Al fantasma se le ve la dentadura Con sobresaltos que no son más que golpes de efecto, el matrimonio Warren vuelve en este film a perseguir demonios. Una segunda parte que no propone demasiado, previsible, con pocos momentos logrados. Con la dentadura como prueba paranormal. Antes que sospecha, ya se trata de una certeza. El malayo James Wan está sobrevaluado. Está bien, algo de mérito le vale por esa película inevitable que es El juego del miedo. Pero mejor reparar en la magnífica La noche del demonio (Insidious), que tanto buen cine hizo presagiar. De todos modos, su secuela -a cargo del propio director- fue pésima. Algo similar sucede con El conjuro. Ambas comparten el más allá como ámbito con el que batallar y congeniar. Pero la manera de pararse frente al conflicto es diferente. En Insidious el demonio era poco visto, habitaba en un trance de niño poseído, en coma, con padres peleados. Se sumaban al pleito personajes de caricatura, cercanos a los Ghostbusters pero también a Poltergeist, de Tobe Hooper. Ir detrás del demonio era la gran aventura, de escalofrío. El caso de El conjuro, de todos modos, fue sorprendente, al actualizar los hechos narrados en Aquí vive el horror (The Amytiville Horror, 1979) -cuya remake es mejor olvidar-, con fuerza suficiente como para hacer de la dupla protagonista -el matrimonio demonólogo Ed y Lorraine Warren- una mezcla justa entre verdad y ficción. Algo del impacto tuvo que ver con sus intérpretes: Vera Farmiga y Patrick Wilson están perfectos, con la Farmiga vuelta nueva dama del horror, tras caracterizar a la mamá de Norman Bates en la serie televisiva Bates Motel. El conjuro no sólo provocó una respuesta entusiasta, sino también la precuela (penosa) Annabelle, con la muñeca horrible como protagonista. Como es de suponer, hay más Annabelle en preproducción, y también más de Insidious, cuya tercera parte ha sido también precuela. ¿Por qué? Porque se trata de construir franquicias, y porque éstas responden a la lógica actual de los universos expandidos, cuya narrativa fragmentada y compleja no es exclusividad de los superhéroes. Pero de vuelta con El conjuro, habrá que reconocer ciertos momentos soberbios, como el juego de las palmadas dentro del caserón, cuyas sombras ocultas en armarios estaban dispuestas a ser de la partida. Un clima ominoso cubría de a poco lo que tocaba para llegar al desenlace premeditado y aburrido y eclesiástico. Los Warren, a no olvidar, actúan como agentes del Vaticano, con salmos y cruces benditas. Y El conjuro, más vale, está bien lejos de ser El exorcista. Por eso, su final se asemeja al que el mismo James Wan ya ensayara en Sentencia de muerte, con Kevin Bacon vuelto agente del ojo por ojo, en un film que parecía trabajar un grotesco que luego desdice. El conjuro 2, en este sentido, profundiza una misma vertiente conservadora, que no contiene metafísica alguna sino un mero juego de espejitos. Los Warren se desplazan ahora a Londres para ayudar a una madre sola, con cuatro hijos, en una casita que sobrevive a la humedad y el poco dinero. La historia, se aclara, es real. Qué poco importa. Mejor estrujarla, así como lo supone la caracterización de la Farmiga, tan hermosa y sin embargo abotonada hasta el cuello como monja de clausura. Para el caso, hay una escena íntima en la habitación de huéspedes, donde marido y mujer deben dormir en camas separadas. Un diálogo algo sinuoso lo advierte de manera irónica. Es decir, ¿se desabrochará, alguna vez, ese primer botón? Pero de vuelta, el caso está en tener fe, en creer. Acá, no está mal, el caso de la fe es no sólo con la Biblia sino también con la pequeña que habla con voz ronca y se levanta sonámbula a los gritos. A partir de allí, el crescendo que permita descubrir si es lo que parece. En este trajín, hay algunos momentos logrados y otros que no hacen más que recurrir a meros golpes de efecto, como una montañita rusa de morondanga. Entre lo poquito que está muy bien, por parecer salido de la imaginería benéfica de la primera Insidious, aparece "el hombre encorvado". El dibujito habita en el praxinoscopio de los niños. Su musiquita es juego para la niña y su hermanito tartamudo. Mientras cantan, el hombre encorvado camina como la sombra animada que es. Hasta que se materializa un par de veces. Son momentos bárbaros, que hacen que el espectador se pregunte qué tienen que ver con el resto de la historia, porque lo cierto es que no hay verosímil que los justifique. En este camino, otro acierto es el de los gags; es decir, algunos momentos cómicos que hacen tambalear la certeza del espectador. Como cuando la familia entera escapa de la casa por corte directo, como respuesta fácil al susto de los muebles que se mueven. Así como la dentadura del fantasma (sí, la dentadura) o la reacción de los policías ante algo que se les escapa de las manos, mientras ensayan respuestas de fórmula para disimular el miedo que no quieren reconocer. Tal vez, ése hubiese sido el camino mejor, el de hacer de la película el carrousel maléfico que no es. En lugar de ello, hay una predominancia de los signos más convencionales de la iconografía religiosa. No sólo como herramientas que permitan ayudar a rehuir espantajos. También a través de una monja cadavérica que ríe siniestra, y que se le aparece tanto a Lorraine como al propio Ed, en trances y sueños. Éste no puede dormir bien y la pinta. El cuadro disparará alguna situación más, muy predecible. Tales apariciones cumplen un carácter premonitorio y permiten que la película cierre con un desenlace que se vincula con el prólogo, mientras el peor temor de la buena de Lorraine pareciera corroborarse. En fin, que no hay demasiados sustos que valgan la pena, y que lo que termina por imponerse es la blandura de este matrimonio que persigue demonios con cruces. La blandura, en todo caso, aparece por la ratificación de una moral bienpensante, que elige enfrentar esos miedos para que otros no los sufran. A partir de una película cuya estética efectista es incapaz de sentir el miedo que construye porque, sencillamente, no hay ahondamiento ni intención parecida. Es paradójico, Insidious es una gran película. Pero, a esta altura, James Wan está lejos de lo que parecía.
La venganza femenina viste de rojo Un western en clave femenina, con ecos claros de algunos films de Clint Eastwood, con trauma por resolver y madre de temer. Lugares comunes reformulados y una venganza que es disparo estético. Disfrutable y extrema, con predilección por el rojo. Lo primero será cuestionar para desatender el título ridículo que significa El poder de la moda. Está en la línea del supuesto por Regreso con gloria para Trumbo. Tanto un caso como otro, son "traducciones" que conspiran contra las películas. En el caso de la primera, El poder de la moda la hace suponer cercana al mundo de la alta costura, peor aún, la rubrica como ámbito de consumación femenina. Al respecto, basta una de las primeras escenas para desmentirlo: "¿Dior?", pregunta el policía a Myrtle. "No, es una versión mía", responde. En otras palabras, y con su título original, The Dressmaker es la vuelta al cine de Jocelyn Moorhouse, la directora de films como La prueba y En lo profundo del corazón, versión en clave rural del Rey Lear de Shakespeare, con protagónicos de mujeres insustituibles como Jessica Lange, Michelle Pfeiffer y Jennifer Jason Leigh. En una misma línea se inscribe la extraordinaria Kate Winslet en The Dressmaker, quien llega a su pueblito natal, ubicado en la Australia de los años '50, con la convicción de una cowgirl predispuesta a enfrentarse con viejos cuatreros. Así es como Myrtle (Winslet) arriba a su pueblo y a su historia, varada en un momento casi lejano, tanto como para que no se la recuerde demasiado. Su presencia golpeará de a poco, como si se tratase de fichas de dominó que comenzarán a caer lentamente, mientras procuran mantener el equilibrio. En este sentido, la operación estética que juega la directora al situar a la mujer en un rol de preeminencia masculina, logra que su película dialogue con otros films de índole similar, como la última Mad Max y la anterior Rápida y mortal, el western feminista de Sam Raimi. En The Dressmaker -título que suena como si se tratara del apodo de una killer- resuenan los ecos del Clint Eastwood de La venganza del muerto, aquella película donde un jinete fantasma -para la desgracia de todos- volvía al lugar de donde alguna vez había partido. Al llegar, lo inmediato que hará esta chica de temple de acero y silueta robusta, es recuperar el vínculo con su madre. De manera tal que The Dressmaker, sobre todo, es el reencuentro crítico y molesto entre dos mujeres. Un duelo que dispara sobre el género western desde la relación entre una madre y una hija a la que no recuerda o no sabe bien quién es. Mejor aún, la gran actriz en cuestión es Judy Davis, y lo que pasa entre ella y la Winslet es de antología: casa venida a menos, mugrienta, así como esa madre ajada que no guarda reparos para sus palabrotas y ademanes. A la rastra, entonces, para meterla de cabeza en la bañera y ver si las ideas se aclaran. Pero, ¿qué es lo que ha sucedido para que Myrtle sea tan despreciada? Las imágenes del inicio permiten inferir apenas, ya que tampoco ella lo recuerda demasiado bien. Sabe que se la ha acusado de manera infame, y que tuvo que irse cuando era una niña. Acá la paradoja lúcida, al dotar al personaje de un plus que no invalida la necesaria huida de pueblo semejante, algo que también hacía Edward Bloom en El gran pez, al relatar a su hijo, de manera idílica, cómo él y el amigo gigante eran despedidos con vivas y festejos; mentira: Edward no podía tolerar un día más ese pueblito de hipócritas, quienes seguramente le hayan ignorado o apedreado. Su grandeza estaba en eliminar ese rencor en el relato que hacía a su hijo. Pero Myrtle no es Edward, y su arribo al pueblito traumático no puede ser mejor: "Estoy de vuelta, bastardos". ¿Es un western? Es un western. Acá no hacen falta armas de fuego, sino hilo y aguja: herramientas para despabilar los cuerpos femeninos y cambiar al mundo. Desde esta habilidad que Myrtle trae de París, pero antes todavía del hogar materno, se traba entonces una minuciosa redada que hará sucumbir de a poco los lugares instituidos. Como regente de este orden está el policía que interpreta admirablemente Hugo Weaving, él es quien identifica como Dior a la prenda de la Winslet. Nada más irónico: un policía que guste de la moda es raro. Es más, el policía será una especie de eje sobre el que va y viene el derrotero del argumento. Cuanto más se sienta éste liberado, más cerca estará el film de su consumación: del sentir disimulado de la textura de las telas hasta la reprobación del uniforme azul cotidiano. El policía saldrá de closet, y con él toda la película. Es por esto que The Dressmaker es un western inclasificable. A recordar: la acción se desarrolla en Australia y en los años '50, con moda importada de París, y una historia de amor que inevitablemente nace. Por este tipo de gestos, el film de Moorhouse orienta para desorientar. Allí cuando todo pareciera encastrar, lo que sucede es la pronunciación de una misma herida. Myrtle deberá sufrir de manera repetida hasta que la absolución de su pena sea total. Allí estará la consumación de la venganza. En el film ya citado, Eastwood terminaba por pintar al pueblo de rojo, como un infierno. Con la Winslet pasa algo similar: su primer llamada de atención la hace, de hecho, con vestido rojo. Y desde una puesta en escena que no dudará en extrañarse para desovillar la tontería del final feliz con parejita de telenovela, en un rol que concientemente lleva adelante Liam Hemsworth. Al tomar una decisión argumental y plástica semejante, The Dressmaker dispara también sobre esa fórmula donde la mujer es rescatada para ser llevada al altar. Así que nada de blanco, mejor el rojo. Es un desafío magnífico, porque engaña al espectador desde las mismas coordenadas de tanto cine adocenado. Por todo esto es que no hay ningún poder puesto en la moda sino, en todo caso, en esta mujer, capaz de tomar al mundo en sus manos y de hacer que la misma moda trastabille y quede a sus pies. ¿Hacia dónde irá después? ¿Quién sabe? El destino nunca fue preocupación para las andanzas de ningún cowboy, tampoco lo será para esta chica. No es para menos, se trata de Kate Winslet, una de las mejores actrices del cine contemporáneo. ¿Cuál será su próxima película?
El amor, los huesos y una bala Ailín Salas y Nahuel Pérez Biscayart encarnan a dos jóvenes marginales que viven en una casilla al borde de una avenida de Buenos Aires, ciudad en la que comparten amores y temores, en una película imprevista y encantadora. Filmar al borde y desde el borde. Así de límite es el cine de Luis Ortega, y de modo puntual en Lulú. Dupla protagónica, de amores y temores replicados: Ludmila (Ailín Salas) y Lucas (Nahuel Pérez Biscayart) viven al margen pero en el medio de todos. Cultivan amistades que están escondidas, si bien a la vista. El cariño que se profesan, turbio, anida como una bala en el corazón. Literalmente. No hace falta estar explicando quiénes son, de dónde vienen y demás. Ellos están juntos, o más o menos. Lucas gusta de disparar su arma, imprevistamente, sin muertes; ella mira por televisión una película de cangaceiros. La caseta que habitan es un cubículo a la vera de una avenida concurrida de Buenos Aires. Cuando Ludmila sale a pedir monedas con el "Muerto" (Miguel Angel Castillo) y se cruza entre los automóviles, varios la asisten. Esos momentos son extraordinarios, porque Ortega captura la espontaneidad, la vuelve parte del film. Es más, pareciera estar a la pesca de tales eventualidades, para que el esfuerzo, por fin, cumpla su cometido: despertar un costado ciudadano aletargado, dormido en su habitualidad, sorprendido por el bebé abandonado en una esquina. A propósito: cuando el policía le dé al bebé su arma como juguete, Lulú exhibe un desparpajo demencial, sólo alcanzado por Curly durante uno de los episodios de Los tres chiflados. La diferencia, si es tal, es que este policía quita las balas por seguridad, y delante del mismo bebito. Ludmila, por su parte, continúa en la silla de ruedas, aunque ya no la necesita. Tiene que andar con cuidado, la bala que tiene adentro podría desplazarse. Es con ella con quien un capítulo se abre hacia atrás. Que explica algo para, finalmente, decidir por el después. En todo caso, Ludmila se debate sobre volver a casa y revestirse de esas capas de las que supo librarse, hasta tocar el blanco del hueso: el que se ve en la radiografía del inicio, con la bala; el que asoma en los restos de las carnicerías por los que se pasea el camionero (interpretado por Daniel Melingo) amigo de Lucas. También el que queda tras la comilona en plena plaza, con los niños, cortesía de esta otra niña grande, Ludmila, que sueña con ser madre. Imprevista y encantadora, Lulú (o Lu-Lu) lleva de la nariz al espectador, lo arroja entre la poca carne y le tritura con los restos de huesos. Lo llena de "alboroto", de "bochinche"; tal el diálogo entre Melingo y Biscayart. Con el hedor --para el caso, hay un pañal sucio que golpea-- de una fuerza poética confiada en su intuición. Una imprevisibilidad que se disfruta, que se celebra, en un cineasta que filma lo que siente.
El arte en el medio de la tormenta Cuidar la obra de arte es necesario, es preocupante. Asegurar un destino trascendente. El cineasta ruso despliega en su película sus temores, mientras recrea la ocupación nazi en Francia durante la Segunda Guerra y el destino del museo Louvre. La obra de arte es fáctica, cierta, ocupa lugar en el espacio, se percude con el tiempo, ¿cómo y dónde guardarla? El riesgo es permanente, ni qué decir con el caso cinematográfico argentino, sin cinemateca, con sus películas a la deriva, la gran parte ya perdidas, condenadas a recuerdos u olvidos; a la par de copias pixeladas, sin textura de cine, que sobreviven -como refugio falaz- en YouTube. El inicio de Francofonia es, precisamente, éste. En alta mar, un navegante enfrenta la tormenta mientras se comunica de a ratos y desesperado con el mismísimo Alexander Sokurov. El peligro de que las obras que transporta se pierdan pareciera ser motivo para el despliegue interior de este cineasta que también se pierde en esa otra mar sin orillas que es el pensamiento. Si pensar implica organizar ideas dispersas, la película de Sokurov hará este mismo esfuerzo: varios registros y recursos que permitan una relación sígnica, posible a través del montaje. El montaje es operación intelectual, el cine es montaje. ¿Cuál es el destino de las obras de arte? El nudo es éste, que Francofonia decida detenerse en el Louvre, durante la Segunda Guerra Mundial, es su consecuencia. No habría necesidad de pensar este hecho si no existiera la necesidad de aquella pregunta. Desde luego, el momento histórico elegido es crítico, quiebra al medio el siglo pasado al tocar uno de sus momentos más espantosos. Durante la ocupación alemana, el museo del Louvre necesitó de la colaboración entre su director Jacques Jaujard y el oficial nazi Franz Wolff-Metternich (interpretados respectivamente por Louis-Do de Lencquesaing y Benjamin Utzerath). El vínculo entre estos hombres habilita a Sokurov a una descomposición fílmica pero articulada. En este sentido, la época estará evocada a partir de los registros de archivo y desde la recreación ficcional. Lo que provoca de manera extraña, ya que las paredes del museo ofician tanto de testigo de un caso como también del otro. Así, los pasos que los actores dan dentro del Louvre resuenan como lo deben haber hecho setenta años atrás, y antes también, junto a los fantasmas de Marianne y de Napoleón (compuestos por Johanna Korthals Altes y Vincent Nemeth). Hay varias tomas aéreas de París que hacen del Louvre un corazón que late historia; al retratarlo de este modo, Sokurov permite el recuerdo de esa otra arteria vital que es la Biblioteca Nacional de París (y de cualquier otro lugar), que Alain Resnais recorriera como laberinto en Toute le mémoire du monde (1956). Como si el cine se asumiera a sí mismo de manera responsable, también urgente: lo que existe está, siempre, a un paso de desaparecer; una tarea que pelea contra el tiempo, que se sabe fatalmente inútil, pero que sin embargo persiste. También Orson Welles comentaba sobre el estrago del tiempo, a través del hechizo del arte y versos de Kipling, en F for Fake (1973). (Otro ejemplo suficiente lo permite la coyuntura, ya que el Louvre debió por estos días evacuar sus obras, ante el peligro de inundación que supone la crecida del Sena). Por otra parte, hay un lazo que comunica Francofonia con las películas anteriores del director ruso. Por un lado, indudablemente, con El arca rusa (2002), cuya acción de plano secuencia se desarrollaba dentro del Museo Hermitage, de San Petersburgo. Por otro lado, a través del detenimiento en personajes de pulsión histórica decisiva. La aparición en Francofonia de Hitler -cuya voz es interpretada sobre las imágenes de archivo, como otra manera de recrear, tan válida como lo puede suponer la tarea íntegra de un actor- es consecuente con la de otras personalidades de índole similar, que Sokurov ya abordara: Lenin y Stalin en Taurus (2001), el emperador Hirohito en El sol (2005). Hitler, de hecho, también había sido uno de los personajes de Moloch (1999), con la atención puesta en Eva Braun. En todas estas películas, lo que sobresale es la detención en momentos íntimos, en situaciones sin embargo intensas, en donde hay lugar para el silencio, como reparos pequeños dentro del maremoto histórico que estas personas impulsan. Lo mismo puede decirse respecto de la relación entre Jaujard y Wolff-Metternich, personajes dramáticos e históricos, de adhesiones ideológicas dispares y, sin embargo, preocupados por el destino de estas obras. El arte, tal vez, aparece en Sokurov como una instancia de superación, como la posibilidad de pensar un después que transgreda, ni más ni menos, que a designios funestos, totalitarios. El ardid que el cine supone implica otra cuestión, que da razón al ejemplo del Louvre durante la ocupación; es decir, y desde la suposición contrafáctica, ¿qué hubiese sucedido si Jaujard y Metternich no se ponían de acuerdo, o si hubiesen sido personas distintas? Desde una acepción cinematográfica tan particular, como la supone el cine de Sokurov, puede decirse también que su película, en tanto llamado de atención sobre un problema que es instancia de reflexión y reunión colectiva, responde a otras de cometido similar; es el caso de El tren (1964) de John Frankenheimer, y Operación Monumento (2014) de George Clooney. Que se trate de cinematografías y estéticas tan diferentes, no elude la preocupación análoga. Pero con Francofonia hay algo dilemático, ya que es una elegía a Francia. Libertad, igualdad y fraternidad, dice Marianne. Palabras que son abstracciones, que promueven acciones. ¿Cuáles son hoy sus sentidos? ¿Por qué la reiteración? ¿Qué es lo que esconden sus colores de bandera, ya pensados de manera magistral por Kieslowski en Bleu, Blanc, Rouge, así como por Aristarain en Lugares comunes? Antes que dar una respuesta, mejor promover la pregunta. Allí se arroja Sokurov: dentro suyo; y, gracias al cine, en el adentro mismo de todo espectador.
El fantasma de los tiempos pasados Con interpretaciones magistrales, 45 años aborda la crisis de una pareja. El fantasma de una antigua relación, los celos y el disimulo. Un guión preciso y bien elaborado donde los pequeños detalles de la trama articulan miedos mayores. Las mujeres fantasmas son irrebatibles. Ahí está el cine para corroborarlo: ha sido temática preferencial de Alfred Hitchcock en La dama desaparece y Vértigo. El cine negro la ha invocado en títulos como La dama fantasma, de Robert Siodmak, y Laura, de Otto Preminger, inscriptas en un año sintomático: 1944. Luego vendría Trágica sospecha (1951), de Robert Wise, con el horror de los campos de exterminio como herencia irresoluble. Tal es la línea sugerida también por esa obra maestra reciente que es Ave fénix, de Christian Petzold. Ahora bien, al hablar de maestros, Hitchcock otra vez. De entre su cine de mujeres inasibles, destaca Rebecca (1940), sombra terrible que acecha sobre los designios de la pareja que conforman Laurence Olivier y Joan Fontaine. Rebecca descansa entre las habitaciones y pasillos de Manderley, esa mansión en donde un ama de llaves custodia la memoria y presencia de la muerta. En este sentido, 45 años propone una variación cercana, pero con el tiempo ya sucedido. "¿Recuerdas? Te he hablado de Katya", le dice Geoff a Kate (Tom Courtenay y Charlotte Rampling). La carta intempestiva marca el inicio, el quiebre, la develación de la mirada sesgada. Que Katya haya sido relegada a algún rincón oscuro, no significa que hubiese desaparecido. Ese lugar, de hecho, tiene en la casa de esta pareja su recoveco en el altillo, allí donde Geoff guarda memorias dentro de cajas, papeles y diapositivas. "¿Por qué no nos hemos sacado fotografías?", preguntará Kate. La misiva, efectivamente, arriba desde otro tiempo, en otro idioma. Su lectura fuerza a Geoff a balbucear un alemán que no recuerda, pero que en algún lugar suyo todavía anida. Kate le ayuda, pero hay gestos que la traicionan, retraen, que dicen que no quiere hacer lo que fatalmente invoca. Katya es el amor de un tiempo lejano, que surge de manera inmaculada, desde la imagen intacta: la carta informa sobre el hallazgo de su cuerpo, congelado en un glaciar, desde el día del accidente fatal. Geoff altera su habla, sus lecturas -Kierkegaard vuelve sobre sus preocupaciones; Kate le reprocha tal inutilidad: "hay por lo menos tres ediciones de ese libro, nunca superas los primeros capítulos"-, el cigarrillo se apodera de él otra vez. El tiempo se extraña, los días dejan de suceder tal como lo hacían, mientras la cuenta regresiva sobre la fiesta, de apenas una semana, sucede. De este modo, 45 años dramatiza la superposición entre un tiempo cuantitativo y otro subjetivo: a partir de la madeja desovillada de recuerdos que el cuerpo inerte de Katya provoca. Así, los intertítulos recuerdan el paso del tiempo a través del nombre de los días, mientras Geoff desvaría entre los paseos a solas, la vitalidad sexual, y la posibilidad de viajar al encuentro con su otrora amada. Kate le persigue, le vigila. Pide consejos, sabe que hay algo que se ha despertado de manera inesperada. La semejanza de su nombre con el de aquella, acentúa la simetría. Por esta referencia, 45 años merece también ser pensada a partir de Vértigo, donde James Stewart habrá de vestir y adornar a Kim Novak hasta lograr la superposición entre la realidad y su fantasía. La Novak lo vive de manera quebrada, a sabiendas de tener que dejar de ser quien es para estar con él. Así como Stewart, el Geoff de Courtenay naufraga desesperado, perdido y enamorado de otra mujer. Entonces, mejor será entender que 45 años no es un film sobre la crisis repentina de un hombre, sino sobre la crisis repentina de esta mujer. Es ella quien finalmente descubre en su compañero de vida una mirada atrapada en otros ojos, cuya captora descansa indemne en su agonía de tiempo detenido; así como en esas fotografías que se empecina en descubrir, y que encierran más, como si fuese el impacto final, de esos que hacen temer a estos fantasmas. Será a la manera de un golpe de gracia, luego de que su perfume invada los ambientes de esta casa donde el dominio fuera sólo de ella, tal vez ilusoriamente. Es por eso que la canción "Smoke gets in your eyes", de Los Plateros, será prólogo y epílogo del drama. Primero desde su alusión, como elección para esa fiesta en donde celebrar, entre otras cosas, con la canción preferida; después, como reversión de lo sucedido, como mirada romántica quieta ante el humo que finalmente se disipa. Para hilvanar ambas instancias, 45 años apela a detalles numerosos, que habrán de llevar la relación entre Kate y Geoff al momento límite, como formas que ambos alternan para sostener, así, lo que deben parecer: una pareja feliz. Es destacable la caracterización conjunta de Rampling y Courtenay, desde matices que se tocan de maneras ambiguas, a partir de la rutina, a partir del cariño. Son dos intérpretes soberbios, sin reemplazo posible. Las miradas ladinas de ella, el caminar desasosegado de él. Es un film de momentos íntimos, en donde el espectador está invitado a participar pero sin entrometerse, a través de dilemas que merecen silencio, pesar, malestar. Con la ironía puesta en la vida como tiempo sucedido, en su angustia, con las experiencias que no pudieron ser de otro modo. Cuando Kate se detenga en la curiosa coincidencia de fechas entre la muerte de su madre y la de Katya, hay algo más que rebota y no se aplaca. Casi como si luego de este suceso, no hubiese habido en ella nada más que Geoff. La desorientación -tal vez, mutua- tendrá en la celebración su momento mayor, sometidos como lo estarán a la mirada pública, al rito social. Una vez allí, el discurso de Geoff será momento soberbio. La manera desde la cual el gran Tom Courtenay lo interpreta (ese actor mayúsculo, rostro del cine inglés de vanguardia, elegido por notables como Tony Richardson y Joseph Losey), con maneras vocales que dan énfasis y que simulan pero, finalmente, se abren al sentimiento, logran la síntesis de este film destacable, al caminar sobre un límite difuso, sin aportar la pieza última que explique sino, antes bien, al localizar el drama en la intimidad del espectador, a partir de un primer plano desmembrado, sólo posible en esa actriz única que es Charlotte Rampling.
Con el fútbol como telón de fondo De claridad formal, inteligente y profunda, la película retrata la soledad de un hombre, con la pasión por el juego como compañía. Una puesta en escena precisa, con una línea argumental que se sostiene y momentos sobresalientes. Con el fútbol como escenario protagónico, Hijos nuestros podría pensarse como una variación remozada de los tres berretines; en tal caso, cabe preguntarse cuáles serían los lugares actuales de los otros dos: tango y cine. Por el lado de este último, el gran ejemplo lo aporta la misma película, ópera prima de la dupla Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, cuya solidez formal la hace sobresaliente. Su inicio ya es concepto de puesta en escena suficiente: la calle, el taxista ensimismado, una entrevista bizarra por radio -de esas en donde el fútbol está sin serlo, como un condimento más en ciertas comidillas disfrazadas de periodismo de espectáculo-. De pronto habrá también pasajeros, pero sin una continuidad clara, podrían ser imágenes de un recuerdo. En todo caso, lo que se presiente es un dilema, con el protagonismo absoluto de este actor enorme que es Carlos Portaluppi. Es en él donde Hijos nuestros ahonda. Dentro de su desazón y a partir de su corporeidad, capaz de rellenar automóvil y pantalla. Porque hay algo que este hombre siempre sentado esconde. Hasta que Silvia (Ana Katz) irrumpe, con su hijo de 12 y el fútbol. A partir de un torneo de barrio donde el pibe se luce y, quién dice, quizás hasta tenga condiciones. El escenario es el barrio de Boedo, donde San Lorenzo es pasión y basta su mención para hacer comulgar tanto al santo como al club, con esa intermediación de coyuntura que es el papa. Todo esto, eso sí, desde un guión donde hay rasgos y gestos de moderación progresiva, meticulosa, que informan de modo sesgado sobre quién es -quién ha sido- Hugo, este taxista que mastica palitos de la selva como cigarrillos mentidos, cuya seguridad sobre lo que el fútbol es -una jungla, en donde más vale escapar a la mirada del árbitro para ganar- le permite impartir lecciones pragmáticas al pibe. A partir de él, y junto con él, todo un contexto se abre y problematiza, sin perder de vista que, aún cuando Hugo parezca un fusible dañado, la sociedad donde convive no está menos traumatizada, así como atravesada de contradicciones que prefiere ignorar. Por ejemplo, y se trata de un momento magistral: cuando Hugo y Silvia comparten la cena, la ventana del bar les recorta desde el interior mientras, al fondo del cuadro, se distingue el hipermercado, de marca reconocida, multinacional. En el mismo lugar donde supo estar el Viejo Gasómetro. La alusión completa, por otro lado, una escena previa, donde el diálogo mencionaba a la última dictadura militar como razón de fondo de aquella expropiación. El cine es montaje, la relación entre las partes provoca imágenes diferentes, que el espectador agregará. Toda Hijos nuestros promueve esta lección estética, por eso es una gran película. Otro ejemplo: el diálogo cifrado entre Hugo y el entrenador de inferiores, en un taller mecánico (todo un hallazgo, la vida laboral de este personaje necesita de algo más, el fútbol no satisface a todos por igual). Lo que se dice oculta más que lo que se escucha. Subterráneamente pasan otras cosas, que conectan con el pasado y la relación de estas personas. En algún momento, algo que se parece a una cachetada cariñosa, pero cachetada al fin, rubrica el encuentro. Más adelante, habrá réplica, reacción, sin que se altere la propuesta velada, de celos de años, que más vale intuir antes que saber. A partir de estos recursos, la participación argumental del fútbol surge como expresión compleja, en donde coinciden el encuentro social pero también su alienación. En todo caso, se trata de un ejemplo deportivo superlativo, que encierra mucho más que lo supuesto, al ser capaz de decir sobre lo vivido a través de cánticos y broncas barriales, todavía en fricción con la manipulación empresaria y mediática, corporizada en esa entrevista radial con la que el film elegía su comienzo. Por otra parte, es admirable cómo el vínculo entre Hugo y Silvia apunta hacia un lugar dramático que el film no se preocupa por resolver desde el devenir habitual. En todo caso, si bien Hijos nuestros se perfila desde una estructura cuyas maneras narrativas el espectador sabrá reconocer, no tarda en torcerlas hacia imprevistos, que se corresponderán con los minutos iniciales aludidos, en donde Hugo está consigo mismo, en pleno debate, puesto que de lo que se trata es de "poner huevo": arenga de todo hincha, él no es la excepción. Pero ahora el fervor o insulto se le vuelve en contra, lo golpea. Es el momento en donde la decisión proyectará, o no, a quien la vive. Tal vez, Hijos nuestros sea una película dedicada a recrear esa situación límite, profunda, de cambio cualitativo. Que lo haga con fútbol, mística de feligreses y habladores de bares, no hace más que engrandecer su apuesta. Además, se trata de un cometido estético logrado porque las diferentes partes de la película están en consonancia. En lo relativo a las caracterizaciones, no sólo por el gran Portaluppi, sino también por la calidez (de madre, sola, de trabajadora) de Ana Katz y la "naturalidad" -si es que hay algo semejante- de Valentín Greco, un pibe que actúa mejor que nadie porque, justamente, no actúa. Es todo un hallazgo. Aporta a la dinámica de los personajes como engranaje, capaz de ser el adolescente de los desmanes, el fanático de la pelota, el niño atento y algo irreverente. Finalmente, la celebración de la liturgia religiosa es el gran momento de la película. Para llegar allí, hay que haber transitado por todos los andariveles del relato. Todo puede ser posible. Que sea una celebración religiosa no quita que también podría tratarse de un partido de fútbol. Por todo esto, mejor no confundir antes que caer en esa vorágine fácil, que simplifica con titulares o puntajes adocenados. No es una película sobre los sentimientos de un hincha de fútbol o similares, sino su revés. Se trata de un hombre solo, casualmente hincha de fútbol. Detenerse en este aspecto es no hacerlo con el abismo de su protagonista. Más allá de que Hijos nuestros también sea, claro, un film de un berretín insoslayable.
El feliz desmoronamiento del cine Con astucia, colores vivos y alegorías, ¡Salve César! mira con ironía a Hollywood. Personajes estrafalarios, alguno más o menos digno, persecuciones ideológicas y grandes películas. Todo con el estilo vertiginoso y el sello de los hermanos Coen. Cuando el cine visita al cine, o cómo una película puede ser agente metalingüístico del mismo e intrincado laberinto fílmico en el que se inserta. En última instancia, Hollywood sabe cuándo y de qué maneras contar su historia, con conveniencia y astucia, sin evitar que otros interesados puedan revisitarla. (Es cierto que hasta ahí nomás, Kenneth Anger no ha publicado una tercera parte de su Hollywood Babilonia por temor a las demandas.) Entre estas dos premisas se sitúan los hermanos Joel y Ethan Coen, sea por su inserción en la industria, pero sin perder la mirada marginal, de cuño independiente, que le han situado como artífices del mejor cine contemporáneo. Dentro de su filmografía, el cine negro es la categoría ejemplar: ya patente en el primer film, Simplemente sangre, con continuidad en otros: De paseo a la muerte, El hombre que nunca estuvo, Fargo, Sin lugar para los débiles. También presente en el clima de ensoñación rara propuesto por El gran salto, con reminiscencias al cine de Frank Capra. Seguramente, el título que mejor expone esta manera particular de hacer cine, que ha hecho de estos hermanos figuras referentes y autorales, sea Barton Fink. El gran cine de los años '40 aparecía como telón de fondo para la crisis de un dramaturgo devenido guionista, nada peor. Un enrarecimiento gradual envolvía a personaje y espectadores en este film magistral. Si se contrasta aquellos tonos oscuros, caídos, con los alegres valores saturados -símil technicolor- de ¡Salve César! y sus años '50, aparece una paradoja perfecta, que delinea el trazado cinematográfico que surge al contemplar las dos décadas. En este sentido, vale destacar que es el gran Roger Deakins quien sigue a cargo del apartado fotográfico, así como en Barton Fink, y que si hay algo que éste sabe capturar, es la ironía festiva de los hermanos. Por eso, a no creer demasiado en el clima de luz cálida y brillos que la nueva película de los Coen ofrece sino, antes bien, en lo que repta por debajo. El cine negro, otra vez, toca con astucia una nota de angustia. Es decir, los años '50 son parte de lo que se entiende como "época dorada", pero también son el momento de la caída, de la debacle de Hollywood. La televisión está tomando el relevo, en consonancia con el clima moral conservador. No falta, en este sentido, una oferta que seduzca a Eddie Mannix (Josh Brolin), el ejecutivo que sabe cómo lidiar con los caprichos, desmanes y talentos, de las estrellas y producciones fílmicas. Mannix es una especie de salvavidas que mantiene a flote lo que no se sabe cuánto más durará. Otro ofrecimiento de trabajo le mantiene en vilo, porque le significaría el retiro de este mundo "frívolo", tal como le dicen. El diálogo tiene lugar en un restaurante, exótico, con una ventanita que media entre los actores y oficia como falsa vista al mar. Pero previamente, atención, los Coen se regocijan en la recreación de un momento musical acuático, con reminiscencias a Busby Berkeley y Esther Williams, acá en la piel de una Scarlett Johansson iracunda, un deleite. Lo que aparece majestuoso, como homenaje sentido a esa fuga a mundos imposibles que los musicales de la MGM significaban, no deja de rebotar contra esa ventanita huraña, de corset televisivo, que apretará lo que en la gran pantalla es gran espectáculo. En este sentido también significa el momento musical superlativo, que corta al film como momento de celebración, en donde marinos sin mujeres lamentan su última noche en tierra con pasos de baile y referencias gay. Quien guía el asunto es Channing Tatum, y lo hace a partir de una coreografía con escobillón -guiño a Fred Astaire- y vestuario que replica los que usaran Gene Kelly y Frank Sinatra en Un día en Nueva York. Está claro que ¡Salve, César! está plagada de referencias cinéfilas, y lo hace desde la admiración a un cine que ya no se hace. Grandilocuencia y artesanía que no esconde, por otra parte, los entresijos raros, siniestros, entre los cuales ocurre verdaderamente la película de los Coen. De esta manera, y de modo inevitable, el macartismo de la época es transgredido en ¡Salve, César! como asunción literal de sus bravuconadas paranoicas, al instrumentar un comando de guionistas comunistas que secuestran a un actor estrella (George Clooney), artífice principal de la película de romanos en cuestión: una recreación monumental de los tiempos de Cristo -así como se anunciaba la misma Ben-Hur, nada casualmente en tren de remake, por estos días-, cuyo pase privado omite la representación divina porque, para eso, mejor que Mannix hable con los representantes de los diferentes credos y encuentre un acuerdo compartido. El momento es magnífico, debe verse. En suma, y entre tanto más, ¡Salve, César! oscila entre la admiración por el Hollywood del siglo pasado, la denuncia de sus artimañas políticas y cómplices, y la pregunta sobre el devenir del cine (acá está el interrogante mayor, que nada tiene de paródico mientras dice sobre el momento actual del séptimo arte). Allí donde la voz en off alerta sobre la función catártica, de letargo social del cine, habrá que leer sin la sorna adrede. Hollywood produce un adormecimiento manipulador, sólo los Coen son capaces de decir algo semejante. No sólo eso, además incorporan en sus diálogos términos como "dialéctica" a la par de prédicas comunistas que serán reiteradas por el actor secuestrado, de "cerebro lavado", pero sin un ápice de inteligencia artística en su medio de trabajo, una marioneta. Pero a no preocuparse, Mannix resolverá el entuerto, mientras confiesa en la Iglesia su adicción al cigarrillo y mira continuamente su reloj, como si el tiempo acortase lo que inevitablemente ocurrirá: el desmoronamiento de Hollywood. ¿Será verdad?
Algo de olvido y bastante perdón Desde los parámetros del cine de géneros, Kóblic confronta a un piloto de los vuelos de la muerte con sus fantasmas. Lecturas encontradas, que desvarían la mirada crítica. Un militar como héroe del relato y las casi "disculpas" por el tema abordado. Llama la atención que entre los comentarios que circulan alrededor de Kóblic, de Sebastián Borensztein, algunos se hayan preocupado por aclarar que si bien se trata de una película sobre "los vuelos de la muerte", también es otra cosa. Casi a la manera de una alerta, dedicada a tranquilizar a espectadores potenciales que, se supone, inmediatamente elevarían quejas al cielo ante "otra película sobre la dictadura". Lo estrictamente cierto es que Kóblic no es otra cosa más que una película sobre la última dictadura militar. Vale emparejarla con la filmografía del director, para situarla de manera cercana a Sin memoria (2010) y Un cuento chino (2011). Tal como lo figura el título de la primera, la construcción de la memoria está en peligro, y más vale preocuparse, no vaya a ser que uno de estos días, uno se despierte y no recuerde demasiado quién es ni de dónde viene. Un cuento chino, en tanto, comparte con Kóblic la estructura dramática: si en aquella, la guerra de Malvinas era el telón de fondo del personaje principal, de revelación final, en ésta hay una misma concepción para el Kóblic de Ricardo Darín, piloto de los vuelos de la muerte que lidia con su angustia. A diferencia del film anterior, acá el motivo está claro desde el vamos, a partir de una información gradual que se completa entre los sueños y rememoraciones de este capitán de la Armada. Es 1977. De manera furtiva, sin dejar rastros, Kóblic se esconde en el pueblito de Colonia Santa Elena. Algunas indicaciones bastan para que el espectador se sitúe; es decir, Borensztein sabe manejar de manera clara las referencias dramáticas: una pareja fugitiva, una llamada telefónica, ella lo abandona tras algunas indicaciones, él se ocupa en un trabajo, esconde sus armas e identidad. El pueblito tiene un comisario de peluquín, malísimo (Oscar Martínez); una mujer bella y sola, de vida detenida (Inma Cuesta); y un tugurio donde se bebe y visitan mujeres. Es decir, vínculos que remiten al western a la vez que definen los cruces y enfrentamientos entre los personajes. La nueva ocupación de Kóblic es también en un avión, ahora fumigando. Un desperfecto en pleno vuelo le causa un primer cruce con el comisario Velarde. A partir de allí, la sucesión de sospechas crece, mientras Velarde procura reestablecer la tranquilidad que él sabe cómo organizar, en consonancia con los dictámenes de su coronel, la alcahuetería, el uso licencioso del whisky, nafta y chicas, el gatillo fácil y los interrogatorios. De manera simétrica, Kóblic busca mantenerse invisible, mientras los sucesos le llevan a adoptar un rol diferente: el piloto de los vuelos de la muerte entrará en acción, será capaz de enamorar, y a la manera de tanto relato de redención, enfrentará sus fantasmas. Ahora bien, lo insoportable es que el héroe sea, justamente, un militar. En este sentido, hay mucho detalle que hace ruido, por permitir al film la posibilidad de exculpar a su personaje. Desde este punto de vista, vale aclarar y por las dudas, no se trata de discutir si hay o hubo militares poco convencidos de su tarea, sino de que sus crímenes son incontestables. Es cierto que el film de Borensztein recrea el hecho criminal militar como indudable, pero también lo es que lo hace desde las ensoñaciones del personaje, rasgo muy discutible. Todavía más al permitirle la confrontación y superación del mismo, algo que despide lecturas encontradas. Como ejemplo, un procedimiento similar se da en La lista de Schindler, donde Steven Spielberg recrea las cámaras de gas en forma de duchas y agua. Lo hace desde el suspense, a partir del conocimiento previo de todo espectador sobre el hecho aberrante, pero allí cuando debía salir gas, sale agua. No vale pensar si hubo o no duchas y agua en algunos campos de concentración, lo que importa es recordar que sí hubo cámaras de gas. Si el hecho se altera, la duda aparece. Por eso, aplicar los parámetros del antihéroe norteamericano a un militar argentino de los '70, es un riesgo. Si en aquel tipo de relato, el héroe es un personaje caído, de moral ambigua, acá la historia es otra -así como con el Holocausto, es por esto que La lista de Schindler es una de las peores películas de Spielberg-. El Kóblic de Darín es alguien que hace justicia por mano propia, celebrado en su accionar. Este rasgo sucedía de manera elocuente en la exitosa El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, donde el personaje de Darín -en quien la ley encarna- hace la vista gorda a la tortura final: un ojo por ojo ajeno a la prédica por la justicia de los organismos de derechos humanos. Además, Kóblic es "disculpado". Sea por la "no intervención total" en los vuelos que lo mortifican, sea por la adhesión final que el desenlace le depara. El film hubiese sido, por esto, mucho más arriesgado de haber evitado tales "amabilidades", así como por desvanecer la extrañeza sexual -con ecos raros, de síndrome de Estocolmo- entre Kóblic y Nancy (Inma Cuesta): la resolución es bien tonta por ajena a lo que incitaba; así, Kóblic queda inmaculado, y la pareja de Nancy, inculpada. Por último, al permitir la redención de su personaje, Kóblic, la película, avanza hacia un después que, más allá de cierta fuga infructuosa que podría tener el personaje, replica de otros modos en los tiempos actuales. Como si fuese un "mirar hacia adelante", con los ojos puestos en lo que sigue, antes que seguir varados en lo ocurrido. Quien escribe duda de que sea ésta la mirada de Sebastián Borensztein, pero su película admite tales lecturas, en una superposición de capas semánticas que terminan por bloquear lo que no se debe. No hay olvido, no hay perdón. Tampoco para Kóblic, le guste o no a su director.
Cuando nieve y música se encuentran Una película próxima a la maestría. Un film bellísimo, a partir de desencuentros y afectos contrariados. La necesidad de pensar el pasado como construcción del porvenir, en un ciclo que es vital y generacional. Que llegue a la cartelera una película del realizador chino Jia Zhangke es noticia suficiente. Se trata de alguien premiado de manera internacional, considerado uno de los cineastas más relevantes de su país. En su obra, entre otros aspectos, la transformación social y política de China aparece como temática de fondo, rasgo por el que su cine ha sido referido de manera excelsa. Lejos de ella no es la excepción. Si bien es éste el lienzo, Lejos de ella se mueve a partir de vidas compartidas, que coinciden, se aman y pelean, con algunos reencuentros, otros que ya no sucederán, mientras el tiempo sucede, imperturbable. En grandes rasgos, la historia germina a partir de la relación entre tres amigos, con el vértice puesto en Tao (Tao Zhao, actriz fetiche de Zhangke). Pero también, como se apuntaba, Lejos de ella es una puesta en escena sobre el tiempo. Está claro que toda película, tal vez o indirectamente, lo sea; pero pocas lo son desde el lugar autoconsciente, preeminente, en donde al tiempo se lo piensa, se lo somete a reflexión, como variable nacida a partir del criterio con el que se juega el montaje: acá hay una tarea de autor, de mirada personal que pone a prueba su concepción de cine; es decir, su concepción de mundo. En este sentido, el film de Zhangke exhibe una sucesión de etapas que son, por convención, tres capítulos o épocas. Una de ellas, se sitúa en el tiempo presente, coincidente con el año real de producción de la película (2014). Los otros momentos se localizan hacia atrás y adelante, con los años como manera de ubicar lo que ha sido y lo que sobrevendrá. En lugar de pensarse como un rompecabezas, en donde el visionado general culmine por unir lo que parece temporalmente esparcido, Lejos de ella apela a la sucesión lineal, al érase una vez, capaz de situar al espectador en el tiempo ocurrido hace, apenas, quince años. Mismo recurso de encanto que llevará a pensar el después, pero no como futuro hipotético, de ciencia ficción, sino como lo que de veras pasará. Este encantamiento es capaz de lograr un cuento de hadas melodramático, en donde las amistades y recelos tienen prólogo y epílogo en la canción "Go West", de Pet Shop Boys. Una elección que introduce a los personajes desde el baile, por fuera del argumento, como presentación de caracteres. ¿De qué maneras entender esta canción? De tantas formas como sea posible, con su idioma trastocado en un baile de quienes hablan otros: chino, mandarín. Hay otra canción también, en cantonés, que aparece como lo que desaparece y persiste. ¿Cómo será lo que la letra dice? El inglés, mientras tanto, prevalece en el futuro. Pero la música, invariable en su tristeza, persiste. Es esa canción, surgida de un momento casual, a través de presuntos compradores en el comercio de Tao, la que hilará ciertos destinos separados. El futuro de Lejos de ella ni siquiera tendrá lugar en China, sino en Australia, a partir de la vida del hijo de Tao. De acuerdo con el argumento: Tao tuvo en algún momento que decidir por el cariño de uno de sus amigos. Cada uno de ellos, situado en un lugar económico contrapuesto: mientras Jinsheng (Yi Zhang) es el favorecido, el que forma parte de la "elite", Liangzi (Jing Dong Liang) es el que usa la misma ropa, vive en los suburbios y trabaja incansable. Cuando Tao elija a su pareja, cuando le diga a su padre de quién se trata, éste responderá circunspecto. No está claro por qué. Tao, en tanto, mira desde un primer plano adorable. Están en un tren. ¿Hacia dónde? El momento es superlativo. El padre pareciera tener algo que decir, pero lo omite, prefiere una aceptación casi silenciosa. Su alejamiento hacia una ventanilla del tren es un momento delicado, donde nada hay de subrayado. ¿Qué es lo que esconden las miradas? Es un momento que suspende el relato, que aparece como un vaivén. En Tao se juega el porvenir. La mirada del padre parece guardar un saber. En Tao, todo está por suceder. En él hay una añoranza, quizás. Cada uno mira por separado, como si desanudaran lo que les ha unido. Hacia atrás, hacia delante. Hay otras marcas, que preguntan sobre cómo será. Por ejemplo, la vida promedio del cachorro que compra la pareja. Quince años, tal vez. El tiempo es inexorable, pero nunca como se lo predice (licencia futurística que la película, porque se sabe película, se permite). Habrá un perrito adorno en el automóvil nuevo. El tiempo ha sucedido. El cachorrito todavía vive, como un perro viejo. Vuelta de vida que espejará sobre quien no fuera favorecido por el amor de Tao; ahora, ella y él, atraviesan situaciones de vida con parentescos, algo solos, con dolores, una enfermedad. Ya nada resolverá lo que no ha sido. Los hijos ocuparán ese lugar, y con ellos, un mismo dilema que sobrevendrá. Hacia allí, con música en sus oídos, sin frío entre la nieve, se dirige Tao. O al revés. Porque ahora es su hijo quien la busca. Ha pasado demasiado tiempo, nada salió de acuerdo con lo planeado, pero una misma situación se reitera, porque así ha sido antes, porque así también habrá de ser. ¿Quién es mi madre o, también, quién ha sido? Hay una pregunta que despierta en este niño que ha crecido, en un ambiente ajeno al de sus padres. Ni siquiera persiste en él el recuerdo de un nombre. Algún vinilo le trae una sensación encapsulada, a través de una mujer que le enseña, comprende, también dolida. Hay diferencias de edad entre los dos, acorde con esos océanos temporales que el film juega a la manera de elipsis: apenas unos años, y el tiempo lo ha cambiado todo. Se quieren y están, pero ya no están. Todo, de hecho, está sujeto a este devenir fulminante. Nunca hubo manera de que se conocieran antes. Ella sabe que él debe partir. Para reencontrarse con quién es. Porque sobre él descansa demasiado, también se exige demasiado. Finalmente, la decisión, o el recuerdo de una canción tal vez escuchada, le llevan a desobedecer. Lo logra, con el dolor de quien le ama, mientras le esperan entre la nieve, con música, para luego pensar cómo será, justamente, lo que vendrá.
El caballero de las palabras aguijón La libertad de expresión, el vínculo entre arte y política, delaciones y listas negras. Dalton Trumbo aparece como síntesis y dilema. Una gran interpretación de Bryan Cranston. Los Oscar obtenidos, como premios al fantasma de un hombre cuyo nombre no podía ser dicho. Casi como una ironía, dada la vida del propio Dalton Trumbo (1905-1976), el film que lo recrea esconde su título (y nombre: Trumbo) por el ridículo Regreso con gloria. Es más, la semántica que le acompaña no hace honor a lo que la película postula sino, antes bien, a cierto mecanismo narrador donde el héroe culmina por obtener esa gloria imperecedera, que en virtud de los mandatos del mercado se dice éxito. Lamentable. Ahora bien, y con razón, puede acusarse a Trumbo, la película, de ser esquemática, de estructura lineal, pero lo cierto también es que no hay por qué pedirle al film de Jay Roach (Austin Powers, Locos por los votos) algo diferente, situado como está en una línea cercana a la que exhibiera Hitchcock: el maestro del suspenso, de Sacha Gervasi. En todo caso, son películas que podrán resultar, en muchos aspectos, didácticas, pero al mismo tiempo las moviliza una claridad que no está preocupada por ser emparentada con la artesanía de los personajes que recrean. Caer en tal comparación, desde el análisis, no tiene sentido. Antes bien, lo que debe rastrearse en Regreso con gloria es la construcción que sobre su principal retratado exhibe, porque Dalton Trumbo, como toda persona, es él y su contexto, pero con un dilema que encierra una época a la vez que actualiza su conflicto, en donde la libertad de expresión es el horizonte. Lo didáctico, en todo caso, estará en la recreación del momento histórico -el Hollywood de la posguerra-, en las acciones del denominado Comité de Actividades Antiamericanas, con el senador republicano Joseph McCarthy como uno de sus adalides, en la demonización del comunismo y la confección de las denominadas "listas negras", en los interrogatorios y las delaciones, amén del funcionamiento que los estudios de cine significaban en tanto productores de mercancías, más la entraña problemática en donde el arte era también una posibilidad. El nombre de Trumbo evoca todo esto, porque es uno de los referentes mejores y mayores, por su capacidad creadora, por su mirada crítica irrenunciable, por su provocación conciente. Trumbo responde, increpa, va a parar a la cárcel, cumple de modo socrático con la ley pero le devuelve a la misma industria la acusación, como un boomerang, al ser capaz de continuar trabajando, con alter egos diferentes, en películas de presupuesto exiguo, coherentes con esa tradición vasta y maestra que el denominado "cine B" le ha provisto a la historia cinematográfica. No sólo esto, también aparecen los premios Oscar obtenidos, como premios al fantasma de un hombre cuyo nombre no podía ser dicho: tal como lo refieren La princesa que quería vivir y El niño y el toro, este último con seudónimo. Tal como lo recrea, con lucidez, esa película de culto que es El testaferro (1976), de Martin Ritt, realizador que fuera incluido en las listas negras junto con varios de los intérpretes. Allí, Woody Allen cumplía con el rol prometido en el título. Por eso, una película que se acerque a esta problemática, que es a su vez reconocimiento a la tarea de alguien ejemplar, vale, y mucho. Hay algo de corrección política, es cierto, más aún cuando -dados los tiempos eleccionarios estadounidenses- la urgencia por resultar "demócrata" teje sus ejemplos: no faltará la adhesión a la causa negra, encarnada en la hija mayor de Trumbo, como continuación de la tarea paterna. Pero ello no desmerece la película, sino que la encauza en una misma declamación por la necesidad de los derechos civiles, y del recuerdo que sobre ellos se necesita. En este sentido, hay algo que es esencial por anterior a cualquier mandatario, norteamericano o de la nacionalidad que sea. Por otra parte, el partido demócrata no ha sido nada ajeno a la cacería de brujas de aquellos años. (Basta pensar otros ejemplos, localizados por acá nomás) Es interesante también encontrar en la película, esos nombres que aparecen de modo rutilante, tal es el caso de los delatores: los actores Robert Taylor, Ronald Reagan, John Wayne, la periodista Hedda Hopper (Helen Mirren), tienen sus caracterizaciones de archivo o con intérpretes. Es curioso también pensar en cuáles son los otros nombres -muchos, al fin y al cabo- que no se ven o leen, tal como el de Walt Disney. Pero lo todavía mejor, es el detenimiento sobre esa zona a veces caracterizada como gris, en donde muchos de los acusados culminaron por delatar -para la garantía de su trabajo, como es el caso de los cineastas Elia Kazan y Edward Dmytryk- y que el film emblematiza en el actor Edward G. Robinson: "dependo de mi cara", se justifica; "vos podés usar seudónimo", le dice a Trumbo. El escritor, en un gesto que enaltece al film, está lejos de recriminar, sino que prefiere devolver al actor el dinero alguna vez prestado para la causa. Lo que hasta ahora no se ha referido es la interpretación del actor principal: Bryan Cranston resulta medular, capaz de hacer olvidar ese gancho inevitable que un personaje televisivo acarrea -el Walter White de Breaking Bad-, para devolver vida a Trumbo, a sus ideas, a la permanencia de una mirada artística que debe ser crítica porque lo que la moviliza es una concepción de mundo. Su Trumbo está por momentos complacientemente tironeado entre su adhesión a la causa comunista y el mejor contrato posible para un guionista de la meca del cine. Sus gustos y caprichos -la bañera como escritorio, la boquilla, el lago artifical- lo vuelven un personaje ineludible, a la espera de ser increpado, capaz de echar a perder una fiesta porque lo que importa es la huelga, para lucir así una verborrea que no es mera acumulación de palabras ni desborde, sino ejercicio de quien sabe utilizarlas porque hay una mirada de mundo que la guía. Sus guiones, justamente, están atravesado de esta cosmovisión, y es ésa, y no otra cosa, una de las razones por las cuales alguna vez Hollywood tuvo -gracias a artífices extraordinarios como Dalton Trumbo- uno de los mejores cines posibles.