"J'accuse – El affaire Dreyfus", de Roman Polanski: razones de Estado Polanski narra el célebre caso de una manera clásica, elegante y fluida, en particular durante la primera mitad de la película, en la que el protagonista no es Alfred Dreyfus sino el coronel antisemita que lo despreciaba pero cuya investigación termina rehabilitando al acusado. 5 de enero de 1895. En el majestuoso patio de armas de la Escuela Militar, en París, con la Torre Eiffel de fondo, el capitán de artillería Alfred Dreyfus es degradado públicamente, no sólo delante de soldados y oficiales sino también frente a una masa ciega que lo insulta desde detrás de las rejas, como si fueran asistentes del circo romano sedientos de sangre. Condenado por un tribunal militar que lo encontró –“en nombre del pueblo francés”- culpable de alta traición, el hombre grita su inocencia, pero nadie lo escucha. Le arrancan todos los atributos de su uniforme, como si lo desnudaran. Un oficial sigue en detalle esa ceremonia de humillación con binoculares y les comenta fríamente a sus camaradas de armas: “Luce como un sastre judío llorando por el oro perdido”. El prólogo de la película más reciente de Roman Polanski –ganadora del Gran Premio del Jurado en la Mostra de Venecia 2019, en la misma edición que consagró al Joker protagonizado por Joaquin Phoenix- plantea sus temas de manera ejemplar, con gran síntesis y elocuencia. El terrible peso de las instituciones sobre un hombre empequeñecido e inerme se hace sentir en esos agobiantes planos generales. De la misma manera, queda en claro el prejuicio que lo arrastró a ese ritual de escarnio: el antisemitismo. A partir de allí, Polanski y su guionista Robert Harris toman una sabia decisión narrativa: Dreyfus (Louis Garrel), enviado ipso facto a la prisión de aislamiento de Isla del Diablo, para evitar que siga exclamando su verdad, pasa a ser apenas una sombra, en un perturbador fuera de campo. El protagonista en cambio será el coronel Picquart (Jean Dujardin), el mismo que hace ese odioso comentario racista y que –paradójicamente- será el encargado de reabrir y profundizar la investigación que terminará, escándalo político y social mediante, con la rehabilitación de Dreyfus, once años después. Polanski –con 88 años recién cumplidos- narra de una manera clásica, elegante y fluida, en particular durante la primera mitad de las más de dos horas de duración de la película. Con Picquart nombrado sorpresivamente, incluso para él mismo, a cargo del Servicio de Inteligencia militar, su investigación da pie a una sostenida intriga policial, donde el antihéroe va descubriendo paulatinamente –por un sentido de deber profesional antes que por su sed de justicia- la iniquidad cometida contra Dreyfus en nombre la razón de Estado. Todo a su paso expresa la putrefacción que anida en el cuerpo del Ejército, desde la sórdida dependencia donde se fraguó la injusticia y que ahora él ocupa, hasta las pústulas que corroen la piel de su antecesor en el cargo, corroído por la sífilis. Y en la sociedad, poco y nada hay de la despreocupación y galantería de la supuesta Belle Epoque, salvo la nostalgia de algún “Déjeuner sur l'herbe”, al modo idealizado de Claude Monet. Con una historia real plagada de juicios y apelaciones, era difícil sin embargo que J’accuse –aun evitando el proceso inicial- pudiera abstraerse de caer en el consabido drama legal, que a grandes rasgos ocupa una parte importante de la segunda mitad del film. Es allí cuando la investigación policial se vuelve intriga palaciega y donde el sólido clasicismo inicial -que remite al modelo de novela decimonónica que Polanski tan bien supo traducir en su versión de Tess (1979)- se vuelve un poco demasiado académico. Esto sucede, en parte, por los subrayados excesivos de la música de Alexandre Desplat y otro tanto por el despliegue de histrionismo de un elenco impecable, pero que asimismo carga con el peso de contar con ocho miembros “de la Comédie-Française”, como figuran mencionados en los créditos, a la manera del viejo “cinéma de qualité” francés que Polanski siempre defendió frente a la irrupción parricida de la “nouvelle vague”. En cuanto a la supuesta identificación del autor con su agonista Dreyfus, y su consiguiente victimización, no hay nada en J’accuse que pueda dar pie a esa interpretación, salvo quizás un difuso cuestionamiento a la opinión pública, que suele condenar antes de que lo haga la propia justicia, y que incluso la condiciona. Sí hay, en cambio, una clara vinculación de J’accuse con la obra previa de Polanski y está en la creciente paranoia que se va apoderando del coronel Picquart. Y en el hecho de que –como sucedía con las y los protagonistas de El bebé de Rosemary, Chinatown, Búsqueda frenética o El escritor oculto- los paranoicos suelen tener razón. Las conspiraciones existen.
"Martin Eden": cómo dar cuenta de una época El "Martin Eden" de Pietro Marcello transcurre durante todo el siglo XX, lo que le permite ir incorporando de fondo los conflictos políticos y sociales que marcaron a fuego a la Italia contemporánea –el fascismo, la guerra, el surgimiento de una nueva burguesía liberal— a partir de la mirada siempre escéptica de su protagonista, nutrido de un pensamiento utópico que quiere ir más allá del socialismo partidario. Marcello trasladó su adaptación a las calles y los muelles de Nápoles, allí donde se siente en casa y conoce los rostros y los cuerpos de su gente. Ya se sabe. Nada más trajinado que adaptar una novela famosa al cine y nada más difícil que hacerlo bien, con originalidad, con fidelidad al texto y al autor pero a la vez encontrando una forma propia, que se distinga de aquello que nació en papel. Y que responda a las coordenadas de su propio tiempo y a la cultura de su realizador. Justamente eso consigue el cineasta italiano Pietro Marcello con su versión libre de Martin Eden, novela esencial de Jack London, que le valió la Copa Volpi al mejor actor (Luca Marinelli) en la Mostra de Venecia 2019, el premio a la mejor película en la sección Platform del Festival de Toronto de la misma temporada y que este jueves finalmente llega a siete salas de la Ciudad de Buenos Aires. Publicada en 1909, cuando London tenía 33 años y ya era famoso por El llamado de la selva, El lobo de mar y Colmillo blanco, Martin Eden marcó un punto de inflexión en su obra. Por primera vez, el autor estadounidense se embarcaba en una aventura más interior que exterior, daba rienda suelta las reflexiones de su protagonista, un joven marinero de origen proletario y sin educación, que se siente destinado sin embargo a ser escritor, a toda costa. En el camino, sólo encuentra desdén y rechazo, incluso de parte de Ruth, la joven burguesa de quien se ha enamorado. Y cuando finalmente alcanza el éxito, ya nada le importa, porque entiende que no se lo valora por lo que escribe sino por su súbita fama, que lo empuja a al desconcierto y la desesperación. Algo no muy distinto, por cierto, a lo que experimentó el propio London. El primero de los muchos logros de la excelente película de Pietro Marcello (Caserta, 1976) es haber trasladado la acción del puerto de San Francisco del original a las calles y los muelles de Nápoles, allí donde el director de La bocca del lupo (2009) y Bella e perduta (2015) se siente en casa, donde conoce los rostros y los cuerpos de su gente, los giros del idioma y los modos en que se comportan. Todo allí le es familiar y se vuelve verdadero. El segundo logro, de una audacia aún mayor, es haber tomado la decisión de no hacer una película de época, al modo más convencional, con costosas reconstrucciones que casi siempre terminan resultando falsas, de cartón pintado. El Martin Eden de Pietro Marcello no está determinado por un anclaje temporal preciso. Se diría que transcurre durante todo el siglo XX, lo que le permite ir incorporando de fondo los conflictos políticos y sociales que marcaron a fuego a la Italia contemporánea –el fascismo, la guerra, el surgimiento de una nueva burguesía liberal— a partir de la mirada siempre escéptica de su protagonista, nutrido de un pensamiento utópico que quiere ir más allá del socialismo partidario, al que también se enfrenta hasta terminar en un individualismo negativo, sin salida. El modo en el que Marcello logra esta suerte de atemporalidad, que tiene a su vez un alcance universal, es tan sencillo como eficaz. Por un lado, rodó en el viejo formado analógico. Más aún, en Súper 16mm, lo que le da a todo el film una textura granulosa muy especial, que remite al pasado. Por otro, el director utiliza abundante material de archivo en blanco y negro. Pero no de momentos históricamente significativos o personajes claramente reconocibles (salvo en el comienzo, cuando se ve al anarquista Errico Malatesta). Las imágenes que elige incorporar a su película corresponden al impresionante hundimiento de un enorme velero, rodado por algún camarógrafo del cine mudo, o de unas serenas barcas de pescadores, o de gente anónima, campesinos y marineros perseguidos por una miseria atávica contra la que el protagonista se rebela de manera visceral. Estas imágenes parecieran ser a la vez los sueños y las pesadillas de Martin, que se reconoce en esa gente a la vez que no puede dejar de sentirse atraído por la belleza y la erudición de esa joven burguesa que aquí ya no se llama Ruth sino Elena (interpretada por Jessica Cressy). Hay ecos del Novecento de Bertolucci en ese conflicto de clases, en esas banderas rojas que se agitan vanamente al viento, en el modo en que Pietro Marcello aspira a dar cuenta no sólo de las pasiones de sus personajes sino de las de toda una época.
"Judy": cantar hasta morir Basada en una obra teatral del West End londinense, la película protagonizada por la ex Bridget Jones se concentra en los meses finales de Garland. Londres, diciembre de 1968. Judy Garland acaba de salir del teatro donde canta todas las noches que puede, que no son muchas. El alcohol y las drogas la vienen matando hace años. Tiene 47 pero parece de 60. Está sola, camina sin rumbo bajo el aguanieve y ni bien ve una cabina telefónica se sumerge y llama a su hija adolescente Lorna a Los Angeles. Y le dice que está todo bien, que si ella y su hermano menor Joey quieren vivir con su padre en esa casa soleada y con pileta de Beverly Hills ella está de acuerdo. Quiere que sean felices, algo que con ella parece difícil. Es un momento crucial de la película, porque Judy ha venido peleando –sin posibilidad alguna— por la tenencia de sus hijos y ahora finalmente se da cuenta de que no tiene sentido. Es también un momento decisivo para Renée Zellweger, porque en ese primer plano tiene que expresar todo el dolor de esa Judy vencida por la vida y por los hombres pero a la vez amorosa con su hija, para quien quiere lo mejor. Sin embargo, en vez de sostener la emoción del plano de la protagonista sin cortes, el director británico Rupert Goold elige colocar unos “inserts” anodinos de la hija del otro lado del Atlántico, cuando su sola voz en el teléfono hubiera bastado. No importa. Esa torpeza –y otras similares, propias de un director con más experiencia teatral que cinematográfica-- no impiden que Judy sea un melodrama sin duda anticuado, convencional incluso, pero siempre comprometido e intenso, que le debe todo a su actriz protagónica. Quién diría: la ex Bridget Jones se carga la película entera sobre sus hombros y en la noche del domingo próximo será recompensada con el Oscar, en una categoría que la tiene como favorita absoluta. Ya se sabe: a Hollywood le encanta la autocompasión y la oportunidad este año es a través de Garland según Zellweger. Judy, conviene aclararlo, no es una biopic; no describe todo el arco de la vida de Garland. Basada en una obra teatral del West End londinense, se concentra en sus meses finales, cuando acosada por las deudas se ve obligada a dejar a Lorna y a Joey con su padre Sidney Luft (Liza, hija de Vincente Minelli, ya era mayor de edad y estaba construyendo su propia carrera) y acepta un contrato para cantar en un teatro de variedades de Londres, donde todavía tienen interés en ella, casi olvidada en su país. Está emocionalmente inestable, sufre de pánico escénico y depende del alcohol y de unos cócteles con pastillas para dormir y luego despertarse, una práctica a la que se hizo adicta de niña, cuando la Metro-Goldywn-Mayer la contrató como una estrella y la trataba como una esclava. Unos flashbacks recurrentes como pesadillas dan cuenta de esa relación tóxica con Hollywood. Allí se ve a Garland como la joven Judy (Darci Shaw) en el set de su película consagratoria, El mago de Oz (1939). Pero el viejo camino de ladrillos amarillos no la lleva a ningún paraíso esmeralda sino siempre a las garras del tiránico productor Louis B. Mayer, de quien ella después diría en su autobiografía que la había “molestado”. La película de Goold no se atreve a ir tan lejos, pero deja entrever una dependencia siniestra, donde tanto ella como su co-estrella de entonces, Mickey Rooney, mucho más sumiso, le debían sus vidas al estudio y no podían existir siquiera fuera de él. En Judy no hay nada de la vida de Garland entre 1939 y 1968. Esos treinta años –en los que Garland actuó, cantó y bailó en algunas de las mejores películas de la era de oro de Hollywood, como La rueda de la fortuna (1944), El pirata (1948) y Nace una estrella (1954)— quedan en fuera de campo. Mejor. La película gana en concentración. Y Renée Zellweger también. Y ella es la película toda: frágil cuando accede a ese contrato en Londres; altiva cuando pretenden que ensaye canciones que supuestamente Garland se sabe de memoria; una ruina en las bambalinas, cuando no se anima a pisar el escenario; y feroz cuando finalmente llega hasta allí, ya sea para cantar la emblemática “By Myself” o para insultar al público que le arroja porquerías desde la platea. Para cada momento Zellweger encuentra el tono justo. Físicamente, no se parece demasiado a la Garland original (con el maquillaje de escena quizás les recuerde a los espectadores locales a… Irma Roy). Pero suple esa diferencia con una entrega poco común, que incluye animarse a cantar una docena de temas que inmortalizó su personaje (no puede faltar “Over the Rainbow” en un momento crucial) y de los que ella da las versiones de los últimos días de Garland, poco antes de morir de una sobredosis, a los 47 años. Son versiones a veces violentas, a veces cascadas, siempre dolidas. No es poco.
"El caso de Richard Jewell": tema del traidor y del héroe Después del paréntesis que significó "La mula", el veterano director continúa desarrollando, a partir de otro hecho real, el problema de la naturaleza del héroe. El 27 de julio de 1996, durante un show musical en el marco de los Juegos Olímpicos de Verano de Atlanta, Estados Unidos, explotó una bomba casera, que dejó un muerto y 111 heridos. Las víctimas podrían haber sido muchas más si no hubiera intervenido un guardia de seguridad privada llamado Richard Jewell, que fue quien descubrió la mochila que contenía la bomba y el primero en despejar el área. Que apenas tres días después ese hombre fuera acusado de ser el principal sospechoso del atentado es la paradoja que movió a Clint Eastwood a hacerse cargo de un proyecto que originalmente estaba destinado por los estudios de Hollywood a otro director (Paul Greengrass) y a otros actores (Jonah Hill y Leonardo Di Caprio, que aquí figuran en los créditos como productores asociados). Con El caso de Richard Jewell, Eastwood vuelve –después del paréntesis feliz que significó La mula(2018)— a un tema que lo ha obsesionado durante buena parte de su obra como director y que reapareció con particular fuerza cuando decidió en los últimos años tratarlo a partir de casos reales, extraídos de la crónica periodística. El problema de la naturaleza del héroe fue el núcleo de Francotirador (2014), Sully (2016), 15:17 Tren a París (2018) y vuelve a ser el centro de El caso Richard Jewell. Así como Sully parecía dialogar con La conquista del honor (2006), en tanto los soldados que habían posado para la célebre foto de la bandera estadounidense en Iwo Jima se convirtieron en “héroes accidentales”, de la misma manera que le sucedió al piloto del Airbus 320 que salvó la vida de 155 pasajeros, El caso de Richard Jewell vendría a ser el espejo invertido de esas dos películas. Si en aquellos antecedentes era el poder de los medios el que ungía a sus héroes, aún faltando a la verdad (como era el caso de la icónica foto), aquí en cambio es el periodismo el primero en señalar y demonizar a Richard Jewell, a quien Eastwood presenta como un ser simple e ingenuo, sobre quien recae de pronto todo el peso del aparato de la ley y de la manipulada opinión pública. La gloria perdida, el honor mancillado se abaten sobre un personaje a quien Eastwood muestra como particularmente frágil, algo infrecuente en su cine. Excedido de peso como un niño goloso, básico y pueril en sus razonamientos, Jewell (excelente protagónico a cargo del eterno secundario Paul Walter Hauser) quiere lucir un uniforme y cree estar llamado a combatir el mal en nombre del bien, una idea elemental que también le fomenta su madre (Kathy Bates), con quien sigue conviviendo ya de adulto. Contra este personaje, a su modo puro e incluso sexualmente virginal, cargan de pronto el FBI y la prensa, apurados por conseguir un culpable. Que ese contubernio -agigantado como una bola de nieve- haya nacido del encuentro nocturno de un miembro de la agencia de seguridad estatal (John Hamm) con una cronista promiscua e inescrupulosa (Olivia Wilde), que habría intercambiado sexo por una supuesta primicia, no hace sino reforzar la candidez inmaculada del protagonista. Es en ese contraste donde aparece en El caso de Richard Jewell el espíritu del cine de Frank Capra. Cineasta clásico como ya no quedan en Hollywood, Eastwood (89 años) tuvo en su obra primero como modelo a Don Siegel, luego en su etapa crepuscular pareció mirarse en el espejo de John Ford y en los últimos años hay giros de su cine que recuerdan a las llamadas “tragedias optimistas” de Capra. Es el caso de esta nueva película, donde aparece un abogado pobre, valiente y quijotesco (Sam Rockwell), un estadounidense común a la manera de los personajes de James Stewart para Capra, que no dudará en salir en defensa de un acusado condenado de antemano. Casi sin planteárselo, este hombre está defendiendo así también los ideales de un sistema falible pero por el cual vale la pena dar batalla, dice la moraleja de El caso de Richard Jewell. En el final del cuento “Tema del traidor y del héroe”, Jorge Luis Borges escribe: “En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso, tal vez, estaba previsto”. Tal vez Jewell –fallecido de un ataque al corazón en 2007— también previó que alguien, Eastwood por caso, iba a considerarlo un héroe y dedicarle una película a su gloria.
"Tierra arrasada": golpe a golpe El nuevo documental del director de "El camino de Santiago" enumera las iniquidades del gobierno macrista pero señala también la visión estratégica de Cristina. Dar testimonio en tiempos difíciles. Sobre ese imperativo categórico de Rodolfo Walsh fue que Tristán Bauer estrenó, en pleno gobierno macrista, El camino de Santiago. Y también en tiempos difíciles el cineasta --ahora flamante ministro de Cultura del nuevo gobierno-- fue concibiendo Tierra arrasada, su nuevo, potente documental de urgencia, que él mismo ha definido como “un retrato de estos cuatro años” de destrucción neoliberal en la Argentina. Ya desde su mismo título queda claro que el film parte de una fuerte toma de posición política. No se trata de una película que se pretenda objetiva. Tampoco de una que trabaje con sutilezas. Si la táctica militar de tierra arrasada que aplicó la administración Macri sobre todas las políticas públicas fue brutal, también lo es la película de Bauer con esa gestión, a la que desnuda en todas sus prácticas destructivas. Su principal herramienta de trabajo es el impiadoso archivo: el periodístico, por supuesto, en una época en la que todo queda registrado; pero también el archivo personal, en la medida en que Bauer nunca dejó de filmar en todos estos años y se mantuvo siempre muy cerca de quien es una figura central de su película: Cristina Fernández de Kirchner. Tierra arrasada comienza con un 2019 de agobio y miseria y se pregunta cómo se llegó a semejante desolación. Y desanda el almanaque como quien presiona la tecla de retroceso rápido y se encuentra con las primeras medidas del gobierno asumido el 10 de diciembre de 2015. Una a una, la película de Bauer va exponiendo de qué modo las mentiras de campaña –“la revolución de la alegría”, “la pobreza cero”—, propaladas por el candidato Macri y potenciadas por un nutrido elenco de estrellas y partiquinos mediáticos, van dejando lugar de manera vertiginosa a medidas que van en dirección proporcionalmente inversa a la de sus promesas. Como recurso narrativo, la solemne voz en off de Darío Grandinetti, que va desgranando datos y cifras abrumadoras, quizás sea precisa en su enumeración y didáctica en su exposición. Pero sin duda es menos eficiente que la concatenación de iniquidades que trajina la pantalla cuando salta de los dichos del ex ministro de Hacienda y Finanzas Alfonso Prat-Gay ante inversionistas de Nueva York (“El trabajo sucio está casi terminado”) a la excitación frívola de Susana Giménez (“¡Presidente Mau!”); de las palabras soeces del economista adicto Miguel Angel Broda (“¿Se va a ganar guita? Síiii se va a ganar guita…”) al clamor punitorio de Mirtha Legrand, Jorge Lanata y Luis Majul con la presidente saliente (“Hay que meterla presa”). Aunque Tierra arrasada se ocupa de destacar el papel que jugó en todos estos años la resistencia popular, que la película sintetiza básicamente en la lucha de los trabajadores docentes y estatales, los más atacados por el gobierno macrista, Bauer sin embargo fija un eje que recorre de principio a fin toda la película: Cristina. No se detiene tanto en la demonización mediática y en la persecución judicial, que por supuesto están consignadas, sino más bien en algunos momentos clave, que la muestran no sólo como la gran oradora que es sino más bien en su carácter de estratega y visionaria política. Cuando Cristina se despide de la plaza el 9 de diciembre de 2015 y le recuerda a cada uno de los que están allí que son dueños de su destino y lo deben hacer valer. En abril de 2016, en su primera citación a indagatoria en Comodoro Py, cuando ante una multitud que desafía la lluvia ya entonces anuncia la necesidad de un “frente ciudadano”. En junio de 2017, en el estadio de Arsenal, cuando lanza el proyecto de Unidad Ciudadana. Y en mayo de 2019 cuando proclama a Alberto Fernández como candidato a presidente del Frente de Todos. Hay una línea recta allí, que desemboca en la recuperación y el triunfo de hoy, que Bauer se ocupa muy especialmente de señalar. En la columna del debe de Tierra arrasada debe señalarse que el impacto del movimiento feminista, crucial en su transversalidad política y en su enfrentamiento con la cultura patriarcal del macrismo, está sorprendentemente ausente. Es un vacío muy notorio en una película en cuyos créditos –director, guionistas, técnicos-- solamente se leen nombres masculinos. Los movimientos sociales también pueden reclamar por su ausencia en Tierra arrasada, considerando que junto con algunos gremios (como Cetera y Ate, que sí están debidamente señalados) también fueron esenciales en sostener la resistencia al modelo neoliberal. Esas omisiones en todo caso pueden sentirse reparadas en parte por el registro del trabajo silencioso y cotidiano de ese ejército de mujeres del conurbano que se pusieron al hombro los merenderos familiares, cada vez más concurridos ante la expansión del hambre y la miseria. En un plano formal, la edición por momentos se vuelve demasiado apresurada y trepidante, impidiendo la participación activa del espectador desde un espacio de reflexión, que en un film de esta índole se necesita, y mucho. Lo mismo sucede con la música, que tiende a subrayar incluso aquellos momentos que piden silencio, porque tienen su propia, genuina emoción. Un rostro transido, una multitud abigarrada, una bandera al viento se valen por sí solos y no siempre la película, arrastrada por su propia urgencia, se detiene a darles todo el valor que tienen por sí mismos.
"El irlandés": paredes pintadas de rojo La mejor película del director en 30 años se verá por una semana solamente en una única sala porteña y un puñado de cines del interior, para luego llegar a Netflix. No resulta arriesgado afirmar que El irlandés es la mejor película de Martin Scorsese en casi 30 años. Desde Buenos muchachos (1990) --que funciona casi como su espejo invertido-- que el gran cineasta estadounidense no hacía un film de una envergadura semejante, un capolavoro que se conecta de manera directa con lo más identitario de su obra a la vez que la enriquece y la amplía de modos insospechados. Es lamentable que una película de uno de los grandes autores del cine contemporáneo, claramente concebida para ser exhibida en pantalla grande (como se pudo disfrutar en la clausura del Festival de Mar del Plata), a partir de hoy solamente se pueda ver por unos pocos días en una única sala de la ciudad de Buenos Aires y en un puñado del interior del país, a raíz de la férrea política de exhibición que impone su compañía productora Netflix, obstinada en privilegiar su plataforma digital. Basada en un libro documental del ex fiscal estadounidense Charles Brandt que lleva por título I Heard You Paint Houses, no pasan más de cinco de los 210 minutos que dura El irlandéspara que el espectador se entere de qué manera –y de qué color— solía pintar las paredes Frank "The Irishman" Sheeran. Ni Jackson Pollock con su “action painting” fue más rápido y eficaz en lo suyo. Y los rojos profundos --los preferidos de Sheeran-- no tienen nada que envidiarle en intensidad a los de Mark Rothko. Frank Sheeran (Robert De Niro, también en su mejor trabajo en décadas) era un veterano de la Segunda Guerra Mundial, con amplia experiencia como soldado de infantería en la invasión de Sicilia y la batalla de Anzio, cuando es reclutado por la familia mafiosa Buffalino, más precisamente por la cabeza del clan, Russell (Joe Pesci). Por entonces, Frank era un simple camionero y descubre la manera de ganarse unos dólares extra robando la mercadería que él mismo transportaba. Que fueran reses recién salidas del matadero es casi una premonición de los encargos de mayor envergadura que poco a poco le irán confiando tanto Russell Buffalino como su socio Angelo Bruno (Harvey Keitel). A esos italianos les gustaba el modo veloz, discreto y eficiente con el que este irlandés de pocas palabras era capaz de eliminar a todo a aquel que se interpusiera en los negocios del clan. Lo que hace Frank, en definitiva, no es muy distinto a lo que hacía en la guerra: cumple órdenes. En la visión de Scorsese y su extraordinario guionista Steven Zaillian (que ya trabajó con Marty en Gangs of New York y también con sus amigos Brian De Palma y Steven Spielberg), no hubo nada de heroico en el paso de Sheeran por el ejército. Aprendió a matar, simplemente. Incluso a ejecutar a prisioneros a sangre fría. A diferencia de la épica bélica que siempre fomentó Hollywood, con apenas un par de pinceladas Scorsese invierte el tablero y da cuenta del tipo de formación con que solían regresar los soldados que habían combatido en Europa. Al menos Sheeran, que era una máquina de matar. Como ya sucedía en Goodfellas, el protagonista es también el narrador en primera persona, aquel que va enhebrando recuerdos y anécdotas. Y también como en Buenos muchachos, el relato avanza y retrocede en el tiempo, un poco a la manera de Faulkner, como un libre fluir de la conciencia. Es notable cómo Scorsese y su histórica montajista Thelma Schoonmaker logran entrar y salir de esa estructura con una facilidad y un ritmo deslumbrantes. Si es necesario, la película pisa el acelerador y resuelve personajes y situaciones con la misma celeridad con que Sheeran vacía el cargador de sus armas, de las que luego sistemáticamente se deshace. Y cuando el director lo considera pertinente, The Irishman se detiene todo el tiempo que sea necesario en diálogos aparentemente banales, en discusiones absurdas, en detalles que pueden parecer fútiles, pero que sin embargo resultan determinantes para comprender no sólo la naturaleza de sus personajes sino también el contexto político de su época. Ya en Casino (1995), título significativo si los hay, Scorsese había dado muestras de cómo funciona en esencia el sistema capitalista que rige la economía de su país: como una mesa de apuestas en la que sólo gana la banca. Pero aquí en The Irishman va aún más lejos y se interna no sólo en los procesos de acumulación de capital por parte de la mafia sino también en sus contactos políticos y sindicales, básicos para la construcción de poder. Es aquí cuando aparece el tercer vértice del triángulo equilátero que conforman primero De Niro y Pesci y al que se suma el gran Al Pacino, como Jimmy Hoffa, legendario líder del gremio de los camioneros en los Estados Unidos. Es Buffalino quien tiene contacto directo con Hoffa y quien le presenta a Frank como el hombre de confianza que necesita, para todo servicio: guardaespaldas, consigliere y hasta su mejor amigo incluso. Es gracioso verlos juntos en piyama, como un matrimonio entrado en años, discutiendo tácticas gremiales desde sus camas gemelas, en uno de los tantos hoteles a los que los llevaban sus giras proselitistas. De una ambición desmesurada, Hoffa gustaba demostrar el poder de su gremio y alardear de sus conexiones políticas, que no tenían necesariamente un fundamento ideológico sino esencialmente pragmático. Su apoyo económico a la campaña de John Fitzgerald Kennedy, por ejemplo, fomentado por el mismísimo Frank Sinatra (Scorsese no se priva de dar nombres propios), estuvo ligado no sólo a conseguir ascenso social sino también a derrocar a Fidel Castro para que sus amigos de la mafia pudieran volver a instalar sus casinos en Cuba. El fracaso de la invasión a Bahía de los Cochinos (es Sheeran quien lleva en un camión a Florida las armas que usarán los cubanos entrenados por la CIA) y la persecución que el fiscal Bob Kennedy hace de Hoffa en busca de su propia notoriedad ponen en pie de guerra a los clanes mafiosos italianos, que de la noche a la mañana pasan a revistar junto a los republicanos de Richard Nixon. Si Scorsese nunca se había metido tan profundamente en política, hay una estructura mítica que nunca abandona y que aquí reaparece con más fuerza que nunca: el tema de Judas. Desde Calles peligrosas (1973) hasta Los infiltrados (2006) pasando por La última tentación de Cristo(1988) y por supuesto por Goodfellas, el problema de la traición atraviesa como una espada toda su obra. Y aquí Frank Sheeran, en una encrucijada que marca casi toda la última hora de película, deberá decidir a quién de sus mentores rinde lealtad y a quien traiciona y finalmente mata. Que a la vez, Sheeran se comporte puertas adentro de su casa, como un padre ejemplar, no impide la mirada muda pero de terror primero y desprecio después de su hija mayor (Anna Paquin), que le agrega una capa más de lectura a esta suerte de réquiem otoñal, donde los buenos muchachos hace tiempo que han dejado de serlo.
"Un día lluvioso en Nueva York": Woody perezoso El largometraje número 48 del realizador funciona apenas como un refugio rápido y fácil en el cual se permite algunos ajustes de cuentas con el periodismo. Filmada hace más de dos años y archivada desde entonces en los Estados Unidos por Amazon, el estudio que la produjo, a raíz de la tormenta mediática y judicial que Woody Allen viene atravesando por acusaciones de abuso sexual de una de sus hijas , Un día lluvioso en Nueva York vendría a ser algo así como “la película prohibida” del director de Dos extraños amantes. Nada más lejos, sin embargo, de esa aura nefanda que el abúlico largometraje número 48 del realizador y el primero que lleva en su título –Manhattan o Broadway Danny Rose no cuentan, porque son distritos o calles-- el nombre de la ciudad que ama y a la que le ha dedicado gran parte de su obra. Suerte de nuevo paréntesis en su largo y seguro exilio europeo, al que acaba de regresar , A Rainy Day in New York es poco más que lo que promete su título. Una joven pareja llega a la Gran Manzana desde su espléndida residencia universitaria para pasar el fin de semana en la ciudad, pero se tropieza con distintos azares que los separan en vez de unirlos en lo que imaginaban una escapada romántica. El (Timothée Chalamet) se llama Gatsby y --como sugiere el nombre del protagonista de la novela de Francis Scott Fitzgerald-- es alguien no sólo acostumbrado al lujo sino a todo aquello que se asocia con la sofisticada Nueva York de otras épocas: el jazz, el penumbroso Café Carlyle, las comedias musicales en blanco y negro. En fin, una suerte de alter ego de Allen, pero de 23 años. Ella se llama Ashleigh (Elle Fanning) también nació en la riqueza, pero en Tucson, Arizona, y por lo tanto no tiene ni la cultura ni el roce social de su novio. Se podría decir que es la invariable rubia tonta y provinciana, que en el cine clásico que Allen tanto admira seguramente hubiera sabido dar vuelta su suerte, pero a quien aquí el director no le permite esa oportunidad. En Un día lluvioso en Nueva York es más evidente que nunca algo que siempre estuvo de manera más o menos latente en las últimas dos décadas de la obra de Allen (lo que no es decir poco, considerando que filma al ritmo de una película al año): la pereza, la dejadez, la falta de rigor, el todo vale, como si Woody ya no quisiera tomarse la molestia de pegarle una segunda revisada al guion o de pensar alguna solución a la puesta en escena que no sea el más ramplón y cómodo plano y contraplano con elemento decorativo de fondo. Ese abandono tan evidente en muchos de sus tours cinematográficos por Europa –como en la bochornosa A Roma con amor(2012)-- había gozado de una bienvenida tregua en Café Society(2016) y La rueda de la fortuna (2017), sus dos películas inmediatamente anteriores, también filmadas en los Estados Unidos y donde se advertía un esfuerzo por construir mundos y personajes más allá de los estereotipos. Un día lluvioso en Nueva York, en cambio, es lo que Hitchcock llamaba un “run for cover”, un refugio rápido y fácil en el cual Allen apenas si se permite algunos ajustes de cuentas dedicados al periodismo (“la profesión más antigua del mundo después de la prostitución”) en medio de su guerra personal con los medios, al punto de que dice del New York Times que “al final todos los periódicos se vuelven sensacionalistas”. ¿Lo mejor de su nueva, anacrónica película? Las actuaciones secundarias de Liev Schreiber y Jude Law como un director y su guionista, respectivamente famosos y también alcohólicos y mujeriegos. Y la banda de sonido, por supuesto, que en plan neoyorquino depresivo-melancólico incluye como leitmotivs dos baladas eternas: “Misty”, por su autor, Erroll Garner, y “Everything Happens To Me”, interpretada por el propio Timothée Chalamet. ¿Lo peor? Algún chiste de mal gusto sobre la risa ridícula de la cuñada del protagonista (que no hace nada por ganarse el afecto de quienes consideran misógino a Allen) y el tremendo error de casting de Selena Gomez y Diego Luna, fatales ambos, como si el productor lo hubiera convencido de incluirlos para satisfacer al mercado latino. ¿El virtuoso fotógrafo Vittorio Storaro? Bien, gracias. Si no hubiera pintado un artificioso atardecer en los rostros de los personajes aún cuando está lloviendo, la película luciría un poco menos falsa.
"Guasón": tiembla Ciudad Gótica La sorpresiva ganadora del León de Oro de la Mostra de Venecia es algo así como la gran tragedia americana, pero vista a través de un vidrio oscuro, de un espejo deformante, una suerte de "Pagliacci" made in Hollywood. Es temprano por la mañana, se filtra una luz cansada, mortecina, por las ventanas, y la radio ya escupe sus primeras malas noticias: por una huelga en el servicio de recolección de residuos, se acumulan más de diez toneladas de basura por día en las calles de Ciudad Gótica, las ratas se están haciendo un festín y el peligro de una peste es inminente. Pero cuando Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) sale finalmente a enfrentar ese infierno, lo que se ve, sin embargo, no tiene nada que ver con otras Gotham City, brillantes y estilizadas, que tanto han fatigado el cine derivado del mundo cómic. Se diría más bien que es como una Nueva York de los años ’70, a la manera de Taxi Driver: hay allí un abigarramiento sórdido, un húmedo calor humano, que va más allá de los modelos de los autos y la dirección artística de la época. Arthur no parece del todo ajeno a ese mundo, a pesar de su atuendo, el único colorido de una paleta amarronada: va vestido y maquillado como un payaso y con una pancarta con la que se supone promociona la bondad de algún producto al que nadie presta atención. Salvo un grupo de adolescentes que se la roban, salen corriendo con Arthur detrás y al que en un callejón le preparan una brutal emboscada, moliéndolo a golpes y patadas y dejando a ese triste clown llorando de impotencia y dolor entre la basura. Así empieza Guasón, la película escrita y dirigida por Todd Phillips que sorpresivamente se alzó con el premio mayor de la Mostra de Venecia . Y de allí en más, sólo será un constante y progresivo descenso a los infiernos. En este Joker hay una novedad que es también una virtud. Se trata, como su mismo título lo indica, de una película y un personaje salidos del universo de DC Comics, debidamente acreditado en los títulos. Pero que a diferencia de casi todo lo anterior surgido de esa franquicia, se toma la libertad de construir una ficción que --sin dejar de ser tributaria de la saga a la que pertenece-- cobra una autonomía infrecuente en este tipo de producciones. Esa es la novedad. La virtud estriba en que la película escrita y dirigida por Todd Phillips –un director a quien hasta ahora se asociaba sólo con la Nueva Comedia Americana, particularmente con la exitosa saga ¿Qué pasó ayer?— está a la altura de su ambición, que es mucha, desmedida, desusada. El Joker de Phillips es algo así como la gran tragedia americana, pero vista a través de un vidrio oscuro, de un espejo deformante.Una suerte de ópera trágica, un Pagliacci –el prólogo remite al de la ópera de Leoncavallo: ¿acaso los payasos no tienen sentimientos?— pero concebida en Hollywood en base a sus tradiciones, a las que no vacila en subvertir. ¿Qué es sino un Guasón en el que no aparece Batman? El célebre encapotado no es mencionado aquí ni una sola vez, aunque se cita fugazmente su mito de origen, su trauma original. Peroen la película de Phillips los traumas que importan son los del Joker, que son muchos y que tienen que ver tanto con una disfuncionalidad estrictamente familiar (los padres terribles) como con una sociedad violenta, sectaria, individualista, al borde de su disolución. Hay ganadores (muy pocos, los que operan en Wall Street) y muchísimos perdedores, la clase prestadora de servicios, entre ellos Arthur, a quien su madre postrada se empeña en llamar “Happy”, aunque ese hombre que parece hecho de alambres retorcidos carga sobre sus espaldas con una tristeza infinita. “Creo que no fui feliz ni un solo instante en toda mi vida”, le confiesa Happy a su terapeuta, quien a su vez le informa que el gobierno ha decidido recortar todos los servicios sociales y que ya no lo podrá atender ni recetarle medicación. Que esa dependencia pública para personas carenciadas se cierra sin más (¿les suena? Quien quiera percibir allí un eco actual y local, podrá hacerlo). Happy encontrará, sin embargo, por pura casualidad, un remedio que ni siquiera sabía que existía, un revólver, con el que provoca una masacre, después de haber sido golpeado y humillado una vez más. De pronto, descubre que ya no necesita su medicación y que puede, por fin, bailar casi tan ligeramente como su admirado Fred Astaire. Y para su sorpresa y sin siquiera tomar conciencia de ello, se sorprende al verse convertido en un justiciero por mano propia, en un vengador anónimo, al que muchos consideran un héroe. Serán muchos más incluso cuando el candidato a alcalde Thomas Wayne --un multimillonario de ideología meritócrata, que como el Rudy Giuliani de NY promete tolerancia cero-- afirme por televisión que “quienes hemos hecho algo con nuestras vidas siempre consideraremos a esa gente unos payasos”. Las máscaras de payasos, entonces, se multiplicarán en Gotham City. Las referencias a Taxi Driver en particular y al cine de Martin Scorsese en general se van acumulando en Joker de manera gradual pero incesante. La ciudad desnuda, la fantasía con una novia, los juegos de autoestima con un arma, el coqueteo con el suicidio, la violencia súbita como válvula de escape, el realismo sucio con que la notable fotografía de Lawrence Sher filma las calles... Pero se trata, claro, de un realismo sucio transfigurado, teñido por la irrupción de ese payaso tan sensible como siniestro, que pone en cuestión la noción de “normalidad”. Es allí donde aparece en Guasónotra película de Scorsese que funciona como inspiración de la de Phillips: El rey de la comedia. Que Robert De Niro--en el que sin duda es su mejor trabajo en años-- sea aquí el animador de un popular programa de televisión a quien Arthur admira hasta la obsesión, es mucho más que un guiño cinéfilo. Es la constatación de que el director Todd Phillips encontró en esa película injustamente olvidada de Scorsese un modelo a seguir en cuanto a lo que significa ser o no ser normal en una sociedad que todavía sigue bajo el influjo de una televisión que no cesa de imponer la ideología dominante. Un poder mediático que crea falsas expectativas de éxito y fama y que no duda en burlarse o demonizar al diferente, al “otro”, en su constante afirmación del conformismo y el status quo. Si en algún momento, hacia el final, el Joker de Todd Phillips amenaza con naufragar, si diera la impresión de que sus excesos pudieran llegar a provocar una fisura y hacer tambalear su estructura, y que ciertas reiteraciones (aunque el film opera conscientemente por acumulación) se pueden interpretar como subrayados, allí está el enorme Joaquin Phoenix para mantener todo en pie. Ya se sabe que Phoenix es un actor extraordinario, el Marlon Brando de su generación, y su Guasón –que logra opacar incluso al de Heath Ledger, lo que no es poca cosa— no hace sino confirmarlo. Hay toda una humanidad sufriente en su Joker, que no por ello deja de ser intrínseca, patológicamente violenta. Su cuerpo se retuerce víctima de sus propias contradicciones y conflictos psicológicos, mientras que su rostro ya de por sí es una máscara inquietante aún cuando no lleva maquillaje. Hay algo profundamente perturbador en el Joker de Phillips que le debe mucho al complejísimo “Happy” de Phoenix, capaz de reír y llorar al mismo tiempo, y de bailar al ritmo suave de la versión de “Smile” que popularizó Jimmy Durante, una de las muchas excelentes elecciones de la banda de sonido que incluye también el uso dramático de las siempre conmovedoras versiones de “That’s Life” y “Send in the Clowns” de Frank Sinatra, aquí resignificadas en una clave que seguramente nunca imaginó “Ol' Blue Eyes”.
Cobayos humanos rumbo a un agujero negro Un grupo de criminales son prisioneros a bordo de una suerte de container volador que atraviesa la inmensidad del espacio exterior. Un invernadero con algunas pocas frutas y hortalizas, una inquietante bota suelta semienterrada en esa tierra artificialmente fértil, los pasillos vacíos de una nave espacial, el llanto de un… ¿bebé? Los momentos iniciales de High Life, la primera película hablada en inglés de la gran cineasta francesa Claire Denis, son tan perturbadores como misteriosos y despiertan inmediatamente la curiosidad. ¿Qué es exactamente esa nave? ¿Cuál es su propósito? ¿Quiénes están a bordo? ¿Desde cuándo? ¿Qué pasó allí adentro? El primero de los muchos méritos de la nueva realización de la directora de Bella tarea es el modo en el que va dosificando la información. No se trata simplemente de generar suspenso (que lo hay) sino de ir introduciendo paulatinamente al espectador en ese micromundo tan lejano a la Tierra que se desplaza solitario en el más inconmensurable universo exterior. De hacerlo partícipe de ese viaje incierto hacia un agujero negro, sin tiempo ni destino conocidos. Cineasta siempre áspera y muchas veces incluso extremadamente violenta, como recordarán quienes vieron Trouble Every Day, Claire Denis es también capaz de hacer films de una rara calidez y ternura, ajena a todo sentimentalismo, como era el caso de su obra maestra, 35 rhums. En High Life se diría que están todas las facetas de su obra juntas, como si hubiera conseguido que esta coproducción internacional con estrellas de la magnitud de Robert Pattinson y Juliette Binoche sea tan personal e intransigente como cualquiera de sus films previos. El amor en el cine de Denis siempre es una cuestión de piel. Y aquí lo es más que nunca, en el modo en el que filma a su protagonista, Monte (Pattinson), apretando cariñosamente contra su cuerpo el de una beba de apenas unos meses de edad. El contraste de esa masa de masculinidad, acentuada por los rasgos filosos del actor, con la mullida y frágil redondez de la beba, produce un singular efecto estético y emotivo. Hay allí un lazo extremadamente fuerte, que pareciera exceder incluso al de padre e hija. Hay una inmensa soledad compartida, que no siempre fue tal. No conviene revelar mayores detalles de la trama de High Life, que la directora irá descubriendo poco a poco en una serie de flashbacks que nunca son explicativos sino más bien evocativos, en la medida en que son recuerdos dispersos de lo que fue la vida en esa nave, y de lo que fue incluso la vida en la Tierra. En ese sentido, se diría que así como 35 rhums estaba imbuida del espíritu de Primavera tardía (1949), del director japonés Yasujiro Ozu, High Life parece tomar su inspiración del cine de Andrei Tarkovski en general y de Solaris (1972) y Stalker (1979) en particular. El espíritu del genial director ruso parece sobrevolar a High Life -en las imágenes de esa nave desierta poblada de fantasmas, en esos perros difusos que parecen escapados de una catástrofe- pero son apenas sombras de un mundo anterior que Claire Denis incorpora al suyo propio. Un mundo capaz de albergar proscriptos de toda laya, como la temible Dra. Dibs, que Juliette Binoche -con una melena negra que le llega hasta la cintura- convierte en una suerte de Medea interespacial, una filicida desterrada, mezcla de sacerdotisa y bruja, que da rienda suelta a su sexualidad de la manera más brutal. No es la única criminal a bordo de esa suerte de container volador -una nave “proletaria” como el Nostromo de Alien- que se aleja del sistema solar con su cargamento de cobayos humanos. Todos fueron prisioneros y allí, en la inmensidad del espacio exterior, lo siguen siendo. Pero la luz cegadora de un agujero negro no deja de ser una promesa de libertad.
La odisea de los giles: el corralito y la bóveda A partir de la novela La noche de la Usina, de Eduardo Sacheri, la película trabaja sobre un imaginario traumático para la clase media argentina. “Este es el mejor momento, peor no nos puede ir, ¿qué más nos puede pasar?”, dice con ingenuo optimismo uno de los protagonistas de La odisea de los giles justo antes de meterse junto a un grupo de amigos en un proyecto cooperativo quizás demasiado grande para ellos, invirtiendo hasta el último peso de sus ahorros reunidos a lo largo de toda una vida. Lo que esos bienintencionados todavía no saben es que están a la vuelta de la esquina de la crisis de diciembre de 2001. Basada en la novela La noche de la Usina, de Eduardo Sacheri, premio Alfaguara 2016, el cuarto largometraje como director de Sebastián Borensztein es particularmente fiel al texto original no solo porque el propio Sacheri fue su coguionista –con esa destreza narrativa que el autor tiene para los diálogos-- sino porque la película trabaja sobre el mismo imaginario traumático para la clase media argentina. Por un lado, el tristemente célebre “corralito” de 18 años atrás, que incautó y licuó los depósitos de miles de ahorristas. Y por otro, un trauma mucho más reciente y también mucho más imaginario: las “bóvedas” donde los villanos –de película o de la vida real— se supone que guardan los dólares que le roban a “la gente”. Divididos en bandos estereotipadamente diferenciados, hay dos campos antagónicos en La odisea de los giles. El primero y mucho más numeroso es el de esos improvisados cooperativistas, encabezados por Perlassi (Ricardo Darín) y Fontana (Luis Brandoni), dos históricos vecinos de un típico pueblo de la provincia de Buenos Aires, un poco a la manera de los que Osvaldo Soriano convirtió en metáforas políticas y sociales de la Argentina. Ellos son quienes quieren poner en pie una vieja acopiadora de granos que podría volver a dar trabajo y vida a ese pueblo casi fantasma. Perlassi es un clásico uomo qualunque, sin bandería política, a su manera un “emprendedor”, aunque también dispuesto a dar pelea; Fontana en cambio reivindica olvidadas consignas anarquistas pero -en una vuelta de tuerca que la película resignifica deliberadamente a medida de la encarnación de Brandoni- chicanea como buen gorila a su amigo Belaúnde (Daniel Aráoz), incorregiblemente peronista. Los enemigos jurados de esta Armada Brancaleone son un gerente de banco traicionero y, en particular, su socio en la maniobra con la que les esquilman la plata: un abogado inescrupuloso y oportunista (Andrés Parra), que hace construir una bóveda en medio del campo para esconder esos dólares mal habidos y custodiados por un sofisticado sistema de alarmas. Si la inspiración de los cooperativistas para recuperar su dinero en plan thriller sale de una vieja película en VHS protagonizada por Audrey Hepburn (Cómo robar un millón de dólares), el modelo sobre el que trabajan Borensztein y Sacheri es a su vez el de las producciones de Aries Cinematográfica en general y el de Plata dulce (1982) en particular, que aparece expresamente citada en la novela. Relato coral, costumbrismo nac & pop, humor y sátira social eran los condimentos de la película de Fernando Ayala que ahora retoma La odisea de los giles, con unos valores de producción y una factura técnica que entonces eran impensables y que hoy –en esta costosa coproducción argentino-española que incluye a una compañía de teléfonos celulares excesivamente citados— se dan por moneda corriente. ¿Tradición o regresión? Un poco de ambas, se diría. Queda clara la intención de entroncarse en un modelo narrativo que fue exitoso y aspira a volver a serlo, con un elenco de primeras figuras que además de Darín padre, Brandoni y Aráoz incluye también a Chino Darín, Verónica Llinás, Carlos Belloso y Rita Cortese, entre otros. Pero esa construcción no deja de ser a su vez un déjà vu, una nueva vuelta atrás para el cine argentino de alto presupuesto, que en los últimos años, salvo escasas excepciones, se ha refugiado en las fórmulas más probadas y conservadoras.