Terror a la manera de la era YouTube La sensación de lo “real” en la esfera de lo “fantástico” es la que explota este fenómeno de marketing ajeno al lenguaje del cine. En un libro que sigue siendo imprescindible, El cine “fantástico” y sus mitologías, Gérard Lenne esboza una taxonomía del miedo y reflexiona: “Igual que el hechicero, el autor ‘fantástico’ organiza un espectáculo que tiene el don de poder ser vivido (...) El miedo interpretado se asemeja al miedo experimentado. El ideal estriba en que el espectador penetre intensamente en el universo del film, con motivo de abocar a las mismas emociones que tendría en el caso de vivir esas ficticias aventuras (en el sueño, la ilusión de realidad equivale a la realidad). Está fuera de duda que esto último es válido para todo el cine, pero tiene las mayores posibilidades de realizarse cuanto se trata del miedo, sentimiento incontrolable por excelencia.” Esa frontera entre el miedo interpretado y el experimentado, esa sensación de lo “real” en la esfera de lo “fantástico” es la que explota Actividad paranormal, quizá la película más redituable de la historia del cine, si se considera que costó 15.000 dólares y ya recaudó más de 100 millones solamente en los Estados Unidos. Integramente realizada con una cámara de video casera, operada por los propios actores, aquello que se supone que el espectador está viendo –ya que no tiene títulos de crédito ni al comienzo ni al final, salvo un agradecimiento a la familia de la pareja protagónica, por haber facilitado las cintas– es un registro en bruto capaz de dar fe de la existencia de fenómenos paranormales e incluso de presencias demoníacas en la más crasa banalidad cotidiana. Algo de esto ya se había explorado en El proyecto Blair Witch (1999), que también parecía recoger la home movie que testimoniaba una experiencia siniestra. Pero en comparación con la elementalidad dramática de esta Actividad paranormal aquella película parece ahora como si la hubiera escrito Ingmar Bergman. Acontecimiento sociológico antes que cinematográfico, Paranormal Activity es esa clase de películas donde el talento hay que buscarlo en la campaña de marketing. La apelación a leyendas urbanas de difícil comprobación (Spielberg habría experimentado “actividad paranormal” en su casa mientras veía la película) y una devastadora estrategia de publicidad viral en Internet parecen haber inducido a una suerte de ingenua sugestión colectiva o, al menos, a devolverle al cine de trasnoche el ritual de los gritos de las barras de adolescentes. El planteo argumental no podría ser más simple: Katie (Katie Featherston) se acaba de mudar a una casa de San Diego junto a su novio Micah (Micah Sloat), a quien le confía que desde los ocho años percibe, ocasionalmente, una presencia maléfica a su alrededor, que se estaría intensificando. Como muchas (pero no todas) de estas “visitas” se producen de noche, Micah decide registrar en video toda la rutina cotidiana de Katie, inclusive sus horas de sueño, dejando la cámara encendida mientras duermen. De más está decir, que poco a poco ese imperturbable ojo electrónico irá registrando movimientos fuera de lo común (una puerta que se cierra sola, una luz que se enciende en el pasillo) que pasarán a ser cada vez más amenazantes. El mejor cine fantástico siempre ha tenido como un aliado insustituible al denominado “fuera de campo”, aquello que está por afuera del campo visual pero que igualmente se manifiesta dentro del relato, a través del uso dramático del sonido o de su tácita pero determinante presencia física. Es increíble que un film que –como Actividad paranormal– tiene desde su misma premisa la posibilidad de explorar en todas sus aristas todo lo que está por fuera del borde de la pantalla desaproveche en su mayor parte este recurso. Hay algo esencialmente plano, chato, literal en el sentido más absoluto de la palabra que le impiden a Paranormal Activity trascender aquello que muestra, haciendo de esa “presencia” amenazante algo tan vulgar y trivial como la aséptica cocina donde Katie y Micah discuten reiterada, machaconamente sobre la conveniencia o no de filmar esos videos. Se puede pensar, en todo caso, que la elementalidad de la película de Oren Peli (que para provocar alguna tensión dramática recurre al viejo truco de la tabla de Ouija) desnuda el origen de Actividad paranormal como un producto ajeno al lenguaje y a la historia del cine, y vinculado en cambio con la estética de la era YouTube o del reality show. La cámara no como herramienta de conocimiento sino, por el contrario, como instrumento de vigilancia, o mero gadget técnico para saciar una curiosidad malsana.
Sangre joven en la vieja mitología vampírica Proveniente de un director sin experiencia previa en el cine de terror, el film de Alfredson, que por momentos parece una versión hardcore de Melody, llega tan fresco al género que se permite abordarlo sin tener necesidad de rendirle culto a sus tradiciones más anquilosadas. Como un antídoto contra los vampiros pasteurizados de la saga Crepúsculo y Luna nueva, llega por fin, después de múltiples postergaciones, Criatura de la noche, un film sueco capaz de devolver no sólo a la mitología vampírica –que sigue desafiando fronteras, continentes e idiomas–, sino también a la adolescencia, su carácter más transgresor y revulsivo. Lo interesante del caso es que el film de Tom Alfredson –un director sin experiencia previa en el cine de terror– llega tan nuevo y fresco al género que se permite abordarlo sin tener necesidad de rendirle culto a sus tradiciones más anquilosadas. Es significativo que Criatura de la noche se pueda empezar a definir no tanto por lo que es, sino precisamente por lo que no es. En primer lugar, no hay nada de la iconografía gótico-romántica, a la manera del Drácula de Bram Stoker o las películas de la Hammer, en el film de Alfredson. El escenario es un triste suburbio de Estocolmo, tan limpio como la nieve y tan geométrico como el cubo Rubik que el protagonista tiene al comienzo como único amigo. No se puede decir que los indefinidos años ’80 de la película pasen por lo que se suele llamar “un film de época” y, si algo debe concederse, es que la noche suele tener más protagonismo que el día, aunque hay más de una escena diurna inquietante. Antes que una invasión del alma, al modo romántico, el vampirismo que propone Criatura de la noche es una necesidad de orden físico. Eli, la pequeña vampira de la película, necesita alimentarse y no le queda más remedio que hacerlo con sangre. Su impulso es el de la supervivencia. No hace más que seguir la inclinación de su naturaleza. Y si no fuera por ese hombre que se hace pasar por su padre y no es más que el Renfield que por las noches sale a reponer unos bidones de sangre fresca para su protegida, como quien faena vacas en el matadero, Eli estaría tan sola en el mundo como Oskar, el retraído vecino con quien vivirá una extraña historia de amor, en una suerte de versión hardcore de Melody. “¿En serio tenés 12 años?”, le pregunta Oskar a Eli cuando empieza a tomar confianza con esa niña que se le aparece súbitamente y sólo de noche, casi sin abrigo en medio de un frío que corta el aliento. “Sí, salvo que he tenido 12 por mucho tiempo”, responde Eli. Hay algo en el aislamiento de Oskar que atrae inmediatamente a Eli: él es rubio nórdico y ella, una morocha de aspecto gitano, pero en sus respectivas soledades no podrían ser más parecidos, sentirse más juntos. Oskar es la clase de chico de quien los demás chicos se burlan y discriminan, por tímido, sensible e inteligente; nada muy distinto de la discriminación que sufriría Eli... si fuera al colegio. Donde el film de Alfredson se encuentra netamente con la tradición del género es en la concepción del vampiro como héroe trágico por excelencia. Despreciado, perseguido, condenado a la soledad, Oskar no es el vampiro, pero podría serlo, como ya lo es Eli. Ella, en todo caso, tiene los medios para defenderse de la hostilidad de las instituciones –la familia, el colegio–, medios que él apenas puede imaginar. Mientras Oskar juega con un cuchillo y descarga contra el tronco insensible de un árbol toda la violencia que no se atreve a dirigir a quienes lo humillan diariamente, Eli en cambio puede poner a su disposición los poderosos recursos de su naturaleza, que hasta ahora sólo utilizaba para sobrevivir, sin interponer ningún juicio moral. Históricamente, el vampiro es doble, sombra, reflejo; por eso no puede verse a sí mismo en los espejos ni enfrentarse a la luz del sol. ¿Y si Eli no fuera más que una proyección de Oskar, la expresión de sus deseos, la materialización de sus pulsiones, su Ello freudiano? La agudeza del film está en aludir a esta ambigüedad sin tener necesidad de enunciarla. Como en muchos films de David Cronenberg (y la cicatriz que luce Eli en lugar de su sexo no hace sino evocar las monstruosidades de Crash), toda la película se beneficia de un gélido registro hiperrealista, donde la tétrica banalidad de la vida cotidiana está exacerbada. Que en ese contexto, la vampira –el elemento fantástico– aparezca literalmente de la nada, en la noche de Oskar, puede sugerir que se trata quizá del ángel vengador que su inconsciente estaba necesitando.
Noble empatía de una extraña pareja Un taxista senegalés parlanchín y un taciturno pasajero pelirrojo establecen en una semana algo parecido a una amistad. Sin embargo, este film melancólico, que desde el título habla de una despedida, tiene a la familia como temática. El comienzo no podría ser más directo y concreto, pero sin embargo no deja de causar inquietud, de evocar un misterio. Exterior, noche. Un taxi surca las calles de una ciudad estadounidense. El chofer es de ésos a los que les gusta sacar conversación. Y empieza por hablar de sí mismo: que es senegalés, que extraña Dakar, que su esperanza es juntar dinero para mandar a su familia, allá lejos, del otro lado del océano. El pasajero, en cambio, que le lleva más de cuarenta años, no podría ser más hosco: mira perdido hacia la noche vacía y prefiere callar, hasta que hace una extraña proposición. Mil dólares si en unos días lo lleva a un lugar llamado Blowing Rock, una montaña en las afueras de la ciudad. “¿Vamos viejo, qué va a hacer, va a pegar un salto?”, pregunta con sorna el taxista negro. Pero la mirada de su pasajero blanco le borrará la sonrisa. A partir de allí, el tercer largometraje del director neoyorquino Ramin Bahrani –autor de Man Push Cart (2005) y Chop Shop (2007), tan elogiadas en el exterior como desconocidas en Argentina– irá planteando la simbiótica relación entre esos dos hombres, que no podrían ser más diferentes y que sin embargo van a ir construyendo, en menos de una semana, casi sin darse cuenta, algo parecido a una amistad. El taxista se llama Souleymane, pero todos, para hacerla corta, lo llaman Solo. Forma parte del ejército de inmigrantes que en Estados Unidos conforma la clase prestadora de servicios. Como su nueva mujer, por caso, una mexicana que está embarazada de Solo. De William, en cambio, no se sabe casi nada, salvo que le gusta escuchar a Hank Williams –“el mejor compositor de música country de este país”– y que todas las noches va al cine y disfruta de unas pocas palabras con el muchacho que trabaja en la boletería. Film melancólico, que ya desde su título sugiere una despedida, Goodbye Solo quizá no es tanto una película sobre la amistad como sobre la familia. ¿Qué significa ser padre, por ejemplo? Afectuoso, familiero, a Solo le cuesta entender esa tendencia a la diáspora de la sociedad estadounidense. “¿Qué pasa con ustedes que viven todos separados?”, le pregunta siempre con bonhomía al taciturno William. “¿Y vos, qué hacés tan lejos de tu casa?”, recibe como única respuesta. Es verdad, Solo confiesa que ha dejado allí a una mujer, pero en su nuevo país no sólo está por ser padre por primera vez, sino que también se comporta como tal con Alex, la hija preadolescente de su compañera mexicana. Y él mismo, de alguna manera, se preocupa por la suerte de William como si ese pelirrojo demasiado curtido por la vida (interpretado por Red West, que supo ser guardaespaldas de Elvis Presley) fuera un poco su propio padre. Con tacto y sensibilidad, el director Bahrani nunca pulsa las cuerdas más agudas o sentimentales de su instrumento. Prefiere en cambio que las pequeñas situaciones, las miradas mudas entre los personajes, los pantallazos de esa ciudad anónima –fotografiada por Michael Simmonds con una luz que recuerda la soledad de los personajes de la pintura de Edward Hopper– vayan trazando las líneas del relato. La cámara siempre parece estar en el lugar justo: ni muy cerca ni demasiado lejos. Los tiempos, regulados por el propio Bahrani desde la mesa de edición, son pausados, sin llegar a ser parsimoniosos. Y la síntesis impera: casi no existen personajes salvo Solo y William, o si existen tienen una presencia en off, como “Porkchop”, la operadora del radio taxi. Hacia en final hay quizás una gravedad un poco forzada, una metáfora demasiado densa sobre las distintas maneras, paradójicamente, en que ambos amigos piensan en el modo de levantar vuelo de este mundo. Pero aun así, a pesar de ese lastre, la relación entre esos dos personajes tiene una empatía muy auténtica, muy verdadera, que ennoblece la película.
La tradición y la modernidad Con un espesor dramático, una ausencia de naturalismo y una enorme capacidad para conjugar diversas influencias cinematográficas sin perder la personalidad, Gray entrega en Los amantes una delicada historia de amor, plena de matices. Como se ha dicho más de una vez, James Gray es quizás el secreto mejor guardado del cine estadounidense. Ganador del León de Plata de la Mostra de Venecia al mejor director por su primer largo, Little Odessa (1994), sus dos películas siguientes, La traición (2000) y Los dueños de la noche (2007), participaron de la competencia oficial de Cannes, para entusiasmo casi exclusivo de la crítica francesa, que comprendió que había allí un cineasta de una innegable impronta clásica, pero que al mismo tiempo era capaz de tender un puente entre la tradición y la modernidad. Esa es ahora, más que nunca, la arriesgada apuesta de Los amantes, un film sorprendente por varios motivos. El primero es que Gray, un hombre que venía filmando a un promedio de una película cada seis o siete años, sacó una nueva película apenas un puñado de meses después de la anterior: cuando en Cannes se vio We Own the Night (injustamente abucheada a causa de su supuesta incorrección política) ya se sabía que estaba trabajando con Joaquin Phoenix y Gwyneth Paltrow en esta delicada historia de amor, de apenas unos pocos personajes. El segundo motivo para el asombro es que, a diferencia de sus tres films anteriores, que trabajaban en la tradición del film noir, la película de gangsters o el policial, para ir construyendo a partir de allí relatos de un espesor dramático solamente comparable al de una tragedia, en Two Lovers, en cambio, Gray cambia radicalmente de fuente de inspiración, aunque no necesariamente de registro. Aquí no hay killers, ni mafias rusas ni policías corruptos, pero en el núcleo de esta pequeña, conmovedora love story, asoma también, a su manera, como en los films previos del realizador, una tragedia, mucho menos violenta sin duda, pero igualmente inexorable en su fatalidad. Detrás de su aparente simplicidad, Los amantes parece esconder algunas claves secretas. El romance de Leonard (Joaquin Phoenix) y Michelle (Gwyneth Paltrow) transcurre en nuestros días, pero la estilización que le impone Gray a esa relación condenada da la impresión de remitir al cine que hacía Elia Kazan en los años ’50, con Phoenix como un émulo del joven Marlon Brando, cuando sufre de desamor en una gélida terraza de los suburbios de Nueva York, a la manera de Nido de ratas. Afectado por una depresión crónica, producto de un desengaño amoroso anterior (y quizá, también, de un síndrome de bipolaridad que el film deliberadamente no se ocupa de desarrollar: sus preocupaciones no son de orden médico sino cinematográfico), Leonard sigue viviendo en la casa de sus padres, un comprensivo matrimonio judío (Moni Moshonov, Isabella Rossellini), que quiere lo mejor para su hijo, pero no sabe cómo ayudarlo. La súbita aparición como vecina de Michelle, que parece tener casi tantos conflictos como él, atrae inmediatamente la curiosidad de Leonard. Hay también un dolor, una angustia en ella que Michelle no tarda en expresar y del que hace a Leonard su forzoso confidente: ella está enamorada de un abogado casado y con hijos, para quien trabaja como su secretaria. Paralelamente, los padres de Leonard han ido tejiendo con una pareja amiga, padres de Sandra (Vinessa Shaw), la suave telaraña en la cual esperan atrapar a su hijo, en un hipotético matrimonio que debería sellar no sólo una unión afectiva, sino también comercial, en la medida en que así quedarían fusionadas las dos tintorerías de Brooklyn que manejan respectivamente ambas familias. A diferencia de Michelle, que es rubia y emocionalmente inestable, Sandra por el contrario es una morocha bella y discreta pero que sabe exactamente lo que quiere: a Leonard. Esa bipolaridad de Leonard es en todo caso el mal que afecta a la película toda: hay dos mujeres en el horizonte del protagonista, dos familias que se lo disputan, dos sombras que lo hostigan en sus noches de insomnio: el amante de Michelle y el recuerdo de la mujer con quien Leonard estuvo comprometido y lo abandonó. ¿Hay dos Michelle también? Ese par de escenas en la terraza del edificio de departamentos no sólo recuerda –por su ambiente y por los modos de actuación– a la de Brando y Eva Marie Saint en Nido de ratas; también alude doblemente al mítico campanario de Vértigo, cuando Scottie Ferguson no está seguro de quién es esa rubia que se le escapa literalmente de sus manos. A la sombra de Kazan, Gray suma así la de Hitchcock (hay ecos también de La ventana indiscreta) y por qué no, también la de Fritz Lang, como cuando Leonard debe convertirse literalmente en El secreto tras la puerta, cuando el amante de Michelle aparece de improviso una noche en su alcoba. Es difícil pensar en otro cineasta estadounidense contemporáneo que esté en condiciones de hacer suya toda esta riquísima herencia cinematográfica y de ponerla simultáneamente en acción en un film siempre sentido, emotivo, muy orgánico en todos sus aspectos, tanto que la ópera a la que aluden los personajes se termina convirtiendo en la única música capaz de expresar sus emociones y sentimientos. Casi de más está decir que, a diferencia del Hollywood nuestro de cada día, aquí el naturalismo está definitivamente ausente, no tiene lugar posible, lo que implica todo un desafío para los actores y especialmente para el protagonista, Joaquin Phoenix. Ante el sentido común y el falso realismo que ha impuesto la estética televisiva, Los amantes propone en cambio una verdad profunda, distinta, correspondiente a un orden artístico.
Un mundo hecho de miradas La de Solomonoff es una película de una gran capacidad de observación, hecha de actitudes, de gestos, de silencios, que resultan tanto o más reveladores que muchas palabras. Su concisión narrativa tampoco la empuja a apurar sus tiempos. Hay una sutileza, una discreción, una inteligencia para tratar su tema que hacen de El último verano de la Boyita una película muy singular, capaz de adherir a un modo de relato clásico y, al mismo tiempo, de una innegable contemporaneidad en el uso de sus recursos expresivos. El segundo largometraje de Julia Solomonoff no sólo representa para la directora un gran salto desde su debut con Hermanas (2005); también habla de una auténtica mirada de género que se afirma de manera rotunda sin necesidad de declamarlo. Corren los primeros años ’80, a los que el film apenas alude con algunos pocos datos, como si no quisiera fechar un relato que trasciende su época. Una nena rosarina, Jorgelina –en la que se intuye la que quizá fue Solomonoff–, disfruta de la inocencia de la infancia, pero empieza a tener sus primeros choques con la adolescencia, sobre todo a partir de la rivalidad con su hermana mayor, que muy orgullosa empieza a reclamar “privacidad” y a cerrarle la puerta en la cara cuando entra al baño. En el mundo de Jorgelina (Guadalupe Alonso, de una naturalidad asombrosa frente a cámara), se empieza a hablar de “el asunto”, de eso que “viene una vez por mes”. Y unas láminas de libros de medicina de su padre también contribuyen a forjar sus primeras impresiones de la sexualidad. El film de Solomonoff tiene la virtud de ser breve, conciso, pero no por ello necesita apurar sus tiempos. En el comienzo, un plano de un chico un poco mayor que Jorgelina montando feliz a caballo sugiere que esos dos niños habrán de encontrarse pronto, pero la película nunca se precipita, prefiriendo siempre valorizar antes los detalles, buscando asegurar primero el punto de vista de su pequeña protagonista. Para cuando Jorgelina esté pasando sus vacaciones con su padre en el campo (lejos de la competencia desigual que hubiera significado la playa con su hermana mayor), su personaje ya está firmemente instalado y su mirada se posará sobre ese chico, Mario, que ha sido criado y educado en una chacra de Entre Ríos como un varón, pero cuya verdadera naturaleza se irá manifestando callada pero inexorablemente. A diferencia de XXY, el film de Lucía Puenzo que abordaba el problema del hermafroditismo enunciándolo en voz alta, El último verano de la Boyita elige, por el contrario, un tono mucho más tenue y contenido, pero no por ello menos dramático. El encuentro de Jorgelina y Mario será determinante para ambos, en muchos sentidos, pero nadie en la película se ocupa de explicar los sentimientos de los personajes, y mucho menos los niños mismos. Tampoco el acento está puesto en la eventual sordidez del caso sino, en cambio, en la nobleza de las emociones que despierta. El de Solomonoff es un film de una gran capacidad de observación, hecho de miradas, de gestos, de silencios, que resultan tanto o más reveladores que muchas palabras. La preocupación de la madre de Mario, por ejemplo, que sabe y niega la condición de su hijo, no necesita de una escena especial para manifestarlo; le basta con su muda, creciente presencia en el cuadro, o con la fugaz revelación de unos escarpines celestes guardados con amor en la misma valija en la que esconde unos comprometedores estudios médicos. Lo mismo los susurros sibilinos de los muchachones en la cancha de bochas, que sólo advierte Jorgelina, como únicamente los niños perciben esas humillaciones de los mayores. Solomonoff dosifica pacientemente la información, equilibra las secuencias y maneja con cautela los tiempos, de modo tal que cuando se acerca el final la tensión acumulada –sexual, familiar, social– es mucha pero no por ello hay que esperar una explosión dramática. El film prefiere, en cambio, atenerse al modo pudoroso de la gente de campo, que incluso Jorgelina (una niña eminentemente urbana) respeta y adopta. En la banda de sonido, los sobrios, esporádicos punteos de una guitarra solitaria expresan también esa actitud, que elige siempre un tono menor pero auténtico, verdadero.
Nostalgias de la vieja Ciudad Luz La nueva película del director de Los coristas pulsa casi tantos botones –el melodrama, la comedia, el musical, la alegoría política– como tiene el acordeón que suena inclemente en la banda de sonido durante las dos horas de relato. Gran superproducción de la legendaria compañía Pathé, La canción de París parece concebida a la sombra de dos grandes éxitos recientes del cine francés a escala internacional: Amélie y La vie en rose. De la primera, la película de Christophe Barratier adopta ese aire feérico por el cual una artificiosa París de utilería y efectos digitales –reconstruida en los estudios Barandov de Praga– funciona como escenario de un cuento de hadas. De la segunda, toma en cambio la evocación de un mundo de antaño, hecho de escenarios de music-hall y del típico gusto francés en canciones. Más ligera y menos dramática que una y otra, La canción de París apela sin ambages a la más descarada nostalgia y pulsa casi tantos botones –el melodrama, la comedia, el musical, la alegoría política– como tiene el acordeón que suena inclemente en la banda de sonido durante las dos horas de relato. La trama, a su vez, parece inspirada por la de un clásico del cine francés de entreguerras, muy representativo del espíritu de su época: La belle equipe (1936), con Jean Gabin y Charles Vanel, la historia de un grupo de amigos desocupados que conseguían poner en marcha un recreo ribereño con espíritu cooperativo, sobreponiéndose a las adversidades propias de la empresa. Aquí el proyecto es salvar el Chansonia, un viejo teatro de variedades de suburbio, amenazado por la mafia inmobiliaria y la piqueta del progreso. Corre el año 1936, el Frente Popular está por llegar al poder, el clima es de huelgas y bailes obreros regados con sidra y, en ese marco unos amigos se enfrentan al desafío de levantar una sala que parecía muerta. Están el viejo administrador que conoce todos los rincones y secretos del edificio (Gerard Jugnot), un gracioso de café que cree tener talento como imitador y showman (Kad Merad) y un galán que predica simultáneamente la revolución y el amor libre (Clovis Cornillac, con gorra ladeada a lo Gabin). A ellos no tardarán en sumarse una belleza rubia con voz de gorrión (Nora Arnezeder) y un veterano compositor (la reaparición de Pierre Richard), que pondrá el talento necesario para que se pueda levantar dignamente el telón. Y a pesar de los problemas de cada uno –que no son pocos y a los cuales la película les dedica múltiples digresiones sentimentales– no pueden sino triunfar la solidaridad, la camaradería y el amor. ¿El derrotado? Un villano de cine mudo que pretende con malas artes a la muchacha y que integra además los grupos de choque de la ultraderechista Action Française, soliviantada por la llegada al poder de Leon Blum, no sólo socialista sino también judío. Políticamente correcta (a diferencia de la película anterior de Barratier, Los coristas, que fue acusada de “vichismo”), La canción de París es también un producto profesional en extremo, empezando por la recargada dirección artística y siguiendo por una lustrosa fotografía de Tom Stern, colaborador habitual en el último cine de Clint Eastwood, importado a Francia especialmente para este proyecto. En la película todo parece estar en su lugar, menos el espectador quizá, sumergido en un amable pero inocuo túnel del tiempo.
Complicado puzzle de culpas A la hora del debut en la dirección, el ex colaborador de Alejandro González Iñárritu eligió una especie de manual que lleva su nombre, en el que las historias se cruzan y se enredan y los personajes sufren indeciblemente, una y otra vez. Tópicos (según el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española): “Lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia”. El cine del guionista mexicano Guillermo Arriaga es un cine de tópicos, de fórmulas, de lugares comunes. Y su primera película como director, The Burning Plain (rebautizada para su estreno local como Camino a la redención), no hace sino confirmarlo. La trilogía integrada por Amores perros, 21 gramos y Babel había llamado la atención sobre su director, Alejandro González Iñárritu, pero también sobre su guionista, Arriaga. Que Arriaga haya decidido probarse como realizador, después de su promocionada pelea con González Iñárritu sobre la autoría de esas películas, puede interpretarse como una necesidad de ratificar quién era el verdadero autor detrás de esos títulos. Y Camino a la redención viene a ser una suerte de “Arriaga de manual”, con todos y cada uno de los tópicos de esas películas anteriores condensados en ella. En primer lugar está la estructura coral, de puzzle, el cruce deliberado de distintas historias y personajes, e incluso diferentes tiempos narrativos, que inevitablemente van a terminar convergiendo en un mismo punto, hasta terminar atados por un moño. Aquí hay, por un lado, en la fría Portland, una mujer misteriosa (Charlize Theron), con una severa tendencia autodestructiva; en el cálido desierto de Nuevo México, a su vez, una ama de casa (Kim Basinger), esposa insatisfecha de un camionero, madre de tres hijos, vive una apasionada historia de amor con un trabajador mexicano (a cargo de un portugués auténtico, Joaquim de Almeida), hasta que ambos mueren incinerados en su lecho, en pleno acto sexual. Algunos indicios van dando la pauta de que esas historias no comparten necesariamente la misma época, que además del paisaje las separan algunos pocos años. Hay otras historias imbricadas en esas dos –la de una pareja de adolescentes que intenta conocer a sus respectivos padres después de muertos; la de una niña mexicana a punto de quedar huérfana– y su mera enumeración ya da una idea del luctuoso tipo de material del que se nutre Camino a la redención. Como es habitual en la obra de Arriaga, sus personajes sufren, y mucho. No han pasado cinco minutos de película y la enigmática come-hombres que compone Theron ya se está lacerando su entrepierna. Al personaje de Basinger no le va mejor: no sólo muere abrasada por un fuego purificador; antes tuvo tiempo hablar del trauma de su cáncer y de exponerle a su amante la cruda cicatriz que dejó en su pecho. Y basta con que la inocente niña mexicana cocine alegremente unas tortillas para intuir que su padre, que la sobrevuela en una avioneta, no tardará en estrellarse. Siempre hay algún castigo a mano para las mujeres en el cine de Arriaga. Y está el tema de la culpa, que explicita aún más el título local de The Burning Plain. Toda la película no es sino un camino hacia la redención, una suerte de sermón de las planicies pronunciado por un deus ex machina y dirigido a los infieles, a los pecadores, a aquellos que no han aprendido a amarse los unos a los otros y que solamente podrán expiar sus faltas después de haber atravesado las pruebas más terribles de este mundo. Amén.