Con el milagro de una sonrisa La propuesta de Nunca me abandones parece acorde con otro cine, el de hace un tiempo atrás, cuando la ciencia ficción saludaba de manera imprevista a través del cine de realizadores como Stanley Kubrick (2001: una odisea del espacio), Andrei Tarkovski (Solaris), Jean Luc Godard (Alphaville) o, sobre todo, Volker Schlöndorff (Entre la furia y el éxtasis). Es a partir de un relato en off, que sitúa la trama a la manera de un extenso racconto, como el film de Mark Romanek (Retratos de una obsesión) se sumerge en un tiempo pasado, mediando los años '70, en un correccional inglés donde niños sin padres son adoctrinados de modo severo. La amistad aparece a partir de la atención de una niña al maltratado reiterado sobre uno de los niños. Más una tercera en discordia que oscilará entre ambos, modelando el afecto de maneras tales como sólo el paso del tiempo puede saber. Pero esto no es todo, porque para adentrarse en ese tiempo ocurrido, el breve prólogo escrito de la película oficia a modo de advertencia, ya que fue en 1952 cuando la medicina dio el gran paso y pudo curar, para siempre, lo incurable. Es entonces que Nunca me abandones --basada en el libro de Kazuo Ishiguro- se circunscribe desde un tiempo paralelo pero muy parecido, así como en la literatura de Philip K. Dick. Pero nada de paranoia entre alteraciones temporales sino que, mejor dicho, el film se piensa como una ucronía, como un "qué hubiese pasado si" o, aquí la paradoja mejor, como un "qué pasaría si". Porque la ciencia médica necesita, para sus logros, para cumplir con la promesa de la vida prolongada, de un acervo experimental, de una fuente de provisiones. Será una maestra la que abra los ojos a estos niños, para luego ser expulsada a ese otro lado de un mundo del que no se sabe demasiado, del que --se sospecha- debe ser más o menos como el que transcurre dentro de las paredes y sus límites. El tiempo ocurre, las relaciones se acentúan pero se distancian, y los desplazamientos se suceden hasta llegar al momento crítico previsto, aquél que significa el cumplimiento de la función para la que se los ha engendrado. Deshechos sin alma: ésta podría ser una de las maneras de definir y entender el lugar que la sociedad les ha brindado, cuando ya adolescentes y curiosos crean encontrar un reflejo humano exacto allí donde el acceso social les ha sido vedado. Drogadictos, criminales, pobres, cumplirán, entonces, el lugar de la mejor hipótesis paterna. Algo que, de todos modos, no inhibe la aparición del amor y la corroboración de un alma tan humana como la de cualquiera. Así como sucedía en Los amantes crucificados (1954), de Kenji Mizoguchi, es entre la muerte y el castigo donde todavía brilla el milagro de la sonrisa entre los seres amados, capaz de jaquear al orden más seguro, al mundo más gris, así como a una vida ilusoriamente inmortal.
Seriedad para noticias decadentes Protagonizada por Rachel McAdams, Harrison Ford y Diane Keaton, la película aborda la cotidianeidad de un noticiero matutino con una mirada conciliadora, que en lugar de cuestionar deja espacio para combinar la seriedad y la estupidez. Si la televisión ha cambiado con el tiempo, será oportuno señalar que el cine dedicado a mirar la televisión también. En este sentido, puede trazarse un largo camino entre un film referencial como Network, poder que mata y el presente Un despertar glorioso, producción en la que participa, dicho sea de paso, la ya famosa Bad Robot, compañía liderada por J.J. Abrams, padre de Lost y tantos otros éxitos televisivos. Network asoma como una mirada de lucidez crítica todavía vigente, donde la televisión era lugar de advertencia para una mediocridad que crecía y podía alcanzar momentos entonces inimaginables. El propio director, Sidney Lumet, supo referenciar que si todavía nadie se había pegado un disparo de arma en cámara --tal como ocurría en su película- sólo era cuestión de tiempo. No se equivocó, un famoso y triste episodio televisivo en uno de los canales periodísticos porteños, el de títulos rimbombantes, tuvo como protagonista de rating absoluto a un hombre desesperado y un arma a punto de hacer fuego. Algo que finalmente ocurrió. El caso de Un despertar glorioso deja asomar otras lecturas, menos cuestionadoras, más conciliadoras. Aquí deberán convivir dos instancias que, parece, no necesitan estar reñidas para aceptar las posibilidades mutuas: de lo que se trata es de armonizar, desde la mañana periodística, la estupidez noticiosa con la seriedad periodística. Para ello, entonces, los impagables Diane Keaton y Harrison Ford. La primera como dama de una mañana decadente, habituada a tolerar las notas más estúpidas y el trabajo más cansino. El segundo como rostro ceñudo de un pasado glorioso, allí donde supiera brillar la dignidad del oficio, mismo rasgo que en Network corporizara el gran William Holden. Entre ambos, la joven e infatigable productora. Rachel McAdams compone histéricamente y hace que el film sea lo mismo que ella hace: correr, gritar, no dormir, idear ratings, en un montaje tan frenético como el mismo quehacer televisivo. Sin tiempo para ella, sólo para el trabajo, y un amor circunstancial que, virtud hollywoodense, sabrá cómo equilibrar su balanza. En este sentido, la propuesta del film no es más que la de una comedia de tintes apenas críticos, más apegados a la gracia de las situaciones que a su observación reflexiva. Como si se quisiera buscar un punto de encuentro que disculpe tantas horas de televisión basura, al tiempo que subraya su necesidad comercial. Es así que Pomeroy (Ford) sabrá tragarse sus palabras ante lo irresistible de ver freír una tortilla tanto como el hecho de noticiar acerca de un escándalo político. Rasgo de cocina que, vale apuntar, hace de la manufactura televisiva lo mejor del film, allí cuando la pantalla grande muestra lo que la pantalla chica no: un detrás de cámara que da cuenta de que, finalmente, son los números los que cuentan. Algo que, desde ya, ratifica desde su planteo la propia película.
Virus funcional al estado de sitio El aire pretendidamente bizarro de Fase 7 es su protagonista principal. El abordaje del terror, de lo fantástico, sigue siendo materia rara en la cinematografía local. En este sentido, el film de Nicolás Goldbart se asume desde un lugar divertido, paródico, consciente de la rara avis que es, y quizás como despunte hacia otras experiencias similares. Tampoco se trata de sobrevalorar, sino de señalar justamente que el juego hacia el espectador que propone Fase 7, contenido en un edificio porteño desde el protagonismo de las taras de la clase media, tiene momentos de disfrute, de gran ironía, así como de epidemia espejada sobre sus propios personajes. Bacterias invisibles asedian, parece, el mundo, temor que -visto en reverso no deja de ser caldo de cultivo para la mentalidad citadina reaccionaria, obligada a permanecer en sus casas o, si se prefiere, temerosas del salir de sus hogares. Allí, precisamente, lo mejor del film. Daniel Hendler y Jazmín Stuart son la pareja joven de futuro predicho: mujer histérica, marido cansino, hijo en camino. A ellos -que tan bien juegan sus diálogos, con esa cara de nada y de todo que Hendler sabe cómo utilizar se suman un lunático fundamentalista de nombre Horacio (Yayo), vecinos variopintos y fascistas, más la explosión que significa el protagónico del gran Federico Luppi, quien no duda en divertirse para quitarse cualquier manto de solemnidad. En este sentido, es el primer tramo del film el que más se disfruta, a partir del conocimiento parcial de la situación, con un "afuera" del que se sabe poco, casi nada, mientras obliga a una convivencia cada vez más intolerable entre los inquilinos. La simbiosis entre Hendler y Yayo adquirirá más y más matices estrafalarios. Clima zombi, epidemias, villanía alla George Bush, cuarentena, todos elementos que tanto cine ha desarrollado y propone todavía. Pero la referencia que inmediatamente salta a la vista, sea tanto por la reclusión obligada como así también por los trajes aislantes elegidos, es El Eternauta, la historieta de Oesterheld y Solano López, pero en versión trash y con un Juan Salvo torpe. (Y quizá ello juegue también en favor de la tan perseguida traslación fílmica de la misma, que bien haría en privilegiar climas antes que ansiar los efectos de una superproducción, algo tan ajeno al espíritu de la historieta). A medida que la acción aparece y busca su desenlace, Fase 7 se empantana un poco, mientras pierde la gracia inicial. De todos modos, allí está la presencia virósica de una sociedad que no tarda mucho en asumir un estado de sitio hogareño, sea éste bajo la forma de planes diabólicos o de barrios privados. La "fase 7", en este sentido, no se encuentra tan lejos de tantas experiencias cotidianas.
Estar desesperados pero no rendirse En el nuevo film del director mexicano la desmesura de Babel ha dejado paso a la introspección. Desde ese lugar sin límites es posible desprender lecturas múltiples, que arrojan al espectador al desamparo en el que continúan tantos. Debe haber, existir, un vínculo fuerte entre personaje y actor para llevar adelante ciertos proyectos. Desde sus mismos títulos de presentación, Biutiful se exhibe como un film con Javier Bardem. Y es que, pensado finamente, sin su participación, sin su adhesión, difícilmente podría concitarse tanta o similar atención hacia una temática como la que la película expone. En este sentido, lejos está Biutiful del protagonismo de marquesina que supo exhibir Babel, así como de su pretensión narrativa de abarcar todo y tanto más, como si de una parábola bíblica se tratase. Porque el cine del realizador mexicano Alejandro González Iñárritu ha ido inflándose paulatinamente, desde su temprana y premiada Amores perros (2000), pasando por 21 gramos (2003) y su reparto estelar, más la grandilocuencia mencionada de Babel (2006). En los tres films siempre junto al guionista Guillermo Arriaga. En los tres films, también, un mismo proceder narrativo, consistente en el entrecruzamiento de historias paralelas y alternas, tendientes a un caos gradualmente calmo, de orden final. Es evidente que la participación de Arriaga ha marcado los films de Iñárritu de mismas características, basta corroborarlo en Caminos a la redención (The burning plain, 2008), la sensiblera película de mediana calidad que ha dirigido el propio Arriaga, con una espléndida Charlize Theron. El caso de Biutiful es diferente porque, en primera y fundamental instancia, ya no se trata de historias que se multiplican y rebotan entre sí, sino que ahora el acento argumental se sitúa e identifica de manera más clara, aunque no por ello menos reverberante. Méritos entonces para la dupla que los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone han compuesto desde el guión, que ha derivado en la plasmación de un film que, desde lo que refiere a esta opinión, es el mejor que ha filmado su realizador. Además, Javier Bardem está descomunal. No hace falta señalarlo pero ¿cómo evitar escribirlo? Es uno de los mejores intérpretes que puede hoy ofrecer el cine. Y de vuelta entonces a la filiación entre actor y personaje y película. Porque sin Bardem no hubiese sido lo mismo. Su composición melancólica y dolida de Uxbal, quien procura sobrevivir a los últimos días de una vida que el cáncer ha sentenciado, mientras intenta solucionar o cerrar las historias que lo circundan, es de una sencillez que abruma, que se siente desde los gestos pequeños, las miradas, los abrazos, las flaquezas. Uxbal es un ciudadano español de vida al límite, que atiende mercados negros, que sobrevive con los inmigrantes y su ilegalidad, que busca ayudarles y ayudarse, pero que parece hundirse en una miseria acerca de la cual ya nada o poco puede hacer. Su ex mujer (Maricel Alvarez) lo quiere y lo vuelve loco de acuerdo con los arrebatos de su bipolaridad. Los hijos, pequeños, piden la comida que sólo con imaginación Uxbal sabe cómo proveer. Distintos trabajos o negocios que operan al margen son su fuente de supervivencia, también de sociabilidad. El equilibrio tambalea, una vez y otra, hasta que de pronto algo falla --el soborno insuficiente, por ejemplo -, y es entonces cuando la policía opera como tenaza de la ciudad y corre y golpea a quienes no deben trabajar donde ya saben. Uxbal se adentra en estos lugares, él que no es inmigrante pero que comparte los mismos pesares, la marginación idéntica. Carga con una vida marcada, que le hará sentir hasta el último pesar, allí incluso donde elija hacer una diferencia, donde intente implementar algo de solución. Pero las cosas, la vida, no ocurren como se imagina Uxbal ni nadie. Y lo más cruel podrá ser, entonces, finalmente cierto. A lo largo del film habrá peces, pescados, aguas de océano y de nieve, aguas en dibujos de murales y en las luces para el sueño de los niños, también aguas --invisibles- de ahogo. Los recuerdos de un abuelo rebelde al régimen franquista acompañan a Uxbal hasta la visita al cadáver, a ese resto que el tiempo ha hecho yacer entre telarañas de olvido. Uxbal mira el cuerpo embalsamado con admiración, lo toca y se encuentra. En él es posible, a diferencia de un hermano sensible a descomponerse así como a drogarse de estupideces, la raigambre. En él es posible la continuidad de una historia desde la que se desprenden tantos silencios, tantas voces muertas. Uxbal las escucha. También sufre. El desenlace contagia desazón, provoca admiración. Con Biutiful la desmesura de Babel ha dejado paso a la introspección. Desde allí, desde ese lugar sin límites, es posible entonces desprender lecturas múltiples, que arrojan al espectador al desamparo en el que continúan tantos, vueltos invisibles a la mirada cotidiana. Allí, entonces, elegir situar el eco que provoca una de las sentencias poéticas de John Berger: "La postura moral de estar desesperados pero no rendirse funciona así".
En vez de aventura, arrepentimiento Por lo menos, mencionar un contrapunto. En Hacia rutas salvajes (Into the Wild, 2007) el realizador Sean Penn retrataba el diario de viaje y de vida de Chris McCandless, abocado a un periplo de consumación personal, de destino más allá del destino, de la aventura como búsqueda terminal, del vagar como situación de encuentro consigo y de desencuentro con su entorno. Algo similar podría plantearse respecto de 127 horas, también a partir de una historia verídica, en este caso la de Aaron Ralston, quien ha narrado sus horas de martirio en el libro Between a Rock and a Hard Place, al quedar atrapado por una roca, dentro de una grieta, en medio de los cañones del desierto de Utah. Entre una y otra película, las diferencias o, mejor aún, la distancia que las separa. Lo que en el film de Penn es mirada social inconformista, desde alguien que, una vez cumplida la tarea social y familiar obligada, se embarca en un viaje mucho más allá, en el caso del film de Danny Boyle (Trainspotting, Slumbdog Millionaire) se trata de su reverso. Si McCandless es el viajero empecinado hasta las últimas consecuencias, Ralston oficia de niño arrepentido de no haber obedecido las órdenes de mamá. Lo dicho no es "alegórico" sino fáctico: mamá llama al teléfono sordo del nene una y otra vez. El, mientras tanto, en su vida sin freno, hiperquinético (insoportablemente James Franco), todo el tiempo corriendo, riendo de los tropiezos, hasta que... la roca lo aplasta durante su viaje de excursión. Y entonces la "reflexión", el racconto de lo hecho y deshecho, de las oportunidades perdidas, del amor familiar, del valor de la amistad, de lo importante que es no estar solo; todo ello como cauce que finalmente arribe a la conclusión mayor. La roca, entonces, como período de prueba, como tentación del desierto, como enclave desde el cual recomponerse en clave dialéctica torpe. Ralston vuelve al redil y -ay, no agradece el dolor sufrido, prueba que lo eleva y, según parece, vuelve sapiente ante el resto: allí están, para esperarlo, la felicidad de la familia, los hijos venideros, su rostro sonriente y el muñón orgulloso. También en Náufrago (2000) Tom Hanks debía atravesar una prueba, la de permanecer robinsonianamente solo hasta superarse. Pero el desenlace era otro y mejor, tocado por la ambigüedad, sin recurrir a flashbacks de culpabilidad como le ocurre a Ralston, los cuales, por otro lado, permiten justificar los noventa minutos de un metraje que, paulatinamente, se dirige a uno de los desenlaces más gore del último cine. La sangre sobre la piedra sirve como estampa, como firma que da continuidad a una historia compartida, que se comunica con los demás dibujos que ella conserva y que Ralston mira mientras desfallece y cae y se levanta para, ahora sí, encontrar la tranquilidad del hogar, dulce hogar.
Los recuerdos de tiempos fríos "En Alemania nos olvidamos rápido", se queja el detective Bruno Ganz, "incluso de que hemos sido nazis". Qué gran actor. Su sola presencia, enmarcada por escenas contadas, más el cara a cara que mantiene con el no menos venerable Frank Langella, justifican todo el film. Ganz, de nuevo: "¿Qué pasaría si Martin Harris recordara?". Desconocido juega su devenir, o deconstruir, desde la ciudad de Berlín. Allí van a parar el doctor Harris (Liam Neeson) con su esposa (January Jones), a participar de una conferencia sobre adelantos científicos en agronomía. Todo muy frío, con nieve en todas partes y, allí donde el lujo del hotel no llega, pleno de inmigrantes: en los taxis, en los bares, en talleres mecánicos. Lo peor de todo - se queja el dueño de la compañía taxista- , es que son ilegales y están arruinando a Alemania. Harris escucha esto mientras procura el paradero de la taxista que le salvara la vida, luego de un accidente casi fatal. Tras unos días en coma, busca dar con su esposa mientras reordena sus recuerdos. Pero lo que le espera no es lo que cree: nadie le reconoce. Al borde de la locura, trata entonces de hilvanar alguna pista, de reencontrarse consigo, y es por eso que el detective Ernst (Ganz), antiguo integrante de la Stasi, lo ayuda en la tarea. A partir de aquí, son varias las idas y vueltas cinéfilas que puede sugerir el film de Collet Serra. Desde El hombre equivocado hitchcockiano, pasando por el desequilibrio frankenheimeriano de El embajador del miedo y Seconds, más la dualidad paranoide literaria de Philip K. Dick, y la alusión --por escrito- al mundo de Oz. Una larga estela de referencias que en Desconocido encuentran como enclave la Guerra Fría y la puesta en juego de viejas piezas de ajedrez, en un contexto diferente y con artimañas tecnológicas nuevas. El juego con el recuerdo que el film propone podría, en este sentido, ser entendido como la remembranza de un orden ido que, si bien vetusto y de nostalgia para varios, sirve de matriz ideológica y económica para quienes continúan en el ruedo. Casi sin proponérselo, Harris desempolvará lo que no debe, lo que no se dice. Hasta aquí, todo muy bien. Pero, en verdad, el interés de la temática conoce vaivenes que hacen de Desconocido, por momentos, un film de acción más. Cuando la redundancia desaparece, es cuando más se disfruta del film pero, parece, es la adrenalina desenfrenada, por lo general decorativa, la que dicta los caminos actuales en este tipo de propuestas. Por último, y luego del descubrimiento agrícola (ver el film, claro), algo se agrega acerca del descontento de la gente del campo. Imposible no ironizar con el contexto argentino, cuyos baluartes del agro serían justos protagonistas.
El western como cuento de hadas Que la Temple de acero original (1969, Henry Hathaway) sea un "clásico" o gran film es, por lo menos, discutible. Se trata, en todo caso, de una película dedicada a John Wayne; su "Rooster" Cogburn es síntesis de la trayectoria del actor y de su estereotipo machista, delineado en este film -que no casualmente le valiera el Oscar de manera festiva y graciosa, aún allí donde el "Marshall" se descubría desde sus costados más indigestos: el alcohol, el gatillo fácil, el desprecio por la ley. (Lejos de lo propuesto por Don Siegel en El tirador, de 1976, el último y, aquí sí, muy melancólico film del actor). Y si esto se apunta es porque la construcción que del personaje lleva adelante Jeff Bridges es completamente otra. Aquí sí se subrayará lo poco digerible de su persona, de su accionar mercenario, de su habla aguardentosa así como del desprecio hacia los indios. La True Grit de los hermanos Coen -aún cuando la fuente primera sea la novela de Charles Portis es reverso del film original, con un Rooster/Bridges cuyo parche está situado en el ojo opuesto al de Wayne. Marca literal así como simbólica. Desde su inicio, el film de los Coen propone un prólogo admirable, con la nieve blanca y negra como contraste semántico, como síntesis de la imagen clásica del duelo desde el que se propone y cierra todo western, cuyo rango mítico aparece desde la voz en off que narra, que da cuenta de lo sucedido allá y hace tiempo, entre el manto níveo del cuento de hadas. Acuciado por la pequeña Mattie (Hailee Steinfeld) para dar con el paradero del asesino de su padre, será que Cogburn deba internarse en tierra india. Más la compañía del Texas Ranger LaBoeuf (Matt Damon), una suerte de imbécil que dice ser protagonista de tantas o más epopeyas que las vividas por el propio Rooster, y que también persigue al mismo individuo (Josh Brolin). Entre ambos, a través de diálogos imperdibles, se desoculta ese "otro Far West", el de la codicia y las matanzas. El desdén de Rooster por los indígenas se patentará en una escena clave, así como también será de interés para el espectador situar los momentos contados donde el film permite cabida al indio, para dar cuenta de que, aún cuando se trate de ingresar en territorio "no civilizado", la presencia indígena en Temple de acero será la de la ausencia, la de la voz silenciada. Rooster se verá obligado a saldar cuentas consigo mismo, con sus habladurías, con su decir justiciero. Situación que viste al film de los Coen de rasgos trágicos, con personajes víctimas de sí mismos, en un entorno que conoce su ocaso mientras amanece la gran ciudad. En este sentido, el epílogo del film pareciera citar Un disparo en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de John Ford: el cuento llega a su fin para adquirir status mitológico, con una tumba cierta y un espectáculo de circo donde devolver vida a los indios y anestesiar la verdad histórica. Rooster, Tom Doniphon (Wayne, en el film de Ford) o Shane (Alan Ladd): bisagras de un mundo que muere y otro que nace. Síntesis necesaria para la resolución a la que el juego entre leyenda y verdad obliga.
Un Avispón (verde) de alas caídas En entrevistas recientes el realizador francés Michel Gondry supo atajarse rápidamente y señalar que él no era un "intelectual", a la vez que dejaba entender que, aún cuando un film con las características de El Avispón Verde quedaba sujeto a los vaivenes y caprichos de productores y distribuidores, él procuró dejar una impronta afín con sus gustos y estética. Por un lado, las declaraciones del realizador --quien ahora se encuentra filmando un documental sobre y con Noam Chomsky - pueden leerse como respuesta a la expectativa que entre seguidores y sectores de la crítica han despertado films suyos como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Soñando despierto, o la admirable Rebobinados. Un talante surreal, a veces fastidioso, por momentos poético, ha hecho de Gondry un cineasta casi de culto, quien al confirmar su intención de filmar El Avispón Verde no ha hecho más que despertar todavía más curiosidad por la película. Así como también levantara las sospechas pertinentes ante el aval de un realizador atípico para una realización típicamente hollywoodense. Pero lo cierto es que, ni aún con varias dosis de decadrón, podrán volverse placenteros los efectos de picadura de este Avispón reencarnado. El Avispón versión Gondry puede disfrutarse si se supera el desconcierto inicial, si se tolera a su protagonista (Seth Rogen), y si se dispone el espectador a ironizar --de la manera, por momentos, más estúpida posible- a superhéroes y amigos afines. Porque El Avispón Verde es, en suma, eso. Y también por ser un personaje --nacido de la radio, protagonista de films, cómics, y de una popular serie de Tv en los `60- que, si bien encantador, es de segunda línea. Lo que permite a Gondry y a Rogen desacralizarlo y ridiculizarlo para volverlo el tonto más grande con el compañero más inteligente. Allí entra Kato (Jay Chou), consciente de ser la sombra del Avispón en las noticias, de no tener misma fama por ser --aquí algo del guiño Gondry- japonés, tal como negro era Ebony en The Spirit, o indio era Toro en El Llanero Solitario. Lo cierto es que Kato, sin habilidades para la pantalla como sí las tenía Bruce Lee en la serie televisiva, se vuelve también remedo de aquel otro partenaire de mismo nombre con el que solía entrenarse el querido Inspector Clouseau en la serie La pantera rosa. Entonces, El Avispón Verde tiene momentos buenos, malos, ridículos (los mejores), un 3D innecesario, y un villano medianamente inspirado cortesía de Christophe Waltz. No mucho más. Lo que es decir, bastante poco para ser un film con la firma de Michel Gondry. Quién sabe, quizá hasta procure su secuela. Mejor será esperar por la concreción de su nuevo proyecto, y que la picadura de este abejorro quede como el recuerdo de una roncha poco grata.
En un bosque de secretos y silencios Protagonizada por una estupenda Jennifer Lawrence, la realización ya sumó numerosos premios en festivales internacionales. Además competirá en cuatro categorías en los Oscar, entre ellas lsa de mejor película y mejor guión adaptado Debe pasar un período de tiempo para que la densidad se disipe, gradualmente, luego de la proyección de Lazos de sangre. Un clima sórdido y monótono, de encierro y opresión, es el que prevalece en el muy laureado film de la realizadora Debra Granik: una lista inmensa que incluye, entre nominaciones y premios, dos galardones en el Festival de Berlín, el Gran Premio del Jurado del Festival de Sundance, y la participación en cuatro de las categorías de la próxima entrega de premios Oscar (entre ellas, mejor película y mejor guión adaptado). Traslación al cine de la novela Winter`s Bone, de Daniel Woodrell, la elección del título Lazos de sangre para su distribución en el país sugiere analogías entre vínculos familiares y el clima gélido y desolado ("El hueso del invierno" sería la traducción literal) en el que se desenvuelven sus personajes, entre las montañas nevadas y los bosques de Ozark, en Missouri. Un micromundo de abrigos, de leña que cortar, de música country apagada, de adiestramientos militares (y familiares), y de presas que matar. Todos estos rasgos comenzarán a aparecer a partir de la necesidad de Ree (una estupenda Jennifer Lawrence), adolescente de apenas diecisiete años que saldrá a la búsqueda de su padre, cuyas deudas amenazan con la pérdida de su casa, allí donde (sobre)vive, cuida de su madre enferma --y silenciosa- y de sus dos hermanos pequeños. Si la relación con la madre no es más que la de peinar un cabello de muñeca de cera, la pregunta que surge --entre las tantas que surgirán- es el motivo, la razón por la cual la madre ha enfermado, el por qué del silencio: ¿real? ¿fingido? Un mismo silencio aparecerá - disimuladamente, mentirosamente, violentamente- a partir de cualquiera de los caminos que Ree elija. Callejones que internan en una oscuridad que ella, vestida sólo de decisión, habrá de enfrentar. Nocturnidad de abismo de un bosque en invierno. Ambito reaccionario y norteamericano del que ha abrevado tanto cine de terror, que ha explicado sus hallazgos argumentales desde el seno de entornos familiares macabros, de pureza incestuosa. El peregrinar de Ree es, en esencia, el de una identidad familiar mayor, que si bien tiene como objetivo el paradero del padre (objetivo obligado, ya que lo que ella busca de manera fundamental es la continuidad de su propia familia, la que cuida al amparo de su hogar en peligro), la inunda en una ciénaga de parentescos; todos serán, de una forma u otra, parte de un mismo núcleo de sangre, de una sangre que habla tanto de la afinidad que los liga como también de la violencia desde la cual se han concebido y organizado. Entonces, la sangre misma como garante violento de un orden familiar, de tintes sociales apenas civilizatorios. Un estado de inminencia salvaje que todavía late, y que aflora a partir de las mismas enseñanzas de Ree a sus hermanos ante la eventualidad de su ausencia: aprender el manejo de armas, desmembrar la presa, saber cómo cocinarla y, en fin, cómo devorarla. La cadencia rítmica del film, casi siempre monocorde, ofrecerá toda una sucesión de situaciones límite, de fronteras apenas difusas entre la convivencia y el sometimiento o, tal vez mejor, el retrato de un sometimiento cuyas reglas respetar para así convivir. Sobresale la imagen del gran abuelo, de voz en silencio y venerable, de órdenes siempre obedecidas, con hijos y nietos lacayos. Las mujeres, en tanto, viven un mundo paralelo, parecen no tener voz (la madre de Ree, otra vez), sus rostros son huraños, y son capaces de golpearse entre sí ante la necesidad masculina. ¿Dónde está el padre de Ree? Pero también, ¿quién es el padre de Ree? El silencio, a su vez, guarda secretos. Y es desde allí cómo se sostienen los lazos y sus jerarquías. Desanudar el interrogante significa poner en duda el sostén, aquello que hace posible la cohesión. Es en ese lugar donde decide internarse Ree, como un personaje de cuento de hadas macabro --rasgo visto por la crítica hacia el film -, que sabrá encontrar una casita de caramelo (el laboratorio de drogas paterno) así como también a las brujas y al lobo que amenazan con comerla. Algún hada madrina, de forma insospechada, habrá también de ayudar, mientras un lago aceitoso oficia como rúbrica fantasmal. Sólo destacar que aún cuando Ree pueda, tal vez --y sin que el lector entienda esto como una revelación argumental, lejos está de serlo -, resolver su situación, nunca lo hará en desmedro del secreto. Porque al fin y al cabo el propósito de Ree, se señalaba, será el mantenimiento y la supervivencia de su grupo humano, de su familia. Un capítulo más, como tantos, dentro de la historia y tradición entretejidas por sus mayores.
Una casa maldita y uruguaya filmada en secuencia Hay elementos, curiosidades, que revisten a "La casa muda" de cierto interés. Es decir, se trata de una producción uruguaya, inscripta en el género terror, y resuelta desde la utilización del plano secuencia, esto es: la cámara filma ininterrumpidamente, sin la utilización del corte de montaje. De todas formas, en "La casa muda" el plano secuencia es cierto a medias, ya que existen algunos cortes disimulados, otros evidentes, con el fin de hacer creíble la continuidad del tiempo real. Pero ello no es algo que, precisamente, moleste la visión del film. En todo caso, la pregunta mejor es: ¿por qué la utilización de este recurso narrativo? Antes de aproximar alguna respuesta, señalar que La casa muda -que juega su historia desde una supuesta fuente verídica- narra la estancia de un padre y su hija adolescente durante una noche (o atardecer tardío, si se permite tal expresión, aún cuando esto no está muy claro, ya que el exterior es más o menos diurno y en los interiores el sonido devuelve ecos de grillos) en una casona en medio del campo. Allí realizarán un trabajo de restauración del lugar para su venta, a manos de un propietario que también tendrá un rol significativo dentro del film. El plano secuencia nos introduce argumentalmente desde el protagónico de Laura (Florencia Colucci), ingresamos junto con ella en la casa y su oscuridad, de manera tal que el crescendo del suspense y sus golpes de efecto (ruidos, golpes, la desaparición del padre) deberán sostenerse desde Laura y sus gimoteos. Los cuales, lamentablemente, restan credibilidad para un verosímil que se interrumpe en varias ocasiones, sea tanto desde la acción precipitada como en la situación de muerte que la protagonista rápidamente debe asumir. Es por ello que la utilización del plano secuencia no beneficia necesariamente al film sino, antes bien, prácticamente obra en contra de su propósito. Al no permitir la elipsis, la sucesión temporal real obliga, en este caso, a un suspense elaborado de manera repentina, sin la gracia con la cual -vamos al ejemplo extremo y mejor- el propio Hitchcock lo tejiera a partir de "Festín diabólico" (1948). Es que, justamente, lo que en Hitchcock -y de acuerdo con Deleuze- es un telar que cobra su forma plano tras plano, en el caso de "La casa muda" la utilización del plano secuencia no tiene más justificativo que el de servir a un oportunismo estético o a la gracia publicitaria.