DE NUEVO OTRA VEZ (02) por Marcela Gamberini - Críticas 17 Jun, 2019 04:30 | Sin comentarios Una segunda lectura, una intuición sobre el secreto de la ópera prima de Romina Paula Compartir en Tumblr UN PRESENTE DE TEXTURAS La protagonista de De Nuevo otra vez vuelve a la casa de su madre mientras espera resolver el tema de su pareja. Vuelve, esta vez, con dos compañías: su pequeño hijo y su reciente maternidad, que a veces no suele ser lo mismo. Volver, es para esta mujer, reencontrarse con aquel espacio de la infancia y de la adolescencia que se representa en la ciudad. Sus amigas de aquel momento y también de este conjugan el pasado y el presente que es, de algún modo, uno de los temas de la película. Aquello que sucedió y esto que sucede y también lo que va a suceder conforman un instante, ese en el que se mistura la vida misma, en el que la madre la hace retrotraerse a esas reuniones en las que ella salía con amigas, instante en el que cuando regresa de bailar ve a su madre en la cama con su hijo y se acuesta con ellos a la vez que la madre se levanta. Pasaje clave en el que los roles se identifican, se diferencian y a la vez se asemejan. De nuevo otra vez es una película de madres e hijos, también de tiempos detenidos y de transcursos, de infancias y adolescencias y sobre todo de la inestabilidad del deseo. Romina Paula logra sostener el ritmo, la cadencia y las obsesiones que recorren su obra literaria. Sus novelas respiran el mismo aire, siempre límpido y a la vez enrarecido por su narrativa. La soledad, el paso del tiempo, las relaciones afectivas, la mirada sobre los otros y de los otros, la incidencia de la naturaleza y el paisaje, todos los temas que atraviesan su narrativa están presentes en su primera película como directora. Ella es también la protagonista, y así se inscribe en la llamada “literatura del yo”, una corriente tan antigua como también novedosa. ¿No vivimos en la época en que la intimidad se expone, en las redes, en conversaciones públicas, en los medios? La privacidad se escamotea por los bordes de la vida pública, y el arte, a veces, se hace cargo de ese escamoteo. En fuera de campo aparece el “yo”, tamizado por la subjetividad, hundido en las obsesiones, perdido en multitudes donde cada uno necesita sobrevivir, destacando su singularidad y a la vez su pluralidad. No es nuevo el fenómeno, porque desde el gran Gustav Flaubert el acto de contar se asimila a “contarse”, “narrarse”, “escribirse”. Se trata de una estrategia que se arraiga en la posibilidad de ahondarse en uno mismo para acercarse al conocimiento de lo que nos pasa, y así entender el tiempo y el espacio en el que convivimos. El “yo” es aquí una construcción ficcional, centro de la escena de una subjetividad que respira, o la plena asunción de que ser en el mundo es es construirse como relato viviente. Romina Paula entiende este procedimiento a la perfección, y su cine tiene hondas raíces literarias, no solo por la recurrencia a sus propias novelas, sino en la confección de un relato ficcional que despliega más estrategias literarias que cinematográficas, y sin sin trastabillar en su paso de la literatura al cine, pues la escritora ahora devenida en cineasta se la ve cómoda, ágil, honesta. El De nuevo otra vez del título es “de nuevo otra vez yo misma”, “de nuevo otra vez la misma situación”, “de nuevo otra vez todas las situaciones”, “de nuevo otra vez en los mismos espacios”. El tiempo, aleatorio y circular, vuelve en contextos diferentes y en situaciones similares; en espacios distintos y a la vez parecidos. De nuevo otra vez ese movimiento inexacto del deseo, ese deseo que se vuelve inasible y fluye sin que cierta policía de los cuerpos impida su lento andar. El deseo que Paula pone en escena, que se escucha en la lengua, que se oye en los cuerpos, que persiste en el tiempo, que espera en una parada de colectivos desierta, que comparte un momento con su hijo y su madre; no es más que una especie de motor que hace avanzar el relato y obviamente la propia experiencia. Es siempre la persistencia del yo. ¿Es que podríamos narrar otra cosa?, ¿Podríamos contar algo más que no sea una mirada propia? ¿Algo más que no sea la propia experiencia que no deja de ser diferente y a la ve parecida a la de los otros? Rescatar la singularidad es complejo y arduo. Y acá aparece uno de los grandes temas de la película, que de algún modo se relaciona con el tema de la diferencia y la identidad: la lengua y sobre todo la apropiación de la lengua. La madre de la protagonista habla en alemán, le habla a su nieto en esa lengua extranjera y el niño, casi mágicamente, le responde correctamente, pero en español. Este vaivén de lenguas entraña uno de los modos de la tradición, en este caso la tradición personal. En la película aparecen fotos de la infancia de la protagonista, fotos familiares que cuentan la historia de esa familia de inmigrantes y de emigrados, en alemán a veces, en castellano otras. Romina y su hijo emigran de la lengua materna, sin olvidarla, así como sus antepasados emigraron de Alemania sin olvidarla. La lengua también es la representación de ese modelo familiar que ya, de a poco, va variando, va reflexionando sobre sí mismo. La lengua sostiene a la madre tanto como sostiene a la hija –también madre- y a su hijo. Pero este sostén es diferente, de aquellas certezas se pasa a estas dudas, de aquellos modelos férreos se traspasa a la posibilidad de interpelarlos. En este cruce, en este intersticio, es donde piensa y filma Romina Paula, e indudablemente su idea sobre el mundo (el tiempo, el espacio, los afectos, los roles) es indudablemente un mundo de texturas, de roces, de matices, de cruces. Ahí donde lo ficcional se vuelve documental, ahí donde los personajes son las mismas personas que representan, ahí donde esos monólogos aparecen de pronto, para sorprender al espectador y sacarlo del registro documentalista, ahí donde la lengua varía entre el alemán y el castellano, ahí donde las certezas de algunas generaciones se vuelven dudas en la siguiente; en ese ahí que es en sí el intersticio, ahí está pensada y filmada De nuevo otra vez. Marcela Gamberini / Copyleft 2019 También sobre el film de Paula: Crítica (leer aquí) Entrevista. (leer aquí) *** Críticas 2019 Dolor y gloria (leer aquí) De nuevo otra vez (RK) (leer aquí) Elegía de Naniwa (leer aquí) Somos una familia (leer aquí) El árbol de peras silvestres (leer aquí) Doubles vies (leer aquí) Noticias de la Antigüedad Ideológica – Marx/Eisenstein/El Capital (leer aquí) Entre la razón y la locura (leer aquí)
“Muere monstruo muere”, de Alejandro Fadel Por Marcela Gamberini Ya en su opera prima, Los salvajes, Alejandro Fadel intuía una idea sobre el cine; la relevancia del paisaje, de la naturaleza y del condicionamiento que éste ejerce sobre las subjetividades. Y a la vez, Fadel conjura el espacio haciendo de éste el elemento cinematográfico que delinea las historias, los personajes y la trama. Como en Los salvajes, acá se mistura la idea de viaje, de recorrido con búsquedas personales que están atravesadas por la locura y a la vez cierto misticismo en el que no sólo los personajes de la película están inmersos sino la misma mirada del director. En Muere, Monstruo, Muere existe un patrón de construcción de la película y es el de la simetría que a veces se transforma en repetición. La mayoría de los elementos que componen cada secuencia, cada plano están dispuestos simétricamente a la vista del espectador. Como si esta mirada capicúa se replicara desde la misma puesta en escena pasando por el título de película hasta la misma historia que cuenta. Sobre el comienzo un par de planos simétricos dejan ver un paisaje desolado, unas montañas nevadas que se doblan sobre sí mismas destilando soledad y melancolía, después varias escenas se planifican en torno a la percepción simétrica de los materiales. Como si la disposición en el eje simétrico diera a la película y a su historia un ordenamiento que la historia misma no tiene, una claridad conceptual que el relato no tiene por propia voluntad del director. Y esta claridad y ordenamiento conceptual de las imágenes se disloca frente a la oscuridad y a la desmesura de las palabras en la película. La simetría y la repetición son sus ejes formales; como lo son también las decisiones que toma Fadel a la hora de plasmar sus secuencias, el montaje es perturbador; escenas de una paleta cromática oscura dan paso rápidamente a la claridad; escenas que se toman en contrapicado, secuencias que eligen planos largos que contengan la monotonía de una naturaleza amenazante contrastan con planos cortos de cabezas sin dueño, de cuerpos desnudos, de manos cortadas. Muere, Monstruo, Muere es una desmesura en varios sentidos; de géneros, de discursos, de imágenes, de ideas sobre la contemporaneidad y sobre el cine. Replicar el argumento es una tarea complicada pero el eje narrativo es casi un policial, averiguar porque mueren mujeres asesinadas, ahorcadas y violadas en un territorio más que hostil. Dos hombres aparecen como sospechosos: un Esteban Bigliardi genial en rol de un poco loco, un poco místico y demasiado misterioso; el otro hombre es un policía extraño, morocho, interpretado por Víctor López (un hallazgo). Los secunda un capitán de policía, otro que destila extrañeza y malestar, capaz de recitar catálogo de fobias y sentirse a su vez tan culpable como los otros dos, tan sospechoso como todos los otros. Mucho hay del gran Leonardo Favio, no sólo en el apellido del policía, sino en esas amistades masculinas donde el acariciarse el pelo, cuidar al otro, establecer una especie de cofradía masculina no resulta extraño sino más bien un poco perturbador. También Muere, Monstruo, Muere deviene del gran rio marcado por la literatura de Jorge Luis Borges, no solo por el apellido del hombre (portador de una gran tradición literaria) sino por el modo en que el relato sucede, casi releyéndose a cada paso, volviéndose sobre sí mismo, como si la solución estuviera en esa posibilidad de relectura infinita, en las variadas y posibles interpretaciones. También es borgiana esa idea que sobrevuela toda la película -que a veces logra arrasarla y a veces solo rozarla- la idea del lenguaje y su representación, su interpretación. El hombre y esa prisión del lenguaje que deviene de la filosofía más clásica pero que en Fadel adquiere una dimensión diferente; el hombre y sus prisiones; las del lenguaje pero también las de la naturaleza, las del amor, las de los sentidos. Este trio de hombres, atravesados por la locura, por el amor, por las marcas en el cuerpo, por las cárceles; podrían perfectamente ser uno solo; representado en ese monstruo que mata mujeres, que las decapita, que las viola. La violencia patriarcal enmarca el relato, las palabras se detienen, se confunden, habitan los cuerpos frente a esa violencia y las imágenes no pueden representarla con claridad. Ese monstruo del final con cola de miembro masculino y boca de genitales femeninos es una especie de representación deforme de las luchas internas y externas entre hombres y mujeres y a la vez es el cuerpo de lo femenino y lo masculino convivientes. Todo en MMM es lucha, es conflicto. La tensión entre géneros que va del horror al género romántico, entre lo masculino y lo femenino, entre la naturaleza y lo adquirido, entre las palabras y las imágenes. Tensión entre la fuerza de un relato que se piensa a sí mismo como político y contemporáneo – no de denuncia- y a la vez esa experiencia de lo místico, como aquello que es irracional, inexplicable, atemporal; como pura ficción. Indudablemente, como había quedado establecido en Los salvajes, Alejandro Fadel es un cineasta que reflexiona sobre sus materiales, que los hace colisionar, que los tensa a tal punto que los hace explotar frente a los impávidos espectadores. Esos espectadores a los que se nos quiere borronear con tanto tanque de estreno, con tanto mirar sin ver sucesiones de imágenes ya vistas, ya sabidas, ya producidas. Tal vez haya un gran guiño de Fadel en el comienzo de la película: la que aparece con el cuello cortado, sangrante esAgustina Llambi Campbell una de las productoras de la película que el director decapita en la presentación. Un guiño para tener en cuenta en el momento en el que se piensa el cine de un director tan reflexivo y pletórico de ideas como Fadel. Quizá, sobre el final de la película, puedan entreverse las palabras de Borges acerca del destino, ése momento en el que el hombre sabe para siempre quien es, tal vez esos hombres sean ese monstruo, que se bambolea un poco infantil, muy perturbador, demasiado violento. Ahí donde las palabras se ausentan, donde el delirio se apaga aparece el monstruo que no puede hablar, solo emitir sonidos guturales y aterradores en su territorio, en su naturaleza. Ese monstruo ficcional aparece ahí justo donde se acaba el lenguaje. MUERE MONSTRUO MUERE Muere monstruo muere. Argentina/Francia/Chile, 2018. Guion y dirección: Alejandro Fadel. Intérpretes: Esteban Bigliardi, Francisco Carrasco, Tania Casciani, Romina Iniesta, Victor Lopez, Sofia Palomino. Producción: Fernando Brom, Benjamin Delaux, Alejandro Fadel, Jean-Raymond García, Julie Gayet, Édouard Lacoste, Antoun Sehnaoui, Dominga Sotomayor Castillo, Nadia Turincev, Omar Zúñiga Hidalgo. Distribuidora: Maco. Duración: 109 minutos.
“Atenas”, de César González Por Marcela Gamberini Para González la cámara es, evidentemente, como lo fue para tantos maestros del cine, un instrumento de una potencia descomunal que logra mostrar aquello que el cine más comercial, más industrial oculta. La cámara de González escudriña entre las grietas de las paredes descascaradas del conurbano, y muestra la realidad casi sin filtros, pero a la vez haciendo que su cámara se haga visible, que se note. En este juego de seducción entre mostrar lo real y a la vez visibilizar el instrumento se juega la estructura de la película. Tal vez sea una estrategia que nos acerca a la ya antigua distinción entre documental y ficción, entre la mirada fuertemente documental de González y la posibilidad de hacer visible, por ejemplo, los movimientos de cámara. De algún modo, la ficción – ese concepto tan desvencijado en la actualidad y al que hay necesariamente que volver cada tanto- tiene cierto compromiso con la verdad o con la realidad, términos que frecuentemente se seducen y se abandonan, como buenos amantes. La cámara de González, la que se hace visible suspendiendo rostros y lugares que han sido ocupados y ahora están vacíos, la que sigue a sus personajes de cerca, poniendo el cuerpo en sus recorridos eternos por las calles laberínticas de la villa, la que describe la larga caminata de la piba a la salida de la cárcel; es la cámara que se hace visible tras la mirada directa del director. Hay alguien que conduce la narración, que establece un punto de vista, que elige sus materiales y sus formas; y ése que elige es González estableciendo un modo sutil y a la vez bestial de hacer cine. Atenascompleta una trilogía que empezó con Diagnóstico esperanza y siguió con Exomologesis. Las tres cifran un universo propio, personal y a la vez social y público.Atenasno deja de oscilar constantemente entre ésos dos polos, eso que es íntimo y aquello que es público, ahí radica su libertad en las formas y su sensibilidad en su narrativa. La historia que cuenta Atenas es la historia cotidiana de la vida en las afueras de la Capital. Una piba que sale del penal de Ezeiza es el eje conductor de una historia común y corriente, dolorosa, intima. Perséfone es esa chica, común en su cotidianidad y singular en su intimidad como su propio nombre que deviene en una tragicidad de la que el personaje se hará carne. A lo largo de los días, esta piba intenta vivir como puede, más bien como la dejan; dejando en claro que es esta sociedad, en la que vivimos, la que no respalda y no acompaña a personas vulnerables. En ese sentido, tal vez el trazo de González sea un poco grueso al delinear estos personajes , esta estigmatización que suele ser molesta, en este caso tiene relación con la marca rabiosa del modo en el que se elige contar la indignación de una sociedad que no ve, que no escucha, que no siente al otro en sus realidades. Mostrar la vida de la clase más postergada del país no es fácil, poco cine se hace cargo de eso, salvo Raúl Perrone o José Celestino Campusano con los que quizá haya una línea de parentesco. El gran tema de la película, como en las anteriores del director, es la libertad. ¿Qué hacer con ella? ¿Qué es, ontológicamente, la libertad? ¿Qué tiene que ver con el cuerpo?. Es necesario pensarlo más allá de la “supuesta” libertad de la que ahora goza la protagonista de la película al salir de la cárcel, Atenasva más allá de este caso puntual que le sirve al director para estructurar su narrativa. La pregunta por la libertad sobrevuela la película, y se queda atascada en cada recodo de ese laberintico espacio, ese Inframundo que es la Villa y se pierde sobre el final, dejando al espectador frente a esa realidad innegable donde los forasteros seguirán buscando su lugar. La propuesta de César González es dura, tanto en lo que se muestra como en lo que se dice, no hay edulcorantes que puedan endulzar la realidad. Sin embargo su cine está ahí, un poco huérfano, un poco forastero, tal vez un poco solitario; desnudar hipocresías y devolverle la dignidad a los hombres no es tarea fácil, ni de plantear ni de recibir.Atenascon su Perséfone de ese Inframundo que es la Villa; habla de destinos y de tragicidades, de orfandades y de solidaridades, de religión y de dioses privados; sin dudas es un cine diferente al que estamos acostumbrados a ver en Argentina. Un cine que no puede negar la fuerza estética y poética no solo de sus imágenes sino de sus palabras, una personalidad cinematográfica para tener en cuenta. ATENAS Atenas. Argentina, 2017. Dirección, guión y edición: César González. Intérpretes: Débora González, Nazarena Moreno, Verónica Fernández, Marcelo Chávez, Mariano Alarcón, Nadia Rodríguez, Nazarena Moreno y Alan Garvey. Fotografía y cámara: Ezequiel Briff. Música: César González y Jorge Sandoval. Sonido: Joel Paez y Mariano Mazitelli. Producción/Distribución: Pensar con las Manos. Duración: 76 minutos.
LA IMAGEN PERDIDA / L’ IMAGE MANQUANTE ESTE CINE SENSIBLE 533287a75ae55 Por Marcela Gamberini La imagen ausente es aquella que no puede recuperarse o tal vez recordarse. Es la imagen de la infancia, que como un paraíso, fue perdida y nunca recuperada, más que perdida fue arrebatada. El camboyano Rithy Pahn, tal vez uno de los mejores documentalistas de la actualidad, hace girar sus documentales (ficcionados) en torno al genocidio camboyano ocurrido entre 1975 y 1979 liderado por la organización Khmer Rouge. La imagen perdida (L`image manquante, su título original, de cuenta aún más del sentido de la película, es aquello que falta, que no está, que es irrecuperable) es de visión imprescindible. Proyectado en diversos festivales ahora es exhibido por una nueva sala en el auditorio de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo – UMET- pero su permanencia en sala está pautada solo para un día a la semana, los miércoles a las 20 h. La imagen perdida / L’ image manquante, Rithy Pahn, Cambodia-Francia, 2013 Esa imagen que falta, persistente y obsesiva es la vida en familia, la cotidianeidad de la infancia de Pahn. Para reponer esa ausencia, el director junto con Sarith Mang, arcillista camboyano, sutura la falta de cuerpos reales con muñequitos hechos de arcilla. Esos muñecos, delicados y detallistas son la representación de la representación de aquello que no está. Esta doble vertiente se suma a la tarea del documentalista que es representar (de nuevo, por tercera vez) aquello que no está, cosa que el cine hace de por sí. Este juego de espejos internos, de representaciones, narrados en off, con una voz sutil y emotiva, hace de La imagen perdida un gran hallazgo. Esos muñecos se conjugan con imágenes de archivo en planos generales, hombres que como insectos recorren los arrozales, todos iguales, sin pertenencias, vaciados de familias, de ropas, de identidades. También aparecen primeros planos de uno de los líderes del movimiento Khmer Rouge, como acercándonos a ese hombre que de a poco conduce al pueblo a la muerte y a la desaparición. Este modo de representación: los muñecos, más las imágenes de archivo, más la superposición, más las transparencias obedecen a la preocupación de Pahn por mostrar ese mundo de los que han sido sometidos y a la vez desposeídos. Su mirada política, presente en todo el documental, no es solo de denuncia sino que también es una tristeza, profunda, persistente por aquello que le han arrebatado, a él y a su pueblo: la dignidad, la identidad, las marcas de pertenencia. Esta poética que Pahn pone en pantalla tiene mucho de poesía, mucho de realidad y mucho de historia familiar. Su familia es la vez (y de nuevo una doble representación) la familia del pueblo camboyano. Su sufrimiento, sus olores y saberes identitarios, vaciados del lenguaje, automatizados, vaciados de amor y de emoción son los habitantes ahora de una tierra devastada, antes verde e idílica y ahora gris, yerma y esclavizada. Una bella imagen, entra las muchas que muestra la película, es la manera en la que el director narra la muerte de su hermano y la de unos niños. Ellos sobrevuelan la “realidad” de unas fotos sepiadas y atraviesan el cielo hasta llegar a la luna; tal como sobrevuela ese avión que cuando niño, su mera contemplación era salvadora y redentora. “La infancia es un estribillo” dice la película. La infancia vuelve, siempre, irremediable, como el lugar de la felicidad y el encanto. Ahora, esos hombres, los sobrevivientes están cercenados tanto de su libertad como de sus ropas (que ahora los iguala), como de sus cabellos, como del trabajo en comunidad, como la separación que sufren entre hombres, mujeres y niños. Al inicio y al final del documental la cámara de Pahn se mete en el borde del agua y ésta golpea la cámara con furia, con violencia. La naturaleza también ha sido devastada por decisiones políticas. Tal vez esa imagen buscada esté bajo el agua, que con furia se lleva todo, la imagen ausente nunca encontrada. Como contrapartida unos rollos de películas, viejas, llenas de suciedad, de restos, de aquello que la ha inutilizado; aparecen en las manos del director, quien los limpia, los acomoda, los redime. Finalmente, varias veces Pahn dice a través de esa voz en off y de la representación que “la única verdad es el cine”, su ciega confianza en el cine es la verdadera revolución. Aquello que finalmente puede ser mostrado a través de las pantallas es lo que develará la verdadera historia y es lo que nos entrega para que la búsqueda continúe incesante, como la vida. Esta confianza y éste respeto hacia el cine hacen de Rithy Pahn un gran autor y no sólo un documentalista, alguien que puede y debe (como un “deber ser”) mostrar y mostrarse en su propia carencia, en su debilidad y en su fortaleza. Esa es la verdadera búsqueda, que ahora nos la comparte, la del cine como la única verdad. La imagen perdida es una obra realmente inclasificable, un documental, una ficción de notable vuelo poético, emotivo y sensible. Esa sensibilidad que el cine contemporáneo, sobre todo ese cine radicalmente político olvida o sublima bajo formas de la violencia explícita. Esa es una de las formas (cinematográficas y de las otras) que nos esclavizan, la furia, la violencia, la insensibilidad; Rithy Pahn nos muestra que algún otro cine es posible. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
“¡Viva el Palíndromo!”, de Tomás Lipgot Por Marcela Gamberini Cierta obsesión por la simetría recorre la película de Tomas Lipgot. Simetría que se revela en el lenguaje como un palíndromo como en la estética y la forma de la película, sus imágenes, sus encuadres son deliberadamente simétricos. Película lúdica, viajera que, de la mano de su director y protagonista recorre el universo secreto del juego constante con el lenguaje. De obsesiones y de compartir esas obsesiones se trata Viva el palíndromo. Personajes extraños recorren el film empezando por el propio director que aparece en el primer segundo de la película haciendo eje en sí mismo. Pareciera que hay una especie de “cine del yo”, así como existe la llamada “literatura del yo” donde la primera persona, como cuerpo, como palabra, como elemento central de las películas las definen y las construyen a su alrededor. Su experiencia es la que formatea el documental, su cerebro es el que se pone en la pantalla para encontrar el lado científico del asunto, su cuerpo es el que viaja, el que recorre, el que entrevista. El cuerpo de Lipgot es la columna vertebral (que suele ser simétrica) de su película. Tal vez la película apele a relevar a esos grupos que, en sus juegos inocentes, en sus estrategias lúdicas encuentran una salida amable a cierto estado de situación que nos aplasta y nos ahoga en un capitalismo donde el dinero es la única moneda de cambio. Los palindromistas son un grupo de gente que están un poco afuera de este sistema, no hay moneda de por medio, es el placer y el goce en sí mismos los que importan. Tampoco Lipgot –apellido que él mismo da vuelta, como un palíndromo único y personal- deja de notar que el tema de la simetría es uno de los órdenes que rigen la naturaleza y de ahí dispara la narrativa de la película que pone de manifiesto siempre el costado científico de esta manía contagiosa que se va alimentando de cuestiones estéticas y también un poco intuitivas. Viva el palíndromo genera curiosidad por la actividad de estos personajes, por el modo en el que se conglomeran, por la manera en la que se relacionan. Y además genera un par de sonrisas amables, un poco ingenuas y esto, en este contexto de tanta rigidez no deja de ser un gesto más que interesante. ¡VIVA EL PALÍNDROMO! ¡Viva el Palíndromo!. Argentina/España, 2018. Guión y dirección: Tomás Lipgot. Fotografía: Javier Pistani. Música: Alfonso Vilallonga y Pablo Urristi. Edición: Bruno López y Leandro Tolchinsky. Distribuidora: Duermevela. Duración: 99 minutos,
CASA DEL TEATRO por Marcela Gamberini - Críticas 24 Oct, 2018 07:11 | Sin comentarios El segundo film de Rosselli vuelve sobre personajes que habitan en los márgenes. Compartir en Tumblr EL OLVIDADO “Se adivina con mirarte, que no te han querido bien” es una línea del gran tango La última con letra de Julio Camilloni que de algún modo sintetiza Casa del Teatro. Un libreta que es una especie de índice telefónico, un teléfono de línea de esos con cable, unos anteojos a los que le falta una patilla y un hombre que llama una y otra vez a un número con el que no consigue comunicarse. La Historia se intersecta con la historia de ese hombre y precisamente en ese espacio de intersección aparecen esos elementos de un pasado no tan remoto pero si, lamentablemente olvidado. La falta es el germen de la película, esa patilla que falta del anteojo de Oscar –el protagonista de este documental que coquetea con la ficción (como en los mejores documentales) – refleja una falta íntima, personal, dolorosa; la falta del hijo se conjuga con la falta de memoria, esa que ese hombre fue perdiendo a lo largo de los años. El hijo es la memoria perdida y a la vez esa memoria fue debilitándose por la ausencia del hijo. Sobre el comienzo de Casa del teatro Hernán Rosselli, que nos tiene acostumbrados a ese realismo un poco sucio, un poco traidor pero a la vez demasiado “real” que mostraba en Mauro su opera prima, repite acá ese modo de situar la cámara logrando captar la esencia de lo real. Ese “real” para Rosselli se tiñe de destrucción, de edificios añejos, descuidados, de mezcla de cosas, de desmesura y sobre todo de contraluces. Esa Casa del teatro que es un edificio histórico que reúne actores, actrices, cantantes de otro tiempo es una suerte de residencia para adultos mayores que conviven con una pasión en común; la actuación, el canto, los recuerdos, la memoria. Y a esa casa Rosselli la dibuja sobre todo en sus pasillos, lugar de conexión, lugar de paso. Tal vez como esos actores y actrices que como todos los otros mortales, solo estamos de paso por la vida, conectando a veces con algunas cosas y desconectando con otras. Pasillos donde se encuentran, donde se limpia, donde se pasa, donde se pierde un perrito; es una zona de tránsito permanente. Rosselli se aferra a su cámara e intenta retratar a sus personajes sin molestarlos, sin que el dispositivo se note apelando a la fluidez (o no) de su protagonista, observándolos de cerca; un hombre que busca su memoria y a la vez busca a su hijo. Un hombre que olvida, que tarda en responder las preguntas de los médicos, que aparece fuera de campo en muchas oportunidades, como si su memoria o su olvido lo mantuvieran alejado un poco de la escena. El fuera de campo y el contraluz son las materias primas de Casa del teatro justamente porque colaboran con los motivos centrales de la película. Aquello que no está porque se lo olvidó, aquello que no se ve, aquello que no se percibe, aquello que aparece como desdibujado por los laberintos a los que los mecanismos de la memoria nos enfrentan. Esos claroscuros no son otra cosa que una zona de intersección (recurrente esta zona en la película) entre la luz y la oscuridad, entre el olvido y la memoria, entre la presencia y la ausencia. Casa del teatro con sus derivas de la historia también muestra las derivas de la gran historia, de un país que olvida a sus actores, a sus edificios, a su memoria. También esos personajes de alguna manera son un poco esos héroes que defienden la tradición que un país olvida: cantan tango y otras canciones populares, se aferran a esa historia que Rosselli muestra a partir de imágenes de archivo. Ellos, los olvidados, recuperan una tradición que forma parte de la cultura popular de un país que tiende a olvidar con rapidez y desdeñosamente. Como en el tango, atemporal y nebuloso, nostálgico y pasional, Casa del teatro se conforma junto con sus personajes como un espacio de resistencia no solo cultural, sino social e histórica donde conviven los hombres con esas mesitas repletas de remedios, fotos, hijos perdidos, simpáticos perritos, búsquedas por internet, comentarios políticos fuertes y relevantes. Rosselli apuesta una vez más a la resistencia como uno de los modos más peligrosos y más interesantes de habitar este mundo. Marcela Gamberini / Copyleft 2018
“Mujer nómade”, de Martín Farina Por Marcela Gamberini Martin Fariña construyó a lo largo de su carrera cinematográfica un mirada única y personal. La cercanía con sus personajes se hace distante en lo estético aunque esto parezca una paradoja. Es inevitable no preguntarse por la elección de sus temáticas, de sus protagonistas absolutos, de sus registros. Tal vez, si hay algo que es necesario relevar en primer lugar es la maravillosa intuición –que pocos directores tienen- acerca de la pertinencia y el interés que destilan sus retratados. Entender que en el cuerpo y en la voz de Ester Díaz hay una historia posible de ser contada y a la vez posible de ser interesante es un acto intuitivo fenomenal. Recorrer la intimidad de Ester Díaz es como adelantarse a un paso del abismo. Filósofa no solo de carrera con un Doctorado otorgado por la Universidad de Buenos Aires, sino filósofa de alma, de esas mujeres que no cesan de reflexionar acerca de su presente y su pasado constantemente. Una historia familiar compleja. Una sexualidad más que activa. Años y años de diván. Un cuerpo intervenido a favor de lograr la belleza perenne. Un padre que logró que la pequeña Ester de nueve años sintiera la soledad más absoluta, sensación que no la abandonará jamás. Una hija enferma que marca la necesidad de tocarle la cabeza y recuperar así un poco de la maternidad casi nunca ejercida. Todo esto en la voz y en el cuerpo de Este. Una voz rápida que se atraganta las palabras, los autores, las citas, que salen como municiones finas, que lastiman, que la lastiman, y que en definitiva es la única manera de curarse. Todo siempre a través de la palabra. Por y a través de la palabra. Por encima de ella, por debajo de ella. Siempre la palabra. Y con la palabra el cuerpo. Ese cuerpo que expone su temor al abandono en todo sentido; el abandono de la belleza, del sexo, de las caricias, de las sensaciones más originarias, de los hijos, de las parejas. Las rejas del comienzo y del final de la película establecen una clave de lectura; atravesarlas será entrar en la intimidad más profunda de Ester, Farina filma el interior de Ester, sobre todo cuando filma en su casa. En sus almohadones, en su ropa, en su baño, en su ventana. ¿Cómo se desentraña la intimidad de alguien que, además, es conocido en el ambiente intelectual? ¿Cómo se lo desnuda? ¿Cómo se muestran sus miedos, sus angustias, sus excesos? ¿Alguien sabe lo que puede un cuerpo? Dice Farina, que dice Díaz que se dice de la tragedia griega; que el choque de fuerzas es el conflicto en sí mismo, que nunca hay solución, solo destrucción. En la vida, por el contrario, dice Ester que tampoco hay solución, pero siempre hay conflicto, permanente, que no cesa. Tal vez esa sea la fuerza que nos hace seguir, el conflicto que siempre es deseo insatisfecho o satisfecho por momentos. Esa contradicción interna y externa que nos pone locos y nos hace pelearnos con nosotros mismos todo el tiempo, en cualquier espacio. Daniel Farina logra lo que pocos logran: distanciarse de esa figura tan cercana para él y volverla un individuo, filmarla como tal; extrañarla para desnudarla (literal y metafóricamente), filmarla en sus espacios privados, en sus escenas privadas, en sus contradicciones privadas. La filma en su sexualidad que es uno de los modos, de las maneras de habitar este mundo tan hipócrita. En su capacidad de ser nómade sin moverse del lugar. Planos cortos en general, muestran el rostro de Díaz con su maquillaje permanente, su cuello siempre enfundado en alguna chalina vistosa, su ropa fuera de lo común, sus zapatos incontables. Algunos encuadres fragmentados –marca del cine de Farina- muestran lo fragmentario del personaje retratado. En definitiva, es Ester Díaz en los ojos de Farina, es la femineidad de Díaz en los ojos de un director que puede extraer de ese rostro, de esos ojitos pequeños todo el dolor, la frustración, el deseo, las contradicciones. La película es un escenario pedagógico, donde la maestra (como Sócrates) entiende que el quid del proceso de enseñanza parte del cuerpo y de la voz, de la manera en que se mueve, de la manera en que se entona, en sus apariciones y sus desapariciones. De su particular manera de estar en el mundo, de su deseo y del deseo como máquina. Finalmente, Mujer nómade es en sí misma un “precepto” concepto deleuziano que Díaz cita poniendo como ejemplo la roldana que cuelga arriba de su “máquina” de hacer ejercicios físicos. Si cualquiera mira esa roldana, es una percepción, justamente la percepción que se tiene de la vida cotidiana; sin embargo cuando esa roldana se enfoca con otras motivaciones, desde una cámara fotográfica, desde una filmadora – por ejemplo- se vuelve un “precepto” deviene de percepción en “hecho estético”. Sin dudas, Mujer Nómadees un precepto, un verdadero hecho estético, artístico que deviene de la cotidianeidad de la compleja y dolorosa vida de Ester. MUJER NÓMADE Mujer nómade. Argentina, 2018. Dirección y guion: Martín Farina. Intérpretes: Esther Díaz con Juan Manuel Martino, Verónica Argenzio, Norberto Farina, Walter Canet, Javier Riera, Daniel Lesteime. Música: Jorge Barilari, Coiffeur. Fotografía: Martín Farina. Sonido: Martín Farina, Tomás Fernández Juan. Duración: 73 minutos.
“El origen de la tristeza”, de Oscar Frenkel Por Marcela Gamberini La novela de Pablo Ramos es, como toda su literatura, estremecedora y con fuertes tintes autobiográficos, tanto, que pareciera que su vida se ficcionaliza y viceversa. Gabriel, su alter ego literario, es quien carga con sus experiencias, sus dolores, sus broncas, sus felicidades. La novela es una especie de cartografía de la niñez, la llegada de la adolescencia y los cuestionamientos que este devenir acarrea. Narrada con furia, con rabia, aunque con un humor discreto no deja de tener una mirada de amorosidad por sus personajes, Ramos hace de la novela un relato que resulta desgarrador y emotivo, como toda su literatura posterior. La película de Oscar Frenkel respeta a rajatabla el estilo, los tonos de la novela sin adheririse a ella en su contenido ni en su estructura. La cadencia que imprime la voz – literal- de Ramos contando y narrando en off, le otorga a la película ese tono cansino, balbuceante y seseado de la palabra del autor, donde la tristeza y la desolación están tan presentes que resultan muchas veces dolorosas. Doloroso suele ser el fin de la niñez y el advenimiento de la adolescencia: estos chicos, gran acierto de casting, son cada uno a su manera una especie de Polín, ese inolvidable protagonista de Crónica de un niño solo de Leonardo Favio, con la que El origen... tiene muchas zonas de contacto. Los ritos de iniciación y a la vez de desenlace de la niñez están presentes en las excursiones de los chicos para robar vino; en el modo en el que hacen “pan y queso” para ver quién es el que lidera las travesuras; esa manera en que aparece el sexo, el amor, la rebeldía; esos juegos de chicos que se deslizan constantemente hacia otra cosa. Los chicos viven realmente, son libres fuera de sus casas, en ese espacio de la calle que atraviesan con sus bicicletas, en esa zona donde el rio nace y se muere, en esos trayectos que recorren entre árboles y agua. El elemento acuoso es una constante en la película: el agua del rio, la de las mangueras de los bomberos en ese incendio que de tan literal y de tan metafórico se hace más potente, en ese vino que derraman rompiendo un barril, donde no solo juegan sino que se emborrachan y son realmente felices. Tal vez, la felicidad de estos niños sea uno de los modos en que los adultos deberíamos serlo: haciendo aquello que roza lo indecible, que se desvía hacia lo improbable, que quiebra las normas y las reglas establecidas. De hecho, ese afuera, esa barrio de Sarandí en el conurbano bonaerense, el centro del universo para los chicos, marca los límites precisos de la infancia, cuando el barrio se desmorona, se delimita, en este caso por un incendio casi como excusa (donde el mismo Ramos es el jefe de Bomberos en un divertido cameo) donde el rio se transforma en llamas exuberantes que arrasan con todo, con los lazos entre los chicos, con su mundo de bicicletas y travesuras, con ese universo privado de la infancia. En el adentro, ese adentro de la casa de Gabriel y de Alejandro, su hermano, es un lugar hostil. La incomodidad de los niños se produce por el desentendimiento de sus padres, entre ellos y hacía con los hermanos, que termina en el miedo que siente Gabriel al ver a su madre en un intento de suicidio y a su padre abatido por un trabajo que no le gusta. Sin embargo, Gabriel encuentra una especie de padre sustituto o tal vez una especie de ángel (ya que la película crea también una mística especial y personal que no deja de ser profundamente cristiana) un hombre llamado Rolando que vive en el cementerio y lo acompaña en varios momentos, casi como un tutor y un salvador, es el hombre que le regala por primera vez un libro. También el nacimiento del horror y la toma de conciencia de la propia finidad, está presente en la muerte de uno de los chicos, tratada con respeto por el director, sin exabruptos, solo desde la mirada de los chicos, como toda la película. La voz de Ramos nos trae a la realidad del presente, mientras que la mirada de los chicos nos retrotrae a la infancia, ese paraíso siempre perdido. Es de destacar que la película, así como el libro, tiene una profunda conciencia social. Uno de los niños es peronista (seguramente por aquello que escucha en la casa paterna) cita el plan quinquenal, las obras de Perón, los montoneros; más allá del humor que se destila desde allí, la conciencia de la película parece comulgar con esta idea, en esos barrios del conurbano donde la gente trabaja, donde hay talleres, donde se practica a menudo la solidaridad, pero también donde aparece el peligro inminente. Tal vez, en lo que la película no se dice, en lo que oculta, se encuentre el secreto que podemos entrever. La puesta en escena de Frenkel acompaña en el tono y la cadencia de la película con sus imágenes certeras y emotivas y sobre todo con sus encuadres que varían entre los planos de conjunto y los primeros planos. La paleta de colores es estridente como el mundo de la infancia, los azules y los rojos contaminan la pantalla estallando en sentidos y significados. La cámara de Frenkel sigue al grupo a todos lados, los respeta, los cuida, los apoya, no los juzga nunca, ni los abandona. El gran acierto de director es escapar del costumbrismo que suele aparecer (aminorado, por suerte, desde hace un tiempo) tan alambicado, tan añejo en el cine no sólo argentino. Finalmente una de las escenas se destaca por la poeticidad y el esteticismo que destila; la de los niños en bicicleta en la playa mientras anochece. La libertad cerquita del agua es muy parecida a esa libertad y a esa toma de conciencia del mítico Doinel de Los 400 golpes. EL ORIGEN DE LA TRISTEZA El origen de la tristeza. Argentina, 2017. Dirección: Oscar Frenkel. Guión: Pablo Ramos. Intérpretes: Joaquín Gorbea, Belén Szulz, Santiago Mehri, Luciana Rojo, Lola Carballo, Germán De Silva. Dirección de Fotografía y encuadre: Eduardo Pinto. Música: Ernesto Snajer. Duración: 73 minutos.
“Disculpas por la demora”, de Shlomo Slutzky y Daniel Burak Por Marcela Gamberini Disculpas por la demora” es una de las primeras frases que se escuchan en este documental dirigido por Shlomo Slutzky y Daniel Burak donde la resonancia de los efectos de la última dictadura militar siguen presentes en la memoria y en el presente colectivo. En principio, una historia familiar de encuentros y desencuentros, de exilios forzados, de hijos abandonados, de memorias compartidas y a la vez olvidadas hace centro en este documental que, a medida que avanza se adentra en el terreno político, haciendo eje en la militancia de los jóvenes en los setenta. Un hijo busca la memoria, la verdad y la justicia sobre la figura de su padre, el Dr. Samuel (Sami) Slutzky- un padre desaparecido al que su propia familia de algún modo negó en su momento, una familia que trató de alejarse de esa historia política, de desapariciones y de torturas. Mariano Slutzky- el hijo, ese extraño protagonista- y su hermana se ven exiliados en Amsterdam, pequeños, sin pertenencias, armando la identidad como pueden, a los tumbos. Aquello que resulta más interesante en primera instancia es esa especie de resentimiento – licito- que siente Mariano hacia su familia de origen. El silencio y el abandono ha signado su vida y la de su hermana, y ahora ya no quiere recuperarlos sino escuchar la versión que ellos tienen de lo sucedido. Esa es una de las maneras en las que Mariano pide justicia. Justicia familiar, una justicia íntima, personal; esa justicia desde donde pueda por fin reconstruir su identidad. Por otra parte existe también, como corresponde, la búsqueda de la justicia social, institucional. En este sentido Mariano participa en el juicio a las juntas, mientras busca fragmentos desde donde reconstruir la historia de su padre y con él la historia de un grupo de militantes peronistas, judíos, montoneros. Imágenes de archivo se cruzan con el viaje que emprende Mariano- siempre un poco malhumorado, irascible, un poco amargo- desde Amsterdam hasta la Argentina y de ahí hasta Israel. No es por supuesto un viaje iniciático, es un viaje que marca un recorrido de búsqueda de fragmentos, de fotos, de recuerdos, de placas que se descubren, de documentos. Es el viaje como descubrimiento de una historia no sólo de un país sino de un hombre que huérfano, busca a su padre incesantemente. Tal vez, el momento más motivo del documental sea ese en el que Mariano entra a La Cacha –centro de detención clandestino donde estuvo su padre- su recorrido por el parque es doloroso y a la vez es el momento más luminoso de la película. Allí, Mariano, tal vez se encuentra con la figura de su padre, es la primera vez que el hijo tiene los ojos llorosos y el cuerpo desmembrado. Demasiados temas se abren en este documental que a veces se muestra con demasiados caminos a recorrer, una estructura narrativa un poco más acotado le hubiera dado más fuerza, más cuerpo. Entre la cantidad de relatos que cuenta Disculpas por la demora, también cuenta la historia de la imposibilidad de reconstruir una familia, sin embargo, las nuevas generaciones pueden atender a las fisuras que antaño se han producido. Solo resta esperar que la errancia (física, emocional) a la que estuvieron sometidos los hijos de los desaparecidos, sea superada por una nueva generación, más trasparente, más iluminada. DISCULPAS POR LA DEMORA Disculpas por la demora. Argentina/Israel, 2018. Dirección: Shlomo Slutzky y Daniel Burak. Guión: Malen Azzam, Daniel Burak y Shlomo Slutzky. Fotografía: Daniel Burak. Edición: Marisa Montes, César Custodio y Andrés Tambornino. Música: G.R.U.Z. Sonido: Lucho Corti. Distribuidora: Machaco Film
LA QUIETUD por Marcela Gamberini - Críticas 06 Sep, 2018 08:25 | Sin comentarios El propio director se encargó de decir que este es su film más arriesgado. ¿Cuál es el entonces el riesgo? Gamberini ensaya una respuesta, más allá de la declaración del cineasta. Compartir en Tumblr Universo de mujeres En la primera secuencia de la película se muestra no solamente la laboriosa puesta en escena de Pablo Trapero – a la que ya nos tiene acostumbrados- sino la magnificencia aparente de una clase social alta, del imaginario de una burguesía que tiene muchos más silencios que palabras dichas. En esta secuencia, los primeros planos de Mia –Marina Guzmán- en su auto, conduciendo (gesto que será recurrente en la película) y el seguimiento demasiado cercano de la cámara la muestran como el punto de vista desde donde se narrará. La cámara la sigue de frente hasta que atravesamos la tranquera- que esconde del otro lado todo un mundo de silencios y secretos- y luego entramos con Mia en ese caserón llamado La Quietud atravesando largos pasillos y algunos vericuetos. Este travelling laberíntico es premonitorio en tanto se muestra la dinámica en la que el espectador recibirá la información. La matriz narrativa de La Quietud es esa: un camino laberintico a recorrer, con un centro que se descentra a veces, que se descalibra otras. Así, la película aparece un poco desbalanceada en su narración. El final circunscripto a la revelación de una verdad oculta por parte de Esmeralda – la madre de Mia y de Eugenia, la esposa del hombre que vegeta en su cama, la gran Graciela Borges- se hace esperar demasiado (o llega sin una medida elaboración del mismo). Hay algo de artificio en el relato que la separan del registro más natural o más realista de otras de las películas de Trapero como Carancho o Elefante blanco; algo que desestabiliza el relato produciendo algunos giros abruptos que tendrán su resolución cuando la madre decida ejercer el don de la palabra frente a un tribunal. La Quietud, Argentina, 2018 Dirigida por Pablo Trapero. Escrita por P. Trapero y Alberto Rojas Apel Mientras Mia y Eugenia comparten demasiadas cosas, Esmeralda es la figura magistral de un matriarcado que se va disolviendo de a poco, quien ejerce el poder desde lo profundo de esa mansión inabarcable, expresando a Mia demasiado rechazo y oposición. La madre es el centro sobre el que gravita la película, es ella la que hace avanzar el relato con sus comentarios hirientes hacia Mia y sus gestos amorosos hacia Eugenia; tiene el cetro de la verdad, lo dice directamente. En cierta medida, su respiración ahogada y profunda marca con precisión el ritmo espasmódico de la película. Su recorrido por la casa vestida con una bata sugiere tanto una especie de vestido de novia desvaído o de reina destronada; sus cigarrillos fumados en boquilla a escondidas y sus copas de vino bebidas de a sorbos, como también la campanilla sibilante con la que llama a la mucama reúnen algunos detalles que delinean no solo un matriarcado brutal y violento, sino una clase social que se ha construido sobre un laberinto de falsedades y silencios. Hay una marca de autor en La Quietud no solo se verifica en la cuidada puesta en escena, sino también en los materiales que elige Trapero para disponerlos en la narración. La familia como centro endoscópico de una sociedad en quiebre es también el nudo desde donde se ata El clan, Familia Rodante, la poco considerada Nacido y criado, incluso la genial Mundo Grúa. El orden de lo familiar pensado como grupo endógeno y carne de diván, donde la violencia resplandece y se ejerce con demagogia y arbitrariedad, donde las heridas – reales o simbólicas- son demasiado profundas. A diferencia de las películas precedentes, La Quietud es una película de mujeres (en familia). Aquí están las mujeres con poder y sin poder, las que son madres e hijas, las que también pueden ser hermanas como esposas. Son mujeres que mandan y ahogan a los hombres (literal y metafóricamente), mujeres lastimadas y heridas, mujeres sexuales. Es asimismo un film de mujeres que son vengativas y amorosas, cuerpos de mujeres que se amontonan en una cama, en un revoltijo de manos y bocas y sexo. La Quietud es un film de mujeres en tensión, donde la violencia se articula en la palabra y por la administración perspicaz de los silencios. En este film de Trapero las hermanas son demasiado parecidas físicamente, similitud que dispara asociaciones y juegos demasiados peligrosos: la identidad, la sexualidad y el afecto se ponen a prueba, y al espectador también. El film establece, además, una relación entre cuerpo y lugar. El mapa geográfico sobre el que mueve La quietud es el caserón donde los cuerpos de las mujeres recorren pasillos, se meten en camas propias y ajenas, comen alrededor de una mesa mientras la madre ocupa siempre la cabecera. Topología del poder, las mujeres demandan, los hombres cumplen y se transforman en muertos vivientes como el padre, o en suplicantes como el hijo del escribano o también en cornudos como sucede con la pareja de Eugenia. Esta vez, marcadamente, Trapero se desvía del universo de los patriarcados, como sucedía en El clan, y se aventura al espacio de lo femenino, con sus laberintos de susurros, secretos, miradas cómplices, sonrisas compartidas y violencia doméstica. Es un mundo lejano para los hombres, un cosmos que sí había mirado en Leonera, aunque ese intento era parecido, pero bajo otro gesto estético y conceptual. En aquella película el personaje que también interpretada Martina Guzmán se introducía en un espacio ajeno, no conocido, donde la mirada masculina era preeminente. En La quietud la mirada es esencialmente femenina: Mia, su hermana Eugenia y la madre Esmeralda – incluso el ama de llaves – constituyen un clan de otra naturaleza; también son leonas, pero legislan donde viven; es el lugar doméstico asociado habitualmente a las mujeres. Quizá en este desvío consiente de Trapero se encuentre el punto más interesante de La Quietud, un indicio de que algo puede estar cambiando en su cine, un desvío en consonancia con la época, en la que la mirada femenina es en sí un gesto político y a su vez conlleva a un desafío estético. Aquí hay gesto más que interesante para un realizador que filmado casi siempre la vida de los hombres Marcela Gamberini / Copyleft 2018 Compartir en Tumblr Dejar un comentario Comentario Nombre * Correo electrónico * Web Time limit is exhausted. Please reload CAPTCHA.