Relaciones en el abismo del deseo El realizador egipcio Atom Egoyan ofrece con Chloe su revisión del film Nathalie X (2003) de Anne Fontaine. Mismo responsable de títulos como Exotica (1994) y Ararat (2002), Egoyan sustituye en Chloe los rostros originales de Fanny Ardant, Gérard Depardieu y Emmanuelle Béart por los de Julianne Moore, Liam Neeson y Amanda Seyfried. Y la aventura está muy bien. Está muy bien porque Julianne Moore es extraordinaria, pero también y sobre todo porque el film desarticula meticulosamente los engranajes de familia desde los que se caracteriza, cínicamente, la clase atildada. Las poses que -históricamente la delatan revelarán sus artificios de manera paulatina. Podría pensarse que son los celos femeninos los que ofician como móvil destructor, pero más certero será detenerse en los años y el tiempo que circula y que pasa y que da cuenta a la pareja de que nada es como era o como se creía que lo fuera. Todo ello por un cumpleaños sorpresa al que el agasajado no llega. David (Liam Neeson) pierde el vuelo y Catherine (Julianne Moore) enhebra sospechas cada vez mayores hacia su marido. Es entonces cuando entra en juego la pieza tercera, Chloe (Amanda Seyfried), prostituta de compañía y de fantasías garantidas. Ella como detective de sentimientos, como anzuelo para las ganas sexuales del esposo. Que Chloe le permita a Catherine -ginecóloga y aburrida pruebas que den cuenta de la infidelidad que sospecha. A partir de allí la serie de encuentros provocados comienzan a alertar los sentidos dormidos de Catherine, quien goza de manera creciente con los relatos que Chloe le hace de ellos, mientras le susurra desde sus labios rojos, de abismo: el escondite para el amor, el jardín de invierno y sus vidrios sudados, las arrugas de sábana como testigos. Catherine refrena y atrae hacia sí lo que Chloe le despierta, sin saber demasiado hacia dónde en verdad dirigirse. En Atracción fatal (1987) el realizador Adrian Lyne exponía de manera reaccionaria, conservadora, los influjos letales de la mujer amante. En su momento determinante, el film devolvía el desorden a su cauce habitual, amén de castigar previsiblemente a la "culpable". Vale la cita como contrapunto, como antítesis desde la que el film Chloe se piensa. Allí donde el film de Lyne cerraba sus puertas de modo moralista, la propuesta de Egoyan es la de abrirlas para pautar dudas. Interrogantes que aparecen para permanecer, aunque más no sea a través de un simple adorno de cabello. Eso sí, y genialmente, qué bien etiquetada quedará la pulsión sexual materna, la misma que -en palabras de Freud, en términos de Zizek está destinada a impedir la unión sexual del hijo. También la del marido. Bastará un juego de miradas final para la verificación posesiva de los hombres del entorno, los que viven bajo el mismo techo de la madre de familia. El adorno del cabello, a recordar, es también regalo y legado de madre. Aunque con heridas, la tradición permanece.
Muchos pájaros en un film disperso Hay una complicidad que preexiste a Pájaros volando, y es la que ocurre desde el nexo televisivo que el humorista Diego Capusotto viene desarrollando con tanto éxito y talento. Los seguidores fieles del ritual televisivo de Peter Capusotto y sus videos -entre quienes se cuenta este cronista sostienen un idilio con el actor que fuerza a la película de Néstor Montalbano como un ligamen más, aspecto que el film -por otro lado parece no pretender desmentir, mientras reitera un mismo gusto narrador, que remite a films anteriores como Soy tu aventura (2003) y El regreso de Peter Cascada (2005). En este sentido, no se encontrará el espectador con un Capusotto fuera de lugar, extraño al gusto del televidente, sino con una de las tantas reformulaciones posibles del que su humor camaleónico es capaz. Pero lo que es hallazgo en el medio televisivo es reiteración para el ámbito del cine. En este sentido, es el esquema narrativo tan propio de la televisión el que se manifiesta de manera evidente desde la pantalla grande. Es así que lo que funcionaría como segmento o mediometraje se convierte, por momentos, en un fastidio de casi dos horas. El argumento se estructura desde la posibilidad que a José (Capusotto) le representa el ofrecimiento de su primo, Miguel (Luis Luque): viajar a Las Pircas y ser el próximo tripulante privilegiado de un plato volador. Dado un presente musical apagado, apergaminado por un viejo hit de los '80 (aquí el título del film), José no duda demasiado en seguir la ruta hacia el mas allá, donde un pueblito de montañas con aires hippies y naturistas lo espera. Hay momentos hilarantes, para celebrar. Y son aquellos que tienen que ver con la mirada -irrespetuosa- o, mejor, políticamente incorrecta. Desde esta situación, desfilarán entonces, y por orden de aparición, todos los clichés de la sociedad reaccionaria o asumidamente progresista: hippies canosos y de, digamos, ánimos alterados post lisergia, artesanos de procederes mafiosos, un botánico de izquierda extrema que defiende -claro las raíces culturales, y un pseudo Horacio Guaraní que no duda en entonar ser argentino hasta la p... madre. Es desde estos lugares cuando el film se disfruta, merced al desacartonamiento que provoca, a la ofensa adrede que provoca al tradicionalismo vetusto y regional. Pero cuando el relato debe sostenerse, hilvanarse, es poco lo que queda por ofrecer. Sólo situaciones aisladas. Es entonces cuando éstas se reiteran o, todavía, se extralimitan. Allí cuando ni siquiera los mismos intérpretes parecen recordar la necesidad de resultar creíbles. En última instancia, sirvan estas líneas para rescatar la labor demente de Luis Luque, quien parece no tener inconveniente alguno para componer un papel cualquiera. De cabeza rapada y túnica blanca, Luque es capaz de cualquier cosa; como de, por ejemplo, entablar diálogo con lucecitas aluciernagadas. Luque, por sí solo, es todo un síntoma de gran actor.
Amor imposible en el fin de una época Desde un registro que lo acerca a su ya clásico film Las relaciones peligrosas, el realizador británico dibuja la Belle Epoque a través de la mirada melancólica y cortesana de su protagonista. El film está tratado con encanto impresionista. Se cree que las prostitutas -merced al gusto de los tiempos que corren han tenido una vida fácil durante lo que se conoce como la Belle Epoque, hacia fines del siglo XIX francés, dice la voz en off, narradora y omnisciente, acerca de la historia que está por iniciar. Pero en verdad prosigue fue la fama la que supo acompañar a muchas de ellas, a través de escándalos con amores de alcurnia, más bancarrotas y suicidios provocados. Primeras planas de la prensa, fotografías de brillos añejos, diseños de afiches de noches y burdeles. En otras palabras, cortesanas teñidas con el fulgor mismo de la realeza, los escándalos mediáticos, y las tablas de los escenarios. El mayor peligro, ahora bien, supo ser evitado por la más bella de todas. Lejos de caer presa de enamoramiento alguno, y con años de riqueza acumulada, mansión y criados, Lea se predispone al retiro y al disfrute -por fin de la soledad de su cama. El prólogo es bello, la voz bien inglesa, y la presentación de Lea juega de manera acorde con el recuerdo mismo del espectador de cine. Porque el personaje va de la mano con la actriz que lo compone: la madurez, la vejez, la belleza en un umbral fronterizo. Arrugas justas, una piel que todavía brilla. Y esos ojos azules, de pincel. La totalidad del film gira alrededor de su figura. Y ella que está grandiosa. (Si el lector prefiriera detenerse en líneas y más líneas de admiración hacia su figura será suficiente remitir al texto de amor y de cinefilia que José Pablo Feinmann le dedicara a la mejor Gatúbela de siempre en las páginas del Radar del 11 de julio pasado.) Basta con señalar que Michelle Pfeiffer es, ella sola, la película. La certeza aparece desde las palabras que el propio film pronuncia, las cuales parecen recorrer caminos paralelos, sea el de Lea, sea el de Michelle. Es que Chéri, el film, no debía ser posible sin ella, aún cuando el título nos remita, en verdad, a su protagonista masculino. Chéri (Rupert Friend) es un "pequeño" de diecinueve años de vida apresurada, mujeres a ambos costados del lecho, y una madre otrora y también cortesana (la grandiosa Kathy Bates) que entenderá como necesario un adecuamiento normativo para su hijo. Por eso el pedido a la amiga, a Lea, de encarrilar desde el consejo y la compañía sexual lo que parece desvariar hacia rumbos no bien previstos. La simpatía falsa comenzará a jugarse entre ellas. Sonrisas que esconden tedio sobre la presencia ajena, más maquinaciones que guardan otros fines. Y una dualidad que repercutirá y se ramificará, con contradicciones e imprevistos, hacia los demás vínculos que el argumento vaya trazando. Lea y Chéri encarnan el par definitivo, la verdad inmanente de una unidad imposible. Ella con bastantes años, de juventud aparente, en diálogo mudo con los espejos. El apenas crecido, pero con un rostro ya afilado y marcado por ojeras de alcohol. Increíblemente, ambos se comparten y los años pasan, y Chéri que deberá, por fin y a instancias de la madre, atender al matrimonio al que se le obliga, meta última del recorrido materno. Si él supo ser el joven de diecinueve, ahora lo es ella, la niña prometida e impuesta de dieciocho años. De un lado y de otro los artilugios femeninos, de madres, preocupados por garantizar los lazos que procrean. Aún cuando entre ambas existan miradas torcidas y comentarios entre dientes. Es así que, tal como se señalaba, entre una pareja y otra se juegan -desde un guión milimétrico espejamientos, distorsiones leves, un ir y venir casi dialéctico. Chéri y Lea. Pero también Chéri y su madre. Y un amor que no dudará en arrojar sombras edípicas. Más las trampas mismas de las mascaradas sociales, aquellas que tan sabiamente -y ya clásicamente articulara su mismo realizador, Stephen Frears, en Las relaciones peligrosas (1988). Es decir, y como se sabe, las cosas nunca son lo que parecen. De tal modo que será entonces el mismo lecho inicial y solitario de Léa el que encuentre su resignificación final. Si Chéri es oportunidad de volver a la Pfeiffer -tan bella, sin las cirugías de tantas maniquíes desesperadas del momento , también es vuelta de Frears a un cine mejor, sin las reverencias reales que significaran su anterior La reina (2006), allí con otra mujer bella y extraordinaria (Helen Mirren), bajo la piel de una corona que parece seguir pesando tanto a cierto ánimo inglés y reaccionario. El guión de Chéri es obra de Christopher Hampton, colaborador usual de Frears y realizador a su vez de títulos como Carrington (1995) y El agente secreto (1996). Vale también destacar la extraordinaria proeza de tonalidad fotográfica que logra Darius Khondji, el magnífico cámara de realizadores como David Fincher y Wong Kar Wai, quien dota a Chéri de encanto impresionista, de sol que respira a través de arboledas, mientras la espalda de Michelle destila trazos de luz durante sus masajes al aire libre. (Espalda de mujer, aire libre, mano que la acaricia. Los mismos tres elementos que logran una de las imágenes más bellas de Un perro andaluz, de Buñuel y Dalí. Sepa el lector disculpar este juego de asociaciones del cronista). Chéri se erige como síntesis de una época que parece bella, de relaciones almibaradas, miradas de arpías, intereses familiares, y prostitutas melancólicas. Más el lamento de una relación tardía que contagia -más allá de ser síntoma de aquellos años que el mito (o el film) dibuja desde ecos que persisten a través del tiempo al espectador cualquiera.
La travesía hacia un mundo cada vez más sombrío Si el rótulo película "maldita" se ha adherido a tantos films, tanto justificada como injustificadamente, La carretera permite retomar este adjetivo de manera feliz. Sobre todo por lo que significa el marco desde el cual ocurre; es decir, un cine norteamericano tan banal como de un coeficiente intelectual insuficiente. Por un lado, la bronca de los productores ante un film sin explosiones o boberías similares. Por el otro, las disparidades de la crítica (un buen síntoma). Y también, el desconcierto de cartelera respecto de qué es La carretera. "Es de ciencia ficción", se señala. "Porque es apocalíptica", se explica. En este sentido, también Sin lugar para los débiles es apocalíptica. Y el responsable de ello es Cormac McCarthy, autor literario de las fuentes que toman como referencia ambas películas. El fin de mundo que La carretera respira es el mismo que sofoca al sheriff que Tommy Lee Jones compone en el film de los hermanos Coen. Hay una realidad que se termina. Algo diferente -y peor y violento y malsano se cierne y consume todo lo que toca. El serial killer de Javier Bardem es su ángel negro. La administración Bush su trasfondo. "Las advertencias estuvieron" señala el viejo bueno de Robert Duvall a Viggo Mortensen en La carretera, mientras explica que "la muerte es un lujo que en tiempos como estos uno no debe permitirse". Padre e hijo escapan y viajan hacia el sur de Estados Unidos. Una historia de familia y de sociedad va quedando cada vez más lejos. La humanidad ha decaído bárbaramente. Una ventana abierta puede ser ingreso a la casa vacía, pero también aire frío que remueva el hedor. Porque los alimentos ya no existen. El color del océano sólo es recuerdo. No hay trinar de pájaros. Tampoco sol. Sólo lluvia, cielo plomizo, y nieve. Más la música de descenso con la que el gran Nick Cave acompaña la travesía fílmica, cuyos momentos más sombríos hunden al espectador en su butaca desde el horror mayor. Las fronteras que separan a buenos de malos se resquebrajan, mientras el niño pregunta para asegurarse. El padre responde. Pero el padre tampoco es el ejemplo mejor. Sólo queda la metáfora persistente del "fuego interior". El hijo deberá portarlo y encontrar dónde más comunicarlo. Viene bien pensar por contraste la decisión extrema -y reaccionaria que el "buen padre" de Tom Cruise decide en uno de los momentos más oscuros de Guerra de los mundos (2005), de Steven Spielberg, respecto de la que consume al antihéroe que interpreta Mortensen, con un apellido nunca más adecuado. Lo que en un caso es pleitesía ideológica, en el otro es falibilidad moral, sociedad caída. Mientras una bala solitaria descansa en la recámara del revólver viejo, también un aliento de calidez, un hálito de esperanza, queda en la mirada del niño. Resabios de gestos ya en desuso atisban un afecto que, parece, está perdido. Es la llama interior. El cielo, entonces, ya no parece tan plomizo.
Narrar tanta complejidad desde la sencillez Como si se tratase de una película "chiquita", de apenas 80 minutos, con un triángulo de personajes, sin decir demasiado de todos pero con lo justo y necesario como para decir aún más, Francia se exhibe como film que traza el recorrido cada vez mejor del realizador Israel Adrián Caetano. Desde Pizza, birra, faso (1998, co dirección de Bruno Stagnaro), hasta Francia, el cine de Caetano se despliega en una especie de bio ritmo, sin entender puntos álgidos o alicaídos, sino como metáfora de un pulso vital, lleno de energía y de disfrute cinéfilo: Bolivia (2001), Un oso rojo (2002), Crónica de una fuga (2006), cortometrajes, y las incursiones televisivas mejores desde hace mucho tiempo: Tumberos (2002), Disputas (2003), Lo que el tiempo nos dejó (2010). Francia es el lugar que nunca se visitará, espacio paradisíaco, de canto poético pero vedado. Construir entonces desde donde se está, con lo que se dispone, a partir de la mirada de una niña (Milagros Caetano), que se escinde y que se reúne entre padre y madre. Hay una historia familiar que no se narra de manera explícita, pero bastan las referencias en clave, de gestos que se reiteran o de palabras que se dicen. Una parte de mentiras (Natalia Oreiro), otra parte de golpes (Lautaro Delgado). Los padres se han separado y entre medio Mariana, pero también Gloria, porque su nombre variará en función del ánimo, de acuerdo con las ganas de desmoronar y de reinventar el mundo que la circunda. Porque mejor será imaginar y escribir, más aún ante una escuela coordinada por deficientes mentales, capaces de las más extravagantes idioteces con las que intentar domar -y erradicar las ganas de los niños. Bravuconería burocrática y sígnica monetaria, sus elementos pedagógicos. Padre y madre revivirán bajo un mismo techo, otra vez intentar, pero con la excusa del piso en alquiler, camas separadas, y la hija que cuidar y querer. Para uno y otro lado se desprenden más historias, con más detalles pequeños que añadir, sin demasiado que declamar. Y una puesta en escena simple, de cara a un verosímil que se respira de modo cercano, muy veraz, con la cámara buscando el mejor lugar donde colarse y no ser vista. El montaje es el arma mejor y brillante en el cine de Caetano, aquí pensado y resuelto desde planos secuencia que conjugan varias escenas, distintos planos, con una planificación puntillosa. En suma, un cine pensado desde la cercanía, sin desbordes, con una maestría que recuerda al Favio de El Aniceto y la Francisca (1967) o El dependiente (1969). Solo faltan las explicaciones que den cuenta -inverosímilmente, eso sí de por qué a Francia debemos verla solo en DVD, habiendo sido privados de su disfrute en una sala comercial. Al cine se lo ve en el cine. Mientras tanto, es un segmento importante del público al que se está segregando cada vez más, con las debidas y honrosas excepciones que significan El Cairo, Arteón, Madre Cabrini, Cine Club.
Un superhéroe que sólo patea culos En un primer momento, bien podría pensarse en Kick Ass como en un film atrevido, dispuesto a indagar en el propio concepto denominado "superhéroe". En este sentido, el alter ego Kick Ass sería expresión delirada de un adolescente problematizado y enfermizo, cuya falta de límite entre sus lecturas y la vida diaria lo lleva a adoptar el desafío de vestir un disfraz para salir a la calle a, literalmente, patear culos. Pero, en verdad, Kick Ass -otro tanto ocurre con el cómic de origen no deja de ser una vana glorificación de la violencia, desde su costado más efectista, superficial y reaccionario. Uno de sus momentos, sin embargo, sabe cómo llamar la atención. Ocurre cuando es el propio padre (Nicolas Cage) el que dispara sobre su hija pequeña. Sólo se trata de un entrenamiento, pero esto es algo que se revela después. La imagen es muy fuerte y rememora -si se trata de pensar nexos fílmicos la de aquella niña que moría en Asalto al precinto 13 (1976), de John Carpenter. Pero lo que en Carpenter es artesanía -y promesa moral de no volver a filmar nunca algo igual , en Kick Ass es efectismo y puerta que se abre para, ahora sí, cualquier cosa. A partir de allí: angulaciones forzadas, disparos letales, una asesina infantil, golpes en primeros planos, mucha muerte coreografiada, rallentis con música para el soundtrack, y el hálito inicial de una revisión superheroica finalmente mentida, que sigue ratificando a Watchmen (la historieta de Alan Moore, nunca la película) como obra maldita, como un gran éxito a pesar suyo. Mejor, entonces, pensar otro ejemplo. Y remitirse a una de las últimas historietas que Página/12 ha publicado a través de la revista Fierro (números 29 35). Se trata de Fly Blues, de Carlos Sampayo y Oscar Zárate. Desde la caricia del jazz y sus notas de pentagrama vueltas moscas que miran y opinan y accionan , los cuadritos de Zárate tiñen de acuarela la melancolía de Sampayo, interrumpida por la plasmación brutal de la violencia callejera. Un grotesco absurdo, que anida en el regodeo imbécil, en las patadas y muertes filmadas con celulares. Un voyeurismo psicópata que en Kick Ass se celebra. Las Fierro se consiguen. Y esta historieta es una obra maestra. Si bien no deja de ser otro elemento pastiche, no es por ello menos divertida la caracterización que, cifrada en el Batman de Adam West, Cage propone para su "Big Daddy". No deja, también, de ser un aspecto menos oscuro. Aquella serie televisiva, camp y pop, es un referente de la parodia tonta, mentirosamente ingenua, hoy todavía intacta. Mientras que, por su parte, Kick Ass celebra un descerebramiento explícito, con garrotes a los que recurrir para hacerse respetar, y la promesa de una chica que conseguir por el solo hecho de vestir un disfraz, golpear y ser golpeado. Lejos ha quedado la ironía del encapotado panzón de West. Es tiempo, ahora, del que sabe patear culos. Así de simple. Así de pobre.
Las caricias en un nido de avispas La presencia de Anahí Berneri en Rosario pasó casi desapercibida. Las proyecciones de su último y notable film, Por tu culpa, la tuvieron como compañía privilegiada para los espectadores de la sala de cine El Cairo, durante el pasado sábado. "Siento que la película tuvo un lindo recibimiento en Buenos Aires, luego en Córdoba, y es la primera vez que el boca a boca me ayuda con la exhibición. La gente sale un poco movilizada y de alguna manera me parece que le llega. Es la primera vez que siento estar cerca de conmover al espectador", comenta la realizadora a Rosario/12. "Es más fácil encontrar identificación con esta madre de treinta años antes que con lo que le sucedía a Pablo Pérez en Un año sin amor o a Silvia Pérez en Encarnación. Lo más lindo que he recibido son comentarios de espectadores del tipo "dónde me pusieron la cámara oculta", "esto es como mi vida", "es la vida misma", que dan cuenta de la idea misma del proyecto. Eso es también gracias a que la película fue filmada con dos chicos muy pequeños, que incorporan mucho de verdad y de caos a un rodaje. ¿Cómo se logra plasmar la violencia que suponen el llanto o el despertar al niño que duerme, una y otra vez? La verdad es que Nicasio y Zenón Galán son hermanos, y había una violencia que ya era inherente, que era de ellos. Vimos muchos chicos, fue un casting muy extenso. Lo que yo proponía como juego durante el casting era romper, derribar, tirar, y era muy rápido de ver qué chicos tenían más normalizada la violencia. A los dos años la violencia es constitutiva, pero lo peligroso es cuando los adultos son quienes la normalizan. Por tu culpa es una película que trata sobre la violencia que genera sobre todo la falta de límites con los chicos. Parece que somos el único animal que pretende que sus crías no molesten, que no lloren, que se duerman solos, con una forma de vida a veces un poco egoísta y adolescente. La violencia familiar, la madre "adolescente", no dejan de ser parte de un marco social que es violento en sí. Buscamos pensar la violencia desde distintos ámbitos como la pareja y la falta de comunicación. También hay, de alguna forma, una violencia de género en la clínica, donde a ella no la consideran y le piden que venga el marido, o el autoritarismo médico, donde no se pide permiso para invadir el cuerpo del paciente. Por otro lado teníamos un riesgo grande al trabajar con chicos, por esto que vos decías, donde cada risa y llanto de los niños son reales. Trabajamos con una persona dedicada a la contención de los chicos durante todo el día en el set, con la madre o el padre siempre presentes. Hubo un trabajo de relación previo que se construyó con la actriz y también conmigo, durante tres meses, que sirvió para que realmente haya un vínculo real y una contención y confianza de los chicos hacia nosotros para el logro de esas escenas.
Mirada simple sobre un movimiento La fascinación del realizador norteamericano Oliver Stone por los mecanismos de poder trazan su recorrido a lo largo de una filmografía que incluye títulos como Wall Street (1987), Alejandro Magno (2004), o las biopics sobre Nixon (1995) y George Bush (W., 2008). Puede incluirse también aquí la entrevista a Fidel Castro, que Stone filmara bajo el nombre Comandante (2003), y que le significara ser considerado, en su propio país, "ideólogo" de la Revolución Cubana. "En Estados Unidos ni siquiera vieron la película", destacó el realizador durante la conferencia de prensa realizada en la Facultad de Derecho de la UBA el pasado jueves, de la que participó Rosario/12. Más aún, Stone calificó de "terrible" la reacción que el público norteamericano tuvo ante la recepción de Al sur de la frontera, en donde el eje del relato pasa a estar ocupado por la figura del presidente venezolano Hugo Chávez. Y si bien el realizador hubo de insistir en que su película "no es sobre Chávez sino sobre un movimiento", no puede soslayarse la elección prioritaria que sobre la figura del mandatario venezolano se destaca a lo largo del film. A diferencia de Comandante, en donde asistíamos a un tour de force obsesivo, casi de rasgos minuciosos así como en JFK (1991), en Al sur de la frontera, Chávez parece no ofrecer mismos puntos de abordaje o interés cinematográficos. De manera tal que Stone lo acompaña entre despachos, calles barriales, escenarios de la infancia, y rememoración de anécdotas. Una de ellas dará pie al director para hermanar sentimientos acerca de compañeros caídos en combate (Stone, habrá de recordarse, es veterano de la guerra de Vietnam). Al sur de la frontera no ofrece una plasmación múltiple, de costados intelectuales o críticos en su retrato de Hugo Chávez, sino una mirada fascinada, adornada con matices rápidos, populares y populistas. Desde un análisis inmediato, Stone entiende la idea de un movimiento de cariz revolucionario que equipara distintas latitudes geográficas, que enarbola su genealogía en la Cuba castrista y que, se diría, deposita sus pies en Argentina. Pero lo que más destaca es la visión que sobre Chávez y diferentes mandatarios los medios de prensa norteamericanos ofrecen. El cultivo de una caricaturización, que oficia a favor de los golpes de Estado en Latinoamérica, es el rasgo sobresaliente del film de Oliver Stone. Si bien simple y expositivo, no por ello menos cierto, además de ser temática que otras de sus películas supieran explorar, tales como La radio ataca (1988) y Asesinos por naturaleza (1994). Actitud crítica que contrasta, habrá de convenirse, con la llanura y patriotismo que expone Las torres gemelas (2006). "Es verdad que en Estados Unidos se puede hablar, pero te critican", respondió Stone al periodista Jorge Lanata. "Hay una situación de macarthysmo", subrayó el realizador en una conferencia de prensa, por lo demás, demasiado llana y sin aspectos relevantes.
Desventuras de un imposible superhéroe argento Es mucho lo que desde la historieta argentina podría hacerse en materia de cine. En este sentido, la misma Zenitram desliza guiños -tan obvios como ajenos a su argumento acerca del tema. Pero, sin dudas, la mejor película sobre historieta argentina será aquella que olvide a los cuadritos y se entienda como cine propiamente dicho. Habrá que hacer justicia al decir que si bien Zenitram tiene que ver con el mundo de las historietas, lo hace desde una mezcla acriollada del estereotipo del superhéroe norteamericano. De la inventiva del cuento y guión de Juan Sasturain, emerge un personaje con superpoderes que, en verdad, es un "boludo cualquiera". El relato, desde el off del actor Luis Luque, despierta un interés que, vanamente, el film intentará mantener. Zenitram despierta a sus dones mágicos luego de pronunciar el anagrama de su apellido, revelación que en un baño maloliente el ángel tanguero de Daniel Melingo le sopla al oído. Hay montones de referencias a los lugares comunes de Superman y sus amigos: el diario ("El Tiempo"), la palabra mágica (Zenitram/Shazam!), la metrópoli (de futuro retro como Ciudad Gótica), la femme fatale, el archienemigo, etc. Pero la mezcla que de ello resulta se vuelve rápidamente aburrida, sin chispa, con resoluciones que no tienen en claro hacia dónde, cinematográficamente, dirigirse. El problema, en última instancia, radica en el film como totalidad, como proyecto que no puede plasmar verosímilmente el mundo de historieta de un imposible superhéroe argentino, destinado a salvar a su país de las corporaciones y del control sobre el agua. Para el caso, y en función de ejemplos mejores, bien valdrá la pena recordar cómo los incorregibles responsables de Filmatrón (2007), con Pablo Parés a la cabeza, perfilaron un film tan low budget como celebratorio del mundo de los cómics -algo de lo que el realizador Luis Barone demuestra estar tan ajeno ; así como contraponer la artesanía plástica del director Esteban Sapir y el expresionismo silente de La antena (2007) a la fallida reconstrucción retro que de la Buenos Aires del 2025 Zentiram propone, con situaciones tan cercanas como lejanas a Sin City (2005). Es más, si nos detenemos en el caso de los efectos especiales, la pregunta necesaria será acerca del porqué de la innecesariedad de incluirlos en un film como éste, donde todo -desde el mismo personaje remite a lo barato y a lo atado con alambre. Las resoluciones visuales son tan poco creíbles, tan "pobres", que no se sabe muy bien si están hechas a propósito. Más el amontonamiento que significan las referencias a la supuesta argentinidad, a saber: virgencita, foto de Evita, camiseta de la Selección, techos de chapa, barriga, monumento símil descamisado y, por supuesto, la mención a Perón. Todo mezclado, todo revuelto, y con una ironía que, por dicha y subrayada, no termina por surtir el efecto que de ella se espera.
La banda de los ladrones alegres Aún cuando también aquí esté presente la pretensión tontamente "realista" que sobre mitos y leyendas el último cine norteamericano viene realizando, Robin Hood sabe salir airoso y sin disparar demasiadas flechas. Lo dicho viene, por un lado, como consecuencia del despropósito que significan películas anodinas y banales como Rey Arturo (2004), Troya (2004) o, desde cierta afinidad de género, Cruzada (a propósito, del mismo Ridley Scott). Films con alardes de revisionismo histórico -pero absurdo sobre historias que pierden, así, su encanto verdadero. Por el otro lado, señalar que si el Robin Hood de Russell Crowe no dispara muchas flechas es porque no estamos en presencia de un émulo de Errol Flynn o de Douglas Fairbanks sino, antes bien, en la indagación causal de su mismísimo nombre de fantasía bienhechora. Pero, y sin perjuicio, el mito sabe salir redimensionado desde esta nueva vuelta de tuerca, al no verse entorpecido ni negado sino, antes bien, resignificado tanto lúdica como históricamente. Lo que queda es un film logrado, que sabe distanciarse de tantas otras versiones así como de establecer, por primera vez para el arquero, una confrontación sorprendente con el mismísimo Rey Ricardo Corazón de León. Desde esta sola instancia, habrá que prepararse para lo que viene y deviene. Con un Sheriff de Nottingham que, de a poco, uno se sorprende al recordarlo como el villano principal del libro. De modo gradual, Robin conocerá el significado de su apellido y el de la frase que acompaña a la espada que debe entregar al padre del caballero moribundo, merced a su promesa. Allí el secreto y el designio que cataloga al héroe como tal. Como el marginal y outlaw que todos conocen. Aunque con un sentimiento patrio que hará, por momentos, que se sienta cierto escozor muy molesto. De todas maneras, y por fin, primará el lugar que al héroe corresponde: los bosques de Sherwood. Y una vez arribados allí, se recordará que los momentos clásicos de la historia el film los ha reelaborado pero sin perder de vista sus rasgos esenciales, así como el que supone el desafío y duelo de amistad entre Robin y Little John. Las leyendas, se sabe, acentúan lo que de veras ocurrió. Entre una y otra, leyenda y verdad -lección aprendida gracias a Liberty Valance , deberá elegirse la primera. Y eso es lo que, sorprendentemente, termina por ocurrir con este Robin casi añejo, de arrugas en su lugar justo; las cuales, si se permite, remitirán a uno de los mejores títulos del arquero: Robin y Marian (1976).