La fiesta olvidable Ana (la actriz española Elena Anaya) y Lucía (Valeria Bertuccelli) son amigas, quienes, aunque en distintos momentos de su vida (la primera, actriz entre proyectos, soltera y sin apuro; la segunda, madre divorciada, con nuevo novio y proyecto laboral), coinciden en el lugar: la casa de Lucía, la cual Ana le va a cuidar por unos días mientras esté de viaje con su pareja. La casa burbuja en la que se queda Ana, donde el exterior no tiene incidencia alguna y las únicas intrigas que se cuecen son las familiares y las sexuales, es el escenario excusa para observarla en plan de vouyerismo intimista. Algo así como si en el zoológico uno de sus habitats fuera para chica-en-sus-treinta-y-tantos-con-temas-a-resolver. Lo que nos permite ver la directora Victoria Galardi no es muy interesante. Es cierto que Ana es linda, pero además no tiene problemas en bailar sola de forma ridícula, en cometer errores, llorar en el baño, en que quede claro una y otra vez que no es perfecta. Lamentablemente, no es suficiente para evitar que su personaje caiga en ciertos clichés y no pase de un estereotipo que denota torpemente su armado. Elena Anaya sirve de contenedor vacío al cual la guionista y directora arroga actitudes y comportamientos, lo cual es irónico dado que su papel más conocido es el de un contenedor corporal para que el personaje de Antonio Banderas en La Piel que Habito moldeara a gusto, y aún así, en ese film de Almodóvar la actriz tuvo los elementos y la guía para poder construir un personaje más rico. Para agregar un elemento más en la olla-a-presión que se cocina lento (tan lento que nunca hará verdadera ebullición) aparece Ricky (Fernán Mirás), el ex esposo de Lucía, quien flirtea con Ana cuando pasa a buscar a su hija. Al día siguiente la invita a salir y de postre tienen sexo. Por su lado, Lucía afirma que su ex es patético, por recaer en el cliché de cuarentón divorciado que se compra una coupé, pero todo y todos en Pensé que iba a haber Fiesta están recubiertos por una pátina de patetismo. Ella misma se pasa de neurosis, su novio Eduardo es un imbécil (que divierte al espectador, pero imbécil al fin), Ricky parecerá más centrado que lo que su ex esposa describe de él, pero en definitiva flirtea sin ningún remordimiento con su amiga, Ana en sí carece de cualquier noción de autocrítica sobre la responsabilidad que tiene sobre su propia vida y decisiones. Para eso, es mejor refugiarse en la casa burbuja de Lucía, lejos de los ruidos de la ciudad y de la realidad en general. Son, en su mayoría, personajes insufribles, estereotipos de una clase con muy buen pasar -la economía en ningún momento es un conflicto- de Zona Norte (ahí está el tren Retiro-Tigre de participante) en un verano tan lleno de hastío como sus vidas. Las comedias dramáticas que se centran en personajes detestables no son ninguna novedad, pero en Pensé que iba a haber Fiesta se llega a un punto donde uno no puede dejar de preguntarse cuándo se termina la fiesta de la autoindulgencia. Galardi se contagia de esta característica de sus personajes y se permite detenerse en momentos que no contribuyen ni al crecimiento narrativo ni al desarrollo de sus personajes, pero tampoco sirven como radiografías de un momento. El mejor ejemplo es la dichosa Fiesta del título, una reunión de fin de año donde están Lucía, Ana, Ricky, el novio de Lucía, su familia, y por si fueran pocos, el perro. De poco sirve el buen trabajo de los actores que interpretan a los cuñados de Lucía y el pretendiente que le imponen a Ana. Hay que reconocer el mérito de Galardi como guionista de no romantizar la relación entre Ana y Ricky, no la recubre de grandes gestos de comedia romántica ni fetichiza los esperados "momentos claves". Puede que esto sea en parte a que la relación central es la de las dos amigas, aunque el mismo film se olvide de ello durante buena parte de su duración. Los momentos destacables de Pensé que iba a haber Fiesta vienen de parte de sus comic reliefs, en los que Galardi logra desplegar el patetismo que circunda a su film y canalizarlo -aunque efímeramente- en viñetas que despiertan algo de interés. No creo que sea coincidencia que sean en general las protagonizadas por Esteban Bigliardi, la sorpresa de la película (en mi caso porque admito no lo ví en otros films). Su interpretación de Eduardo, el novio de Lucía -el peor representante del profesional de clase acomodada completamente caído del catre pero que se cree un regalo del cielo (es decir, un banana absoluto), con sus bermudas caquis y sweater crema colgado al cuello- más allá de partir de un estereotipo gastadísimo, gracias al timing cómico de las escenas y del actor (que no peca de exagerar en su composición de un personaje tan marcado) generan momentos genuinamente graciosos. Por su parte, Bertuccelli y Mirás entregan interpretaciones correctas. La primera, en un rol que ya saca de taquito y que se repite en su repertorio; el segundo, en un giro de 180 grados de su personaje en Días de Vinilo (también, de lo mejor de ese film), y con un personaje que, si bien no es destacable, lo lleva con dignidad. También hace un par de apariciones olvidables Esteban Lamothe (el protagonista de El Estudiante) como el jardinero -¿en un intento de humor deadpan?- el único personaje que viene del "exterior de la casa" propiamente dicho a irrumpir (lo vemos entrar y salir por el portón del fondo, por sus propios medios) y casualmente, el único que se come las "s" al hablar.
Todo queda en familia La primera incursión del director surcoreano Chan-wook Park en el cine (independiente) americano con Lazos Perversos (Stoker) en un principio parecería ideal: un guión a cargo de Wentworth Miller (más conocido como el protagonista de la serie Prison Break) cuyo punto de partida es La Sombra de una Duda de Hitchcock -justamente Park declaró que Vértigo le hizo querer ser director-, incluyendo al tío de pasado misterioso, encantador e inquietante al mismo tiempo (Matthew Goode); India Stoker (Mia Wasikowska), una protagonista en el fin de su adolescencia, que tiene una relación distante y fría con su madre Evelyn (Nicole Kidman), pero era muy apegada a su padre, quien acaba de morir sorpresivamente en un accidente el día del cumpleaños número 18 de India. Y a partir de ahí, la relación entre el tío Charlie y las dos mujeres: la madre que flirtea abiertamente con su cuñado -quien le recuerda a una versión más joven del marido a quien ya había perdido antes que éste muriera- y la hija, que en un primer momento rechaza rotundamente los intentos de Charlie de ganarse su confianza y con el que eventualmente establece una relación donde las sospechas permanecen, pero se entreveran con una tensión sexual que se alimenta de la competencia y ciertas características afines. Mientras tanto, varios conocidos de la pequeña (nueva) familia van desapareciendo, para agregar presión a la olla del triángulo tío-madre-hija. Además de la tensión endogámica, ahí están -listos para ser desentramados- varios de los elementos que Park ha planteado en los films de su autoría. El confinamiento voluntario (e involuntario) de sus personajes: ya sea en el caserón de clase alta donde la mayor parte de la acción transcurre, como también el de India en sí misma, bajo la premisa de tener sus sentidos de la vista, el oído y el tacto extremadamente desarrollados (y por lo que rehuye al contacto) - rasgos que comparte con su tío. Las relaciones asimétricas de poder entre hombres y mujeres, y tácticas de éstas últimas para contrarrestrar por la fuerza la omnipotencia masculina. No es de extrañar que Park se haya decantado por el thriller y dedicara toda una trilogía a la venganza. Sus films desde Joint Security Area (tal vez con la excepción de I'm a Cyborg, But That´s OK y en menor medida, Thirst) giran alrededor de personajes que diseñan y ejecutan un plan (algunos más intrincados que otros) y otros personajes que están -inadvertidamente- dentro de ellos y deben descubrir las reglas del juego para usarlas a su favor. Pero al mismo tiempo, todos sus personajes están contemplados dentro de un esquema mayor, cuyas motivaciones se van desenredando a cuentagota, a medida que los protagonistas reaccionan a él y lo accionan, y es el del director. He aquí el artificio de Chan-wook Park. Sus películas son puestas en escena explícitas en tanto armadas por sus personajes, que a su vez juegan con la elaborada por el director-guionista. El problema en Lazos Perversos es que, si bien el plan es ejecutado por Chan-wook Park, no fue diseñado por él. El mismo director se encuentra frente a un designio ajeno, sobre el cual no tiene el control completo, por lo que ciertos agujeros de la historia -que en los films previos del director pueden pasar inadvertidos- en esta película se hacen involuntariamente notorios; al mismo tiempo que detalles que en sus trabajos anteriores puede ser fácilmente tomados como parte necesaria del artificio creado por Park, aquí quedan expuestos en su calidad de artilugios. Las vueltas de tuerca del guión son tanto más predecibles que a las que nos tiene acostumbrados el surcoreano. Esto no quiere decir que puedan ser todavía disfrutables, por más obviamente conveniente que resulte la excusa los sentidos sobredesarrollados de India y Charlie para que la primera pueda escuchar conversaciones ajenas y ver detalles que a otros escapan, alimentado las sospechas sobre su tío, y para que el segundo pueda rehuir desestimarlas, en un juego del gato y ratón en el que los roles cambian permanentemente de sujeto. Del mismo modo, Park logra construir junto a Goode (quien finalmente tiene material para lucirse) y a una Wasikowska de mirada imperturbable, algunos de los momentos más interesantes de Lazos Perversos, en el marco de esta interacción tensa y sensual entre ambos. Kidman, por su parte, tiene el papel ingrato de la alguna vez ingenua socialité que está envejeciendo pero a la que la experiencia de los años, en su mayor parte, se le escapa. A Goode se le extraña en las escenas entre ambas actrices o en las que la más joven tiene que cargar el peso de la acción por sí sola. Aún así, es imposible pasar por alto la belleza visual de esos momentos dedicados a profundizar sobre la oscuridad de su protagonista y su evolución, como la del film en general. Los tonos sepias y azulados predominan (también característicos de varios de los films en color de Hitchcock) y enmarcan a una India en pollera y tacos altos llevados con ya plena confianza en sí misma, con el paso seguro de una mujer, el mismo que tenía su protagonista de Sympathy for Lady Vengeance al salir de la cárcel lista para tener su revancha. Al igual que en la última parte de su trilogía de la venganza, ser adulto (y sobretodo ser una mujer adulta) es dejar de reaccionar a los planes ajenos, para empezar a elaborar los propios.
Espíritu desierto Eduardo (Diego Peretti) es un hombre amargado, seco y áspero como el paisaje que lo rodea. Trabaja en la extracción petrolera -podemos observarlo en toda su dedicación durante un largo rato- y su hobby es cazar liebres; no tanto así limpiar su casa, donde vive solo. Más allá de su aspereza, poco podemos saber en principio sobre el personaje, gracias a su parquedad y su habilidad para evitar cualquier tipo de interacción social. No hay mucha indicación de por qué es así, en un principio, sólo que lo es. Y nos queda en claro: a lo largo del primer acto de su film, Juan Taratuto insiste en demostrar una y otra vez las características de su protagonista. Por otro lado, hay una abundancia de planos dedicados a los viajes en ruta de sus personajes que parecieran jugar más a favor de la marca a la que pertenecen los autos y el sistema de transporte de la región sur del país que a la supuesta idea introspectiva que pareciera querer construir el director, ya sea por su cantidad como su calidad. Pero como bien indica el título, hay un hecho que para Eduardo implicará el reconstruir ciertos aspectos de su vida -por lo menos, sus habilidades sociales. Al Scrooge patagónico no lo visitan tres fantasmas en Navidad, si no que es él el que tiene que ir hasta Ushuaia, donde vive su ex compañero de trabajo Mario (Alfredo Casero), tras mucha insistencia de éste. La excusa es una serie de estudios médicos para los que Mario tiene que internarse, por lo que Eduardo quedaría al cuidado del negocio y -de paso- de su familia: su mujer Andrea (Claudia Fontán) y sus dos hijas adolescentes. La inserción de Eduardo al grupo y la rutina familiar -así como las actuaciones de Fontán, Casero y quienes interpretan a sus hijas, con una cotidianeidad que fluye de forma natural- imprime una nueva dinámica al film. Mientras el protagonista vuelve lentamente y con resistencia a la vida (y aparecen indicios de quien tal vez fue), el film un poco también. Taratuto logra retratar una dinámica típica, la de un matrimonio y sus dos hijas en plena adolescencia, y al mismo tiempo todo lo que encierra como trama de relaciones -más allá de griteríos como índice de la vorágine diaria de responsabilidades a los que muchos otros se limitan. El director y guionista logra construir en esa familia a personajes con actitudes verosímiles. A la vez, deja lugar para un par de ideas originales, como un plan para ayudar a que una de las chicas pase un examen. Sin embargo, un nuevo conflicto más adelante en el desarrollo de la historia implica una cierta vuelta al tono más sombrío del inicio de La Reconstrucción. De todos modos, no se regresa al ritmo lento aunque distante con el que presentaba a Eduardo (por suerte). Es imposible, porque ahora hay otros personajes involucrados; como también es imposible volver a la situación previa, dado el quiebre narrativo que el director propone. El film, después de todo, es un drama y Taratuto realmente se esfuerza en dejar en claro que nada tiene que ver con las comedias con las que hizo su nombre (aunque alguna de éstas tampoco tuviera un final ingenua y típicamente feliz). Es tal vez en este esfuerzo por demostrar el tono apesadumbrado del film y su protagonista, que La Reconstrucción pierde buena parte de su fuerza potencial como relato, que de por sí no es una historia innovadora. Sin embargo, es importante reconocer la habilidad de Taratuto y su elenco para no recaer en cierta sensiblería cliché del género, o por lo menos lo logran durante la mayor parte del film.
Hable con él Estructurada como una serie de viñetas, Una Pistola en Cada Mano pasa por diversas hipotéticas situaciones que sirven de disparador para que su elenco protagonista -hombres de mediana edad- puedan hablar. Principalmente, para que puedan hacer una catarsis verbal, ya sea en monólogos o diálogos (que podrían caer en la categoría anterior, porque cada uno de los que habla no muestra mayor interés en la respuesta del otro, si no en poder ejercer su propia verborragia). El resultado es un compendio de neurosis de hombres de clase media alta en una ciudad del primer mundo, perturbados ante la repentina epifanía del sin sentido de la vida (crisis económica europea y global de por medio), ante la que se sienten solos, perdidos e incómodos. No es de extrañar que su comportamiento sea similar al de adolescentes, si tomamos en cuenta que el director y guionista Cesc Gay se hizo internacionalmente conocido por Krampack, una comedia dramática sobre dos púberes varones que están descubriendo al mundo y a ellos mismos. En el primer episodio de Una Pistola en Cada Mano, dos amigos del colegio (Leonardo Sbaraglia -supuestamente español- y Eduard Fernández) se reencuentran por casualidad y comparan notas sobre sus vidas para llegar a la conclusión que ninguno es particularmente feliz, independientemente de que les vaya mal o bien económicamente. En la más lograda de las viñetas, Javier Cámara (participante fijo en las últimas de Almodóvar, incluyendo Hable con Ella y la próxima Los Amantes Pasajeros) intenta obtener una segunda oportunidad con la ex esposa a la que abandonó unos años antes (Clara Segura, de Mar Adentro), quien le contesta con toda la dignidad que su ex marido ya perdió. Hay que agradecer los momentos escasos de slapstick a cargo de Cámara, cuando ya se llevan unos veinte minutos de puro diálogo que, como sus protagonistas, casi no sabe a dónde va. El tercer episodio cuenta con Ricardo Darín como un esposo engañado que espera afuera del departamento donde se encuentra su mujer con el amante, cuando se cruza a un conocido (Luis Tosar) al que le escupe -incómoda e inocentemente- todas sus preocupaciones respecto a su matrimonio. Eduardo Noriega se despoja (hasta por ahí) de la mirada psicótica de su personaje de Tesis, cuando su personaje intenta levantarse a una compañera de trabajo (Candela Peña). Finalmente, dos amigos que van por separado a una fiesta (Jordí Mollá y Alberto San Juan) se encuentran, "involuntariamente", con la esposa del otro, para ir enterándose de la intimidad y las vulnerabilidades de cada uno. Ésta es la única viñeta donde las mujeres toman predominantemente la palabra -en este caso, Leonor Waitling y Cayetana Guillén Cuervo- aunque sea sólo para hablar de sus parejas, ante la mirada incrédula de los hombres que descubren una faceta oculta de ése al que llaman amigo. Es imposible imaginarse por qué Gay decició organizar su film de forma episódica -siendo el único director- exponiéndose a los riesgos que conlleva este tipo de estructura: resolver el arco narrativo en veinte minutos, mantener el mismo nivel de calidad en todas las historias, poder mantener una coherencia si se elige unir a los episodios dentro de un macro-argumento. Gay no sólo apenas lo logra, si no que le agrega un mayor problema: en vistas de llevar adelante una película "de actores", que expresan sus conflictos internos verbalmente, el director pone en primer plano al diálogo -literalmente- con una predominancia de planos cerrados, fijos, donde la única acción es la de las bocas que articulan palabras. Pero las palabras ni siquiera son tan interesantes, como tampoco lo son sus personajes, un seleccionado de imberves al que sus parejas o ex parejas los dan vuelta como una media. Las mujeres son presentadas como observadoras impávidas de las neurosis masculinas, quienes con un par de frases embebidas en pragmatismo, generan mayor desconcierto en sus contrapartes varoniles. Así y todo, hay una referencia a un caso de violencia de género, lanzado con una levedad que da miedo (España tiene uno de los índices mundiales más altos de asesinatos de mujeres a manos de hombres de su entorno familiar). El nivel de las actuaciones es tan fluctuante como el de las historias, destacándose Javier Cámara y Sbaraglia (con acento inverosímil y todo). Los actores no pasan más allá de construir distintas facetas del mismo estereotipo del hombre en una crisis de mediana edad, como un eterno adolescente que no sabe por dónde ir. Para eso es preferible quedarse con los de Krampack, que al menos eran más resueltos.
Mamushkas Joe Wright ha demostrado una afición por las heroínas que van en contra de las convenciones sociales, desde su debut con Orgullo y Prejuicio, pasando por Expiación, Deseo y Pecado y Hanna; la excepción es, claro está, El Solista. Con Anna Karenina va un paso más allá, y la elección de un personaje paradigmático de la literatura rusa va acompañada con una apuesta mayor en su otra obsesión: la puesta en escena por parte de un hombre que lo quiere ver y mostrarnos todo. Para eso, el director utilizó como set un teatro, cuyo escenario pero también sus bambalinas y palcos son transformados ante la cámara en los hogares, instituciones, estaciones y calles de San Petersburgo y Moscú. Desde el plano inicial, Wright corre el telón para develarnos su representación de la Rusia Imperial de 1874. Y lo primero que nos muestra es a Stiva (Matthew Macfadyen), un burócrata cuya infidelidad es descubierta por su esposa Dolly (Kelly MacDonald) y que en busca de su perdón, manda a llamar a su hermana Anna Karenina (Keira Knightley) para que vaya a interceder por él. Anna y su esposo Karenin (Jude Law) debaten sobre el engaño y el virtuoso funcionario asienta su posición cuando le dice a su mujer que "todo pecado tiene un precio", ante la actitud más laxa de ella. Mientras, Stiva se encuentra con su amigo Levin (Dohnmall Gleeson), un terrateniente que al contrario de otros, se dedica personalmente a trabajar el campo, y que ha ido a la ciudad a proponerle matrimonio a Kitty (Alicia Vikander), hermana de Dolly. Stiva le reclama a su amigo más presencia en Moscú y ante la respuesta de Levin sobre la importancia de sus labores agrarias en comparación a las burocráticas de Stiva, este último sentencia que "el papeleo es el alma de Rusia, la agricultura es sólo el estómago". De esta forma, Wright demuestra su talento implacable para establecer los temas, sus personajes y adentrarnos en su mundo en los primeros diez minutos del film. En sólo un par de escenas logra presentar los tópicos fundamentales de la novela de Tolstoi: el doble standard de la sociedad rusa respecto a los roles y comportamientos aceptables para hombres y mujeres por un lado, y el germen de una nueva era para el Imperio en debacle, en el enfrentamiento campo versus ciudad. En el medio el director se despacha con un par de planos secuencias de los que tanto a él le gustan y mediante los cuales reconstruye las dinámicas dentro de un ambiente o institución: ya sea la familia, un organismo estatal o la sociedad entera. Todo el film actúa por bloques de largas secuencias, gracias a encadenados que crean este efecto. La estructura de montaje del film es un gran encadenado que se apoya y construye en la estructura física del set. Al contrario de los que puedan temer algunos, no estamos viendo teatro: estamos dentro del teatro, con los personajes corriendo, dialogando y bailando a nuestro alrededor. La dinámica visual de Joe Wright corresponde más a la de la danza que a la del teatro. La cámara se mueve por los escenarios que arma dentro de otros escenarios, mientras los vemos armarse y desarmarse, como a sus personajes. La pragmática Anna es la primera en desarmarse al conocer y sucumbir al Conde Vronsky (Aaron Johnson), pretendiente de Kitty que rápidamente cambia de opinión y empieza a seguir a Anna por todo el ambiente aristocrático moscovita. Levin se desarma al ser rechazado por Kitty, se refugia en su campo y la vida agraria, bajo su ética laboral de ascetismo cuasi protestante: pero ésta también está sujeta a la transformación, ante el reencuentro posterior con ella (ya más humilde, después de ser abandonada por Vronsky) y con su propio hermano Nikolai, casado con una prostituta. El tren, donde primero se conocen Anna y Vronsky y dan inicio a su romance fatídico, sirve para Wright como protensión del destino que tiene una marcha imparable: el sino de Anna y el de la Rusia de sistema feudal basado en la explotación agrícola, que décadas después pasará por la Revolución Bolchevique. Por un lado, la estructura de la película es protensiva en sí (las actitudes que cada personaje tomará ante sus contingencias ya están anunciadas en los diálogos antes descriptos). Por el otro, el tren es el progreso, para el siglo XIX, porque finalmente permite la conexión entre distintas regiones y mercados, el desplazamiento de sus habitantes, pero principalmente el encuentro entre parte de ellos, para seguir desarmando y armando formas de hacer a su nación. Es que Anna Karenina está armada como una serie (encadenada) de encuentros -por casualidad, por arreglo, a escondidas, como citas establecidas por la agenda social- que son los que ponen en movimiento la maquinaria irrefrenable del destino de cada uno de sus participantes. En cada encuentro, los personajes miran y se dejan ser mirados, porque desean observar y ser observados. Si Anna se esconde de la mirada de Vronsky es sólo para aumentar el anhelo de él, y el de ella. Lamentablemente, una vez que Wright y el guión de Tom Stoppard ubican todas las piezas y las ponen en movimiento, no consiguen que la resolución quede al mismo nivel del in crescendo que han construido. Una vez que las consecuencias alcanzan a Anna, que ha tenido una hija con Vronsky pero si se divorcia de Karenin pierde a su hijo con él y cualquier posibilidad de un lugar respetable en la sociedad, el anhelo da lugar a la angustia. Pero Wright y Stoppard no logran manejar este nuevo tipo de ansia que surge, la del conflicto interno de Anna Karenina y produce un efecto de banalidad del personaje, como si tomara su decisión fatal por meros celos y vanidad social. El elenco realiza una labor decente en general, destacándose Jude Law como el impasible Karenin, Knightley en su composición de la Anna Karenina pragmática del principio y Matthew Macfadyen en una versión casi bufonesca de Stiva. Pero al contrario de los films anteriores de Joe Wright, donde las formas visuales van de la mano de las interpretaciones para guiar al espectador, en este caso los actores funcionan más como simples piezas de la maquinaria de representación construida por el director.
Cortinas de humo Concebida como una precuela "no oficial" a El Mago de Oz, film de 1939 dirigido por Victor Fleming (y George Cukor, entre muchos no acreditados por su labor), Oz: El Poderoso es un intento fallido por parte de Disney de usufructuar un clásico entre clásicos, y que, como el tornado que tranporta a su protagonista al mundo de Oz, arrastra consigo a su director Sam Raimi y al elenco. Ambientada en la primer década del siglo XX, el film presenta a Oscar "Oz" Diggs (James Franco), un ilusionista de poca monta que -con la ayuda de su asistente Frank (Zach Braff)- embauca a público y muchachas inocentes con grandes sueños por cada estado que pasa. En esta primer parte (filmada en blanco y negro, siguiendo la propuesta estética de la original) ya se plantean las características a resolver por el protagonista: su frustración por la falta de éxito (con Thomas Edison como referente, acorde a esos tiempos donde el inventor pasa de la categoría excéntrico con un hobby a la de empresario) y su temor al compromiso (rasgo característico de esta época, llena de películas sobre hombres-niños, y por dónde uno puede especular radicó la elección de Franco). En una parada en Kansas el mismo tornado que treinta años después se llevará a Dorothy lo transporta al mundo de Oz, donde (ya a puro color) lo encuentra Theodora (Mila Kunis), quien lo confunde por un mago mencionado en una vieja profecía como el salvador del reino de las garras de la bruja malvada. Theodora es bruja, como así también lo es su hermana Evanora (Rachel Weisz), a quien Oz conoce en Ciudad Esmeralda, y Glinda (Michelle Williams), con quien se cruza más adelante en su recorrido. El juego es descubrir cuál de las tres es efectivamente la tan mentada y amenazante bruja a quien el protagonista debe vencer para ser el monarca de Oz y, principalmente para Oscar, quedarse con el tesoro del reino. Y en este devenir va a tener que ver mucho la "galantería" de Oscar (porque si no ¿cómo va a aprender sobre las consecuencias de sus actos?). En el tiempo que transcurre hasta que se completan los 130 minutos de metraje, conoce a una parva de habitantes de ese mundo. Como Finley (con la voz de, una vez más, Zach Braff) el mono alado que será su ayudante forzado; algunos con un paralelo en Kansas y otros, como los Munchkins, que son parte del universo ya delineado en El Mago de Oz. También hay unas cuantas vueltas de tuerca predecibles tanto para quienes recuerdan al film de 1939 como para quienes se acercan a esta historia por primera vez. Es fácil establecer comparaciones con la Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton y Oz: El Poderoso. Ambos son proyectos de Disney, en el que se intenta explotar comercialmente una vez más a una novela infantil clásica, para el cual se recluta a directores autores que desarollan sus propios proyectos (aunque Raimi ha trabajado mucho por encargo), para producir una versión empaquetada y destiladísima donde se trata de suplir con la profusión de personajes y eventos un verdadero desarrollo narrativo que construya un interés creciente en el espectador, efectos digitales y pantalla verde como set, y para completar el combo, música de Danny Elfman que a esta altura suena prefabricada (y encima estaba peleado con Raimi desde su última colaboración en El Hombre Araña 2). El objetivo en ambas es el mismo: cubrir los requisitos de todo tipo de público: el infantil, los nostálgicos y los que buscan "valores de producción". Raimi nunca se ha destacado por las actuaciones de sus elencos en sus films más reconocidos: en mayor o menor medida acartonadas, con un tono autoconsciente del género y las reglas con las que juegan, pueden funcionar muy bien y deleitar a los fans como en toda la saga de Evil Dead, su regreso al terror/humor negro con Arrástrame al Infierno y la incursión en el western de Rápida y Mortal, o simplemente cumplir un propósito comercial como en la trilogía del Hombre Araña. Sin embargo, en Oz: El Poderoso hay un tono impostado de fábula infantil con buenos buenísimos, malos malísimos y todos los demás en el medio, que a fin de cuentas no puede tomarse ni como ironía. James Franco carece del encanto que debería tener un embaucador como Oz, pero sobreabunda en indecisión. Su química con Mila Kunis es nula (y acá tienen punto de comparación en Una Noche Fuera de Serie). La misma Kunis y Michelle Williams no logran hacer mucho con sus papeles estereotipados, salvo repetir diálogos que sólo redundan en dos temáticas construidas respecto al personaje de Franco: "yo creo en vos" y "yo creí en vos". La relación más interesante -como suele ser la tendencia en los films de los últimos años que incluyen romance- no es entre el protagonista y sus partenaires femeninas, si no entre él y su compañero, el mono Finley. Rachel Weisz es la única que logra construir un personaje más complejo y brindar una actuación que no parece subestimar al espectador. Es curioso que en un film que destaca tanto la inventiva analógica y el arte de la ilusión (que se destaca desde los títulos de presentación, que remiten a los entretenimientos de feria, las ilusiones y los juegos de sombras), la digitalización -ya sea como mímesis de lo real en Kansas como en la invención de algo completamente nuevo y nunca visto en Oz- genere un efecto de credibilidad tan pobre. Y tampoco llega a funcionar como una creación que exalte lo artificioso como estética (un buen ejemplo de esto es Charlie y la Fábrica de Chocolates, un mal ejemplo es la ya mencionada Alicia...). Por toda la consciencia del espectador de que El Mago de Oz de Fleming estaba completamente filmada en un estudio pero que funcionaba como marca de "esto es simplemente una fábula", en esta nueva puesta simplemente resulta irritante. Oz: El Poderoso efectivamente se apoya en el poder de la espectacularidad visual. Sam Raimi y el guión de Mitchell Kapner y David Lindsay Abaire nos lo remarcan desde el principio: el cine es un espectáculo basado en la ilusión, es una especie de "fraude", es un arte de inventores. Pero Raimi falla en algo que ha logrado una y otra vez en proyectos anteriores: hacernos creer en esa ilusión aunque sepamos que estamos siendo engañados. Con Oz: El Poderoso no queda más que sentirse embaucados.
Contra viento y marea I'd love to get you on a slow boat to China All by myself, alone Get you and keep you in my arms evermore Leave all your lovelies weeping on the far away shore Los puntos de contacto entre The Master y el anterior film de Paul Thomas Anderson, Petróleo Sangriento, son varios y permiten vislumbrar un desplazamiento en la narrativa construida por el director, hacia rumbos inciertos y -justamente por eso- excitantes. Así como en Petróleo Sangriento el espacio a conquistar definitivamente (o sea, usufructuarlo comercialmente) es el desierto que se extendía por el oeste hasta el océano, acá los peregrinos de siglo XX de Anderson ya llegaron al mar (aunque después vuelvan al desierto). Este movimiento -de vaivén, como las mismas olas- es uno de los tantos que permite leer a The Master en díptico con Petróleo Sangriento. El mar es, en un principio, el fondo sobre el cual se recorta la desgarbada figura de Freddie Quell (Joaquin Phoenix) cuando nos es presentado por Anderson en sus tiempos muertos en la marina militar americana, en plena Segunda Guerra Mundial. También es donde el público puede inmediatamente notar su comportamiento errático y su fijación sexual de tendencias exhibicionistas (pero hey, quién puede culparlo después de varios años encerrado en un barco y en plena guerra). Pero de regreso a su país, Freddie no logra adaptarse a la nueva sociedad americana de post-guerra, que avanza en pleno boom económico y no se da vuelta a ver los que quedaron atrás. No podemos saber con total seguridad cómo Freddie llegó a ser como es, un alcohólico que fabrica sus propias bebidas con diluyente de pintura y los químicos que tenga a su alcance, de postura encorvada, autodestructivo para los parámetros de la american way of life de la época, más allá de la incidencia del conflicto bélico al que sobrevivió y la mención posterior de algunos traumas familiares y una chica que aún lo espera. Al contrario de Daniel Day-Lewis en Petróleo Sangriento, al cual observamos deformarse físicamente a lo largo del metraje y de la puesta en marcha de su ambición, Anderson propone y Phoenix ejecuta complejamente a un hombre cuya deformidad física (como reflejo de sus perturbaciones internas) es previa y parte de la gran incógnita sobre quién es y qué quiere. El mar y un barco es también donde Freddie, tras ser echado de una changa literalmente corrido por sus compañeros, conoce a Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman) y su familia, que están celebrando la boda de su hija. Dodd se fascina inmediatamente por Quell y sus brebajes, lo invita a viajar en su navío y formar parte de La Causa, el movimiento filosófico-religioso que lidera, pese a los reparos de su esposa Peggy (Amy Adams). A través de Freddie como forastero vamos descubriendo a este grupo y parte de sus dinámicas de poder; otras son reservadas al par de escenas en las que el personaje Phoenix no aparece físicamente pero como referente de las conversaciones: la intimidad de Lancaster y la muy embarazada Peggy, y una cena familiar donde se confronta al patriarca sobre su creciente obsesión con el outsider. En ambas, Peggy se revela como el motor de ambición, la madre osa determinada que hace las veces de superyo en este triángulo. Amy Adams realiza un trabajo impecable de fuerza actoral, tanto en sus momentos de explosión como de restricción. Si en Petróleo Sangriento la religión y el capitalismo -los dos pilares de la institución de la sociedad americana: la libertad de religión que buscaban los primeros peregrinos que llegaron a la costa este y la libertad de comercio de la segunda oleada que se desplaza para terminar de conquistar el territorio hacia el oeste- se entrelazan, desafían, conviven turbulentamente, se utilizan y hasta amenazan con anularse el uno al otro, en The Master tenemos la síntesis en La Causa, el movimiento ficiticio de Dodd basado en la muy real Cienciología fundada por L. Ron Hubbard en los '50. Este aspecto fue uno de los más comentados en el seguimiento de la producción del film por parte de la prensa. En un momento en que el culto -que tiene infinidad de adeptos en Hollywood por la promesa de contactos que ofrece- está bajo acusaciones de explotación laboral de sus miembros menos pudientes, demanda de cifras siderales a cambio de cursos interminables que prometen la iluminación sobre la existencia de Xenu (el extraterrestre que habría traído a los seres humanos hace millones de años a la Tierra) y el escrutinio de una de sus divisiones, la Sea Org que impone una vida monacal a sus integrantes, se especuló con que el film de P.T. Anderson hiciera las veces de denuncia del movimiento, del que su ex-protagonista Tom Cruise es una de las caras más visibles. En un nivel, The Master funciona efectivamente como tratado sobre las sectas y sus métodos de deconstrucción -interrogativos, hipnosis, ejercicios repetitivos- del que llega desde afuera y está dispuesto a integrarse, para doblegar su ego y que se funda en el ser colectivo del culto. Pero este argumento funciona más como una capa para mostrar los mecanismos perversos de los amores obsesivos -en este caso la fascinación homoerótica de Dodd por Freddie- donde se deconstruye al que se quiere llegar a conocer y se ama. Freddie Quell es un objeto de deseo y para someterlo, Lancaster Dodd debe desarmarlo primero. Seymour Hoffman demuestra una vez más por qué es uno de los grandes actores de su generación, cuando construye las frustaciones de su personaje en el paralelo que se arma entre su imposibilidad de despojar de deseos propios a Freddie (justamente por la dificultad que implica averiguar qué es lo que realmente desea) y los obstáculos que padece en la expansión de su culto. El cine de Paul Thomas Anderson gira en torno a hombres como Lancaster Dodd, que se construyen a sí mismos de la nada, los llamados self made men que suelen ser acreditados como la fuerza impulsora de Estados Unidos. Ya sea en la ya mencionada Petróleo Sangriento, como también los personajes de Mark Wahlberg (y más aún, Burt Reynolds) en Boogie Nights, Tom Cruise en Magnolia y hasta el empresario que le encontraba la vuelta a unos cupones interpretado por Adam Sandler en Punch Drunk Love. No es casualidad que tanto Petróleo como The Master transcurran en momentos instituyentes de ese país como potencia: la conquista (del capital) sobre el territorio en el siglo XIX y la bonanza producto de la guerra de mediados de siglo XX. El mar, finalmente, es el que marca el ritmo del desarrollo narrativo en The Master. Mientras que Anderson construyó Petróleo Sangriento al compás de las máquinas extractoras y el empuje avasallante del capitalismo industrial, en The Master deja que el film fluya con la cadencia de las corrientes marítimas y el leit motiv de la banda sonora compuesta por Jonny Greenwood (de la banda Radiohead). El director, sabia y magistralmente, permite e insta al espectador a que se deje llevar por la marea.
La ceremonia Hermosas Criaturas es una de las nuevas apuestas de Summit para "la nueva gran saga adolescente post-Twilight"; pero así como tiene puntos de contacto con ésta -basada en una franquicia literaria para "jóvenes adultos", elementos sobrenaturales, la historia del primer amor- es lo suficientemente sólida como para diferenciarse (para bien) de la historia sin fin de vampiros que brillan a la luz del día. En principio, la materia prima en la que se basa -la serie iniciada por el libro homónimo escrito por Margaret Stohl y Kami García- que plantea un tono gótico sureño para adolescentes. El cambio de los bosques fríos de Seattle a los pantanos de Carolina del Sur permite el juego camp de referencias al carácter excéntrico de los habitantes de la zona, fieles -aunque sea por una tradición basada en la inercia nostálgica- a ciertos valores de la vieja Unión de Confederados (como comenta el protagonista, siguen dramatizando batallas de la Guerra Civil americana con la esperanza de que alguna vez cambie el resultado). Al pueblo (ficticio) de Gattlin llega un día Lena Duchannes (la casi debutante Alice Englert, hija de Jane Champion, directora de La Lección de Piano), envuelta en el mismo misterio que rodea a su pariente residente en el pueblo, el "viejo" Ravenwood (Jeremy Irons, como un caballero sureño de punta en blanco) y al resto de la familia, a la que los locales le achacan toda clase de leyendas. Muy lejos de la realidad no están, como pronto descubrirá Ethan (Alden Enrenreich, antes visto en Tetro), que no se desanima por la habladurías del pueblo -compuesto por una mayoría de católicos fervientes- en sus intentos por socializar con Lena. Una vez que la relación romántica entre los dos se instala (rápidamente, siguiendo las reglas de este género), Lena -verdadera protagonista del film, pese a estar narrado por su partenaire- le confiesa a Ethan que es la descendiente de casters (o hechiceros) cuyos poderes se acrecientan a medida que se acercan a su cumpleaños número 16, donde se determina si se dedicarán a la magia blanca o la oscura. En el caso de las mujeres de la familia, no pueden elegir por ellas mismas, bajo el eufemismo de que "su naturaleza decide por ellas". A esto se le agrega dos amenazas latentes: la caster malvada Sarafine que quiere llevar a Lena para su bando y una maldición familiar que la parejita principal investigará pese a que varios indicios (un relicario que aparece de la nada, sueños que tiene Ethan) ya nos den la pauta en los primeros diez minutos de todo lo que va a ocurrir en el resto del film. La película no se distingue por un enfoque original en la dirección, cortesía del veterano Richard LaGravanese (responsable de PD: Te Amo, pero también guionista de Los Puentes de Madison). Sin embargo, tiene mucho mejor potencial como saga que la antes mencionada Twilight. Tanto la historia original como el guión (también a cargo de LaGravenese) crean un universo mitológico bastante más rico, donde las mujeres no son simples espectadoras de los eventos sobrenaturales, si no las que llevan las riendas -pese a la premisa- y el personaje de Lena es presentado como la caster más poderosa hasta ese momento, por lo que sus decisiones pueden cambiar no solamente el rumbo de su historia. Summit evidentemente está al tanto de este potencial e invirtió un mayor presupuesto en el elenco, donde además de Irons están Emma Thompson y Viola Davis, a la que -pese a sus nominaciones al Oscar- le siguen reservando papeles menos interesantes: en este caso la que explica todos los potenciales baches de la historia. Los tres "adultos", junto a Emmy Rossum (que interpreta Ridley Duchannes, la "chica mala" de la familia), están más que predispuestos a jugar con los giros referenciales y toques camp del guión que LaGravenese les reserva y que hacen que la primer hora del film mantenga un ritmo creciente. Lamentablemente, en la segunda mitad esto se desdibuja, gracias a la repetición de flashbacks filmados como reconstrucciones históricas baratas de especiales de cable, las explicaciones redundantes (que redundan) y los efectos por CGI (donde la empresa parece mantenerse reacia a desembolsar más dinero) reservados a las apariciones de Sarafine, que reducen considerablemente su factor de amenaza (aunque para ser justos, el guión deja bien claro desde un principio que el peligro mayor en definitiva es la protagonista, a la que su destino potencial la convierte en una bomba de tiempo -sí, como cualquier chica adolescente). La pareja principal tiene mucho más carisma que lo que dejaban entrever los trailers. Englert se desenvuelve bien en el lugar de protagonista y Enrenreich logra manejar el balance entre sentido del humor y dramatismo romántico adolescente de su personaje. Y esto último abunda, incluyendo referencias forzosas a escritores como Vonnegut y Bukowski para ser la prima cool de la familia Summit. Pero aún así, siguen siendo adolescentes más interesantes y verosímiles que los taciturnos acartonados de la saga Twilight. Al menos estos tienen sangre caliente.
A pesar de todo La primer parte de Lo Imposible nos muestra a los Bennet (padre, madre y sus tres hijos) en pleno idilio vacacional, recién llegados a un exclusivo resort en Tailandia para vísperas de la Navidad. Los clichés de familia turista -políticamente correctos y amables con todos, pero turistas en fin: recluidos en un oasis de lujo aislado de la realidad económica del resto de ese país- se suceden con juegos en la playa, rituales vacuos de fin de año, grabaciones de video caseras (que ni siquiera encajan con el resto del film). De esta forma se presenta al padre preocupado ante un potencial despido (Ewan McGregor), pero que aún así ni da cabida a la posibilidad de la vuelta al trabajo de su mujer recibida de médica pero que nunca ejerció (Naomi Watts) y al hijo mayor preadolescente (Tom Holland) ofuscado con sus dos hermanos menores. Sin embargo, cuando un tsunami impacta en el hotel donde los Bennet están, justamente en la pileta, el muro de agua arrasa con todo, incluyendo la insipidez de la primer parte. La secuencia que se inicia a partir de ese momento debe ser una de las más desesperantes en los últimos años en la pantalla grande, en una reproducción del verdadero tsunami que destrozó la costa de Tailandia el 26 de diciembre de 2004, increíblemente realista y a la vez espectacular, a cargo de Juan Antonio Bayona y su equipo (el mismo con el que realizó su primer largo, el hito del terror español El Orfanato). Es hasta coherente que sea él quien adapte al cine la historia verdadera de los Álvarez-Belón, la familia española cuyo intento por sobrevivir es el centro del film, en el cual hay más gore que en unas cuantas películas del género. El director no da respiro ni a su público ni a sus protagonistas, a los que las olas de espectacularidad macabra arrastran, revuelcan, hunden, mientras se llevan toda su vida por delante: su entorno, sus familias, su comodidad y privilegios. En este sentido, la marea de agua es democratizante (tirana, autoritaria, injusta y sanguinaria, sí, pero democratizante). Muchas de las diferencias socio-económicas desaparecen, así como otras nuevas emergen. Los Bennet y su vínculo con los locales ya no son de cliente-empleado, están al mismo nivel, justamente porque todos estaban al nivel del mar cuando éste engulló a la tierra. Dependen unos de otros para sobrevivir. Por otro lado, padres e hijos deben reestructurar sus relaciones de poder como colaboradores y ésto se ve principalmente entre los personajes de Watts y Holland, quienes deben sobrevivir juntos a la vez separados de McGregor y los dos hijos menores. En ambos escenarios (que muchas veces se muestran en paralelo) quienes más se lastiman y consecuentemente gritan de dolor, se quiebran y lloran ante la desesperación, son los padres. Los hijos, particularmente el mayor, son los que toman decisiones con la cabeza fría y analizan la situación antes de actuar. También son los que cuidan a los adultos, como en las escenas del hospital, donde además Bayona vuelve a un par de tópicos de El Orfanato: la supervivencia de los chicos en las instituciones que supuestamente deben dar contención, una vez que quedan desamparados de sus adultos y a merced de otros (y la institución en sí). Naomi Watts (que pareciera le encanta sufrir en la pantalla) una vez más interpreta a una mujer con un empeño descomunal para su contextura menuda, y le aporta un nivel de visceralidad a tono con las fuerzas aparentemente invencibles presentadas en el film, alejándolo de la sensiblería lisa y llana en la que podrían haber caído. Su relación madre-hijo con el debutante Tom Holland (que sabe transmitir sin caer en manierismos trillados de muchos niños actores) es de lo más interesante del film. Ewan McGregor no se destaca, pero sabe ocupar su lugar en la historia y actuar acorde a ello. Se ha criticado al film y su centro en la historia de una familia de turistas, muy rubios y primermundistas (hasta con posibilidades de comprar una propiedad en Japón, cuando la mayoría de nosotros con suerte podríamos hacernos de un llaverito de Hello Kitty en tierra nipona), cuando quienes aún viven con las mayores consecuencias del tsunami del 2004 son los habitantes, quienes lucran del turismo y, además de perder familiares y apenas haber sobrevivido ellos, se quedaron sin hogar y con sus pueblos arrasados. Desde la vereda contraria, los defensores argumentan que se hace hincapié en la actitud solidaria de la población tailandesa y los trabajadores del hospital, en una reproducción casi verbatim de los argumentos de el buen salvaje de Rousseau (algo así como "los nativos son buenos aunque distintos, y yo soy bueno y justo por señalarlo"). Creo que la decisión de Bayona y su equipo de priorizar la historia de los Álvarez-Balón pasa por la fuerza que vieron en ese relato y -obviamente- su potencial atractivo para un target que se puede sentir identificado con esa situación de desastre inesperado en plenas vacaciones en algún destino exótico, que son muchos de los que tienen el poder adquisitivo para pagar un entrada de cine a precio entero y/o comprar el DVD o Blu-Ray original. Pero tiene una capacidad de interpelación que va más allá de la clase, y que pasa por el instinto de supervivencia, los lazos familiares y los que se forman ante una tragedia compartida. De todos modos, y como para que no nos perdamos en una fantasía de superación de obstáculos, el director nos recuerda que las inequidades estructurales siguen ahí, latentes, cuando hacen alguna que otra aparición bajo la forma de empresas de seguros suizas y aunque jueguen a favor de los protagonistas.
Damas en apuros Los grupos de amigas horrendas pululan en el cine americano hace rato. Comedias adolescentes como Heathers en los '80 o Chicas Pesadas a principios de este siglo exploraron en toda su gloriosa bajeza los actos horribles cometidos en nombre de la competencia femenina. Pero el trío compuesto por Regan (Kirsten Dunst), Katie (Isla Fisher) y Gena (Lizzy Caplan) en Despedida de Soltera ya no son adolescentes, si no mujeres en sus treinta tempranos; y no son las antagonistas que le hacen la vida imposible a la heroína, si no las protagonistas del film. La película de Leslye Headland (también escrita por ella y basada en su obra Off-Broadway del mismo nombre) comparte varias cosas con la nueva camada de comedias protagonizadas por mujeres, que gracias a algún dios no son Katherine Heigl en busca de un príncipe azul como único objetivo en la vida. Está escrita por una mujer (aunque producida por dos hombres, Will Ferrell y Adam McKay) y el catalizador de la acción es la previa a una boda, como Damas en Guerra; pero al contrario de ésta, donde gente buena hace cosas malas, hay gente mala haciendo cosas más malas, como en Malas Enseñanzas. La impecable Regan -que ha hecho todo bien en la vida según sus parámetros-, Katie -que tiene el coeficiente intelectual de un mosquito y lo compensa con su físico- y Gena, quien consume más sustancias que las que son posibles en las horas del día, son las tres ex chicas cool del secundario que se reúnen por el casamiento de la cuarta integrante del grupo, Becky (Rebel Wilson, la australiana que desde Damas en Guerra viene pisando cada vez más fuerte), a la que tenían como mascota adoptada por lástima y a la que se refieren a sus espaldas como "cara de cerdo". Que ella sea la primera de todas en contraer matrimonio parece desatar lo peor del trío, quienes en un par de horas se las ingenian para hablar mal de todo el mundo, dar discursos incómodos en la cena de ensayo, drogarse en la despedida de soltera y arruinar el vestido de la novia con un festín de fluidos corporales, entre otras cosas. En las horas que les queden hasta el amanecer tendrán que arreglar todo, y por suerte están en Nueva York, la ciudad que nunca duerme. Headland logra construir personajes que si bien realizan acciones detestables, generan la empatía suficiente para querer saber qué será de ellos. Además, consigue la difícil tarea de mostrarlos sin machacar a la audiencia con juicios morales. No sólo tenemos a mujeres hablando sin tapujos (y practicándolo) sobre sexo y drogas -como el monólogo épico sobre fellatios que da Lizzy Caplan- o van a clubs de strippers sin reirse como colegialas o poner cara de espanto; también hay hombres que distan de la perfección y serán los intereses amorosos de las protagonistas: el mujeriego Trevor (James Marsden) que quiere a Regan pese a que esté de novia, Clyde (Adam Scott) el ex novio de Gena que arruinó su relación en el secundario y Joe (Kyle Bornheimer) el bonachón que trata de ganarse a Katie con marihuana. Aunque hacia a la segunda parte del film, la autora sacrifica algunos de sus principios para redimir ante el público a los personajes, dándoles una historia de fondo que "justifique" sus decisiones y amenazando con un inicio de rehabilitación para el trío femenino, el guión deja lugar (en conjunto a las actuaciones de Dunst, Fisher y Caplan) para demostrar que a Regan, Katie y Gena no les interesa tanto después de todo el explicarles a los demás los cuestionamientos y avances respecto a sus vidas que logran a lo largo de su raid; si no el finalmente, estar bien con ellas mismas. Algo que en el género no es frecuente.