"Venom: Carnage liberado": receta repetida La segunda parte de una saga destinada a cruzar caminos con el Universo Cinematográfico de Marvel vuelve a ser una película fallida, como el producto original. Algunos elementos permitían suponer que Venom: Carnage liberado –segunda parte de una saga destinada a cruzar caminos con el Universo Cinematográfico de Marvel— tenía chances de superar lo entregado por su antecesora. También es verdad que no hacía falta demasiado. Es que Venom (2018) había resultado una película fallida, en la que el vértigo de la acción por la acción misma resultaba más importante que el drama y donde el habitual mash-up de géneros que suele alimentar a las películas de superhéroes, nunca llegaba a funcionar del todo. Por un lado, las secuencias de comedia no terminaban de encajar de forma integral con las de acción y estás lucían desarticuladas en relación a las de romance o las dramáticas. Pero la famosa escena poscréditos, verdadera tradición en las películas de Marvel, dejaba todo servido para que en esta segunda parte entrara nada menos que Woody Harrelson para hacerse cargo de Carnage, otro popular personaje perteneciente al universo del Hombre Araña. Ahí radicaba la esperanza de que a la franquicia le esperaba un futuro mejor. Lo malo de los buenos augurios es que no siempre se cumplen. Y es que todo lo dicho acerca del film anterior también le cabe al nuevo, en virtud de que Venom: Carnage liberado repite sus recetas y estrategias narrativas con llamativa obediencia. Está claro que sus responsables están convencidos de que el camino elegido era el correcto y redundaron en él. La realidad es que lo que se cuenta en esta ocasión vuelve a ser mínimo. Un asesino serial (Harrelson) es descubierto por un periodista caído en desgracia (Tom Hardy), cuyo cuerpo ha sido tomado por un simbionte de origen alienígena con el que ha aprendido a convivir en anárquica armonía. El ente le presta al humano sus poderes, quien a cambio mantiene bajo control las pulsiones violentas de la criatura. Pero en una de las entrevistas, el criminal muerde al reportero y parte del espécimen pasa a él, transformándolo en una némesis apropiada para el héroe. Desde ahí hasta el final... el enfrentamiento entre ambos. Dirigida por el actor británico Andy Serkis, famoso por interpretar a Gollum en El señor de los anillos, Venom: Carnage liberado es víctima de un montaje de planos cortos pero intercalados con frenesí, que convierte a las escenas en un espejo astillado que solo permite ver imágenes sueltas y desordenadas, a las que cuesta entender como unidad. Esto no solo ocurre en las secuencias de acción propiamente dichas, sino también con aquellas que apelan al humor físico, en las que todo es tan veloz y confuso que el efecto cómico se va perdiendo entre los fragmentos. Todo eso conspira contra el objetivo de que el espectador se interese por el destino de los personajes o sienta intriga por el devenir de la trama. El conjunto resulta tan básico, que hasta los pocos buenos momentos de la película se pierden en ese caos atolondrado al que no salvan ni los efectos especiales.
"El prófugo", o la materia de las pesadillas La película consigue una gran adaptación del texto de Charlie Feiling, cruzando la realidad con lo onírico de un modo inquietante para la protagonista y el espectador. Si hubiera que buscarle un universo de pertenencia a El prófugo, segundo trabajo de la cineasta Natalia Meta que tuvo su estreno en la competencia oficial de la última Berlinale, tal vez el más apropiado sería el de las pesadillas. Porque no es el terror y tampoco el género fantástico (aunque elementos de ambos orígenes aparecen con claridad) lo que define la atmósfera de esta película, sino la particular claustrofobia que producen los malos sueños. Esos que fuerzan al soñador a permanecer encerrado en su propia angustia, sin salida a la vista. Y no solo porque las pesadillas de Inés, la protagonista, son un elemento fundamental dentro de la diégesis, manifestándose ya en las primeras escenas, sino porque esa sensación, cruza de vértigo y agobio, es trasladada con éxito al auditorio. La película misma comienza de modo pesadillesco. La escena inicial transcurre dentro de la cabina de un estudio de grabación: es que Inés es cantante lírica, pero se gana la vida como artista de doblaje. Parada frente a una pantalla que reproduce un film de terror sádico de origen oriental, ella debe interpretar los jadeos, gritos y súplicas de una mujer que está siendo agredida en lo que parece ser una sesión de sadomasoquismo. La proyección se multiplica, arrojando sus reflejos sobre el rostro de la protagonista y en el cristal que detrás de ella separa al estudio de la sala de control. Lo mismo ocurre con los sonidos, con la voz de Inés pisando la banda sonora original. Esas duplicidades desencajadas no son casuales: su presencia es una primera pista que el guión le brinda al espectador. Las secuencias inmediatas pondrán de manifiesto que tales desdoblamientos también operan sobre el plano de lo real. El vínculo tenso que Inés mantiene con Leopoldo, su pareja, un tipo controlador y absorbente, será el catalizador a través del cual la realidad será atravesada por una dimensión ajena, cuya primera manifestación llegará, claro, de la mano de una pesadilla. La pareja está en un avión, a punto de irse de vacaciones. Inés está asustada por el inminente despegue y él intenta calmarla, pero su insistencia la pone más nerviosa. Finalmente acepta tomar un calmante. Durante la noche la azafata se acerca a ella y le sugiere que ese hombre, Leopoldo, no le conviene y se ofrece a matarlo. Aterrada, Inés forcejea con la mujer y se despierta, sobresaltada, revelando que se trataba de una pesadilla. Lo que no queda claro es cuándo comenzó. El prófugo irá acumulando escenas que dejan claro el estado de tensión por el que atraviesa Inés, interpretada con su habitual potencia por Érica Rivas. Una tragedia terminará de sacudir la vida de la protagonista y a partir de ahí el relato se irá poniendo cada vez más espeso y extraño. La llegada de una madre casi tan invasiva como Leopoldo; la aparición de problemas en la modulación de la voz, que es su herramienta de trabajo; el cruce con un hombre que encarna todo lo bueno que el otro no tiene; y una mujer que, casi como una médium, le informa a Inés que hay una presencia que se le ha metido dentro y a la que solo podrá sacar durante el sueño. El trabajo con lo onírico no es una novedad en la breve filmografía de Meta como directora. De hecho era un elemento estético muy presente en su película anterior, la sorprendente Muerte en Buenos Aires (2014), un policial ambientado en la década de 1980. Para generarlo, la directora no solo se sirve de los recursos visuales, sino que utiliza todo el arco sonoro para generar una sensación de extravío que va consumiendo por igual a la protagonista y al espectador. Trabajada con un nivel de detalle que bordea lo obsesivo, la banda sonora parece efectivamente alimentarse de los peores sueños. A pesar de todo lo anterior, El prófugo también recurre al humor, manejándolo con precisión y un timing notable. Pero siempre poniéndolo a disposición de ese clima enrarecido, nunca como una forma de aligerar el estado de alerta permanente que atraviesa al oscuro relato.
"Sin tiempo para morir", gran despedida de Daniel Craig El aporte del director Cary Fukunaga agrega lustre a un film que recupera la mejor expresión del agente 007, con rasgos de humor e inéditos picos emocionales. Tras dos años de posposiciones obligadas por la pandemia, llega a las salas Sin tiempo para morir, nueva película de James Bond, la número 25 nada menos, que además representa la última en el que el emblemático agente secreto será encarnado por Daniel Craig. Una despedida que representa el fin de una era para el personaje. El mérito no es poco, porque eso es algo que no ocurrió con todos los actores que interpretaron a 007 en el pasado. La marca que el actor inglés le deja a la saga es profunda y aunque su legado de 5 películas nunca estará a la altura del que dejaron Sean Connery (6 películas) y Roger Moore (7) -ambos fallecidos-, quizá le alcance para pelear el tercer puesto cabeza a cabeza con el irlandés Pierce Brosnan (4), ambos bien lejos de la fallida incursión de Timothy Dalton a finales de los ’80 (2) o la ambigua experiencia que representa la única que interpretó el australiano George Lazenby, Al servicio secreto de Su Majestad (1969). Curiosamente, el guión de Sin tiempo para morir tiene algunos puntos de contacto con aquella, por el modo en que algunos de los hechos que le dan forma a esta historia impactan en el personaje. Sin embargo, debe decirse que si Craig consigue ganarse un lugar respetable dentro del linaje Bond en gran medida es gracias a esta última película. Y es que hasta ahora el balance de su paso por la saga estaba bastante equilibrado entre aciertos y pifies, además de arrastrar la pesada carga de haber cambiado el perfil del personaje, haciéndolo más rudo y menos refinado que todas las versiones anteriores. Un detalle que fue tomado como una afrenta imperdonable por parte de algunos fanáticos, pero que para otros representó un aggiornamiento necesario. Por un lado, Sin tiempo para morir no retrocede en lo que respecta a la adaptación del personaje a las reglas del cine de acción del siglo XXI, convirtiendo a quien alguna vez fuera un dandy en los cuerpos de Connery, Moore y Brosnan, en una figurita de acción más bien convencional. Acá el Bond de Craig vuelve a realizar escenas acrobáticas, a participar de asaltos tipo comando y a usar técnicas de combate cuerpo a cuerpo que lo acercan más al prototipo del boina verde que al agente seductor de tiempos idos. Pero también recupera el humor, marca registrada del personaje en el cine, sumando una buena cantidad de diálogos ácidos y citas autorreferenciales que, por fin, logran entroncar al 007 de Craig dentro de la mejor tradición del espía creado por el escritor Ian Fleming, pero convertido en uno de los más grandes íconos de la historia del cine por el productor Albert Broccoli. Las secuencias iniciales son suficientes para apreciar la buena labor que realizó el director Cary Joji Fukunaga en su acercamiento al universo Bond. En la primera, utiliza una serie de planos en los que aprovechan toda la profundidad del campo y el montaje para presentar al villano de turno, interpretado con solvencia por Rami Malek, quien llega a través de la nieve hasta una cabaña apartada para vengarse del hombre que asesinó a su familia, matándole a la esposa y a la hija. El desenlace de la escena se convierte además en el mito de origen de Madelaine, la mujer con la que Bond se vinculó en la película anterior, Spectre (2015), y que sigue con él en esta. Al menos al comienzo, porque la acción deriva en una persecución espectacular de la que el espía responsabiliza a la mujer, marcando un quiebre. La secuencia de títulos completa un inmejorable primer acto. Sin tiempo para morir también se atreve a llevar a 007 a través de picos emotivos por los que (casi) no había transitado antes. Por un lado recupera la figura del agente de la CIA Félix Leiter, personaje clásico de la saga, aquí convertido en algo así como el Patroclo de Bond, con todo lo que implica. Pero además coloca al protagonista en una situación emocional inédita, que si bien lo vuelve más vulnerable, también lo provee de una potente excusa no solo para volverse aún más implacable, sino para, por fin, ponerle un precio a su propia vida. Una gran despedida.
"Los años más bellos de una vida", de Claude Lelouch: fin de una inesperada trilogía. El estreno de Los mejores años de una vida, la 49° película de la filmografía de Claude Lelouch (que no es la última), demanda volver hasta los años ’60, sobre la que tal vez sea su obra magna. Se trata de Un hombre y una mujer (1966), una de esos títulos míticos que abundan en el cine francés de esa época. Los motivos sobran. La inolvidable historia de amor entre dos jóvenes viudos, él corredor de carreras y ella guionista, que Lelouch registró con la potencia realista y emotiva que caracterizaba a la nouvelle vague. La química de su extraordinaria pareja protagónica, integrada por Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimeé. Las cuatro nominaciones a los Oscar: ganó en las categorías de Película Extranjera y Guión Original, mientras que Lelouch y Aimeé se quedaron con las ganas en las de Director y Actriz Protagónica. Y, claro, la melodía compuesta por Francis Lai, una de las más reconocibles de la historia del cine. Tan potente resultó la fórmula, que 20 años después Lelouch volvió sobre ella en Un hombre y una mujer: Segunda parte (1986), donde la guionista convertida en productora vuelve a buscar al piloto para filmar una película basada en aquel romance trunco. En 2019, el francés reincidió por tercera vez, para contar el ocaso de los protagonistas, a quienes el paso del tiempo les ha sumado dramas, pero que no ha conseguido borrar la marca que en ellos dejó ese vínculo. De eso se trata Los mejores años de una vida, en la que el hombre ahora está internado en un geriátrico, padece un incipiente Alzheimer y solo recuerda con claridad a aquella mujer. Sin embargo, la película peca de nostálgica, exhibiendo una candidez que no le hace honor al original. La necesidad de recurrir de manera excesiva a intercalar material del film de 1966 revela el escaso peso dramático de la nueva historia, que se limita a reproducir lo que otros dramas sobre la tercera edad ya han puesto en escena con insistencia. La inesperada trilogía de Lelouch busca articular en el tiempo el devenir de una historia de amor de la misma forma en que Richard Linklater lo hizo en la saga que comienza en 1995 con Antes del amanecer. Pero lo hace de forma menos orgánica, como si se tratara de capas que se acumulan una sobre otras antes que como eslabones lógicos de una cadena. A diferencia de la de Linklater, cuyos capítulos están separados por períodos de nueve años (que volverán a cumplirse en 2022, ya que la última, Antes de la medianoche, es de 2013, aunque no hay anuncios de una cuarta parte), la prolongación de los tres títulos de Lelouch se presenta más bien azarosa, a pesar de que las referencias internas entre ellas son claras. Como si el regreso sobre ese universo fuera más una necesidad (o un capricho) de su creador que la consecuencia lógica de una continuidad narrativa. Incluso, tensando un poco la cosa, hasta se podría calificar a Los años más bellos de una vida como una película de explotación.
"Undine": extraña y trágica fábula moderna Esta una historia de amor está planteada desde una extrañeza que nunca rompe la cáscara realista que la cubre. Un hombre y una mujer están sentados en un bar, la situación es incómoda. Ella mira a ninguna parte, como si buscara algo en su interior, mientras él la observa con pena, sin saber bien qué hacer. Johannes acaba de dejar a Undine y ambos lucen afectados. En ese momento él recibe un llamado que decide no atender y ella pregunta si era la otra. Johannes se levanta para irse y Undine le recuerda que prometió amarla para siempre: está dolida y solo le sale el reproche. De golpe los papeles se invierten. Ya sin lágrimas, Undine le avisa que si la deja tendrá que matarlo. Johannes se sienta otra vez, humillado. Ella le explica que ahora tiene que ir a trabajar, pero que él se va a quedar ahí sentado, esperando, y que cuando vuelva va a decirle que aún la ama. Ahora es Undine la que mira a los ojos y Johannes el que baja la mirada. Ella se va. Él se queda. Extraño: ese es el adjetivo que mejor define al relato de Undine, noveno largometraje de Christian Petzold. Una extrañeza que el cineasta alemán va introduciendo en la película de forma dosificada, sin romper nunca la cáscara realista que la cubre, pero sin esconderla nunca. Como con los buenos magos, acá el truco está hecho a la vista del auditorio, lo cual no quiere decir que todos los misterios que se plantean vayan a ser resueltos durante el desarrollo de la historia. A contramano de lo que pudiera pensarse a partir de aquella primera secuencia, en la que la violencia acaba ocupando el centro del drama, Undine es una película de amor. Un amor intenso, único, más grande que la vida y, por eso mismo, capaz de llegar al extremo. Alguno dirá, y tendrá razón, que no es amor aquello que se consigue bajo amenaza. No lo es, claro que no. Pero eso en este caso tiene una explicación sencilla: la verdadera historia de amor de Undine, película y protagonista, todavía está por empezar. Y cuando lo haga, será de un modo no menos extraño. Undine regresa al bar después de su trabajo como guía en un museo urbanístico de la ciudad de Berlín, pero no encontrará a Johannes. En su lugar conocerá a Christoph, un buzo industrial que se presenta de forma tan torpe como inusual y, por accidente, ambos terminarán en el suelo y empapados por el agua de una enorme pecera que se rompe de forma casi sobrenatural. Ahí es donde el verdadero amor se revelará ante Undine. Pero Petzold lo hará avanzar a partir de situaciones siempre vinculadas con el agua, que de a poco irán abonando la aparición de un elemento fantástico de raíz folklórica: en la mitología del norte de Europa, Ondina (o Undine) es una joven que tras sufrir por amor fue convertida en una ninfa acuática. El cineasta logra conectar eso con el origen de Berlín, cuyo nombre proviene del eslavo y significa “pantano”. Petzold va moldeando con elegancia su trágica fábula moderna. El trabajo sobre la banda de sonido resulta particularmente potente, usando una musicalización muy marcada, basada en piezas de piano que subrayan la atmósfera melancólica, pero que el director suele interrumpir de manera abrupta a caballo del montaje. A pesar de su radicalidad, el recurso fluye de forma natural, haciendo que sus quiebres, nunca obvios, vayan alimentando una creciente sensación de ruptura, que se hace más tangible a medida que la narración avanza. Por medio del montaje Petzold también entrega algunos hallazgos interesantes en el terreno visual. Ahí se destaca el inspirado fundido que reúne el plano detalle de una maqueta con el edificio real que esta representa. El truco, utilizado para que Undine imagine a Johannes esperando sentado en la mesa del bar del comienzo, funde realidad y representación, en lo que parece ser una nota al pie sobre el cine mismo, sus formas y el modo en que funciona en la mirada del espectador esa ilusión de estar viendo la vida misma en una pantalla.
"Escape Room 2: Reto mortal": los desafíos continúan La película podría ser una remake de su predecesora, en tanto las situaciones que enfrentan los protagonistas son prácticamente las mismas. Lo único que cambia es la ambientación de los salones-trampa de los que deben escapar. Síntoma de los tiempos, el final de Escape Room: Sin salida (Adam Robitel, 2019), dejaba bien abierta la posibilidad de una secuela y así se lo señaló desde estas mismas páginas el día de su estreno. Dos años después, la obvia profecía se cumple con la llegada a las limitadas salas locales de una segunda parte: Escape Room 2: Reto mortal, también dirigida por Robitel, cuyo título original no hace referencia a ningún “reto mortal”, sino a un Tournament of Champions (torneo de campeones). La película de 2019 contaba la historia de un grupo de seis personas que eran invitados a participar de un escape room, un juego de ingenio en el que los jugadores son encerrados en un salón y deben encontrar dentro las pistas que les permitan salir de él. El asunto es que acá el juego se pasaba de claro a oscuro en el momento en que los participantes descubrían que se trataba de una trampa real, en la que si no eran capaces de resolver el enigma acabarían muertos, dejando un único sobreviviente: el ganador. Con similitudes a la saga de El juego del miedo, pero en una versión más lúdica que explícita (aunque no exenta de morbo y sadismo), la película terminaba con una pareja de jugadores salvando sus vidas y revelando una oscura empresa de apuestas clandestinas detrás del juego. El comienzo de esta segunda parte reúne a los sobrevivientes dispuestos a desenmascarar a esta organización y a sus responsables. Por supuesto, los dos jóvenes volverán a ser víctimas de un poder en las sombras que está más allá de su capacidad. Y una vez más acabarán encerrados con otras cuatro personas en una serie de trampas mortales de las que deberán escapar. En este caso se trata de un grupo compuesto por aquellos que alguna vez consiguieron “ganar” sus juegos, los sobrevivientes, y de ahí viene la ronda de campeones que menciona el título original. Escape Room: Reto mortal bien podría ser una remake de su predecesora, en tanto las situaciones que enfrentan los protagonistas son prácticamente las mismas. Lo único que cambia es la ambientación de los salones-trampa de los que deben escapar: en estos espacios mortales la película vuelve a poner en juego todo su ingenio. Esta vez se trata de un vagón de tren electrificado, un banco con un sistema de seguridad láser, una playa de arena movediza, un callejón donde llueve ácido y un baño sauna muy caliente. Si bien las situaciones se vuelven entretenidas a fuerza de tensión, no es menos cierto que, a diferencia de un buen policial, la resolución de cada enigma excluye casi por completo al espectador. Con pistas que casi nunca están a la vista y solo se aparecen como revelaciones ante los protagonistas, Escape Room pierde la oportunidad de convertirse también en un desafío para quienes pagaron la entrada. Y una vez más, todo queda servido para que la cosa termine en trilogía.
"Moacir y yo", la entrañable despedida de un amigo a otro. Cuarta y última entrega de la saga sobre el compositor y cantante brasileño Moacir Dos Santos, completa lo terminó siendo un encantador retrato cinematográfico. La que el cineasta Tomás Lipgot fue construyendo en torno de la figura de Moacir Dos Santos es la más emotiva, sensible y tierna de las sagas del cine argentino, que con el estreno de Moacir y yo llega a su cuarta y última entrega. Esa afirmación no solo se justifica en el extraño encanto que poseía el personaje, un compositor y cantante brasileño al que el director conoció cuando realizaba su ópera prima, Fortalezas (2010), documental sobre personas encerradas en instituciones como cárceles u hospitales psiquiátricos. Por entonces Moacir estaba internado en el Borda debido a la fragilidad de su salud mental y su figura se destacó enseguida entre las de quienes dieron sus testimonios en aquella película. Pero si bien es cierto que contar con un gran protagonista es indispensable para hacer una gran película, ese milagro no siempre ocurre. Es por eso que este encantador retrato cinematográfico de Moacir –que incluye a Moacir (2011) y Moacir III (2017), además de los dos títulos ya mencionadas— no hubiera sido posible sin la mirada atenta y cariñosa de Lipgot, para quién el cantante brasileño, fallecido en 2018, era mucho más que el protagonista de sus trabajos. Y aunque eso ya estaba claro en los tres anteriores que compartieron como personaje y director, queda confirmado a partir del material con el que Lipgot construyó Moacir y yo. Una película que es muchas cosas a la vez. Por un lado, cumple con la función formal de cerrar la construcción del personaje que Lipgot venía realizando en las películas previas, poniéndole punto final a una saga que se fue generando ad hoc en torno al vínculo cada vez más intenso que unió a los dos artistas. Moacir y yo también puede ser vista como una especie de detrás de escena de los tres episodios previos, revelando fragmentos en los que director y personaje aparecen juntos en escena, captados de forma espontánea (a veces no tanto) durante los rodajes compartidos o en filmaciones domésticas. Pero si hay algo que identifica a esta frente a las otras tres películas que Lipgot realizó en torno al cantante es su carácter elegíaco. Moacir y yo es la carta de despedida de un amigo a otro. Un intento de cerrar un duelo y empezar a transitar por un mundo que a partir de ahora estará signado por la ausencia, por los huecos que ha dejado el que se fue en la vida de quienes quedaron. O, por qué no, una declaración de amor escrita con imágenes que buscan anclar la memoria. Un esfuerzo por mantener vivo a Moacir para siempre, convirtiéndolo en inmortal. Que Lipgot se encuentre trabajando en una versión animada de Gilgamesh, el inmortal, historieta de Lucho Olivera y Robin Wood basada en el famoso poema épico sumerio, puede ser visto por lo menos como una agradable coincidencia. Con esas imágenes el director rescata momentos de la intimidad que compartió con su amigo, en los que Moacir suele aparecer como un chico que consigue salirse con la suya gracias a su simpatía y en los que siempre termina cantando. Resulta especialmente simpática una escena tomada del rodaje de Moacir III, en la que el protagonista debe colocarse una corona mirando a cámara como quien está frente a un espejo. En off se escuchan las indicaciones con las que Lipgot va orientando la actuación del protagonista. Le pide que se coloque la corona despacio y que contemple su imagen. “¿Y qué le pasa a Moacir cuándo se pone la corona?”, pregunta el cineasta en busca de que su actor exprese alguna emoción particular con sus gestos. En lugar de eso, Moacir empieza a cantar su particular versión del bolero “Inolvidable”, obligando a Lipgot a interrumpir la acción para explicarle con paciencia que no puede cantar todo el tiempo, porque por cada canción que aparezca en la película habría que pagarle a Sadaic. La respuesta de Moacir es cantar otra canción, desarticulando al cineasta como un nene haría con su padre. De esa ternura está hecha Moacir y yo.
"La panelista": juego de espejos Tal vez no haya mejor forma de ofrecer un retrato crítico de la televisión que ponerle un espejo adelante y eso es lo que hace el guionista y director Maximiliano Gutiérrez. Como una de esas cajitas de música hechas con pedazos de espejos. Una de esas en las que al levantar la tapa aparece una bailarina que da vueltas mientras suena “Para Elisa”, pero que adentro esconde un mecanismo de relativa complejidad que contrasta con la simpleza de su apariencia. Así se puede definir a La panelista, opera prima de Maximiliano Gutiérrez, protagonizada por Florencia Peña. Es cierto que no se trata de una obra de alto cine, pero no hace falta llegar a eso para que una película esté realizada con oficio, resulte aceptablemente eficaz en términos dramáticos y constituya una opción entretenida. Netflix y sus Salieris están llenas de producciones internacionales que con muchos más recursos que La panelista no consiguen lo que esta logra: mantener al espectador atento. La película está ambientada en el infernal universo de la televisión, de cuyos círculos el peor es el de los programas de chimentos, hábitat natural de esa especie convertida en plaga que son los panelistas. Una de ellas es Marcela, una mujer obligada a pelear en varios frentes. Por un lado, contra los años que se le vienen encima y amenazan con devaluar su figura, el bien más preciado en un espacio definido por el axioma legrandiano de “como te ven, te tratan”. Por el otro, con las dificultades de sobrevivir en un ecosistema caníbal en el que todos son depredadores y depredados a la vez. Uno de los gestos más interesantes de La panelista proviene del casting. Es que para darle cuerpo a sus criaturas ha recurrido a un grupo de intérpretes muy conocidos en la tele y casi nada en el cine. Eso, que puede generar suspicacias, acaba revelando inesperados potenciales. No solo por la labor de Peña (que exhibe algunos recursos que no son los que habitualmente explota en la tele), sino por el tono homogéneo y verosímil del elenco. Con picos como el de Martín Campilongo, habitual comediante, quien compone a un oscuro e intimidante columnista de policiales. Con la amenaza de su jefe de no renovarle el contrato para la próxima temporada, Marcela entra en crisis y termina teniendo una disputa por una primicia con el panelista estrella del programa, quien esa tarde se despide para comenzar una carrera como conductor. La cosa termina en tragedia y lo que parecía avanzar hacia la sátira o la farsa pega un volantazo hacia el thriller, aunque La panelista no es una de Hitchcock, claro, y sus giros a veces son muy simples. Aún así se convertirá en un baile de máscaras en el que es imposible confiar en nadie. Es cierto que, por ritmo y estética, la película por momentos luce “televisiva”, pero eso no necesariamente debe verse como un defecto, sino como una decisión. Al fin y al cabo, La panelista se propone como un juego de espejos, de reflejos engañosos e imágenes distorsionadas. Y tal vez no haya mejor forma de ofrecer un retrato crítico de la televisión que ponerle un espejo adelante, con una bailarina que da vueltas en el medio sin terminar de entender bien para qué.
"Pinocho": un regreso a los orígenes. Como el de Collodi, el "Pinocho" de Garrone es un retrato de las clases obreras y bajas en la Italia del siglo XIX, pero la decisión de abordar al cuento infantil con mayor realismo no implica que el director de "Gomorra" abjure de la fantasía. Desde que se publicó por primera vez en Italia en forma de folletín entre los años 1881 y 1883, la historia de Pinocho, la marioneta de madera que desea convertirse en un chico de verdad, no solo se transformó en una de las obras más populares de la lengua de Dante, sino que se ha vuelto un clásico universal. La creación del florentino Carlo Collodi contiene todos los elementos para ser considerada una manifestación tardía de las fábulas o los cuentos de hadas de la tradición europea. Un protagonista que sufre pero que tiene mucho por aprender; animales parlantes que encarnan reconocibles arquetipos humanos; un recorrido dramático que no teme sumar detalles oscuros en pos de conmocionar; y una lección moral que es casi una amenaza: o se la acepta y se la cumple, o se está condenado a una vida de infelicidad. Pero Pinocho es también un relato de aventuras que abunda en situaciones de comedia disparatadas. No extraña que Walt Disney lo haya elegido para su segundo largo, estrenado en 1940, en tanto son esos mismos detalles los que hoy definen su clásico universo. Sobre la novela de Collodi volvió en 2019 el cineasta italiano Matteo Garrone, y aunque tal vez pueda pensarse su elección como un intento de “reitalianizar” esta historia de la que Hollywood se apropió, quedarse ahí sería menospreciar el trabajo del director. Por empezar, la adaptación de Garrone no es animada, sino que está rodada con actores en vivo, decisión que implica mucho más que una mera cuestión técnica. Porque así como el dibujo animado representa una versión estilizada y simplificada de lo real, la Pinocho de Disney también aligera la carga dramática del original, evitándole a los chicos las escenas más truculentas imaginadas por Collodi. Garrone le restituye ese peso al cuento, algo que por otra parte ya había hecho el director y actor Roberto Benigni en su adaptación de 2002, realizada justo después del éxito global de La vida es bella (1997). A diferencia de aquella, cuya estética kitsch y sobrecargada (no solo en lo estético sino por el tono humorístico que caracteriza a Benigni, quien acá interpreta a Geppetto) se asentaba en los elementos de comedia de la novela, Garrone destaca y potencia el carácter de retrato social presente en la obra de Collodi, pero que en la mayoría de las versiones queda oculto detrás del mucho más visible perfil de fantasía. Como el de Collodi, el Pinocho de Garrone es un retrato de las clases obreras y bajas en la Italia del siglo XIX, en el que Geppetto es un pobre carpintero muerto de hambre; el Gato y el Zorro dos desocupados famélicos que tratan de resolver sus problemas engañando, robando y que no dudan en matar si es necesario; una justicia que castiga al justo y premia al delincuente. Y, sobre todo, pinta un retrato reconocible de una infancia criada en la calle y expuesta a no pocos abusos por parte de los adultos. En ese sentido, no hay diferencias de fondo entre esta nueva Pinocho y la Crónica de un niño solo de Leonardo Favio. Incluso el entorno italiano ayuda a ver los reflejos mutuos que surgen entre la película de Garrone y aquel retrato de los suburbios porteños, realizado a finales de los años ‘60. En ese terreno, Garrone vuelve a aprovechar su capacidad para registrar de un modo vívido el pulso de lo popular (incluyendo las alusiones a la simbología cristiana), capacidad que ya había demostrado en algunos de sus trabajos anteriores como Gomorra o la reciente Dogman. Pero la decisión de abordar al cuento infantil con mayor realismo no implica que Garrone abjure de la fantasía. Al contrario, esos detalles están bien presentes y son resueltos por el cineasta de modo notable, a través de una fotografía delicada y recurriendo a un diseño de arte que minimiza todo lo posible la inevitable presencia de lo digital. Ahí están sus nominaciones a los Oscar 2021 en los rubros de maquillaje y vestuario para confirmarlo. En ese terreno, su Pinocho tiene tanto de la estética de la Comedia del Arte italiana, como de las viejas (y mejores) películas de Terry Gilliam.
"Judas y el mesías negro": crónica de una muerte anunciada. La película dirigida por Shaka King narra vida y muerte del activista revolucionario Fred Hampton, vicepresidente a nivel nacional de las Panteras Negras a finales de la década de 1960, asesinado a los 21 años. Premiada con dos estatuillas en la última entrega de los Oscar (uno por su banda sonora y el otro, algo controvertido, como Mejor Actor de Reparto para Daniel Kaluuya, que en realidad es uno de sus protagonistas), Judas y el mesías negro es una película típica en más de un sentido. Es una típica película política; es un típico retrato de época de los Estados Unidos a finales de los ’60; es un típico exponente del cine contemporáneo, marcado por la necesidad coyuntural de darle pantalla a los relatos de las minorías históricamente relegadas, en este caso la comunidad negra. Y reuniendo a todos esos elementos, también es un típico retrato de la segregación étnica que rigió (y todavía signa) la vida social en el país norteamericano. Todos estos elementos funcionan como anclajes, cuyo conjunto le va dando forma a una especie de mapa que le permite al espectador adentrarse en el relato como quien avanza en terreno conocido. Que en este caso es la vida del activista revolucionario Fred Hampton, vicepresidente a nivel nacional del Partido de las Panteras Negras a finales de la década de 1960. Y la de su contracara, Bill O’Neal, un ladrón de poca monta obligado a convertirse en informante del FBI y a infiltrarse en el núcleo duro del grupo de Hampton. Dirigida por Shaka King, Judas y el mesías negro aborda los hechos que tuvieron lugar a partir del momento en el que los caminos de ambos se cruzaron, dando lugar a un trágico desenlace en 1969, cuando el primero de ellos se sumó a la lista de líderes sociales negros asesinados, junto a los más notorios Malcolm X y Martin Luther King. A diferencia de ambos, cuyas muertes ocurrieron a los 39 años de edad, Hampton solo tenía 21 cuando un grupo de agentes del FBI, que todavía era dirigido por el nefasto J. Edgar Hoover, lo fusiló en su casa mientras dormía, apenas días antes de ser encarcelado. Narrada con eficiencia y de forma clara, Judas y el mesías negro puede ser comparada con un embudo por la forma en que avanza su relato, haciendo que los hechos se vayan organizando de tal modo que su resolución ocurra por simple decantación. Y en el único sentido posible: el de la lógica violenta de su época. El trabajo de todo el elenco es superlativo, aunque tanto Kaluuya como LaKeith Stanfield, encargado de interpretar a O’Neal (y también nominado a los Oscar como actor de reparto siendo protagonista), aparentan bastante más que los 20 años que sus personajes tenían por entonces. Tal vez el mayor lastre de la película es su obvia intención de militancia política, que genera subrayados tanto en el desarrollo como en la necesidad de expresar un mensaje aleccionador demasiado evidente. Lo mejor: la forma en la que se va construyendo el personaje de O’Neal, cuyas contradicciones lo convierten en una especie de juego de espejos invertido que la película abraza intentando no juzgar.