Salvados por Emma Thompson Pese a que en Argentina fue rebautizada como El Sueño de Walt Disney, la protagonista de Saving Mr. Banks es Pamela L. Travers -la creadora de Mary Poppins- y no el señor bigotudo que concibió a Mickey Mouse. La biopic se centra en el momento en que ambos personajes finalmente se conocieron cara a cara en 1960, para trabajar en la versión cinematográfica de la novela escrita por Travers, que se estrenó cuatro años -y muchas batallas entre ambos- después. No es la primer incursión de Disney en el uso de hechos históricos y su consiguiente conversión en fábulas, pero en este caso uno de los centros de la trama es el mismo imperio del ratón. Y, por supuesto, varios detalles fueron lavados e incluso convenientemente pasados por alto, no sea cosa que se saquen todos los trapos al sol. De este modo, las feroces discusiones que existieron sobre el control creativo en el film y el personaje de Mary Poppins se transforman en cruces desafiantes con un flirteo (muy) subyacente a la screwball entre una Travers reticente a vender los derechos de su creación y un Walt que, como buen vendedor, debe seducirla con la “idea de Disney”, esa misma que todos compramos durante nuestra infancia: el último lugar en el mundo donde todavía existe la magia y todos los sueños son posibles. La estructura de múltiples flashbacks intercalados, presentes desde la primer escena hasta el final del film, es el poco original recurso que encontraron las guionistas Kelly Marcel y Sue Smith para (sobre) explicar el resguardo de Pamela Travers para con su personaje. En este aspecto no ahorraron casi ningún detalle de la triste infancia de la autora, ideal para el tono melodramático sepia con que el director John Lee Hancock filma las escenas: nacida Helen Geoff en Melbourne, de un padre banquero (como el famoso Sr. Banks, patriarca de la familia que recibía la muy necesitada ayuda de Mary Poppins) y madre de familia rica pero relegada a la casa y a poner buena cara ante cada desplante causado por el alcoholismo de su esposo (interpretado por un tambaleante e irregular Colin Farrell), cuando Travers tenía 7 años su familia se mudó al árido interior australiano, donde sólo había calor, yuyos y la salud mental y física de su padre desmejorando rápidamente, ante la desesperación de su mujer. Como en muchos otros casos de escritores y/o chicos con infancias trágicas, la imaginación salvó a Helen/Pamela, y fue la génesis –junto a su tía Ellie- de la niñera multitask más conocida en todo Occidente. El entrelace constante entre los recuerdos de Travers (Emma Thompson) y su actualidad, en pleno tira y afloje con Disney (Tom Hanks) y su equipo de escritores (Bradley Whitford como Don DaGradi y unos desaprovechadísimos Jason Schwartzman y B.J. Novak como los hermanos compositores Sherman) subraya el contraste entre la niña que fue y su versión de los ’60: una rígida dama inglesa, agobiada por el calor y la informalidad de Los Ángeles, cuando creía haberlos dejado atrás al abandonar su Australia natal. Este establecimiento cuasi didáctico del conflicto central como causa-efecto convierte a la primer parte de la película en una larga hora que testea la tolerancia mediante flashbacks con estética y golpes bajos de telefilm y las escenas en los ’60, donde la química entre Thompson y Hanks está tan muerta como la mamá de Bambi. Sin embargo, la gran salvadora de El Sueño de Walt Disney es Emma Thompson. La actriz le escapa a la caricatura de mujer británica gélida y dura que en principio establece el guión para brindarle la pasión y apego que Travers le tenía a Mary Poppins y a su propia historia, en contraste a la distancia que establecía con otros seres humanos vivos. Es gracias a ella que la supuesta transición que vive su personaje para finalmente aprobar el guión y vender a su creación, o que se ponga a bailar al son de una canción de los hermanos Sherman no resulte inconsistente (no debería tampoco sorprender tanto en la trama, si no fuera porque obvia el detalle que Travers fue actriz y bailarina de joven). Al contrario de su dinámica con Hanks (que se limita a representar la imagen de hombre bueno y justo que se tiene de él en el imaginario colectivo, pero con bigote), en su relación con el personaje de Paul Giamatti (sobrio y justísimo en su papel como el chofer que la pasea entre las palmeras de L.A.) Thompson puede explorar mejor la complejidad de la autora. En un encuentro entre Travers y Disney hacia la última parte del film, en el que éste último logra empatizar con ella a partir de sus respectivas historias pasadas y las relaciones con sus padres, le promete que pueden “redimirlos en la imaginación” ya que no pudieron en vida. De boca de Hanks, se blanquea una de las motivaciones principales de la existencia del film: redimir en la ficción al gran pater familia de la empresa, en un evento de su vida que lo deja bastante mal parado (nunca más se volvieron a hablar con la autora, quien se coló a la premiere y se dice lloró de la indignación al ver el producto final). Incluso en los títulos finales están las pruebas de esa “verdad” de la biopic: fotos de Disney y Travers juntos que, como diría Barthes, muestran que “ahí estuvieron, en ese momento, juntos”. Un caso de “entre la verdad y la leyenda, impriman la leyenda” en el que la historia original es muchísimo más interesante y compleja que su versión ficticia.
Buscando un amigo para el fin del mundo ¿Cuál es el peor final de fiesta que uno tuvo? ¿Una resaca? ¿Qué nadie se quedó para ayudar a limpiar? ¿Que algún desubicado sí se haya quedado, pero quebrado en el piso del baño? Sumen a todo eso un apocalipsis bíblico (con plagas, incendios, demonios, posesiones y demás) y tienen la premisa de Este es el Fin, protagonizada por el grupo de amigotes en la vida real (¿el bro pack?) Seth Rogen, Jay Baruchel, James Franco, Jonah Hill, Craig Robinson y Danny McBride, quienes interpretan a un grupo de actores llamados… Seth Rogen, Jay Baruchel, James Franco, Jonah Hill, Craig Robinson y Danny McBride. Co escrita y co dirigida por Evan Goldberg y el mismo Rogen (quienes ya habían escrito los guiones de Supercool, Pinneaple Express y El Avispón Verde), Este es el Fin es tanto sobre qué puede hacer un grupo de inútiles malcriados ante la destrucción de la humanidad y la Tierra como lo es sobre la amistad masculina. Con dos de los tópicos más explorados en el cine los últimos cinco años, el combo apocalipsis + bromance (amistades entre hombres heterosexuales pero construidas con la misma estructura que una comedia romántica) Golberg y Rogen están en su terreno y son conscientes: ya sea para los chistes sobre la fama (cuando Rogen dice que James Franco vive en la calle más sexy del mundo porque ahí también vive Channing Tatum) como el gore apocalíptico con las muertes de los varios famosos que hacen cameos, como Michael Cera empalado y otros varios siendo devorados por la tierra en la fiesta donde los protagonistas se encuentran cuando empieza el fin del mundo. El núcleo principal lo conforman Rogen y Baruchel, ambos actores de origen canadiense como sus contrapartes en la película, amigos desde la adolescencia pero con carreras distintas: Rogen está en su pico de popularidad después de las comedias de Judd Apatow y con proyectos propios, mientras Baruchel insiste en mantener su vida en Canadá. El film inicia cuando el segundo decide visitar al primero en su casa de Los Ángeles -ciudad que detesta- y a regañadientes interactúa con los nuevos amigos de su amigo, la créme de la créme del Hollywood joven -a los cuales apenas soporta-. Está Franco, con sus pretensiones de grandeza artística y souvenirs de El Hombre Araña y otros de sus films; Hill con tono mediador pero deseos asesinos (y que le recuerda a Dios que él estuvo en la nominada al Oscar El Juego de la Fortuna), McBride en el papel antagónico que suele representar en sus participaciones cinematográficas y Robinson como el que tiene (algo de) sentido común. Baruchel es el pseudo-intelectual frustrado con su amigo porque se vendió a la industria y Rogen el que se debate entre su vieja vida junto a Jay y la nueva como estrella de cine. Hay una identificación metonímica, donde sus nombres sirven de enlace entre los Seth, James, Jay, Craig, Danny y Jonah actores y los personajes que interpretan, versiones cínicas de sí mismos. El epítome es el gag con Michael Cera, que después de Juno y la serie Arrested Development parecía condenado a hacer de flacuchón ingenuo, pero ha versado con pseudo psicópatas en Youth in Revolt y Magic Magic (del chileno Sebastián Silva) como su “Michael Cera” de Este es el Fin: drogón, pajero e insoportable. Hay también una identificación con el público porque son tipos corrientes (medio gordos, medio ineptos, recelosos de quienes les va mejor) que se hicieron millonarios justamente interpretando gente común (medio gordos, medio ineptos, recelosos de quienes les va mejor) en la factoría Apatow, films de Adam McKay y el núcleo alrededor de la serie The Office. Robinson en un momento de pánico grita “¡Somos actores! ¡Somos mentirosos! ¡Hacemos de tipos duros pero en realidad somos blandos como caquita de bebé!“. En Este es el Fin, nadie se salva, no importa cuán famoso. Este nivel de autorreferencialidad genera que muchos de los gags funcionen mejor para quienes siguen la carrera de sus protagonistas. Pero al mismo tiempo, los personajes sirven como estereotipos funcionales a la trama de la supervivencia –tan explotada por ciertos realities- en la especulación de alianzas y traiciones. Y todo el público puede seguir la catarata de chistes centrados en posesiones por penetración, convivencia masculina y sus fluidos, consumo de drogas y cobardía de unos y otros. Construida de forma episódica (cómo convivir, cómo hacer pasar el tiempo, como sobrevivir un ataque, cómo conseguir agua y comida) la película se dispersa por momentos en su segundo acto. Siguiendo muy linealmente la premisa del Nuevo Testamento, en Este es el Fin la salvación como el paso a un estadío celestial mejor más allá de la muerte viene a través de los buenos actos en vida, y este grupo de hombres-niños con demasiado dinero y pocos escrúpulos tienen bastante trabajo de por medio. Como la máxima oda a la amistad masculina, ya sea la que viene de hace años resentida por la envidia o la que se empieza a gestar en la convivencia forzosa, la redención se da en el amor a los amigos. Esto es, justamente, el corazón del film: es lo que la estructura y lo que la hace ir más allá de una comedia apocalíptica escatológica pero también de un simple proyecto de vanidad.
Mentiras blancas Comedia de problemas de primer mundo, Una Segunda Oportunidad (Enough Said) se enfoca en la historia de Eva (Julia Louis-Dreyfus) una masajista divorciada desencantada con las perspectivas del romance, quien en una noche conoce a una potencial clienta y amiga, la poetisa Marianne (Catherine Keener) y a un prospecto amoroso en la misma situación que ella, Albert (James Gandolfini). Eva desarrolla ambas relaciones y en esa instancia Nicole Holofcener (directora y guionista) introduce el elemento ético sobre el que suelen girar sus obras: la protagonista lidia con un dilema y el peso de las decisiones que toma a partir de éste. La excusa argumental es que Marianne y Albert son una ex pareja que se divorció en muy malos términos. Eva tiene que resolver qué relación prima, si el amor incipiente con él (el primero en gustarle en años) o con su nueva amiga a la que admira en igual medida que no comprende. Cuando el personaje de Louis-Dreyfus dispone mantener en paralelo ambas interacciones, cambia un problema por otro: ahora debe dilucidar cómo conciliar el relato de Marianne sobre su ex (quien según ella comía demás y era torpe en la cama) y la imagen que construye, con la que ella misma arma a partir de su experiencia directa con él. El o la que siempre deseó que las nuevas parejas vinieran con un Veraz o búsqueda de antecedentes previos, puede preguntarse hasta qué punto realmente esto conviene. La otra línea argumental gira en torno a la relación entre Eva y su hija y la amiga de ésta, un triángulo amoroso materno-filial que también da pie a que la protagonista caiga en una situación conflictiva que después tiene que desenredar. Una Segunda Oportunidad, como films anteriores de Holofcener, presenta personajes femeninos a las que se les da lugar a equivocarse, a no ser perfectas ni accesorios. La Eva de Julia Louis Dreyfus, pese a ser una mujer de mediana edad, todavía está aprendiendo a relacionarse con su círculo cercano y con los que recién conoce. Si bien la actriz no sale mucho de su repertorio de mujeres despistadas y predispuestas al bochorno público (mucho mejor explotados cómicamente en sus encarnaciones televisivas en Seinfeld, The old adventures of old Christine y la actual Veep) elabora un acercamiento honesto a su personaje. Catherine Keener y Toni Collette (como la mejor amiga) acompañan dignamente, manteniendo su presencia. El recientemente fallecido James Gandolfini compone a un bonachón lejano a su Tony Soprano, sin grandes ambiciones pero afición por los carbohidratos y la buena compañía. Una comedia dramática amena, menos cáustica que films previos de la realizadora, Una segunda oportunidad se mueve en un universo donde ninguno de los personajes tiene malas intenciones, no hay buenos ni malos; en todo caso, hay intereses encontrados y malos entendidos.
Cuando la sangre es menos espesa que el agua Empecemos con lo obvio: una remake de Carrie, el film de 1976 dirigido por Brian De Palma y basado en la novela homónima de Stephen King, es completamente innecesaria. Pero ¿desde cuándo la industria cinematográfica se maneja con ese parámetro? Incluso si el historial de remakes de películas del género sea un derrotero de atrocidades hacia los originales (y no de la clase que el público afín esperaba ver), desde La Masacre de Texas, pasando por La Profecía, Pesadilla en Elm Street y hasta la copia telegrafiada que Gus Van Sant hizo de Psicosis. Las excepciones vinieron por el lado de nuevas versiones de films de culto que no fueron grandes hits como los antes mencionados: Enigma de Otro Mundo, Las Montañas Tienen Ojos o El Amanecer de los Muertos. La Carrie generación 2013 recae en el primer grupo. Carrie_EntradaLa novedad venía por el lado de su directora, Kimberly Peirce, quien hace ya quince años giró cabezas con su debut Los Muchachos no Lloran, basado en la historia real del transexual Brandon Teena y se plantaba como un sensible y a la vez complejo cruce de tópicos en ese momento mucho menos instalados: las construcciones de género, la marginación hacia lo queer y la consecuente violencia de buena parte de la sociedad para con un grupo minoritario. En una historia dominada por personajes femeninos y desprecio hacia lo diferente como lo es Carrie, la mirada de una directora mujer y queer es potencialmente más que bienvenida (aunque quien se encargó de reescribir el guión fue Roberto Aguirre Sacasa). Pero la remake de Carrie es tan narrativamente arbitraria como por momentos lo era la versión De Palma (y suelen serlo los films del género horror). Aunque sabe establecer las dinámicas casi darwinistas sociales de cualquier secundario -chicas malas, lindas y ricas que acosan a hija de madre soltera hiperreligiosa, retrotraída y con una educación informal tan básica que ni sabe qué es la menstruación, chicos y chicas populares de buen corazón aunque a veces se equivoquen- va muy poco más allá de esa premisa superficial mientras arma el escenario para la gran tragedia final. La interpretación de Aguirre Sacasa y Peirce repasa los tres actos de la historia con el simplismo de la acción-reacción, marcando con un “visto” la lista de sucesos planteados por la novela de King en vez de la preparar la olla a presión que se cocinaba macabra e inexorablemente en el film del ’76. ¿Está la escena de las duchas donde las chicas le arrojan tampones a Carrie? Listo ¿El reclamo de Carrie a su madre y las diatribas religiosas de ésta? Listo ¿Armario? Listo ¿Sexualidad adolescente? Listo ¿Conversaciones con la profesora que se compadece? Listo. Ahora pasemos a la masacre. Mientras De Palma construía la opresión (digna del gótico) que sufría Carrie en sus relaciones -con sus compañeros, con las autoridades escolares y principalmente con su madre- mediante recursos como el contraste entre la fotografía diáfana y difusa -casi onírica- de las escenas exteriores y la dureza de las penumbras dentro de la derrumbada casa materna, Peirce plantea un escenario de novela adolescente donde la protagonista excluida se redescubre a sí misma a través de sus poderes telequinéticos, un Beverly Hills 90210 atravesado por Scream (pero sin la autoconciencia de género). Hasta Chris (Portia Doubleday), la gran antagonista, adquiere un tono villanesco de culebrón, mientras se la despoja de la responsabilidad (y el poder) de concebir el plan para humillar a Carrie en la graduación (mérito que va para su novio, un “chico malo” genérico). Otro ejemplo es cómo el hogar de Margaret y Carrie White ahora es una prolija casita pintada de inmaculado celeste. En cuanto a la mirada femenina que podría aportar Peirce, hay indicios en el empoderamiento de Carrie -signo de la época- con sus nuevas habilidades y el goce de usarlas una vez que las domina, incluso antes del clímax, en contraposición a las explosiones telequinéticas como mera exteriorización del conflicto interno de la Carrie de De Palma. Sin embargo, en este pasaje de víctima a victimaria no ayudan las muecas constantes de Chloe Moretz que están muy por debajo de la que fue la actuación revelación de Sissy Spacek. Su interpretación que no varía de los modos adolescente temerosa/adolescente furiosa queda más en descubierto en contraposición con el trabajo que Julianne Moore realiza como su madre. Si bien esta versión de la delirante mística Margaret White pasa más por una alienada que se reserva la furia para con su cuerpo y el de su hija que por la verborragia evangelizadora de Piper Laurie en la versión original, la actriz logra por su propio mérito construir los momentos más interesantes del film. Incluso salva la escena inicial de la película, que abre con el nacimiento de Carrie y no es más que una canchereada (un “mirá lo que podemos mostrarte”) por parte del equipo de realización. Por otro lado, de poco sirven los innumerables avances técnicos cinematográficos de los últimos casi cuarenta años en esta nueva puesta en escena: se extraña muchísimo en las escenas de la fiesta de graduación al plano secuencia de develamiento del plan de la villana y la pantalla partida de la masacre final, por más que haya alguna que otra muerte creativa. Con el concepto de bullying instalado fuertemente en la agenda de medios estadounidenses hace un par de décadas y la psiquis de los adolescentes como interminable fuente del terror, a los productores les debe haber parecido brillante hacer una remake de la novela de King (quien también puso en duda públicamente su necesidad), pero deberían haber recordado que hay cosas a las cuales conviene dejar que descansen en paz para siempre, como a Carrie en su tumba.
Cuando el film es la experiencia en sí. El regreso de Alfonso Cuarón (al cine de ficción) con Gravedad plantea y consigue un cine de la experiencia que involucra al espectador. Se puede argumentar que prácticamente todo tipo de narración -no sólo la audiovisual- intenta cumplir esa función de ponernos “en el lugar de” como mecanismo de interpelación (eso mismo que Adorno y Horkheimer denunciaban en su Dialéctica del Iluminismo como una operación de la Industria Cultural para alienar a los espectadores y eso mismo que sentimos cada vez que nos metimos a la ducha días después de haber visto Psicosis). Cuarón lo consigue al elegir un tipo de experiencia que podemos asegurar el 99.99% de sus espectadores jamás van a vivir en carne propia -al contrario del cine catástrofe, que aunque también recurre a la idea de supervivencia como Gravedad, apela a situaciones que la mayoría de su público no ha experimentado pero que potencialmente podría. El mexicano nos traslada al espacio exterior como, justamente, un espacio en sí y no sólo un pretexto para el thriller; logrando de forma tan exitosa eso que muchos han intentado en décadas de cinematografía (con unos cuantos también haciéndolo magistralmente y acá iría la referencia obligada a 2001: Odisea en el espacio) que, en este sentido, la película es una narración perfecta: los protagonistas son el vehículo (o referente de nuestra ausencia física) a través de los cuales podemos experimentar el estar a la deriva en esa nada que nos resulta tan ajena y que sin embargo envuelve al que sí es nuestro hábitat cotidiano. Lo que diferencia a la vivencia de la audiencia en Gravedad de las típicas situaciones de interpelación cinematográfica mencionadas en el párrafo anterior es que el film es una experiencia de inmersión. El director y co-guionista (junto a su hijo Jonás) presenta desde el inicio lo que será el patrón rítmico y el recurso técnico-estético principal de la película, mediante uno de los mejores planos secuencias de los últimos años. Cuarón abre esos primeros veinte minutos (que ninguno de sus espectadores irán a olvidar pronto, si de acá a 25 años no hay nuevos astronautas ya sabemos a quién culpar) con un plano general presuntamente fijo (pero que no lo es: después de todo, estamos en el espacio, no hay referencias para establecer un marco simplemente porque no hay arriba ni abajo) en el que hacen su entrada la Dra. Ryan Stone (Sandra Bullock) y Matt Kowalski (George Clooney), parte del equipo del Explorer, flotando alrededor del satélite Hubble para hacerle unas modificaciones diseñadas por la protagonista. La cámara comienza su recorrida, se inmiscuye en sus tareas con planos detalles que dan paso a otros más abiertos para que podamos contemplar a la par del dúo la enormidad: la de nuestro planeta y la del todo que lo rodea (que no es sino el infinito y a la vez, la nada). Entre las cargadas del a punto de retirarse Kowalski a la novata Stone, se filtra la orden desde Houston de volver a la cabina por restos de un satélite ruso que se aproximan rápidamente hacia donde están ellos. La mirada absorta en lo maravilloso se llena de pavor ante la inminencia del impacto. El movimiento de cámara pasa a ser circular como las vueltas que da el personaje de Bullock una vez que el choque la separa del Explorer y su co-equiper. El plano secuencia termina en una subjetiva de Stone, que registra su aliento empañando el casco que indica el poco oxígeno que le queda disponible. El cambio de plano nos muestra ya a una Dra. Stone flotando sola en medio de la oscuridad, como el Major Tom de Bowie pero sin siquiera el albergue de una cabina, mientras el aire se acaba y sólo le queda esperar el rescate de Kowalski y su propulsor. Esa estructura binaria que se disuelve a sí misma, entre la contemplación y la urgencia (cercano a la idea de lo sublime de la naturaleza para los románticos del siglo XIX -quienes la consideraban absolutamente hermosa y pavorosa al mismo tiempo- pero mucho mayor, ya que el espacio representa un desconocido absoluto para la humanidad) se repetirá a lo largo del film, mientras Stone y Kowalski buscan una forma de regresar a la Tierra sin terminar carbonizados. Los obstáculos y proezas serán varios en la odisea espacial de la protagonista, tantos que hacia el final el film bordea la farsa de las mismas tragedias que planteó previamente. La Ryan Stone de Bullock -con su nombre ambiguo y pelo corto como eventualmente tendría la Teniente Ripley de Alien- es no tanto la composición de un personaje como la de un personaje en una situación concreta. Su actuación pasa por la reacción, pero no considero que esto sea necesariamente malo: la actriz es el centro focal durante los noventa minutos de la película, y una buena parte de los mismos con planos cerrados sobre ella. Clooney tiene carisma a prueba de traje de astronauta y no necesita mucho más para su papel. Ambos personajes están apenas delineados y un trauma del pasado de Stone es usado como la casi exclusiva justificación para sus decisiones en plena carrera por la supervivencia. Esta predilección por una trama con sucesos que escalan en angustia y urgencia por sobre el desarrollo de los protagonistas pueden hacer caer a Gravedad en la categoría de “thrill ride” (o viaje de emociones). Pero contrario a la carga negativa que suele tener el término, Gravedad tiene sus mejores momentos justamente cuando se dedica a ser un thrill ride, cuando el vértigo quita la respiración y el espacio pasa de ser un fondo para la acción. Ahí adquiere su verdadera dimensión: la de una nada ya no calma si no una ausencia de toda vida orgánica y ya en sí mismo el riesgo más grande (a lo que se le agrega una lluvia de proyectiles que solían ser satélites en órbita). El espacio exterior es la muerte esperando a ocurrir. En Gravedad hay también un subtexto muy poco escondido sobre la fe y la idea del renacimiento tras la supervivencia. Es, a veces, groseramente explícita en su manejo de las metáforas, como cuando la Dra. Stone finalmente logra ingresar a una cabina y flota en posición fetal con tubos de oxígeno que se posicionan delicadamente a la altura del abdomen de Bullock cual cordón umbilical. Por suerte no termina de caer en la aburridísima dicotomía de ciencia versus fe, (presente en una buena parte de la ciencia ficción, sobretodo en su solapamiento con el cine catástrofe). Como si los científicos no poseyeran fe alguna, como si ésta pasara sólo por la liturgia organizada de instituciones religiosas. ¿O acaso no es un acto de fe el aventurarse a algo nuevo, nunca antes probado?
Solas contra todos En Chicas Armadas y Peligrosas no hay féminas indefensas que esperan a un príncipe azul a que las rescate de una torre, ni un grupo de amigas confidentes cuyas preocupaciones principales pasen por los zapatos Manolo Blahnnik y los solteros codiciados del downtown financiero, ni mucho menos hay un montaje con una canción pop de fondo mientras alguna pasa por un makeover que destaque que debajo de esa peluca y anteojos había una mujer hermosa después de todo. Creo que eso queda bastante claro en el título local de The Heat. Tampoco son un grupo de las Suicide girls en una sesión de fotos pro-Asociación Nacional de Armas. Las chicas de Chicas Armadas y Peligrosas, primero que nada, no son "chicas": son mujeres. Segundo, están enfocadas en sus carreras como la agente del F.B.I. Ashburn (Sandra Bullock) y la detective Mullins (Melissa McCarthy) de la Policía de Boston, es decir, en atrapar criminales. Ser mujeres y decididas son dos cosas que sus colegas masculinos no les dejan pasar. Sumado al carácter fuerte de cada una, resulta que no se llevan bien con sus compañeros. Y en un principio -cuando les toca trabajar juntas, muy a su pesar, para desbaratar una red de narcotráfico en Boston- tampoco entre ellas. En la primer parte de Chicas Armadas y Peligrosas entra en juego el clásico del género cop y buddy: la pareja de opuestos. Ashburn como la puntillosa sabelotodo que va siempre por derecha y Mullins quien tiene más calle y recurre a la fuerza bruta... un 95% del tiempo. El personaje de Bullock es la prima pulcra de su Miss Simpatía (pre makeover), quien aprende que las cosas no siempre tienen que hacerse a su manera. La actriz ya tiene en su haber otras neuróticas obsesivas y no pone particular énfasis en distinguir a su Ashburn de ellas. Por su parte, McCarthy carga con la mayor parte del humor físico (como siempre), aunque en esta ocasión también del costado más emocional del film. En ambas tareas se destaca, logrando todavía no repetirse (como su co-equiper, quien tiene unos veinte roles cinematográficos más en su haber). Sin embargo, tanto Bullock como McCarthy construyen la química entre sus personajes como las excelentes profesionales de la comedia que son (y con ello suplen a la película una buena parte de lo que es una buddy/cop movie). Por su lado, el director Paul Feig maneja la dinámica de comedia y acción (el porcentaje restante de lo que hace al género) con la misma fluidez y sentido de la aventura que cuando se mete en un mundo de personajes femeninos, tal como lo lograba en Damas en Guerra. A diferencia de esta última película, Feig no tiene como base de trabajo un guión con protagonistas delineadas de forma multidimensional. Katie Dippol diseñó a sus personajes tan toscamente como los tacleos del personaje de Mullins a sus sospechosos a arrestar. Pero el trabajo de Feig-Bullock-McCarthy logra que uno hasta deje pasar el sub argumento alrededor de la familia de Mullins; un estereotipo de familia irlandesa bostoniana clase media-baja, con burlas a sus acentos incluidas, que a los espectadores locales puede llegar a interpelar más por el lado de los códigos dentro de un núcleo familiar que por los palos a caricaturas suburbanas de Los Infiltrados (de Scorsese) y que incluye a una Jane Curtin (una de las primeras integrantes femeninas de Saturday Night Live) desaprovechadísima. La violencia está presente a lo largo de todo el film; en principio estrechamente relacionada a los gags físicos: golpes y sacudones por parte de Mullins a hombres que recurren a prostitutas cuando en casa los esperan sus esposas o a dealers de poca monta, ruletas rusas con los genitales de sospechosos bajo interrogación, traqueotomías improvisadas y sangrientas que Ashburn cree capaz de realizar como parte de su servicio a la comunidad. Mismo entre ellas, como un componente de su relación incipiente (casi como una versión del amor duro que en el mainstream americano queda más reservado a las amistades masculinas). Pero a medida que Chicas Armadas y Peligrosas entra en su segunda hora, en un acierto del guión muy hábilmente explotado por Feig, se sube la apuesta y la violencia en la respuesta de los villanos a los intentos del dúo protagonista por atraparlos pone en primer plano el riesgo que efectivamente ellas corren en sus tareas diarias: éste es su trabajo y, si bien pueden no salir indemnes a la situación, son capaces de manejarlo. También sirve como catalizador para que superen ciertas diferencias y finalmente sus personajes encuentren su dinámica como pareja profesional, una dupla que incita a querer verlas resolviendo más casos (así como en los '80 veíamos a las detectives Cagney y Lacey en la serie de TV homónima, semana a semana). Chicas Armadas y Peligrosas es el raro caso de una comedia donde la segunda mitad es más interesante que la primera, cuando el común denominador en el género es que arranquen con premisas interesantes y se vayan desinflando. En este caso se parte de un planteo trillado y situaciones predecibles, dentro de una estructura narrativa típica de "pareja dispareja" que pasa por los momentos de choque, unión, distanciamiento y reencuentro. Lo interesante y válido de la propuesta es el hincapié que Feig, Dippold, Bullock y McCarthy realizan en plantear a dos protagonistas mujeres que no dudan en tomar las armas para demostrar su igualdad ante los hombres. Son ellas contra el mundo masculino: tanto el de la organización de narcotraficantes como el de sus propios colegas que insisten en ponerles trabas. Y éste es el verdadero peligro que representan (por lo menos para los que quieren que las cosas sigan como en los años '50).
Familia rodante ¿Quién *&$%! son los Miller? (en inglés más sobriamente titulado We're the Millers) es una comedia inserta en el género de road movie, con un presunto antihéroe que arrastra a su aventura a un grupo de marginados de la sociedad: estereotipos que (estereotípicamente) se redimen hacia el final de la misma, ya "normalizados" (pero no tanto), para tener su final feliz. David Clark (Jason Sudeikis, de Quiero Matar a mi Jefe y Locos por los Votos, una vez más poco originalmente elegido como protagonista canchero y cínico) le debe plata a su inescrupuloso jefe Brad Gurdlinger (Ed Helms, de ¿Qué Pasó Ayer?, continuando el casting poco creativo) por su venta semanal de marihuana, tras ser robado. Para compensarlo, Gurdlinger lo extorsiona para contrabandear una carga -también de marihuana- desde México a Estados Unidos. El plan de David para pasar desapercibido es armar una familia ficticia con Rose (Jennifer Aniston), una stripper cansada de su trabajo y de su jefe (Ken Marino, quien colecciona participaciones secundarias), su vecino adolescente Kenny (Will Poulter) y Casey (Emma Roberts), quien se fugó de su casa, como esposa, hijo e hija respectivamente. Ya que su plan contempla que los turistas que viajan en familia son los que levantan menos sospecha en la frontera, el grupo se rebautiza como los "Miller" y ponen en escena una farsa de lo que ellos consideran una clásica familia tipo americana: mamá de pantalones capri color caqui, papá con chomba y lengüetazo de vaca, la nena con blusas rosas con volados y el nene quien no necesita mucha transformación, ya que su característica "distintiva" -remarcado desde el material de promoción de la misma película- es que es virgen a los 18 años. Y según la lógica transitiva de este film, es torpe, introvertido y naif. Una buena parte de los chistes devienen de la situación de mantener la charada, primero ante las autoridades en la frontera y después en su interacción con una familia de campistas que viajan en una casa rodante como los Miller (incluso haciendo pasar un paquete de marihuana por un bebé y un dígalo con mímica que termina con el personaje de Aniston gritando "enorme pija negra" (vamos a hacer una apuesta en Función Agotada sobre cuántas personas van a llegar a esta crítica con esa búsqueda en Google). Esos vendrían a ser los Fitzgerald, Edie y Don, interpretados por los excelentes Kathryn Hahn y Nick Offerman, que manejan dignamente los estereotipos a su cargo. Afables, vestidos en color pastel, en perfecta armonía con su hija adolescente que no tiene problema alguno en irse de vacaciones con sus padres, pero que quieren experimentar sexualmente. Sale otra tanda de chistes al respecto. Después están las situaciones cómicas relacionadas a la aventura en sí y el cruce con un cartel de narcotraficantes mexicanos. Todas igualmente de obvias pero manejadas con buen timing por los actores. Aniston continúa demostrando su habilidad para los tiempos cómicos y llevar adelante un film (aunque no sea la protagonista). En el camino, el rejunte de individualistas interpretados por Aniston, Sudeikis y Roberts aprenden a trabajar en equipo y a preocuparse uno por otros; como si en vez de viajar a Oz fueran a México y todos desarrollaran un corazón, salvo por el personaje de Poulter, quien gana coraje como el león cobarde. Todos aprenden una lección sobre el valor de los lazos afectivos y dejan atrás sus previas existencias "marginales" de dealer, stripper, linyera y virgen, para incorporarse a la sociedad "de bien" bajo la institución primaria de la familia. No es de extrañar esta temática de excluidos de la sociedad que se juntan y aprenden a integrarse, considerando que el director Rawson Marshall Thurber escribió y dirigió Dodgeball (Pelotas en Juego) y el cuarteto de guionistas Bob Fisher, Steve Faber, Sean Anders y John Morris vienen de Los Rompebodas y Hot Tub Time Machine. En ¿Quién *&$%! son los Miller? demuestran una vez más sus habilidades, desde ambos flancos, para contar una historia que -aunque inocua- fluye. Y hasta logra hacerse pasar por levemente subversiva (a fuerza de escatología) y crítica de las normas sociales, así como el grupo principal se hace pasar por los Miller.
El mismo amor, otra ciudad europea "Tal vez sólo somos buenos en esto de los encuentros efímeros, caminando en ciudades europeas con clima cálido" Celine, Antes del Atardecer Para varios, la historia de Jesse y Celine ha sido parte de nuestra (en algunos casos tardía) educación sentimental. Muchos los han seguido a la par del desarrollo de sus propias vidas, trazando paralelos entre los films y sus historias amorosas. Otros los seguimos con una década menos, pero la interpelación e identificación en muchos casos fue la misma, gracias a la maestría de Richard Linklater para el relato de este romance contemporáneo e intercontinental, que mantiene el nivel en su tercer parte. No hace mal que los interpretaran Ethan Hawke y Julie Delpy, quienes a esta altura habitan a sus personajes (y desarrollan los guiones junto a Linklater desde la secuela Antes del Atardecer). Transcurrieron -en la vida real y en la pantalla- 18 años (o casi), desde que se conocieron en Antes del Amanecer (cuando Jesse la invitaba a Celine a bajarse del tren y recorrer Viena, pactando reencontrarse 6 meses después en el mismo lugar -sin cartas o llamadas de por medio- dejando al público con la incertidumbre sobre la concreción de la cita), se reencontraron en París en Antes del Atardecer (cuando Jesse va a presentar su novela basada en su romance de 24 horas con Celine y ella lo va a buscar, para pasear por la capital francesa y eventualmente confesarse mutuamente todo lo que estaba mal en sus vidas), hasta que los reencontramos ahora, en Antes de la Medianoche (Before Midnight), de vacaciones en Grecia. El trailer ya nos resolvía la duda que albergábamos desde hace más de ocho años: esta vez permanecieron juntos, Jesse nunca se tomó el avión de vuelta a EUA que tan pocas ganas tenía de abordar, mientras la veía a Celine bailar al ritmo de Nina Simone. Él se divorció de su esposa (ese "pequeño" detalle), se quedó en París con Celine y tuvieron a las mellizas Nina y Ella (¿Fitzgerald?). En las primeras escenas vemos en todo su esplendor a la familia trasatlántica: Jesse despide en el aeropuerto a su hijo preadolescente reacio a la comunicación cara-a-cara, quien vuelve a Estados Unidos con su madre; y en el camino de regreso debaten con Celine sobre cuánto pueden llegar a traumar psicológicamente a sus hijas por no despertarlas para ver las ruinas o comerse la media manzana que quedó, mientras ella recuerda alguna anécdota sobre gatos. En esos primeros minutos tenemos englobadas perfectamente todas nuestras expectativas como seguidores de Jesse-Celine sobre lo que sería su vida. Pero Linklater sabe mejor y empieza a pelar las capas de lo que subyace a una pareja tras diez años de relación. Con su premisa, Antes de la Medianoche presentaba un potencial problema sobre cómo mantener la estructura de los films anteriores. ¿Cómo buscar una nueva situación para justificar sus largas charlas, cuando en la vida real dos personas que están juntas por 9 años ya se dijeron de todo? Ya debatieron largo y tendido sobre el existencialismo, Celine ya le contó todas las anécdotas sobre su abuela polaca y Jesse ya planteó todo sus prejuicios sobre el choque de culturas de un americano en Europa. Si en los films anteriores, la ruptura de su rutina era el encuentro con el otro (y el disparador de nuevas formas de ver su vida, cambiar, tomar decisiones), ahora cada uno es la cotidianeidad del otro. ¿Cómo mantener la fuerza de las palabras que se cruzan si ya intercambiaron tantas? Linklater es pragmático: primero una cena con sus anfitriones en el pueblo griego (el escritor Patrick y su amiga, su nieto Aquiles, la novia de él, y una pareja amiga) para reflexionar sobre el amor en distintas etapas en la vida. En la segunda mitad del film, Jesse y Celine, finalmente solos, caminando hacia el hotel donde van a pasar la noche mientras sus amigos cuidan de sus hijas. Ahí el personaje de Hawke se lamenta de ya no poder divagar horas y horas ya que todas sus charlas giran en torno a sus hijos y los horarios a cumplir. Así como las preocupaciones pasan ahora por los hijos, además de sus carreras, las fricciones también. Cuando las palabras vuelven a tener peso (como el que tiene el recorte que implica el diálogo en un film) logran hacer emerger, de a poco, las tensiones acumuladas en la relación; ya sea una oportunidad laboral para Celine o la necesidad de Jesse de ver más seguido a su primer hijo. Se manifiestan también las características de ambos que ya habían perfilado en los films anteriores, pero en nuestro afán porque permanezcan juntos, dejábamos pasar como detalles pintorescos, que los hacían más humanos: las neurosis de ella -que se autoproclama una señora de mediana edad, regordeta y en camino a la calvicie- que la llevan a declarar que es el principio del fin que Jesse quiera ver más seguido a Hank (porque en definitiva, lo conoce mejor de lo que él está dispuesto a admitirse a sí mismo) y la tendencia de él a rehuirle a los conflictos (por algo permaneció en Europa). Como suele ocurrir en las sagas, las carecterísticas de los personajes se acentúan, pero Linklater, Delpy y Hawke esquivan la caricaturización de sus personajes, al darles nuevos tipos de problemas -más terrenales- a Celine y Jesse. Las grandes declaraciones de amor siguen estando: el personaje de Hawke le declara al de Delpy que sigue siendo ese mismo post-adolescente mochilero fascinado por la francesa que conoció en un tren (aunque nada le gana al sumum de la vulnerabilidad romántica que fue escucharlo decir "Siento que si alguien se atreviera a tocarme, me disolvería en moléculas"). Sin embargo, Linklater acusa recibo que en el amor construido entre dos a lo largo del tiempo, las grandes declaraciones no siempre bastan. Para sus personajes no bastan, porque crecieron. Si los 23 eran el momento donde todas las oportunidades parecían abrirse ante ellos y la incertidumbre -como bajarse de un tren con un extraño en una ciudad desconocida- era el reino de la posibilidad; los 32 eran el momento donde los balances sobre sus vidas ya pesaban, las decisiones tomadas presentaban consecuencias y caían en la cuenta que a veces no eran las deseadas. Antes de la Medianoche parece decir que los 41 son el momento de comprometerse a las elecciones en sus vidas, y resolver si lo van a encarar juntos o no. Aún con el miedo a perder lo que construyeron hace veinte años y -en el caso de Jesse y Celine- les tomó casi una década reencontrar.
Monstruo se nace o se hace? Pasaron casi doce años desde la primer incursión de Pixar en la dimensión de los monstruos que se escondían en nuestros placards cuando éramos niños, donde conocimos a Mike Wazowski (Billy Cristal) y a Sulley (John Goodman). Sin embargo, en el universo Pixar-Disney el tiempo vuelve hacia atrás y Monsters University nos lo presenta en sus años universitarios, antes de ser amigos. El film se perfila así como una historia de origen al mismo tiempo que una película sobre la experiencia universitaria (género tan americano como el pastel de manzana, en el inconsciente colectivo de E.U.A.). El prólogo de Monsters University es a su vez una historia-de-origen-dentro-de-la-historia-de-origen, que nos muestra cómo surgió el deseo de Mike Wazowski por ser un asustador, en una visita escolar al que será su futuro lugar de trabajo, Monsters, Inc. El mini Wazowski queda impresionado por lo que generan los asustadores: entre los suyos, la admiración (después de todo, son los que proveen la energía para que funcione todo), y entre los niños humanos, el horror absoluto, la confirmación de que sus temores nocturnos no son en vano. Los asustadores son los rock stars de ese mundo, (o mejor dicho) son como ídolos deportivos, porque más allá de la técnica, tienen que tener una "condición natural": ser terroríficos para los parámetros humanos. Ese día, el único ojo de Mike, abierto de par en par, absorbe todo lo que puede con asombro y maravilla. Esta mirada infantil, de descubrimiento por primera vez, que predominaba en (y llevaba a otro nivel) el film anterior mientras explorábamos Monsters, Inc. y sus protagonistas interactuaban con Boo, es reemplazada por la del adolescente y joven adulto que encara el resto de su vida, como Mike al ingresar a Monsters University. El deseo y la determinación por ser asustador y la mirada impresionable de Mike permanecen en un principio. Las cosas abandonan el color rosa (y se ponen azules y púrpuras) cuando conoce a su principal competencia por la atención de los profesores en clase: Sulley. Grande, capaz de gruñidos guturales y con un padre leyenda entre los asustadores, es el opuesto del estudioso y voluntarioso Mike, quien tiene todas las de perder. Para complicar aún más la existencia de Mike, ambos caen en desgracia tras un incidente en un examen y son expulsados del programa de asustadores por la decana (Hellen Mirren). El popular Sulley es echado de su fraternidad de elite y el dúo queda por primera vez bajo la misma condición de marginados. Así llegamos al núcleo del segundo acto de Monsters University: la redención mediante otra instaladísima institución estadounidense, la "sana" competencia. La única chance de los protagonistas de ser reincorporados al programa es ganar la Olimpíada de sustos, un enfrentamiento entre las fraternidades del campus. Para ello, se unen a Oozma Kappa, la agrupación de descarte de la universidad. Sus integrantes son estereotipos del género "universitario" que varían desde insoportables (Terri y Terry, dos cabezas en un cuerpo), pasando por aceptables (Don, el ex vendedor de mediana edad que le da una segunda chance a la facultad y Squishy, quien vive con su madre en la casa que sirve de acomodación para la fraternidad) a poco novedosos, pero que funcionan, como Art, el idiota encantador (casi como un Animal de Los Muppets pero sin torso ni problemas de ira). Aunque el ritmo narrativo nunca baja y los tiempos cómicos se mantienen (a veces a fuerza de participaciones de personajes de la película original, que bordean el exploitation) es todo bastante predecible: pruebas en principio imposibles para un grupo visto como inferior por los demás y atado con alambre, el proceso de aprender a trabajar juntos y el desarrollo de la amistad entre Mike y Sulley, cuando van dándose cuenta que funcionan mejor complementándose que oponiéndose. Tal vez uno como espectador se malacostumbró, pero el nuevo producto de Pixar carece del elemento de asombro que brindaban producciones previas (como sí ocurre en el inicio del corto previo al film, Azu lado, que da la pauta de una de las posibles tendencias futuras de la animación: el hiperrealismo). El vacío generado por la inexistencia de la relación trinómica Mike-Sulley-Boo de Monsters, Inc. se intenta rellenar por el escritor y director Dan Scalon (junto a Baird y Gerson, la dupla de la Monsters original) con un sin fin de personajes delineados satisfactoriamente, pero con la única función de ofrecer chistes de una línea y ocupar ese espacio vacante de la interacción novedosa entre los dos amigos y una nena humana. El mundo ajeno de los monstruos a descubrir por el espectador se encuentra normalizado a tal punto que está predominado por las instituciones: ya no sólo la fábrica, si no el establecimiento educativo, a su vez predominado por organizaciones como las fraternidades. Sin embargo, tras un segundo acto bastante típico, el tercero y su resolución constituye el núcleo de lo "innovativo" del film, y pasa por la "enseñanza" requerida por el género de películas (originariamente) destinadas al público infantil. Al mismo tiempo regresivo (al marcar insistentemente sobre las condiciones biológicas naturales para ejercer ciertas funciones dentro de la sociedad) toma por el otro lado una actitud bastante sorprendente para con las instituciones que establece durante las primeras dos partes del film (principalmente la universidad), pero siempre sin abandonar una perspectiva funcionalista sobre los roles a cumplir (otra importante tradición estadounidense). Lo que subyace es más afín a la crisis del joven adulto -más en un contexto económico donde los "sueños" y "vocaciones" (o como capitalizar nuestros intereses en un trabajo) son derribados todos los días- y que entra en la zona gris entre pragmatismo y conformismo: a veces ( la mayoría) lo que soñamos de chicos para hacer con nuestras vidas no es lo mejor para nosotros -al menos, exactamente como lo soñamos, si no una versión distinta de ello. Tal vez eso explique la decisión de situar la historia en ese momento de las vidas de Mike y Sulley. Después de todo, quienes eran los espectadores más chicos de Monsters, Inc. cuando fue lanzada, en este momento están iniciando su vida post adolescente y planteándose las mismas cuestiones que sus protagonistas.
No todo lo que brilla es oro El Gran Gatsby, clásico de la literatura norteamericana del siglo XX, parecía el vehículo perfecto para la vuelta a la pantalla de Baz Luhrmann como director y Leonardo DiCaprio como su protagonista. Y durante la primer parte lo es: la Nueva York de los '20 retratada en la novela de Fitzgerald, con su incipiente vorágine por todo lo que fuera más grande, más rápido y más estruendoso es ideal para la puesta en escena ampulosa y el montaje frenético característicos del australiano. Un personaje como Jay Gatsby, es fácil especular, es la única razón por la que DiCaprio vuelve al papel de galán después de años de querer salirse de ese lugar. De sonrisa blanca, piel tostada por el sol del verano en Long Island y toda su "rubiez" acentuada por los filtros, su Gatsby es la quintaesencia del seductor misterioso. Así se le presenta a un Nick Carraway de ojos grandes e impresionables (como cualquier recién llegado a la ciudad que estaba en plena campaña para constituirse en el ombligo del mundo), a cargo del más insípido que nunca Tobey Maguire. Carraway, después de todo, es simplemente un observador (a veces) participante; el narrador tanto en el libro como en esta adaptación, con su voz en off (en el) presente, recordando desde una institución psiquiátrica ese verano del '22 en que conoció a Gatsby. Carraway es el nexo entre la audiencia y el protagonista, y Luhrmann lo explota hábilmente en ese primer encuentro, cuando en una fiesta -de las tantas organizadas por el recluido personaje de DiCaprio- se devela a sí mismo ante Nick y nosotros con La Rapsodia en Azul de Gershwin sonando de fondo, fuegos artificiales a diestra y siniestra en un segundo plano, tratando de competir con el brillo de la sonrisa de Leo. Lo seduce a él y a los espectadores, mostrándole sólo un poco de su presencia y pidiéndole a su vecino (Carraway vive en una cabaña situada al lado de la mansión de Gatsby) que lo acompañe a la ciudad al día siguiente. Nick sólo sabe de Gatsby lo que escuchó por rumores de conocidos y Jordan Baker (Elizabeth Debicki) la amiga de su prima Daisy Buchanan, quien vive del otro lado de la bahía: justo enfrente de su casa y la de Gatsby. Los rumores lo sitúan como universitario, nuevo rico, ex soldado y/o consejero de guerra, asesino, contrabandista y una lista tan interminable como las fiestas que organiza, en las que se esconde entre la multitud cotilleante. El elusivo Gatsby se encarga de dar (y mostrar pruebas de) su propia versión: graduado de Oxford, heredero de una fortuna y huérfano, veterano condecorado. Pero es su atropello por demostrar su pedigreé ante Nick lo que más nos dice sobre él, cuando asoma su vulnerabilidad detrás de las capas construidas por trajes caros y coches únicos en el mundo, hechos a medida sólo para él. Por otro lado, así como Carraway es el nexo entre Gatsby y el público, también lo es entre él y su prima Daisy (Carey Mulligan) una chica de alta sociedad, una flapper glorificada, una antecesora de las fashionistas y party girls contemporáneas. También, una mujer (infelizmente) casada con Tom Buchanan (Joel Edgerton), quien tiene "dinero viejo", una mansión aún más grande que la de Gatsby, una afición por los caballos de polo y la mujer de su mecánico, Myrtle (Isla Fisher), con la que comparte un departamento en la ciudad. Aunque Daisy y Gatsby comparten un pasado en común (antes que él fuera "el gran"), su historia es la de un amour fou, una obsesión por parte de él, con sus grandes gestos en pos de recuperarla, y el dejarse llevar de ella, aún a riesgo de perder todo lo que valora en su vida: el status y la seguridad que provee su marido. Sin embargo, así como en Romeo + Julieta y en Moulin Rouge los personajes de Luhrmann son presos autoconscientes de sus deseos y su destino, que gritan, exclaman, casi aúllan, ante la impotencia por la incompatibilidad entre unos y el otro, en El Gran Gatsby los gritos dejan paso a los susurros escondidos entre el murmullo de las grandes fiestas del protagonista (no en vano Jordan dictamina que "las grandes fiestas son tan íntimas") y los departamentos secretos, durante el desarrollo hasta el momento del clímax. Excepto por un primer reencuentro entre Gatsby y Daisy en el que el humor físico ligado a la torpeza y el nerviosismo (y también, la vulnerabilidad) de él ante la esperada presencia de ella, el segundo acto de El Gran Gatsby se torna tedioso. Luhrmann no ha sido nunca particularmente sutil - tal vez por eso, su afinidad al melodrama- y acá no es la excepción: las hojas caídas de los árboles vaticinan el otoño pero también el devenir del romance, la luz verde del muelle de la mansión de Daisy que Gatsby trata de alcanzar pese a que una bahía (y cinco años de separación) los aleja son elementos ya presentes en la novela y que Luhrmann enfatiza continuamente. A su vez, las actuaciones de Mulligan como la ingenué que no se reconcilia con su verdadero deseo y la unidimensionalidad de Maguire sólo sirven para acentuar el buen trabajo de DiCaprio y de Edgerton como el "villano" casi de vaudeville (el personaje más repudiable dentro de un grupo no particularmente simpático). Queda, eso sí, el disfrute del despliegue audiovisual elaborado por Luhrmann y su equipo. La música no ocupa el lugar preponderante que tenía en Romeo + Julieta, donde supo aprovechar el auge del remix y explotaba covers (era imposible no mover la patita en el asiento del cine con el de When Doves Cry o en plena fiesta de Young Hearts Run Free) y en el caso de Moulin Rouge fue el mash up, con su banda sonora como gran collage de la post modernidad pop (y escuchar el himno de la generación X, Teenage Spirit, al ritmo del can can), el anacronismo del pop contemporáneo en El Gran Gatsby funciona. Visualmente, el director pasa de los rojos y bordós, el art noveau y la bohemia parisina en la belle epoque de Moulin Rouge, para darle la bienvenida al art decó, los dorados y azules de los "locos años ´20" en Nueva York. No es casualidad que ambas sean historias que ocurren en tiempos de paz post-guerra y (sin saberlo) de pre guerra, donde la euforia y el desenfreno son tanto económicos como culturales (todas las vanguardias se expandieron en ambas épocas), habiendo todos vivido ya en carne propia el no saber si va a haber un mañana. Y para una buena parte de los personajes de Luhrmann, suele no haber un mañana. Los romances que dirige, sean adaptaciones literarias como Romeo y Julieta y ahora El Gran Gatsby o historias originales como Moulin Rouge, entran en la categoría clásica de tragedia: no tienen final feliz para sus protagonistas.