Una ciénaga de ramas y brillos El film de Gustavo Fontán recrea de manera admirable el libro de Saer. Desde una poética propia, el director elige momentos sonámbulos, de insectos y río. El dolor de la ausencia y el árbol mítico. Se proyecta mañana en El Cairo. Es ver El limonero real y sentir la sensación de algo que se cierra y se queda dentro. Para los fines narrativos, se trata de Wenceslao (Germán de Silva), de su andar sin palabras, con la mirada que atisba el día que nace en el litoral, a la espera de esa noche donde se celebra fin de año, y se renueva el ritual infructuoso de convencer a su mujer de asistir. Es que el hijo se les ha ido, caído de un andamio en la ciudad. Hace seis años, y la madre continúa el duelo. Debieran haberla enterrado con el hijo, dice Rosa, la hermana (Eva Bianco). No, dirá luego Wenceslao, me debieran haber enterrado a mí. Para llegar a este punto, hay una nebulosa donde la película de Gustavo Fontán se arroja. Este desafío, desde ya, lidia con la recreación de la novela de Juan José Saer. Pero, antes bien, con el acento puesto en la elaboración de un clima distintivo, que dialogue con la obra original y, a la vez, la distancie. De esta manera, el film logra un sol que adormece, con sonidos de insectos, entre gotas de lluvia y correntada. Hay un zumbido que abre el film, también lo cierra, y no procede de nada diegético. Un acierto que repercute sobre la totalidad estética. El amanecer y el anochecer, como apertura y cierre, también hacen lo propio, puntúan el relato. Pero la manera desde la cual entender el paso del tiempo, los momentos del día, la cercanía de la noche, será a través del accionar de los personajes. De no ser por esto, la ciénaga de ramas y brillos podría evitar el despertar; así lo supone el momento de la siesta, cuando la percepción del tiempo vuela, o tal vez se detenga, no hay manera de precisarlo ("hace como dos horas que te estamos buscando", le dicen a Wenceslao; "dormí un ratito, nomás", responde). De hecho, los planos elegidos por Fontán suelen ser estáticos, casi cegados por la profundidad de campo. La angustia que se respira tiene momentos dolorosos, escondidos. El niño a quien apodan Ladeado pena por el desprecio de su padre: "Debiera haberle tirado al río al nacer". Éste, por su parte, mira cabizbajo, y se prende despacio la camisa luego de una golpiza. Hay hijos que se han ido, que están lejos. Otros son todavía niños. Algunos vuelven y visitan. La familia se prepara y reúne pero hay algo que permanece hondo, cenagoso. En algún momento, Wenceslao se zambullirá en el agua marrón. La cámara con él. Desde abajo todo se ve y siente diferente. Como si los sentidos estuvieran embotados. Burbujitas cubren todo, y el cuerpo puede permanecer mentirosamente inerte. En la superficie, hay algo de esto también. La unidad dual que supone la vida (con la muerte) es la puesta en escena que replica a lo largo de El limonero real: la luna y su cara semioculta de penumbra, la superficie y el interior del río, el litoral y la ciudad, las dos orillas. Pero también, el limonero y el cordero sacrificado. Este último, para la cena ritual. El primero, protagonista ancestral de un mito familiar, cuya voz narradora ya ha sido legada. Wenceslao escucha, sólo aporta los datos que faltan. Por fin, entre diálogos que no son oídos, con música bailada con silencios, Wenceslao se permite una sonrisa. Es un momento fugaz. Los rostros de todos, finalmente, marcan un desasosiego particular. Luego toca el regreso al hogar. Para permitir al día que sigue comenzar. El dolor está, pero tal vez también el relevo. Quizás alguien continúe lo que este hombre hace. Y le libere de la carga. Mientras, seguirá remando, y cruzando, de una a otra orilla.
Entre el cuadrilátero y las sábanas Un relato desesperado con el acento en la relación entre el box y el sexo. Piñas con belleza plástica y sábanas golpeadas. El cortometraje es del 2008 y se denomina Sangre en la boca. Evidencia de un gusto (o sabor) reincidente, que le permite al director Hernán Belón volver a la temática, con variaciones argumentales, y desde el largometraje. Lo hace luego de una película notable como lo es El campo, atenta a la relación de una pareja alterada (Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi), que decide irse a vivir fuera de la ciudad con su hija pequeña. Sangre en la boca toca el pozo hondo de un vínculo desgastado, con hijos ya crecidos y el box en su etapa final. Es lo que permite entrever Ramón (Sbaraglia), cuya edad todavía no se corresponde con su momento deportivo, aun cuando se encuentre en la cima de la categoría, con vigor para rato. Deporte y familia aparecen como caras superpuestas, todavía imbricadas, pero con matices de fricción que crecen. Este malestar se percibe desde la manera con la que los personajes se (mal) tratan. El afecto se tiñe de golpes, o a la inversa. Esto es así tanto entre Ramón y su esposa (Banchi) como con sus hijos. De a poco se dibuja un espacio raro que se estira para hacer caber presagios de alerta. Como lo supone Ramón mientras conduce el automóvil: los niños juegan o discuten, el volante puede quedar sin manos, los chicos reciben caricias bruscas. Una misma tensión se percibe entre los demás personajes. Todos, en Sangre en la boca, se manifiestan de modo violento. El disparador final lo supone la aparición de Déborah (Eva de Dominici), la joven misionera que entrena en el gimnasio al que decide volver Ramón. El carácter irascible de los dos no tarda en hacer combustión. Los ejercicios en el cuadrilátero, con la soga o con la bolsa, tuercen en alusiones eróticas. Aspecto que no tardará en conocer su reverso: cuando el turno sea el de la cama, ésta se convertirá en ámbito de disputa. La misma habitación de la pensión, de hecho, será también émula de un ring. El placer, entre otras cosas, estará en dar y recibir golpes. Así, el gusto de la boca se tiñe, todavía más si hay besos. Desde lo formal, la relación recíproca entre box y sexo posee en la película de Belón la misma atención. La recreación de ambas instancias es igualmente explosiva. Las peleas son tan contundentes como los combates en la cama. Hay una entrega física por parte de los intérpretes que los vuelve dignos de admiración. El grado de exposición de sus cuerpos está a la par de una caracterización que los extraña, de una manera simbionte, y que no evita juegos cinéfilos desde ambos costados: la referencia a El desprecio, de Godard, y las citas escenográficas -barrio, callecitas y gimnasio- que remiten a Rocky. Si el placer está en dar piñas tanto como en revolverse entre las sábanas, lo demás comienza a desvanecerse. ¿Cómo resistir la tentación violenta y curvilínea de Déborah? Ella es la femme fatale del relato, es en ella en quien se advierte otra mirada, de miedos y propósitos diferentes. Déborah es la dama fatal porque Sangre en la boca es una película negra. Está dedicada a ahondar en la caída de su protagonista. Ramón cumple, de esta manera, con el prototipo del antihéroe: atribulado, abismado, incapaz de escapar al fin trágico. Ella, claro, es la perdición. El personaje boxeador -de construcción compleja, síntesis de la lucha de clases- ha sido el preferido de muchos de títulos del cine negro: de Luchador (1949), de Robert Wise, con Robert Ryan; a Tiempos violentos, de Tarantino, con Bruce Willis. En esta línea se inscribe la película de Belón, alejado del tratamiento que el deporte puede tener en otras experiencias como Gatica, el mono, de Favio o Carlos Monzón, el segundo juicio, de Gabriel Arbós. Sangre en la boca es también una expresión que alcanza a todos los demás personajes. La violencia no viene sólo de los puños, las palabras la construyen de otras maneras, también demoledoras. Esto es algo que alcanza tanto a los familiares de Ramón -niños incluidos- como a su entrenador evangelista, tan paradójicamente pacífico (Claudio Rissi). Vale decir, la palabra que tranquiliza y elige conciliar no deja de ser un acto igualmente violento, tendiente a garantizar el statu quo. En medio de todo esto, otro garante de esa estabilidad malsana es el adinerado y venturoso candidato a intendente (de Avellaneda) que compone Osmar Núñez. Está caracterizado como un monigote, perfecto. Atento a las maniobras que le convienen, con un boxeador al que sabe cuándo recurrir, dónde encontrar. ¿Cómo es que sabe del paradero de cualquiera? No hace falta que la película lo explique. Así como lo supone una de sus elipsis magníficas: Déborah se le aparece a Ramón frente a su casa. Corte. Los cuerpos desnudos entreverados. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Qué sucedió con lo visto antes, en casa de Ramón? En ese momento, la alteración del tiempo y el espacio alcanza su punto álgido. A partir de allí, sólo puede venir la caída.
Celulares para el apocalipsis zombi Los teléfonos disparan una señal maléfica. Sonámbulos y asesinos, atentos al sonido del ringtone. Una vuelta al mundo zombi. Es llamativa la demora de esta película, de cara a un libro que ya tiene diez años. Cell rima con Hell, decía Stephen King sobre su novela, cuando todavía la telefonía celular era una novedad. El maestro del terror se divertía con la noticia tecnológica, a la manera de un contagio. Una señal maldita, oída y replicada a través de cuantos telefonitos hubiese, desataba un salto evolutivo pero demencial, protagonizado por hordas. O algo parecido. El libro estuvo dedicado a otros dos maestros: George Romero y Richard Matheson. Cell, de hecho, es la combustión resultante entre la película La noche de los muertos vivos (1968) y el libro Soy leyenda (1954). El mismo King aclaraba en la solapa, a la manera de un último hombre en la Tierra, que no tenía celular. Como un héroe solitario, en extinción, que miraba cómo los comportamientos ajenos mutaban hacia algo diferente. Vista desde la actualidad, aquella novela puede pensarse como el ejercicio literario sobre un miedo ya pasado, o que se ha concretado. Vale decir, el descontrol de la masa al que parece aludir King se revela en el libro como programático. Se trata de grupos cuyo desconcierto dura sólo un corto tiempo. Después surgen sus patrones de conducta, que dejan entrever algo mayor. El derrotero del personaje principal -Clay Riddell, historietista- tiene que ver con este lento descubrimiento, mientras busca dar con el paradero de su hijo. Hábilmente, King fundía zombis con caminantes tecnificados, hoy pasibles de ser ejemplificados con cuantas nuevas aplicaciones se quieran. Por eso, la tardía versión al cine de Cell, estrenada aquí con el título El pulso, llama la atención; aun cuando sean ciertas sus marchas y contramarchas, entre las cuales supo figurar el director Eli Roth (Hostel), finalmente reemplazado por Tod Williams (Actividad paranormal 2). Igualmente, un rasgo sobresale y no es cualquiera: el propio Stephen King participa del guión. Pero no alcanza. No alcanza y está lejos de rozar el gusto cinéfilo, escabroso y hermoso, que primaran en películas como Creepshow (1982), fruto de la colaboración King/Romero, o la primera versión al cine de Soy leyenda: Seres de las sombras (1964), película maldita y repudiada por el propio Matheson (guionista allí), pero en blanco y negro y con Vincent Price. (Vale reverla.) Se citan estos ejemplos porque El pulso se decide por la reconstrucción en clave mínima, con presupuesto reducido y pocos personajes. Elección estética que la articula con los films de la serie B, pero sin aquella altura estética. El film de Williams reitera las premisas del libro de King, pero se nota la falta de verosímil: durante su estancia en el aeropuerto, Clay (John Cusack) observa cómo los tranquilos pasajeros devienen bestias sin control. Se golpean y suicidan. No tardará en estrellarse un avión contra el edificio. La relación terrorista es inevitable, el nido violento que supone la sociedad y sus normas también. Pero la plasmación es bien pobre, propia de un telefilm de poca monta. Muchos efectos digitales, sin credibilidad. En este sentido, El pulso se sitúa cerca de El apocalipsis (2014), una película berretísima, con Nicolas Cage vuelto piloto comercial, en medio de una profecía cumplida: los inocentes desaparecen, quedan en la Tierra los corruptos. La película es tan elemental como reaccionaria, pero elige tomar sus limitaciones de manera falsamente seria. Lo que culmina por provocar una rara avis, como si se tratara de un film de los Monty Python. El pulso, en cambio, se toma en serio y, curiosamente, culmina por parecer reaccionaria, dada su condena a la nueva tecnología. Hay un movimiento inverso entre aquel film y éste, cuando todo debiera indicar lo contrario, con Clay convertido en detractor del uso de celulares. En este camino de huida y búsqueda -del hijo-, el dibujante tendrá alucinaciones compartidas con sus nuevos amigos: Tom (Samuel L. Jackson) y la joven Alice (Isabelle Fuhrman), quien acaba de matar a su madre; los tres, una nueva familia. Mientras el trío procura organizarse, un personaje fantasmático se revela de manera recurrente, al reiterarse como piezas descompuestas en los sueños. Su revelación progresiva atará cabos sueltos, mientras involuntariamente evoca el desenlace de Venecia rojo shocking, de Nicolas Roeg. El momento contundente, en este tren de relaciones, será el arribo de Clay a la casa de su ex-mujer. El tan temido reencuentro -que puede entenderse de cara a ella como también a su hijo- tiene su protagonismo y temida resolución parcial. Todo sucede tan rápido, que no hay tiempo de congeniar con ninguno de los personajes. El único que es capaz de aportar cierta simpatía, propia de su hacer, es Samuel L. Jackson. Pero Cusack exhibe un rostro que ya resulta prototípico y céreo, todavía retenido en cierta imagen jovial que ya no le va. El momento final, por todo esto, es de lo mejor de El pulso. Pero, se decía, no alcanza. Para llegar allí, la película se exhibe como una repetición de modismos ya conocidos y mejor reformulados por otras películas, cómics, y series televisivas. Un King bien menor, lamentablemente.
El cine y las máquinas tragamonedas Jason Bourne, el agente fusible, ha vuelto. El control y la vigilancia informática. El pasado que le persigue. El escenario mundial en crisis y las manipulaciones de la CIA. Persecuciones, tiros, en la puesta en escena de un gran cineasta. No hace muchos años, las máquinas tragamonedas recaudaron más que Hollywood. Por eso, cuando la tanqueta de SWAT irrumpe en el casino y las destroza, hay justicia. De parte de uno de los mejores realizadores del cine contemporáneo, el inglés Paul Greengrass. Y con uno de sus mejores personajes: Jason Bourne. La secuencia que impacta allí es extraordinaria, de un vértigo cuyo crescendo pareciera no concluir, entre montañas de autos que revientan, con este agente de rostro estoico, que no se inmuta, frío, deudor de la tradición del mejor espionaje y sus lavados de cerebros, esculpido a partir de la literatura de Robert Ludlum, sobre el cuerpo y facciones de Matt Damon. Jason Bourne, quinta película de la serie -si se contempla el spin-off El legado Bourne, con Jeremy Renner- es la culminación de un largo viaje, que iniciara en 2002 con un film anodino, dirigido por Doug Liman (Sr. y Sra. Smith, Jumper). Sólo con la secuela el personaje pudo desarrollar una fisonomía, con las riendas puestas en el saber fílmico de Paul Greengrass (Vuelo 93, Capitán Phillips). Una de las consecuencias ha sido la empatía generada entre director y actor. Tanta es la diferencia provocada por la trilogía de Greengrass (La supremacía de Bourne, Bourne: El ultimátum, Jason Bourne), que el primero de los films parece desgajado, anecdótico, a la par del olvidable spin-off. Bourne adquiere su fisonomía porque a partir del director inglés se inscribe en la historia del cine y sus paranoias. No solamente desde las referencias cruzadas -que pueden vincularse con títulos de otras décadas, a los que fácilmente se suma desde el listado general el film de Liman- sino desde una puesta en escena que dialoga con las maneras que el cine tuvo de plasmar la temática. Porque hay una mirada que tematiza, es que la película Jason Bourne adquiere un rango específico, que la sitúa de manera cercana al cine de John Frankenheimer, capaz como fue de exhibir los síntomas de una época malsana en films notables como El embajador del miedo (1962) y El otro Señor Hamilton (1966). Por parte de Greengrass hay una indagación progresiva, en donde Bourne es la figura bisagra, desajustada entre lo que ha sido y ya no podrá, que le permite al director un juego de ajedrez que tiene, hasta el momento, tres partidas. Las tres, puede decirse, finalizadas en tablas: aun cuando Bourne pueda resolver sus cometidos, el entramado contra el que se rebela continuará su andadura, con otras caras y sonrisas de marketing. Bourne, a partir de Greengrass, será la contracara del patriota, el agente que intentará en vano quitarse las vestiduras y acciones que su cuerpo exhibe de manera programática. El lavado de cerebro y los enemigos contra los que se debate Estados Unidos estarán acá situados en el marco de un escenario mundial, en donde los jugadores son, siempre, norteamericanos. Buenos, malos, o como se les quiera tildar, todos de factoría norteamericana. Una telaraña (el apellido "Webb" -telaraña- es vital al argumento) que tiende sus lazos de manera siniestra, capaz de provocar villanos a su antojo, para así justificar los héroes. Que uno de los expedientes en manos de Bourne tenga por referencia el título "enemigos extraordinarios", no sólo distingue un aspecto del drama y su verosímil, sino que lo hace sobre la misma narrativa cinematográfica, hoy en manos de superhéroes contra súperamenazas. Este tablero sin límites, en donde los países son feudos a derrocar o apuntalar, es vigilado por la CIA. La primera de las secuencias de acción ya lo estipula, mientras ese ojo que todo lo ve, apostado en sus oficinas confortables e hipertecnificadas, persigue a Nicky Parsons (Julia Stiles) y Jason Bourne. El detalle mayor es que están en Grecia, entre tumultos callejeros, en donde la maquinaria policial reprime. Entre el gentío se mueven estos personajes. Sus movimientos están por encima de lo que sucede en las calles: no les importa. Ni a la CIA ni a Jason Bourne. El Bourne de Greengrass es un alienado, un psicópata que ha cambiado su punto de mira. Hasta no hace poco disparaba desde el mismo lugar que la Némesis justa que compone Vincent Cassel. Que terminen enfrentados se debe a una falla de la maquinaria, cuando el soldado otrora dedicado a la custodia de su país se descubra manipulado, víctima del mismo aparato que había jurado defender. La tragedia de Bourne es irresoluble, el final de este film lo comprueba. Si hubiese una película siguiente, ésta no haría más que dar otra vuelta en forma de trompo, sin salida. A la vez, con Jason Bourne se escribe un capítulo más sobre el control de los medios electrónicos, a través de las complicidades entre empresarios y los aparatos de inteligencia. El nombre de Snowden se escucha en los diálogos, con la promesa puesta ahora en una nueva plataforma virtual -Deep Dream- ante la cual la población se expresa extasiada, en esas presentaciones a sala llena en donde geniecillos de la informática se exhiben como adolescentes tardíos. Hay, de todos modos, cierta mirada benévola, algo retórica, al preocuparse por la privacidad de los ciudadanos y su información. Algo que ya no es exclusivo de un film norteamericano, vista las maniobras de "inteligencia argentina" recientes. Ahora bien, de vuelta a la tanqueta de SWAT. Está conducida por un agente de la CIA. SWAT y CIA como los verdaderos peligros de la película. Si el escenario propuesto al inicio es el mundo entero -de Grecia a Berlín, de Islandia al Líbano-, el desenlace es en Estados Unidos. De allí proviene el desquicio, con un detalle que el film explicita en la construcción misma de los denominados "terroristas". Bourne, por fin, está de vuelta en su país. El regreso al nido enfermo. ¿Hay cura? Allí, seguro que no. Greengrass, todo un cineasta.
Correcto pero sin alma de historieta Entre selvas y animales digitales, Tarzán renueva sus desafíos en la piel de Alexander Skarsgård. Indígenas, esclavos y negros liberados. Los diamantes, la explotación, y los rosarios. Todo en su lugar pero sin riesgo de aventura. Tarzán, mito moderno del siglo pasado. Si hay que elegir entre personajes clásicos, con versiones en cine fundamentales, uno de ellos es Tarzán. En tal caso, y entre los demás nombres -Buster Crabbe, Lex Barker, Ron Ely o Christopher Lambert-, el que sobresale es Johhny Weissmüller. "The best of the mall" decían los viejos trailers de sus últimas películas. Con más panza y menos agilidad, su Tarzán era irrebatible. Es decir, cuando se le veía nadar, campeón olímpico al fin y al cabo, Weissmüller era Tarzán. En estado puro. No es un dato menor, el cine del hombre mono ha sido uno de los desafíos mayores. El verosímil de la selva podía ser impostado, en estudios y con plantas de plástico, pero las peripecias debían dar credibilidad. El truco, entonces, no dejaba de ser fotográfico. De manera tal que cuando el actor se soltaba en el aire, liana en mano, las acrobacias debían estar a la altura de los sueños. El cine, por esto, era la máquina perfecta. En otro orden y como gran ejemplo, cuando el director francés Jean Epstein decía que el cine es algo más esencial que las piruetas de Tarzán, no sólo tenía razón -el movimiento demoníaco del cine ha despertado una manera de ver inédita, aducía Epstein-, sino que también engrandecía, involuntariamente,al personaje. Tarzán, mezcla de hombre y simio, continúa fascinando con sus lecturas encontradas. Esta es, de hecho, la premisa de La leyenda de Tarzán. Entre la civilización y la selva se debate la nueva encarnación del simio blanco de Edgar Rice Burroughs. Como si fuera consciente del siglo de historias que le preceden, con sus pleitos ideológicos, este Tarzán procura resolver tal angustia para definirse a sí mismo. El film comienza en Inglaterra, con Tarzán vuelto John Clayton, legítimo heredero de título nobiliario y fortuna familiar. La Corona tiene para él una misión en el Congo. Pero atención, mientras Clayton escucha y toma el té, una de sus manos descansa como garra sobre el mantel blanco. Será un enviado de Washington quien le convenza de encarar la misión. Hay algo más profundo, que tiene que ver con la explotación del Africa y es eso, finalmente, lo que decide a Clayton a reclamar su antiguo nombre. Los flashbacks que rememoran su historia: la muerte de sus padres, el cuidado de la mona Kala, el odio de Kerchak, el descubrimiento de Jane; son oportunos porque no sólo descubren la historia para el espectador desinformado, sino también por acentuar la dicotomía en la que está encerrado este hombre salvaje. Será útil recordar el desenlace de la ya añeja versión con Christopher Lambert, donde Tarzán volvía, irremediablemente, al verde selvático. En el caso actual, el hombre mono parece haber demorado su vuelta al nido, casi convencido de que lo suyo es tomar brandy y simular sonidos de la selva (acá, un guiño hacia el film de Lambert). Acompañado de su amada Jane (Margot Robbie) y de George Washington Williams (Samuel L. Jackson), Tarzán vuelve a su mundo de la infancia, para ser llamado como siempre, entre animales que le miman y waziris que le claman. De acuerdo con la aventura encarada, la película de David Yates -responsable de las últimas Harry Potter-, postula una dupla protagónica, compartida por Tarzán y Washington Williams, donde reitera el lugar común del héroe y partenaire, blanco y negro, serio y bufón, pero sin caer nunca en lo políticamente incorrecto. Es más, puede decirse que este Tarzán sabe muy bien cómo desmarcarse de cualquier lectura malintencionada, para situarse del lado del débil y así rebelarse con el mundo que se dice civilizado. Es esta réplica entre el mundo blanco y el mundo africano la que construye al nuevo Tarzán fílmico. Ya no fílmico. Ahora digital. Un Tarzán ambientado en los albores del siglo XX pero de cuño hipertecnológico: capaz de lanzarse a tareas ímprobas con la agilidad de un hombre araña, antes que mono. Casi un superhéroe. Es éste el malestar que aparece durante la película. La aventura ya no es lo que era, no vale la pena añorarla porque no tendría sentido. Pero lo que surge destila una pericia técnica que ya no es física, aun cuando el atlético Alexander Skarsgård detente sus abdominales. Como le ocurre al nuevo Superman: una mole humana que no se condice con las piñas dinámicas. Igualmente, el Tarzán de Skarsgård posee una mirada ensimismada que recuerda a Lambert, junto al rostro jovial de Lex Barker. Un punto a favor. Si bien sujeto a la construcción digital de los planos, sin explosión física verdadera: algo que resuelve casi siempre el montaje. La mayoría de las secuencias de acción se atribuyen la necesidad de una supuesta grandiosidad, con acumulación de animales y espíritu de video juego, pero sin ilusión de historieta. Este último aspecto es el que más se extraña: la aventura por la aventura, sin demasiado preámbulo. No es que el film de Yates la esquive, sino que no sabe cómo recrearla, no la siente, no hay pasión por el personaje y por su entorno. El guión, desgajado, es correcto, recapitula sobre el mito -como la reelaboración de las joyas de Opar-, tiene una mirada ideológica premeditada, pero no hay una puesta en escena sentida, que conviva con el personaje, que sea capaz de lanzarse de manera física a esta aventura interminable y amada por tantos: desde Ray Bradbury al dibujante Carlos Meglia. El rol villano compuesto por Christoph Waltz rinde pleitesía a sus caracterizaciones ya acostumbradas -hay un serio peligro de encasillamiento allí-, con un detalle que dice bien, de cara al rosario con el que acompaña uno de sus puños. Hay que ver cómo Tarzán resuelve, justamente, el enfrentamiento con el cínico Leon Rom, capaz de usar esta arma bendita de maneras insólitas. Es por eso que el guión de Tarzán está lleno de buenos momentos, casi sorprendentes. Pero que destellan sin un alma que, sin bien atenta a los adelantos técnicos, tenga también puesto el sentimiento en esta historia de temple, tal el título del film, legendario.
Un cuento bello para la niña triste La historia de una niña sola y una de las películas más melancólicas de Spielberg. Un viaje fantástico, de artesanía narradora. El cine, los milagros, y los finales felices. La película está muy cercana al embudo sin fin de la Alicia de Lewis Carroll. Tal vez sea cierta sensación de época "tardía", luego de mucha corrección política, altanería y comportamiento empresario. Todavía es difícil de definir, a Steven Spielberg le queda mucho cine. Pero lo que se nota es que sus últimas dos películas, magníficas, marcan una diferencia. Entre Puente de espías y El buen amigo gigante hay similitud de planteo formal. En la primera se produce un quiebre exacto en la mitad horaria del film, que divide la trama de manera simétrica y acorde con la Guerra Fría, donde una réplica de gestos, matices, vuelven nada confiable a cualquiera de sus protagonistas. La bisagra la compone Tom Hanks, benévolo pero incrédulo. En la segunda, el equilibrio compositivo está en el contraste, en el contrapunto grande/pequeño, en la relación arriba/abajo, en las imágenes invertidas devueltas por el lago de los sueños, en las burbujas descendentes de la bebida del gigante, en la vigilia y la noche. Si al Tom Hanks de Puente de espías se lo ha equiparado con el James Stewart de Caballero sin espada (1939), habrá que decir que El buen amigo gigante tiene el mismo espíritu de Qué bello es vivir (1946), también de Frank Capra.Para ver este film, se sabe, hay que creer en él. Porque se cree en él, el final es feliz. Con la última película de Spielberg, discípulo capriano (como lo corroboran Encuentros cercanos del Tercer Tipo, Siempre, Indiana Jones y la última cruzada), se produce un mismo milagro. Basado en el libro de Roald Dahl, publicado en 1982, El buen amigo gigante introduce en una Londres de cuño dickensiano, añeja, con alguna referencia contemporánea -esa influencia también palpable en la película de Capra-, con la ventana de un orfanato como destino del prólogo. Allí está Sophie, la niña huérfana que no duerme, mientras espera la llegada de la hora de las brujas. Su insomnio, la vista detenida en el reloj, la casa de muñecas, el gato y una frazada, preceden la llegada de la sombra que asusta, que vigila. Si esto es lo que sucede ventana adentro -visita privilegiada del espectador, así como al inicio de El ciudadano, de Welles, otro cuento sobre un niño sin padres-, lo que tendrá lugar por afuera será el reverso, el otro lado del espejo. Para salir de allí, qué mejor que un gigante: la mano enorme dentro de la habitación rememorará la del King Kong de los '30, con Fay Wray a su merced. La otra referencia, inevitable por equilibrada, es El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold. La mejor película con un gigante, la mejor película con un ser diminuto. En el medio, El buen amigo gigante. Spielberg apropia estas relaciones, no son meros guiños cinéfilos, sino partes inmanentes de ese mundo en el que sus películas habitan. Sophie -como el Little Nemo de Winsor McCay- encauza una aventura inesperada hacia la tierra de este BFG (Big Friendly Giant), en donde -otra vez el contrapunto- los demás gigantes no son amigables, sino más altos, carnívoros y devoradores de niños. Al pasar a este otro lado, Sophie no sólo ayudará al gigante a valerse por sí mismo -algo que ella evidentemente hace-, sino que podrá tocar sus sueños. El BFG se dedica a cazarlos, a guardarlos. Los deposita con cariño en niños que tienen problemas con sus padres. Sophie asiste encantada, mientras mira con su amigo grande lo que el niño sueña y proyecta: sobre una pared, con sombras animadas, chinescas. El principio del cine. Un gesto extraordinario, de parte de un cineasta que vuelve, por fin, sobre esa esencia inmaculada, casi olvidada: el cine, máquina de los sueños. Aspecto que sitúa a El buen amigo gigante como un film de sueños que se sueñan. No bien Sophie llegue a la morada del BFG, habrá lugar para el adormecimiento, con palabras del Nicholas Nickleby de Dickens, el libro que la pequeña lleva consigo (y que recuerda al cuento de Bradbury: "Cualquier amigo de Nicholas Nickleby es mi amigo"). La película está muy cercana al embudo sin fin de la Alicia de Lewis Carroll, con una reina que no será de Corazones sino la mismísima de Inglaterra. Justamente allí cuando podría preverse una corrección mayor, atada a las investiduras del Palacio y sus monigotes de uniforme, ocurre una de las mejores secuencias, que felizmente devuelven ecos de1941 (1979), la película maldita de Spielberg, un fracaso de taquilla del cual nunca habla demasiado. Las palabras que el BFG mezcla, confunde, como un niño grandote que balbucea, se vuelven muecas de sorna hacia el lugar donde se encuentra, en sus referencias a la realeza, y con un desenlace que remoza los gags alocados de loscartoonsde la Warner. En otro orden, puede pensarse en Sophie a partir de su relación con la luz spielbergiana. A saber: es una luz la que se lleva a Richard Dreyfuss en Encuentros cercanos, también la que viene a buscar al ET. Otro tanto ocurría con la luz diabólica de Poltergeist (dirigida "off the record" por Spielberg). Sophie, como el niño Elliott de ET, posee un conocimiento que los adultos no. Pero acá pasa algo distinto. Está sola, sin amigos ni adultos. Es un gigante quien viene a rescatarla. Sólo un acto de fe en un milagro semejante podría provocar la felicidad de su aventura, así como la escucha de adultos atentos o la caricia de una madre. Tras el despertar soleado, el recuerdo de aquella casa de muñecas, que Spielberg actualiza con un mismo plano, persiste. El final es tan ambiguo que lleva a pensar que lo que se ha atrevido a hacer Spielberg es filmar la desolación de esta niña. Lo había hecho con El imperio del sol, sobre la novela de Ballard. Basta recordar su secuencia final, durante los momentos de incertidumbre previos al reencuentro del niño con sus padres. La diferencia con El buen amigo gigante es la decisión de persistir en esa demora. Más aún, la situación final -de monólogo otra vez, así como al inicio- es una de las más bellas e intimistas del cine de su director.
El cine es una cuestión de fe Capaz de ahondar en el misterio, a través de un personaje ambiguo, el film de Schonfeld hace de su santita un interrogante. El cine, el milagro, ritos heredados y ofrendas paganas. Cuando las imágenes son capaces de materializar sueños. Hace unos años, el realizador entrerriano Maximiliano Schonfeld estuvo en la ciudad, durante la 14ª edición del Bafici Rosario, organizado por Calanda Producciones. En esa oportunidad, acompañó la proyección de su ópera prima, Germania (2012). También dialogó sobre la película y su manera de pensar el cine. Una de sus frases sobresalió: "Para mí el cine es una cuestión de fe". Tal aseveración lleva a pensar en la inevitable creencia que el cine requiere para, justamente, ser. Al respecto, hay varios ejemplos, pero el nombre destacado será, siempre, el de Roberto Rossellini. Capaz como era de detenerse en la situación límite, ambigua, a través de la cual el milagro podía, tal vez, suceder. ¿Cómo no creer en Europa '51, en Viaje a Italia? La alucinación de sus personajes traspasa la pantalla, impregna al espectador, le interroga para hacerle permanecer en la pregunta. Lo logró también Frank Capra, en la magistral Qué bello es vivir (1946). Hay que aceptar su momento angelical, de registro alterado, para permitir que la película sea. Desde un lugar semejante, el filósofo Alain Badiou destacaba a Los amantes crucificados (1954), de Kenji Mizoguchi, a partir de la sonrisa de los enamorados durante la secuencia final, capaz de transgredir el castigo mortal. La fe en el cine está, de hecho, en la aceptación de esa otra realidad que se materializa en la pantalla, que algunos pocos grandes directores son capaces de articular con el drama: los inicios de Trono de sangre, de Kurosawa; de Jersey Boys, de Eastwood: en la primera es la neblina, en la segunda el cielo níveo; en las dos, la asunción blanca de la pantalla grande, sobre la cual ingresar en el Japón feudal o en los años '50 de New Jersey. Hay otro ejemplo, de los más bellos del cine: cuando los Taviani adentran a sus hermanos protagonistas en el Hollywood de Good Morning Babilonia: tras la bruma repentina,se descubren formando parte de una historia de reyes y caballeros; por un momento la confusión trastoca todo, en ellos y en quienes miran el film. En Schonfeld hay una asunción de esta problemática, de esta creencia. De igual modo, se adentra en el mundo que significa la comunidad alemana de Entre Ríos a través de una presencia extraña, tal vez sanadora, algo milagrosa. Su aparición es fortuita o por lo menos no explicada. ¿De dónde viene esta santita? Ella nunca dice que lo sea, tampoco lo niega. Mientras, la comunidad rural comienza a tratarla de manera cuidadosa; no faltarán las ofrendas, los obsequios, los rezos. La helada negra es esto, pero mucho más. La ilación argumental no es lo que de veras importa en las imágenes de Schonfeld. Su interés se nota al ahondar en un abismo que resulta embriagador, pagano, onírico. Para lograrlo se vale, por una parte, del conocimiento de vida que tiene sobre lo que filma; pero también, de lo inevitablemente extraño que él mismo debe haberse vuelto, puesto tras una cámara, dedicado ahora a capturar y mirar lo que los otros hacen. No hay retrato posible sin la distancia. Es por esto que la figura que encarna Ailín Salas no deja de ser la de un alter ego, situada dentro y fuera a la vez. Tal cuestión se rubrica en su carácter de actriz profesional, rasgo que no comparte con ninguno de los demás partícipes. Los mismos, por otro lado, de la anterior Germania. En este sentido, La helada negra es una profundización mayor, un capítulo más, dentro de las obsesiones de Schonfeld. Paisaje, iconografía y personajes, se reiteran. ¿Cómo ingresar al lugar, al ámbito familiar y cotidiano, sin dar cuenta de la experiencia vivida por fuera de él? Para el caso, vale precisar la estadía del realizador, durante la escritura del guión, en Jerusalén; a la par, ni más ni menos, que de László Nemes, el director de El hijo de Saúl. La elección de Salas no es menor. Su destreza la lleva a adoptar las maneras del habla, los ademanes gestuales, de quienes se rodea. También porque fisonómicamente encarna el cuerpo de la niña-mujer, de edad imprecisa, con rasgos delicados. Su comportamiento deja claro que sabe más que lo que dice. Cuando se viste con la ropa que le dan, corporiza los fantasmas de quienes ya no están. De manera casi ingenua, actúa la situación, sus palabras parecen esconder algo. En tanto, la amenaza de la helada atraviesa el ánimo de la gente. El temor de reiterar desgracias aparece. Tal vez la aparición de esta santita sea el signo esperado. Hacia ella se encaminarán los deseos de bienaventuranza. Que sean las mismas y reales personas del lugar quienes lo encarnen, acentúa el límite raro ante lo actuado. Consecuente con un cine que escapa a categorías, La helada negra es documental y ficción, deja que tales instancias adhieran sobre sí mientras sobrelleva el misterio de su personaje. Llama la atención la naturalidad con la que se actúa, algo ya presente en Germania. Se relaciona, otra vez, con el límite raro aludido. Pero todavía más, dado el cuidado formal que el realizador imprime en cada uno de sus planos. Muchos de ellos, a través de movimientos de cámara precisos, en donde nada está fuera de lugar. Cómo logra Schonfeld hacer comulgar tales instancias, es otro de los encantos de este film. Lo que asoma, en este sentido, es un relato pausado, que se demora en las sensaciones con las que se va encontrando. La santita será parte cada vez más natural de este entorno. Con ella la película logra una armonía imprevista, ya que se siente el desafío mismo de introducir a la actriz, al personaje, en un hábitat de costumbres y ritos heredados. Habrá una secuencia que hiera, o que por lo menos abra un paréntesis. Qué es lo que pasa allí es algo que se anuda con el fuera de campo, con la historia de esta mujer sobre la que no se sabe más. Son datos que apenas sugieren, pero no por ello alterarán lo visto. En todo caso, no harán más que acentuar la fe que se necesita para permitirle a la película, y su personaje, persistir en su cometido.
Un paradójico amor por la música La peor cantante posible, la más apasionada. Un retrato sobre el amor a la música, entre risas y admiración. El contraste como manera de pensar el mundo, en donde la pasión le gana al talento. La recreación de la Nueva York de los '40 es otro de los aciertos. La sabiduría fílmica del inglés Stephen Frears tiene en Florence otro de sus grandes ejemplos. Por un lado, la recreación de la Nueva York de los '40, al establecer un diálogo con la ópera prima del cineasta: Sabueso verde (Gumshoe, 1971), donde Albert Finney se volvía detective, a la manera de las historias que transcurrían durante esos años de películas y novelas policiales. Por otra parte, el apego al mundo del espectáculo y sus personajes entrañables, obsesionados, como lo exponía Mrs. Henderson presenta, a través de la dama Laura Henderson (Judi Dench), empecinada en ofertar mujeres desnudas en su teatrito londinense, durante la Segunda Guerra. Y también, desde ya, por medio de la declaración de amor a la música, aspecto que hace inevitable la mención de Alta fidelidad, donde amores y desaires tenían una banda de sonido diegética, al ser sustancial en la vida de sus personajes, con el melómano Rob Gordon (John Cusack) a la cabeza. Estos rasgos reaparecen y se enriquecen desde la historia de vida de esta señora norteamericana e inaudita, de nombre Florence Foster Jenkins (1868-1944), recreada con una sabiduría mayúscula por Meryl Streep. El talento de Florence para el canto era nulo, y sin embargo ha trascendido como la peor soprano posible. Hay rasgos de su historia personal a los que el film alude apenas, porque lo que le interesa es su año último, justo el anterior al desenlace del conflicto bélico, con Florence confiada en el logro de su objetivo máximo: colmar el Carnegie Hall, en un recital con entradas a beneficio de los soldados, esos jóvenes que arriesgan sus vidas y le recuerdan ese otro cometido sin logro: ser madre. Le acompaña un esposo devoto (Hugh Grant), más joven, que alterna su vida entre la fastuosidad aristócrata y el barrio marginal, en una casita donde baila jazz con su amante. El contrapunto entre ellos es perfecto, porque da cuerpo formal al film, al articular dos costados sociales (centro y periferia) y dos registros musicales (lírica y jazz), que la dirección fotográfica compone desde valores altos, en un caso, y bajos, en el otro. Un anverso y reverso inmanente al momento de época, donde la música aparece como un espacio en conflicto, algo estancada en ciertos ámbitos, muy vital en otros, entre reacciones sociales heterogéneas y conservadoras: la reunión en el Carnegie Hall será, por eso, sintomática, traumática, acorde con una sociedad en crisis, presta a un momento de cambio. Por su parte, la dirección de arte, preciosista, recrea con esmero la gran avenida, pero también la pared de la callecita, con los afiches donde se lee "Louis Armstrong". Es por esto que la interpretación desgajada de Hugh Grant es notable, atildado como suele ser, bien british (tal la procedencia real del esposo de Florence), sin embargo presto a danzar de un modo insospechado en los barrios bajos. Luego de despedir en sueños a su esposa, a quien trata como una niña, St Clair huye a la noche del barrio, a esa otra vida en donde hacer lo que acá no puede. Esta niña grande que es Florence, rodeada de flores, que adora los sándwiches y la ensalada de papas, con temor a los objetos con filo, hace convivir consigo un amor devoto por la música, pero a través de la peor voz. Hay momentos donde la risa es parte inmanente de las secuencias, algunas desternillantes, pero con la habilidad de torcer enmomentos determinados hacia la admiración por quien ha elegido hacer lo que debe porque en eso, sencillamente, le va la vida. Es ese instante el que el film de Frears persigue: un "paradójico" canto de amor a la música. Alrededor de Florence desfilarán muchos nombres importantes, con relieve artístico ganado, en busca del dólar que les permita hacer lo que saben, mientras adosan capas de una pinturaa veces hipócrita o acordes con un sistema que cosifica lo que toca como mercancía. Florence sueña y, porque lo hace, canta. Es la respuesta musical a esa otra figura similar que significa el Ed Wood de Tim Burton, considerado el peor director de la historia del cine. El talento falta. A quién le importa. Les sobra pasión, es eso lo que filman Burton y Frears. Pero lo cierto también es que a muchos les importa el "talento". Entre ellos, aparece la figura del periodista experto, y de dos maneras: como receptor de dádivas a las que corresponder (St Clair trama una telaraña con la que sostiene una burbuja de cristal); como profesional insobornable. El caso último no deja de ser irónico, vista la resolución argumental, a través de la cual la figura del experto culmina por ser la de un garante del arte, el legitimador, aquel que sentencia: misma alusión a la que arribara Orson Welles en F forFake (1973). Justamente, es en El ciudadano donde Charles Foster Kane sometía a su esposa, Susan Alexander, como la cantante que ella no quería ni podía. También, de paso, lo hacía con la prensa y sus aplausos. Sólo había uno que se resistía, en el rol de Joseph Cotten. En este sentido, Florence da cuenta de una mirada crítica sobre un círculo vicioso que lejos está de extinguirse -para nada exclusivo de la música o el teatro, quien lo dice es una película, el dardo tiene centro en el cine, tal como lo han hecho La malvada de Mankiewicz, o Birdman de Iñárritu-. En este retrato, por otra parte, se cuela una sorna particular sobre el disfrute meramente ocioso de una clase social improductiva, que asiste a sus galas sin goce pero con vestidos y collares. Ahora bien, a no confundir, Florence Foster Jenkins sabe dónde está parada y hace lo que hace por amora Saint-Saëns, un amor muy distinto al que manifiestan otros, acompañados por títulos nobiliarios olvidados y riquezas heredadas. El eslabón bisagra lo compondrá el pianista McMoon (SimonHelberg): esmirriado, desconcertado, con la plata justa y la vida austera, capaz de aparecer allí cuando haga falta el matiz distintivo. Para que, finalmente, prevalezca el encuentro final entre esos dos rostros que se aman de una manera como sólo la música puede semejar.
Detectives ridículos y melancólicos Una mirada crítica y lúdica sobre el cine, el mundo Hollywood, y la corrupción. Con elementos del policial negro, Dos tipos peligrosos dice lo que otros ya no: el cine es el medio de expresión por excelencia. Hay que cuidarlo. La dupla es esencial al cine norteamericano. Es la expresión minimalista del recurso más básico: plano/contraplano. La figura más clara es la del duelo, propia del western: el bueno contra el malo, el blanco contra el negro (indio/latino, etc.). En algún momento, un mismo plano contendrá a los contrincantes. Es el momento del equilibrio, del contraste maniqueo, del suspenso que precede a la resolución y normalización: el disparo del bueno mata al malo. El espacio vacío habrá de ser vuelto a ocupar por otro malvado. Hay oportunidades donde uno y otro logran un acuerdo, tal vez solidario, afín con sus intereses. Sea porque hay algo peor, sea porque sobresale la comprensión del mantenimiento del statu quo. También porque ciertas veces hay una toma de conciencia compleja: es lo que logra, por ejemplo, El tren de las 3.10 a Yuma, el western de 1957 de Delmer Daves, a través del vínculo forzoso entre el campesino y el criminal (Van Heflin y Glenn Ford). Uno y otro culminan por hacer lo que funcionarios de la ley, bandidos y ciudadanos no desean: respetar la norma. Las más de las veces, la dupla suele ser conciliadora. Por eso, hay que buscar asilo en una cinematografía diferente para verla agónica: es el caso de Figuras en un paisaje (1970), de Joseph Losey, cineasta estadounidense expulsado por el macartismo, capaz de recrear en esta película inglesa el clima de persecución, a través de dos fugitivos que se detestan (Robert Shaw y Malcolm McDowell). Desde ya, hay variaciones. Algunas notables, fundacionales. En este sentido operan 48 horas (1982), de Walter Hill, y Arma mortal (1987), de Richard Donner. En la primera, policía (serio y blanco) y criminal (chistoso y negro); en la segunda, policía (serio y negro) y policía (demente y blanco). Las dos, grandes películas. Capaces de releer los lugares comunes, de devolver brío a lo que se ha decidido nombrar como buddy movies. Por eso, que sea Shane Black, el guionista de Arma mortal, quien esté detrás de Dos tipos peligrosos, vuelve importante su atención. En primer término, Dos tipos peligrosos da cuenta de una decisión auto consciente, que es la de revisar el género así como de situarlo de manera cómplice en los años '70. Desde el vamos, lo que se aprecia es la ciudad de Los Angeles, desde la vista del cartel tan famoso que dice "Hollywood" pero que, sin embargo, está roído, bastante roto. El año es 1977, y no es cualquiera. Está a punto de estrenarse La guerra de las galaxias, con ella la debacle será revertida al dar final a la incertidumbre de no saber hacia dónde dirigir la producción fílmica. Es un momento límite, que permite al film de Shane Black hundirse en el abismo multicolor, sórdido y festivo, del cine pornográfico. Lo hace a través de un matón a sueldo, de piñas suficientes (Russell Crowe), y un detective de poca monta (Ryan Gosling), cuya hija adolescente demuestra mayor sentido común. Hay una mujer desaparecida, motivo para el logro de esta unión desigual: Jackson y Holland (Crowe y Gosling) no se aprecian demasiado, pero deben unir fuerzas. El asunto, se decía, los conduce al cine XXX. A propósito, no es cualquier momento para este tipo de cinematografía. Se trata de la década gloriosa de producciones como Garganta profunda y El diablo y Miss Jones. Films con lugar de exhibición en las mejores pantallas, por primera vez. Taxi Driver, de Scorsese, permite entrever esto. Para el caso, otra película admirable es Juegos de placer, donde Paul Thomas Anderson retrataba esplendor y caída del cine porno o, mejor, del cine todo. Estas películas (pornográficas o no, lo mismo da) eran financiadas por la mafia. Entre otras cosas, lo llamativo de Dos tipos peligrosos es cómo juega con tales circunstancias, las adscribe a la ficción propuesta, y las liga al comportamiento siempre deshonroso de las grandes corporaciones. Sigue pasando. De esta manera, el film arroja una mirada ácida sobre las formas financieras que prevalecen en Hollywood. Como corresponde al género -que es buddymovie, pero también de reminiscencia noir-, la victoria debe ser amarga, de celebración inconclusa. Pero esto no es todo, lo mejor descansa en la tesis que el film postula: el cine es el medio de expresión por excelencia. Es por eso que los intereses en juego lo tienen arrinconado, sojuzgado, sometido a cumplir normativas económicas, morales y estéticas. El director debe ser un contrabandista de ideas, ha apuntado Scorsese, y es eso lo que se señala y recrea en esta película de investigadores torpes y cómicos, que persiguen el custodio de una película que dice (y muestra) lo que otras no. De paso, la dupla que componen Gosling y Crowe es bárbara. Lo que hace el gordinflón de Crowe es magnífico, porque se asume físicamente como está. Despreocupado de una imagen atlética que ya tuvo y vaya a saberse si recuperará. ¿Qué falta hace? El caso de Gosling es sorprendente. En verdad, su rango actoral tuvo un paso superlativo tras su colaboración con el danés Nicolas Winding Refn, en Drive y Sólo Dios perdona. Dos obras maestras. Acá se lo pasa en grande al ridiculizarse y lograr gags de magros momentos slapstick, a veces remedos malos de Los Tres Chiflados. Visto lo absurdo del caso, lo curioso es que funciona. Más aún al encontrar contrapunto -y de esto se trata- en las miradas resignadas de su hija (Angourie Rice, un hallazgo) y de Crowe. La secuencia de la fiesta, momento bisagra del film, es un logro particular. Tiene algo del humor de Blake Edwards, también por ofrecer una mirada introspectiva (así como lo hacía La fiesta inolvidable) acerca del cine y sus celebraciones alcohólicas, drogadictas y mafiosas. Es decir, nada hay librado al azar en esta película que se mete con el mundo de cartón pintado de Hollywood, con saña y melancolía. Y a no confundir, el chiste de matiz étnico, ciertamente despectivo, que guarda el diálogo final, es una exteriorización en forma de guiño irónico. Es una gracia incorrecta que, en verdad, está devuelta al propio género cinematográfico; así como lo hiciera Johnny Depp en El Llanero Solitario: por querer hacer de su indio comanche un hombre inteligente, el atrevimiento le costó al film un fracaso financiero. Así las cosas.
Elogio de la película enamorada Depurada, sin altisonancia, con lo necesario como para ratificar la maestría de quien dirige. El nuevo film de Almodóvar reitera obsesiones temáticas y estéticas. Un personaje falsamente escindido, que dialoga consigo mismo. Una gran película para disfrutar. El cine de Pedro Almodóvar está en un momento sublime, depurado de excesos (esos tan lindos excesos), con la mira en una puesta en escena despojada de adornos, sin distracciones. No se trata de ningún cambio o de alteración radical alguna, sino que su cine continúa un mismo camino de obsesiones, como si se tratase de una misma y sola película, cada vez mejor. Tampoco será suficiente ni criterioso detenerse en la mayor o menor cantidad de comedia o de drama como parámetros "explicativos" en su filmografía, ya que cualquiera de ellos se liga al otro (botón de muestra es la caracterización admirable, y nada inesperada, de Rossy de Palma en Julieta). Caras ambivalentes, así como en el cine de Woody Allen, que tienen en Almodóvar a la fantasía como relevo inmanente: esa órbita de vuelo -que Los amantes pasajeros expresa de manera literal-, donde la alegría es también melancolía cuando pisa tierra. Consciente o no de este quiebre esencial, el enfermero Benigno (Javier Cámara) culminaba sus días encerrado pero enamorado en Hable con ella. Un ángel de la guarda maldito, un eslabón necesario para que la película sea. Ahora bien, ¿quién es Julieta? Julieta (Emma Suárez) está a punto de viajar, de irse de Madrid en compañía de su pareja (Darío Grandinetti). Pero el cruce casual con una antigua amiga de Antía, su hija, le devuelve recuerdos. Hace demasiados años que madre e hija están distanciadas. ¿Qué ha sucedido? La pesadumbre apresa a Julieta, ya no viajará, mientras elige revisar esas palabras que el azar le ha obsequiado: Antía está delgada pero guapa, con tres hijos. Julieta, entonces, vuelve a su viejo departamento. O a uno que se le parece. Y se dedica a escribir esas palabras como líneas primeras. Comienza la historia. Desde los Lumière, el cine viaja en tren. Con él aparece en Julieta la digresión, el viaje al pasado, pero sobre todo un cruce de tiempos parecidos, apenas separados, como imágenes que el mismo espejo devuelve sobre sí mismo. ¿Cuál será el momento repetido? Julieta se divide en dos edades, entre Emma Suárez y Adriana Ugarte. Dos momentos cuya cronología no puede separarse de lo que sobrevendrá, de lo que ya pasó. Los ecos de la tragedia griega se subrayan: Julieta era/es profesora de literatura, y explica a sus alumnos sobre los diferentes significados del mar, con la aventura como uno de sus horizontes. Partir hacia otro lugar era, vale recordar, el impulso inicial de la película. En verdad, el viaje sucede, pero a bordo del tren, en donde Julieta se cruza con extraños, y entre ellos con quien será parte fundamental de su vida, padre de su hija. El azar mezclará muerte y nacimiento -la secuencia del tren está cercana, espiritualmente, a La dama desaparece de Hitchcock-, mientras un alce casi onírico surge entre la nieve, cuya carrera misteriosa la ventanilla del tren recorta. Ventanita-rectángulo que tendrá, como la ventana indiscreta hitchcockiana, función metalingüística, al ser remarcada como segunda pantalla. En esos momentos, los planos elegidos por Almodóvar son de homenaje y amor al cine, así como síntesis perfecta de sus preocupaciones formales: la realidad desdoblada, necesariamente replicada: Julieta y el extraño que la acompaña viajan enfrentados, separados por el rectángulo cinemascope que es la ventana; cuando Julieta y su amante tengan sexo, ella se desdoblará como un fantasma sobre el mismo vidrio del tren, empañado de frío, ella tan cálida. (El extraño, por otra parte, oficia a la manera de ese ángel maldito que era el enfermero Benigno, tal es su sacrificio). De todas maneras, no habrá que aceptar tan rápidamente lo que se ofrece como lo que parece. O sí, tal el encanto del cine. Mejor aún -y esto es algo que permite solamente un cineasta consumado- es dejarse llevar por la reiteración rítmica de sucesos, colores y emociones. Julieta, película y personaje, invitan de esta manera a recorrer las penurias de una madre desesperada, a asistir a la serie de tragedias que le han marcado. Esos momentos están, son incontestables, pero también habrá otros, casi mágicos. La casualidad se cuela de manera misteriosa, y articula de modo equilibrado y cíclico. La escritura de esa carta con la que Julieta se ofrenda -que no es otra cosa que la película con la que también lo hace su realizador- cumple su función catártica, hermosa. (Otra referencia aparece acá: la de Nana (Anna Karina) cuando escribe sobre sí misma en Vivir su vida, otro acto de sacrificio así como de amor hacia su actriz por parte del director, Jean-Luc Godard). Por eso, ¿qué es la película Julieta? Quizás no sea otra cosa más que un acto de escritura (literaria o cinematográfica, lo mismo da). Nada más, nada menos. Un acto de soledad creadora. Un momento de ajuste de cuentas poético. Que no reniega de lo sucedido, sino que lo transcribe y transgrede, al tiempo que sabe de la inevitabilidad. Uno de los secretos del film, uno de sus MacGuffin (Hitchcock, otra vez), descansa en una escultura, siempre a punto de ser envuelta o desenvuelta, con el que la película abre sobre un falso cortinado rojo: suerte de ídolo o amuleto, convertido en regalo o maldición, a la vez que portada del libro escrito por Lorenzo (esa réplica misma que de la figura del escritor encarna Grandinetti). La misma mujer que componen Emma Suárez y Adriana Ugarte (así como Angela Molina y Carole Bouquet en Ese oscuro objeto del deseo, de Buñuel; o Mia Farrow y Gena Rowlands en La otra mujer, de Allen), también lo serán Antía y Beatriz, la mejor amiga. Julieta es una porque es dos: cuando está con su pareja, cuando está con su hija. Cuando deja de estar con ellos, la desesperación. Hasta que dialoga consigo. Acá debe estar el asunto, en ese diálogo interno y disociado, condenado a reiterarse, traducido de manera poética, hasta arribar a un punto donde la distancia entre lo cierto y lo supuesto se desvanece. ¿Hay un despertar? ¿Lo supondrá el golpe del automóvil? ¿La carta con esa respuesta tan esperada? Tal vez, sólo tal vez.