Apenas un manual del cine negro ilustrado La vida del detective Louis Schneider pende de un hilo. Alcohólico, con los recuerdos estragándole la memoria, este veterano agente de la policía de Marsella se da de narices contra su “no futuro”, un porvenir que siempre incluirá las pesadillas que lo llevan una y otra vez a recordar la escena del accidente que mató a su hijita y postró a su mujer. De la misma manera, la joven Justine tampoco deja de convivir con el terrible asesinato de sus padres, sucedido hace 25 años. Sus historias, que por supuesto habrán de cruzarse, son exhibidas en paralelo como si fueran las dos caras de un mismo asunto. De hecho, los dos están demasiado cerca de la muerte: Louis jugando con fuego ante sus compañeros corruptos e incapacitado de enfrentar con buenas armas la aparición de un asesino que viola y estrangula a sus víctimas; y Justine desolada porque el criminal que arruinó su vida tiene la oportunidad de salir de la cárcel. En su tercera película, el francés Olivier Marchal –que, según él mismo dice, trae el argumento desde los días en que era oficial de policía– vuelve a acercarse al cine noir cumpliendo todos y cada uno de los códigos del género: un policía reventado (Daniel Auteil, notable como siempre) con un pasado que lo atormenta, un asesino esquivo y sanguinario que recuerda a aquel que está a punto de ser excarcelado, un clima ominoso, ausencia total de humor y una visión del mundo pesimista y oscura. Éstos no son datos que per se hablen bien o mal de un film, pero en el caso de MR 73 –que remite a un modelo de pistola– se vuelven significativos si se consigna el orden en el cual Marchal los ubica. Redundante, el director no sólo recurre a ellos sino que además los organiza de tal modo que parece estar construyendo un manual de cine negro y no una película que debería respirar por sí misma. Un flashback –de los dolorosos– aquí, muertes violentas por allá, policías viles por el otro lado –sin que falte aquel que ve todo desde afuera y se compadece del héroe, como la jefa Marie– y el dolor de ya no ser tanto de Luis como de Justine. Mucho para construir un film apenas correcto y poco para que la misma película quede en la memoria.
Una feliz Navidad digital El clásico relato de Dickens termina por perder fuerza con la animación 3D. Tal vez no haya historia más adaptada que Cuento de Navidad (A Christmas Carol), de Charles Dickens. Bueno, la factoría Disney arrima una más: a punto de cumplir 166 años, el cuento que narra la redención de Ebenezer Scrooge, un viejo prestamista, tacaño y amargado, que aborrece la Navidad y durante una noche recibe la visita de tres fantasmas que lo hacen cambiar radicalmente de opinión, tiene una tachadura nueva en su larga lista de versiones. Esta vez, quien se encarga de contar la historia es Robert Zemeckis. Para hacerlo, utiliza –como en la también navideña El expreso polar y en la épica Beowulf – la técnica de captura de la interpretación. Más proyección en 3D digital “con anteojitos”, algo que, se sabe, es para los grandes estudios algo así como la última gaseosa del desierto, una nueva oportunidad que se le presenta a la industria del cine para deslumbrar muchedumbres. A lo largo de muchísimos años (la primera adaptación de Cuento… data de principios del siglo XX) Scrooge tuvo mil caras y voces. Apareció en teatro, cine, televisión, caricaturas, dibujos animados y discos. La multiplicidad de registros es acorde a los alcances de la obra de Dickens, una exploración sobre la naturaleza humana y todas sus aristas: la bondad, la ambición, el egoísmo, la avaricia, la maldad y el arrepentimiento, envuelta en una pintura implacable de la Londres de mediados del siglo XIX, allí donde reinaba la injusticia social, atada como estaba a los dominios de una sociedad patriarcal y con la Revolución Industrial como telón de fondo. Todos estos son aciertos literarios, que corresponden al arte de Dickens y no al film. Porque, ¿qué hace Zemeckis con esta historia archiconocida que lleva un siglo y medio como emblema? Por un lado, muestra respeto por la obra original, replicando –como bien apunta el crítico A. O. Scott en el New York Times– diálogos que dan real dimensión del personaje y de la época que se quiere retratar. No hay inocencia de su parte en esta elección: muchas de las cosas que Scrooge piensa –y dice- no es difícil verlas multiplicadas hoy mismo, aquí, allí y en todas partes. Y esa decisión formal se estira a los Fantasmas de las Navidades Pasada, Presente y Futura, esos espectros sólo en apariencia diferentes entre sí, abocados durante toda una noche a transformar el alma de un hombre enfermo de rencor y avaricia (atención al Fantasma de la Navidad Futura, bastante tétrico para una película que apunta en gran medida al público infantil) en un espíritu que aprenda a tomar el camino de la bien y la generosidad. Méritos de Dickens, no del film, cuyo problema es técnico. Así como la captura de interpretación permite desplazamientos y trucos imposibles de realizar por seres humanos, es también una prisión para los alcances expresivos de los actores que se prestan a la “transformación” digital. ¿Para qué convocar a Jim Carrey (que realiza el papel de Scrooge y varios más), Gary Oldman, Colin Firth o Bob Hoskins si van a quedar reducidos a meras caricaturas? Lo mismo sucede con algunas de las situaciones donde Scrooge es conducido por los fantasmas durante la nevosa noche londinense, que le agregan a la película una gracia hija del artificio que le hace perder espesura a la trama, aligerándola para el lado de lo fantástico. Un ejemplo de ese notable –y poco satisfactorio– contraste: Scrooge derrapando cómicamente entre los tejados londinenses y, acto seguido, observar su horror ante la pobreza encarnada en esos niños que el huesudo Fantasma de la Navidad Futura le enrostra. La proyección en 3D no molesta. Su uso se conoce de antemano: logra, cómo no, que “salgan” de la pantalla –ante los “oh” de una platea de todas formas cada vez más acostumbrada– la filosa nariz de Scrooge, los copos de nieve, la reverberancia de la luz o el dedo acusador del último Fantasma (ese que no es otro que la Parca). La pregunta es cuánto agrega tal artificio a una historia que se defiende por sí misma. Los fantasmas de Scrooge no pone en peligro el genial legado de Dickens, pero advierte sobre la apropiación de todas las historias posibles por las nuevas técnicas. Como si todos los personajes del mundo fueran pasibles de tener cara de manzana resignando realismo, o de salirse de la pantalla sólo porque tal cosa puede hacerse.
Apenas algo de música y simpatía Odiada en Estados Unidos (desde el 11-S, y salvo honrosas excepciones, lo que llega de Francia es vilipendiado en Norteamérica), La canción de París intenta reproducir con éxito dispar la atmósfera del anterior –y muy exitoso– film de Barratier, Los coristas. Aquí, el “faubourg” del título original es el barrio en donde languidece el Chansonia, un teatro de music hall que ha pasado de vivir sus mejores días y, tras su cierre, deja a los protagonistas sin trabajo. El utilero Pigoil (Gérard Jugnot), el electricista y hombre de acción Milou (Clovis Cornillac) y Jacky (Kad Merad), un imitador sin talento, intentarán reflotar su gloria luego de un arreglo con Galapiat, mafioso del barrio y dueño del local. Es 1936 y París está convulsionada en lo político, con la llegada del Frente Popular al poder y el recrudecimiento de la lucha entre la izquierda y una derecha en auge. Telón de fondo sólo decorativo, ya que lo importante aquí es la aparición de Douce (luminosa Nora Arnezeder), una joven adorable de la cual quedan prendados tanto Galapiat como Milou, con el consiguiente conflicto que de ellos nace. Barratier cuenta el cuento lujosamente –la producción impresiona–, pero también con un edulcoramiento que diluye los apuntes sociales y el trasfondo político en un film “con canciones”, algunos golpes bajos y personajes simpáticos y unidimensionales.
Crónica de un amor perdido y anunciado El relator en off avisa temprano: “Ésta es una película de ‘chico conoce chica’ pero no es una historia de amor” (a propósito, que no cunda el pánico, el locutor no arruina ni un poco el film). Por arriesgar una clasificación, se puede decir que 500 días con ella es un film sobre una relación entre un hombre y una mujer que más que una relación es como un globo suelto al viento, sujeta a humores y presupuestos. También desde el principio sabemos que esa relación fracasó y que el medio millar de días que menta el título corresponden al período de tiempo que pasó desde que la pareja se conoció hasta que se separó. Él es Tom, un aspirante a arquitecto que se gana la vida escribiendo tarjetas de salutación para una pequeña empresa; ella es Summer, una joven que ingresa en la firma como asistente del gerente. Tom (un Joseph Gordon-Levitt notable) queda flechado casi inmediatamente, y con razón: la chica (Zooey Deschanel, ya abonada a estos papeles de encantadora díscola) es hermosa, etérea, simpática y desprejuiciada. Y también dueña de una concepción de la pareja despojada: deben construirse sin histerias que la arruinen. Con Tom no pasa lo mismo: él sí cree en eso de conseguir a alguien que lo quiera y poder aferrársele como a una tabla salvadora. Con ese material, el debutante Webb arma una comedia agridulce que va contando los días en forma desordenada: la narración puede ir del día número 2 al 430, digamos, saltando entre el apogeo de la relación y sus días aciagos. Y allí están en sus roles fijos Summer y Tom, ella calibrándola, él sufriéndola y sin saber cuándo se acabará el cuento. Y con Tom está el espectador, balconeando con tristeza la crónica melancólica –“el placer de estar triste”, dicen que dijo Victor Hugo cuando definió la melancolía– de alguien que, se sabe, ya perdió. Un tipo que nunca debió provocar el infierno tan temido de saber que, hiciera lo que hiciera, jamás sería el elegido.
Escenas de la vida conyugal El film de Vivián Imar y Marcelo Trotta sobre una pareja en crisis parece descansar en demasía sobre fórmulas demasiado vistas. Como si de un compendio de varias películas se tratara (la tentación invita a pronunciar la palabra “variaciones”, pero no sería del todo pertinente), Tres deseos remite, en tono, trama y objetivos estéticos, a varios films. El ejemplo más claro podría ser el referido en la nota que los protagonistas dieron a Crítica de la Argentina: Antes del anochecer, el film de Richard Linklater. Otro más difuso podría ser el lazo que sostiene con cierto cine francés. Un matrimonio en crisis (Florencia Raggi y Antonio Birabent) viaja a la ciudad uruguaya de Colonia a festejar los 40 años de ella. Es evidente que la pareja está en una encrucijada impuesta por sus ocho años de convivencia: los diálogos son ríspidos; las voluntades, atenuadas; los silencios, significativos. La desolada geografía del lugar ayuda a poner el acento en el tramo sombrío que transita la pareja, una zona de indefinición a la que contribuye la aparición de una ex novia de él (Julieta Cardinali), que por casualidad también está en Colonia. Entre reproches, arranques amorosos y vueltas atrás, la crisis se pone de manifiesto de manera implacable, algo que el binomio de directores ilustra con planos reposados y largas charlas. El problema es que así como el film se sigue con atención, también está lastrado por la falta de nervio, lo ripioso del personaje de Birabent, y ese constante recurrir –referido al comienzo– a fórmulas demasiado vistas que minan el interés y dejan la sensación de que todo lo que aparece en pantalla ya fue visto demasiadas veces.