La belleza de los rostros y los pueblos Campesinos, mineros, amas de casa, hombres, mujeres, niños y ancianos posan para la cámara de los realizadores, cuentan sus historias y terminan revelando su verdadera estatura. Para estos tiempos de iniquidad, ningún antídoto mejor que Visages Villages (Rostros, pueblos), el nuevo documental de Agnès Varda, la venerable abuela de la Nouvelle Vague, que a los 89 años sigue tan activa y lozana como siempre y que aquí entrega una obra de una vitalidad y una nobleza de la que sería bueno que tomaran nota otros cineastas, entregados al cinismo y al escarnio. Siempre atenta a los cruces de lenguajes, géneros y disciplinas, y dueña de una eterna curiosidad y espíritu juvenil, aquí Varda no está sola. La acompaña JR, un fotógrafo y artista perfomático francés de origen tunecino que se convierte en su cómplice, co-director y compañero de viaje. Un poco como en la recordada Les glaneurs et la glaneuse (2000) –sin duda una de sus mejores películas en medio siglo de trabajo–, Visages Villages es una road-movie en toda la regla, como también lo era Sin techo ni ley (1985), su film de ficción más logrado y el que mejor ha tolerado el paso del tiempo, en un cuerpo de obra donde el documental siempre ha llevado las de ganar. Es más, se diría que cada vez que Varda se pone en movimiento, sale a la ruta y se va tropezando con desconocidos con quienes inmediatamente establece una relación de confianza mutua consigue sus trabajos más verdaderos y perennes. A bordo de la camioneta especialmente equipada del fotógrafo JR, que en Francia se ha ganado el apodo de “artivista urbano”, Varda se embarca con su joven amigo en busca de algunos de los pueblos y rincones más olvidados de Francia, para encontrar y conocer a sus habitantes. Y fotografiarlos, porque Varda es también una fotógrafa legendaria. Una fotógrafa que hoy, a su edad, tiene lógicamente problemas de visión, que no hace nada por ocultar. Al contrario, los expone de tal manera que parece posible también ver la realidad del mundo de otro modo, con los ojos de la sabiduría. Y riéndose un poco de sí misma, al hacer de su dúo con JR una suerte de acting de Laurel y Hardy, pero sin ánimo de destruir sino más bien de acariciar, a veces casi al borde del sentimentalismo. Con esas fotos, el dúo dinámico concibe unos enormes murales que –allí mismo, en el acto– el especialista JR se encarga de montar sobre una pared abandonada o la tapia de un granero, como una forma de celebrar la belleza de esa gente anónima con la que se cruzan a su paso. Y devolverles su verdadera, monumental estatura, oculta en los fragores de la vida cotidiana. Campesinos, mineros, trabajadores y trabajadoras portuarios, amas de casa, hombres, mujeres, niños y ancianos pasan por delante de las cámaras de Varda y JR y cuentan algo de sus historias. O más bien, son sus rostros estampados en piedra o madera los que narran con sus facciones la vida que llevan a cuestas. “¿Para qué hacen estos murales?”, pregunta uno de los retratados, ante lo cual Varda dice no tener certezas. “Para dar rienda suelta a la imaginación”, sugiere dubitativa. La respuesta adecuada a esa pregunta parece formularla en cambio un trabajador que, al entrar a la mañana en su fábrica, se encuentra de pronto con un inmenso mural en el que se reconoce junto a todos sus compañeros. “¡Qué sorpresa!”, dice. “Para eso está el arte, ¿no? Para sorprender…” Un solo punto oscuro encuentra Varda en su recorrido. Hacia el final, siente la necesidad de reencontrarse con Jean-Luc Godard, en Rolle, la pequeña ciudad suiza al borde de lago Leman donde vive recluido el ogro legendario. Y haciendo honor a su fama, el monstruo nunca llega a abrir la puerta, no recibe a quien supo ser su amiga y compañera de ruta en los años 60. “Si quiso herirme, lo consiguió”, se lamenta Varda, casi al borde de las lágrimas. Pero no deja de perdonarlo: “Es un perro ingrato, pero igual lo quiero”, dice mientras le deja en el picaporte un pequeño obsequio, tan simple y cálido como quien lo regala.
Pespuntes secretos en los pliegues El director de Petróleo sangriento vuelve a reunirse con su actor fetiche en la historia de un amor perverso, enfermizo. Se podría pensar que en la obra de Paul Thomas Anderson conviven dos cineastas, con obvios puntos en común pero a la vez con notorias diferencias. Ambos son arrogantes, ambiciosos y tienden a la megalomanía, pero a la vez abordan temas y personajes bastante distintos. Por un lado, está el implacable, feroz observador de la cultura popular, aquel capaz de pintar extravagantes frescos de la sociedad estadounidense desde sus costados más sórdidos, menos prestigiosos. Ese Anderson va desde Boogie Nights (1997), ambientada en el submundo del porno, hasta Vicio propio (2014), un film-noir revisionista sobre la novela de Thomas Pynchon, pasando por el mosaico de Magnolia (1999), donde la estética de la televisión y los reality shows era determinante. A diferencia de estos films corales, con influencia reconocida del cine de Robert Altman, Paul Thomas Anderson ha hecho retratos individuales de personalidades tan singulares y avasallantes como psicóticas: Embriagado de amor (2002), con Adam Sandler; Petróleo sangriento (2007), con Daniel Day-Lewis, y The Master (2012), con Philip Seymour Hoffman. A esta última categoría pertenece El hilo fantasma, oscura historia de un amor enfermizo, que es en principio la del protagonista consigo mismo, y luego con una mujer con quien erigirá una insondable folie à deux. Casi como si fuera un alter ego del propio Anderson, cineasta obsesivo y perfeccionista si los hay, Reynolds Woodcock (nuevamente Daniel Day-Lewis, en la que anunció será su despedida del cine) es un maestro de la alta costura británica, un excéntrico y exquisito que solamente admite lo mejor. Y lo mejor empieza y termina por él mismo, por sus creaciones para lo más alto de la realeza y la aristocracia europeas de los años 50, cuando Londres todavía estaba lejos de ser la fiesta que sería recién durante los “swinging sixties”. Solitario, riguroso y sibarita, nadie duda en su ambiente –un ambiente cerrado, agobiante, todavía victoriano– de que se trata del “hombre más exigente del mundo”, como alguien lo define. Una definición que bien puede aplicarse tanto al personaje como a su director e incluso al actor que lo encarna, famoso justamente por su exigencia consigo mismo y con los demás. Los psicoanalistas pueden llegar a hacerse un festín con Reynolds Woodcock, que sueña recurrentemente con su madre, largamente fallecida, y de quien recuerda incluso su olor al despertar. “Los muertos cuidan de los vivos, me gusta esa idea”, se tranquiliza Reynolds antes de afrontar su disciplinada rutina diaria, que comienza con un desa- yuno en el que no puede faltar el té de Lapsang y en el que impone silencio absoluto, al margen de que a su mesa estén sentadas tanto alguna amante ocasional –a quien no tardará en echar de su casa– como su hermana, que en más de una ocasión pareciera su amante tácita, muda, en las sombras. Extraordinaria composición de Lesley Manville (una actriz frecuente en el cine de Mike Leigh), esta mujer vestida siempre rigurosamente de negro y celosa guardiana de su hermano-patrón parece heredera del ama de llaves de Rebeca, una mujer inolvidable (1940), de Alfred Hitchcock, de donde el film sugiere haber tomado cierto espíritu gótico. Un encuentro fortuito con una mesera de una posada de provincias provocará una grieta en la estructura monolítica del protagonista. En esa chica de pueblo (Vicky Krieps), sugestivamente llamada Alma, Reynolds encuentra no sólo a su amante ideal sino también, y antes que nada, a su musa inspiradora. Para él, no hay mejor declaración de amor que cuando la lleva a su estudio y la desnuda, pero para volver a vestirla, ahora con las creaciones que él imagina para ella. Un poco a la manera fetichista de Buñuel, Reynolds hace de Alma su maniquí preferido: la observa, la mide, la viste y la desviste. Ese obscuro objeto del deseo, sin embargo, es a su vez un sujeto con sus propias ideas acerca del amor, que irá inoculando –literalmente– en la vida de Reynolds, hasta volverse indispensable. Ese hilo fantasma de perversión es con el que se va bordando lenta, inexorablemente una historia de amor plena de pespuntes secretos, escondidos en sus pliegues más recónditos.
El turismo no es para los héroes Basada en un hecho real e interpretada por quienes lo protagonizaron, la nueva película del director de Sully es un tour por Europa que termina a las piñas y los tiros. El 21 de agosto de 2015, tres amigos estadounidenses que viajaban por Europa (dos de ellos enlistados en las Fuerzas Armadas, el tercero un civil) se enfrentaron a un terrorista islámico en un tren con destino a París y, junto con otros pasajeros, lo dominaron y lograron evitar una masacre. Como en sus dos films inmediatamente anteriores, Francotirador (2014) y Sully (2016), el director Clint Eastwood vuelve a basarse en hechos y personajes reales, muy reconocibles por el espectador medio estadounidense, con la salvedad de que aquí se animó a ir más lejos y confió sus protagonistas a aquellos que lo fueron en el episodio real: Spencer Stone, Alek Skarlatos y Anthony Sadler, condecorados con la Legión de Honor por el presidente francés François Hollande y recibidos como héroes al regreso a su país. Prudentemente, la Academia de Hollywood no se sintió en la necesidad de incluir a ninguno de ellos en las candidaturas al mejor actor. Como en esos dos films previos, Eastwood vuelve aquí a preguntarse por la naturaleza del héroe, un tema que lo ha obsesionado durante casi toda su obra como actor y director. La diferencia con Sully e incluso con La conquista del honor (2006), sobre los “héroes accidentales” de Iwo Jima, celebrados por haber sido protagonistas de una célebre foto que luego se reveló trucada, es que en 15:17 Tren a París no hay matices, dudas, claroscuros ni sutilezas de ningún tipo: se diría que esos tres amigos son héroes por el sólo hecho de haber nacido en “la tierra de los libres y el hogar de los bravos”, como se canta en el himno estadounidense. En la que sin duda es su peor película en años (Francotirador era muy cuestionable desde lo ideológico pero no tanto desde lo cinematográfico), Eastwood hace de la biografía de esos tres muchachos una suerte de experimento fallido en psicología conductista. En su infancia –informa la película, a la manera de un telefilm de los ‘80– los tres eran rebeldes y valientes en el colegio y ya les justaba jugar con réplicas de fusiles M16 y AK47. “La guerra tiene algo especial: la solidaridad, la hermandad”, pronuncia orgulloso uno de esos niños, que luego siente que está “llamado a un fin mayor”, una de las frases del guion que inexorablemente conducirá al enfrentamiento triunfal con el terrorista, quien por el contrario no parece tener historia ni biografía alguna: es apenas una figura barbuda y rabiosa con estereotipada cara de villano. Entre sus años de crecimiento, rodeados de barras y estrellas (nunca se deben haber visto más banderas estadounidenses en pantalla), y la fugaz lucha que sirve como clímax narrativo, la película se distrae largamente con los paseos de los amigos por Roma, Venecia y Ámsterdam, todo filmado con tanto desgano y torpeza que el espectador es capaz de pedir a gritos volver a ver alguno de los films turísticos más banales de Woody Allen antes que seguir las peripecias de esos young americans arrojando monedas a la Fontana di Trevi o comiendo pizza frente al Gran Canal.
Todos los hombres de los presidentes El director de Lincoln vuelve a sumergirse en el barro de la historia de su país con la lucha periodística por los “Pentagon Papers”. Todo comienza en plena selva vietnamita, durante la invasión estadounidense, hacia 1966. “Cuidado con ese tipo, viene a observarnos”, dicen unos marines, preparándose para entrar en combate. Desconfían de un oficial que además de su arma reglamentaria carga con otra potencialmente mucho más peligrosa: una máquina de escribir portátil. Ese tipo resultó ser Daniel Ellsberg, quien medio siglo atrás se adelantó a Edward Snowden y Chelsea Manning, provocando una filtración de seguridad de una dimensión y unas consecuencias quizás mayores a la de los Wikileaks y conocida en su momento como los “Pentagon Papers” (Los papeles del Pentágono). De esa punta del hilo empieza a tirar Steven Spielberg para ir develando la apasionante trama The Post: los oscuros secretos del Pentágono, una película que vuelve a demostrar no sólo su extraordinaria capacidad narrativa, que lo ratifica como uno de los grandes cineastas de la tradición clásica, sino también su interés por el barro de la historia estadounidense, como ya lo había puesto de manifiesto en su notable Lincoln (2012), un film injustamente ignorado en su obra. Ellsberg, que aún vive, era asesor directo y hombre de plena confianza de Robert McNamara, Secretario de Defensa entre 1961 y 1968. Como tal, reunió un caudal de información asombroso sobre la intervención estadounidense en el sudeste asiático que él mismo luego se encargó de filtrar a la prensa, cuando tomó conciencia de que la mentira sistemática era una política de Estado –sostenida al menos por cinco presidencias consecutivas de distinto signo, tanto demócratas como republicanas– para avalar ante la opinión pública de su país esa guerra imperial que sólo tenía por objeto equilibrar la balanza geopolítica y que costó cientos de miles vidas de ambos bandos. A diferencia de lo que puede sugerir el título del film, el Washington Post no fue el primero en publicar esas filtraciones, sino su eterno rival, el New York Times, que por entonces le llevaba varios cuerpos de ventaja. Hacia 1971, cuenta la película, el Post seguía siendo un “town paper”, un diario local cuya mayor preocupación era de qué manera cubrir la boda de la hija del presidente Nixon, con quien el periódico había tenido alguna diferencia por la pluma filosa de su columnista de Sociales. Había otras inquietudes, sin embargo, hacia el interior de Post: tras la muerte del dueño de la vieja empresa familiar, el periódico había quedado en manos de su esposa, Kay Graham (Meryl Streep), en quien la junta directiva y los accionistas, todos hombres, no confiaban en absoluto por el sólo hecho de ser mujer. La primera virtud del film de Spielberg, uno de cuyos guionistas es Josh Singer (libretista de En primera plana, la película ganadora del Oscar 2015 sobre otra investigación periodística que hizo historia) es de índole estrictamente narrativa. Con una habilidad y una capacidad de síntesis endiabladas, el director va cruzando al menos tres historias paralelas, que no pueden sino terminar confluyendo: por un lado, la manera en que Ellsberg (Matthew Rys) se las ingenia –en la era pre-digital– para filtrar documentos que abarcaban más de 7.000 páginas de papel; por otro, la batalla social de Kay Graham para mantenerse al frente de su empresa familiar y hacerla sustentable; y por último, la del director periodístico del Post, Ben Bradlee (Tom Hanks) por convertir a su diario en una publicación nacional de primer nivel, capaz de competir de igual a igual con el Times. Oportunidad que paradójicamente le dio su enemigo, el presidente Richard Nixon, cuando con una medida judicial logró impedir que el Times siguiera publicando ese informe incendiario, lo que le dio la posibilidad al Post de retomar el tema allí donde lo había tenido que dejar su rival. Que ambos periódicos terminaran unidos enfrentándose a la presidencia en una feroz batalla judicial que culminó con un fallo histórico de la Corte Suprema a favor de la libertad de prensa es lo que le da a su vez al film de Spielberg un valor de actualidad. The Post es una película sobre un episodio del pasado que se propone tener una resonancia en el presente. En el apogeo de la posverdad y de las “fake news” de la era Trump, la película de Spielberg viene a reforzar la importancia del periodismo de investigación y la necesidad de enfrentarse a los poderes establecidos. No por nada en el clímax se permite citar una frase de aquel fallo que fijó jurisprudencia y que dice: “La prensa está para servir a los gobernados, no a los gobernantes”. Un concepto fundamental que también debería tener hoy una resonancia en Argentina. A la manera del mejor cine clásico estadounidense, The Post maneja estupendamente los tiempos, acelerando el paso cuando es necesario generar tensión y suspenso y aplicando el freno cuando los personajes se debaten en dilemas personales que son también de índole ética, al modo fordiano. “¿No irías a la cárcel por evitar una guerra?”, le pregunta Ellsberg a un periodista del Post, a quien el interrogante se le clava como una espina. Por otra parte, aunque el tema del film es otro, Spielberg –en su rol de productor antes que de director– parece también estar hablando de cine y de la manera de concebirlo en el Hollywood de hoy, que da la impresión de darle la espalda, al punto de que su película apenas pudo reunir un par de candidaturas al Oscar, entre ellas la consabida a Meryl Streep como mejor actriz. Cuando su personaje, el de la dueña del diario, defiende ante el board su producto diciendo que prefiere privilegiar la calidad antes que la cantidad pareciera que es Spielberg quien habla por su boca, dirigiéndose a sus inversionistas. Tal como lo desarrolló una nota del periódico británico The Independent acerca de The Post en estas mismas páginas, la película –como casi todas las de Hollywood– hace del periodismo una profesión noble, como debería ser, y de los periodistas unos héroes, algo que muy rara vez son. Parece que más allá de la batalla que narra el film de Spielberg, coronado con un pertinente epílogo dedicado al caso Watergate, que terminó de poner en el mapa al Washington Post, los personajes centrales de su película no eran tan puros e idealistas como se los pinta. Pero esa es otra historia, que merece un recuadro aparte.
Las Variaciones Hong Sang-soo. El día después, su largometraje más reciente, presentado en competencia en el último Festival de Cannes, es no sólo uno de sus films más depurados sino también uno de los más consecuentes con el cauce primigenio de su cine, hecho de matices y sutilezas. Hay dos tipos de espectadores en Argentina para el cine del gran director coreano Hong Sang-soo. Por un lado están aquellos que lo siguen devotamente desde sus comienzos, cuando su obra se dio a conocer ya en el primer Bafici, allá por 1999, provocando un deslumbramiento que a diferencia de otros nunca se desvaneció. Más bien, todo lo contario: Hong se fue afirmando película a película (y ya van veintiún largometrajes en veinte años), sumando nuevos seguidores con cada una de ellas. Entre esta creciente comunidad cinéfila, no es habitual comparar un film con el precedente –en apariencia todos muy similares– tratando de dilucidar cuál es mejor o peor, como sucede con cada novedad de Woody Allen, por citar un caso frecuente. La actitud ante el cine de Hong es otra, la de entregarse al fluir de una obra que es como el río de Heráclito: su cauce es siempre el mismo pero el movimiento de sus aguas es constante y cambia tanto como quien se sumerge en ellas. Hay una rara armonía en esa obra-río, en gran medida hecha de opuestos, empezando por uno básico y consubstancial a su cine: el hombre y la mujer, alrededor de quienes gira obsesivamente todo su mundo. Frente a los espectadores primerizos (que son mayoría, considerando que solamente uno de sus films previos, titulado En otro país, tuvo estreno comercial en Buenos Aires, y eso debido a que su protagonista era Isabelle Huppert), es más difícil explicar el embrujo de Hong. Sin embargo, El día después, su largometraje más reciente, presentado en competencia en el último Festival de Cannes, puede ser una excelente carta de presentación, en tanto se trata no sólo de uno de sus films más depurados sino también uno de los más consecuentes con el cauce primigenio de su cine, tanto que recuerda inexorablemente a su tercer largometraje, Virgen desnudada por sus pretendientes (2000). Filmado como aquel en un prístino blanco y negro, El día después tiene también una estructura muy geométrica, tanto en su construcción dramática como en la disposición de los planos. Si entonces la figura era la de un triángulo cuyos vértices estaban conformados por una mujer y dos hombres, aquí en cambio se trata de un cubo de cuatro personajes (un hombre y tres mujeres) al que el director deconstruye como si se tratara de un Rubik en el que nunca es posible restablecer del todo el orden de sus piezas. La anécdota no podría ser más sencilla: un vanidoso editor de libros, también prestigioso crítico literario, se enfrenta ya en la primera escena a las sospechas de su mujer, que está convencida de que lo engaña. El hombre inicialmente no lo admite ni lo niega, pero ese mismo día ocurrirá el primero de los varios malentendidos que jalonan el film, no exento de cierto humor absurdo pero siempre muy sutil. Su mujer confunde a la nueva empleada del editor con su joven amante, que en verdad es otra. Nada más ni nada menos. Un film de cámara, de una economía –formal y de producción– ejemplar, rodado en tres o cuatro locaciones: la cocina del matrimonio, la pequeña oficina editorial y un par de restaurantes donde se habla mucho y se bebe aún más. La gracia –tanto en el sentido de cualidad como en el de revelación– de El día después está en el modo en el que Hong distribuye esos personajes y situaciones al punto de que pareciera que el espectador estuviera conviviendo con ellos y hasta pudiera extender su brazo y pedirles que también a uno le sirvieran un vaso de soju. Al margen de unos breves y desconcertantes saltos temporales, que Hong suele practicar como para mantenernos alertas, sabiendo que la disrupción es una de los signos de estos tiempos, El día después se desarrolla esencialmente de modo lineal y aristotélico, algo que no había hecho en sus films inmediatamente anteriores. La clave, una vez más, está en la infinidad de mínimas variaciones que introduce en su puesta en escena, que algunos han asociado al jazz pero que quizás pueda tener una mejor analogía en las célebres Variaciones Goldberg de Bach, en donde las melodías pueden variar, pero subyace siempre un tema constante. El plano secuencia es una de las marcas de estilo favoritas de Hong, pero nunca de un modo ostentoso, sino estrictamente funcional. Las conversaciones de sus personajes pueden durar unos cuantos minutos y el director nunca duda en sostener el plano sin cortes, construyendo así una tensión creciente. Pero cada uno de esos planos, muy similares, está resuelto de manera diferente: con un paneo de la cámara hacia uno u otro personaje; con un zoom que abre o cierra el plano en un momento decisivo; o con un movimiento dentro del cuadro, cuando se incorpora un personaje que antes no estaba. ¿Y de qué se habla tanto? Al principio, puede parecer que solamente de banalidades. Pero poco a poco se van planteando preguntas esenciales que no siempre tienen respuestas, ni para los personajes, ni tampoco para el espectador y que Hong simplemente tiene la virtud de volver a plantear: ¿qué entendemos por la realidad?, ¿qué esperamos de la vida?, ¿qué es el amor? Sin unos actores excepcionales –como son los de la troupe habitual del director– ninguno de estos interrogantes tendría la verdad y de dolor con el que golpean en el pecho.
Exiliado en su subjetividad. El monólogo interior que escribió Di Benedetto resulta orgánico con la manera de narrar de Martel, que se pregunta por la identidad de Zama y de quienes lo rodean, ese deshilachado resabio de la corona española perdido en un continente invisible a sus ojos. Había infinidad de escollos a la hora de llevar adelante un proyecto como Zama, empezando por la dificultad de la novela misma, escrita en 1956 por Antonio Di Benedetto y celebrada en su momento tanto por Cortázar como por Roa Bastos y Juan José Saer. Pero se diría que Lucrecia Martel –en la que es su primera adaptación literaria y su primer film de época– los ha sorteado todos y ha conseguido mucho más que una versión lograda de una novela mítica. Su Zama es una composición autónoma, una nueva cumbre en su obra, un film de una complejidad visual y sonora fuera de norma en el cine contemporáneo, capaz de romper con la linealidad narrativa para ir en busca de un pasado colonial que solamente puede imaginarse de modo fragmentario, como quien explora su identidad en los retazos que quedan de eso llamado Historia. ¿Quién es Don Diego de Zama, ese hombre que está solo y espera? A la orilla de un río terroso, allá por 1790, en un confín colonial de lo que todavía ni siquiera se nombra como Paraguay, un niño desconocido, recién bajado de un barco que proviene de lejanos puertos rioplatenses, sorpresivamente se lo recuerda en un susurro, como si fuera un sueño: ¡el corregidor, el enérgico, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, el que se ganó honores del monarca y respeto de los vencidos! Nada del presente de Zama (estupendo el mexicano Daniel Giménez Cacho) tiene que ver con esa leyenda. Ahora es apenas un triste asesor letrado de la corona española, añorando de manera enfermiza un traslado a Buenos Aires, donde dejó a su mujer y a sus hijos. El devenir del personaje, sin embargo, no lo llevará hacia aquella anhelada civilización sino en sentido contrario, a internarse de manera más profunda en el corazón de las tinieblas, allí donde ni siquiera se ha asomado el largo brazo del virreinato y donde él finalmente llegará a fundirse con un “paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas”. El monólogo interior que escribió Di Benedetto, a priori un enorme desafío para llevar al cine, resulta en cambio orgánico con la manera de narrar de Martel, especialmente después de su película anterior, La mujer sin cabeza (2008), donde la protagonista parecía perdida dentro de sí misma. Como señala la directora (ver aparte), no hay una voz en off de Zama ni nada que se le parezca sino, muy por el contrario, toda una infinita sinfonía de voces, de lenguas, de sonidos que hacen a la extrañeza del personaje, a su creciente confusión, a su condición de exiliado incluso dentro de su subjetividad. La dedicatoria de Di Benedetto, en la primera página de la novela, “a las víctimas de la espera” derivó casi siempre en una lectura unívoca, asociada con Kafka por un lado y con el existencialismo (particularmente Albert Camus) por el otro. La interpretación que hace ahora Martel, sin embargo, es bien distinta. Se pregunta por la identidad de Zama. Y, por carácter transitivo, de quienes lo rodean, ese deshilachado resabio de la corona española perdido –como bien supo leer la directora en la novela– “en medio de toda la tierra de un Continente que me resulta invisible”, en palabras del propio Zama. ¿Quiénes son esos hombres y mujeres que en medio de un calor asfixiante, de un polvo que se confunde con la luz cegadora del sol, parecen disfrazados, resabios de una trasnoche de carnaval? Constantemente, se ponen y se sacan unas pelucas que se adivinan hediondas, unas libreas raídas, unos miriñaques sin brillo, replicando rituales y conductas que no se condicen con ese confín que les tocó en suerte. La deslumbrante puesta en escena de Martel acentúa esa ajenidad de Zama y su entorno. Sus planos son fijos, sus encuadres son cerrados, pero siempre –como en sus films anteriores– hay un incesante movimiento dentro del cuadro, aquí en Zama más barroco que nunca. Personajes que pasan –como sombras, como fantasmas– por delante o por detrás de quien habla, animales insólitos que se aparecen en despachos oficiales, muebles de olvidado esplendor que se amontonan absurdamente en la pocilga a la que paulatinamente termina empujado Don Diego de Zama. El impresionante diseño sonoro concebido por Martel junto a su especialista Guido Berenblum va en la misma dirección de sentido. Por un lado hay una sensualidad, incluso una concupiscencia en los sonidos que provienen de la naturaleza que parecen poner en acción una incesante circulación del deseo. No sólo en el reprimido Zama sino también en las mujeres de ese paraje remoto, que paradójicamente son las más libres y desprejuiciadas: fuman tremendos puros, se bañan desnudas a la vera del río, disfrutan en su piel del barro y del sol y se consiguen sus amantes (ninguno de ellos Zama, por cierto). Los diálogos también se cruzan, se superponen en distintos planos sonoros: el presumido monólogo del gobernador (Daniel Veronese) de pronto se va apagando y lo sustituye la distraída reflexión interior del lacayo que lo apantalla. ¿Es acaso Zama quien imagina esa digresión? ¿No podría ser en todo caso también la suya? Como en la novela, la película de Martel se hace cargo del desasosiego del protagonista, pero lo exaspera en los tramos finales, cuando Zama, cansado ya de esperar un traslado que jamás llega, se enrola voluntariamente en una patrulla punitiva contra un bandolero brasileño, una suerte de cangaçeiro cuya leyenda supera en mucho su dimensión real. Allí queda claro que Zama ya no espera nada –un barco, una carta, la paga– sino que finalmente decide ir al encuentro de su destino, en las antípodas de la civilización, un poco a la manera del Kurtz de Joseph Conrad, aunque de una estatura mucho más pequeña, más modesta, más triste. El grisor de su entorno inicial cambia por el exuberante verde esperanza de la selva virgen. Mutilado, agónico, a Zama no le queda más que mirar, por una vez, hacia adelante. Se dirige hacia lo desconocido, hacia sí mismo.
Austeridad y belleza. Como en El puerto, ahora en El otro lado de la esperanza Aki Kaurismäki vuelve un poco sobre el mismo tema de los refugiados. Y para el cual él tiene una solución: solidaridad. Como sucede en casi toda su obra, la nueva película del finlandés Aki Kaurismäki es una fábula optimista, luminosa, a pesar de la gravedad de su tema. Un poco como en su película inmediatamente anterior, El puerto (2011), El otro lado de la esperanza vuelve sobre el mismo asunto que hace años tiene en jaque a Europa: el de los inmigrantes que huyen de las guerras y hambrunas de este mundo y buscan en los países privilegiados un refugio que difícilmente encuentran. Pero tal como señala el propio título del film, en el cine de Kaurismäki siempre hay esperanza, por extraña que sea. Y también justicia poética, por qué no. Se trata, como es costumbre en Kaurismäki, de un film pleno de nobleza, ternura y humor. Y de una poesía no por austera menos expresiva. Como siempre en su cine, sus personajes son los desheredados de este mundo, los llamados “perdedores”: trabajadores y expatriados, desempleados y marginales, hombres y mujeres que han ido quedando excluidos del vértigo de la modernidad y que, sin embargo, han sabido mantener su dignidad. Por un lado, está Khaled, un inmigrante sirio que llega de polizón en un barco carguero al puerto de Helsinki (los puertos, las grúas, los barcos son una constante en Kaurismäki, casi se diría que para él son el origen del mundo). Y Khaled aparece en escena como si fuera Chaplin, o un comediante del mejor cine mudo: enterrado en carbón, negro de la cabeza a los pies, más oscuro incluso de lo que es su propia piel, que ya de por sí lo condena. Por el otro, anda Wikström (interpretado por Sakari Kuosmanen, un rostro habitual en el cine de Aki, protagonista de Juha). Es un veterano viajante de comercio, dueño de un cochazo negro que -como los personajes de Luces del atardecer (2007)– parece salido de una vieja película de gangsters. En una de sus primeras escenas, Wikström gana una reñida partida de póker y con esa plata se compra un bar en decadencia, donde el único menú posible parece una lata de sardinas acompañada de una cerveza. Cada personaje va por su lado, pero es inevitable que se encuentren. Basta que Khaled aparezca durmiendo en la puerta trasera del bar después de haber sido perseguido por una banda de skinheads para que Wikström lo sume a su peculiar banda de empleados: una moza, un barman y un cocinero que parecen escapados de la cárcel más cercana, pero tienen un corazón de oro y la solidaridad a flor de piel. Que todos fumen en cámara como chimeneas; que en cada esquina se queden a escuchar a viejos, auténticos rockers callejeros a quienes Kaurismäki parece querer registrar antes de que la memoria corta del mundo los olvide; que en cada plano detalle o en cada objeto de utilería (desde un automóvil a un jukebox) vibren ecos de buena parte de la historia del cine son singularidades inherentes a la obra de un finlandés que ha conseguido hacerse universal. De una ascética belleza visual que lleva la firma inconfundible de su director, El otro lado de la esperanza parece por momentos un tableaux vivant de Edward Hopper iluminado por la luz gélida del Báltico. Gracias a la construcción inconfundible de sus planos, en los que tiene tanto que ver el encuadre como la iluminación, el realismo en Kaurismäki siempre resulta desplazado hacia una zona incierta, de un raro, austero esplendor, que refleja la mirada entre perpleja y oblicua del realizador frente al mundo circundante. La violencia, la miseria, la discriminación, la soledad están claramente allí y el film no las esconde ni las desmiente, pero Kaurismäki da la impresión de conjurar todos esos males exponiéndolos a través del punto de vista de estos hombres tan distintos entre sí –el sirio Khaled, el finlandés Wikström– pero capaces de entenderse a pesar de sus abismales diferencias. En esta templada, rigurosa celebración de la vida está la nobleza de esta película tan parecida a toda la obra previa del director y, por eso mismo, tan fuera de lo común.
Esperando la carroza. En un espacio mínimo, Puiu se las ingenia para dar cuenta de algunas de las instituciones de mayor valor simbólico: la familia, la religión y también el ejército. Parece difícil evitar la expresión “obra maestra” en el caso de Sieranevada, la película más reciente del gran realizador Cristi Puiu, recordado particularmente por La noche del señor Lazarescu, su segundo largometraje, que allá por 2005 puso la piedra basal del llamado Nuevo Cine Rumano, un movimiento que doce años después sigue asombrando por la vigencia, riqueza y rigor de sus autores, ubicados entre lo mejor del panorama contemporáneo. Tal como estableció entonces Puiu, Sieranevada sigue respondiendo a ese realismo puro y duro, no exento de un humor negro y absurdo, que en mayor o menor medida caracteriza a los mejores cineastas de su país. La particularidad de su nuevo film radica en que está concebido a la manera de un brillante tour de force, pero que paradójicamente nunca pretende llamar la atención sobre su procedimiento, como si forma y contenido finalmente lograran estar indisolublemente unidos hasta hacerse indiscernibles uno del otro. Filmado casi en su totalidad en un estrechísimo departamento de Bucarest, en planos secuencia tan prolongados que llega un momento en el cual el espectador se olvida por completo de cuándo advirtió por última vez un corte de montaje, Sieranevada de pronto viene a recordar el famoso gag del camarote de los hermanos Marx: ¿cuántos más personajes son capaces de entrar en ese reducido espacio? Sucede que allí tendrá lugar una ceremonia religiosa en recuerdo del dueño de casa, fallecido poco tiempo atrás. Toda la familia está citada por la viuda del difunto, que espera –como a Godot, de tanto que tarda– la llegada de un sacerdote ortodoxo encargado de oficiar una misa y bendecir las pertenencias del muerto. Pero el arribo incesante de hijos, yernos, cuñados y todo tipo de parientes y amigos no hace sino convertir esa casa en un pequeño infierno, pleno de discusiones de todo tipo, de las más banales a las más ríspidas, que van desde las teorías conspirativas acerca del 11 de septiembre hasta el pasado reciente bajo el régimen comunista de Nicolae Ceausescu, que una aguerrida abuela, por caso, defiende con uñas y dientes. Se trata de una escena antológica, filmada entre las cuatro baldosas de una cocina minúscula, en la que la abuela Evelina, entorchada con un gorro como de cosaco, se reivindica orgullosamente comunista con los mejores argumentos y en la que sin culpa alguna hace llorar a su nieta, una madre joven pero no por ello menos nostálgica de un remoto régimen monárquico que ni siquiera parece haber estudiado en la escuela. Es la Historia con mayúsculas la que Cristi Puiu pone en escena a través de las pequeñas historias personales de cada uno de sus personajes. En ese espacio mínimo, Puiu se las ingenia para dar cuenta también de algunas de las instituciones de mayor valor simbólico: la familia, en primer lugar; pero también la religión y finalmente el ejército. Y todo esto con una cuota de humor que parece deberle tanto al teatro del absurdo de Ionesco (un rumano a quienes los cineastas de su país parecen deberle más de lo que le reconocen) como a El discreto encanto de la burguesía, de Buñuel, en tanto todos, vecinos y parientes, están famélicos frente al banquete dispuesto sobre la mesa familiar, pero que no puede tocarse mientras no sea bendecido por ese sacerdote que nunca termina de llegar. Es notable la manera en que Puiu –como ya lo había conseguido en La noche del señor Lazarescu– consigue primero sortear y luego trascender los peligros del costumbrismo para ir alcanzando en cambio un raro estado de intensa melancolía. Le basta a veces con cambiar de ritmo, bajar la velocidad y concentrarse en un par de personajes en lugar del conjunto, para conseguir entonces momentos de una intensa intimidad. Otro recurso extraordinario es cuando después de haber tenido a un puñado de personajes abarrotando el cuadro, pasa de pronto a ubicar su cámara (que siempre elige el mejor lugar, como si no hubiera otro posible) en un espacio vacío, el pasillo del departamento por ejemplo, donde se ve un abrir y cerrar de puertas y gente que pasa, pero nada sin embargo que a priori parezca esencial. Sin embargo, se produce allí súbitamente una distancia que parece darle sentido al todo, como si el ojo del director (tal como él mismo lo reconoce en la entrevista que acompaña esta reseña) pudiera ver al fin la incoherencia del mundo con los ojos extrañados del muerto.
Delicada melancolía. El nuevo film de Terence Davies es un notable retrato de Emily Dickinson, en el que debajo de una superficie límpida y transparente hay una construcción tan fina como elaborada. Es una injusticia que la obra de Terence Davies (ver entrevista aparte) siga siendo casi desconocida en la Argentina, porque se trata de uno de los grandes cineastas británicos contemporáneos, autor de films de un notable poder de evocación. En sus primeros largometrajes –Death and Transfiguration (1983), Voces distantes (1988) y El largo día acaba (1992)–, Davies logró hacer de sus recuerdos de infancia y juventud un cuerpo de obra que atraviesa la esfera personal para convertirse en la memoria emotiva de un país. En su obra posterior, prefirió volcarse hacia personalísimas adaptaciones literarias (de John Kennedy Toole, Edith Warton, Terence Rattigan) y ahora vuelve a iluminar la habitualmente gris cartelera porteña con Una serena pasión, extraordinario retrato de la gran poeta estadounidense Emily Dickinson (1830-1886), que tuvo su estreno internacional en la Berlinale del año pasado. Nada más lejos del convencional biopic al uso de Hollywood que esta versión de la vida de Dickinson, en la que Davies encuentra todos los materiales que siempre han formado parte de lo mejor de su obra. Como alguna vez señaló su colega Derek Jarman, “Davies se aproxima a sus temas –la represión familiar y religiosa, la violencia institucional, el sadomasoquismo– con una delicada melancolía y momentos de humor perverso”. Nada más justo para describir el tono impar de A Quiet Passion, un film que destila la misma discreta, reservada pasión con la que Emily Dickinson pasó fugaz, casi secretamente por la vida. A tal punto que llegó a ver solamente seis poemas publicados antes de su muerte, a los 55 años, en la misma casa de Amherst, Massachusetts, que la había visto nacer. “Todo mi mundo: hogar, escuela, las películas, Dios”, decía Davies de sí mismo en su excepcional autorretrato documental Del tiempo y la ciudad (2008). Basta cambiar la palabra “películas” por “poesías” para que la frase alcance a definir también el infinito universo que Dickinson creó entre sus cuatro paredes y que Davies describe como si fuera también el suyo. El film escrito y dirigido por el cineasta británico es de una simplicidad engañosa, porque debajo de su superficie límpida y transparente hay una construcción tan fina como elaborada, que le hace honor a la complejidad de la poesía y la personalidad de Dickinson, autora de unos versos de una sensualidad arrolladora (“Borracha de aire/ y corrupta de rocío/ me tambaleo por interminables días de verano”) y que, sin embargo, llevó una vida de austeridad y reclusión casi monacales, tanto que durante sus últimos años prácticamente no salió de su cuarto. Casi su única comunicación con el mundo exterior se dio a través de su familia, con la que siempre convivió y a la que amaba con la misma efusión con la que la desa- fiaba en todos los órdenes. Este es otro de los puntos de contacto de A Quiet Passion con el cine previo de Davies, en cuyos films iniciales, de orden confesional y autobiográfico, dio cuenta de su propia, conflictiva relación con su numerosa familia, donde la presencia femenina era dominante. Aquí Emily (estupenda encarnación de Cynthia Nixon, una de las lenguaraces de la serie Sex and the City) encuentra en su hermana Lavinia a su alma más cercana –fue ella quien difundió póstumamente su poesía– mientras su madre se sumerge paulatinamente en una persistente y profunda melancolía. Su hermano es una figura casi tan débil como ridícula, mientras que su padre (interpretado magníficamente por un irreconocible Keith Carradine) es con quien Emily permanentemente se mide en cada uno de sus desafíos, donde las lenguas se baten como espadas. Inteligente, arrogante, dueña de un carácter inusual para una mujer de su época, Dickinson no tiene empacho en desafiar la religión, la moral y las convenciones sin por ello dejar de ser la mejor y más devota de las hijas. Lo notable del film de Davies es cómo se ubica, al mismo tiempo, adentro y afuera del relato. En su puesta en escena, hay un deliberado distanciamiento –un poco a la manera del Rohmer de La marquesa de O, por dar una idea aproximada del procedimiento– que es capaz de representar el pasado a través de una mirada que no pretende ser sino la del presente. En una misma escena, Davies consigue –a través de su magnífico elenco– divertir y conmover, con un guion de su autoría tan afilado que por momentos parece echar chispas.
En el nombre del padre y de la madre. El gran director italiano, autor de films esenciales como Vincere, vuelve sobre algunas de sus obsesiones: el peso angustiante de la institución familiar, la carga represiva de la religión católica y la lectura en clave psicoanalítica de sus personajes. Dueño de una obra tan prolífica como coherente, que se inició con la extraordinaria I pugni i tasca (1965) y tuvo, en los últimos años, su punto más alto con Vincere (2009), sobre los tiempos oscuros del Duce, Marco Bellocchio vuelve ahora en Dulces sueños sobre sus temas de siempre, que lo han convertido en uno de los grandes autores del cine italiano de las últimas décadas. A saber: el peso angustiante de la institución familiar, la carga represiva de la religión católica y la lectura en clave psicoanalítica de sus personajes. Menos bella y misteriosa que Sangre de mi sangre, su película inmediatamente anterior, Fai bei sogni es –como el propio Bellocchio ha admitido– un film por encargo, pero no por ello menos personal. Incluso sin conocer la novela autobiográfica del periodista Massimo Gramellini, que fue todo un éxito de ventas en su país, se diría que el director italiano se la ha apropiado, a tal punto que parece un film enteramente suyo, como cualquiera de su obra, siempre intransigente y cuestionadora. Es verdad, hay que reconocerlo: Dulces sueños comienza de manera casi convencional para Bellocchio, hasta que paulatinamente va complejizando a su protagonista y le encuentra aristas y matices que parecían impensados. Después de la muerte de su padre, Massimo (Valerio Mastandrea) vuelve al viejo departamento familiar para desalojarlo, pero inmediatamente termina poblándolo de recuerdos y fantasmas. En particular de su madre, que murió misteriosamente a fines de los ‘60, cuando él apenas tenía 9 años y ella sólo 38. Se diría que toda su vida, tanto de niño como de adulto, Massimo vivió en la mentira. La de su madre, que le hizo creer que con ella podía llegar a ser feliz, como fugazmente lo fue. La de su autoritario padre padrone, que siempre se resistió a admitir la causa de la muerte de esa mujer a la que dice haber amado y a quien quizás terminó odiando. La de la Iglesia Católica, que desde un comienzo le veló el acceso a la verdad. Y también la suya propia, que nunca quiso ver lo que tenía delante de sus ojos. Si a Augusto, el joven protagonista de I pugni i tasca, le costaba dejar atrás a su madre viva, cuánto más le cuesta a Massimo desprenderse de la suya muerta, incluso siendo adulto. La sutileza de Bellocchio radica en el hecho de que no se conforma con una interpretación edípica, que por otra parte no falta. Hay en ese antihéroe, propenso a la depresión, el miedo y la soledad, una secreta rebelión. No se trata de que Massimo no acepte la muerte de su madre, aún siendo niño. En todo caso, instintivamente, se niega a elaborar el duelo impuesto por la institución –familiar, religiosa– sobre la base de ocultamientos y negaciones. No parece casual que entre tantas citas a la cultura popular italiana que propone Dulces sueños –de Rafaella Carrà a Domenico Modugno– Bellocchio haga un guiño a su propia obra y aluda a su recordada Salto al vacío (1980), con la que este nuevo film tiene bastante en común, empezando por el enfermizo círculo familiar. En su totalidad, Fai bei sogni es de una gran firmeza: Bellocchio maneja con su maestría habitual elipsis y transiciones temporales, que le permiten ir del pasado al presente, ida y vuelta, incluidas paradas intermedias, con una fluidez cuyo secreto sólo parecen conocer los cineastas de su generación. Si las escenas del protagonista con su padre resultan menos logradas, es porque las que Massimo protagoniza con las mujeres de su vida –una colección de figuras maternas– tienen una intensidad poco común. Bastan como ejemplo dos, que son también hallazgos de casting. La de Massimo preadolescente, en la casa de un amigo, donde inevitablemente resulta seducido por esa madre fuera de norma que compone extraordinariamente Emmanuelle Devos. Y la de Massimo adulto, cuando finalmente se permite romper su coraza y soltarse en un baile desenfrenado con Bérénice Bejo, en un papel secundario que quizás sea su mejor trabajo como actriz hasta la fecha.