Lo que guarda el final del arco iris Un tesoro escondido como móvil para aventuras, disputas, contradicciones. La historia rumana contenida bajo tierra, con personajes decididos a descubrir cuánto hay de verdad. Cannes premió este film por la magistral narración del director. La búsqueda de un tesoro remite a aventuras, juegos, relatos. El cine la ha abordado desde todas las facetas posibles; entre ellas, con películas que permiten a sus intérpretes (y espectadores) jugar como si fuesen chicos grandes. Allí, por ejemplo, Oro y cenizas (1992), donde Walter Hill actualizaba un mapa con promesa de fortuna entre mafiosos de suburbios. O la anterior y demente Piratas (1986), en la que Roman Polanski le hace comer un ratón al gran Walter Matthau. En todo caso, el premio que espera a ser encontrado es móvil para el drama. Qué es lo que allí se esconde, entre riquezas y secretos, no puede menos que seducir. Algo así sucede también en El plan perfecto, de Spike Lee, con sus joyas guardadas en un banco, junto al secreto cómplice de empresarios con nazis. Es que a los tesoros se los guarda en esos ámbitos, en los bancos, nunca en casa. Así le dice la madre al hijo en la estupenda El tesoro, del rumano Corneliu Porumboiu, cuyas películas previas, todas estrenadas, el espectador sabrá recordar: Bucarest 12:08; Policía, adjetivo y Cae la noche en Bucarest. Con su film más reciente, Porumboiu ha sido premiado en el Festival de Cannes en la sección "Una cierta mirada" por su "narración magistral". No es para menos, el realizador rumano posee una comprensión del tiempo cinematográfico que, si bien varía entre sus títulos, sabe dónde y cómo exasperar. Pueden ser momentos muertos, suspendidos en la nada, también llenos de ansiedad. Su cámara nunca se altera, y los personajes explotan por dentro. En El tesoro, el MacGuffin lo plantea la invitación del vecino: uno apenas conoce al otro, pero entre los dos habrán de unir fuerzas para encontrar un tesoro viejo, apenas contenido en palabras oídas. Allí hay legado familiar, también crisis, régimen comunista, esplendores caídos, fantasmas más o menos aullantes. Ese tesoro podría estar en el terreno que media entre dos casas abandonadas, heredadas por este hombre casi desvencijado, a punto de sucumbir económicamente. Esas casas hablan de otros tiempos. Han sido refaccionadas, remodeladas como bar y club de striptease, con resabios de ladrillos y hierro de cuando eran fábricas. El recurso es brillante, porque apela a una síntesis histórica, de luces y sombras. Si el tesoro en cuestión posee objetos que daten de tiempos anteriores a la Segunda Guerra, serán de un valor especial. La policía es la custodia de estos descubrimientos, así que más vale ponerla al tanto. Pero estos vecinos -no amigos, sino apenas socios- se ponen de acuerdo para ver cómo salirse con la suya del mejor modo posible. En este devenir, hay trampas que sortear, que parecen mínimas o ingenuas, pero que construyen de a poco un tejido en donde la hipocresía es moneda de cambio. De alguna manera, todos eligen un camino alterno. Desde este lugar, El tesoro se construye a partir de un guión meticuloso, en donde la suerte que podría guardar el tesoro se justifica pero también se problematiza. Por un lado, porque se condice con el comportamiento de la mayoría: buscar el camino más corto; por el otro, porque las presiones económicas son duras, y cómo no creer en las promesas del final del arco iris. Por eso, ¿desde dónde cuestionar a los personajes? O también, pensar el film de Porumboiu como la semblanza de una sociedad en donde las decisiones económicas, políticas y personales se imbrican en una homeostasis que necesita, finalmente, de promesas misteriosas, en la forma del mito que se elija, para continuar en sus contradicciones. Esta aventura -que Porumboiu trata como tal, desde las coordenadas habituales de su cine, sin exitismo ni golpes de efecto, pero con el acento puesto en el desvío de la rutina- convive con la realidad cruda, con la explotación del suelo y la inercia económica de pueblos enteros. Estos datos se cuelan en el film, a través del televisor casual, como comentario irónico: está claro que el televisor no es un lugar a partir del cual soñar, mientras que el cine sí. Con su película, Porumboiu apela a algo ajeno a cualquier programa televisivo, con la tensión puesta en lo que podría pasar si, finalmente, los sueños fuesen ciertos. La alusión a la tierra muerta de las noticias tiene relación con las bombas inertes que su interior todavía guarda. Pero no es para esto que los socios necesitan del detector de metales, cuyo operador -otro avivado- reparte comentarios que salpican con los de estos otros, particularmente con el más desesperado, el que sospecha y está más ansioso, a quien la plata no le alcanza y está a punto de perder lo poco que tiene. Cuando se localice el lugar dónde cavar, los ánimos comenzarán a estirarse densos, de manera articulada con el atardecer y la noche. Hasta alcanzar planos detalles que den cuenta de la inminencia del desenlace. Luego, lo mejor. Las posibilidades a desplegar son el momento para el que la película prepara, y el realizador lo tiene bien claro. De paso, dice lo que debe -sin mensajería a domicilio ni moralinas para leer- sobre un sistema financiero de marcas registradas, capaces de provocar la admiración de los desprevenidos mientras se manejan los piolines de un mundo entero. Pero en verdad, El tesoro es una película sobre la infancia. Hacia allí se dirigen todas y cada una de las paladas de tierra, en procura de ese mundo que alguna vez se habitó. Igualmente, no faltarán los matices, ya que hay que tener claro que se juega a los piratas porque se copia al mundo adulto. Es por eso que hay ciertos gestos que, si se los continúa de por vida, terminan por pegarse al cuerpo. La película culmina con un plano de cielo en donde el sol -en medio de una plaza, pero en alta mar, ¿por qué no?- supera todas las imbecilidades financieras o cotidianas. Ese sol, y nada más, es la elección final del director, así como la consumación de una puesta en escena magistral.
Armas y disfraces en defensa propia El más fuerte contra el más inteligente. Una película de sobreabundancia discursiva, que justifica su precariedad cinematográfica y la prédica bélica. El film se reduce a una tardía consumación de una serie de clichés en la temática "superhéroes". Que se trate de un "tanque", con superhéroes, que tenga plaga de efectos digitales, no hace a la cuestión. En todo caso, lo penoso de un film semejante estriba en su responsable. Vista la catarata de películas previas del mismo director (300, Watchmen, Sucker Punch), de Zack Snyder -el "protegido" de Christopher Nolan- nada diferente podía esperarse. Ahora bien, ¿por qué detenerse en Batman vs Superman? Vale su análisis porque se trata de la consumación de un capítulo (tardío) en el nuevo paradigma del cine digital: los superhéroes. No hay concepto mejor para esta nueva manera de hacer y pensar cine. Las anécdotas sobre los cables de los que se colgaban los viejos Supermanes, con el insigne Christopher Reeve como corolario, han quedado en la historia; tanto como el traje de movimientos limitados del Batman de Michael Keaton. Batman y Superman han dibujado un yin yang de décadas. Y algunos de sus films son, justamente, de los mejores que el vínculo cómic-cine ha dado. Pero la historia, y el cine, ahora son otra cosa. Así que, ¿cómo adecuar lo que parece demodé, o cursi, y de paso sepultar aquellas trompadas de Adam West al ritmo de onomatopeyas televisivas? La respuesta tiene foco en el Batman de Christopher Nolan, con su mensajería moral a domicilio, frívolo y convencido de lo que hace. No importa si la ley lo limita, él sabe lo que es mejor. Y predica. Los seguidores no han faltado. (Se trata, en última instancia, de un justiciero millonario.) Dólares de admiración para la trilogía de un director que ha reiterado, en su filmografía, un mismo esquema motor, que en sus Batman pone al servicio del clima terrorista contemporáneo. La Ciudad Gótica de Nolan dejó de ser la de un cuento de pesadilla para tener la fisonomía de la metrópoli moderna y sus miedos. El salto a la Metrópolis de Superman vino con El hombre de acero, con producción de Nolan y dirección de Snyder. Por primera vez, Superman mata. De manera decisiva, convencido de semejante solución. No es algo que debiera llamar la atención. Ocurre en cualquiera de las películas de Snyder: 300 es el canto de guerra del poderío norteamericano; Watchmen es la asunción discursivo-epidérmica de una gran historieta, asimilada como lo que no es: una película de superhéroes. Watchmen, en este sentido, es el mejor ejemplo: su presunta mirada crítica no fragua, mientras replica las angulaciones de los cuadritos de origen de manera perversa, por inversa: lo que el cómic de Alan Moore denunciaba y destrozaba (los superhéroes y su lógica fascista), Snyder lo reconstruye. La ratificación estará en sus films siguientes, dedicados a la consolidación de este género cinematográfico. De esta manera, Batman vs Superman es la consumación -tardía por tratarse de dos personajes pilares, recién insertos en la nueva modalidad- de todos los clichés del realizador, lector devoto del dibujante Frank Miller, quien no ha dudado en repudiar el movimiento Occupy Wall Street así como en parodiar y ajusticiar árabes en su historieta Holy Terror (2011). Cuando Miller renovó a Batman en 1986 con The Dark Knight Returns, muy pocos se abstuvieron de aplaudir eufóricos. Uno de ellos fue el gran crítico español Javier Coma, alertado por el tinte fascista que propugnaba el dibujante. Huelga decir que es ésta la historieta que está detrás del Batman/Superman de Zack Snyder. Si el Batman de Snyder es el guardián que vuelve a las calles porque la ley falla ante peligros novedosos -la secuencia inicial es pura recreación del 11-S, así como nudo con el desenlace de la anterior El hombre de acero-, su Superman habrá de volver a matar. A quién, no es algo que se revelará. Sí que el Lex Luthor de Jesse Eisenberg parece demasiado bufón, a medio camino entre la caricatura y la seriedad boba de la película. No está claro qué es lo que el actor compone. Pero sí, al menos, que es un CEO, y que es un villano. Algo es algo. Ahora bien, que la maldad descanse en los hombros de un empresario inescrupuloso no hace más que coincidir con la crítica superficial que Watchmen ya postulaba. En Batman vs Superman los representantes de la ley aparecen inmaculados, como héroes que batallan entre otros que se corrompen, de caras invisibles. Mientras los sucesos enfrentan a los titanes, lo que se cuece es el cruce mayor entre éstos y los supervillanos de las entregas próximas, está claro. Lo que en todo caso no se entiende es la construcción desbordada de las secuencias de batalla. No aportan absolutamente nada. Aparecen como una catarsis epiléptica, luego de casi ¡dos horas! de diálogos "sesudos". Plagadas de encuadres que son postales (o "trading cards"), en donde los personajes están en pose, para luego apurar los movimientos. Una bobería que tiene mejor ejemplo en las secuencias de acción de El destino de Júpiter, de las hermanas Wachowski: planos digitales abstractos, sin coherencia, pero acordes con un vértigo narrativo dislocado, que apunta a una sensibilidad distinta, casi exenta de analogía. Allí hay más cine que en un solo fotograma de Snyder. En rasgos generales, este "enfrentamiento" no ofrece más emoción que la de cualquier capítulo de la serie de Adam West, tal vez menos, ya que aquel batimóvil (¡el Lincoln Futura!) no tenía necesidad de ser un arma homicida, que disparara armas de todo calibre. Este batimóvil-tanque arrasa con lo que se le cruza, asesina y ajusticia. La misma película lo justifica, al poner en boca de Perry White (Laurence Fishburne) la frase aleccionadora, dirigida a su periodista, Clark Kent: "Esto ya no es 1938", en referencia al año de aparición de este primer superhombre, quien elegía situarse del lado de los desfavorecidos de la gran depresión. Los tiempos son otros, los del periodismo también. Superman, ahora sí, está listo para matar.
Naranja al agua y nieve de película Tangerine transcurre en vísperas de Navidad, entre muchos personajes y una ciudad siempre apurada. El cine dentro del cine. Diálogos veloces para una angustia que amenaza con aparecer. El director Sean Baker vuelve a exteriores, con luz empalagosa. "Los Angeles es una mentira con un envoltorio bonito" se escucha en Tangerine. Que lo diga una película que hace de sus calles la escenografía, vuelve a Hollywood cobertura de torta. El film resultante, así, estaría escondido tras la argamasa de la apodada "meca del cine". El director Sean Baker ya practicó algo semejante en la anterior Starlet: rodaje en exteriores, luz tan cálida que resulta empalagosa, con personajes habituados a peregrinar entre calles y casas idénticas, amén del cine pornográfico como uno de sus ámbitos de elección. En cierta ocasión, el escritor Ray Bradbury se quejaba de la memoria fugaz de esta ciudad, sin amor o recuerdos por las grandes películas que allí germinaron. Su alma parece deambular para adoptar el cuerpo fílmico que mejor le convenga, tal como expone la extraordinaria Los Angeles Plays Itself (2003), de Thom Andersen. En todo caso, tal lectura la habilita la notable película de Baker, que apela a protagonistas tan llamativas como también lo es su elección del iPhone para el registro. Tangerine, en este sentido, da cuenta de una continuidad estética en la obra del director, también contestataria: se trata de una película rodada en el off Hollywood. Sus travestis caminan sobre el boulevard de las estrellas desde una ironía que parece casual, en la que no reparan, pero que congenia con el espíritu bufón -si bien de impacto calculado- del gran John Waters. A la manera de Waters, Tangerine se sitúa a la altura de sus personajes, les celebra. Es marginal. Convive con sus alegrías o penurias, sin juzgar o explicarles desde el bendito perfil psicológico del mainstream. Sin-Dee y Alexandra (Kitana Kiki Rodríguez y Mya Taylor) hablan y se mueven frenéticas. La película lo es, su ritmo no da respiro: hay mucho slang, decires superpuestos, reacciones imprevistas. Resulta que Sin-Dee sale recién de la cárcel, y se entera de que su novio/proxeneta le ha estado engañando. A buscarlo, a las corridas. Mientras, Alexandra se prepara para cantar por primera vez en público. Las líneas argumentales disparan hacia rumbos paralelos. En tanto, un taxista armenio carga y descarga pasajeros viejos, ebrios, malhumorados. Su familia le espera para la Nochebuena, pero sus ganas de estar -como acostumbra- con una travesti también. Son varias las situaciones que Tangerine perfila, de manera atropellada pero como piezas recíprocas. Hay un apuro que le hace respirar de manera entrecortada, a través de encuentros y desencuentros que marcan síncopas. Sus escenarios son inmediatos. Por ejemplo: la habitación de hotel vuelta prostíbulo, capaz de alojar varias chicas con sus clientes. Allí va a parar Sin-Dee, en busca de la mujer de sus odios. Una vez dentro, la cámara le acompaña y muestra todo y nada, tan veloz como el rayo que ella es: en cada recodo parece esconderse alguien más, en plena faena sexual, con la madama gorda que les regentea. Otro momento, superlativo, es el del desenlace, en el local de comida, con la dueña oriental a punto de llamar a la policía, mientras los personajes se amontonan cada vez más, cada uno con sus desesperaciones, en plan hermanos Marx. Se sabe que una vez se alcanza el punto máximo, lo que sigue es su descenso. Cuando se arriba a esta situación, lo que queda después es un vacío que vincula a todos por igual. Como si las fachadas cayeran para mostrar lo que de veras es. Curioso caso el de esta ciudad que fascina pero, sin embargo, nada o poco contiene. O también, pensar en el esfuerzo por hacer de esta angustia compartida un ámbito al que mejor cubrir y mentir. Con películas, por ejemplo. La paradoja está en que Tangerine es una de ellas, si bien con el talante suficiente como para ahogarse en sí misma, al ser ajena a las tonterías de las marquesinas o las alfombras rojas, y sin depender de la felicidad prevista por la nieve de Navidad. Es más, no hay nieve. En Los Angeles -en cuyos estudios, tantas películas de nieve navideña se han filmado- hace calor, y el fulgor del tono fotográfico de Tangerine recuerda el gusto de un helado de naranja al agua. En suma, un artificio que se sabe tal, diluido y presto para el consumo rápido. Los personajes de Baker hablan y caminan veloz, como si fuesen concientes de la declinación inevitable de esas casas que hacen a esos barrios todos iguales, acordes con una mampostería que se sabe precoz y móvil, carentes de una arquitectura que rememore tiempos idos. Todo es en presente, ni siquiera se repara en los días vividos en la cárcel por Sin-Dee o en la Armenia natal del taxista, pero sí hay momentos en donde lo insondable surge y, ahora sí, nada de palabras, sino: la peluca arruinada, el dinero que no alcanza, la familia como cáscara, el amor que no es, la droga compartida, la amistad a pesar de todo o, tal vez, a punto de caer también. Para que esto suceda, hay que demoler lo que se ve. Tirar abajo las fachadas. En este sentido, algo tendrá que ver la participación de las travestis, en quienes la elección sexual provoca un dilema en algunas personas. Paradójicamente, Alexandra y Sin-Dee se revelan de manera auténtica, mientras otros no dudarán en agredirlas. Tangerine se reserva un momento semejante. También, podría pensarse, porque aun cuando Estados Unidos suponga un lugar ideal de comunión de razas (armenios, negros, orientales, blancos) también lo es de la misoginia y del retardo intelectual. El cine norteamericano ha hecho un caldo de cultivo con estos temas. De esta manera, Tangerine propone un camino de ida y vuelta simultáneo y simétrico, avanza en una dirección a la vez que provoca el mecanismo inverso: al maquillar y vestir sus cuerpos, lo que Sin- Dee y Alexandra logran es la destrucción de la superficie ajena. Proyección y deconstrucción. Las dos, rayos imparables. El sismo resultante afecta a todos, por supuesto que a ellas también. En ese límite que une y desune, porque desequilibra y re-equilibra, se juega el cine de Sean Baker.
Medidas extremas y moral maleable A partir de una cámara nerviosa, que interroga, esta película asume un conflicto que no termina. El conflicto moral de un soldado y la ética de una sociedad y sus contradicciones como dimensiones problemáticas, también bélicas. Sin estridencias, con un énfasis puesto en la reflexión y su incomodidad, aparece A War: La otra guerra. La película del danés Tobias Lindholm tuvo nominación al Oscar en la categoría Mejor Film de habla no inglesa ‑amén de un recorrido por muchos festivales internacionales‑, rubro donde fuera merecedor otro título de índole igualmente bélica, El hijo de Saúl, todavía con estreno pendiente en Rosario. El trabajo de Lindholm no es tan desconocido para el espectador. Repartido entre algunos largometrajes propios y guiones para otros directores, destaca El secuestro (2012) ‑cuya temática coincidiera con la de la norteamericana Capitán Phillips, de Paul Greengrass‑ y su guión para La cacería (2012), la notable película de su compatriota Thomas Vinterberg, también nominada al premio Oscar. Desde rasgos generales, puede apreciarse en Lindholm una mirada de talante crítico, interesada en adentrarse en conflictos que permitan un prisma sobre las contradicciones del cosmos social. Es éste el rumbo de La otra guerra, cuyo título de origen es más elocuente por suficiente: Krigen (Guerra). Está claro que toda guerra es mucho más que lo que Lindolm expone, pero ¿cuál otro título valdría para este trauma de carácter social insalvable, quizás moralmente irrecuperable? El film se estructura de manera simétrica, entre un primer tramo dedicado a dar cuenta de las tareas de un grupo de soldados en Afganistán y un segundo capítulo que transcurre en Copenhague, entre la sordidez de un clima árido y el funcionamiento de la ciudad. Un equilibrio que no es planteo esquemático, sino contrapunto que relaciona ambas partes, de manera necesaria. Esta necesidad la provoca el retrato del líder del pelotón (a cargo de Pilou Asbaek, actor fetiche de Lindholm) y su vida familiar. Durante su primera hora, La otra guerra transcurre desde el montaje paralelo, a partir de la vida cotidiana de su esposa e hijos, subsumidos en los trastornos escolares, laborales y hogareños. Hay llamados telefónicos que intentan paliar las ausencias. En un punto ‑acá lo más sensible‑, tal planteo no dista nada de cualquier otra situación semejante: el padre trabaja afuera y la madre procura sostener el equilibrio del hogar. Para llegar a esta instancia, el film apela a momentos que prologan de manera ascendente. El comienzo mismo es el de la explosión y la vida del soldado que muere entre las manos de los compañeros. La desesperación, las tareas sin objetivos claros ‑si bien se trata, presumiblemente, de proteger a afganos de talibanes‑, la rutina de lidiar con la muerte, hacen mella en varios. Uno de ellos llega a las lágrimas, pide volver a casa, tiene miedo. Y el comandante que entiende y busca alternativas que lo contengan. Este vínculo será el detonante del episodio posterior, sea como reiteración de la muerte inicial, sea como disparador de la decisión militar desafortunada que sobrevendrá. La cámara adopta, en todo momento, un punto de vista partícipe, al acompañar a los soldados en sus misiones, al ingresar en moradas desconocidas, al disparar contra el sospechoso de armas. Además, es una cámara en mano, que contagia el andar de los personajes y asume la situación endeble en la que se toman ciertas decisiones. Ahora bien, no porque se trate de entender el comportamiento bélico como cosa loable, sino por introducirse en una lógica en donde los errores están presentes de manera indefectible, y en las manos de personas que gustan, por ejemplo, de bromear con el cadáver reciente, inventando maneras ingeniosas, negrísimas, con las que referir tales bravuras a sus hijos: porque, ¿cómo explicar a un hijo que se ha matado, que se sabe matar? Ocurrida la decisión fatal, que involucrará la muerte de civiles, el comandante es llamado a declarar en su ciudad y La otra guerra cambia de carátula, al volverse un film de litigio, con la palabra como continuación de un mismo enfrentamiento. Contienda que así como hermana para la decisión de un enemigo, encuentra también disidencias internas que hay que purgar para poder, en suma, proseguir con los otros disparos. Si papá hacía mucho que no venía, ahora está, por fin, en casa. Y más vale que no se vaya, porque lo necesitamos. Nada de cárcel para él, aun cuando fuera culpable. ¿Lo es? Las pruebas están, pero son también maleables. Y lo que confabula, en última instancia, es la camaradería y aprecio y respeto que entre pares sobresale. Si lo que realizan es espantoso, habrá también que pensar cómo es que el mismo orden social se vale de ellos. Les forma para hacer lo que hacen, luego les juzga. En el medio, la pregunta del hijo al padre: ¿mataste? En última instancia, La otra guerra apela a la responsabilidad, al comportamiento moral como eslabón social de fundamento. Cuando el niño repasa países en el mapa del dormitorio, ante la vista del padre, inicia su enumeración en Afganistán y culmina en Estados Unidos. La observación cierra un círculo que dice más que cualquiera de esas encíclicas con las que demasiado cine de mensaje se cree, todavía, benefactor. Mejor aún, hay una escena estupenda, de índole metalingüística. Es así: los soldados están reunidos para escuchar las palabras del comandante, quien les invita a ver un video del soldado herido, recuperándose ahora en el hospital. Los soldados, en sus sillas y amuchados, observan el plasma con el mensaje del compañero, bajo una carpa que recuerda una función de cine primitiva. La "película" vista es elemental, de prédica eficaz, retórica. Tiene golpes de humor, es efectista, no evita el patetismo. La reacción final es la del aplauso contagioso, casi con lágrimas. Un desenlace irónico para lo que es, en suma, trágico. Los medios, se sabe, construyen realidades tendenciosas. Por aspectos como éste ‑sagaces, provistos de cine‑ es que La otra guerra es una gran película.
Dentelladas detrás de una aparente fragilidad De un realizador danés, cercano a Lars von Trier, como lo es Jonas Alexander Arnby --partícipe en el arte de Contra viento y marea y Bailarina en la oscuridad--, una ópera prima merece ser vista. Se trata de Cuando despierta la bestia; y de manera acorde con el cine del maestro, el escenario es un pueblito pesquero, cerrado, de pasiones escondidas, con la mecha corta como para saltar enseguida sobre el culpable de turno. Ahora bien, la protagonista es alguien que está por comenzar una vida independiente, con trabajo propio. Sus dieciséis años la convierten en ese monstruo que es todo adolescente, sin saber bien hacia dónde habrán de mutar sus decisiones y su cuerpo. Interrogantes, en suma, que carcomen a Marie (Sonia Suhl), esta niña flaquita, de fragilidad aparente, que se debate entre el papel social que la comunidad le depara y una extraña herencia materna que la llama. En este sentido, la escena inicial postula la puesta en escena general: Marie aparece descarnada, con su cuerpo semidesnudo ante la mirada vigía del doctor, quien aportará observaciones y recetas para paliar lo que en la piel asoma. Si la mancha imborrable se expandiera, el ejemplo de su consecuencia descansa para la vista en el cuerpo de la madre: en silla de ruedas, al cuidado de un padre que algo sabe pero calla. De manera notoria, el film de Arnby se emparenta con Carrie, de Brian De Palma; al menos desde la inserción que su protagonista debe cumplir en la vida social. Si en el film maestro el escenario era el colegio secundario, acá la situación será la del ámbito laboral. Marie es una recién llegada que recibirá miradas que murmullan, más un acto bautismal por medio del cual le darán una bienvenida siniestra. De a poco, la niña hará confluir broncas y fastidio, mientras una herencia de animal en ciernes la somete paulatinamente. Lo que asoma es un placer casi desconocido, algo oculto. La alusión sexual será, en este caso, explícita. Está claro que la ligazón entre monstruo, bestia, sexo, es del cine y la narrativa de toda la vida. De esta manera, el diálogo con el cine de terror encuentra en Cuando despierta la bestia su cauce definitivo con la licantropía. El silencio de la madre paralítica parece por momentos atisbar sonrisas malévolas. Será cuestión de tiempo para que Marie decida, de una buena vez, asumir quién es. No importará, por ello, cuántas dentelladas deba dar; en todo caso, ninguna de ellas será garantía suficiente para escapar, de una buena vez, de este pueblito de vidas marchitas. Con una narrativa que perturba, al confundir el registro de la cámara con la vida cotidiana, el film logra el olvido del factor fantástico. Es más, por momentos resulta superfluo, dada la decisión de evitar una iconografía terrorífica. Lo que sobresale, en síntesis, es la figura femenina, indomable. Sitiada o paralizada, pareciera que no hay manera de doblegarla. Una vez liberada, la cacería inicia y ésta, por otro lado, es el lugar masculino favorito. Es por eso que los hombres del pueblo, en secreto, están esperando que Marie los provoque.
Un bosque de almas en pena Bosque y cabañas y fantasmas japoneses, pero de esos que no tienen efectos digitales sino maquillaje. De todos modos, hay un poco de los dos. El balance está bien y, dado el argumento, tendrá que ver con el equilibrio supuesto por las gemelas protagonistas. Una de ellas viaja en busca de la otra. A Japón, al bosque Aokigahara, donde los suicidas prefieren el retiro de sus almas. Antes bien, mejor dar cuenta de Jason Zada, el realizador detrás de El bosque siniestro, ópera prima de quien saltara a la palestra con Take this Lollipop, una aplicación que se vale del Facebook para aterrorizar al espectador: todavía puede consultarse su sitio web y personalizar la experiencia: un maniático revisará tus datos y saldrá a buscarte. Con El bosque siniestro, Zada se mete en el cine y a otra cosa. Se nota que está cómodo con el género terrorífico y que sabe situarse un paso más allá de lo previsible. Es decir, su película se parece a muchas pero tiene su toque distintivo. Desde el vamos, la variación temporal sacude la historia, con Sara (Natalie Dormer) desdoblada entre su vida en Estados Unidos y el viaje a Japón: flashback o flashforward, sueño o vigilia, anverso y reverso cuantas veces sea necesario, desde una cámara nerviosa, de imagen texturada, casi subexpuesta. En suma, dos caras de la misma situación que replica entre ella y su gemela, Jess (también Dormer). El relato adquiere línea temporal precisa una vez encuentra el camino que le guíe por el bosque suicida, ese ámbito que desde el Monte Fuji, dicen, parece un océano verde. Acá, de nuevo, el vínculo de límite raro del director: ver en el film las imágenes que Sara "googlea" es un acto que el espectador puede repetir en su ordenador: esas mismas imágenes horribles saldrán a su encuentro, Aokigahara no es un mito. Ese bosque existe y, según Sara, su hermana está viva. El sendero del que le advierten no apartarse es marca dramática para esta caperucita rubia, cegada por encontrar a su hermana pero, sobre todo, por redimirse de los ojos cerrados que le evitaron un horror de infancia. Quien sí presenció aquello es Jess. Entre estas dos miradas, se entreteje el argumento de El bosque siniestro. Un equilibrio que oscila entre lo cierto y lo imaginado, el mito y la verdad, la vida y la muerte. Jess y Sara como una unidad que deberá resolver una herida que todavía duele. En líneas generales, la propuesta del film se sostiene, atrapa, todavía más cuando una vez superadas las pruebas mayores, encuentre armonía en su desenlace. Entre lo mejor: el reconocimiento de un cadáver al que, ceremonialmente, Sara es invitada. Por eso, pueden pasarse por alto algunos golpes de efecto que no agregan demasiado, tal vez impuestos al ánimo del realizador, tal como lo supone el último plano, que parece desgajado del tono dramático, así como coincidente con un tipo de cine que nada tiene que ver con lo visto hasta ese momento.
El sueño es el otro lado del espejo Con una sencillez aparente, de matices críticos, Brooklyn compone una historia de afectos y desgarros alrededor de una inmigrante irlandesa, los años '50 y el sueño americano. La gran caracterización de la joven actriz Saoirse Ronan. El cine es el arte de la inmigración. Los viajes entre continentes le acompañan desde siempre, con el Charlot de Chaplin ‑en El inmigrante (1917)‑ como uno de sus primeros ejemplos. También porque las películas se hacían mientras esos movimientos de masas ocurrían, con el cine como el medio de expresión que el siglo pasado privilegió. En este sentido, las películas quedan como testimonio de las épocas, capaces como lo han sido de capturar el movimiento de las aguas a la par de los sentimientos encontrados, heridos entre el abandono de la tierra y un porvenir fortuito, promisorio. Entre ellas, una que es ejemplar: Good morning Babilonia (1987), en donde Paolo y Vittorio Taviani emigraban con sus personajes a la tierra en ciernes que era Hollywood, para encontrar allí a ese otro padre que es, para el cine, David Wark Griffith. Con momentos de pantomima y ciudades de cartón ‑para una pantalla capaz de capturar todos los tiempos históricos, tal como sucedía en Intolerancia, de Griffith‑, los Taviani citaban con el vaivén de los platos de sopa en alta mar al inmigrante del bigotito y bastón, otro de los padres fundadores. Con esta película, los hermanos italianos situaban en Hollywood el acta de nacimiento y su lugar en el mundo: el cine. Porque es allí donde fueron a parar tantos otros exiliados, refugiados y viajeros, para hacer del cine una patria compartida y resentida; Hollywood, se sabe, recibió y expulsó. La reciente Brooklyn, consciente del hecho, se inscribe allí, en ese mareo con malestar de barco que zarpa, entre la incertidumbre de lo que sobreviene, y la certeza de lo que se pierde. La acción se sitúa en los años '50, a partir del viaje que Eilis (Saoirse Ronan) emprende desde su Irlanda natal. Detrás quedan su madre y hermana, alguna amistad, y el trabajo oscuro en la panadería. La valija apenas carga algo que vestir. La propia hermana es quien alienta la partida, amparada por la ayuda que propicia uno de los párrocos de la Iglesia. Brooklyn es, apenas, esta historia. Antes bien, sabrá encontrar su momento fundamental cuando Eilis deba volver. Allí es donde la película aparece, en el desgarro dialéctico, en la renovación de un dolor que parecía abandonarse para, de pronto, reaparecer en la forma de un encantamiento peligroso, que paraliza. Desde luego, para llegar a esta instancia, la película tendrá que recurrir a sus costados más o menos previsibles: el acostumbramiento a la nueva ciudad, la melancolía, el trabajo, los estudios y el afecto. Hasta que aparezca el amor, momento que hará crisis en Eilis, en coincidencia con las indecisiones que le procurarán el retorno a la tierra de la niñez, que la espera para retenerla como el hechizo de una bruja vieja. Es cierto que la construcción que de Brooklyn ‑y Estados Unidos, por extensión‑ la película propone es acorde con la tierra prometida del "sueño americano". Pero habrá que atender a que éste, justamente, es una de las muchas consecuencias simbólicas que el mismo Hollywood ha suscitado. América aparece como el horizonte de la oportunidad, el lugar donde puede pensarse el porvenir. Tal como en las películas: un mundo casi irreal, en donde los sueños pueden materializarse. No importa si esto es más o menos cierto, lo que en todo caso merece atención es la potencia de este "sueño" como noción compartida. Ahora bien, que tal situación ocurra durante los años '50 ofrece, desde ya, sus matices. Se trata de la década del macarthismo y las persecuciones ideológicas. Podría pensarse que Brooklyn pasa por el alto el asunto, enfrascada como lo parece en encuadres que semejan esas mismas ensoñaciones. Pero esto no es así. Por un lado, porque las primeras impresiones que el film dedica a Eilis en suelo americano la sitúan de manera cercana a la soledad que pintara Edward Hopper: en la tienda comercial, en el bar frente al espejo, entre la multitud, así como a merced de algún diálogo casual en donde el peligro comunista es invocado. Eilis está sola. Es más, este aspecto será acentuado con la cena de Navidad para los homeless en la que ella colabora: viejos irlandeses caídos en el olvido, sin embargo constructores de las autopistas, puentes y edificios que el país exhibe con orgullo. El otro aspecto sustancial remite al mismo cine. Brooklyn guarda, por lo menos, dos referencias explícitas. Una de ellas, inevitable, es El hombre quieto (1952), de John Ford, donde el director norteamericano sueña, inversamente (¿irónicamente?), con Irlanda como su lugar de fábula. La otra es Cantando bajo la lluvia, la obra maestra de Gene Kelly y Stanley Donen, del mismo año. A la salida del cine, Tony (Emory Cohen), el novio italiano de Eilis, emulará para ella el momento donde Kelly baila aferrado al poste de luz. La cita implica, amén del guiño, otro: es la escena donde un policía observará el comportamiento del bailarín callejero, enamorado, detalle magistral que ha sido leído como la mirada crítica del film hacia los tiempos vigías del macarthismo. Este doblez sutil que Brooklyn maneja ‑y que la emparenta con el talante perspicaz del gran cine de aquellos años‑ queda remarcado en la respuesta que Eilis pide a una de sus compañeras de cuarto. "¿Te volverías a casar?" La interrogada dice que sí, claro; del mismo modo en que, una vez encontrado el hombre, pensaría en no haberlo hecho. Un espejo reitera el asunto. Lo que sigue es el viaje de Eilis a Irlanda. Ir de un lado al otro de ese espejo que, en última instancia, también es el sueño americano. Todo esto sin omitir la caracterización perfecta que de Eilis logra Saoirse Ronan, cuyo rostro es capaz de conjugar timidez, belleza escondida, dolor, decisión. Hay una mutación gradual en sus facciones y comportamientos que la llevan a encontrar, finalmente, la reiteración de una situación que será, también, protagonizada por otros. Tomar conciencia de esto significará su arribo a una etapa diferente, que le implicará un salto cualitativo. Finalmente, Eilis sabrá proseguir, proyectarse, y ser otra.
El río que es como una anaconda Entre la recreación histórica y el mito, la película colombiana se sumerge en el Amazonas. La música y los idiomas, la violencia y la religión. La visión mística y un mundo que desaparece bajo el avance implacable del hombre y sus ansias de expandirse. Hay una afinidad dual en El abrazo de la serpiente. Responde a la necesidad de su puesta en escena, de una claridad formal que asombra, rodada como está en el Amazonas colombiano, entre su forestación bella y terrible. Rasgo que la asemeja, como experiencia física, al cine del alemán Werner Herzog. Pero antes bien, de lo que acá se hablaba es de la dualidad. En principio, podría pensarse la cuestión desde las instancias que son el inicio y el final, como extremos que se tocan porque de lo que se trata, dada la figura que el título propone, es de una serpiente. La boca que muerde su cola conforma el ciclo, para que la historia pueda ser contada otra vez, al volver indisociables el desenlace y su comienzo. De este modo, la película del colombiano Ciro Guerra encuentra su estructura -su mirada de mundo, su puesta en escena-, al emparentarse con un relato mítico, de pleito inevitable con el saber científico del hombre blanco. Lo que allí anida, entonces, es un relato bifurcado, que se sostiene a través de dos investigadores verídicos -Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes-, cuyo relevo de información ha permitido arañar algo de lo mucho que no se sabe acerca de tantos pueblos originarios. El film de Guerra recrea/mitifica a los científicos y articula sus viajes a través del diálogo temporal que hilvana la figura de Karamakate, un chamán que vive solo, como un vestigio de lo que ha sido porque, parece, presiente lo que finalmente sobrevendrá (en todo caso, esto es algo que podrá desprenderse de la totalidad del film). Karamakate será, a su vez, dos personas: una de ellas, joven y desafiante (Nilbio Torres), en compañía del alemán Koch-Grünberg (Jan Bijvoet); la otra, más añoso y templado (Antonio Bolívar), a la par del norteamericano Schultes (Brionne Davis). Situación que resulta en clave espejada, que también se piensa desde el mismo paso del tiempo en la persona que es eje del relato. En este sentido, el film vuelve casi indistinguible el lugar desde el cual situar su piedra de toque temporal; es decir, ¿la película hace pie a partir del joven o del viejo Karamakate? Mejor todavía, es la interrelación entre ellos lo que puede percibirse, a través de la alteración temporal que el montaje permite, sin pauta cronológica estricta, si bien con episodios que evidencian un antes y un después. De todas formas, lo que está en juego es la imagen devuelta. Tanto la visita del alemán como la del estadounidense, separadas en el tiempo, son guiadas por el interés en la planta sagrada que se denomina yakruna. Sólo Karamakate puede arribar a su encuentro, no sólo como destino por el que se esmeran los dos científicos, sino por la necesidad del recuerdo que supere al olvido. El recuerdo es el móvil del chamán viejo, preocupado por un saber que se está escapando con él. La planta alucinógena espera paciente; y de acuerdo con la propuesta formal, serán dos apariciones diferentes las que le tengan por protagonista. De esta manera, El abrazo de la serpiente se enrosca sobre sí en su propuesta temporal, porque posee una comprensión del tiempo que no es meramente cuantitativa, sino acorde con la percepción de una vida que equivale a la de muchos pueblos, cuyas culturas han sido vejadas, sometidas. Este es el lugar mayor del film colombiano, porque lo aleja de declamaciones o bajadas de línea con mensaje, mientras articula una concepción de mundo (y del tiempo) a la que logra hacer comulgar con el montaje cinematográfico. No faltarán los momentos más crueles, también grotescos. Si los idiomas indígenas guardan una musicalidad casi indescifrable, las lenguas más cercanas al espectador -español y portugués-, son las que saben pronunciar la palabra "caucho" con un esmero distinto. Lo evidencia el momento del cuchillazo sobre el árbol, de cuya corteza comienza a brotar el líquido blanco. La relación sígnica con la espalda del niño, herida a latigazos, promueve el uso de otra violencia. No será casual que quien responda a esta humillación, pero de un mismo modo, sea Manduca (Yauenkü Migue), el esclavo o asistente del alemán, alguien nada indiferente a las enseñanzas de estos blancos locos. El gesto no es menor, está claro, ya que acentúa en el "mestizo" una crisis que no podrá ser resuelta. Es por esto que también Manduca cumple una función dual en la película, atrapado como está en su identidad doble. El episodio señalado ocurre durante una noche de descanso, en la misión donde reina el terror de un religioso capuchino. Ese mismo lugar será revisitado, ahora en manos diferentes, con un lunático que se cree encarnación divina, para terminar ofrendando su propio cuerpo a los dientes de sus súbditos. Las dos son variaciones de una misma sujeción, ante las cuales el chamán emplea su paciencia furibunda. Porque de lo que se trata es de poder consumar su historia personal, para cumplir con el término del ciclo. Ahora, más que nunca, es necesario recordar lo que se es, porque tal como le dice al alemán: "Su ciencia sólo conduce a esto: la violencia". Párrafo aparte merece la dirección fotográfica de El abrazo de la serpiente, de un blanco y negro que hace olvidar la supuesta necesidad del color. La selva aparece como un abismo, también hermosa. Los sonidos de este mundo invaden al espectador entre murmullos de agua y animales. La única intrusión blanca que es acorde está en la música, allí cuando un gramófono despida un sonido que haga a Karamakate prestar una atención particular: la música es capaz de hablar por encima de todos los idiomas. El abrazo de la serpiente ha sido premiada en el Festival de Cine de Mar del Plata como Mejor Película, además de ser nominada en la categoría Mejor Film Extranjero en los últimos premios Oscar.
Lo que vale es la sonrisa estúpida La televisión como espectáculo grotesco, de responsabilidades escondidas. Película redonda, que toca la realidad argentina. ¡Como si revivieran los recuerdos televisivos de los años horribles de la dictadura! Con una pseudo Raffaella Carrá, de calzas y movimientos rubios, en coreografía amontonada, con papelitos y brillos, para hacer de la vida esa fiesta en la que nada importa porque, lo que vale, es mantener una sonrisa estúpida, siempre. Tal es el mandato de ciertos espectáculos televisivos: estar prestos a la cámara, aun cuando sea el mismo artefacto el que procure la herida mortal, a través de un operario descuidado que mira estupefacto los cuerpos de las beldades que van y vienen, del escenario a los camerinos. ¡Paf! Golpe y sangre. No importa, acá no pasó nada, ¿está claro? Con Mi gran noche, Alex de la Iglesia plantea un programa sin fin, durante una noche que ha durado más de una semana, en un falso vivo que emula la llegada del Año Nuevo. Como si el tiempo se detuviera, la televisión borra toda referencia ‑temporal o espacial‑, suspende sonrisas en muecas y vuelve basura lo que toca: en todo caso, cuando lo que la guía es la estupidez calculada (e ideológica), aunque por fuera de las paredes del estudio el mundo explote. Con guión de De la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría, el realizador español introduce al espectador en una fiesta sin límites, entre vértigo y esplendor, para de a poco comenzar a descascarar el asunto. Una vez se desnude la cuestión, tras el mucho ruido, los gritos y aplausos fingidos, lo que aparece es la desgracia que viven cientos de trabajadores que reclaman por sus despidos. Pero no importa, la policía nos protege, dicen en el estudio. Así que más vale estar guarnecido entre sus paredes insonorizadas o dentro del verosímil marchito de los shows hogareños. La televisión, no hay caso, sigue ocupando el centro del escenario. A cuestionar ese podio se atreve De la Igleia, y no es la primera vez. Ya lo había hecho, por ejemplo, con Muertos de risa (título de argumento literal, de dupla que se odia pero se requiere) y La chispa de la vida, cuya puesta en escena actualiza la obra maestra de Billy Wilder: Cadenas de roca (1951), una de las más impiadosas películas sobre el mundo del espectáculo periodístico. Estas alusiones está claro que no son gratuitas, sino dardos que se clavan con énfasis, con el fin de desestabilizar lo que tan atento está a logísticas y comportamientos de consumo: herramientas políticas, al fin y al cabo. Entre los momentos febriles de Mi gran noche, De la Iglesia es capaz de dialogar, entre otras referencias, con el cine de Blake Edwards; por un lado, a través de una secuencia de baile y coreografía con música a la Henry Mancini, mientras varias acciones se resuelven con recursos de pantomima; por otro, a partir de una estructura argumental que recuerda, por su devenir ascendente, sin freno y con espuma, a La fiesta inolvidable. La explosión final de Mi gran noche ‑inevitable en todo título del realizador, tan afecto a la desmesura‑ tiene también punto de contacto con Los amantes pasajeros, de Almodóvar; allí había mucha espuma, pero de extinguidores de fuego, en procura de aliviar una tensión para la cual el mejor remedio continuaba siendo el cine. La misma urgencia que respiraban las películas de Fellini; Ginger y Fred, con su galería de fenómenos alienados, protagonistas de un mundo estrambótico, enclaustrado en programas televisivos que han mancillado las capacidades del sueño, ésas que sí sabían componer Giulietta Masina y Marcello Mastroianni. En todo este desbarajuste que Mi gran noche provoca, que no es otra cosa que el resultado de una mirada lúcida, la participación de Raphael (Alphonso, su personaje) suma un elemento estético que habla por sí solo, como significante suficiente. El cantante es capaz de mirarse lúdicamente, paródicamente, sin perder altura ni talento sino, antes bien, procurar por ello un altar mayor. Tanto es lo que lo cuida De la Iglesia, tanto es lo que le admira. Queda rubricado en el título del film, deudor, en este sentido, de Balada triste de trompeta; es más, entre estas dos películas se conforma un díptico, en donde Raphael aparece como la voz capaz de articular lo que la guerra civil española ha escindido, con canciones sobrevivientes, entre cruces y políticas de derecha. La televisión aparece aquí como continuidad de un mismo proceso, responsable de lo que sucede pero acrítica consigo misma, tal su costumbre. Algo que se subraya desde la composición que de Benítez, empresario corrupto, lleva a cabo Santiago Segura, ese otro maestro de la desmesura. Ahora bien, el caso de Raphael es festivo en todo sentido. No sólo por los prolegómenos mismos de su show, sino por la manera desde la cual elabora un personaje impiadoso, seductor, de gestos exagerados y decires premeditados. Entre él y un supuesto sucesor, con rictus de Adonis despistado, De la Iglesia juega un contrapunto que se completa con la adhesión misma de muchos otros. En todo caso, no hay personaje que no guarde algo de complicidad con lo que sucede. Sea por corrupción o por necesidad. El dinero es lo que guía y por lo que se sostiene este andamiaje. La televisión basura lo es también porque hay multitudes de adeptos. En este sentido, una de ellos se aferra a lo largo del film a una cruz gigante, correlato justo de la adoración por la caja boba. Entre las situaciones innumerables que pueblan este relato coral, vale destacar la del complot para matar a Alphonso. Acá se traban cuestiones tales como la admiración, la paternidad, los celos, y la posibilidad imprevista de cantar esa canción por la que la vida vale la pena, ante la cámara y con el dios admirado como espectador. Es un momento superlativo, que tiene el pulso justo del director. En donde conjuga lo que sucede de manera acorde con una película que es, toda, grotesca. Aspecto que se condice, por supuesto, con una realidad que estaría a punto de serlo también, de no ser por ese ímpetu con el que el televisor podría ser reventado. El cine, como siempre, es el que viene al rescate.
Lo que esconden ciertas sotanas La denuncia sobre curas abusadores es apenas el disparador de un film laberíntico. La tarea periodística como una de las bellas artes. Personajes contradictorios, entre la fe y el conocimiento. El momento elegido para el estreno enaltece esta pieza. Es auspicioso ver en cartel tantas buenas películas. Que el Oscar las vincule, produce un beneficio mayor. Entre ellas, destaca En primera plana con seis nominaciones. Cuál película obtenga qué galardón, no viene al caso; lo que sobresale de manera grupal es una calidad fílmica mayor, a diferencia de tantos años anteriores. El caso de En primera plana es importante, ya que recrea la investigación periodística del diario The Boston Globe en 2002, dedicada a desocultar la responsabilidad de la Iglesia Católica en el abuso de menores, víctimas de sacerdotes. Su estreno es llamativo debido al momento mediático del que goza la institución. Que un film semejante golpee una tecla tan sensible, lo enaltece. Pero lo que importa, antes bien, es su puesta en escena; es decir, cuánto de cine la película tiene. Y lo que hay, lo que se ve, está muy bien y escapa a la propuesta narrativa que generaliza los golpes de efecto, las vueltas de tuerca (nunca ingeniosas), y la postulación heroica mancomunada. En todo caso, se trata del trabajo de un grupo de periodistas que lidian, por un lado, con la preocupación que significa la irrupción de un nuevo editor (hay posibilidad de despidos); por el otro, con la consecución de una buena historia. Ésta aparece en la sugerencia ‑o encargo‑ del editor en cuestión (Liev Schrieber). Más vale, entonces, que la tarea resulte bien. De este modo, el grupo de investigación Spotlight ‑con "Robby" Robinson a la cabeza (Michael Keaton)‑ se aboca al asunto, mientras inevitablemente indaga en la vida e interiores de sus periodistas y sociedad. Fe y conocimiento como dualidad que el film encarna, para desgarrar a varios. El único sermón del que se escuchan palabras, en plena misa, puntualiza estos términos. Su inclusión es brillante, porque así como alude a la necesidad con la que esas mismas palabras apelan a su feligresía, es también síntesis del debate en el que se inscriben estos periodistas y ciudadanos más o menos católicos, pero nada indiferentes con estos ritos. Es decir, son varias las maneras desde las cuales todos participan del credo: familiarmente, con donaciones, desde la educación, entre amigos; en el marco de una de las ciudades más católicas de los Estados Unidos. Indagar en sacerdotes pederastas no es tema menor. Pero la cuestión esencial del film de Tom McCarthy es otra, más profunda: lo que Spotlight persigue no es la denuncia de unos pocos o muchos curas pederastas, sino la exposición del comportamiento sistemático con el cual el Vaticano los protege. A riesgo de resultar reduccionista, la memoria persigue un único ejemplo similar. Remite a un capítulo de la serie animada South Park, de Matt Stone y Trey Parker. Allí, el cura del lugar se horrorizaba ante la posibilidad de pares pedófilos, de modo tal que llevaba su preocupación al Vaticano, en medio de una especie de congreso católico mundial (con algún extraterrestre incluido). Cuando logra exponer el problema, los asistentes lo abuchean y le gritan que es derecho de ellos el disponer a su antojo de los monaguillos. Un ininteligible Juan Pablo II, con traductor, decía a este cura ingenuo que mejor le consultara a la "gran araña". Hay más ejemplos, entre ellos dos del cine mexicano: el documental Agnus Dei. Cordero de Dios, de Alejandra Sánchez; y Obediencia Perfecta, de Luis Urquiza, a partir del libro Perversidad, de Ernesto Alcocer. Desde ya, una película de Hollywood es garantía de impacto mayor, pero bien viene su notoriedad como para recordar estos otros films, disponibles en Internet. Tom McCarthy, el director, ha expresado en entrevistas la necesidad vital de hacer esta película. Su relación con el catolicismo no le resulta extraña, y su decisión de filmar la investigación de Spotlight hace que la tarea de Robbinson y compañía conozca una sobrevida, tal la masividad del cine. Por otro lado, McCarthy ‑responsable de esa película entrañable que es Visita inesperada, con un excepcional Richard Jenkins‑ es lo suficientemente hábil como para filmar a la luz de otros títulos de construcción parecida, con periodismo y periodistas como telón de fondo. Entre ellos, se ha señalado de manera suficiente a Todos los hombres del presidente. En todo caso, En primera plana actualiza un género cinematográfico así como una época de cine, en donde los periodistas podían ser personajes preocupados de manera ética. Que su plasmación epocal tenga que ver con la crisis supuesta por la irrupción de las nuevas tecnologías y su inmediatez, hace de la película una especie de testimonio desesperado, que apela a la necesidad de investigaciones que profundicen, que sean parte inherente de la profesión elegida. En este sentido, uno de los aciertos mayores radica en la habilidad con la que el film decide ocultar a familiares y amigos, dejándolos fuera de campo. Los periodistas de Spotlight están tan sumidos en lo que hacen que cualquier referencia a sus vidas cotidianas no hace más que entorpecer el trabajo. Tal es la obsesión. Tales con, también, los problemas aparejados, que apenas se atisban. Que la construcción de estos periodistas resulte, tal vez, "estereotipada" no hace más que remarcar la habilidad de sus intérpretes (Mark Ruffalo, Rachel McAdams, Brian d'Arcy James). El cine de Hollywood es, históricamente, estereotipado. Los periodistas no pueden serlo menos que los cowboys. El lugar común es importante, más vale manejarlo bien. Así, no faltará el "informante" sustancial, aquél que cumpla el rol del otrora "Garganta profunda". Tan importante como esas reuniones de pareceres contrariados, las horas y horas de lectura, y la sapiencia que guardan los libros ‑hay datos que están allí, no en otra parte‑. Además, los periodistas no son santos tampoco (mucho menos los abogados). En primera plana conserva, en este sentido, un cariz autocrítico que agrega valía a su propuesta.