Sangre derramada por pura venganza Ejemplo del mejor/peor sexploitation de los '70 es Escupiré sobre tu tumba (I spit on your grave, 1978, Meir Zarchi), cuyo título confunde intencionadamente respecto de la venerable novela de Boris Vian, llevada al cine en 1959, con guión del propio escritor y dirección de Michel Gast. Ante la escasa recepción del film norteamericano, cuyo título de origen era Day of the woman, el distribuidor lo altera astutamente para un re estreno que, ahora sí, captura la atención mediática y se vuelve nudo de debates ante la virulencia con la que su protagonista era violentada así como vengada. En síntesis, un film de encanto trash, tal vez pésimo, redescubierto para y por cultores del cine bizarro. Entonces y ahora, la remake. Inevitable "puesta al día" de algo que no lo necesita. Porque nada más torpe que volver a filmar una película de trama tan pobre como Escupiré sobre tu tumba. En síntesis: una escritora --joven, bella, atlética - escapa de la ciudad a la calma de una cabaña donde terminar su nuevo libro; allí será asaltada y violada de manera salvaje; luego, su venganza. La nueva versión no guarda "encanto" alguno porque no puede, ni quiere, escapar a tanto cine igualmente malo; es decir, otra de las muchas entregas fílmicas actuales donde la tortura ocupa un lugar nodal, que es eje en la película. Mismo tratamiento que el utilizado por el cine pornográfico más llano: diálogos que son rodeos tontos, de poca relevancia, hasta el momento del sexo; en el caso de este film, la violencia. Allí, en ese momento climático, el encanto visceral posterior de encontrar sangre derramada desde la justicia de la mano propia. En última instancia, es éste el lugar desde el cual se estructuran tantos films: desde el problema con la ley. La mujer vejada sabrá cómo volverse repentinamente despiadada, con una capacidad de inventiva admirable al momento de dar muerte. Algo que, seguramente, habrá de haber divertido a los especialistas en trucos de maquillaje, con algunos buenos momentos de látex desgarrado. Situación que, por sí sola, tampoco es soberbia, a la vez que provoca la melancolía necesaria como para volver a querer ver mejores argucias escénicas, más perversas y bien filmadas, a través de artesanos admirables como Darío Argento o George Romero. En fin, y de todos modos, qué lejos de las buenas propuestas ha quedado el cine de terror norteamericano, condenado a reiterarse estúpidamente. Ello obliga a ver más para encontrar propuestas mejores, es allí donde aparece el cine oriental, con mejor ánimo para el horror, con rostros maquillados de blanco fantasmal, una sensación que, con idioteces estilo "juego del miedo", el cine olvida mientras descuida su propia esencia, la de ser un eco que recuerda al mundo de los vivos.
Postales de un mundo que ha caído Entre tantas películas parecidas entres sí, muchas de ellas remakes innecesarias, se sitúa "La epidemia", y si bien remake ella también, oficia de manera honrosa ante su predecesora, a la vez que actualiza mismos temores y de buenas maneras. Versión de "The Crazies" (1973), film de culto y B del gran George Romero (La noche de los muertos vivos, Creepshow), "La epidemia" se presenta como título apenas pensado y burdo respecto de la ambigüedad original; quizá como parte de una misma maldición, ya que el film de Romero (también productor ejecutivo de esta remake) hubo de ser editado en VHS en nuestro país como "Contaminator", todo un delirio. La artesanía del film original, circunscripta a la tematización usual de Romero en torno a los miedos sociales, la manipulación mediática, la falibilidad militar, es recreada en "La epidemia" desde consonancias temáticas pero ligadas, de manera conciente, a otro contexto, lo que permite leer la alerta descripta por tantos films similares en los años '70 (Las colinas tienen ojos, de Wes Craven; El amanecer de los muertos, del propio Romero) como ratificación de una realidad cierta, todavía presente. El comienzo mismo sitúa en llamas al pueblito ideal y norteamericano de Ogden Marsh. Desde el recurso del racconto el film explicará el desastre, a través de la elección inicial de una perfecta situación de desajuste: en medio del festivo inicio de la temporada de béisbol, el "borracho" del pueblo ingresa con un arma al campo de juego y obliga a la resolución inmediata del sheriff (Timothy Olyphant). A partir de allí, la asunción (anti)heroica del personaje, con una caída que se pronuncia cada vez más, como víctima de una gran conspiración que comienza a dejarse entender pero nunca ver. Los ojos que mejor y más observan, de hecho, serán los que inicien y cierren el relato. La regla orgánica de toda película norteamericana obliga a la preservación de la especie. El bueno del sheriff tiene, como corresponde e irónicamente, a su "?esposa modelo" (es doctora) embarazada. Pero luego de todo lo que el espectador podrá apreciar, difícilmente puedan atisbarse seguridades de procreación. Como si se tratase de una reacción en cadena en donde la primera pieza caída vuelve ya inevitable el derrumbe final. Es por eso que, más allá de algunos golpes de efecto tontos y acordes con un cine de terror trillado (sustos musicales abruptos que no dicen ni aportan nada), "La epidemia" sabe estar a la altura espiritual de su film fuente: el sueño americano es una tontería y las víctimas son, en última instancia, sus principales defensores. Una situación similar a la que experimenta por estos días el personaje de Rick (Andrew Lincoln), también policía, en la serie televisiva The Walking Dead. Allí, toda la sociedad ya ha caído. Es entre sus restos de cocacolas sobrevivientes donde habrá de perpetuarse algo, aunque no se sepa muy bien qué.
Diablo y castigo Los diablos vienen marchando, o algo así, debiera ser el lema desde el que se rotula tanto cine actual, decadente. Habrá que excluir de esta situación, y desde el contraste, a obras maestras que lejos de asumir un discurso maniqueo, lo supieron utilizar para ahondar en otras cuestiones: metafísicas, morales, sociales; tal el caso de films como El exorcista (1973, William Friedkin), Noche de brujas (1978, John Carpenter) o El bebé de Rosemary (1968, Roman Polanski). Quizá no sea algo que llame la atención, dado el acostumbramiento dogmático al que somete tanto cine -y tanta más televisión , pero que dos de los sólo tres estrenos de carácter comercial del jueves pasado tengan una coincidencia, más que temática, sobre todo ideológica, no deja de ser elemento que sobresalga. Cazador de demonios actualiza para la pantalla grande a uno de los varios personajes del escritor pulp Robert Howard (Conan, Cormac). La realización del film está bien, porque es acorde al escenario y verosímil desde el que transcurren las historias de Howard: moralismo, diablos y monstruos malísimos, paganismo y cristianismo. Solomon Kane es el héroe vengador, la espada celestial del siglo XVII. Lo que fuera alegoría del macarthysmo, en plena década de los '50 de la mano del gran Arthur Miller, en Solomon Kane la caza de brujas es ratificación de miedos religiosos que legitiman una misma y reaccionaria concepción de mundo. Kane se encuentra en la línea de Van Helsing, némesis de Drácula, perseguido por el diablo pero con una espada capaz de otorgar muerte divina. A la manera de un Cristo -que atraviesa todas y cada una de las tentaciones y estaciones de la Pasión bíblica , el personaje de Howard encarna la cruzada de Dios, la mano dura del Hacedor Supremo. Por otra parte, La reunión del diablo aborda la metáfora tonta -banal, tendenciosa de un ascensor como símil de mini infierno. Los pecados han conducido a quienes allí deben sobrellevar durante la insoportable hora y media del film los avatares de un demonio que, antes que divertirse con ellos, da cuenta del orden moral que debe regir al mundo. El diablo como castigo, como consecuencia del pecar. Arrepentimiento y Juicio Final. Eso, más un guión alicaído que pierde sustancia, atravesado por miradas de estupor de los propios intérpretes, quienes tampoco creen demasiado lo que les pasa. El guión de La reunión del diablo cuenta con la firma de M. Night Shyamalan, quien en otros films (Sexto sentido, El protegido) supo dar cuenta de cierta mirada de interés sobre la idea del destino, aquí reducida a "lo que te va a pasar por lo que hiciste", mientras el latino de turno se santigua y mira con cara de bobo asustado. Si a ambos films sumamos una de las series cinematográficas de éxito presente, como Crepúsculo, con vampiros redimidos y abstemios de dentellar la sangre de toda virgen, no resta mucho por decir para hacer aún más clara la dirección ideológica marchita -pero siempre latente que sigue detentando el cine más visto como también impuesto.
La historia del único héroe mexicano posible Machete se parece a muchas cosas y, a la vez, a muy poco. Se parece a muchísimo cine de los años '70, a mucho del trash y de la serie B que tanto su realizador, Robert Rodríguez, como Quentin Tarantino consumen e idolatran. Y a su vez, no se parece en nada, por ser una rara avis dentro del mundo de cine torpe y bienintencionado que produce actualmente Estados Unidos. En otras palabras, Machete es incorrecta, tanto política como narrativamente. Tiene sobreabundancia de situaciones, cierta vacilación narrativa, pero al mismo tiempo es todo ello lo que la vuelve -por ser deudora de tanto cine de matinée barato encantadora y bien filmada. Es un espíritu de celuloide rayado, sucio, el que corroe el rostro agrietado de Danny Trejo, ninguno más que él para ser Machete. El Machete de Trejo/Rodríguez es juego de referencia cinéfila, de divertimento bizarro, también es mirada crítica, sin doble discurso ni altanería que declame. En este sentido, Machete encarna al único superhéroe mexicano posible, deudor de Santo, el Enmascarado de Plata. Como tantos de su estirpe, es la tragedia la que sacude a Machete hacia la venganza personal y, sobre todo, hacia la revuelta social. Todo esto contado con el desenfado mayor, con la ridiculez como manera inteligente de burla. Por un lado, las caracterizaciones de los recuperados y vintage Steven Seagal y Don Johnson, ecos de films parecidos pero regurgitados por la maquinaria Rodríguez. Por otro lado, el gran Robert De Niro como hace tiempo no hace algo similar: el fascista senador republicano John McLaughlin, quien sonríe mientras asesina mexicanos ilegales, como si de cucarachas y gusanos se tratase. Y por último, las chicas que atraviesan el film, ufanadas de competir por el encanto sexual del héroe de la película: Jessica Alba, Michelle Rodríguez, y una Lindsay Lohan que demuestra haber perdido todo mínimo reparo, vestida como la monja letal que Disney pretende negar haber traído al mundo. Por esas rarezas circunstanciales, la denominada Ley de Arizona contra los inmigrantes ha dado la razón al contenido del film de Rodríguez. Como si se tratase de una reacción violenta hacia lo que dicha ley significa -si bien promulgada posteriormente al film , el Machete de Trejo tiene una respuesta posible y, por lo que parece, hasta amenaza con continuarla en secuelas. Machete se erige, sin que se lo proponga, como denuncia eficaz ante la insensatez peligrosa de tantos discursos serios, acunados por una corrección política que amenaza con convertirse en el veneno más poderoso.
El doble peligro de llamarse Hipatia Son las palabras, la sentencia, con la que Hipatia desafía a la inquisición de aquellos tiempos (s. IV, d.C.): "Creo en la filosofía". dice, y es dictamen suficiente para entender la necesidad de condenarla por brujería, por indagar los cielos desde el doble peligro que significan la matemática y el saber femenino. Hipatia se convierte en bisagra de un mundo que se desmorona mientras otro se yergue, receptáculo de razón que persevera en los secretos de los libros, que molesta como el tábano todavía socrático. Uno de los momentos más exasperantes de Agora, última película de Alejandro Amenábar (Tesis, Los otros), es el de la destrucción de la Biblioteca de Alejandría. Ante el alud cristiano imparable que Amenábar rápidamente permite asociar a un hormiguero , la protección de los libros es el reclamo inmediato que asalta a Hipatia. La desesperación por salvar un libro más, y otro. Porque tal como Umberto Eco y Jean Claude Carrière confirman en su diálogo Nadie acabará con los libros (Lumen), el destino de todo libro parece ser el fuego. Agora se anima a indagar en un momento crítico de la civilización desde la revelación y denuncia del fanatismo religioso y cristiano, desde la construcción del "otro" como enemigo que definir para destruir. Primero el culto pagano, luego la molestia judía. El juego político queda relegado de a poco, y con él el uso de la palabra, herramienta desde la que se constituye el hombre público, el que habita la plaza de voces, el ágora. Es por ello que la manera de morir, de ser asesinada, de Hipatia no puede ser menos sintomática: es la palabra -su respirar lo que se le prohíbe. Sin ejercicio de la palabra, sumisión entonces a los designios de la Escritura. Nada de política, de filosofía, de dudas. La Hipatia de Amenábar puede estar más o menos basada en lo poco y contradictorio que se sabe de la Hipatia histórica, pero sí es expresión clara y todavía molesta de los tiempos actuales. El film, de hecho, ha sido atacado por sectores conservadores de una manera visceral. La Hipatia de Agora insiste en su observación de los cielos y en su conclusión de la elipse como móvil del planeta. Con ello desmorona una concepción de mundo, de una manera mucho más peligrosa que la que suponen tanto los dogmas ciegos como las armas asesinas. Además, Hipatia predica en su escuela, por fuera de todo culto que no sea más que el del pensar, bajo la égida que supone la equidad entre los miembros del grupo. Hipatia, entonces, como mártir cierta -y no construida como efigie mentirosa, sacra, y que esconde a un asesino , que preludia a tantas otras brujas, a tantos otros filósofos, mientras asume las consecuencias del uso de su palabra. Como Sócrates, Bruno, Galileo, y tantos más.
Corrección política en una reunión de espías Red es mala. Pésima. Acorde con el peor cine norteamericano. Parte de la desesperada catarata de films de supuestas fórmulas de éxito, faltos de ideas, y que ahora -por ejemplo- encuentran en los cómics un ámbito de referencia. El caso de Red es el de la traslación de una historieta (o "novela gráfica", tal se estila decir ahora) menor del escritor inglés Warren Ellis, más el trabajo efectista, de momentos más o menos logrado, del dibujante Cully Hamner. Fue publicada por el sello Wildstorm en 2003. Y se trata, de hecho, de un cómic precario, de solo tres números, sin demasiado vuelo más que el de contar una historia violenta de persecución letal por parte de la CIA hacia uno de sus agentes retirados. Si algo destacaba en aquella historieta era su incorrección política -propia de la escritura de Ellis , sin lugar para medianías ni grises; vale decir, según Ellis, el servicio de inteligencia norteamericano y todo lo que ello significa se destaca y confirma desde una corrupción estructural. A partir de allí, el juego del gato y el ratón deriva en la legitimación final de esta premisa. En el caso de la película, el plot juega la misma idea para abandonarla rápidamente y adoptar la serie de clichés acostumbrados. Es Bruce Willis quien encarna al agente retirado, obligado a volver a reunir al viejo equipo de otras épocas; así es que se inscriben para el argumento del film los personajes de Freeman, Malkovich y -vaya uno a saber por qué, qué falta hacía aquí Helen Mirren. Más la corrección que -se decía el cómic sabía adolecer: una mujer que proteger (la procreación como dogma siempre vigente para Hollywood), el perseguidor al que desengañar, y la restitución -vía desengaño de la dignidad espía de los mecanismos de gobierno. En otras palabras, la purificación y, como corolario, la legitimación. Es entonces, por un lado, que el film tira por la borda la propuesta eje del cómic, y por el otro, es de un nivel soporífero tal que vuelve evidente el mal trabajo de sus intérpretes. Todos notables. Y todos aburridos. Por cinefilia acostumbrada, destacar dos apariciones que todavía nos deparan recuerdos gratos: las de Richard Dreyfuss y Ernest Borgnine. Verlos otra vez en pantalla, aún en un caso tan desafortunado, permite evocar otros films, capaces de permitir al espectador el salirse por un rato de lo que se está viendo y encontrar algo mejor en lo que pensar. Y si bien lo que aquí se dice no es ya novedad alguna, no deja de asombrar lo mal narradas que están películas como Red: la cámara se vuelve protagonista por el solo hecho de moverse o agitarse, los efectos priman desde un mero decorado visual, más una suma de escenas adocenadas, que poco importan al drama sino, antes bien, a la acumulación de golpes de efecto. El arte del buen relato, sin embargo, supo ser cultivado por el mejor cine norteamericano. Aquí una prueba más de su decadencia.
Trazos de vida y de poesía del Che Ernesto Guevara como figura que nos narra desde un prisma social, epocal. El Che es personaje de aura mítica, hablado por tantos y tantos relatos, de carácter interminable. Siempre algo para decir. Y la película de Tristán Bauer como parte de ello. Es entonces que la historia de vida de Guevara se reconstruye -también deconstruye desde la consulta fílmica. Archivos revisados, cronológicamente ordenados, para dar cuenta de rastros, de huellas. Por allí -por aquí pasó y estuvo aquél a quien la imagen nos traduce. Icono de una ausencia, suma de palabras que, por habladas, rememoran y, así, reviven una vez y otra al que ya no está. La memoria como sustento en el film de Bauer. Y si bien las palabras son habladas por otros -por Rafael Guevara, sobrino del Che, por el propio Bauer es ese mismo ejercicio el que instala en ellos, en nosotros, la permanencia del que ya se ha ido. Más la magia siempre bella del cine: imágenes que simulan movimientos, voces que las acompañan, la ilusión de la muerte vencida. Hay cantidad de material de archivo nunca visto, nunca oído. Por un lado, por parte del afecto de Aleida March; por el otro, desde la consulta a material hasta ahora secreto del ejército boliviano. Pero, por sobre toda otra cosa, lo que sobresale es la voz poética contenida en los diarios personales. Observar la caligrafía y sus correcciones, la buena redacción. La composición armónica de sonidos pensados entre selvas y sequedad. El afecto que moviliza las líneas, las letras, el pulso. La habilidad humana de pensar y dejar palabras escritas para luego ser descubiertas. Leerlas, otra vez, para revivir. Es esto lo que se respira desde Che, un hombre nuevo. Un hombre poeta, filósofo, político, revolucionario. Capaz de leer en voz alta, de leer entre los disparos, de regalar poemas, de revertir dolores ajenos en propios. Libros inconclusos. Uno, en especial, en el que Guevara se dedica a revisar críticamente la doctrina comunista rusa, tan proféticamente cercana al capitalismo. Rasgos de un imperialismo que, según la propia dicción del Che, no tiene nación, de una confianza imposible. En este sentido, hay imágenes cuya bestialidad permanece intacta, de una crueldad sin mella. Vietnam, dictaduras, golpizas, fanatismos, humillaciones. Nunca será suficiente el verlas, el golpe que provocan a la memoria es también vínculo presente, comprensión de un proceso histórico en actividad. Che Guevara pasa a formar parte, de esta manera, de la galería de retratos de vida de elecciones personales que Tristán Bauer viene desarrollando junto con Cortázar (1994), Evita: una tumba sin paz (1997), Los libros y la noche (1999), Iluminados por el fuego (2005). Un relevo de memoria, de política, de arte. Che Guevara asoma, desde el film, como sinónimo de un umbral posible, de letanías poéticas, de presente político. Síntesis de mucho más que lo que el film puede exponer, mientras esboza trazos de una personalidad gigante y, humildemente, también pequeña, también cercana.
Héroe de la clase trabajadora y de Brasil Será redundante señalar el carácter oportunista, coyuntural, del film Lula, o Filho do Brasil. Pero, para justificar lo que se escribe, es ésta la valoración inmediata a la que la película obliga. Algunas palabras obvias, de aquí en más, entonces. Lula es un film que ficciona la historia de vida del actual presidente constitucional de Brasil, de mirada consecuentemente correcta. Lula es herramienta de política partidaria, las elecciones presidenciales inminentes en Brasil así lo corroboran. Lula es la imagen de Brasil hacia el mundo, primer mundo, su selección para competir por el próximo premio Oscar lo asevera. De todo ello, luego, la mirada de corrección política que agradará a públicos de latitudes distintas. A la manera de héroe dickensiano, Lula personaje afrontará las vicisitudes de la miseria, la familia pobre, el padre golpeador, y los golpes de la vida. No se trata en esta reseña de negar los hechos y las situaciones reales en la historia de vida de Luis Inacio Lula da Silva ?o de las simpatías o contradicciones que puedan compartirse respecto de su gestión política , sino de entenderlas dramáticamente, como parte de la película que Lula, o Filho do Brasil es. En este sentido, el personaje Lula se desarrolla de cara al espectador de una forma modélica. Modelo de una manera de entender el Brasil. Mirada explicativa, que traza su recorrido desde la periferia hacia la ciudad, desde el puesto de trabajo hacia el sindicato, desde allí a la presidencia. Con la madre como aura protectora infatigable, de palabras justas y guías. Lula -bajo la interpretación, por momentos mimética, de Rui Ricardo Díaz sabe cómo enfrentar con sentencias valientes a la mirada militar, y también cómo desmarcarse de la peligrosa identificación comunista. Ni la izquierda ni la derecha, sólo un trabajador. Porque, al fin y al cabo, es el patrón quien nos da el dinero a fin de mes. Palabra del film. Habrá que pensar esto, también, desde las figuras productoras que acompañan los creditos iniciales. Lula, o Filho do Brasil no cuenta con ninguna subvención estatal, sino con el apoyo -y dinero de un desfile interminable de empresas. Que la marca de la cerveza, entonces, se muestre ante cámara así como en cualquiera de los capítulos de las telenovelas de las tardes. Lula personaje es un dechado de virtudes y sinceridades. Las contradicciones son apenas escollos que lo ratifican en los aciertos posteriores. Lula es el niño de mirada pícara, lustrabotas y vendedor de naranjas, nunca mentiroso, de escucha atenta a la madre. Estudiante, trabajador, huelguista aplicado. Sindicalista ejemplar. Rasgos, muchos de ellos, seguramente veraces. Mientras que en el film son acordes a una narrativa de heroicidad populista, de equilibrio social sistémico, donde Lula funciona como el engranaje más aceitado, como lugar de equilibrio para tantas iniquidades. Como carta de apuesta segura. El film, así, se asume como herramienta de difusión y propaganda. Nada más.
Finanzas, sentimientos nobles y moraleja final Se trata de un cuento moral. Moralista, resulta más atinado. Lo que equivale a señalar: el peor cine estadounidense. Es cierto, Oliver Stone tiene algún título para recordar. Quizá La radio ataca (1988) o Asesinos por naturaleza (1994). Luego de evangelizar el submundo latinoamericano a través de sus entrevistas a Fidel Castro y Hugo Chávez, Stone se sumerge de nuevo en las finanzas que ya hiciera célebres en Wall Street (1987). Es decir: Gordon Gekko está de vuelta. Aquí el acento habrá que situarlo en la figura de Shia LaBeouf. Hijo de Indiana Jones en la última de sus películas y ahora ahijado de Gekko. Es decir, LaBeouf como relevo de figuras ya añejas de Hollywood como Harrison Ford y Michael Douglas. En virtud de su éxito creciente, con Transformers 3 en marcha, LaBeouf también como heredero legítimo del sitial de elegidos. Pero por eso -sobre todo como expresión novel del Hollywood más banal. Porque el pibe de nombre impronunciable ha pasado a encarnar al héroe de la pantalla de política correcta. Nada más repelente. Para ello, el mejor ejemplo, en Wall Street 2. El film de Stone apela a la moralina más torpe, a su declaración de fe devota hacia los actuales tiempos políticos norteamericanos ("destiny" se lee en una tapa de diario, sobre la imagen de Obama). Se trata del renacer: tanto literal como de metáfora obvia. Es así que Jake Moore (LaBeouf), niño pródigo de Wall Street, apunta sus ganas mercantiles a un proyecto de renovación energética. Mientras tanto, los capitalistas a ultranza juegan a explotar el máximo beneficio antes de dar un salto tecnológico. En el medio, Gekko. Recién salido de la cárcel y padre de la novia de Jake. La hija detesta al padre. Y Jake que oficiará sus astucias para acercarlos y aprender las artimañas del querido suegro. Todo ello en beneficio de un operativo de venganza financiera que se propone iniciar. En el Radar último, José Pablo Feinmann desmenuzaba la película de Stone y, con habilidad maestra, no podía impedirse el relato más o menos indirecto de su desenlace. Lo que ocurre es que el final es, de veras, tan imposiblemente tonto, que no queda otro remedio que contarlo. Aquí se hará la excepción pero, eso sí, a no olvidar que se trata de un "renacer". Esto es: parejas desunidas (padre/hija, novio/novia, prometido/prometida, economía estable/crack financiero) que -ay se reúnen. Faltaría la palabra "moraleja" como aclaración última. La familia, célula social, se impone como discurso final en Wall Street. Por lo menos, quedan los guiños esperados si bien -no importa forzados. Allí cuando Gekko reencuentre a Bud Fox, es decir a Charlie Sheen. El diálogo está bien, y entra en sintonía con el recuerdo del espectador. Es que han sucedido más de veinte años entre un film y otro. Momento en que las canas y las arrugas van y vienen entre los personajes y los espectadores.
Cuando el sol entra por un lugar indebido Una de las sensaciones de angustia que resalta tras la proyección de El hombre de al lado es la legitimación de la desigualdad por parte del excluido. Situación que se ratifica gradualmente desde un comportamiento de gestos pequeños, atentos, que si bien subrayan la diferencia entre los dos mundos en juego no dejan por ello de ser funcionales entre sí. Es un mismo sistema el que los nuclea y necesita. Todo esto desde una síntesis dual: son dos vecinos. Uno de ellos es Leonardo (Rafael Spregelburd), diseñador de éxito internacional, de familia plástica, con esposa dedicada a la docencia de la relajación mental hueca, y una niña con auriculares adheridos y baile sonámbulo. El otro es Víctor (Daniel Aráoz), cordobés, soltero o algo así, la mirada torva. Rompe su pared con el fin de lograr el paso del sol a través de una ventana. "Sólo unos rayitos de ese sol que vos tenés", le dice a Leonardo, pleno de ventanales y de aire, pero con intimidad y privacidad ahora afectadas. Son dos ventanas enfrentadas, dos las maneras de mirar el mundo a través de ellas. Los golpes sobre la pared perturban la concentración de diseño internacional de Leonardo, tanto como la paz mental y laboral de su esposa o el disfrute musical, atonal e imbécil, con sus amigos. Golpes que son el preludio de un temor que anida. Motivo de sospechas, de miedos, de curiosidades. Pero también oportunidad para ver qué es lo que hace el vecino por la noche. El escenario en el que El hombre de al lado se filmó es genial, porque se trata de la única casa que, construida en la ciudad de La Plata, Le Corbusier diseñara en toda América. Motivo por el cual Leonardo es asediado una vez y otra por curiosos y estudiantes. Y si bien sus protestas se dejan escuchar -los botones de pánico parecen ser su elección mejor no deja de resultar una situación acorde con sus maneras snobs, con su gusto por la notoriedad. Notoriedad que no deja de ser, a su vez, más que una construcción de imágenes publicitarias, sillas imposibles, y programas televisivos de poses extravagantes. Mientras Leonardo puede pasar horas despreciando el diseño defectuoso de un prototipo de silla de estudiante, Víctor es capaz de diseñar una ventana enorme con marcos de madera común, bien común. También de sostener sobre ella sus proezas de alcohol y sexo, además de improvisarla como escenario de miniaturas -perversas miniaturas que hacen las delicias de la hija de Leonardo. Puede también señalar que no conviene ir al bar de la esquina, porque "está lleno de negros". Baila como loco, esculpe como un León Ferrari (más) desbocado, y pretende ser parte de lo que se le niega. En El hombre de al lado no hay embelesamiento desde ninguna de las dos partes. El personaje al cual remite el título, de hecho, puede ser cualquiera de ellos. De lo que se trata, en última instancia, es de unos rayitos de sol negados. Capaces de desencadenar una problemática de desenlace inevitable. El sol, entonces, que siga iluminando donde debe.