Entretener como una forma de vivir El diletante es alguien que -si bien con poca profundidad habla mucho de todo y sabe cómo entretener. Es ésta la explicación que la pequeña Bela obtiene de su padre. "Allí me di cuenta -señala Bela Jordán con sus ochenta años que lo que quería para mí, cuando fuese grande, era ser un diletante". Hay otras máximas que la acompañan, como la que le asegura que al entrar en la vejez lo que debe hacer uno es dejar de mirarse en el espejo. Además, la naturaleza es sabia. Porque a medida que se crece se pierden virtudes como la vista y el oído. Mejor así. Sea tanto para evitar las arrugas vistas como para no poder escuchar cosas ante las cuales, mejor, abstraerse. Las líneas marcadas y de pergamino atraviesan el cuerpo de Bela. La cámara de Kris Niklison, que también es mirada de hija, las recorre despacio. Mientras duerme, lee, o arma puzzles de dos mil piezas. Es que la vejez es la mejor edad de la vida, asegura Bela. Porque uno se levanta y hace lo que las ganas le dicen. Nada de purgar ocho horas de trabajo en pro de un avasallamiento sobre la persona. Sino divertirse y sentirse divertida. Con el recuerdo del marido ido, con la promesa de tormentas en ciernes, y a orillas del río. Bela habita en una estancia familiar, de cara a las aguas del Paraná. Como mujer moderna que ella se dice. Con la compañía doméstica de la voz de Cata, interlocutora constante. Pensamientos, sonrisas, e mails, dvd's, y piezas que (des)encajan. Más un tractorcito que la lleva donde necesita. Mientras Bela y Cata dialogan, el nombre de César asoma. Varias veces. "Es como un chico", según Cata. "Dice ahora que quiere lograr una rosa azul". César, en tanto, adecua la estancia, desmaleza y trabaja. Descansa su mirada entre el sudor y el caminar. Se peina de manera precisa frente al espejo que pende del árbol. Porque hay una promesa, parece, todavía vigente. Las piezas del rompecabezas emulan troqueles de pinturas descascaradas. O al revés. Hay mucha picardía en Bela. También altanería. "Me supe libre a los sesenta años. En el momento en que comienzan a llamarte madre o abuela. Antes no". Como si lo intempestivo del sexo, una vez calmado, augurase tranquilidad. (Algo similar sostenía, desde su vejez, el propio Buñuel). No deja de asomar, a su vez, algo de malignidad femenina, con la figura de César como foco de anclaje, depositario de tantas reflexiones y severidades entre Cata y Bela. El, en tanto, sostiene su silencio de rutina descalza. Una analogía más: quienes hayan visto Rapsodia en agosto, de Kurosawa, recordarán la imagen de la viejita, el paraguas y la tormenta. Algo similar sucede cuando Bela se deja bañar por la lluvia, mientras el río chisporrotea. Diletante ha sido premiada como Mejor Largometraje Argentino en el Festival de Cine de Mar del Plata, además de contar con la asistencia en la producción de Lita Stantic. Su realizadora -cuya voz escuchamos sobre el inicio del film ha vivido en Holanda, donde fundó la Kris Niklison & Company; en Hamburgo, donde fue protagonista del Cirque du Soleil; y en Embu das artes, Brasil, donde tiene su estudio, Casa das Artes.
Profecías desde un mundo caído Es una pena que se reitera la de tantos títulos que no conocen exhibición comercial, aún cuando podría haberse augurado lo contrario. Tal es el caso de Un profeta, último film del francés Jacques Audiard (El latido de mi corazón, Lee mis labios), que arrasara con los premios César del último año, ganara el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes, y obtuviese su nominación al Oscar en el rubro Película Extranjera. Un profeta traza el recorrido penal de un convicto árabe en suelo francés. Malik El Djebena (soberbiamente interpretado por Tahar Rahim) es bisagra de un submundo corrompido, que conoce reglas alternas, solapadas por el manto social y policíaco. Anclaje entre sí -su soledad y los corsos, quienes lideran a través de César Luciani (Niels Arestrup) el mundo carcelario. Un ir y venir de directivas que desnudan, de a poco, el funcionar hipócrita muros para adentro. Por un lado, Un profeta es no lugar asignado a los inmigrantes en territorio francés. La sociedad negada y reencontrada en la cárcel. Es en este sentido que algún discurso de Nicolas Sarkozy dejará escucharse, suficientemente, de boca de una periodista televisiva. Por otro lado, el micro mundo carcelario es parábola de segregación étnica, que recuerda situaciones similares a las que ya expusiera el realizador norteamericano Spike Lee en películas como Fiebre de amor y locura (1991) o la notable Haz lo correcto (1989). Es así que la marginación no sólo es asumida sino también practicada entre los mismos segregados. Por ende, Un profeta es un film violento. No puede ser de otra manera. Malik buscará -si bien, obligadamente la protección de César. Un bautismo brutal será el portal de ingreso. A partir de allí, más obediencia y sumisión, mientras Malik obtiene, entre insultos y humillación, salidas diarias y un plan personal que irá cobrando forma de manera gradual. Es esta gradación la que Audiard maneja tan hábilmente, porque es allí donde radica el entramado argumental y su narración. El espectador podrá hilvanar de forma paulatina, durante los 155 minutos del film, el proceder de Malik: ¿Hacia dónde se dirige? ¿Sus insultos son reacciones de impotencia o juramentos? ¿Alucina o predice? Allí el vínculo con el título del film, semblanza árabe en la que las visiones confluyen en una supuesta predestinación. Malik como traidor en uno y otro bando, como gestor de delirios místicos que no sabe muy bien qué significan o si realmente los soñó o si solo los recordó como simples déjà vu. Poca importancia tiene lo cierto de todo esto, siempre y cuando funcione como entramado de fe, como raigambre que unifique y perpetúe lo mismo de siempre, sistémicamente, en una cárcel que opera como engranaje sustancial de una sociedad igual de corrupta.
Un mundo para desarmar y rearmar El trabajo de María Onetto brilla en Rompecabezas. Es una actriz grandiosa. María del Carmen el personaje que compone en el film de Natalia Smirnoff se vuelve progresivamente notoria, de voz clara. Bella, en una palabra. Madre de familia, con cincuenta años de vida y de rutina, María del Carmen comienza a salirse de sí misma y de los demás; de a poco, pieza por pieza. Desarmarse para rearmarse. Con aristas que encajan mejor donde otras ya no lo hacen. Y todo por un regalo casual: un gran puzzle con una figura egipcia. En entrevista con Rosario/12, la realizadora Natalia Smirnoff -cuyo film le ha valido distinciones en el Festival de San Sebastián y en el de Guadalajara, además de ser seleccionado por la Berlinale no duda tampoco en destacar que "el trabajo de María me resulta increíble". "Qué le va pasando a una persona cuando va sumando nuevas capas, cuando lleva adelante una revalorización de sí misma, ese fue el planteo que nos tomamos con todo el equipo de la película. Descubrir un don es hermoso, y exige un montón de cosas. Lo jugamos tanto desde el vestuario como desde con la risa", destaca la realizadora acerca de su ópera prima. En Rompecabezas, María del Carmen comienza a transitar un doble camino, y lo sostiene mientras puede. Con el alma que se le sale del cuerpo de tanta alegría, de tanta pena. Entre su marido (Gabriel Goity) y su pareja de juegos (Arturo Goetz), entre el hacer usual y el cuarto de juegos y los sabores de té. "Por un lado empecé a escribir la película cuando había sido madre de mi primer hijo y, de alguna manera, tenía que descubrirme como madre. Me interesaba mucho pensar qué le pasa a alguien cuando descubre un don. La inspiración es el juego. Creo que como adultos nos sumimos en muchas responsabilidades mientras dejamos el ocio de lado, se nos vuelve difícil. Los romanos tenían un espacio para el juego, que era valorizado, pero la era productiva nos trajo un tiempo donde todo tiene que ser útil. Por eso me gustaba el rompecabezas, como idea de lo inútil", agrega la realizadora. Smirnoff recién vuelve de París, y señala "lo difícil y contradictorio que significa estrenar en toda Argentina, mientras que en Francia la película se estrena en treinta salas, con un sistema mucho más estudiado y pensado". En este sentido, es relevante pensar que gracias a la sala de cine El Cairo se le garantiza al film su estadía en cartelera. Me alegra tener tal garantía, porque no son películas hechas para tres días, sino que llevan otro tiempo. Además, la hicimos con muy poco dinero, en cinco semanas y con mucho esfuerzo. Fue alrededor de cinco años el tiempo que me llevó hacerla. María del Carmen disfruta sobre el verde del terreno que van a vender. El lugar de algún proyecto familiar ya caduco. El dinero de la venta, ahora, para los hijos y sus caprichos. Pero, de todas formas, algo hay en ella que da cuenta de otra cosa. Un vaivén de silencio que marca un hiato. El quiebre hacia otro rumbo. La pieza faltante del rompecabezas que ya se desarmó.
Iron Man 2: héroe con las baterías recargadas ¡Qué gran jugada es Iron Man! Personaje sin carisma para el lector, pero que ha encontrado en el cine su oportunidad mejor. Porque entre el panteón de los héroes de Marvel Comics, muchos de ellos conocidos aunque poco leídos en nuestro país, Iron Man aparece, casi, como hallazgo del cine. Aún cuando vive aventuras en cuadritos desde hace casi cincuenta años, como uno de los tantos personajes creados y escritos por el venerable Stan Lee, cuya tarea urgiera la admiración del mismísimo Federico Fellini. Y gran parte de ello merced al rostro y figura del incorregible Robert Downey, Jr. Quien hiciera propias las características menos correctas del personaje -su alcoholismo, así como la morfina de Sherlock Holmes ; como si de un reverso despreocupado se tratase, dados los conocidos problemas de adicción del propio actor. Más aún, Iron Man se ha revelado como uno de los personajes más siniestros en los comics actuales, de simpatías republicanas de la peor calaña. Mientras que el film lo ha re situado de manera más agradable pero, no por ello, menos problemática. Porque Iron Man sigue siendo el contraste de la paz hecha máquina. "He logrado privatizar la paz", señala Tony Stark (Robert Downey), mientras un Comité del Gobierno lo acosa desde el estrado y mediáticamente como amenaza potencial, en una situación que no deja de evocar los interrogatorios macarthystas de los años '50. La alusión no es gratuita puesto que, como fantasma redivivo, el comunismo entumecido reflorece desde el odio sin freno de Ivan Vanko, cuya promesa de venganza hará mella en la armadura de Iron Man a través del rostro impagable y oscuro de Mickey Rourke. En Iron Man 2 hay mucho de diálogo estirado y de situación resuelta rápidamente, tal como sucede cuando finalmente hace su aparición War Machine, ahora con el rostro del actor Don Cheadle. Más el capricho del realizador de ilustrar, antes que de componer musicalmente, las situaciones del film con temas especialmente elegidos de su idolatrado AC/DC. Por último, y como gran guiño, el escudo de la estrella (Capitán América) y el martillo (Thor). Y la promesa de sus inminentes films. El primero dirigido por Joe Johnston (El hombre lobo), y el segundo por -están leyendo bien Kenneth Branagh (Frankenstein, Hamlet). Todo ello en vistas al film grupal que los aunará para la pantalla del 2012 bajo el título Los Vengadores, con dirección de Joss Whedon, más conocido por Buffy la cazavampiros pero también, y por sobre todo, por ser un gran escritor de comics.
El regreso del infierno para recuperar el orgullo La aparición de un film de Jim Sheridan siempre es motivo de interés. Desde Mi pie izquierdo (1989), el realizador irlandés mantuvo una mirada crítica y sensible que se continuaría, con el mismo actor, Daniel Day Lewis, a través de títulos como En el nombre del padre (1993) y Boxer (1997), donde el conflicto entre ingleses e irlandeses haría de estos films lugares de referencia. Tierra de sueños (2002), por su parte, ahondó en las rasgaduras y quiebres del denominado "sueño americano". Hermanos, remake del film danés de Susanne Bier, de 2004, deposita su mirada en un conflicto triangular que, en verdad, deriva en una situación familiar y social más profunda. El inicio sitúa la acción en las puertas de una prisión, durante el reencuentro entre Sam y Tommy (Maguire y Gyllenhaal), marine y ex convicto respectivamente. Una balanza que podrá tanto equilibrar como desequilibrar hacia lados diferentes. Sam es padre de familia, hijo de orgullo para un padre otrora combatiente en Vietnam (el gran Sam Shepard), también para su mujer (Natalie Portman), alguna vez porrista de este héroe deportivo ahora devenido esposo y soldado de la patria. El deber llama a Afganistán, y la familia deberá sobrellevar otra vez la ausencia paterna. La simetría entre Sam y Tommy comienza a jugar en otro sentido. La ausencia de uno será presencia del otro. Y si bien el triángulo es uno de los lugares narrativos, será otra la importancia del relato. Pocos films recientes han mostrado la figura del soldado norteamericano de una manera tan vencida. En Hermanos la problemática es más cercana. Más afectiva. También más cruel. Uno de sus mejores momentos se circunscribe a la mesa familiar, con el cumpleaños de una de las hijas delineado desde un clima de tensión creciente, a punto de estallar. Más el antes y después que se evidencia en la composición actoral y el estado físico derruido de Tobey Maguire, aquí alejado del estereotipo adolescente de Hombre Araña. Hermanos se vuelve una mirada despiadada, pero profundamente humana. Es capaz de mostrar el infierno desde el hombre solo, desde quien pelea por los valores inculcados y por su patria. Pero familia, patria e infierno, se han vuelto términos analogables, y el orgullo del apodado "héroe" deberá sobrevivir ahora al callejón sin salida al que fuera arrojado.
Sombras en un mundo lleno de óxido En el cortometraje origen, de 2005 aquél que suscitara muchos premios, una nominación al Oscar, y el interés de Tim Burton para la producción del largometraje , el particular homúnculo con el número 9 encuentra, con la ayuda de número 5, la forma de recrear una antorcha eléctrica. Quita, para ello, el foco de luz de una lámpara de pie, idéntica a la del signo identitario de los estudios Pixar. Aún cuando la referencia pueda parecer forzada, nada impide pensar en cierta deuda de admiración hacia el mejor sello animado de los últimos tiempos. En este sentido, Número 9 comparte con Pixar inteligencia narrativa, pero prefiere -aquí sí la diferencia nodal otros rumbos estéticos. Si la primera aparición de 9 nos recuerda el mismo clima melancólico del pequeño robot Wall E (2008) y su mundo desolado, rápidamente la melancolía se vuelve mayor y más pesada. El mundo apocalíptico industrial que el realizador Shane Acker delinea para sus pequeñas criaturas se nutre de tintes frankensteinianos, de toques burtonianos, de la leyenda del Golem, y del hacer pesadillesco y expresionista de animadores maestros como el checo Jan Svankmajer y los hermanos norteamericanos Timothy y Stephen Quay. En otras palabras, el planeta que habita 9 -último de una serie, que deberá encontrar a los números precedentes es consecuencia de un proceder humano victoriosamente fascista. La máquina ha pisado, finalmente, al hombre. Queda 9, con sus ojitos de obturador, como depositario de algún resquicio pensante, en un mundo que se ha poblado de seres monstruosos, posibles a partir de los restos de esa misma humanidad olvidada: muñecas tuertas, cabezas plásticas, cráneos rotos, garras de metal, huesos desarticulados, monumentos fabriles. El recorrido de 9 no sólo explicará lo que hubo de ocurrir -aquello que el cortometraje supo tan bien esquivar , sino que también le significará un descubrimiento gradual y personal. No podrá evitar errores, algunos de ellos fatales. Lo que equivale a pensar Número 9 como un film atípico, donde la muerte juega un rol fundamental, con una presencia que no duda en ser terrible, tan ajena de esta manera a tanta película infantil que se asume y define desde este mismo adjetivo. Sólo molestan, apenas, ciertos momentos de acción rápida, de piruetas de héroes acrobáticos, que desentonan con el espíritu del film. Pero no logran, de todos modos, interferir con el clima general de lluvia oxidada. Número 9, en este sentido, es sorprendentemente oscura, mucho más cercana -paradójicamente al mundo burtoniano que lo que supone la reciente y fallida Alicia en el país de las maravillas. La gratitud del realizador hacia Burton, el productor, se manifiesta de un modo explícito en la participación musical de Danny Elfman, en la escritura del guión (Pamela Pettler es también guionista de El cadáver de la novia), y desde un lugar particular en la confección de uno de sus personajes, adicto a las descargas eléctricas y tan gratamente parecido al Oogie Boogie de El extraño mundo de Jack.
Música country, whisky y una vida revuelta Bastará decir que no podía ser nadie más que Jeff Bridges quien diera cuerpo y voz a Bad Blake. Músico country de vida decaída, matrimonios frustrados, un hijo no visto en veinte años, y días y noches de alcohol y reductos oscuros. Pero la música sigue allí. Respetada como lugar sacro. El espectáculo del vientre revuelto por tanto whisky debe quedar fuera del escenario. Del micrófono cuelga el sombrero texano mientras el público y los músicos sostienen su ausencia repentina. Pero Bad vuelve. Y lo que se escucha es tan pero tan bueno que no debiera nadie quedar sin la posibilidad de proseguir el mismo disfrute a través de la correspondiente banda sonora. En este sentido, señalar que es el gran T Bone Burnett quien produce la música y que son los propios actores quienes interpretan, además del cameo de Ryan Bingham, compositor que ha ganado el Oscar por este film. (Con una vida personal que, lejos de desentonar, tal vez supere en muchos aspectos a la del propio Bad). Que Colin Farrell puede no ser demasiado creíble como cowboy singer, pero que sin embargo no queda por detrás de la presteza vocal del gran Bridges. Porque ésta es la película de y para Jeff Bridges. Así como ocurriera, no hace mucho, con Mickey Rourke en El luchador. Nadie como Rourke para encarnar a la bestia sentimental de Randy. Lo propio para Bridges, cuyo cinto, por lo general, cuelga mientras alivia una barriga torturada. El cigarrillo le enturbia la voz, el alcohol vuelve algo pastoso su decir, pero cuando canta cautiva como siempre. Aunque ya no sean tantos quienes deseen recordar su figura: Bad Blake, leyenda todavía viva, oculto ahora en bowlings de mala muerte y hoteluchos baratos. En Bad se cifran tantas otras vidas musicales, tan oscuras como marginales, tan únicas como inolvidables. El country de Bad es también el dolor compartido por tanto blues y jazz. Además de la figura del productor, omnipresencia telefónica, contraste de lujos y comodidades para este cantor de camioneta terrosa, aparece una mujer de corazón también loco (Maggie Gyllenhaal). Joven y madre. Capaz de lograr lo que Bad nunca permite: una entrevista, la fotografía para la nota, replantear la vida propia, comenzar a componer canciones como las de hace años atrás. Y aún cuando Loco corazón -traducción literal pero fónicamente menor que Crazy Heart no sea un film mayor, es su actor el que lo agiganta y transforma. Le valió el Oscar de este año. Y la posibilidad de rememorar su carrera desde una cinematografía que le ha permitido trabajar con directores como Terry Gilliam, Peter Weir, John Carpenter, Francis Ford Coppola y los hermanos Joel y Ethan Coen, con quienes se encuentra nuevamente filmando (El film es True Grit, y allí interpreta a un Marshal cuyo nombre responde, lúdicamente, al de un título de John Wayne: Rooster Cogburn).
La mueca bruta de muchos policiales Rara avis por donde se la mire. Un maldito policía es mixtura salvaje entre el desenfreno de Abel Ferrara cuyo film de 1992 sirve de "excusa" , el oportunismo del actor y productor Nicolas Cage, y la visión surreal/grotesca del realizador Werner Herzog. Un cóctel semejante e impensable que, sin embargo, ha sido posible. Si, por un lado, se recurre a la película original, no se puede dudar de su carácter de remake imposible. Sólo Ferrara pudo haber filmado algo semejante. Sólo él es capaz de marcar a fuego en el recuerdo uno de las personajes más crudos del último cine. (No habrá quien olvide la famosa escena masturbatoria del derruido lieutenant Harvey Keitel). Por parte de Herzog, otro carácter tanto o más indomable e inclasificable, sólo decir que hace lo que debe: una película propia e imposible; vale decir: un falso remake, con Cage de protagonista, y en tono policial noir. New Orleans es el ámbito elegido. Los efectos del huracán Katrina muestran sus huellas, mientras una víbora de agua serpentea los barrotes de una cárcel inundada. La naturaleza ha hecho escuchar su rugir y, como se sabe, en el cine de Herzog sólo un espíritu animal como el de Klaus Kinski (Aguirre, la ira de Dios, Fitzcarraldo) puede aceptar el desafío. Nada de ciudad carnaval o cuna mítica de jazz, sino restos de un hábitat inundado donde prolifera una fauna desbordada. Si Cage no puede ser, nunca, Kinski, que se transforme. Si en Aguirre... (1972) el actor desenfrenado utilizó un arnés para sumar una joroba, aquí Cage deberá cargar con otro peso. Un golpe en la columna lo deja retorcido para siempre, con un hombro más alto que el otro. Cage se vuelve caricatura de sí mismo. Si su perfil es impensable para el de un policía maldito, aquí se transforma en el ánima renacida de la ciudad selvática y delirante de Herzog. Como si se tratase -y tal vez lo sea de un guiño alla Dirty Harry, o a tanto cowboy de gatillo rápido, el lieutenant de Cage se pasea con su gigante Magnum 44 aferrada a la cintura. Una imagen grotesca, que comienza a extrañar cada vez más el entorno de disparate dark que le rodea. Drogas, alucinaciones, corrupción, medallas y ascensos, hasta un paroxismo burlón, a partir del cual se le pide al espectador que se crea todo lo que ve, como si de un mal chiste se tratase. ¿Qué es lo que queda entonces? Queda un film atípico, por fuera del canon hollywoodense -afín, así, al espíritu de Ferrara (quien, como se debe, ha hablado pestes de Herzog) , proclive a ser vilipendiado: porque no se trata de otra cosa más que de la mueca bruta de tanto film policial reaccionario. Desde un límite a veces tambaleante, el policía maldito de Herzog manifiesta la artesanía de un realizador que, con la gracia de tanto cine sobre sus espaldas, sabe cómo manejar su joroba, tan deforme y desconcertante como las mismas risas drogadas de Cage, mientras observa bailar las almas de los difuntos.
En el mundo salvaje de la niñez Es una pena sin reparo que la última película de Spike Jonze no haya conocido estreno comercial. Si la propuesta para el público no estuviese -cada vez más alineada por los mandatos comerciales y su impericia cerebral, debiera existir el lugar de pantalla para un film como éste. A ello se suma, como posible razón, el lugar inclasificable que el realizador ocupa, de modo admirable, dentro de la industria del cine. Estamos hablando de Spike Jonze, el mismo responsable de títulos atípicos como ¿Quieres ser John Malkovich? (1999) y El ladrón de orquídeas (2002). El caso de Donde viven los monstruos repara, por una parte, en el interés por su libro fuente, obra de Maurice Sendak. Por otro lado, es excusa que dispara la brillantez salvaje de Jonze. Pocas veces se ha plasmado -sobre todo en estos tiempos tan "cinematográficamente correctos" lo inasible del comportamiento infantil. Porque Max (Max Records) patalea, grita, gruñe, estruja a su perro, y muerde a su mamá. Corre como un condenado, como un loco. Harto de todo y de todos. Su mundo se destruye y reconstruye. Max se refugia donde puede. Y es allí cuando aparecerán los monstruos más bellos que el cine hace tanto tiempo nos debe. Lo mejor de todo es que son grandes, que no son digitales, que se mueven como lo haría alguien disfrazado, con el peso enorme de lo que viste. Y cargan con una melancolía que es dorada y terrosa y desbordada. El mundo dentro del mundo podría ser una de las maneras de acercarse al film de Jonze. El mundo de los adultos, el mundo de Max, el mundo de Carol (el gigantesco peluche bestial con voz de James Gandolfini), y el mundo del sol, ese sol que -dice el maestro habrá de apagarse algún día. Salirse de un mundo para entrar en otro. Y desde la visión del film recordar las etapas que personalmente se han vivido, que se vivirán, para compartir la melancolía aludida. Una belleza. Hay un encanto muppet en Donde viven los monstruos, y no es casual. La Jim Henson Creature es la encargada de dar vida a estos seres de mundos tan cercanos como imaginados, más el arte de las marionetas que ejerce el propio Jonze. A partir de ello, recordar el inicio de la misma ¿Quieres ser John Malkovich?, capaz de sembrar luces en el medio del caminar apurado de la ciudad. Donde viven los monstruos es, afortunadamente, una rareza. Tiene tanta vida y ganas que la hacen indigerible para los films que garantizan hoy el éxito y las estupideces afines. El monstruo Carol es la encarnación más hermosa y terrible. Todo lo destruye y todo lo reconstruye. Nadie lo termina de entender. Tampoco él puede entenderse. Se debate con todos y consigo. Aunque recurre a la violencia sabe también cuándo llorar. Cuando lo hace, tiembla el mundo con su tristeza. Y lo mejor de todo, como gran film que es, es que a Donde viven los monstruos se le han perdido las moralejas.
Steven Soderbergh no para de filmar. Este, sin dudas, es uno de sus rasgos de estilo (cinematográfico y de vida). Luego del díptico sobre el Che enorme, desmesurado, absolutamente bien filmado, con un Benicio del Toro mejor que nadie hubo de realizar dos películas más y en el mismo año. Y dado el caso aleatorio y siempre poco comprensible de la distribución fílmica, estas películas sólo pueden verse a través del DVD. Aún cuando, y de acuerdo con certezas informativas del momento, El desinformante debiera haber conocido estreno comercial. De modo tal que, entre Confesiones de una prostituta de lujo y El desinformante pueden trazarse algunos aspectos del cine soderberghiano, sea tanto respecto de su lugar en la industria -algunas veces al margen de su beneplácito como de sus temáticas y gustos narrativos. En este sentido, y sin demasiada dificultad, podría enmarcarse Confesiones de una prostituta como nexo anímico con su cine primero, mucho más fresco, así como El desinformante con ciertos regodeos de espionaje y diversión que tanto afloran en todas y cada una de las entregas de La gran estafa. Pero, a diferencia del entretenimiento glamouroso de aquella serie -más bien vacía , en El desinformante entramos de lleno en los artilugios del mismísimo FBI, de la información secreta, y de la fijación empresarial e ilícita de precios en el mercado. Todo ello porque Mark Whitacre (Matt Damon), vicepresidente de una compañía bioquímica, comienza, de a poco y como mejor manera de eludir la responsabilidad ante el descenso de ventas, a imbricarse en espirales que conducirán al interés del mismísimo estado nacional. Con el FBI de por medio, habrá entonces de establecerse una lógica espía que permita desentrañar la identidad del espía japonés que, según confiesa Mark, ha determinado el problema y resolución del declive de ventas. Allí, por ende, la razón. Pero allí también la mentira. Y todo un entramado de dicho y desdichos que culminan por procurar una telaraña cada vez más espesa y delirante. Desde este lugar, El desinformante puede emparentarse con la locura y delirio de Quémese después de leerse, de Joel y Ethan Coen. La mirada astuta del personaje (tan eficazmente interpretado por Damon), siempre dispuesto a torcer aún más los enredos, culminan en un mundo de disparate que, paradójicamente, guarda una coherencia muy cierta, que terminará por revelarse a través de acuerdos empresariales, estafas, sobornos, y cálculos químicos con los que se producen alimentos en masa. Y además, y porqué no, entender también coenianamente a la gran caracterización que aporta Scott Bakula como el agente Brian Shepard, un actor de rostro reconocido pero con pocas oportunidades mayores en pantalla. En cuanto a Confesiones de una prostituta de lujo, Soderbergh nos sumerge en el mundo frío, de sexo desangelado, de una dama de compañía con ansias de ascenso y de afectos. Chelsea (Sasha Grey) deambula con su chofer entre empresarios, restaurantes caros y hoteles de lujo. Averigua datos de sus compañeros ocasionales para su mayor seguridad. También se extraña ante sus comportamientos. Escribe libros desde la experiencia. Y mantiene su relación de noviazgo con un "personal trainer". Desde este lugar, el film se bifurca y mantiene un correlato narrativo con la pareja de Chelsea. Algo por lo demás habitual en el cine de Soderbergh, para nada atento a una progresión temporal lineal sino, antes bien, descolocando los tiempos narrativos, adelantándose a las situaciones, y conjugando un tapiz dramático que, aquí lo mejor, no conoce más resoluciones dramáticas que no sean la misma exposición de los conflictos. Habrá quienes intenten indagar en la sensibilidad de Chelsea: amiga, cliente, periodista, novio. También, cómo no, el propio espectador. Más aún todavía desde el plus atractivo que significa la actriz Sasha Grey, de piel nívea y pelo oscuro como la noche, más una trayectoria de prestigio y muchos premios dentro del mundo del porno. Su encanto duro oficia como una coraza para Chelsea. Y cuando los intersticios de su interpretación surgen, el mundo de Chelsea se agrieta. Los personajes de Confesiones de una prostituta encuentran el nexo común en el dinero. Las discusiones, las decisiones, el viaje de placer (a Las Vegas), las conveniencias eleccionarias, si demócratas o republicanos, o la seguridad de la familia establecida aunque no querida. Todo delinea un mismo mundo, como en El desinformante, de hipocresías compartidas. Chelsea, en tanto, oficia como lugar de catarsis: sobre ella los problemas así como el canto a un amor olvidado. El dinero, allí de nuevo, como instancia de ilusión reparadora. Finalmente, la promesa de ascender aún más. El riesgo que ello supone y la maestría narrativa de Steven Soderbergh para su resolución. Situación que se llega a vislumbrar desde una voz en off extraña, que dice obscenamente. Y que nos devuelve, por sobre todo, al mejor cine del realizador, alejado de la vanidad de marquesina de títulos como Traffic o Erin Brockovich.