Seres de una estirpe extraordinaria Cuando las esperanzas se difuminaban, y el nonsense carrolliano se perdía en la cobertura de torta de casamiento que es la Alicia de Tim Burton, aparece el Dr. Parnassus. Lo que equivale a decir Terry Gilliam. Lewis Carroll y Terry Gilliam. Sí, siempre, desde la primera de sus películas. Por las dudas, recordemos su título, prueba suficiente: Jabberwocky (1977). Todavía más, porque el sinsentido, la ironía, la burla majestuosa, ya estaban en los Monty Python, con Gilliam como miembro sobreviviente y norteamericano del grupo inglés e incomparable. Luego sus films en solitario, con el espíritu de Alicia como guía, con la confianza en la fabulación, con el saber necesario como para poetizar de forma lumínica y tantas veces oscurísima. Tierra de pesadillas (Tideland, 2005) es expresión última. Entre momentos pendulares de plenitud alegre o depresiva, aparece el mundo de imaginaciones del Dr. Parnassus. Apenado y sufriente, Parnassus acarrea el mal de la vida eterna. El Diablo me engañó, se queja. Me dejó ganar la apuesta y la vida eterna porque sabía que el mundo cambiaría. Ya nadie gusta de escuchar historias, de dejarse encantar por el "había una vez", de perderse en laberintos imaginarios. Los labios de Parnassus continúan el periplo del juglar que narra pero a oídos ahora sordos, a bordo de su escenario rodante, con una hija adolescente, un chico de la calle, y un enano que es su voz lúcida y conciente. Entre Parnassus y el Diablo se juega el destino del mundo. Y los dos, que quede claro, aman el mundo. En otras palabras, entre Christopher Plummer y Tom Waits. ¿Qué más decir? Decir que el film está dedicado a Heath Ledger, dada su muerte prematura, a sólo un mes de rodaje. Los rostros de Colin Farrell, Johnny Depp y Jude Law cubren las otras caras del actor, todas y cada una expresiones del espejo que deforma y revela. El espejo que habrá de atravesarse para el ingreso en los mundos imaginados. Algunos de riqueza bellísima, otros de estupidez consumista. No hace falta a Gilliam dar lecciones de panfletería, sino sólo plasmar sus no lugares de ensueño, en el seno mismo de tanto shopping carcelario. A través, por ejemplo, de su coreografía -tan, pero tan alla Monty Python de policías afeminados, donde las rayas de las pantymedias saben dar textura al culo de la ley. El imaginario mundo del Doctor Parnassus es tan melancólica que juega sus cartas para un desenlace de desencanto, con interrogantes que persisten sobre los personajes, sin respuestas tontamente claras. Parnassus tiene tantas caras como el espectador quiera o se atreva. Miembro de honor de la estirpe mágica de seres extraordinarios como el Dr. Lao, el de las siete caras, en aquel film bello de George Pal (1964). Depositario de los misterios que viene de un más allá remoto y oriental, soñado y misterioso. Quizás la realidad que quepa hoy a su magia sea la del homeless que mendiga palabras. Todo ello como parte de un mundo cuya imaginación parece derruirse, tal vez reconstruirse.
Un rostro ajado para un film sobrio Algo de encanto rápido se encuentra en Al filo de la oscuridad, sea desde su visión como también desde el conocimiento previo. Es decir, se trata de un policial. Con una madeja que el detective Thomas Craven (Mel Gibson) decide investigar y desenredar tras presenciar, impotente, el asesinato de su hija. Y, a pesar de lo que parece, no es la misma historia de tantas veces. Porque el film no trata necesariamente, aunque sea uno de sus aspectos, sobre la venganza del padre dolido. Sino, antes bien, sobre otras aristas, más molestas y complejas, capaces de conducir a una trama progresivamente oscura, donde la muerte de la hija sólo funcione como punta de ovillo. Los atisbos del cine noir se notan. Claro que extrañan una puesta en escena más personal y menos efectista pero, sin embargo, algo de ello permanece. No es Martin Campbell un director de características autorales, aunque no deja de ser el mismo realizador de las dos nuevas vueltas de James Bond al cine: GoldenEye (1995) y la notable Casino Royale (2006), además de ser el responsable de la acción trepidante del Zorro bajo el rostro de Antonio Banderas. ¿Y cuáles son los rasgos noir que en Al filo de la oscuridad subsisten? El rostro derruido del detective. Sus vacilaciones morales. Su vida solitaria de pasado vedado. El reencuentro fugaz con la hija. El descubrimiento de un entuerto mucho mayor y peligroso que lo que supone su pérdida. La convicción del deber, de saberse obligado a resolver, de una vez y para siempre, lo que la investigación le descubre. El hilo de la acción sabrá moverse, en este sentido, entre el proceder mafioso, la conveniencia política, los asesinatos en serie. Más un secreto que guarda silencio, como aquél que también supiera ser oculto dentro de un maletín, en el film emblemático del gran Robert Aldrich. Porque Bésame mortalmente (Kiss Me Deadly, 1955) no puede no pensarse como espíritu vigía de la película de Campbell. Más el recuerdo que también supone, sólo por temática, la fallida Abuso de poder (Mulholland Falls, 1996), del neozelandés Lee Tamahori. A pesar de discurrir morosamente, con muchas dosis informativas y disquisiciones de filosofía dudosa -como las que propone el matón interpretado por Ray Winstone , Al filo de la oscuridad sabe mantener un tono sobrio, que tampoco adquiere tintes peligrosos, tales como los que suponen las frases en latín o el parangón religioso que, al pasar, el de veras fundamentalista Mel Gibson expresa: "¿dónde estar, en la cruz o con el que clava los clavos?" lo cual, dicho por el director de La Pasión de Cristo (2004), provoca cuanto menos un temblor. Pero a no temer que, afortunadamente, no es el actor el que dirige. Las escenas puramente de acción son demasiado pocas y, por momentos, el film se cubre de silencio. Son muchas las escenas con este rasgo. Algunas veces, también, para acentuar el efecto sorpresa del montaje y el diseño sonoro. Si bien con situaciones rayanas en lo inverosímil, Al filo de la oscuridad funciona. Y el rostro ajado de Gibson aparece como su mapa sin descifrar.
El hombre melancólico en luna llena En medio de nieblas victorianas, volver a ver a Talbot aullar su tristeza a la luna, mientras se debate entre su bestialidad desbordada y las ropas de civil, es un regalo de cinefilia, posible por la pasión del propio actor, Benicio Del Toro. Cuando se produjera el estreno de Ed Wood (1994), un film maldito rodado en blanco y negro, con Johnny Depp, y con escasa respuesta de público, Jack Nicholson hubo de mencionar que la tarea de su amigo Martin Landau (por la que mereciera el premio Oscar) constituía una "carta de amor a Bela". Bela Lugosi volvía de la muerte gracias a Landau, a Drácula, y al amor por el cine de Tim Burton. En el caso de El hombre lobo nada puede evitar sentir que, en virtud de supersticiones semejantes, es ahora Lon Chaney, Jr. quien vuelve de la tumba. Porque la caracterización de Benicio Del Toro como Lawrence Talbot remite, desde el lado que se elija (humano/animal), a la iconografía licantrópica del mejor cine Universal. Aunque no sólo como detalle particular, sino como parte de un homenaje mayor que es también manifestación de cariño al género que mejor supo cultivar este estudio durante los años 30 y 40. De modo tal que, de nuevo y bienvenida sea, la melancolía de Larry Talbot ronda entre las salas de cine. Según lo dicho por el propio Del Toro, han sido aquellas películas interpretadas por Lon Chaney hijo las que lo sedujeran como actor temprano. De manera que su composición pasa a ser un cúmulo de atenciones hacia uno de los intérpretes, vale recordar, más malogrados de Hollywood. A la sombra de su padre, y de los roles magníficos y horroríficos que supiera componer, Lon hijo no pudo escapar demasiado a un encasillamiento que, a excepción de alguna aparición oportuna en films de otros géneros (no olvidarlo en A la hora señalada), hiciera del terror y la clase B sus ámbitos recurrentes. Pero también habrá que subrayar que la película dirigida por Joe Johnston (Rocketeer, Jurassic Park 3) puede pensarse, a su vez, como una declaración de admiración -¡por fin! a uno de los ingenios más maravillosos que cultivaran aquel horror: el escritor alemán Curt Siodmak. Así lo corroboran los credits finales, con su nombre al lado de los guionistas principales. Como parte del grupo de exiliados europeos que ayudaran a cimentar el mejor cine norteamericano durante la Segunda Gran Guerra, Siodmak fue el cerebro tras la mayoría de las películas de terror de aquellos años. En el caso del hombre lobo, el guionista fue el responsable de muchos de los elementos que hoy conforman el habitual folklore licantrópico, tales como las letales balas de plata o la oración que reza la maldición: "Hasta un hombre puro de corazón, que reza sus oraciones por la noche, puede convertirse en lobo cuando florece el acónito. Y la luna está llena". La versión que dirige Johnston no prescinde de ninguno de ellos. Más el disfrute inmediato que provoca la situación de la acción, en plena era victoriana, y con la presencia del mismísimo Inspector Abberline (Hugo Weaving), de Scotland Yard, malhumorado tras la desazón que le supusiera el Destripador de Whitechapel. Quien haya visto el film original, de 1941 (y más aún sus secuelas), sabrá apreciar lo que significa el nombre de Anthony Hopkins en lugar del de Claude Rains, el de Emily Blunt como la enamorada Gwen, o más aún el de Geraldine Chaplin bajo la piel y palabras gitanas de Maleva: "¿dónde termina el hombre, dónde comienza la bestia? ¿Matar a uno no es también matar al otro?", alerta que preludia la aparición del protagonista usual de aquellos films -y de éste : la turba humana. El furibundo grupo capaz de enjuiciar y linchar bajo la luz hipócrita de sus antorchas; los mismos que supieran hacer huir a partir del horror de sus gritos de histeria al monstruo de Frankenstein o al Joven Manos de Tijera. Talbot sabrá encontrar allí a uno de sus principales adversarios. Además de lograr puntos de contacto con Jack The Ripper o John Merrick (El hombre elefante), no puede soslayarse que El hombre lobo cuenta con los efectos de maquillaje de Rick Baker, talento referencial cuya escuela se remonta al genial Jack Pierce, responsable del maquillaje original de todos los monstruos Universal , que supiera recibir un Oscar, entre tantos otros, por su tarea en Un hombre lobo americano en Londres (1981), otra de las mejores películas de hombres lobo jamás hechas. Volver a ver a Talbot aullar su tristeza a la luna, mientras se debate entre su bestialidad desbordada y las ropas de civil, es un regalo de cinefilia, posible por la pasión del propio actor, Benicio Del Toro, gestor del proyecto. La Universal, mientras tanto y paradójicamente, sólo oficia como otra de las tantas tristes empresas aburridas que dominan el mundo del cine.
Los cowboys vienen marchando (sobre Bagdad) Historia repetida la del cine norteamericano "bienintencionado". Podrán argumentarse uno y varios motivos por los cuales atender Vivir al límite, último film de la realizadora Kathryn Bigelow (Días extraños, K 19: The Widowmaker), premiado y atento a las nominaciones recibidas -entre ellas, mejor película de los próximos Oscar. Por ejemplo: su locuacidad narrativa: vigorizante, de nervios al límite; la tan mentada camaradería masculina: que ha sido analogada al cine de Howard Hawks; o la mirada "desencantada" respecto de lo que supone la invasión estadounidense en Irak. Es cierto, el cine de Bigelow es vigoroso, aunque tampoco magistral. Como contraejemplo, baste señalar al mencionado Hawks; a partir de allí, entonces, la comparación de la camaradería aludida será mejor depositarla, con justicia mayor, en un devoto cinéfilo como John Carpenter. Si de mirada crítica se trata, no habría demasiado motivos que justifiquen tal argumento, a excepción del detenimiento en la figura del guionista, Mark Boal, responsable también de la historia base sobre la que se erige la notable La conspiración (In the Valley of Elah, 2007). Pero en Vivir al límite no es esto lo que sobresale, sino su ilusión, atrapada en la construcción tradicional que de la figura del héroe se propone. Es decir, el forastero que llega al pueblo fantasma (Bagdad) y sabe que sólo podrá retirarse de allí una vez la misión concluya. Cowboys modernos (o posmodernos), son los marines quienes ahora saben ocupar este lugar "mítico". Y los mitos, si bien responden a maneras de entender que son acordes con la época que los narra también saben esconder, justamente, sus contradicciones. Es por eso que, aunque la mirada de Bigelow se encuentra atenta a situaciones más complejas, como las que provocan el llanto nervioso del marine, no deja por ello de exaltar la tarea a la que estos soldados se abocan: cumplir su misión. He allí la heroicidad. De modo tal que nos encontraremos con una delineación cada vez más titánica, así como simpática, de un "desactiva bombas", quien pone en riesgo su vida toda vez que puede mientras la adrenalina lo corroe. Supuestamente, detrás de la visión del film y en función de lo tanto que se ha escrito, habría una lección que escuchar. Nada peor. Puesto que, de ser así, habrá que encontrarla en el hecho de que, gracias a sus nervios de acero, es este personaje el que sabrá sintetizar, por analogía general, el espíritu de su país libertario. En otras palabras: otra encarnación más del siempre vigente Capitán América. Si Fantasmas de Marte, de Carpenter, supo ayudar en este mismo espacio como pieza fílmica de contraste ante el efecto ecológico bienintencionado de Avatar, ocupará una función similar el último film de Brian De Palma, Redacted (2007), no estrenado comercialmente en nuestro país y con una mirada lo suficientemente incómoda como para saber evitar cualquier nominación posible a los premios de la Academia. Allí, también y mucho más, hay talento narrativo y una mirada de veras crítica.
Entre los ritos y los recuerdos Vale la pena recordar, como parámetro válido, como información siempre relevante, que Cinco días sin Nora, film de la mexicana Mariana Chenillo, fue galardonada en el rubro Mejor Película del Festival de Cine de Mar del Plata 2009. Además de obtener premios en Moscú, en La Habana, y en tantos festivales más. Todo ello como marcas distintivas que prestigian a una obra, en este caso tan negra como pueden serlo tanto la muerte como la vida misma. Porque Nora es quien se suicida y su marido quien debe asistir el tránsito muy lento de los cinco días que, problemas más, problemas menos, las pautas mismas de la religión judía exigen cumplir hasta el entierro. Pero Nora y José ya no vivían juntos, aún cuando el rabino se empecine en recordar con palabras malévolas la figura de la esposa y José en recordar tantas veces como sea el prefijo "ex". En verdad, las vicisitudes religiosas que obligan a esperar los cinco días comienzan a corresponderse con tantas otras directivas que aparecen, de a poco, a lo largo del film. Como si desde ellas se trazase un plan finamente calculado por, claro está, la misma muerta: cartelitos para la comida, pertenencias escondidas, secretos a medias revelados, y toda una familia que se congrega como nunca antes lo hiciera. José, en tanto, padece y silencia, mientras atraviesa con mirada de fierro los dictámenes rabinos y sus rezos ininteligibles. También se cuelan cuestiones católicas, con una gran cruz coronando el departamento refrigerado con hielo seco y aire acondicionado (porque hay que mantener el cuerpo en estado, son cinco los días de espera). Más las habituales preparaciones que acuerdan y desacuerdan merced a hábitos dispares: quien se ocupa de las tareas domésticas sabrá ocuparse también del maquillaje mortuorio de Nora, ante el horror que sugiere un rostro adornado a la mirada del joven rabino. Se maquilla y se desmaquilla en secreto. Todos, de una u otra forma, lo hacen a su manera, desde tantos y múltiples caprichos. Sin embargo, entre cocinera y rabino florecerán otros ánimos cuando se trate de satisfacer el apetito. Más un hijo de pocas decisiones con hijas capaces de despertar las pocas sonrisas del hastiado José; cuya atención, en tanto, sigue presa del reloj. El tic tac es fúnebre y pesado. Y con él aparecen otras imágenes, las del recuerdo y el goce y el engaño. Y la promesa de un suicidio temprano que, ya consumado con pastillas, corre de a poco el velo del tiempo que regresa para jugar a descubrir y entender el por qué de tal resolución. Consultada acerca de las características culturales de la muerte en su país, la realizadora supo responder que su película "es una mezcla de diferentes costumbres". "Está la postura particular del personaje principal, el contexto de la comunidad judía y una parte muy mexicana que viene de la tradición prehispánica con el Día de los Muertos. Los difuntos siguen siendo parte de la familia, cada año se les pone un altar con las cosas que les gustaban y eso permite una presencia de la muerte en lo cotidiano que da lugar al humor y a poder hablar de ella con menos solemnidad".
El deporte como herramienta de cohesión social Luego de la proyección de Invictus pareciera confirmarse que Clint Eastwood ha filmado, otra vez, una película de manera cómoda, con tranquilidad y sapiencia. Porque todo elemento del que se conjuga un buen relato está allí, en su justo lugar, con los personajes bien delineados, con momentos de suspense para alertar los sentidos del espectador, con un momento cúlmine donde la gloria que la historia promete se ralentiza hasta finalmente explotar. Todo ello como buena manera de elaborar una película, sin tontos juegos de montaje o cámaras frenéticas, con un plano secuencia inicial que basta para definir el conflicto: del field de los rugbiers blancos a la canchita de tierra y fútbol de los niños africanos. Entre medio, la caravana presidencial. Invictus sitúa su acción de modo inmediato a la asunción a la presidencia de Nelson Mandela. Morgan Freeman hubo de declarar su intención de rodar este film, que ofreciera dirigir a su amigo, Clint Eastwood (con quien colaborara en otros dos títulos de su autoría: Million Dollar Baby y la memorable Los imperdonables). Y Freeman, así, es Mandela. De manera sobria y atenta a los detalles simples, los que mejor definen un personaje: puntualidad horaria, palabras certeras, gestos mínimos. El Mandela de Eastwood/Freeman parece volver tan simple un problema tan grave como el apartheid. Quizá tenga que ver con la mirada sabedora y coincidente de una edad que se comparte. Mandela, Eastwood, Freeman tienen tantas décadas de vida como para dejar de lado explicaciones innecesarias: la igualdad racial es obvia, nada puede contradecirla. He allí la simplicidad discursiva del film. El lugar desde el cual se articula esta situación es el Mundial de Rugby que tuviera lugar en Sudáfrica, en 1995. Mandela ve allí la posibilidad de encontrar un vínculo que elimine aquella franja divisoria que ilustrara el plano secuencia inicial del film. Los Springboks, el equipo tradicional de rugby, resistido por la propia sociedad africana, será el lugar elegido para esta estrategia. Es así que, de pronto, Invictus se vuelve una sports movie. De manera tal que, si el objetivo radicara en trata de encasillar el film en un género determinado, el mismo variaría conforme a las intenciones perseguidas. Y esto es algo propio del cine de Clint Eastwood; en otras palabras, su maleabilidad para narrar desde los lugares genéricos más diversos y sin perder por ello, todo lo contrario, una mirada social tan lúcida como la de cualquiera otra cinematografía. Así como solía ocurrir en el mejor Hollywood, el de los años dorados, el que se componía de nombres ilustres como los de Billy Wilder, Howard Hawks o Alfred Hitchcock. En este sentido, en Clint Eastwood se encuentra la herencia de aquella estela artesanal. Quizá por ello cada uno de sus films guste tanto. Aún cuando, en el caso de Invictus, sea el saber narrativo el que se imponga por sobre su simpleza discursiva; mejor ello, antes que tantos otros "mensajes" serios de tantas otras películas en cartelera.
La pasión y los sueños no aparecen El director Rob Marshall se propone revisitar el mundo cinematográfico y personal plasmado en 8 y 1/2. Números de baile fastuosos y un reparto de prestigio en un film vacío de sensibilidad, en el que ninguna escena escapa a la corrección. Del cine a Broadway. Y de Broadway al cine. La fuente de origen se vuelve obligada para la nota: 8 y ½ (1963), de Federico Fellini. Uno de los títulos mejores del director italiano, y también uno de los mayores de la historia del cine. No supone riesgo tal corroboración; en otras palabras: valdrá la pena recordar, una vez y otra, el nombre del querido Federico, capaz de evocar una manera de hacer cine que, por personal y ensoñadora, sabe ser irremplazable, en el marco de una cinematografía -no sólo italiana que añora poesía semejante. Tan profunda es su huella en la pantalla grande. Tanto como el peso emotivo que embarga a generaciones de espectadores. El film emblema de Federico Fellini ahonda en el mundo creativo de un director de cine (Guido Anselmi) dispuesto a su obra próxima. Lo agolpan productores y chismes de periodismo. Pero, también, 8 y ½ es plasmación de un realizador atrapado en su propio mundo. El de sus sueños. Es Marcello Mastroianni quien interpreta. El actor tantas veces elegido por Fellini. Como si, en última instancia, Fellini se filmase a sí mismo, atrapado en este espejamiento que podría resolverse con una de las tantas máximas que nos ha legado: "la única vida real es el mundo de los sueños". Si 8 y ½ tiene o no que ver con la vida de Fellini, poco importa. Será motivo de desvelo para quienes no se permitan perderse en su encanto. Ahora bien, en Nine es Daniel Day Lewis quien compone a Guido. Otro actor extraordinario. Y el desfile femenino es deslumbrante. Allí donde interpretaran actrices bellas y magníficas como Claudia Cardinale y Anouk Aimée, aparecen ahora, respectivamente, Nicole Kidman y Marion Cotillard. Más otros nombres tanto o más sonoros, entre los que destacan, por calidad compositiva y capacidad de comunicar, aunque sea, un ápice de sensibilidad, Penélope Cruz y Judi Dench. Porque lo que luce desde el desborde y la megalomanía -algo por lo demás habitual en el realizador, Rob Marshall, responsable también de Chicago y de esa gran tarjeta postal vacua de título Memorias de una geisha adolece, valga la paradoja, de alma. Sobre todo, de alma felliniana. Vale decir, el invitado principal es el primer ausente. Nada hay en Nine que pueda emular o siquiera recordar el espíritu fílmico de Federico Fellini. ¿Y en qué consiste esta ausencia? Habrá que buscarla en Federico. En sus sueños de una Roma como sólo él pudo filmar (ambos términos -filmar, soñar son análogos dentro del mundo de Fellini), mientras que Nine necesita de la palabra de Sophia Loren para poder expresarlo pero, eso sí, no sentirlo. Nada hay en esta producción fastuosa acerca de la mirada incorrecta y satírica del realizador italiano. Otra vez, entonces, el recurso de la palabra. Como en el caso de las referencias de Nine a la religión católica, por lo demás correctas, medidas y, aunque casi graciosas, incapaces de provocar molestia, rasgo todavía intacto en cualquiera de los films italianos. Además, en el cine fellinesco no se practican moralismos ni prédicas que aleccionen, sino sólo el divertimento peligroso de los sueños. Este riesgo, está claro, queda ignorado por la frivolidad de Nine. Es decir, la mirada supuestamente crítica sobre la religión o la industria misma del cine ("los productores tienen prohibida la entrada aquí", dirá la vestuarista que interpreta Judi Dench) no son más que elementos decorativos y vacíos. En Nine hay mucho escenario vacío de alma, pero lleno de lucecitas y lentejuelas, mientras que en Fellini era la farsa el corazón mismo del relato. Tanto es así que la música original de Nino Rota permanece hoy intacta, con una frescura imposible de emular, aún cuando mucho haga en su contra la utilización indiscriminada y torpe de la televisión. Parafrasear el último título de Federico Fellini podría servir al contenido de esta nota. Porque lo que brilla por su ausencia en Nine es, justamente, la voz de la luna. Sí podrá encontrase un número de baile más espectacular que otro. Pero todos a la manera del espectador teatral. Con un escenario en el que la cámara no se permite ingresar. Sólo observar. Nunca participar. Mucho lujo, mucho cuidado escénico, pero nada del circo de la vida con el que Fellini nos propuso escapar para siempre.
Volar alto y lejos de los problemas El nuevo film del director de La joven vida de Juno y Gracias por fumar tiene el mérito de situar al espectador en un lugar incómodo, al intermediar entre la suerte del protagonista que encarna George Clooney y su proceder repudiable. Desde hace un tiempo el actor y director George Clooney se ha vuelto un nombre respetable dentro del cine norteamericano. Su presteza interpretativa, su rostro circa años '50, su capacidad para el ridículo (ese leit motiv de "tonto" que los hermanos Coen le endilgan en cada una de sus películas, de lo cual el actor se queja socarronamente), su talento como director y una mirada crítica cada vez más afinada así lo corroboran. Recordar, en este sentido, la magnífica Buenas noches y buena suerte (2005) y la posterior -directo a DVD en nuestro país Leatherheads (2008), ambas realizadas por quien supiera señalar que durante los tests de audiencia de Buenas noches, el 20 por ciento del público ignoraba quién era el senador Joseph McCarthy, mientras preguntaban por la identidad del supuesto actor (en el film recreado desde material de archivo). Es en este sentido que un film como Amor sin escalas traducción por lo menos cuestionable del título original se presenta dentro de una misma estela artística. Que Clooney decida ponerse en la piel de uno de los personajes más siniestros del último cine producido por Hollywood es para celebrar. En otras palabras: Clooney es Ryan Bingham, encargado de sobrevolar los EE.UU. con el fin de desemplear gente en las empresas que así lo demanden. (Hay ejemplos muy cercanos, aquí, en esta misma ciudad de Rosario). Su proceder es de un glamour que su protagonista celebra. Los aeropuertos son su lugar de tránsito continuo. Dar vueltas a lo largo y ancho del país lo mantiene en movimiento vital, enérgico, con una celeridad de movimientos que se adelanta a cualquier posible escollo: revisión de equipaje, tarjetas Gold, hoteles, y kilómetros de viaje que sumar hasta alcanzar el sueño secreto, un kilometraje aéreo que le coronaría como uno de los pocos elegidos de un club selecto: el hombre con más vida en el aire. La vida fugaz, de apenas pisar suelo, de sólo estar pocos días en un departamento que se reviste de su ausencia y de dos o tres perchas con su traje usual de trabajo, lo caracteriza. Pero merced al aceleramiento tecnológico, al abaratamiento de los costes, su misma profesión estará en riesgo de ser reemplazada por la distancia impersonal de los monitores y las computadoras. Es rápido, más fácil y económico. Y la brillante gestora de esta idea es una joven emprendedora, poco encantadora, torpemente eficaz y brillantemente interpretada por Anna Kendrick. Natalie aparece ahora como el escollo mayor, pero también como la aprendiz que Ryan deberá entrenar para así evaluar las posibilidades ciertas en la implementación del nuevo sistema. "No digas nada" le advierte a Natalie mientras Ryan despliega su calidad retórica ante los desempleados. Y es que, evidentemente, cuando Natalie abre la boca la cuestión se complica; mientras el espectador se sitúa en un lugar demasiado incómodo, conforme a la preocupación habitual que la suerte del personaje provoca, mientras su accionar es, cuanto menos, execrable. Pero Ryan disuelve los problemas desde su oratoria, mientras apela a la oportunidad que el desempleo significa a las víctimas: "Personas como usted son las que cambian el mundo", les dice. La suerte de la pareja "desempleadora" se alimentará de otras instancias, también complejas, más familiares y afectivas. Allí aparece el amor de Alex (la encantadora Vera Farmiga), quien pide a Ryan que la piense como si fuese él mismo, "pero con vagina". Más una familia que permite dejar aflorar a un Ryan diferente, que se desoculta desde lugares que parecían enterrados. La soledad, entonces, aparece paulatinamente como una de las preocupaciones y lugares elegidos por el film, que valdrá la pena recordar, se encuentra dirigido por Jason Reitman (La joven vida de Juno, Gracias por fumar). Y si bien la lectura de Amor sin escalas -ganadora del Globo de Oro al Mejor Guión aparece desde lugares que reflexionan la mecánica social y su proceder perverso, hay algo que quizá no deje de resultar molesto. De acuerdo con el diálogo que sostenía con mi colega Emilio Bellon, los reportajes finales de la película, allí donde los desempleados dan cuenta de su "nueva vida", parecieran borrar la tragedia verdadera que significa la falta de trabajo. No hace falta extenderse sobre este aspecto, pero sí decir que el cine norteamericano, aún cuando atento a miras críticas, no por ello renuncia a desenlaces que tranquilicen. Es allí donde el denominado "final cut" termina por aflorar, otra vez, desde la mentalidad más puramente empresarial.
Se trata de la última película del taiwanés Ang Lee (El tigre y el dragón, Secreto en la montaña, Crimen y lujuria). Por si fuera poco, se dedica a la tematización del Festival de Woodstock. Y lo hace a la vieja manera de los films hollywoodenses, al menos desde su corazón fílmico mitológico. Porque Woodstock aquí es mito que, si bien narrado por un extranjero -o a propósito de ello , resulta ser auténticamente norteamericano. Como tantos otros grandes films, producidos en Hollywood, pero desde la venia creativa del inmigrante. ¿Y qué es Bienvenido a Woodstock? Es Woodstock pero antes del escenario, también por fuera de él. Es el sueño y la oportunidad de Elliot (Demetri Martin), el hijo atento a la madre sobreprotectora. Es el mundo hippie, que irrumpe como ola pacífica. Es la brisa que trae los primeros sonidos eléctricos. Es el policía confundido con su deber. Es el teatro desnudo, a la intemperie, vociferando al fascismo en sus propias narices. Es el travesti encargado de la seguridad (Liev Schreiber, para no creer). Pero es también un antes y un después. Es la bisagra con la que una época se consagra para después decaer. Es el verde sublime, de paraíso, vuelto luego chiquero. Es el desencanto que prosigue a tanta euforia. Es el peligro de electricidad después de tanta lluvia. Es el sueño hippie también posible con la ayuda de una mentalidad nacientemente empresarial. En otras palabras, por dar cuenta de este ir venir entre mágico y veraz, el mito Woodstock se reelabora, se redimensiona. El film de Ang Lee es sereno, cálido, de fiesta hippie, de madre feroz (la gloriosa Imelda Staunton), de canto alegre a libertades siempre ciertas, capaz de provocar nostalgia sin perder la vena crítica. El Woodstock de Lee no es el de la idealización. Por todo ello es, entonces, una gran película. Donde el viaje del ácido no es más que ilusión de transporte (dentro de la van, quieta y sin rumbo), aunque también signo de decisión: Eliot dará el paso inicial para un viaje cierto. Bienvenido a Woodstock es consecuencia del encuentro fortuito en un canal televisivo entre Ang Lee y Elliot Tiber, verdadero protagonista de la historia. Y habrá que subrayar la calidad de recreación que traslucen tantas imágenes que parecen documentales, permitiendo así un complemento justo para el film Woodstock (1970), de Michael Wadleigh, en cuyo montaje interviniera el propio Martin Scorsese (que, de paso, figura en los agradecimientos de Ang Lee). El corolario que Lee elige es el de la promesa de un recital gratuito con los Rolling Stones. ¿Te imaginas?, dice el organizador. La cita remite al concierto de Altamont, donde cuatro personas resultarán muertas, ante los ojos impávidos de músicos y espectadores. Suceso que se encuentra registrado en el film Gemme Shelter (1970). Un sueño que terminaba.
El soldado que se cambió de bando Una épica de proporciones gigantescas. Cuando el enfrentamiento entre los Na'vi y humanos se produce, sabe uno entonces que la película nos estuvo preparando gradualmente para ello. Tomas de cámara extraordinarias, aves gigantescas que sobrevuelan la sala en 3D, con jinetes azules también enormes, más la artillería militar que destila fuego y misiles entre tanto verdor y paraíso, vuelto ahora infierno de la guerra. Allí también el meollo de la cuestión, el conflicto en su clímax mayúsculo. El héroe -soldado arrepentido que decide su voluntad de ser pero desde el otro lado del umbral, para asumirse como Na'vi, para representar el papel que la leyenda augura: venido del cielo, sabrá recuperar la grandeza aborigen para mantener un equilibrio cultural y ecológico. Cristianismo, conquistas, genocidios, resistencias, mesianismo, capitalismo, ecología, todo mezclado en este film de tecnología megalómana. Narrado de manera atractiva, sin dudas y de acuerdo con la mayoría de las películas de su realizador, James Cameron, Avatar sin embargo no deja de ser una historia simple, de rasgos fáciles de digerir, pero con el favor de una puesta en escena desbordante y digital. En este sentido, tal vez sería más correcto señalar Avatar como film de animación. El argumento de Avatar se asocia y nutre de más y más plots de tantos libros y autores de ciencia ficción tales como, imposible no pensarlo, la dualidad literaria de Philip Dick, la dialéctica pro militar y zen de Robert Heinlein, o la hermandad humano vegetal de Orson Scott Card en La voz de los muertos. Ahora bien, la imaginería puesta al servicio de Pandora y los aborígenes Na'vi es una mezcla superlativa. Allí está presente el espíritu del Tarzán de Edgar Burroughs, más el colorido de tantas portadas de revistas y libros de ciencia ficción, más los mundos de flora y fauna libres y europeas de cantidad de álbumes de historietas. Es un descubrimiento deslumbrante el que el film permite al espectador, además de adentrarlo en una mirada de aprecio y de educado respeto ecosistémico. Todo ello, gran background digital millonario, para permitir que sean los indígenas los que ganen, aunque sea, por una vez. Acá ¿cómo evitar mencionarla? la hipocresía de la película. Su prédica correcta, de respeto por el otro, se muerde la cola dentro de una industria que se estructura desde la más obscena parrafada de dinero. Para el caso, mejor será recordar otro film, maldito y de poco presupuesto, que baraja una temática similar y que dirigiera John Carpenter. En Fantasmas de Marte (2001), los colonizadores humanos no encontraban manera alguna de lidiar con el espíritu rojizo, de antepasados tribales, que los asola. El indígena aparece en su máxima expresión: derruido, diezmado, pero reencarnado en esta ánima de rebeldía sin tiempo. La incomodidad del film de Carpenter se diluye en los rasgos atractivos de los héroes de Avatar, modélicos tanto para los muñequitos de vitrina como para el respeto por el medio ambiente.