ESA GORDA QUE LLORÓ A LAS 3 DE LA TARDE Hace mucho que no escribía y me dio abstinencia. Pasa que la cartelera estaba mal. No sabía qué ver hasta que descubrí a Andrew Garfield (http://www.imdb.com/name/nm1940449/) en un afiche. Andrew Garfield es el chico más lindo del mundo, así que de quinceañera entré a ver Nunca me Abandones. Quien frecuente los Hoyts habrá notado que las entradas son numeradas. Sistema útil cuando la sala explota pero desconcertante un martes a la siesta. Me preguntaron dónde quería ubicarme y dije al fondo, cerca del pasillo. Fila 6, butaca 2. Éramos cuatro. Dos jubiladas adelante y en la fila 6, butaca 1, se desplomaba una adolescente obesa. Para sentarme salté desde la fila 7 porque la chica pesaba fácil 150 kilos y apenas podía moverse. Estaba saturada de acné. Con el pelo intentaba cubrir su rostro pero los mechones se amoldaban a los globos de sus cachetes y parecía un mutante peludo. Sostenía sobre su abdomen una bandeja de nachos y una pepsi light. Me corrí de la butaca 2 a las 3. Nunca me Abandones no es la traducción que un ridículo de marketing le puso a la película; es su traducción literal: Never Let me Go. Está adaptada de un best seller que no leería aunque en la portada esté Andrew Garlfield desnudo. El director se llama Mark Romanek. Hizo Retratos de una Obsesión allá en el 2002, una con Robin Williams que estaba más o menos bien. Y después no hizo nada salvo documentales y cosas sueltas. Bueno, acá es un director abandonado, no hay un solo plano que sugiera fortaleza o convicciones estéticas; es de esas películas manipuladoras en donde los realizadores se juntan en un bunker para diseñar estrategias de sensibilización. Y no fallan. Las áreas están organizadas en escuadrones de substracción lacrimógena. Arte: colores pasteles y granjas bucólicas. Foto: atardeceres y haces de luz para que brille el pelo de Carey Mulligan. Música: violines ejecutados hasta reventar las cuerdas. Actuaciones: un llanto cada tres escenas. Mi compañera de butaca no paró de suspirar. Hasta se olvidó de los nachos. También escuché que las jubiladas soltaban exclamaciones asombradas. A medida que los personajes morían, el clima de la sala se hizo espeso. La obesa comenzó a moquear y como no tenía pañuelos usaba las servilletas de los nachos. Las jubiladas decían “qué terrible, qué terrible” y se consolaban mutuamente. Nunca me Abandones cuenta el triángulo amoroso de unos clones fabricados para donar órganos. Todo situado entre los 60 y 80. O sea: un pasado futurista hipotético con historia de amor. Si esta propuesta parece interesante aseguro que su tratamiento no lo es. Todo se reduce a una tragedia efectista tan desagradable como la gorda cuando se levantó al final de la proyección exhibiendo los borbotones de grasa que no podía ocultar su remera.
ANIMARSE A NO PENSAR A Zack Snyder se lo conoce por 300 y Watchmen. Es el prócer del cine pirotécnico. Michel Bay y Bruckheimer son oficinistas agotados comparados con Snyder. Porque a diferencia de esos tipos que hacen un despelote audiovisual que cuesta entender, uno ve un fotograma de Snyder y tiene la certeza absoluta de su autoría. Y si a una estética tan definida y preciosista le sumamos el caradurismo de gastar miles de millones de dólares para hacer del pensamiento republicano una pornografía ideológica, hay que darle méritos y acomodarlo en enciclopedias cinéfilas. No cualquiera te hace sentir estúpido con elegancia. Lo que filmó esta vez parece ser su declaración de principios: una bulimia de efectos digitales ejecutada por una rubia hermosa pero intelectualmente desnutrida. Porque a medida que avanza Sucker Punch, uno queda estupefacto por la alevosa imposición estética sobre cualquier contenido narrativo coherente. La trama es absurda, absurda, absurda: encierran a una chica en un neuropsiquiátrico, pero en su fantasía se cree encerrada en un burdel, pero en la fantasía de su fantasía, que aparece cada vez que baila, se cree peleando vestida de colegiala contra robots samuráis, zoombies nazis, orcos, dragones y bombas atómicas, porque, además, resulta que hay ángeles encubiertos que le dan fuerza para ser una guerrera… A medida que Snyder nos mete en estas cajas chinas sinsentido, uno se pregunta indignado “¿Qué, cómo, qué?”. Y Sucker Punch con facilidad puede recibir el calificativo de película-estafa. No lo es: su exceso de imbecilidad es su grandeza. Toda la inteligencia que Snyder carece para pensar una estructura dramática es compensada por la destreza quirúrgica para hacerle al espectador una lobotomía que lo deje babeando ante secuencias de acción apoteósicas. El virtuosismo técnico funciona como electroshoks. La hipérbole, la cursilería y el cliché son descarados y amorales. Sucker Punch es la última frontera de la cultura pop y razonar sobre lo que se está viendo es desaconsejable. Esta película sólo puede apreciarse en estado de beatitud o con algún daño neurológico. Lo que convierte a Sucker Punch en un producto extrañísimo que demanda la misma paciencia que el más rebuscado cine iraní. Desafío bastante atractivo, en fin.
CON LAS ESCAMAS ALCANZA Marketing: la lagartija con-voz-de-Johnny Deep estrena en Córdoba la versión con-voz-de-Johnny Deep en una sola sala y con un único horario de trasnoche… El resto de los espectadores van a soportar un doblaje argentino que zafa hasta que aparecen ratas porteñas de arrabal… Sí, ratas porteñas de arrabal; canchereada grasa que un productor irresponsable permitió en la grabación del doblaje. Las ratas dicen “boludo”, “che”, “vos” y desconcierta tanto que el espectador sufre un lapsus y su recuperación lleva un tiempo. Pero como Rango se estructura con los mismos parámetros de cualquier película animada, el atentado del doblaje termina siendo anecdótico. Porque la seducción de Rango no vendría jamás desde su guión copy-paste. Las películas animadas funcionan todas igual: un héroe en una aventura descubre su identidad. En donde Rango marca su diferencia es en el diseño de animación, en su originalidad y crudeza. Hay una percepción hipertáctil que paraliza y obliga a contemplar cada detalle. Todos los animalitos de la película son horribles, propicios a fobias: escorpiones, sapos, palomas, serpientes, murciélagos, hámsters, topos y varios más. Y no están diseñados tiernamente. No, uno los mira y son repugnantes. Sus texturas son hiperreales; uno toca escamas, pelaje roñoso o piel viscosa. La apuesta de los animadores sube: la fealdad natural se combina con su deterioro. Un ratón sin dientes, un búho desplumado, un sapo obseso. Y la apuesta vuelve a subir: los bichos están antropomorfizados sin diluir ningún rasgo anatómico. Es decir, si a una iguana le ponen una camisa hawaiana y la paran en dos patas, sería idéntica a Rango. Esto crea un clima siniestro e impresionante que obviando la tontería que nos están contando, sumerge a Rango en un cuadro de Bosch. Algo que debe reprocharse es el desubique del homenaje. De pronto suena La Cabalgata de las Valkirias para recordar a Apocalipsis Now, un personaje al que le dedican planos innecesarios es igual a Jabba The Hutt y aparece un quirquincho como El Quijote. Complicidad forzada porque Rango no es para nada una película inteligente, Rango es una película táctil y asombrosa.
BEATIFULL Soy Iñárritu, el apóstol del mundo. Vengo a traerles películas que reflejan la miserable realidad contemporánea. Demostré que los perros regulan las relaciones humanas, que las emociones están en los tejidos orgánicos y que las balas recorren el planeta. Ahora voy a explicarles qué hay detrás la muerte. Pero como el hombre se trasciende sólo en la época que le toca vivir, reflexionaré sobre la finitud resolviendo las problemáticas más concretas y urgentes de nuestro mundo globalizado. Porque necesito que tomemos conciencia sobre las injusticias de esta economía neoliberal y su sistema de explotación esclava. Insistiré sobre el multiculturalismo. Usaré negritos y chinos para angustiar; los retrataré como inmigrantes indocumentados en Barcelona y expondré la miseria en la que viven. Por si alguien me acusa de maniqueísta, mi protagonista será moralmente ambiguo y se atormentará por ello. Querrá reivindicarse pero todo le saldrá mal; lo someteré a un proceso implacable de degradación. Quiero que éste sea mi protagonista más complejo, que tenga un conflicto no resuelto con su padre. Tanto enroscamiento emocional quedará en manos de algún actor superdotado, quizá Andy García o Javier Bardem. Lo enfermaré de cáncer de próstata, será exageradamente pobre, tendrá que mantener a dos hijos y su mujer prostituta se acostará con su hermano. Pero no es suficiente. Como ésta es una película sobre la muerte, haré que mi protagonista hable con los muertos. Quiero intoxicar de muerte cada fotograma, que el espectador se sienta incómodo y que las imágenes sean insoportables. Contrataré a mi habitual director de fotografía, Rodrigo Prieto, porque nadie como él para que la pobreza luzca tan real e impecable. Usaré cámara en mano para dejar en claro la precariedad humana y le pediré a Santoalalla que haga la música, porque no debe haber en la actualidad compositor más básico y deprimente. Y como ésta es una película desgarradora que explora temas complicadísimos, necesitaré, mínimo, dos horas y medias de duración. Así me garantizaré, con extensas secuencias líricas, que la pesadumbre y el agobio inunden los corazoncitos de todos y cada uno de mis espectadores.
EN 90 MINUTOS MÁS O MENOS James Franco es un loco lindo y canchero. Escapa de la ciudad en plena madrugada escuchando música a todo volumen. Después, haciendo mountain bike, se pega un tremendo golpe pero al rato se ríe y se saca una foto dejando en claro lo boludo que es. Para completar el perfil, les tira onda a unas turistas y les hace pasar un momento cool en una cueva mágica. Todo esto Danny Boyle lo cuenta consecuentemente: como un videoclip. La pantalla se divide en tres porque sí, los planos son aberrantes, se pasa de un una toma aérea a un detalle de los cordones de James Franco con naturalidad y la música no para. Si se acaba el tema, aparece otro. Todo avanza con efectismo adolescente. Hasta que a James Franco se le cae una piedra en el brazo y queda atrapado en una grieta. Uno pensaría que el asunto se pone serio, que la situación dramática de James Franco concientiza a Danny Boyle. No, no pasa nada de eso: 127 Horas está enferma por la adrenalina y no puede detenerse. Entonces comienzan los méritos: exprimir los recursos para que un espacio reducido se reinvente hasta el infinito. No es la pavada de Enterrado, donde se notaba a Rodrigo Cortés desesperado por ser un héroe sin sacar la cámara del cajón. Boyle hace su juego de variaciones por pánico al tedio. El montaje necesita ser anfetamínico porque el planteo de por sí es débil. De cada elemento que tiene James Franco en su mochila Boyle hace muchísimas tomas y los involucra en cualquier situación con tal de obtener una escena. Si este juego pierde interés, Boyle recurre al flashback con impunidad y nos entrega momentos cursis hasta que se le ocurre una nueva forma de filmar la grieta. Y si la grieta y el flashback no dan para más, entonces que comience, al fin, la alucinación, uno de los tópicos favoritos de Boyle. Sin darnos cuenta terminamos viendo una película divertida con una idea tonta. Jamás nos preocupa el destino de James Franco ni nos da pena. Que se salve o muera da igual si a Boyle se le antoja meter un comercial de gaseosa cuando James Franco tiene sed. Para mí que este director filmó 127 Horas imaginando que la piedra en cuestión era esa película vergonzosa y repugnante llamada Slumdog Millionaire; Boyle hará lo que sea para sacársela de encima y en una de esas lo consigue.
DIAGNOSTICAR EN DEMI-PLIÉ Aronofsky hace algo curioso con la plástica. Sus películas se deforman e ingresan en un terreno extraño y narcótico. Si esta sensorialidad no se convierte en cachivache visual es porque Aronofsky utiliza como marco de contención los estados mórbidos de sus personajes. Lo que busca entonces es el contagio plástico, enfermar el lenguaje cinematográfico, que los artificios se desprendan de la patología de sus personajes. A esto lo viene ensayando desde PI y lo continúa con El Cisne Negro. Pero pasaron los años, hay prestigio de por medio y dejó de valer la experimentación pura. Se nota no porque Natalie Portman esté en el afiche o los efectos digitales sean vistosos, se nota porque Aranofsky pierde densidad para ganar sencillez narrativa. La oscuridad mental es for export; sabemos quién es quién dentro de la novela neurótica de Portman y hasta sabemos la genealogía de cada síntoma. Claridad expositiva que hace de El Cisne Negro una psicosis didáctica; película encabezando el ciclo Cine y Psicoanálisis. Pero no está mal. Las herramientas audiovisuales son las más felices para recrear estados esquizoides. El cine en sí mismo es una desconfiguración de tiempo y espacio; un cambio de plano ya es un total disparate. Contar un desmoronamiento mental con tanto recurso plástico termina dándole alegría mórbida a la película. La descomposición visual se concentra en el cuadro clínico de Portman y es una representación honesta de su chifladura. Portman mira una pintura y la pintura se mueve, pero después mira bien y la pintura está quieta. Más o menos eso es estar loco y así de rápido lo expresa un montaje. Claro que este jugueteo va en aumento hasta llegar a un colapso nervioso, incluyendo golpes de efectos tomados del género de terror. Y metáforas que serían imperdonables como las plumas que Portman se saca del brazo terminan siendo adornos visuales fascinantes por su obviedad. Quizá El Cisne Negro esté tan obsesionada por aprobar su tesis psiquiátrica que abusa de clichés: madre arácnida, profesor cubriendo padre ausente, amiga encarnando ideal del yo, psicosomatizaciones varias, impulsos lésbicos y alucinaciones sistemáticas. Sin embargo hay un guiño de autoconciencia elogiable. Con respecto a su obra, el profesor de ballet dice: “sí, hacemos El Lago de los Cisnes que se hizo mil veces, pero esta vez lo hacemos visceral”. Exacto: El Cisne Negro tendrá tics redundantes pero qué importa si los planos quieren ser poderosos, angustiantes y visualmente innovadores. Uno se engancha con este tratado psiquiátrico porque Aronofsky le aplica coherencia plástica absoluta a la esquizofrenia de Natalie Portman, que además hace un perfecto demi-plié.
PREMIOS Y CORSÉ Esta película está llenando de premios su cajita de DVD. No se entiende, es un producto encorsetado sin espontaneidad ni frescura. Una cosa hiperelegante filmada con el manual de cine qualité. Recreación, musiquita, fotografía, actuaciones: todo es exquisito y sutil, apestado por un humor británico de risas ahogadas. El guionista se las tira de letrado haciendo intertextualidad entre Shakespeare y el enredo cortesano y la puesta de Tom Hooper es tan contenida y protocolar que su mayor licencia es deformar la imagen con un gran angular. Colin Firth es un príncipe tartamudo y Geoffrey Rush un terapeuta trucho, mezcla de fonoaudiólogo y psicoanalista. Lo que sigue es un cuento clásico: el tartamudo supera sus problemas con el terapeuta y viceversa. Al final, una placa dice que fueron amigos para siempre. Hay dos cosas que irritan: la contextualización histórica y política, que garabatea la llegada del nazismo, y la idiotez psicoanalítica que nos hace concluir que el príncipe es tartamudo porque la niñera le hacía pasar hambre. Pero más irritante es que la película esté contada con discreción. Las medidas de dramatismo, comedia y solemnidad están calculadísimas. Esto convierte El Discurso del Rey en una cosa ejemplar pero insoportable, de realeza retrógrada, ideal para jubiladas que aspiran al buen gusto cinematográfico. Dentro de todo este clasicismo hay un apunte jugado aunque tratado en capa subterránea: la llegada de los medios masivos de comunicación y la necesidad de construirse mediáticamente. En definitiva, la película no arranca porque el príncipe sea tarado, sino porque no puede hablar en radio. La tecnología impone otros espacios y prácticas para las figuras públicas. Después de grabar su discurso en una cabina horrible y acustisada con frazadas, el príncipe pasa a un despacho ostentoso donde le sacan una foto simulando que lee. En otra escena interesante Colin Flirth admira el histrionismo de Hitler en cámara, pero estos buenos detalles no dejan de ser firuletes para que El Discurso Del Rey sea sofisticada y oscarizable.