"Siete perros": un hombre solo y bien acompañado. El cuarto film del cineasta cordobés propone una mirada interesante sobre el rol, muchas veces esencial, que las mascotas ocupan en la vida individual y social. este caso, porque condensa el espíritu de la película: “Mientras más conozco a las personas, más quiero a mi perro”. Esa convicción de reconocer humanidad en los animales domésticos, en especial en los perros, parece ser el motor de este cuarto trabajo del cordobés Rodrigo Guerrero. Porque Siete perros propone una mirada interesante sobre el rol, muchas veces vital, que las mascotas ocupan dentro de la sociedad. A medida que el relato avanza, el director parece abrazar la idea de que los animales domésticos deben ser considerados seres capaces de entablar vínculos y que, por lo tanto, quienes viven con ellos no están solos, aún cuando no compartan sus espacios vitales con otras personas. Pero tener alguien con quien pasar el tiempo y compartir la vida no es una garantía de felicidad y eso también es evidente desde el comienzo: Ernesto no es feliz. Aunque se la pasa coqueteando con la tragedia, Siete perros nunca deja al protagonista sin salida y siempre pone en su camino una opción luminosa. Ahí donde hay vecinos que lo acosan, hay otros que le brindan su apoyo; donde uno lo agrede o lo provoca, otro lo cuida y se preocupa por él. Y cuando parecía que se trataba de la historia de un hombre solo contra el mundo, la película revela la existencia de una comunidad que lo abraza y lo contiene. Por eso, a pesar de los numerosos actos de crueldad que la habitan, es inevitable no ver a Siete perros como una película amorosa, una que nunca le suelta la mano a su protagonista, interpretado con enorme compromiso por el gran Luis Machín. Lo único que se le podría reprochar es una leve tendencia a la manipulación, que se hace notoria en el modo demasiado obvio con que algunas trabas son puestas en el camino para hacer trastabillar a Ernesto, solo para después poder poner en escena el gesto noble de evitar que se estrelle de forma definitiva.
Entre lo empalagoso y lo tierno Alguna vez habría que hacer un censo de cuántos son los personajes en la historia del cine a los que, estando a las puertas de su propia muerte, alguna clase de milagro les brinda una segunda oportunidad, desde que George Bailey finalmente no salta del puente en ¡Qué bello es vivir! Dentro de esa lista se encuentra Paolo, el protagonista de la italiana Pequeños momentos de felicidad, de Daniele Luchetti. Acá el director romano toma prestada una serie de recursos y elementos que estaban presentes en la película de Frank Capra, con intenciones muy parecidas. Esto es: darle forma a un relato de alto octanaje emocional, al colocar al protagonista en una situación extrema que lo obliga a realizar alguna clase de racconto y/o balance vital, con el propósito de conseguir lo que se conoce popularmente como “una película inspiradora”. Todo eso forma parte de esta propuesta. La película también adhiere a otros modelos genéricos del cine. Por ejemplo, forma parte de aquellas que retratan la vida pueblerina italiana y que, por lo general, transcurren en pequeñas ciudades o pueblos ubicados en las regiones insulares al sur de la bota mediterránea. Gran parte de la obra de Giuseppe Tornatore pertenece a este grupo, del que también forma parte Pequeños momentos de felicidad, cuyas acciones tienen lugar en la ciudad de Palermo. Luchetti explota fotográficamente el encanto paisajístico y arquitectónico de la capital siciliana, dándole por momentos ese aire de explotación turística que suele lastrar a muchas de las películas rodadas en Italia, incluso producciones extranjeras, que ambientan sus historias ahí para aprovechar la calidez de sus territorios y habitantes. Con todo eso Luchetti cuenta la historia de un hombre común, quien luego de perder la vida en un accidente de tránsito y de un breve paso por el cielo, recibe la impagable oportunidad de regresar al mundo. Pero ese período de gracia será de solo 92 minutos, lo que dura la película, que Paolo deberá aprovechar para darle un mejor cierre a vínculos emocionales que no atraviesan por su mejor momento. Narrada con humor inocente y tono melancólico, Pequeños momentos de felicidad se desarrolla a través de breves viñetas, a veces cercanas a un surrealismo psicoanalítico, que dan cuenta de la relación de Paolo con su esposa Agata, con sus dos hijos, con otras mujeres que han pasado por su vida y con sus amigos. Escenas que el montaje va conectando de forma a veces brusca, intercalando momentos del pasado con los de ese apurado presente en el que el protagonista trata de hacer todo a la vez. Suele decirse que justo antes de morir las personas ven pasar el relato de toda su vida y algo así es lo que consigue Luchetti a partir de ese particular diseño de edición. El resultado puede ser un poco empalagoso, pero también resultará tierno para quién logre conectar con esa emotividad al palo que la película propone.
"Pasaje al paraíso", una comedia romántica de otro tiempo. Las estrellas de Hollywood interpretan a una ex pareja que llevan dos décadas divorciados, pero que deben volver a aunar fuerzas para arruinar la boda de su hija. Julia Roberts y George Clooney. George Clooney y Julia Roberts. Ver esos dos nombres bien arriba en el afiche de la misma película impacta y ya quisieran muchos productores y directores contar con semejante aval para sus trabajos. Y aunque en el imaginario popular pueda parecer que se los ha visto juntos en pantalla muchas veces, la verdad es que no han sido tantas, ni en las circunstancias que por primera vez se producen en Pasaje al paraíso, de Ol Parker. Porque es cierto que habían compartido cartel junto a una larga lista de estrellas en las dos primeras entregas de la saga Ocean’s Eleven (2001 y 2004). Que en el medio se encontraron de nuevo en Confesiones de una mente peligrosa (2002), debut como director de Clooney, y que recién en 2016 volvieron a reunirse en El maestro del dinero, con Jodie Foster como directora. Pero en ninguna de ellas tenía lugar lo que todo el mundo quería ver: una comedia romántica entre dos de los actores populares más carismáticos y encantadores de su generación. Bien, la espera llegó a su fin, lo que no quiere decir que la reunión cumbre haya resultado un éxito. Seguro lo será en términos comerciales, no solo porque la propuesta está pensada para atraer a un público amplio, al que los dos nombres grandes al tope del poster les resultará motivo suficiente para dejar Netflix por un rato y volver al cine. (Nota: cualquier excusa es buena para eso.) También porque ambos intérpretes cumplen en compartir su encanto por un rato con sus personajes y en ese gesto está lo mejor de Pasaje al paraíso. Acá, Roberts y Clooney interpretan a una ex pareja que llevan dos décadas divorciados, pero que deben volver a aunar fuerzas para arruinar la boda de su hija, por considerar que la chica está cometiendo el mismo error que ellos veinticinco años atrás. títulos, con la capa de decepción que significó el cine de los 70 de por medio e incluso la del cine post 11/9, un final como el que propone Pasaje al paraíso, tan arbitrariamente feliz, se revela más como una imposición del departamento de marketing que como la decisión de un buen guionista.
"Lady Di": la princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa? El director maneja de forma excelsa el vasto material de archivo del que dispuso para montar esta biografía documental sobre la icónica Lady Di, paradigma de las princesas tristes. “La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color. / La princesa está pálida en su silla de oro, / está mudo el teclado de su clave de oro; / y en un vaso olvidado se desmaya una flor”. En su célebre “Sonatina”, Rubén Darío cuenta en verso la historia de una princesa atrapada en la estéril existencia de la vida cortesana, mientras fantasea con otras realidades posibles, que esperan por ella más allá de los muros intangibles de sus aparentes privilegios. Para quienes ya eran grandes a finales del siglo pasado, los versos del poeta nicaragüense tal vez les traigan a la memoria la imagen de Diana Spencer, princesa de Gales, conocida de forma cariñosa como Lady Di, posiblemente la figura más popular (y trágica) de todas las realezas europeas de los últimos 200 años. Sobre ella se enfoca el documental Lady Di, del cineasta Ed Perkins. “La princesa no ríe, la princesa no siente; / la princesa persigue por el cielo de Oriente / la libélula vaga de una vaga ilusión.” ¿Será posible que Perkins usara el poema de Darío para vertebrar su retrato cinematográfico de Diana? Es poco probable. Aun así, la forma en que ambos relatos se superponen resulta llamativo. No menos sugestiva resulta la forma excelsa con que el director maneja el vasto material de archivo del que dispuso para montar esta biografía documental sobre la icónica Lady Di, paradigma de las princesas tristes. Porque no solo se limita a acumular minutos y minutos de imágenes mediáticas ya conocidas, sino que también se vale de material anónimo, proveniente de varias grabaciones domésticas. “¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa / quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, / tener alas ligeras, bajo el cielo volar;”. Justamente la película comienza la noche del accidente en el que Diana perdió la vida. Pero no lo hace de forma obvia ni a partir de material televisivo que ya se ha visto muchas veces. En su lugar, elige las imágenes tomadas por un grupo de turistas, quienes justo pasaban por la puerta del hotel Ritz de París en el momento en el que Diana se sube al auto que la llevaría a su destino final. Son ese tipo de hallazgos los que confirman que el trabajo de Perkins fue mucho más allá de la operación mecánica de cortar y pegar. “¡Pobrecita princesa de los ojos azules! / Está presa en sus oros, está presa en sus tules, / en la jaula de mármol del palacio real”. También hay poesía en la forma en que el director eligió las imágenes de su documental. Es inevitable encontrar la rima entre las escenas de Diana siendo acosada por los paparazzi y aquellas en las que los perros del príncipe Carlos, su marido, persiguen y destrozan una liebre durante una jornada de caza. Resulta asombrosa la metáfora de esa otra, en la que el propio Carlos anima a William, su primogénito, todavía bebé, a mirar a través del visor de una cámara, diciendo: “¡Mirá, hay gente ahí adentro. Están atrapados…”, mientras la princesa contempla desde un costado, sin sonreír. Resulta curioso que Darío haya publicado sus versos (casi) exactamente cien años antes de que Diana, ya divorciada de Carlos, eterno heredero al trono británico, muriera la madrugada del 31 de agosto de 1997, justo cuando empezaba a dar muestras de felicidad. Como si supiera que la muerte es el único camino de salida para las princesas melancólicas, el poeta cierra su composición realizando una simbólica invocación: “-‘Calla, calla, princesa -dice el hada madrina-; / en caballo, con alas, hacia acá se encamina, / en el cinto la espada y en la mano el azor, / el feliz caballero que te adora sin verte, / y que llega de lejos, vencedor de la Muerte, / a encenderte los labios con un beso de amor’.” Si algo dejó claro el siglo XX es que la mejor forma de derrotar a la muerte es vivir rápido, morir joven y dejar un cadáver hermoso para ser adorado por la historia. ¿Quién diría que la esbelta Di acabaría teniendo un final digno de una heroína punk? Cosas que solo pasan en la vieja Gran Bretaña.
"Bienvenidos al infierno": terror negro y metálico. Una joven embarazada huye de los integrantes de una banda de "black metal", que la persiguen para convertirla en el cordero de un sacrificio ritual. El heavy metal y todos sus hijos, la familia más numerosa del rock and roll, han mostrado en algún momento una fascinación por los misterios del ocultismo, la magia negra y la demonología. ¿A qué otra cosa se refieren el nombre de la banda Black Sabbath, padres de la monstruosa criatura, y la canción homónima, que además le da título al primer disco de los patriarcas británicos? Desde aquel álbum seminal, este género se mantuvo cerca de todas esas cuestiones, alcanzando su máximo punto de contacto en el black metal, variedad que no solo encuentra su inspiración en el satanismo, sino que de manera abierta manifiesta su militancia dentro de ese culto improbable (pero que los hay los hay). En torno a ese imaginario se construye la tercera película de la directora, guionista y productora argentina Jimena Monteoliva. Se trata de Bienvenidos al infierno, cuya protagonista es una joven embarazada que huye de los cuatro integrantes de una banda de black metal, quienes la persiguen para convertirla en el cordero de un sacrificio ritual con invocación incluida. Aunque Bienvenidos al infierno no se aparta de las reglas del cine de terror mainstream, Monteoliva se toma el tiempo para contar la historia, evitando desbordes que también son habituales en el género. En especial, se permite presentar en detalle a su protagonista, Lucía, una joven que apenas ha dejado atrás la adolescencia, quien parece haber sido criada por padres bastante ausentes y termina viviendo con su abuela muda en un rancho ubicado en las afueras de un pueblo rural. Las características de ese ámbito impregnan la primera parte del relato de una calma que es solo aparente, detrás de la cual se ocultan las miradas inquisidoras y los secretos a voces. En paralelo, Bienvenidos al infierno va introduciendo la historia del vínculo entre Lucía y Cristian, alias El Monje Negro, vocalista de los metaleros en cuestión, a través de dos líneas. Por un lado en forma de flashbacks que revelan el origen de la relación; por el otro, mostrando la forma desquiciada en que los músicos satanistas van cercando a la víctima. Hay varios puntos destacables en Bienvenidos al infierno. Muchas de ellos tienen que ver con decisiones estéticas que ayudan a crear el clima de la película. En especial una fotografía que muchas veces parece homenajear las texturas ásperas de cierto cine de explotación italiano de los ‘70 y ‘80. En la misma línea se ubica el trabajo de arte, maquillaje y efectos especiales, que muestra un encanto por la truculencia analógica que parece sacada directamente de una película de Lamberto Bava o Lucio Fulci. Las actuaciones del elenco completo también merecen elogiarse, en particular el trabajo de Constanza Cardillo como Lucía y el del siempre efectivo y versátil Demián Salomón, figura habitual en este tipo de producciones, en el papel del Monje Negro. Tal vez los giros de la película se vuelvan algo convencionales, pero sin subestimar nunca al espectador.
"¡Nop!": cuando lo salvaje se niega a ser domesticado. "¡Nop!" es la película en dónde lo fantástico se expresa de forma más libre dentro de la filmografía breve pero potente de Peele, que utiliza elementos muy reconocibles de la cultura popular de los Estados Unidos como “armas” para terminar con la amenaza exterior. La fama de Jordan Peele como cineasta creció mucho y muy rápido. En solo cinco años y a partir de su exitoso debut con ¡Huye! (2017), que le valió un Oscar como guionista, además de recibir otras tres nominaciones, incluyendo una para él como director, Peele se convirtió en uno de los más influyentes hombres de Hollywood. Y todo desde géneros considerados menores como el terror o el fantástico y con apenas dos películas. Gran parte de ese prestigio se debe a que sus trabajos no estaban exentos de filosos comentarios o lecturas políticas, vinculadas a la discriminación que sufre la comunidad negra en los Estados Unidos y al lugar al que sus miembros suelen estar relegados, en la base de la pirámide social. Y esa es una de las grandes diferencias que ¡Nop!, su tercera película, muestra en relación a aquellas otras (la segunda fue Nosotros, de 2019). No es que el asunto esté ausente y hay escenas donde esa incomodidad de ser negro en un país políticamente blanco se deja sentir con fuerza, pero no ocupa un lugar central. En ese sentido, ¡Nop! es la película en dónde lo fantástico se expresa de forma más libre dentro de la filmografía breve pero potente de Peele. Eso en parte se debe a que también es la más convencional de las tres en términos de estructura y la menos original en cuanto a lo estrictamente narrativo, aunque eso no la convierte ni en una película peor ni menos entretenida que las anteriores. Pero puede percibirse como un intento del director por salirse del gueto de la temática racial, para apuntarle a un público más amplio. Por eso puede decirse que, aun cuando los espacios protagónicos siguen siendo ocupados por personajes negros, interpretados por Daniel Kaluuya y Keke Palmer, e incluso los roles secundarios son representativos de distintas minorías (el actor coreano Steven Yeun y el latino Brandon Perea), ¡Nop! es la película más “blanca” de Peele. No son las únicas diferencias que esta película registra en relación a sus predecesoras. Si las otras podían resultar graves, sobre todo en relación a su conciencia política y a la necesidad de crear universos complejos y novedosos, ¡Nop! se propone como un entretenimiento más ligero. La elección de la temática extraterrestre es un indicador claro en ese sentido; la presencia del humor, elemento ausente en las previas, es otro. Decisiones que no le impiden a Peele comenzar la película con la carnicería que provoca un mono actor en un set de televisión, donde mata a todo el mundo. Lo salvaje negándose a ser domesticado será el eje de este relato donde los protagonistas son dos hermanos, última generación de una familia de entrenadores de caballos para películas que se remonta al origen del cine. Es imposible no ver en ¡Nop! los reflejos de Señales (2002), película que cierra la virtual trilogía del M. Night Shyamalan “bueno”, que también integran Sexto sentido (1999) y El protegido (2000). No es solo su temática: también están el escenario del paisaje rural; el seno familiar como núcleo de poder; la fe como camino para aceptar aquello que se oculta en lo evidente (el famoso “believe” usado por los extremistas de la ufología). Incluso la lógica de sus desenlaces, donde elementos muy reconocibles de la cultura popular de los Estados Unidos acaban funcionando como “armas” para terminar con la amenaza exterior. En esa apropiación por parte de la comunidad negra de símbolos como el cowboy, históricamente asociado al avance de lo blanco, introduce en la obra de Peele algo parecido al orgullo de ser estadounidenses a pesar de todo. Pero una crítica de ¡Nop! no estaría completa si no se mencionara el extraño diseño elegido para el alienígena de turno, que podrá fascinar por su originalidad a algunos, como decepcionar a muchos otros por su carácter poético. Porque, sí: puede haber poesía en el diseño y el director y guionista no se priva de utilizarla, quizás como una extravagante forma de homenaje al cine mismo.
El deseo y el azar puestos en acción Bajo la lógica del policial, la película ordena las líneas del relato alrededor de la desaparición de una mujer en un pueblo rural de Francia. Amor y destino: esas parecen ser a priori y a la distancia las dos fuerzas de gravedad en torno a las cuales giran los personajes de Solo las bestias, anteúltima película del cineasta alemán (pero que desarrolló toda su carrera en Francia) Dominik Moll, estrenada en 2019 en el Festival de Venecia (la última es La nuit du 12, presentada este año en Cannes). Pero eso solo es posible si se los mira a través del cristal de una concepción de la realidad algo romántica y anticuada. Porque si se presta más atención, tal vez esas dos fuerzas que los empujan a cruzarse no sean otra cosa que el deseo y el azar puestos en acción. Pura dinámica del caos. Dividida en capítulos que llevan los nombres de los personajes, Solo las bestias juega a contar la misma historia desde diferentes puntos de vista, revelando en cada nueva pasada detalles que permiten ir cada vez más atrás, hasta completar un rompecabezas complejo. Bajo la lógica del policial, la película ordena las líneas del relato alrededor de la desaparición de una mujer en un pueblo rural de Francia. El primer capítulo asume el punto de vista de Alice, la esposa de un granjero que tiene un romance con Joseph, otro granjero solitario y un poco bruto. Ella ve el auto abandonado de la desaparecida en medio de un camino nevado. De Joseph se ocupa el segundo capítulo. Él encuentra el cadáver de la desaparecida tirado en su propiedad. El tercer episodio está dedicado a Marion, una joven camarera que tiene un romance fugaz con la mujer desaparecida. Y así se suman los episodios, que van dando forma a esta historia de estructura coral. En busca de generar la pasión necesaria para encender el drama, Moll se dedica a cortarles los caminos a todos los personajes. Como si se tratara de un experimento con ratas en un laberinto, cada uno de ellos irá encontrando que todos los destinos a los que aspiran están bloqueados, debiendo avanzar por la única vía que el guión les deja abierta. Que no los llevará ni cerca del lugar al que querrían ir. Ese determinismo con mucho de cruel, sumado al citado esquema coral, trae a la memoria el cine de Alejandro González Iñárritu, que con títulos como Amores perros (2000) o Babel (2006) hizo de la crueldad con sus personajes una marca registrada. Como sucede con el mexicano, Moll también es un narrador preciso, con dominio de los recursos técnicos y conocedor de las reglas del misterio y el suspenso. No es eso lo que conspira contra Solo las bestias, sino la decisión de jugar a ser un dios impiadoso con sus propias criaturas, con el único fin de imponer un mensaje que opere sobre la culpa del espectador. Por eso, como Iñárritu en esas películas, el alemán decide que las acciones se extiendan hasta el tercer mundo, para expresarse políticamente acerca de cuestiones como, por ejemplo, los efectos del colonialismo europeo en la explotada África. Y no alcanza con citar a la realidad para que un relato se vuelva, ya no cinematográficamente verosímil, sino éticamente válido.
Relato potente pero obvio “Un buen nombre es lo más valioso que uno puede tener”, afirmaba la publicidad de un banco, estrenada justo cuando la economía argentina empezaba a colapsar, al final del gobierno de Raúl Alfonsín. El axioma permite pensar en el título local del último trabajo del inglés Alex Garland, Men: Terror en las sombras, que abraza dos tradiciones de larga data en el arte de rebautizar películas. Por un lado, el de la adenda, que le suma una frase explicativa que vuelve evidente algo que el autor evitó especificar en el original. Revelación que se encargan de realizar las palabras terror y sombras, para no dejar dudas del género al que la película pertenece. La segunda práctica es la de eludir la traducción del inglés, que acá opera en sentido contrario de lo anterior, evitando que el traspaso se vuelva demasiado indiscreto. Porque, sí, en inglés esta película solo se llama Men, es decir: “hombres”. La combinación de ambos elementos le da forma a un spoiler innecesario, que reafirma el valor de tener un buen nombre. Harper es una mujer joven que enviudó de forma traumática, quien para despejarse y aliviar su espíritu decide pasar dos semanas en una casona antigua, en la campiña británica. Ahí conoce a Geoffrey, el casero, un tipo amable pero algo torpe debido a que, hombre de pueblo chico, no está acostumbrado a vincularse con extraños. Pese a la incomodidad, Harper está encantada con el lugar y su primer paseo por el bosque lindero lo confirman. Hasta que llega a un viejo túnel ferroviario en desuso, donde queda fascinada por el eco que se produce en su interior. Pero la repetición de sus gritos, lanzados a la oscura profundidad, acaba revelando una presencia al otro lado. Harper huye y cuando ya está a salvo descubre a la distancia la silueta de un hombre desnudo que la observa. Miedo. Ese comienzo resulta clave para entender la lógica que motorizará a un relato que, con ayuda del título, también acaba volviéndose un poco obvio. Evidencia que la película disimula bajo formas preciosistas, detrás de un uso virtuoso del encuadre y de los movimientos de cámara que, como el eco, terminan volviéndose empalagosos a fuerza de insistencia. Eso no impide que la película resulte visualmente muy potente, inquietante por la forma en que Garland utiliza la luz o, al menos al principio, por el modo en que aprovecha el concepto de eco para hacer que todos los hombres con los que Harper se cruce en el pueblo no sean sino una copia ligeramente distorsionada del primero. Sobre el final, el uso del gore y el body horror también son destacables, pero siempre dejando la sensación de exceso y de que tal vez, como en el título, menos hubiera sido más. Concepto que también aplica al giro final que, subrayado por simbologías bíblicas muy claras, afirma que todos los hombres (varones) son en realidad el mismo, de Adán para adelante. Lo cual, como su nombre adelanta, reduce a Men a la categoría de panfleto Woke disimulado tras las sedas del horror artie.
"30 noches con mi ex", la marca-Suar. La nueva película del productor, actor y ahora realizador levanta la puntería con respecto a producciones recientes, pero sin alejarse de un estilio homogeneizado. Adrián Suar lo hizo de nuevo. Volvió a construir una película usando las herramientas que ya demostraron ser efectivas en los nueve títulos que lo tuvieron como protagonista desde el estreno de Comodines, el olvidado blockbuster nacional de 1997. 25 años en los que este actor y productor se puso a las órdenes de cineastas como Juan Taratuto, Diego Kaplan, Daniel Barone o Marcos Carnevale y que le permitieron adquirir la experiencia y confianza necesaria para convertirse en artífice total de sus trabajos en el cine. Porque si alguna novedad le aporta a su filmografía el estreno de 30 noches con mi ex es la de marcar su debut como director. Un dato que puede resultar sorprendente, porque, en virtud de la coherencia narrativa y homogeneidad estética de esas nueve películas, no sería raro que alguien pudiera creer que todas fueron dirigidas por la misma persona. Debe decirse que 30 noches con mi ex no se encuentra entre las mejores películas de Suar, como Un novio para mi mujer (2008) o 2+2 (2012). Pero sí que levantan el promedio de las últimas dos, El fútbol o yo (2017) y Corazón loco (2020), que se ubican entre las peores, lejos. Aún así, comparte con ellas los elementos narrativos que le dan forma al Mundo Suar. El protagonista es un hombre disociado de sus emociones, que vive atado a una cuestión material y para quien las mujeres no son tanto un par, sino un camino para su propia redención. En este caso se trata del Turbo, un financista que vive preocupado por la cotización del dólar, quien debe recibir en su casa a la Loba, su exmujer, de la que se separó hace seis años y se encuentra internada en un psiquiátrico. Como ella no tiene otro lugar a donde ir y necesita de un entorno familiar para reinsertarse en sociedad, la casa del ex se abre como posibilidad. Comedia romántica, como todas las de Suar, 30 noches con mi ex abunda en estereotipos, en mujeres capaces de desarticular la superficialidad del protagonista, y tiene en el espacio psicoanalítico un escenario recurrente. También abusa de la grosería como recurso cómico y los personajes secundarios son más secundarios que nunca. Pero en ningún momento llega a provocar vergüenza ajena, como sí ocurría con las dos anteriores, y por momentos se ve con una sonrisa. Algunas afirmaciones realizadas antes demandan profundizar, como el asunto de la efectividad, vinculado no tanto a cuestiones de la técnica o el arte del cine, sino a la voluntad de crear relatos de aspiración masiva. En igual sentido debe entenderse lo de “coherencia y homogeneidad”. Porque en las películas de Suar la cuestión de la “autoría” no tiene nada que ver con el trabajo de los cineastas a cargo de cada rodaje, sino con la labor carismática que el actor realiza como protagonista excluyente. Por eso cuando una de sus películas llega a los cines no se habla de “una de Taratuto” o “una de Kaplán”, sino de “la nueva de Adrián Suar”. Con el estreno de 30 noches con mi ex esa afirmación se vuelve 100% real.
"Tren bala": efectista y excesivamente canchera. Acción trepidante. Para descostillarse de risa. Un ritmo frenético. Adrenalina desde el minuto cero. Tren bala, nuevo trabajo del director David Leitch, es una de esas películas que se ven como si en la pantalla estuvieran sobreimpresas todas esas frases, llenas de lugares comunes, que después aparecen destacadas en los afiches promocionales. Una de esas en la que no importa demasiado lo que pasa, sino cómo se lo muestra. Porque, al contrario de lo que decía el estribillo de “Balada para un gordo”, aquella canción clubdelclanesca popularizada por el dúo Juan y Juan a comienzos de los ’70, acá la pinta está muy lejos de ser lo de menos. Se trata, en cambio, de una búsqueda que el director consiente en llevar hasta las últimas consecuencias. Tan poco importante es la historia que se cuenta, que sus propios responsables se permiten revelar en el tráiler algunos detalles que la película se ocupa de escamotear casi hasta el final. Después no vengan por acá a hablar de spoilers. Ejemplo perfecto de cine calcado, Tren bala quiere tener los diálogos afilados e inteligentes del Tarantino más parlanchín, aquel capaz de esconder una charla profunda en una discusión de apariencia frívola, convirtiendo a la cultura pop más banal en una fuente de sabiduría. Sin embargo, apenas consigue que un puñado de intercambios se destaquen en el vendaval de su verborragia. La película también se autopercibe capaz de convertir a la violencia más cruda en un recurso eficaz para alimentar el humor físico. Y en ocasiones lo consigue. Pero la mayor parte del tiempo se parece más a un catálogo de acrobacias coreografiadas con precisión mecánica, que a un relato donde el progreso de la acción decanta en la acumulación de peso dramático. Algo que no ocurría en películas como Sin control (John Wick, 2014) o, en menor medida, Atómica (Atomic Blond, 2017), ambas también dirigidas por Leitch, pero en donde el fin y los medios alcanzaban un mejor balance. Basada en el mecanismo de la cadena de coincidencias que acaban produciendo el caos, en Tren bala un psicoanalizado ladrón por encargo (Brad Pitt, en modo comedia) debe robar un maletín dentro de la formación ferroviaria citada. Lo que no sabe es que hay media docena de sicarios tratando de quedarse con la valijita y la cosa termina en un anunciado todos contra todos. La película es además el último exponente del subgénero de cine de acción que transcurre íntegramente dentro de trenes, que parece haberse consolidado en la última década con películas como Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2013), Tren a Busan (Yeon Sang-ho, 2016), o El pasajero (Jaume Collet-Serrá, 2018). Todas ellas, por un motivo u otro, consiguieron ser más eficaces que esta. Tren bala es efectista, excesivamente canchera tanto en su estética visual como en su mecánica narrativa, basada en crear y cruzar personajes de cáscara atractiva, pero con poca sustancia.