El skate como rito de iniciación El protagonista de Supercool se revela como un guionista y director sensible, capaz de hacer el retrato de un pre-adolescente con el minimalismo de un Raymond Carver. Para definir En los 90, conviene desbrozar la maleza y despejar equívocos. El primero tiene que ver con su director, el debutante Jonah Hill (35 años), un actor formado en la escudería de Judd Apatow en pleno auge de la Nueva Comedia Americana y que hizo fama y fortuna –la revista Forbes lo señaló como uno de los mejor pagos de su generación-- a partir de su primer protagónico en Supercool (2007). Pero el primer largo de Hill como realizador, estrenado en el último Festival de Toronto, no tiene nada que ver con esas comedias irreverentes y fumonas de una década atrás. Mid90s es ante todo un relato de iniciación, unas pocas pero muy precisas pinceladas sobre la vida de un pre-adolescente de Los Angeles que está justo en ese momento en que le resulta imperioso definir su identidad. A los golpes si es necesario. Golpes es lo primero que vemos que recibe Stevie (Sunny Suljic, una revelación) de parte de su hermano mayor. Muchos y fuertes. Tantos que el pibe de 13 años queda todo amoratado de la paliza. Pero Stevie demostrará a lo largo de la película –de escasos, sintéticos 85 minutos de duración— que nada es capaz de amilanarlo cuando se propone algo, sea lo que sea. Desde volver a entrar a la pieza de su hermano –una suerte de sancta santorum donde atesora una colección de gorras de béisbol y los primeros CDs de la época— hasta ganarse la amistad y el respeto de unos skaters un poco mayores que él. Y que además de enseñarle los trucos de las tablas, también lo iniciarán en el alcohol, las drogas y las chicas. Nada que no se haya visto en otras películas de ese género que Hollywood llama coming-of-age. Y que antes, en el romanticismo, los alemanes denominaban Bildungsroman, a partir del Wilhelm Meister de Goethe. La de Stevie no es, sin embargo, una novela de aprendizaje sino más bien una serie de cuentos cortos de un realismo sucio y un minimalismo “carveriano”, con el mismo personaje atravesando distintas situaciones en uno de los tantos suburbios de Los Angeles en los que la enceguecedora luz del sol parece pintar todo de blanco, mientras en la banda de sonido se escucha a Morrisey o The Pixies. A diferencia de los skaters de Paranoid Park (2007), de Gus Van Sant, que expresaban la angustia adolescente a una escala metafísica, o los del serbio Nikola Lezaic en Tilva Ros (2011), signados por el nihilismo y la violencia latente de su país, los de Mid90s no expresan otra cosa que su mera circunstancia. Están allí, en ese lugar, en ese momento, en una suerte de eterno presente, en el que sin embargo se está definiendo su futuro. Alguno se dedicará profesionalmente al skate, como el negro Ray (el rapper Na-Kel Smith), otro quizás al cine, como ambiciona Fourth Grade, que anda siempre con una cámara de video en la mano. ¿Y Stevie? No se sabe, es muy chico todavía. Y tiene muchos más golpes para darse en la vida, además de los que se pega con la bendita tabla. Pero a partir de esos “Mid90s” sabrá que, a pesar de todo, siempre puede contar con su mamá (Katherine Waterston, la coprotagonista de Inherent Vice, de Paul Thomas Anderson), de sus amigos e incluso hasta la de su hermano. Que si le pega no es porque no lo quiera, sino porque no sabe de qué otro modo expresar toda la frustración que lleva adentro.
Todos contra todos en la ciudad desnuda La primera película en solitario del codirector de El ciudadano ilustre tiene la misma misantropía y violencia tóxica que Relatos salvajes. Si no fuera porque 4x4, la primera película dirigida en solitario por Mariano Cohn, dura 90 minutos, bien podría ser una suerte de apéndice de Relatos salvajes. Algo así como un corto que –por su excesiva duración– se quedó afuera de la película de Damián Szifron y que ahora llega, cinco años después, a la manera de un bonus track. 4x4 tiene la misma estructura de fábula perversa de aquellos cuentos crueles, la misma violencia tóxica y la misma misantropía, en tanto lo que predomina en el film de Cohn es una aversión universal al género humano. Algo no muy distinto, por otra parte, a lo que sucedía en sus realizaciones previas junto a Gastón Duprat –ahora coguionista y coproductor de 4x4–, como El ciudadano ilustre (2016) o El hombre de al lado (2009). La anécdota es simple. Un pibe chorro –pelo teñido de rubio, camiseta rosada de Boca, cadena de oro al cuello– le echa el ojo a una flamante camioneta 4x4 estacionada en una calle de barrio y no puede dejar pasar la oportunidad. Entra con una facilidad pasmosa, se dedica con rápido profesionalismo a sacar el estéreo, se prueba satisfecho los anteojos de sol que encuentra en la guantera y antes de irse decide dejarle un regalo al propietario: en un gesto de resentimiento de clase, le orina el tapizado con una sonrisa canchera. El problema es que cuando se quiera ir, le resultará imposible: la camioneta se cierra automáticamente, como una caja fuerte. Está completamente blindada e insonorizada y sus vidrios son polarizados, por lo cual nadie del exterior puede saber que el tipo está exasperado allí dentro de esa trampa, muriendo lentamente de sed y desesperación. Nadie salvo el propietario de esa 4x4, denominada justamente Predator. Se llama Enrique Ferrari (Quique para los amigos), nació en Quilmes, tiene 60 años, es médico, cuenta que ya le robaron 28 veces y durante casi toda la película no se le ve la cara: se comunica por el teléfono que ostenta la camioneta en el tablero y tortura sistemáticamente a su presa no sólo con sus buenos modales sino también activando por control remoto la refrigeración y la calefacción, hasta hacer del ladrón un cuerpo casi inerte. Conviene no contar más de la trama, que tiene algunas modestas vueltas de tuerca y también algún viejo truco de guión. Pero más allá de señalar la proeza técnica -que no es lo mismo que artística- de filmar una película casi por completo dentro de la cabina de una camioneta, conviene detenerse en la visión del mundo del film, que parece salida de las páginas del matutino Clarín, de hecho coproductor asociado al proyecto y al que se menciona explícitamente en uno de sus diálogos. La inseguridad parecería ser la única preocupación de los argentinos de bien, esa clase media que como Quique añora la vida sin rejas ni cámaras de seguridad de hace “medio siglo atrás”, que es –casi, casi– como echarle la culpa a los últimos 70 años de fiesta de los que suele hablar el Presidente. La venganza ciega, la justicia por mano propia, los “vecinos” que como un devaluado coro griego se quejan de “los chorros que entran por una puerta y salen por la otra” están planteados –en palabras del propio director en la información de prensa– para “sacudir al espectador, hacerlo sentir juez y parte, sembrar un dilema moral”. El maniqueísmo de la película, sin embargo, no parece proponer demasiados matices, a pesar de los esfuerzos de Peter Lanzani, Dady Brieva y Luis Brandoni, los tres a cargo de personajes a quienes el guión condena a cargar con sus respectivas penitencias a cuestas, y que cada uno enuncia en voz alta en monólogos tan explicativos como elementales.
El villano preferido de Washington D.C. El director de La gran apuesta se mete de lleno en ese sanctasanctórum del poder que es la Casa Blanca y descubre entre sus pasillos a una figura no tan oscura como opaca, sin brillo, pero no por ello menos peligrosa: Richard “Dick” Bruce Cheney. La Nueva Comedia Americana se pone seria. O un poco, al menos. Lo suficiente como para participar con chances del ritual del Oscar, al que hasta ahora la Academia de Hollywood le había habilitado apenas la entrada de servicio. Y que ahora, con los chicos domesticados, le abre la puerta grande. Por un lado, Green Book –de ese adalid de la NCA, Peter Loco por Mary Farrelly– consiguió no sólo cinco nominaciones de importancia para la estatuilla sino también la posibilidad de colarse como favorita por el premio principal, con la aleccionadora historia real de una improbable amistad interracial a comienzos de los años ‘60, en pleno Deep South. Y por otro, El vicepresidente: Más allá del poder, de Adam McKay (el director que lanzó a la fama a Will Ferrell), reunió ocho candidaturas, con su satírica biografía de Dick Cheney, el vice de George W. Bush durante la guerra con Irak, lo que hace de él no tanto el mejor villano de Hollywood sino más bien el de Washington D.C. En rigor a la verdad, McKay no es un recién llegado al Oscar: ya tiene una estatuilla como mejor guionista por La gran apuesta (2015), donde quiso demostrar que se puede hacer humor con las tragedias de la economía y la política, como fue el caso de la famosa explosión de la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos, que una década atrás terminó con un tendal de víctimas entre los ahorristas mientras los bancos que la promovieron fueron rescatados por la Casa Blanca. Ahora McKay se mete de lleno en ese sanctasanctórum del poder y descubre entre sus pasillos a una figura no tan oscura como opaca, sin brillo, pero no por ello menos peligrosa: Richard “Dick” Bruce Cheney. La película lo dice de entrada, en las primeras escenas, sin vueltas: Cheney (a cargo de un irreconocible Christian Bale) fue el hombre en las sombras capaz de “cambiar el curso de la historia”, un trepador oportunista que estuvo en el lugar y el momento apropiados para hacer valer todo su poder –mucho más del que se suponía que tenía– y enriquecerse más allá de lo imaginable. Lo que Vice –el título original del film, que juega con la palabra “vicio”– no alcanza nunca a explicar muy bien, por más que hace todos los esfuerzos posibles, es cómo un personaje al que la película misma presenta en su juventud como un borracho, mediocre e incluso como un estúpido consiguió llegar tan alto en la escala del poder, al punto de de- satar una guerra que causó 4500 bajas estadounidenses y 600 mil muertos iraquíes, mientras a él le sirvió para hacer crecer las acciones de su compañía, la petrolera Halliburton, en más de un 500 por ciento. Las disculpas de McKay están inscriptas con letras de molde en el primer minuto de película: “We did the fucking best…”, o en un castellano apto para todo público, “hicimos todo lo posible”. Si esas disculpas se pueden aceptar, por la naturaleza excepcionalmente reservada y fantasmal del personaje, no es tan sencillo justificar que la película –después de su vertiginoso comienzo, ambientado el 11 de septiembre de 2001, mientras se derrumbaban las Torres Gemelas– se vuelva tan aburrida y morosa como una reunión de gabinete. Y eso que a lo largo de sus más de dos horas se suceden todo tipo de personajes de relevancia pública, como los presidentes Ronald Regan, Richard Nixon, Gerald Ford y George W.Bush (a cargo de Sam Rockwell) y figuras prominentes de sus gabinetes, como Donald Rumsfeld (a cargo de otra figura surgida de la NCA, Steve Carell), a quien McKay pone en nivel de importancia y sinuosidad por encima del mismísimo Henry Kissinger. En todo caso, el poder en las sombras de esa sombra que ya de por sí es Cheney sería, según Vice, Lynn (Amy Adams), la mujer de Dick. Determinada, ambiciosa y más reaccionaria que su marido, si eso fuera posible, Lynn viene a ser la Lady Macbeth de la película, tanto que el director McKay se permite en un momento parodiar explícitamente una posible versión shakespeariana de su personaje. Quizás ese tono desaforado que McKay se toma en broma hubiera sido más adecuado y subversivo para su tema, pero seguro que no le reportaba tantas candidaturas al Oscar.
Las vueltas en el camino de la vida Leve, afable, la nueva película de Clint es un Eastwood familiar, tanto en el sentido literal como metafórico del término. La vejez, el paso del tiempo y las cuentas pendientes a saldar antes de la inexorabilidad de la muerte han planeado como una sombra en la obra de Clint Eastwood, desde Los imperdonables (1992) hasta Gran Torino (2008), que se suponía -él mismo en su momento lo dio a entender- iba a ser su despedida como actor. Diez años después de aquel hito en su filmografía, Eastwood vuelve a dirigirse a sí mismo en La mula, una película de una sencillez infrecuente en el altisonante cine estadounidense actual y en la que el último gran director clásico de Hollywood vuelve una vez más a esos mismos temas, que había postergado durante su controvertida saga dedicada al problema de la naturaleza del héroe –Francotirador, Sully, 15:17 Tren a París–, donde necesariamente se había apartado de la pantalla. El punto de partida de The Mule es simple y está basado en un hecho real (como lo eran también los de sus películas recién mencionadas) recogido en un artículo periodístico reciente de la New York Times Magazine titulado “The Sinaloa Cartel’s 90-Year-Old Drug Mule”: la historia de un anciano que con su camioneta, su piel blanca, sus ojos azules y su pretendida inocencia llegó a hacer una docena de viajes cargado de cocaína para un poderoso cártel de narcos mexicanos. El guión de Nick Schenk -el mismo libretista de Gran Torino- parece sin embargo escrito a medida del propio Eastwood, de forma tal que al suceso central, al que no es ajena una investigación de la Drug Enforcement Administration (DEA), le va agregando personajes, escenas y detalles que calzan como un guante a la personalidad y la leyenda que el actor se forjó a lo largo de décadas y que él mismo se ocupó de ir cuestionando y deconstruyendo en los últimos tiempos. A la columna vertebral de la trama, de un moderado suspenso, que nunca pretende recargar, Eastwood y Schenk la van enriqueciendo con una subtrama que va ganando espesor y en la que el director parece querer mirarse como si lo hiciera frente a un espejo, que no siempre le devuelve su mejor imagen. Earl, su protagonista, tiene casi su misma edad (Eastwood ya cumplió 88 años) y –como el actor y director– siempre privilegió el trabajo y la vida extramarital a su vida familiar, eternamente postergada, como le recriminan su ex mujer (Diane Wiest) y su hija (Alison Eastwood, hija del director, nada menos). No es que Earl ahora de viejo pretenda redimirse –un verbo que no figura en el diccionario Eastwood– pero sí eventualmente está dispuesto a asumir sus responsabilidades y reconocer sus errores. Y hacérselos ver también a quienes todavía están a tiempo de corregirlos, como se desliza en un par de diálogos casi al pasar que mantiene ya sea con un narco mexicano que supone que su trabajo para el cártel lo es todo, o con el agente de la DEA (Bradley Cooper) que lo persigue incansablemente y que por lo tanto también está postergando su propia vida, como si no existiera otra que no fuera la del trabajo. Ni qué decir del propio Eastwood, que actuó en más de 70 películas, de las cuales dirigió 37, sin señales de retiro a la vista, pero sí con unos cuántos guiños personales a todo aquello en su vida que fue dejando atrás. En ese sentido, La mula –un título que alude no sólo al “oficio” de Earl sino también a su testarudez– parece dialogar tanto con Million Dollar Baby (2004), donde el distanciamiento entre padre e hija era dramáticamente determinante, como con Curvas de la vida (2012), donde Eastwood no dirigía pero su personaje era más Clint que nunca y se permitía restablecer el vínculo con su hija, interpretada por Amy Adams. Leve, afable, no exenta de humor irónico –como cuando el anacronismo del protagonista se tropieza con la corrección política actual–, La mula tiene una puesta en escena tan funcional como elegante. Y es un Eastwood familiar, tanto en el sentido literal como metafórico del término.
Dar la cara por las mujeres iraníes Con una estructura narrativa derivada de las road-movies de Abbas Kiarostami, el director de El espejo y El círculo vuelve a ocuparse de las mujeres de su país, en este caso tres generaciones de actrices que refieren al pasado, presente y futuro del cine iraní. Con Tres rostros, su cuarta película realizada bajo libertad restringida, el gran director iraní Jafar Panahi –todavía prisionero del régimen teocrático de su país, del que no puede salir desde hace nueve años– demuestra que su talento y su imaginación no sólo no tienen fronteras, sino que incluso las desafía de modo permanente. Desde la extraordinaria Esto no es un film (2011), rodada en su propia casa, cuando cumplía arresto domiciliario y que envió al Festival de Cannes de manera clandestina, Panahi ha venido construyendo una obra que no deja de ser autorreferencial con respecto a su situación de encierro, pero que a su vez no le impide ver el mundo circundante: la opresiva Cortina cerrada (2013) dio paso a Taxi Teherán (Oso de Oro de la Berlinale 2015), una comedia luminosa en la que era evidente la felicidad que le producía poder volver a circular por las calles de la ciudad, aunque todavía tuviera que filmar de modo casi clandestino. No es el caso de Tres rostros, donde Panahi –protagonista de sus propios films– se muestra cada vez más libre y se aventura ahora lejos de Teherán, hacia una provincia remota, en la frontera con Turquía y Azerbaiyán. Conduciendo su propio vehículo, lleva de pasajera a Behnaz Jafari, una actriz muy famosa en su país (lo es también en la vida real, donde trabaja en cine y televisión), que viaja visiblemente angustiada. Acaba de recibir en su teléfono celular el video de una adolescente de esa región remota, en el que la chica supuestamente se suicida en cámara, en un acto de desesperación ante la incomprensión de su familia, que no le permite inscribirse en el Conservatorio de Arte Dramático. ¿Se trata de un suicidio verdadero o de una broma pesada? Durante el prolongado viaje en auto –todo un leitmotiv en el cine iraní, particularmente en el de Abbas Kiarostami, a quien Panahi aquí homenajea de modo explícito sin necesidad de nombrarlo– no alcanzan a esclarecer el caso y es por eso que deciden ir a la aldea de donde han averiguado proviene la chica. En el camino primero y en el pueblo después, se irán encontrando con distintos personajes, cada uno con sus peculiaridades y sus demandas, incluidas las de la familia de la adolescente desaparecida, que responden a tradiciones ancestrales. El impacto que provoca la llegada de una celebridad al pueblo también da lugar a situaciones equívocas y malentendidos, a los que contribuye que no todos los habitantes de la región hablan farsi sino turco. Pero una pista determinante para develar el enigma que los recién llegados pretenden resolver es que allí en ese pueblo ya de por sí aislado vive, completamente apartada del mundo, Shahrzad, un actriz y bailarina muy popular en el cine iraní previo a la Revolución de los Ayatolas, en 1979, y que desde entonces fue prohibida en Irán por la sensualidad con que interpretaba sus personajes. Y aunque nunca se la llega a ver en el film, Panahi se ocupa de que su presencia fuera de campo sea particularmente significativa. Tanto como lo es la ausencia del propio Panahi en los principales festivales internacionales a donde envía sus películas y a las que no puede acompañar. El director de El espejo (Leopardo de Oro en Locarno 1997) y El círculo (León de Oro en Venecia 2000) parece sugerir que esos tres rostros a los que alude el título del film representan, cada uno a su manera –la actriz censurada, la estrella actual, la aspirante a serlo– el pasado, presente y futuro del cine iraní. No parece una casualidad que las tres sean mujeres, a quien Panahi siempre ha prestado particular atención, mucho antes de que fuera políticamente correcto hacerlo. En los tres casos, la lucha siempre es un poco la misma: contra el olvido, contra la condena oficial y contra los prejuicios sociales y religiosos. Pero como lo prueba su nueva película, Panahi está dispuesto no sólo a enfrentar la adversidad sino también, fundamentalmente, a dar la cara, todas las veces que sea necesario.
En busca de la patria de la infancia Por primera vez en más de tres lustros, el director de Gravedad dejó Hollywood y volvió a México para hacer un film autobiográfico capaz de trascender el gesto meramente autorreferencial para dar cuenta de un país y de una época en plena transición social. Desde el éxito internacional de Y tu mamá también (2001), que entonces lo consolidó en Hollywood, hacía diecisiete años que el director Alfonso Cuarón no filmaba en México, su país natal. Y su regreso con Roma –que viene de ganar el León de Oro de la Mostra de Venecia y sin duda tendrá varias nominaciones en la próxima ceremonia de los premios Oscar– no pudo haber sido mejor. Se trata de una película extremadamente personal, casi autobiográfica como lo ha reconocido el propio Cuarón (autor también del guion, la fotografía y el montaje), pero que es capaz de trascender el gesto meramente autorreferencial para dar cuenta de un país y de una época en pleno momento de transición, hacia 1971, cuando comienzan a producirse transformaciones sociales y levantamientos estudiantiles que se perciben determinantes. O que en todo caso el film –y esa es sin duda una de sus virtudes– los hace parecer determinantes. Película ambiciosa como pocas, la paradoja de Roma es que está construida a partir de una infinidad de detalles, como si esa escala por momentos casi microscópica con la que Cuarón mira una instancia en la vida de su propia familia fuera capaz de construir un gran plano general sobre la sociedad de su época. Esa mirada, hay que decirlo, es una asumida mirada de clase, la de un realizador nacido en el seno de una familia acomodada, en una amplia casa de dos plantas en un barrio tranquilo y confortable del Distrito Federal mexicano: Colonia Roma, de ahí el título de la película. Pero aunque tienen papeles preponderantes, sobre todo el personaje de la madre, no son los miembros de su familia quienes llevan sobre sí el peso del relato sino Cleo, la muchacha de origen mixteco que de la mañana a la noche se ocupa de todas y cada una de las tareas domésticas junto a otra compañera también importada del interior profundo de México, con quien comparte una minúscula piecita del fondo. Es Cleo, sin embargo, la protagonista absoluta de Roma, porque es en Cleo en quien la madre confía gran parte de la crianza de sus hijos y a quien esos cuatro hermanos (tres varones y una niña) quieren casi como si fuera su madre. La debutante Yalitza Aparicio, maestra jardinera de profesión, es el primer hallazgo sobre el cual se apoya Roma. Sin su sensibilidad y su ternura la película toda hubiera sido inimaginable. El hecho de que –hasta ahora, al menos– no fuera actriz le otorga una verdad que una profesional seguramente no le hubiera podido dar al personaje y consigue que Cleo sea el eje gravitacional a partir del cual gira toda el universo de Roma. Ese universo es deliberadamente amplio y Cuarón procede siempre en un mismo sentido: va de lo particular a lo general. Como lo deja sentado ya el plano inicial del film, puede ir desde las figuras hipnóticas de las baldosas del patio bañadas por el agua jabonosa que esparce Cleo hasta el cielo que de pronto se refleja en ellas y por el que se ve atravesar un avión, como si la vida toda estuviera en otra parte. Hay una deliberada voluntad de hiperrealismo en Roma que la minuciosa fotografía en blanco y negro a cargo del propio Cuarón –y que conviene apreciar en sus proyecciones en sala oscura antes que en la plataforma online (ver aparte)– se ocupa de resaltar, quizás incluso de manera abusiva. Pero se trata, sin duda, de la película de un obsesivo, de un director que no quiere dejar nada librado al azar y que pretende que cada uno de sus recuerdos se convierta en materia estética, a toda costa. Para alguien que viene de filmar los últimos tres lustros en Hollywood, con presupuestos de los más altos del mundo (Harry Potter y el prisionero de Azkabán, Niños del hombre, Gravedad) el regreso al cine mexicano no implica necesariamente ajustarse a esa escala local. La de Cuarón sigue siendo la escala de Hollywood, con todo lo que el dinero puede comprar, empezando por una maniática reconstrucción de época que se permite recrear escenas urbanas con una multitud de extras, decorados y transportes de todo tipo. Y si su ambición es casi wellesiana, en el uso de los travellings y los planos–secuencia, su memoria es felliniana, en tanto Roma es su Amarcord: un pasado idealizado por el paso del tiempo y en el que todo parece más grande, más dramático y más fantástico de lo que quizás fue. Ese afán de absoluto se percibe en el modus operandi con que Cuarón va construyendo la estructura del film. Por un lado, pasa de las escenas domésticas, casi naturalistas, en muchas ocasiones teñidas por un humor nostálgico, a los grandes momentos de bravura, de un dramatismo exacerbado. En su 135 minutos hay por lo menos cuatro de esos momentos que en cualquier otra película apenas si serían el único clímax: la visita de Cleo al hospital en medio de un terremoto; la frustrada compra de una cuna en el mismo momento en el que el ejército mexicano (auxiliado por fuerzas paramilitares) reprime una manifestación estudiantil; la terrible instancia del parto, quizás el momento más reprochable de Roma; y un épico salvataje ante un mar embravecido en la playa de Veracruz. Que cada una de estas escenas –y muchas otras, como esa en la que Cleo va a un paupérrimo suburbio a buscar a su novio y ese cielo proletario se ve surcado de pronto por un funambulesco hombre bala– tenga dentro del mismo plano varios movimientos internos de distinta naturaleza e intensidad habla de la voluntad demiúrgica de Cuarón, un cineasta que no se conforma con reflejar el mundo sino que quiere forjarlo él mismo en todos sus detalles. La ambición de sus compatriotas y colegas generacionales Alejandro González Iñárritu y Guillermo Del Toro quizás sea similar, pero de los tres se diría que el único auténtico cineasta es Cuarón, en tanto es capaz de trabajar con las herramientas estéticas legadas por los grandes maestros e intentar con ellas elaborar su propia poética, aplicada aquí a reconstruir la patria perdida de su infancia.
Un fantasma de ronda por Leningrado El film de German Jr. hace de lo íntimo una manifestación capaz de alcanzar dimensión política sin perder la escala humana, personal. A diferencia de su contemporáneo más famoso, Andrei Zvyagintsev, director de El regreso, Elena y Leviatán, todas premiadas en los grandes festivales internacionales y estrenadas también en la Argentina, el también ruso Aleksei German Jr. es un cineasta de la sutileza y la introspección. Mientras el primero usa y abusa de las gruesas alegorías sociales, German Jr. trabaja en el sentido contario: hace de lo íntimo una manifestación capaz de alcanzar dimensión política sin perder la escala humana, personal. Y su película más reciente, Dovlátov, uno de los puntos más altos de la competencia oficial de la última Berlinale, no hace sino confirmarlo. Y como varios de los films que se lucieron en la Berlinale de febrero pasado (entre ellos el alemán Transit, de inminente estreno porteño), Dovlátov también es una historia de fantasmas, de personajes perseguidos y silenciados por la historia. Su relato transcurre en menos de una semana, hacia noviembre de 1971, en ocasión de un nuevo aniversario de la revolución soviética. Son apenas seis días en la vida de Serguéi Donátovich Dovlátov, un escritor de origen judío que nunca llegó a ver publicada su obra en vida en la URSS y que, como informa sucintamente el film, alcanzó una enorme popularidad en Rusia recién a partir de los años 90, poco después de su muerte. Es notable la manera en que German Jr. –hijo de uno de los grandes cineastas de su país, director de obras maestras como Mi amigo Iván Lapshin (1984) y Qué difícil es ser dios (2013)– es capaz de pintar una suerte de gran fresco íntimo, valga la paradoja. Con un uso imponente del CinemaScope, Dovlátov sigue a su protagonista en su rutinaria vida cotidiana, ocupándose de su pequeña hija y haciendo de cronista periodístico de una unidad de trabajo en los astilleros de Leningrado mientras intenta, sin suerte, ser admitido por la Unión de Escritores. Esta obstinación no tiene que ver con la necesidad de reconocimiento: esa pertenencia es lo único que le garantizaría la posibilidad de publicar sus textos en un marco cultural extremadamente restrictivo. Al modo de una Dolce vita eslava, la película de German Jr sigue la deriva fantasmal de su protagonista (interpretado por el serbio Milan Maric, un actor de notable parecido físico con Marcello Mastroianni) mientras comparte interminables tertulias after hours con otros poetas en su misma situación, como su amigo Joseph Brodsky, quien a diferencia de Dovlátov llegó a la consagración en vida cuando, ya exiliado en los Estados Unidos, fue premiado con el Nobel. Con un virtuosismo fuera de norma, German Jr. –ganador del Oso de Plata de la Berlinale con su film inmediatamente anterior, Bajo las nubes eléctricas (2015)– construye unos soberbios planos secuencia que van dando la noción de ese mal sueño del que Dovlátov nunca alcanza a despertar, a pesar de su filosa ironía y de su humor mordaz, que tampoco lo ayudan a granjearse la simpatía de la intelligentsia oficial. La luz deliberadamente brumosa que compone ese maestro de la fotografía que es el polaco Lukasz Zal (el mismo iluminador de Ida y Cold War, de Pawel Pawlikowski) contribuye de manera determinante no sólo a la melancolía que tiñe al protagonista sino también a la idea que subyace a toda la película y que una escena ilustra de manera muy especial: durante una excavación para extender el subterráneo, aparecen los cadáveres de unos niños sepultados por una bomba durante la Segunda Guerra Mundial. Para bien o para mal, el pasado –como quizás no imaginó el propio Dovlátov– siempre vuelve a emerger en el presente.
A la saga “Ocean” le robaron el swing En pleno apogeo del protagonismo femenino en Hollywood, la cuarta entrega de la serie iniciada por La gran estafa es todo un gineceo. El problema es que ya no está al timón Steven Soderbergh, ahora meramente productor, y al director Gary Ross le falta sentido del ritmo. Como en la trilogía liderada por George “Danny Ocean” Clooney – La gran estafa (2001), La nueva gran estafa (2004), Ahora son 13 (2007)– elenco no le falta a Ocean’s 8: Las estafadoras. Pero tal como indica su título, ahora las encargadas de llevar a cabo un nuevo golpe del siglo son todas mujeres. Signo de los tiempos. La industria del espectáculo suele ser rápida de reflejos y en pleno apogeo del protagonismo femenino en Hollywood la cuarta entrega de la serie Ocean es todo un gineceo. Lo que no quiere decir que Las estafadoras sea un film feminista, precisamente. En los minutos iniciales, lo primero que hace la protagonista, después de salir de la cárcel, es pasar por una lujosa casa de cosméticos y robarse todos los lápices labiales y perfumes que estén al alcance de su mano. Como para que quede claro cuáles son las prioridades de las chicas... Pero ése, claro, no es el atraco del siglo, sino apenas una necesidad perentoria de Debbie Ocean (Sandra Bullock), hermana del recordado Danny, que aparentemente estaría muerto, algo de lo que ella misma duda. El robo, la estafa y el escamoteo, en su versión más lúdica y mágica, está en la sangre de la familia y los cinco años que Debbie pasó en prisión estuvo planeando cómo quedarse con un collar de diamantes de Cartier valuado en 150 millones de dólares. Aquí ya no estamos en los hoteles de Las Vegas, preferidos por la rama masculina, sino en la cena de gala del Museo Metropolitano de Nueva York, la más exclusiva de los Estados Unidos, y en la que de acuerdo a la idea que sigue teniendo Hollywood de la mujer se pueden lucir en pantalla todo tipo de joyas, vestidos y maquillajes, como si la película fuera una versión en movimiento de las revistas Vogue y Vanity Fair. Para el atraco, Debbie arma el mejor equipo de los últimos cincuenta años, compuesto íntegramente por mujeres y que –de acuerdo también a la corrección política imperante– es multiétnico y respetuoso de las minorías, en tanto incluye a la morocha Rihanna como una súper rasta-hacker fumona y a la asia-americana Awkwafina como una punga de alta gama. No se sabe muy bien cuál es la especialidad de Cate Blanchett, salvo darle las réplicas a Bullock, pero lo que resulta evidente es que entre ambas pareciera existir un tácito concurso de cirugías estéticas, al punto de que a veces parece imposible recordarlas tal como eran antes del botox. Las más divertidas y zafadas son Anne Hathaway, como la estrella que deberá portar en su cuello la quincallería de Cartier, y su modista personal, Helena Bonham-Carter, que por su atuendo y actuación parece escapada de alguna película de su ex Tim Burton. Por lo demás, está todo lo que tiene que estar en una película de robos –la planificación, las dificultades, los disfraces, los gadgets– pero lo que se extraña, y mucho, es al director Steven Soderbergh, aquí simplemente productor ejecutivo. Su reemplazante, Gary Ross, sin duda está acostumbrado a manejar producciones de gran presupuesto, como la primera parte de Los juegos del hambre, pero tiene la mano pesada. Este tipo de películas, livianas como una pluma, requieren de todo aquello que a Soderbergh le sobra –ligereza, ritmo, swing– y que a la película de Ross le falta, como si se lo hubieran robado.
Fantasmas en los estantes de la biblioteca Sin aportar sorpresas ni novedades, el film más reciente de Roman Polanski, presentado como clausura del último Festival de Cannes casi un año atrás, es un amable corolario a su obra, como si el cinéfilo consecuente se pudiera encontrar de nuevo un poco en casa, en territorio sólido y conocido, en manos de un realizador que tiene su propio universo al que sigue siendo capaz de aportar una serie de variaciones nunca exentas de cierta riqueza. Cineasta del encierro y la paranoia, Polanski encontró ahora en una novela de Delphine de Vigan –quienes la han leído no tienen sino palabras de elogio para ella– un material del que no le cuesta apropiarse y que se relaciona tanto con algunos de sus clásicos de antaño (Repulsión, El inquilino) como con su cine más reciente (El escritor oculto, La Venus de las pieles). La iniciadora del proyecto fue su mujer, Emmanuelle Seigner, quien leyó la novela y le propuso encarnar a su protagonista, Delphine, una escritora exitosa que después de haber entregado su libro más popular y de convertirse en una figura pública se siente más estresada y sola que nunca. Y lo que es aún peor, completamente bloqueada, incapaz de tipiar una sola palabra en la ominosa pantalla en blanco a la que se enfrenta cada mañana en su procesador de texto. Es allí cuando entra en escena una admiradora misteriosa (Eva Green, cada vez con más tendencia a la sobreactuación), que logra ganarse la confianza de Delphine y que poco a poco no sólo se inmiscuye en su cotidianeidad sino que empieza a tomar el control de su vida, al punto de manejarle no sólo su casa sino también su correspondencia y su relación con el mundo exterior. Que ese personaje se llame Elle (¿el ello freudiano, fuente inconsciente de toda energía liberadora?) y que se presente como una escritora “fantasma” (esos autores anónimos que escriben las biografías de personajes famosos) son algunas de las pistas que ofrece el nuevo film de Polanski para sugerir que, quizás, esa mujer con quien Delphine desarrolla una relación de dependencia tóxica quizás no sea otra cosa –la ambigüedad aquí es esencial– que una proyección de su imaginación, como los fantasmas que poblaban la mente de Catherine Deneuve en Repulsión. Así como hay elementos recurrentes de la obra de Polanski en Basada en hechos reales (el título del film proviene a su vez del título de la novela que Delphine terminará escribiendo), también parece sencillo encontrar claves del cine de Olivier Assayas, el consagrado director francés, que aquí oficia humildemente como guionista pero deja su huella, considerando que sus dos últimos films como realizador, El otro lado del éxito y Personal Shopper, también tenían que ver con asistentes personales a cargo de la vida de mujeres famosas. Y en el segundo de esos films, incluso también con fantasmas.
Como un retrato cubista En el nuevo film de Garrel hay una precisión, una capacidad de síntesis y una limpieza de ejecución que hablan de un cineasta en plena forma, relajado tanto en su relación con los personajes como con los actores. En su film más reciente, premiado en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes del año pasado, Philippe Garrel vuelve a demostrar que sigue teniendo un pulso impecable para contar pequeñas historias de amor y desamor en blanco y negro, como su película inmediatamente anterior, A la sombra de las mujeres, que la temporada anterior pasó injustamente inadvertida por la cartelera de Buenos Aires. Un poco como el coreano Hong Sang-soo, que también trabaja en una escala íntima y suele privilegiar la imagen monocromática, Garrel cuenta siempre un poco la misma historia, la de un desencuentro amoroso, pero con distintas variaciones. En este caso, el de un profesor de Filosofía cincuentón (Eric Caravaca), enamorado de una bella estudiante (Louise Chevillotte) que tiene la edad de su hija (Esther Garrel), quien a su vez se muda con ellos después de tener una terrible crisis con su novio. Nada más, pero tampoco nada menos, considerando que en el guion colabora por segunda vez con Garrel el legendario Jean-Claude Carrière (ver entrevista aparte) y en la fotografía está el exquisito Renato Berta, un auténtico maestro de la luz. La novedad importante en el cine de Garrel está en que aquí, por primera vez, las mujeres atraen en su totalidad la atención del director, que hasta su film inmediatamente anterior siempre ponía en pie de igualdad a la pareja, con sus idas y vueltas, con sus lealtades y traiciones. Las dos chicas de Amantes por un día –título que alude a una famosa canción interpretada dolorosamente por Edith Piaf– se apoyan mutuamente, dejando al hombre en un evidente segundo plano: una para intentar paliar los tormentos de su reciente y traumática separación; la otra para esconder sus frecuentes travesuras e imprudencias. Desconfiadas entre sí al comienzo, no tardarán en hacerse amigas, cómplices y confidentes incluso. Al fin y al cabo, tienen la misma edad y pueden compartir sus secretos: un intento de suicidio o unas fotos comprometedoras las asocian impensadamente a la espalda del hombre con quien conviven y que es, a la vez, padre y amante. Y que no la tiene fácil en ese doble rol, donde siempre parece quedar desubicado, haga lo que haga. Cierto humor fino pero no por ello menos absurdo pareciera asomar también por primera vez en el cine de Garrel, cortesía quizás de Monsieur Carrière, que siempre supo encontrar el punto de irrisión entre el hombre y la mujer, o entre un hombre y sus dos mujeres, que por momentos parecen un poco la misma, como sucedía en Ese obscuro objeto del deseo (1977), de Luis Buñuel. En el nuevo film de Garrel hay una precisión, una capacidad de síntesis (apenas 75 minutos dura la película) y una limpieza de ejecución en cada escena que hablan de un cineasta en plena forma, muy seguro de sí mismo y relajado tanto en su relación con los personajes como con los actores que los interpretan. La figura geométrica del triángulo adopta nuevos aspectos, los vértices parecen cambiar permanentemente de lugar y la trama juega con sus criaturas como si tratara de un cuadro cubista, donde no se sabe bien donde comienza una y dónde termina la otra. El trío protagónico está excelente en su totalidad, pero no se puede dejar de hacer una mención aparte para Esther Garrel, la nueva revelación de la familia: nieta de Maurice y hermana de Louis, dos tremendos actores, la hija menor del director Philippe le hace honor al apellido con una interpretación y una fotogenia fuera de norma. Todo el amor, el humor, el dolor e incluso el ridículo conviven en ella con una naturalidad no exenta de cierto pathos trágico que le da al personaje una profundidad que de otra manera quizás no tendría.