. A su manera, El cuarto azul es una puesta en extremo de cualquier historia de amor, en donde el punto de partida es siempre un deseo fuera de control y el final, inevitablemente remite a la muerte.Una de las decisiones más interesantes que toman Amalric y Stéphanie Cléau como guionistas (ambos también se encargan de interpretar a la pareja protagónica), es la de contar ambas versiones de la pasión en forma paralela. La primera escena de la película corresponde al registro de una escena de amor clandestino entre Julien y Esther en un hotel del pueblo en el que viven. Ambos están casados pero, claro, no entre sí. Ella es la esposa del farmacéutico del lugar y él ha formado una familia que podría ser perfecta con Delphine, una mujer amable y dócil con la que comparte una pequeña hija. Al contrario de Delphine, de expresiones amorosas contenidas y dueña de esa belleza elegante pero fría con la que suele estereotiparse a algunas francesas, Esther es calculadora y tiene la sangre caliente: ella representa para Julien la pérdida del control. Porque si en su casa es él quien gobierna el devenir del relato familiar, en el cuarto azul del hotel donde se juntan con regularidad la que manda es Esther. Que ese primer encuentro de sexo apasionado termine con ella mordiendo y haciéndole sangrar el labio a Julien, le confiere al comienzo de la historia una carga simbólica determinante, que define cuáles son los roles que cada uno de ellos ocupa en esta pareja y en esta historia.La siguiente escena muestra a Julien en una dependencia judicial, en donde se encuentra en carácter de detenido, contándole a un juez los detalles de su vínculo con Esther. Amalric se sirve de esta estructura bífida del relato para mostrar a Julien como un hombre partido en varias mitades, debatiéndose entre dos mujeres, entre dos formas de vivir el amor, tironeado entre lo previsible de una vida tabulada y la constante aventura de una existencia paralela, pero también entre dos destinos posibles. Curiosamente, a medida que ambas líneas del relato comiencen a confluir, se hará cada vez más evidente que esa dicotomía tal vez no sea tal y que, elija lo que elija, quizá no haya posibilidad de que las cosas pudieran terminar bien para Julien.El cuarto azul representa un salto interesante para Amalric como director. Su película anterior, Tournée, aun moviéndose dentro de un ambiente de cierta sordidez como el de los espectáculos de burlesque, era sobre todo lúdica y festiva, una oda de alegría a la vida bien vivida incluso en los peores momentos, pero acá todo es distinto. Casi opuesto. Donde antes había color, ahora no hay sino tonos de grises, y el único detalle cromático que se destaca es el ocasional, pero definitivo, rojo de la sangre. Y, claro, el azul de ese cuarto de hotel en donde Julien y Esther se juntan para amarse sin límites, que tiene su correlato en el empapelado del tribunal en donde se desarrolla el acto final de la película. Dos pasiones unidas por un mismo color.
El viejo truco de la filmación casera Como en la célebre película de 1999 y como Cloverfield, la manera de desatar el terror es a través de lo que filman “accidentalmente” los protagonistas. De paso, esta vez el monstruo es nada más ni nada menos que el legendario Pie Grande.Lo mejor es admitir de entrada que Terror en el bosque no es una gran película. Este acto de sinceridad no sólo permitirá señalar sus debilidades, sino también reconocer y aceptar sus virtudes, que no alcanzan para convertirla en buena, pero le permiten mantenerse a una distancia prudente del círculo infernal de las películas malas. Porque a pesar de que el pésimo nombre elegido para su estreno local no ayuda (el original Exists, “Existe”, es más contundente y hasta filosóficamente más adecuado; ya se verá por qué) y de que su desarrollo se apega en exceso a las convenciones del formato narrativo elegido, Terror en el bosque tiene al menos dos sólidos puntos a favor. Que, para jugar con el suspenso, conviene dejar para el final.Debe decirse que se trata del nuevo trabajo de Eduardo Sánchez, uno de los responsables detrás de El proyecto Blair Witch, película que redefinió el concepto de negocio en el mundo del cine y que, a su modo, revolucionó el género del terror en 1999. Aunque en su filmografía hay una media decena de trabajos que la separan de aquella ópera prima, éste es el que mayor cantidad de puntos de contacto guarda con ella. Aquí el director no sólo repite el truco de narrar a través de lo que los protagonistas filman con sus propias cámaras, sino que vuelve a meterse en el bosque para hacer que el miedo surja otra vez de ese fondo salvaje. Y más aún, de nuevo ancla su relato en un mito popular. Si en su primera película la historia giraba en torno de una bruja, criatura de origen europeo pero que forma parte de la mitología fundacional de las viejas colonias puritanas que forjaron a los Estados Unidos, acá se trata de Pie Grande, el Sasquatch, una leyenda clásica bien norteamericana. La diferencia es que los protagonistas de El proyecto Blair Witch iban voluntariamente en busca del personaje mítico, mientras que en este caso tienen la mala suerte de toparse con él.Si bien es cierto que Terror en el bosque no sería posible sin ese antecedente, hay otra película que significa una referencia importante: la notable Cloverfield, de Matt Reeves. Como en aquélla, el monstruo se hace visible de manera fragmentaria en esos pseudovideos amateurs que los protagonistas toman a medida que el horror los va cercando. Ahí reside uno de los puntos fuertes. La película se erige en documento de una época en donde las cámaras son parte indivisible de la realidad: esta historia, en la que los protagonistas parecen más preocupados por sus camaritas Go Pro que por sus propias vidas, hubiera sido inverosímil tan sólo 15 o 20 años atrás. Pero ocurre que aquello de “ser es ser percibido” ha devenido en “existir es ser filmado” y por eso el título original resultaba tan adecuado: alguien (o algo) sólo puede ser en tanto quede registro audiovisual de su existencia. Empirismo digital. Curiosamente la otra virtud de Terror en el bosque va en sentido contrario de esa modernidad y tiene que ver con el carácter analógico de la criatura. Con tino, Sánchez prescinde de efectos digitales para la creación de su Pie Grande, recurriendo en su lugar a los efectos especiales tradicionales, las prótesis y el maquillaje. Y se siente bien ver de nuevo en pantalla a un monstruo de verdad, aunque no sea en una gran película.
Placeres crepusculares Típica comedia dramática crepuscular de pura cepa francesa, Mis días felices, de Marion Vernoux, tiene algunos de los encantos de este género particular, pero también sus berretines. Entre los encantos sobresale la presencia de Fanny Ardant, que con sus 60 y largos se encarga de dejar bien claro que difícilmente la historia del cine vuelva a tener una generación de actrices con el talento, la elegancia y la sensualidad que sólo las divas del cine francés de las décadas de 1960 y 1970 eran capaces de conjurar. Sí: femmes fatales eran las de antes y en esta película la Ardant, ama y señora de cada escena, las hace todas juntas. Las miradas oblicuas cargadas de intenciones; la sonrisa llena de picardía que se niega a envejecer; las caminatas descalza por la playa al atardecer; o de noche, con tacos y medias negras, bajo la luz amarillenta del alumbrado público; la escena fumando en la cama (y no tabaco), riendo después de hacer el amor, apenas tapada por las sábanas y con la melena rubia salvaje pero cuidadosamente despeinada; los ojos desbordados de lágrimas que a ella nunca llegan a arruinarle el maquillaje; las copas de vino que buscan con insistencia sus labios, mientras ella mira de costado y deja que sus párpados se entrecierren de una manera calculada con tanta naturalidad que parece imposible y es ine-vitable preguntarse cómo lo hace. Todo un arsenal dramático y de seducción puesto al servicio de darle vida a Caroline, una dentista que acaba de jubilarse tras haber perdido a su mejor amiga y que termina enredada en una aventura apasionada con Julien, su profesor de computación, 30 años menor que ella.Mis días felices es sobre todo una historia acerca de los límites, más que nada los finales, que son los más definitivos de todos los límites, y las diversas formas en que es posible enfrentarse a ellos. El final de la vida productiva, el final de la pasión y del deseo, el final del amor y la misma muerte se amontonan en el camino de Caroline, poniéndola ante la disyuntiva de evaluar cuál será la forma en que finalmente encarará este tramo de su vida. Por un lado está el vínculo plácido con Philippe, su marido, que encarna la seguridad de una compañía sin condiciones y que la empuja a encontrar una forma de seguir adelante. El problema es que, como suele ocurrirles a muchos, existe un desfasaje aparente entre la edad cronológica y la percepción que Caroline empieza a tener de sí misma. ¿Llegar a cierta edad equivale a cerrar determinadas puertas, a dejar atrás por defecto muchas de las cosas de las que hasta ahora se gozó, solamente por aceptar la imposición del deber ser? Mis días felices se viste de liberal para acompañar a Caroline en ese recorrido, le permite disfrutar del paseo y recuperar el placer de volver a algunas zonas que ella creía clausuradas. Pero no se atreve a ir por más y se apaga en un final de lo más conservador.
Terror existencial Más allá de los zombies que se agitan en el exterior, lo verdaderamente monstruoso del film se encuentra dentro de la misma casa, en la percepción del otro que tienen sus habitantes. Es una extraña decisión la de promocionar El desierto como una película de terror. Porque el primer trabajo de ficción de Christoph Behl, más conocido por sus trabajos como director y productor de documentales, de ninguna manera lo es. Puede ser que comparta el escenario de un mundo posapocalíptico en el que la humanidad enfrenta su propia extinción, luego de que una pandemia se encargara de convertir a casi todos en zombies, que es propio de una enorme cantidad de películas del género. Pero, ¿eso alcanza para hacer de esta película una de terror? La respuesta es un rotundo no. En todo caso, se trata de un exponente de cine fantástico en que el miedo es un elemento central. Con una importante salvedad: ese miedo no intenta transmitirse pantalla afuera para afectar directamente las emociones del espectador, sino que es uno de los sentimientos a los que la trama expone a los tres protagonistas y que condiciona sus comportamientos.Sin embargo, no es a ese mundo infectado ni a esos otros convertidos en monstruos a lo que les temen Ana, Axel y Jonathan –que viven encerrados en una casa en los suburbios vaya a saber desde cuándo–, sino a la posibilidad cierta de que el encierro y el exceso de intimidad terminen transformándolos en recíprocos objetos de odio, aplastando el amor que alguna vez sintió cada uno por los otros dos. Le temen, en definitiva, a la perspectiva de convertirse ellos mismos, ya no en zombies, sino en extraños. El desierto es un drama íntimo sobre un triángulo amoroso, cuya intención es registrar el momento preciso en que éste se desmorona, pero envuelto en el packaging de las películas de terror estilo George Romero, con las que comparte el propósito de usar el género como vehículo de una alegoría que está más allá de la superficie narrativa.Lo verdaderamente monstruoso en la película de Behl se encuentra, entonces, habitando dentro de la misma casa, en la forma en que la mirada de cada uno de los personajes ha ido alterando la percepción que se tiene de los demás, al punto de generar en ellos la necesidad de un espacio de invisibilidad. Dicho espacio consiste en una habitación al fondo de la casa, a la que bautizan como “el consultorio”, en donde cada uno de ellos se encierra cada vez que quiere grabar sus secretos con una cámara hogareña en pequeños casetes digitales que luego guardan en un baúl con candado, para que los demás no puedan acceder a ellos. En ese sentido, El desierto no sólo es posapocalíptica sino también pos Gran Hermano (es fácil identificar ese “consultorio” con el confesionario del popular programa de televisión) y, sobre todo, pospsicoanalítica. Tanto que no es necesario recurrir a Slavoj Zîzêk para reconocer las instancias de Yo, Superyó y Ello dentro de la estructura de esa casa. Por supuesto que esa prerrogativa de intimidad será vulnerada a caballo del deseo, desatando, cómo no, el retorno de lo reprimido.Es cierto que sobre el final la película resbala en la obviedad de algunos de los recursos elegidos. Como cuando Jonathan se despacha con un discurso sobre el amor como escudo que hasta ahora los mantuvo a salvo de un afuera que los tiene arrinconados, mientras de fondo suena el clásico “Love is a Shield”, de la banda electro pop alemana Camouflage. Aun así consigue sostener el clima agobiante, apoyándose sobre todo en el uso de primeros planos que transmiten con eficacia la sensación de encierro y en la gran labor del elenco completo. También es un logro el trabajo de diseño de arte, que le da a esta versión del Apocalipsis el color, la textura y el olor del conurbano bonaerense que tan bien retrataron los historietistas Angel Mosquito y Federico Re-ggiani en su gran novela gráfica Tristeza, trabajo con el que El de-sierto tiene sutiles puntos de contacto. Dramas existenciales en el Gran Buenos Aires, disfrazados de fin del mundo.
Apenas para un cuarto de hora Es verdad que los primeros minutos de la película hacen olvidar por un rato el espantoso nombre que sus creadores le pusieron, porque esta vez no hay forma de echarle la culpa al señor que se encarga de rebautizarlas en castellano. Héctor, en busca de la felicidad es la traducción casi literal del título original, que a su vez replica el de la novela del francés François Lelord en la que está basada, y que de entrada se ocupa de dejar todo claro. No hay nada que adivinar: solamente, basándose en la torpeza de un nombre tan transparente, sentarse a esperar que todos los miedos de una historia bien pensante, llena de la luz artificial de la buena onda de laboratorio, empalagosa y, por supuesto, ultraconservadora, finalmente se hagan realidad. Por eso, es una sorpresa encontrarse con que el breve primer acto de la película se dedica a dinamitar esos miedos, empezando a contar la vida de Héctor, un psiquiatra inglés muy atado al deber ser, a través de uno de sus sueños. Ahí se lo ve volar feliz en un biplano amarillo junto a su perrito, al que por desgracia pierde en uno de sus loops acrobáticos, para enseguida despertarse angustiado en las manos de su linda novia. Que ella esté interpretada por la británica Rosamund Pike, que se las hizo pasar negras al torpe marido que interpretaba Ben Affleck en Perdida, de David Fincher, provoca un escozor que tarda algunas escenas en desaparecer.El asunto es que ella lo tiene a Héctor como a un chico: lo levanta, le prepara el desayuno, le hace el nudo de la corbata y lo despide en la puerta del departamento que comparten con las llaves en la mano. Con ayuda de un montaje muy dinámico, algunos recursos narrativos infrecuentes y un sentido del humor que parece no atarse a límites y convenciones, esos quince o veinte minutos iniciales consiguen crear una buena base para que, cuando el pobre Héctor decida irse de viaje a tratar de descubrir de qué se trata la felicidad en lugar de aceptar de inmediato la propuesta de su mujer de tener un hijo, todo sea perfectamente verosímil.Hasta acá la cosa se parece a una mesa bien servida, pero ahí se queda. Porque a partir del momento en que el protagonista, interpretado por el inglés Simon Pegg –un buen comediante que no siempre elige bien sus proyectos–, se sube al avión que lo llevará a China, la película empieza a caer, uno tras otro, en la lista de los miedos enumerados más arriba. Una especie de La increíble vida de Walter Mitty, parte 2, pero sin siquiera la pretensión de acceder, nunca jamás, a un nivel fantástico dentro de sus limitadas capas narrativas.4-HECTOR, EN BUSCA DE LA FELICIDADHector and the Search For Happiness; Alemania/Canadá, 2015Dirección: Peter Chelsom.Guión: Maria von Heland, Tinker Lindsay y Peter Chelsom.Duración: 114 minutos.Intérpretes: Simon Pegg, Rosamund Pike, Stellan Skarsgård, Christopher Plummer, Jean Reno, Toni Collette y otros.
El truco de la estrella metida al cine de acción Típico exponente de thriller post 11-S –lo que equivale a decir post Jason Bourne, en referencia a la saga protagonizada por Matt Damon que marcó definitivamente la forma en que el cine concibe el complejo panorama de la geopolítica actual–, The Gunman es además un producto hecho a imagen y semejanza de las películas de acción producidas por Luc Besson, pero sin contar con el francés entre sus mecenas. Y su ausencia es notoria, no precisamente para bien. Como pasa con esas películas, The Gunman no toma como escenario central los Estados Unidos, sino que traslada la acción sobre todo a Europa, aunque la trama no se priva de echar raíces en el Tercer Mundo, en este caso en Africa. Y también elige como protagonista a una estrella del mercado internacional no necesariamente vinculada con este tipo de cine, para intentar el experimento de hacerla reencarnar en la piel del héroe de acción.Puede decirse que Besson es el responsable de haber transformado a Liam Neeson en la gran figurita nueva del género vía Búsqueda Implacable, como así también de conseguir que la inestable carrera de Kevin Costner volviera a cotizar en Bolsa tras el film 3 días para matar. En este caso el elegido es el devaluado Sean Penn, que viene de dar un muy mal paso como villano de la fallida Escuadrón Antigangster, y el responsable detrás de cámara es Pierre Morel, uno de los alumnos dilectos del cineasta y productor galo, quien nada casualmente debutó como director con dos películas escritas y producidas por éste, incluyendo el episodio original de la mencionada Búsqueda Implacable, el mejor de esa saga.Pero aun con estos elementos necesarios para conjurar la “mística” bessoniana, hay algo que falla en la ecuación final. Por un lado la cruza entre los universos políticos y corporativos fundiéndose en operaciones ilegales en el Congo, que incluyen el asesinato del ministro de Minería de ese país para favorecer a empresas transnacionales, se abre como un inmejorable punto de partida para un film de intriga contemporáneo. Incluso se puede decir que Sean Penn no representa una mala elección para el papel de este francotirador culposo y de buen corazón a quien su pasado se le viene encima para obligarlo a volver a los viejos hábitos. Sin embargo, el argumento acaba pecando de ingenuo y termina amontonando todas sus aceptables intenciones previas en un embudo final, donde algunas cursilerías les sacan varias cabezas a los modestos méritos costosamente acumulados. La burda utilización de un montaje paralelo para asimilar una corrida de toros con la persecución final y el sacrificio del héroe, es tal vez la más notoria de esas torpezas. Tanto que se termina extrañando la mano de Besson que, aunque no sea justamente la personificación de la sutileza, como productor y guionista no suele perder el tiempo con falsa poesía.
Una para chicos con demasiadas explicaciones La nueva película animada de los estudios Dreamworks resulta un interesante objeto de análisis. No porque venga a aportar nada sustancial al género infantil, uno de los más redituables y prolíficos de la actualidad, sino porque su eje temático se encuentra en pleno contacto con una realidad ineludible para una sociedad como la estadounidense. Home, no hay lugar como el hogar, de Tim Johnson, es un relato acerca de la invasión, sus causas y consecuencias pero que, a diferencia de otros relatos que giran en torno del mismo tema, aborda el asunto desde numerosos puntos de vista e incluso intenta ser comprensivo con las motivaciones que dan origen a todos ellos. Un intento de sinopsis: los Buvs son una civilización de tiernos y pacíficos extraterrestres que se ven obligados a invadir la Tierra para evitar la extinción, debido a que los Gorgs, otra raza alienígena, los persigue desde hace rato. Claro que a diferencia de los Buvs, los Gorgs son feos y agresivos, los malos del cuento, y en su persecución van destruyendo los diferentes mundos que los otros eligen para asentarse. Pero aunque sus motivos sean diferentes, ambos pueblos comparten su carácter de invasores y la humanidad termina encerrada en un campo de refugiados en el desierto de Australia. Pero como los Buv son buenos, lejos de parecer la Franja de Gaza el lugar es una especie de Disneylandia, en donde la humanidad no sólo tiene todo lo que necesita, sino también todo lo que aparentemente puede desear. El lugar perfecto, un paraíso de capitalismo socialista.A diferencia de Francotirador, de Clint Eastwood, en donde la narración se ocupa nada más del relato propio y reduce al otro y sus acciones a un papel menor, en Home el otro también es un individuo con una explicación razonable para su accionar. Pero la película no sólo tiene esa generosidad con los humanos y los Buvs, que también habitan el lugar de la víctima y con quienes es muy fácil empatizar, sino que hasta se permite ser comprensiva con los Gorgs, los monstruos, que parecen venir a destruir por capricho y sin lógica aparente. En Home, entonces, no hay malos, sino problemas para entender las razones ajenas. Claro que todo eso sería más poderoso si tras un arranque prometedor, con buen humor y un alto sentido del absurdo, el film no se dedicara a dinamitar sus propios méritos con una banda de sonido de canciones pop–chorizo; con un doble final que sólo busca multiplicar el llanto del espectador y que, peor que peor, termina cayendo en el proto new age saintexuperiano de “lo esencial es invisible a los ojos” que desvirtúa bastante la cosa. Porque en el fondo, Home no se permite aceptar al otro en tanto monstruo (donde lo monstruoso es lo verdaderamente distinto de uno), sino que antes necesita asimilarlo en un ser lindo y amigable. En cambio, hay quienes podrán acusar a Eastwood de derechista o de alterar la realidad que retrata (incluso todo eso podría ser cierto, aunque este no es el espacio para debatirlo), pero les será más difícil probar que Francotirador es una película timorata o que atenta contra su propia (y sólida) lógica dramática.
Imaginario judeocristiano en envase sci fi Luego de que J. K. Rowling agotara el mundo del fantasy con su historia sobe el mago adolescente Harry Potter y de que Stephenie Meyer convirtiera el romanticismo gótico de vampiros y hombres lobo en una novelita rosa con Crepúsculo, el universo de las sagas literarias para jóvenes parece haberse instalado con fuerza en el territorio de la ciencia ficción distópica. En vista de los resultados, parece haber sido una buena decisión. Series como Los juegos del hambre, que va por su tercer episodio; Maze Runner, que recién empieza, o Divergente, cuya segunda parte, Insurgente, acaba de estrenarse, han echado mano de la eficiente caja de herramientas que ese género les proporciona para narrar diferentes versiones del futuro. Todas dan cuenta de un mundo que tras el colapso se ve en la necesidad de reconstituir sus instituciones e instaurar un nuevo orden social que asegure la supervivencia de la especie. De manera nada casual, esa necesidad a la que la humanidad se ve impelida en todos los casos se origina en el fracaso del sistema actual y deriva en diferentes modelos de sociedades en las que el hipercontrol invariablemente tiene un rol preponderante. Pero más allá de una metáfora política suficientemente ubicua como para ser interpretada incluso de maneras opuestas, en el caso de Divergente hay algo más.Tanto Los juegos del hambre –donde un grupo de jóvenes es entregado al sacrificio como parte de un ritual destinado a sostener un orden– como Maze runner –en la que otros adolescentes son confinados en un laberinto del que no pueden escapar y donde algo siniestro se encarga de eliminarlos– parecen alimentarse de un mismo fondo mítico, que hace centro en la leyenda helénica del Minotauro. En cambio en esta segunda parte de la saga Divergente, donde la sociedad se divide en cinco facciones que ocupan diferentes roles dentro de la estructura social, empieza a quedar claro que la historia que se cuenta se sostiene en la figura del elegido, un elemento antes religioso que mítico. Es cierto que esa figura también existe en las otras dos sagas, pero ligada claramente al rol del héroe clásico. En cambio Tris, la protagonista de la serie Divergente, representa el papel del salvador, ese individuo-llave que, empujado por un don superior, enfrenta al injusto orden que se pretende imponer. Ella es la única capaz de revelar a su pueblo un mensaje de unidad y buenaventura que le llega directamente de los creadores para, a partir de ahí, ofrecer un nuevo y mejor destino en un más allá ubicado tras el muro que encierra la ciudad. Una historia conocida.Así, Insurgente puede ser vista como un módico juego de reescritura que trafica parte del imaginario judeocristiano en el envase del cine de ciencia ficción. Una aventura en la que no faltan ni un pueblo elegido, ni la matanza de los inocentes, ni un par de Judas que van y vienen de la traición a la redención, ni el calvario del salvador previo a su muerte y posterior resurrección ni, por supuesto, su mansa y voluntaria entrega a un sacrificio que representa la esperanza de una tierra prometida para todos aquellos dispuestos a creer. Y todo sin la sobrecargada solemnidad de las versiones de Noé y Moisés que Darren Aronofsky y Ridley Scott perpetraron en 2014. 6-INSURGENTE Insurgent,Estados Unidos, 2015.Dirección: Robert Schwentke.Guión: Brian Duffield, Akiva Goldsman y Mark Bomback sobre novela homónima de Veronica Roth.Duración: 119 minutos.Intérpretes: Shailene Woodley, Theo James, Miles Teller, Kate Winslet, Naomi Watts y otros.
Cómo levantar un muerto y perder en el intento Resucitados, de David Gelp, película a la que le calza mucho mejor el título original, “El efecto Lázaro”, es una de esas historias de terror que, sin salirse ni un poco de la fórmula, sin embargo consigue entretener a partir de un par de relecturas más o menos logradas de sus precursores, para redondear un producto recubierto con una pátina delgada de originalidad. Si bien no se aparta para nada del ciclo de sobresaltos y efectismo generados sobre todo por golpes sonoros, montaje, juegos de luces y las decisiones a veces inexplicables de sus personajes, Gelp logra completar la carrera de obstáculos de lugares comunes que suele ser el cine de terror clase B con bastante dignidad. Claro que no debe entenderse con esto que estamos ante un nuevo clásico del género; ni siquiera frente a un exponente de los más logrados: Resucitados simplemente tiene el mérito de haber conseguido que el paseo por un camino bien conocido resulte al menos entretenido, sin pretensiones grandilocuentes.Un buen punto a favor son las numerosas referencias que el fanático del género podrá encontrar en el relato, si bien ninguna demasiado sutil, al menos sí mínimamente ingeniosas u oportunas. Se trata de un tópico demasiado clásico, fundacional del género del terror: un grupo de científicos encerrados en un laboratorio encuentra una fórmula capaz de resucitar a los muertos. Si bien en esta categoría tanto se puede incluir a Frankenstein o el moderno Prometeo, novela fundamental del gótico inglés escrita por Mary Shelley, como a Re-animator, clásico del gore modelo 1985 dirigido por Stuart Gordon, Resucitados, sin embargo, tiene más en común con Línea mortal, aquella película de Joel Schumacher estrenada en 1990 con un reparto cargado de estrellitas en ascenso, entre ellos Julia Roberts, Kiefer Sutherland y Kevin Bacon. Sólo que, a diferencia de los casos mencionados, el equipo de investigadores de la película de Gelp se encuentra con el asunto de la resurrección un poco de manera inesperada, como efecto no deseado de una fórmula pensada para otra cosa.Tras revivir a un perro, el grupo encabezado por el doctor Frank (la referencia es bastante obvia pero el chiste no deja de ser simpático) es separado de la investigación. Pero el equipo intentará recuperar el control, entrando de manera ilegal al laboratorio para repetir el experimento, registrarlo con una cámara y así poder asegurarse los derechos de autoría. Pero algo sale mal: uno de ellos muere electrocutado durante el intento y el resto decide cambiar al sujeto experimental, intentando revivir a la compañera en lugar de un perro. A partir de ahí la película se vuelve más sobrenatural, efectista y menos interesante, jugando con los alcances religiosos, psicológicos y parapsicológicos del asunto. Pero logra mantenerse de este lado, sin atravesar la línea de la vergüenza. 6-RESUCITADOS The Lazarus Effect,EE.UU., 2015.Dirección: David Gelp.Guión: Luke Dawson y Jeremy Slater.Duración: 83 minutos.Intérpretes: Olivia Wilde, Mark Duplass, Evan Peter.