Tras un desarrollo infernal que duró una década, el genio italiano Luca Guadagnino se introduce de lleno en el el mundo de los aquelarres que tan famoso hizo Dario Argento con la pesadilla technicolor de 1977 Suspiria. La reimaginación comparte el mismo título y el esqueleto narrativo, pero se distancia tanto de la original que se convierte en una criatura sentiente que arroja un fuerte hechizo en la platea, el cual no dejará indiferente a nadie. Con un guión del americano David Kajganich (A Bigger Splash, la serie The Terror, la próxima Pet Sematary) que divide la acción en seis actos y un epílogo, Suspiria comienza su viaje en pleno año 1977, con un trasfondo político que refleja el Otoño Alemán acechando en cada esquina. En medio del caos en el cual está sumido el país, la jovial e inocente Susie Bannion (una maravillosa Dakota Johnson) arriba a la academia de baile Tanz en busca de cumplir su sueño de convertirse en bailarina. Tras la repentina desaparición de la estrella de la compañía (Chloë Grace Moretz en un pequeño pero notorio papel) y luego de robarse la atención de la coreógrafa en jefe Madame Blanc (la majestuosa Tilda Swinton haciendo no uno, ni dos, sino ¡tres! papeles), Susie comienza a moverse rápido entre las filas de bailarinas, sin percatarse de que a su alrededor se cierne una oscuridad casi imposible de frenar. Mezclando el pavor político del exterior con el miedo hechicero dentro de las paredes de la academia, Suspiria se mueve entre facciones de brujas separadas, conceptos de tutelaje y maternidad, escenas coreográficas avasallantes, y situaciones retorcidas que harán girar la cabeza a más de uno por la extrañeza y extravagancia en la cual Guadagnino interpreta lo que para él significa el miedo. Su última película, en sus palabras la más personal de toda su carrera, aterroriza de otras maneras que el terror convencional apenas puede asir, como lo hizo Hereditary el año pasado. Suspiria es horror puro y duro, uno que se tarda su buen tiempo en preparar y estalla en un onírico y violento acto final, donde el italiano pone toda la carne al asador y entrega una brillante pesadilla que se queda grabada en las retinas. Esto no es tarea menor, pero con un elenco integrado casi en su totalidad por mujeres, que subrayan los subtextos del empoderamiento femenino y en contrapartida el exceso de poder, Suspiria sobrevive al intenso metraje de dos horas y mediacon notas sobresaliente. Y si hablamos de sobresalientes, no podemos ignorar la fuerza de la naturaleza que es Swinton, entregando con su Madame Blanc una versión aligerada de su propia persona, pero aportando un lado muy grotesco con la elusiva directora Helena Markos, y con la extraordinaria composición del psicoanalista Josef Klemperer. En la película es el desconocido Lutz Ebersdorf quien encarna al doctor, y durante toda la gira publicitaria se dijo que era un anciano en su primer papel, pero finalmente se reveló que Swinton estaba interpretando a Ebersdorf, a su vez interpretando a Klemperer. Es una movida un tanto vanidosa y la respuesta es mañosa, pero el trabajo de maquillaje es impoluto y aquel distraído no tendrá ni idea de que la extravagante Tilda y su compañero en crimen Luca se salieron con la suya una vez más. Como la angelada protagonista, Johnson tiene grandes momentos junto a Swinton, y sorprende al encarnar a un nuevo estilo de final girl que desafortunadamente no se puede explicar mejor a riesgo de caer en territorio de spoilers. Su rol es aún más jugado que el de la consagrada Tilda ya que se le requirió un extenso entrenamiento en materia de danza, que se refleja en mesmerizantes clases que roban el aliento (y en el caso más extremo, le roba la vida a una colega fugitiva en una de las escenas más escalofriantes del film) El clásico de Argento es a estas alturas inmortal, pero creo que la nueva Suspiria generará un nuevo tipo de culto. Vi la original semanas antes del estreno de la reimaginación y mas allá de su delirante fotografía y la bombástica banda sonora, no le encontré demasiado que decir o contar. Ahora, mis expectativas para con lo que había hecho Guadagnino eran extremadamente elevadas, y lo que vi fue totalmente contrario a lo que esperaba, algo alejado del género masticado por los grandes estudios, pero que no deja de tener una mano artesanal en cada plano, y un claro interés en crear una nueva versión sin pisotear un legado de cuarenta años. Simplemente relájense y entren al mundo satánico al son de las melodías de Thom Yorke, que van a quedar pasmados con lo que se encontrarán.
Antes de saltar al barco de Hollywood con la reciente Tomb Raider, el noruego Roar Uthaug dirigió en 2015 la fascinante entrada del cine catástrofe La Última Ola. Con mucha pericia y dignidad, él se valió de un desastre natural para desarrollar al mínimo detalle la tragedia a través de los ojos de un núcleo familiar típico -padre geólogo, madre, hijo adolescente e hija preadolescente-. Lejos de un festín de efectos computarizados al que nos tiene caracterizados la Meca del Cine, los amigos nórdicos supieron utilizar sus recursos con ingenio y, al momento de la verdad, la ola gigante podrá haber durado poco pero sus efectos secundarios se hicieron sentir en la trama. No por nada el film terminó siendo lo más visto del año en su país de origen y la entrada oficial en la carrera al Oscar a Mejor Película Extranjera. Tres años después, la secuela a semejante éxito de taquilla no se hizo esperar y entre manos tenemos Skjelvet (Terremoto), un encomiable intento de réplica del éxito anterior, pero ya sin el elemento de la sorpresa y una adherencia a los preceptos ya utilizados en su predecesora que dañan visiblemente las buenas intenciones del equipo noruego.
Parece que el terror ruso está de moda. O al menos eso quieren hacer parecer las distribuidoras. El año pasado llegó La Novia, dirigida por Svyatoslav Podgaevskiy, y el 2018 del género se cierra con otra película del mismo director, La Sirena, cuyos problemas destilan más allá de la sugerente criatura folclórica de su título.
Tras devorarse al mundo entero con la sublime Gravity, el mexicano Alfonso Cuarón tenía carta blanca para abordar cualquier proyecto que quisiese, pero decidió regresar a sus orígenes y entregar en Roma una oda íntima y reflexiva sobre su propio seno familiar en los años ’70. Por supuesto no es una autobiografía sino un homenaje a esas criadas domésticas que, invisibles, ayudaron tanto a la familia que las empleó mientras que ellas mismas transitaban cambios tectónicos en sus propias vidas, pero es una alabanza tan sentida y hecha con un nivel técnico tan elevado que se le pueden perdonar varios deslices en el camino.
El folklore sobrenatural latinoamericano tiene como estandarte principal a La Llorona, ese espectro tan reconocido mundialmente que el próximo abril tendrá un gran empujón de notoriedad con The Curse of La Llorona, producida por el omnipresente James Wan. Pero hay otras almas en pena que vale la pena conocer, y ese pensamiento empujó al director y guionista venezolano Gisberg Bermúdez a darle forma a lo que hoy conocemos como El Silbón: Orígenes, un comienzo a la macabra fábula del espectro silbador que de seguro causaba más miedo como historia de boca en boca que en un aburrido largometraje que nunca tiene en claro lo que quiere contar.
En una época tan importante en materia de cambios sociales que traen aparejado el empoderamiento femenino y el movimiento #MeToo, es preciso recordar que, a lo largo de la historia, hubo varias pioneras versadas en el tema, y ninguna como Sidonie-Gabrielle Colette, más conocida como Colette, una singular mujer que tomó a París por sorpresa en los albores del siglo XX. Con ecos de Big Eyes y la reciente The Wife, Colette trae a colación la historia de una mujer imparable que se cansó de vivir bajo la sombra patriarcal y enfrentó a una sociedad mojigata con la frente en alto.
No voy a mentirles: tenía mis expectativas puestas sobre El jardín de la clase media. ¿Un thriller político en la misma senda que House of Cards, pero de corte nacional? ¿Un violento crimen que dejaba expuesto los entretelones del sucio juego de la política? Nada podía salir mal. Pero cuando se pierde el norte sobre lo que uno quiere contar, le sucede lo que al director y guionista Ezequiel C. Inzaghi, quien adapta la novela homónima de Julio Pirrera Quiroga y se salda con un misterio que comienza fuerte y se termina desinflando conforme la intriga se va enredando hasta niveles casi incomprensibles.
Por más que intente disfrazarlo de una manera u otra, Travis Zariwny es un pésimo director. Hasta ahora no ha tenido suerte, y la tercera no es la vencida luego de la más que innecesaria remake de Cabin Fever, de Eli Roth, y la horripilante Intruder, que todavía me pregunto cómo fue estrenada comercialmente en salas locales. Su última propuesta, The Midnight Man, es un refrito de tantas otras opciones que se nota a la legua sus inspiraciones, como si los hilos conductores fuesen tan obvios que dejarlos a simple vista parece haber sido la mejor opción de todos los involucrados. A caballo de cualquier película que haya utilizado un tablero Ouija para conjurar a una entidad maléfica -hasta ese esperpento estrenado en cines hace unos meses llamado de The Bye Bye Man-, The Midnight Man recurre a la misteriosa figura que le da el título homónimo al film para convocar al terror tras jugar un, en apariencia, simple juego pero de consecuencias terribles para todo aquel que ose jugarlo. Desde un principio, Zariwny hace las cosas bien y mal, con una escena inicial que no tiene miramiento alguno al eliminar a un par de críos -pésimos actores por cierto- de una manera cruenta y letal. La muerte infantil es un gran detrimento, una regla casi inquebrantable en el cine a la que pocos se animan, así que Travis Z. se ganó un punto por ese arrojo, bienintencionado pero mediocremente puesto en escena. Es un comienzo hasta cierto punto interesante e impactante, lo cual le da un voto de fe al proyecto. La narrativa pega un salto al presente, donde la joven Alex –Gabrielle Haugh, bonita y un poquito buena actriz- cuida de su abuela Anna, una señora con un grave estado de demencia –Lin Shaye, sobresaliente siempre y una leyenda en el cine de horror- quien no es otra que la única sobreviviente de ese malhadado prólogo. Explorando el ático a pedido de su abuela, Alex encuentra el juego y junto a su amigo Max (Grayson Gabriel) no tienen mejor idea que ponerlo en funcionamiento, y el caos toma control… de a ratos. Desde el guión, Zariwny -con mención a Rob Kennedy, quien dirigió el mismo concepto en 2013- aburre enseguida al darle poca vida a sus protagonistas, que hacen lo que pueden pincelando sus interpretaciones para insuflar carácter y empatía. De poco y nada sirve frente a una criatura extremadamente tramposa y hábil, aunque poco imaginativa a la hora de darle corporeidad, que no acecha lo suficiente durante los 90 minutos de duración. Hay grandes trechos en los cuales los personajes se dedican a hablar, entra un secundario salido de la nada porque hay que aumentar el conteo de cuerpos, y hasta el doctor, interpretado por el ícono Robert Englund, aparece en el caserón sin aviso y en el medio de la noche para sobreexplicar todo lo que sucede. Es el Manual para una Película de Horror para Principiantes, y todas las casillas quedan tildadas para el final de la película. No voy a decir que es una desgracia para el director, porque ya había demostrado sus pocos dotes como narrador previamente, pero el equipo técnico no merecía arrastrarse por el fango de esta manera. Hay un gran trabajo de producción que le otorga a la casa una mística tenebrosa que ayuda un poco a subsanar los baches narrativos, y hasta los efectos prácticos se dejan ver en las muertes grotescas y sangrientas que tiene para ofrecer el film. Pero de no ser por la labor de Shaye y Englund, que sospecho fueron atraídos al proyecto por dinero o canje de favores, The Midnight Man pasaría completamente desapercibida. Ni siquiera es la película de terror de la semana, porque ese mérito se lo lleva The Nun, así que el haber llegado a salas comerciales es premio suficiente para ella.
A estas alturas, parece que es mucho pedirle al horror que entregue buenas películas. Pero si miramos al 2018 en general, podemos ver que estuvo dominado por un resurgir del género como no se veía hace tiempo. Buenos ejemplos como las espectaculares A Quiet Place y Hereditary, continuaciones como Halloween que rompieron la taquilla, y algún que otro etcétera nos da la pauta de que el horror no necesariamente tiene que innovar su todo, sino que le basta reacomodar un par de sus piezas para ofrecer algo sustancioso. No es el caso de la lamentable Malicious, una copia barata de lo que hizo tan especial a Insidious de James Wan.
La figura del narcotraficante Pablo Escobar se ha vuelto tan legendaria en los últimos años que no ha habido escasez de producciones abocadas a contar su extravagante y peligrosa historia. Uno de los pioneros de este redescubrimiento fue el fascinante retrato de Andrés Parra en El Patrón del Mal y El Señor de los Cielos, para luego verse interpretado por Benicio del Toro en Escobar: Paradise Lost, en tanto que recientemente Wagner Moura lo catapultó nuevamente con Narcos, la serie de Netflix -al menos en sus primeras dos temporadas-. Entonces, ¿qué es lo que lo lleva al director madrileño Fernando León de Aranoa a interpretar una vez más un capítulo en la historia del criminal mas renombrado de los últimos años? Los nombres de Javier Bardem y Penélope Cruz pueden haber ayudado a tomar esa decisión.