Qué significará realizar una comedia en estos tiempos oscuros y decaídos? Aquella delicadeza y liviandad que supieron tener las películas más significativas del género, ya casi no están presentes en el cine actual. La búsqueda de la felicidad a la que aspiraban se ha transformado tal vez en una mirada opacada, donde finalmente queda difuso el sentido. Eso sucede en Habitación 212 que comienza como una comedia de infidelidades de una Chiara Mastroianni hermosa y ligera, confrontativa, poniendo de manifiesto su adultez y asumiéndola como tal que se va opacando cuando la película se transforma en una especie de fantasioso psicoanálisis colectivo, con tintes de humor inexplicables. Habitación 212 se vuelve un hibrido, con vacíos narrativos fuertes, con situaciones confusas, con actuaciones incomprensibles. María y Richard son una pareja con veinte años de casados, por azar Richard encuentra el celular de María y se entera que ella le ha sido infiel, no solo una vez, sino incontables veces. Discusión, pelea, ella decide irse de la casa, mudarse enfrente de su casa, a la habitación 212 del hotel. Allí aparecerá su marido de joven, sus ex amantes, su madre, la ex novia del marido, etc, un zafarrancho con poca explicación que trastoca la lógica narrativa, temporal y estética de la película. La libertad creativa también tiene su lógica interna, su autoconsciencia, sus elementos propios; nada de esto aparece en Habitación 212 donde todo se vuelve algo ridículo, algo sin sentido, donde tal vez una especie de modernidad cinematográfica ha sido malentendida. Como una caja vacía de contenido, la película francesa estalla de colores mostrando maquetas de las calles de una ciudad, como la del bar ubicado cerca de la casa de la pareja que se llama Rosebud, apelando a algo que, evidentemente, nunca alcanza. HABITACIÓN 212 Chambre 212. Francia, 2019. Dirección y guion: Christophe Honoré. Intérpretes: Chiara Mastroianni, Vincent Lacoste, Camille Cottin, Benjamin Biolay, Marie-Christine Adam y Carole Bouquet. Fotografía: Rémy Chevrin. Edición: Chantal Hymans. Distribuidora: Mirada Distribution. Duración: 87 minutos.
El cine de Raúl Perrone es, en el contexto del cine contemporáneo de la región, el que más sorprende y conmueve. No sólo por las temáticas que aborda sino también por el modo en el que trabaja sus materiales. Su “artesanía” cinematográfica es indudable y no sólo habla de tradiciones pasadas sino que lo interesante es que esas tradiciones se proyectan hacia un futuro inmediato que él mismo como “artesano” maneja desde el presente. Su modo de representación tensiona los tiempos; el pasado confluye en sus obras y a la vez el futuro se actualiza. En el caso de Corsario, una cámara estenopeica demuestra esta idea. Cámara que puede ser casera, que data de siglos atrás, mucho antes de la invención del cinematógrafo; cámara que encarna en su propio dispositivo un modo particular de resolver la experiencia cinematográfica; desde ese pasado tan remoto se proyecta hacia un futuro que de tan inmediato se vuelve presente constante. Todos los múltiples dispositivos que el cine utiliza en la actualidad se resumen en la obra de Perrone a un manejo de la técnica artesanal que la hace más conmovedora, más sensible. Lo relevante es que en su cine la técnica es tan importante como el relato que cuenta, la coherencia entre sus materiales sensibles y los tangibles es extrema. El cine, para Perrone es acto y es proceso y a la vez es experiencia sensible del mundo; ese mundo que siempre de tan cercano se vuelve doloroso. Además, la coherencia es tan extrema que también tensiona económicamente sus materiales. Una cámara y una computadora le sirven a este director para realizar una película única; la economía de recursos es también una mirada sobre el cine actual y sobre el cine del futuro. Y esa economía de recursos es a la vez coherente con la clase que retrata; las clases populares son las que llevan a cabo la carga narrativa de sus películas. Casi como un acto de respeto, de humildad: se retrata a esa clase con la escasa economía que esa clase detenta. Esta vez Perrone se acerca y se distancia de la figura de Pier Paolo Pasolini; se acerca en el homenaje a su figura de corsario negro, de pirata sensible, de poeta inconmensurable y se aleja en el modo icónico en que lo retrata; sus caminatas por Ituzaingó, sus anteojos negros, su particular belleza, mostrándolo en sus escarceos amorosos, cada vez que enciende un cigarrillo, cada vez que mira esos cielos tan “perronianos”. En este punto de inflexión entre el acercamiento y el distanciamiento aparece uno de los sentidos probables de Corsario – y quizá de todo el cine de Perrone- filmar la cotidianeidad, filmar este presente tan convulsionado, tan político, tan enloquecido, tan repleto de vida como de muerte. Traer a PPP a la actualidad es también una toma de posición no solo política, sino estética y hasta ética. Sobresale un detalle importante en el conjunto de su obra y que se refuerza ahora en Corsario. Pareciera que al director no le interesan las catalogaciones, que no son otra cosa que cómodas manifestaciones para nombrar el mundo complaciente y ordenado que tanto PPP como Perrone reprueban. En esos chicxs que aparecen en el comienzo -gran escena con el querido crítico y poeta Alejandro Ricagno y la figura de PPP, donde se hace una especie de casting extraño- aparece el germen de esta idea; allí se mezclan género, sexo, identidad; tanto como se mistura la ficción con el documental, mientras la película se vuelve un revoltijo de cuerpos – que siempre son políticos- casi sin inventarios sexuales, cuerpos que responden a su propia libertad. Tal vez, ya a Perrone no le interesen esas antiguas nomenclaturas que de algún modo detienen el fluir del deseo, coartan la libertad individual y social, fijan sentidos y los coagulan. Corsario apuesta por imágenes libres, que a la vez son turbias en los múltiples reflejos, que otras veces se tornan difusas en las sobreimpresiones, que apelan a la eternidad de las repeticiones que siempre sugieren significados diferentes. También el concepto sonoro de la película es extraño, se leen poemas de Dylan Thomas o de Paul Verlaine (tan rebeldes y seductores como PPP o el propio Perrone), se dialoga sin palabras, se habla sin imágenes. Esta disonancia entre la imagen y el sonido es también uno de los modos de representación que piensa el cine de Perrone; esta no confluencia apela a la multiplicidad de sentidos, a las capas de significación que se agolpan en Corsario, que no necesita explicaciones ni prescripciones, ni siquiera una narración lineal. Evidentemente Corsario apela a un espectador capaz de dejarse llevar, capaz de sentir esa libertad que era que la que sintió hasta su último día Pasolini, capaz de conmoverse con esa figura sucia y transparente a la vez, esa figura mítica e icónica cuando deambula por ese descampado, dejando atrás un edificio destruido que semeja a un cuerpo horadado, un cuerpo político sin órganos pero aún en pie. CORSARIO Corsario. Argentina, 2018. Dirección, guion y edición: Raúl Perrone. Intérpretes: Martín Bermello, Nicolás Ruiz, Alejandro Ricagno y Ornella Timpanaro. Cámara y Fotografía: Raúl Perrone, Lara Seijas y Jorge Laplace. Música: Andre Villaveiran y Juan Marco Litrica. Duración: 67 minutos.
Se estrena comercialmente en Cine.Ar TV (el jueves 20 de agosto a las 22 y repite el sábado 22 de agosto en el mismo horario). A partir del 21 de agosto estará disponible en la plataforma Cine.Ar También disponible en Netflix desde el 20 de agosto. Un pasillo tenebroso, azulejado y oscuro, supone uno de los tantos recovecos de un hospital vaciado y lejano. Una figura en camisón, sale desde el fondo. Algunas manchas de sangre se dejan entrever en el piso. El comienzo de Crímenes de familia se planta como un thriller, donde el suspenso tiene que ver no solo con aquello que vemos sino con lo que suponemos. La película pide un espectador activo que sea capaz de reponer las escenas, de completar los vacíos, de preguntarse sobre aquello que está viendo y sobre todo, un espectador que se permita pensar en términos de dignidad y de ética. Una familia acomodada despliega sus miserias y sus humillaciones en la penumbra de un amplio departamento con poca luz. Un padre que intenta débilmente revelarse, un hijo mentiroso y abusador, una madre negadora conforman un trio unido no por el amor sino por el espanto. Al igual que en Patrón, radiografía de un asesinato y en El hijo, películas anteriores del director Sebastián Schindel en Crímenes de familia se apuesta por una narración no lineal, quebrada con flashbacks que van iluminando las tantísimas zonas oscuras del relato. Una historia que a veces zigzaguea demasiado, que trabaja con varios temas en simultáneo pero que sin embargo no pierde el eje. Los temas como violencia de género, drogadicción, maternidades no deseadas, clasismos, sororidades femeninas, corrupción judicial se entremezclan en la película que lentamente se transforma en una película de juicio. La variedad temática es en este caso variedad en los géneros, sin embargo Schindel logra aunar esos complejos tópicos en una puesta en escena rigurosa que acompaña cada situación de manera acorde. Los planos del pasillo con los que abre la película y se repiten con frecuencia le dan consistencia a un relato que parece bambolear; los escenarios – ese departamento laberíntico del barrio de Recoleta, esos tribunales asépticos, ese departamento descascarado del final- acompañan con coherencia los laberintos de la historia. Una historia de terror y no solo porque se desarrolla como un thriller sino por aquello que cuenta, una historia doméstica con domésticas como protagonistas, apabulla por la violencia que genera ese relato donde la dignidad de las mujeres es lo que está en juego. La madre, la mucama y la nuera no son más que tres víctimas de un patriarcado donde el padre, el hijo, los abogados, los jueces violentan la intimidad de esas mujeres que no encuentran un lugar – ni físico ni simbólico- donde resguardarse. Finalmente, cuando esas horrendas verdades que los hombres detentan entran crisis, son ellas, las mujeres, las que alcanzarán cierto grado de justicia, cierto descanso; de ahí el final de la película. La nuera y la madre festejaran juntas el cumpleaños del nieto, en ese departamento un poco destartalado pero mucho más habitable y sensible, como el propio cuerpo –ahora más libre- de las protagonistas. CRÍMENES DE FAMILIA Crímenes de familia. Argentina, 2020. Dirección: Sebastián Schindel. Intérpretes: Cecilia Roth, Miguel Angel Solá, Benjamín Amadeo, Sofía Gala Castiglione, Yanina Ávila, Paola Barrientos, Marcelo Subiotto, Diego Cremonesi y Claudio Martínez Bel. Guión: Sebastián Schindel y Pablo Del Teso. Fotografía: Julián Apezteguía. Música: Sebastián Escofet. Edición: Sebastián Schjaer. Dirección de arte: Daniel Gimelberg. Sonido: Ignacio Goyen y Federico Esquerro. Duración: 99 minutos.
Se estrena el 30 de julio en Puentes de Cine, la plataforma de la Asociación de Directores de Cine, PCI . Los trabajos y los días es un poema de Hesíodo, allí el poeta expone el pasaje del caos al orden del mundo, y este pasaje solo es posible a través del trabajo que implica acuerdos, conductas y calendarios. Y de esto trata la película de Juan Villegas; del trabajo como modo de organización “material” aun cuando la esencia sea un hecho artístico. Es interesante la puesta en escena de Villegas, partiendo de ese caos inicial desde donde comienzan a gestionarse los materiales con los que la música va a desarrollarse. Ese CELS ubicado en el sótano del Teatro Colón es como una especie de infierno inicial, donde hombres y mujeres trabajan administrando el espacio, la luz, los almohadones donde se sentará el público. En ese sótano nace uno de los experimentos más interesantes que rodean al fenómeno de la música contemporánea, el Centro de Experimentación del Teatro Colón y su director, figura mítica que también remite al poema de Hesíodo como una especie de Zeus contemporáneo y cercano, quien apela al trabajo sobre y a través de la música. En ese sótano, que se va armando como sala y a la vez como lugar de gestión, conviven todos los trabajadores del arte: administrativos, escenógrafos, atrecistas, personal de limpieza, gestores culturales. Y también conviven computadoras, teléfonos, almohadones, tachos de basura, escritorios, equipos de música, escobillones. Los trabajadores y sus materiales, los acuerdos y desacuerdos, el tiempo que impone su finitud, la buena disposición de los integrantes de este grupo humano que trabaja la materia artística con detalles y precisiones. El sótano es ese “abajo” donde se levantan los restos de ese “arriba” que es el escenario central del Teatro Colon. Una tensión íntima se produce entre esos espacios, aquello que de algún modo se deshecha en el arriba donde finalmente la música se vindica, se aprovecha en el de abajo. Villegas trabaja con sutileza esa tensión; el modo en el que trabaja con la luz casi de una manera pictórica, la manera en que filma los diálogos diarios entre los habitantes del sótano y sobre todo el ritmo interno de la película que respira mientras narra las tareas de los hombres y las mujeres que, finalmente, hacen posible el pasaje al “orden” final; la puesta de la obra de Gandini, en ese sótano donde nace otro espacio posible en el que la música contemporánea reivindica su importancia. Concebida, tal vez, como un doble homenaje tanto a Gerardo Gandini el trabajoso hacedor del CELS, como a Rafael Filipelli director de Esas cuatro notas de quien Villegas apropia algunas escenas de ese gran documental; Los trabajos y los días despliega la mirada de un espectador curioso y entrometido y a la vez distanciado, que revisa y da cuenta de las gestiones administrativas y elecciones estéticas que hacen sus protagonistas. Quizá algunas de las preguntas que sobrevuelan la película sean ¿De qué manera, cómo se gestionan los hechos artísticos? ¿Cómo se pasa de la idea, del concepto a la puesta en marcha de esa mercancía tan particular? Preguntas que, sin condicionamientos, se podrían aplicar a las tareas que implican hacer cine independiente. Villegas responde claramente, solo a través del trabajo como accionar humano, como organizador de tiempos y materiales, de espacios y de intereses; ese trabajo es el que permite alcanzar esa escena final donde el creador muestra su obra al público. Como en todas las películas de Juan Villegas, los materiales se organizan alrededor de la sensibilidad. La música que no sólo es el concierto escénico del italiano Luigi de Angelis sino que resuenan acordes de La cumparsita o de Los mareados y se mezclan con los acordes también rítmicos de los diálogos, de las palabras y los gestos de los trabajadores. La luz se acomoda y acompaña las emociones que las imágenes destilan; mostrándonos a nosotros los espectadores y al público de la obra (como en un espejo) el recorrido de una experiencia sensible y amorosa. Como el de Hesíodo la película de Villegas está concebida como un poema que empieza en ese afuera tan cotidiano de la puerta y la calle del Teatro Colón, tan atildado y marcado por la clase y culmina en ese adentro también luminoso que es el sótano, espacio que contiene al CELS, tan heterogéneo de nacionalidades y clases sociales, donde finalmente el maestro muestra su excepcional trabajo. LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS Los trabajos y los días (Argentina/2019). Dirección y guion: Juan Villegas. Fotografía: Inés Duacastella. Edición: Guillermina Chiariglione. Sonido: Valeria Fernández. Duración: 61 minutos. Disponible en la plataforma de streaming Puentes de Cine
Silvia Zabaljáuregui fue un producto de su época, los ochenta, década donde los peligros por los abusos con los derechos humanos estaban aún vigentes y en carne viva, pero también fue una época marcada por los prejuicios de clase, las dominaciones machistas, el valor de las apariencias. El relato acerca de Silvia es el relato de una época, contando o intentando contar la vida de sus padres, la directora hace un relato íntimo y a la vez universal de esa época en la cual el “silencio” era central. Silvia Esteve, la directora y productora de este documental es la hija de la retratada. Retratar a los padres es siempre un proceso que implica dolor y a la vez placer, el rio de recuerdos se desploma sobre las imágenes que Silvia Esteve recrea cada vez con esos fragmentos de VHS a los que interviene con una pulcra mirada estética sobre sus materiales. Las voces de las hijas – en unos diálogos confusos, que se reiteran, que se contradicen- que se agolpan; intentan reconstruir la vida de los padres. Esas voces en general no coinciden con las imágenes, así como no coincide la vida que llevaban Silvia y Carlos (los padres) en apariencia constante con lo que realmente haya sucedido. Esta falta de coincidencia es la matriz narrativa de la película, no coinciden las voces con las imágenes, no coinciden los recuerdos con los hechos, no coinciden las hijas entre si al momento de recordar hechos particulares. La nebulosa en la que los padres se movían deviene en omisiones, mentiras, silencios; cuestiones que también eran rectoras en la época. Silvia es además una película de mujeres, de una generación de mujeres donde los valores que se trasmiten van perdiendo vigencia, y esos valores son puestos en constante interrogación. Mujeres que además se reflejan unas a otras, en un juego de espejos que la puesta en escena se encarga de demostrar; Leda, la abuela, Silvia la madre; repiten las historias maritales y sociales tanto como las de locura y las de abusos, las hijas cuestionaran esos relatos tratando de suplir los silencios y las omisiones con una mirada anclada en un presente que revisa esas convenciones. El padre es (como el abuelo) una especie de ausente, de figura fantasmatica que surca los relatos de las hijas, sin hacer eje, incluso en algún momento la película lo olvida, lo deja de lado, anclándose solo en la figura de la madre. Silvia es el producto de una época, ésa en la que el prototipo era el personaje de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, ese ideal de mujer que se pasea por la pantalla del documental como un fantasma y a la vez como un modelo. Tal vez del mismo modo en el que Silvia se pasea por el documental. Película hecha de retazos de VHS (qué manía obsesiva la de la época de filmar constantemente), de contrapunto de voces, de placas escritas que dicen aquello que la oralidad no puede decir. Un documental extraño que apuesta a un tratamiento especial de sus materiales y que no logra el objetivo de las hijas; la historia nunca o casi nunca puede reconstruirse. SILVIA Silvia. Argentina, 2019. Guion, edición y dirección: María Silvia Esteve. Distribuidora: 19/23 Dis. Duración:103 minutos.
Los personajes de Andrés Di Tella se mueven, caminan, viajan, andan en roller, atraviesan ciudades y a la vez atraviesan recuerdos, acomodan caras y cuerpos, rearman fotos, actúan. Viajan y a la vez permanecen, se apropian de los lugares y los abandonan. Viaje donde las cartas entre Kamala y Torcuato, los padres de Andrés, se leen y se interpretan en sus múltiples sentidos desde este presente tan inexacto. Rearmar el mapa familiar es el eje simbólico sobre el que se construye Ficción privada que es la tercera parte de una trilogía compuesta por La televisión y yo (2002) donde el director se acerca a su padre después de la muerte de Kamala y por Fotografías (2007), donde ella es la protagonista. Finalmente en Ficción privada se amalgaman sus padres y el director-hijo se concentra en la historia de amor. Este mapa es a la vez un mapa geográfico y un mapa afectivo donde diferentes subjetividades se expanden y a la vez se contraen. Aquellas subjetividades que se expanden son las que viajan, las que se trasladan en tiempo y espacio desde Buenos Aires (una ciudad reconocida y cotidiana) hasta Londres (un barrio y una calle lejana y extraña) y las que se contraen son las que se apropian del espacio y el tiempo en un estudio de grabación, en la casa de Andrés, en la presencia majestuosa de Edgardo Cozarinsky que lleva en su rostro y en su voz las huellas del padre de Andrés. La figura de Cozarinsky concentra en sí mismo un modo de hacer cine (y literatura) y una manera de vivir en la que Andrés se refleja. El homenaje a Edgardo y a su mirada y a su voz no solo deja entrever el cariño y el afecto, tanto personal como profesional que Di Tella le profesa sino que tal vez, la elección de su figura sea también pueda ser considerada como una especie de “padre” profesional. El cine de Edgardo es el espejo brillante e inteligente en el que Ficción privada se refleja. La película empieza con fotos que deambulan por las calles de Buenos Aires llevadas por la mano del director. Estas fotos son de desconocidos y son gérmenes de relatos posibles. ¿Qué se cuenta de esas imágenes? ¿Cuáles son los relatos que de ellas se desprenden? ¿Cómo darle a esas imágenes anónimas un sentido personal? ¿Qué se puede conjeturar a partir de esas imágenes? En este comienzo ya aparece Lola, la hija de Andrés (que va a atravesar toda la película) y sus voces hipotetizan relatos acerca de lo que ven. Esos relatos son pequeñas ficciones que de algún modo reponen la vitalidad que las fotos han perdido. Es interesante este concepto de ficción, poder pensarla como aquello que suma “vida” a las narraciones, aquello que las hace viajar, aquello que no puede ni debe pensarse desde los conceptos estrechos de verdad o falsedad. La ficción como uno de los modos en los que la pulsión de vida es posible. Y en esta vitalidad la memoria, el recuerdo, las afectividades, el tiempo y el espacio son centrales. ¿Cómo se piensa una “vida”? ¿Cómo se da cuenta de ella? ¿Cómo se relata, como se conforma una narración a partir de la propia subjetividad? Quizá esta sea la película más ficcional de Di Tella, mas apartada de los condicionamientos de los documentales y también la película más moderna, más cercana en el tiempo; donde los materiales con los que trabaja se muestran, se interceptan, se reflejan y se actualizan. La “ficción” en este caso se autodenomina privada -como todas las ficciones- pero deviene lentamente pública al proponerle al espectador, como en una especie de sesión psicoanalítica, pensar el relato de la vida que se vuelve espejo y reflejo de la propia experiencia vital. La privacidad de esa ficción tiene visos de universalidad al atravesar los temas que nos involucran a todos; los padres, el amor, los hijos, los recorridos, los afectos. Temas que elije Di Tella o que es elegido por ellos, narrar un mundo que siempre es sensible y afectivo, dejando en los márgenes aquella realidad que por cruda o cruel o realista no se deja incluir. Si en muchos documentales la estrategia es el distanciamiento, en este caso es el modo “diletiano” es el acercamiento, de(s)velar misterios y perderse en ellos. El actor que lee las cartas de Torcuato aparece en el cementerio, recorriéndolo, transitándolo en una bella secuencia fantasmática. Ese cementerio cercano y reconocible es el laberinto de la memoria, donde la vida y la muerte se entremezclan y se seducen. Allí, donde el juego de espejos y reflejos en trenes que van y vienen conectando y desconectando espacios, en actores que leen experiencias ajenas mientras transitan las propias, en hijos que se reflejan en los rostros desdibujados de los padres, en fantasmas que se desnudan en cartas manuscritas, en letras que se vuelven ilegibles por el paso del tiempo; allí en esos márgenes, en esas zonas fronterizas aparece el archivo del director, ofreciéndonos una película entrañable y sensible. FICCIÓN PRIVADA Ficción privada. Argentina, 2019. Guion y Dirección: Andrés Di Tella. Fotografía: Juan Renau. Edición: Valeria Racioppi. Diseño de sonido: Guido Berenblum. Música: Sami Buccella. Productor/es: Gema Juárez Allen, Alejandra Grinschpun.. Compañía productora: Gema Films. Duración en minutos: 78 minutos.
Los encuentros que suturan vacíos suelen producir otros vacíos, mostrar otras ausencias, generar más y más interrogantes. Cuando Valentina Llorens y su familia de mujeres se encuentran con los restos (óseos) de su tío se desencadena una serie de preguntas que, en el mejor de los casos, pueden responderse. La casa de Argüello es un documental autobiográfico (tan frecuentes en el cine latinoamericano actual que podría tener su correlación en la “literatura del yo”, categoría vulnerable e insidiosa, con la que se nombran algunos textos recientes) en el que Valentina Llorens, hija de Fátima, nieta de Nelly y madre de Frida va en busca de una historia familiar atravesada por la política. En este recorrido que cruza lo íntimo con lo público, interesa sobre todo el rumbo extraño que toma la película. El comienzo, con un plano de su abuela, Nelly Ruiz de Llorens, una de las fundadoras del colectivo Madres de Plaza de Mayo sugiere un documental donde la nieta intentará recuperar la historia – terrible – de su abuela, sus pérdidas, sus encuentros, sus ausencias; sin embargo el documental cambia de foco alternadamente y por ende, este cambio de foco instaura una cambio de relato. Las mujeres de la familia, esas cuatro generaciones son protagonistas del documental generando cada una de ellas un relato que a la vez se engarza en una historia común. El modo en el que Valentina enhebra las palabras de su abuela, de su madre y de su hija es sutil y a la vez certero porque no solo las palabras cuentan sino que las imágenes (algunas de archivo) también narran en concordancia con lo discursivo. En un momento de la película, frente a las preguntas de la nieta, Nelly dice que el lenguaje suele ser insuficiente, cómo contar la “desaparición” de un hijo; apelando a los alcances tal vez escasos de la palabra frente a situaciones de extrema crueldad, de injusticia nunca saldada. Fátima dice en algún momento “no desaparecidos”, “no apropiados” poniendo en juego esos códigos lingüísticos que se generan frente al horror con esa negación impune adelante como un sufijo maldito. La casa de Argüello a la que hace referencia el título es la casa materna, esa casa que los abuelos habían elegido para vivir, fue dinamitada por fuerzas militares. Eso que ya no está, como los desaparecidos, como algunos recuerdos escurridizos de la abuela, como algunas cosas que la madre prefiere no contar, como el padre eternamente ausente; son los motores que ponen a andar el documental. Se busca aquello que no está, aquello que ha desaparecido, se hurga en la memoria que suele ser una usina no siempre fértil, se motorizan verdades empañadas de dolor y de lágrimas. Valentina no sabe bien lo que busca, la deriva que se produce es más que interesante, busca en el modo en que la abuela se para frente a cámara, busca en la palabra materna, busca en los huesos encontrados de su tío, en las miradas esquivas y divertidas de su hija. Finalmente en este recorrido sabemos que Valentina se busca a ella misma, en los relatos ajenos, en los restos de la memoria privada que siempre se vuelve pública, en las casas y en los cuerpos dinamitados y desaparecidos; se busca y en esa calle encuentra un capital simbólico que le da algunas, solo algunas, herramientas para encontrar su identidad. Escarbar en la Historia es escarbar en los restos de la casa dinamitada y de ahí reconstruir esos relatos en un viaje doloroso, íntimo donde lo personal es político y la clausura no existe. Sabemos, las búsquedas siguen y con ellas las memorias se exponen y se actualizan; por suerte las búsquedas y las historias siguen visibles para aquellos que necesitamos verlas. LA CASA DE ARGÜELLO La casa de Argüello. Argentina, 2019. Dirección: Valentina Llorens. Guión: Leonel D’Agostino. Edición: Alejandro Carrillo Penovi, Nicolás Toler. Dirección de Fotografía y Cámara: Santiago Melazzini. Co-Productor: Mariano Avellaneda. Productor Ejecutivo: Nicolás Batlle. Producción: Nicolás Batlle, Valentina Llorens, Luciano Quilici. Música: Lisete Martel, Matías Barberis. Diseño de sonido: Matías Barberis. Argentina, 2019.
La sabiduría comienza siguiendo a unas chicas en una travesía nocturna de fiestas electrónicas, drogas, celulares; sobre el amanecer las chicas emprenden un viaje, que decididamente esta vez no será iniciático, a una pequeña estancia a tres horas de la ciudad. Las chicas van de ese contexto hiperurbano de fiestas electrónicas y redes sociales para adentrarse en una pequeña estancia, no tan alejada del centro pero si alejada de las costumbres, ritos y cotidianeidades de la modernidad urbana. Varios indicios, demasiado remarcados, anuncian que algo no estará bien en el viaje de las chicas. El llamado telefónico del novio de una de ellas, la súplica de la madre de la otra que le pide que no se vaya, la muerte de un animal en la ruta. Sobre este comienzo aparece uno de los problemas más marcados de la película, la carencia de sutileza en el modo en que cuenta, ya sea con imágenes – por ejemplo la toma sobre el animal muerto- ya sea con palabras – ese “no te vayas” de la madre. La sabiduría escamotea la sutileza, la delicadeza al contar una historia de violencia sobre las mujeres. Porque eso es lo que sucederá, en ese ámbito rural, estas mujeres serán violentadas por una horda de hombres que parecieran ser de otros tiempos. El anacronismo de la película se muestra como un pasaje un tanto forzado; cuando las chicas se adentran en esa casa, no tienen señal de internet, no funcionan los teléfonos, encuentran un cajón de ropa y se visten con ella – y seguirán vestidas con esa ropa del siglo XIX toda la película- . Ese grupo de hombres que pareciera ser familia y a la vez camaradas de fechorías, son tan feroces como brutos, tan católicos como ignorantes, tan violentos como desvencijados en sus creencias y en sus accionares. Ellos seguirán algunos ritos indígenas confundiéndose entre drogas, te de hierbas alucinógeno, violaciones, incumplimiento de la ley, la ya – aparentemente- superada supremacía de los blancos y ricos sobre los pobres, los indígenas y las mujeres; esta supremacía la plantea la película a partir de situarse en una atemporalidad extraña. ¿Hace falta para narrar la violencia sobre el cuerpo de la mujeres trasladarse anacrónicamente al siglo pasado? Por otro lado, la película deja un resabio un poco extraño. Una mirada un tanto punitiva sobre el recorrido inicial de la película, sobre esas chicas que hablan de drogas, de pareja, de trabajo, que bailan, luego serán “castigadas” con la intervención de sus cuerpos, con los golpes, con las violaciones. La película se da vuelta, trabaja con aquello que supuestamente denosta. La sabiduría es una película opaca que lamentablemente no logra trasparentar aquello que propone interrogar, temas tan actuales como el machismo imperante, el patriarcado y el racismo. LA SABIDURÍA La sabiduría. Argentina, 2019. Dirección: Eduardo Pinto. Guión: Eduardo Pinto, Diego Andrés Fleischer y María Eugenia Marazzi. Intérpretes: Sofía Gala Castiglione, Daniel Fanego, Analía Couceyro, Paloma Contreras, Lautaro Delgado Tymruk, Leonor Manso, Diego Cremonesi, Luis Ziembrowski, Juan Palomino, Pablo Pinto. Producción: Omar Jadur. Distribuidora: Primer Plano. Duración: 89 minutos.
FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA 2019 (10): LO IRRESPIRABLE por Marcela Gamberini - Festivales 18 Nov, 2019 09:07 | Sin comentarios Sobre la última película de Paula Hernández. Compartir en Tumblr El plano de apertura de la nueva película de Paula Hernández es paradigmático: el rostro de una mujer que duerme visto al revés. Ese rostro, esa nuca, esa cabeza y ese cuello serán los ojos a través de los cuales se narrarán los acontecimientos futuros; el punto de vista femenino será el eje a partir del cual se sostiene la narración. La secuencia inicial es realmente perturbadora: después de ese plano, la mujer se levanta de la cama y recorre un departamento a oscuras, buscando a Ana. El espacio laberintico, denso y húmedo del departamento es la atmosfera en la que se desarrollará toda la película, a pesar de que en breve va a cambiar de escenario. Cuando la mujer encuentra a Ana, dormida, parada frente a una ventana, también ve sangre en sus piernas. Este comienzo revela una seguridad narrativa y formal, una maestría en la conducción de la cámara, el establecimiento del punto de vista y el escamoteo de los conflictos. Estos tres elementos recorrerán toda la película de punta a punta. Esa familia, en cierta medida sonámbulos todos, y no solo Ana, esconde más que lo que muestra. La madre –excelente Érica Rivas-, la niña Ana y el padre se van a reunir con el resto del grupo familiar a la casa de campo de la abuela para celebrar año nuevo. Este segundo comienzo en el nuevo espacio abierto del campo, recuerda un poco a La ciénaga, no sólo en algunas decisiones formales sino en el tratamiento de sus personajes, sobre todo de las mujeres. En Los sonámbulos las mujeres hacen avanzar el relato de la mano de Luisa o más bien, desde la cabeza de Luisa. Es ella la que transpira, la que suda, la que necesita un lugar, la que busca, y es finalmente ella la que encuentra el camino. Los sonámbulos adhiere sin miramientos a los temas contemporáneos la avanzada del feminismo y la lucha contra la violencia familiar; sobre la mitad de la película estos temas se vuelven relevantes, decisivos. El cambio de espacio, de ese adentro oscuro y denso del departamento a ese afuera luminoso, el del campo, implica también un cambio de registro. De la intimidad de la madre y la percepción de la hija pasamos a una distancia que se establece entre los integrantes de la gran familia; cada uno de sus integrantes está en su mundo, y resulta casi imposible el diálogo y la confianza. La cofradía y la camaradería resultan imposibles. Es así como de la intimidad se pasa a la lejanía y de esa lejanía, nace el ultraje y se violenta, también se subleva; se vuelve a la intimidad de madre e hija cuando se escapan y se alejan, del mundo de los hombres. Salir del núcleo enfermo de lo familiar, donde las informaciones se escamotean, donde el dolor se esconde y donde nadie escucha, ni siquiera el llanto de un bebe, allí donde los sonámbulos recorren espacios y tiempos sin vivirlo es lo que se debe evitar y aquí filmar. El telos narrativos es preparar la huida o no de ese círculo infernal de lo familiar. La película es formalmente impecable: el manejo de cámaras para seguir a Luisa y a Ana, la luminosidad tenue de la casona que no deja de verse como un lugar más que sombrío, el concepto sonoro del comienzo inquietante ya aludido y el final esperado, sumado a un elenco también sobresaliente hacen de Los sonámbulos una película sólida que trastabilla un poco cuando se vuelve más dura y más intransigente; cuando se abandona el camino de la sugerencia y las intrigas domésticas para definitivamente plegarse a la modernidad que implica el tratamiento de lo femenino y de la violencia familia, allí se pierde algo. Apenas un poco. Marcela Gamberini / Copyleft 2019
"Varda por Agnès”, de Agnès Varda Por Marcela Gamberini Como en un juego de espejo, Agnès Varda se mira a sí misma y a su obra y cuenta y se cuenta. Una primera persona que no deja de ser emotiva, cercana y hasta respetuosamente elogiosa con su propio trabajo. El documental tiene sobre el comienzo una extensa lista de colaboradores, agradecimientos, equipos técnicos; esos créditos que suelen ponerse sobre el final y que actualmente (tal vez debido a esa suposición que reza que “nadie lee”) pasan demasiado rápido; esta lista se ubica al comienzo y se toma su tiempo. Una marca interesante que propone Varda como una clave de lectura que irá desplegándose a lo largo de su trabajo. El cine es un trabajo en equipo que va desde aquello íntimo, intuitivo – lo llama ella- hasta la realización de cada obra como un trabajo grupal, ese recorrido que va de lo privado hasta lo público que ella denomina como una travesía entre la inspiración, la creación y el compartir. Una hermosa manera de incluir al espectador como pieza indispensable del proceso creativo que para Agnès siempre es el obligado destinatario de cada obra. Desde un escenario, ella cuenta su experiencia cinematográfica a un teatro repleto de espectadores que la escuchan y la ven con suma atención, replicando su proceso creativo; desde lo íntimo hacia lo público. En este lugar inicial la realizadora repasa su obra mientras habla de ella, de su cine y de sus ideas estéticas – nunca separadas de lo político- a lo largo de su carrera. No solo de cine se habla en este documental, sino que además se releva la mirada de la directora sobre algunos temas que hoy nos ocupan por ejemplo el feminismo. Autodeclarada feminista desde siempre, Agnès no deja de imprimir este sello en sus obras como Cleo de 5 a 7su película más famosa – según ella misma – o Sin techo ni ley,Los espigadores y la espigadora o Réponses de femmes. Y no solo en el aspecto temático sino en el formal hay una mirada feminista – que no deja de ser femenina- en sus trabajos. El modo en que encuadra los rostros, las manos, los cuerpos de sus protagonistas releva su mirada sobre el tema, por ejemplo, en Cleo de 5 a 7 transforma un movimiento de cámara en una postura ideológica, de ver a la mujer como un objeto a verla en su propia subjetividad. La cámara siempre acompaña sus posturas ideológicas. Presentado como una especie de “master class” este documental biográfico se conjura como una suerte de ejercicio testamentario, como un amoroso modo de dejarnos sus pensamientos acerca del cine y de la vida en general y como un agradecimiento a sus actores, colaboradores y su público. Unos meses antes de su muerte la realizadora presenta este documental en el Festival de Berlín que finalmente ve la luz en nuestras salas cuando ella ya no está físicamente. Un circulo perfecto a sus ideas sobre el cine, siempre queda la obra. Un corpus que celebra la obra como premisa central, que celebra el trabajo, que celebra el paso del tiempo, los amores y las amistades, las obsesiones y las técnicas. Nada ha dejado de evolucionar desde que Vardá se acerca al cine por primera vez, allá sobre el final de los cincuenta y principios de los sesenta; sin embargo, estos cambios son acompañados por Agnès con alegría y con respeto. Conmueve el modo en el que la directora se va adecuando a nuevos modos de producción que suponen nuevas reflexiones acerca de la materia cinematográfica. Un gran gesto de grandeza de su parte. Tal vez, este sea uno de esos documentales en los que el paso del tiempo sea su materia esencial. Un tiempo que se tensa entre la temporalidad objetiva de las películas y el relato de la propia Agnès sobre su profesión y su vida. En esta tensión entre el tiempo de las películas y el tiempo de la vida se juega este encantador documental. Una lección de cine, un relato propio acerca de los materiales cinematográficos y su cruce con lo ideológico, un conjunto de ideas acerca de la evolución cinematográfica, la palabra de una visionaria acerca de temas que ahora – en este presente tan convulsionado- son un referente obligado, su concepción acerca de la ficción y el documental como una pareja que se invade y se respeta; quedan plasmadas afortunadamente en Varda por Agnès; un trabajo que podremos revisar cada tanto para confirmar la genialidad, la inteligencia y la emoción de una realizadora pionera en todos los sentidos posibles. VARDA POR AGNÈS Varda by Agnès. Francia, 2019. Guion, dirección: Agnès Varda, Didier Rouget. Intérpretes: Agnès Varda, Sandrine Bonnaire, Hervé Chandès, Nurith Aviv, Esther Levesque. Producción: Rosalie Varda, François Décréau, Julia Fabry. Distribuidora: Zeta Films. Duración: 115 minutos.