El moño que le ¿faltaba? a San Valentín En asunto de festejos, los norteamericanos –se sabe– tienen todo muy compartimentado. Están la Navidad, el Año Nuevo, Halloween, el Día de Acción de Gracias, y así. Pero además, cada festividad requiere a quienes las celebran la labor de ponerse “en modo de”. Cada 14 de febrero, día de San Valentín, por ejemplo, el tema es celebrar el amor. Algo que pone en marcha una maquinaria comercial increíble, basada en obsequios, invitaciones a cenar y actividades ad hoc. Pero parece que la cosa no estaba completa: faltaba (¿faltaba?) la película. Tan edulcorada como los bombones que los tórtolos se regalan, y tan recargada como algunos de los arreglos florales que, por miles, reparten ese día los agradecidos floristas en domicilios y oficinas, Día de los enamorados es menos una película que otro elemento más a la hora de las invitaciones. Es decir, a los regalitos varios, el norteamericano medio les puede adosar una invitación a ver un film en el que, claro, no tardará en verse reflejado. A no ser que se sea un perdedor en materia sentimental, situación a la que, un poco perversamente, el Día de San Valentín también parece apuntar. A cargo de Garry Marshall (un director que, de apoco, va desvaneciéndose hasta desaparecer), e inscripta formalmente en eso llamado “estructura coral” –multiplicidad de personajes entrando y saliendo del relato y, en algún momento, necesariamente relacionados entre sí– la película imbrica situaciones y personajes valiéndose de una constelación de estrellas que hacen su numerito y ya. Un artefacto de factura simple, hecho de una suma de historias que, juntas, no terminan de hacer una sola, de tan abarcativa que se pretende. La película cuenta amores frustrados y/o consumados, desilusiones pasajeras, un debut sexual accidentado, amigos que se aman, gente que reniega del festejo, hombres saliendo del placard, entre otras cosas, con aliento conservador y ánimo de cerrar todo (no sea cosa que no haya beso a la salida de la sala) con un moño en forma de corazón. Eso sí, de paso, deja el cine para la próxima. Total, lo único que importa es el amor.
Cómo perder una hora y media Como si al ex luchador Dwayne “The Rock” Johnson le faltara algo para patinar en el mundo del celuloide, ahora le han puesto traje celeste y alitas para hacerlo pasar por el “Hada de los Dientes” (sucedánea norteamericana de nuestro “Ratón Pérez”). Sucede que el actor es aquí Derek Thompson, un jugador de hockey sobre hielo ya en las últimas, más rompehuesos que habilidoso, que con su sobrenombre (el “Hada de los Dientes”, ganado a fuerza de estrolar jugadores contra las barandas) usurpa el buen nombre de aquellos seres que cambian caninos por billetes en el dorso de las almohadas de los niños desdentados; y que, según la película, sí existen. Pero como además es un descreído –de esos a los que las palabras “sueños” y “esperanza” les dan urticaria– la combustión ofende de tal modo a la directiva de las Hadas (cuya jefa es Julie Andrews) que es conminado a servir como una de ellas por dos semanas. Con el público infantil como claro destinatario (la película se estrena doblada al castellano), vemos cómo Thompson –que tampoco la tiene muy fácil con su novia ni con el hijo mayor de ésta– cumple paso tras paso su misión hasta comprender el sentido de creer en algo que supuestamente no existe. Pero todo pasa demasiado rápido, con el veterano Michael Lembeck apretujando sucesos, más preocupado en la lustrosa foto final y en plagar el camino de sentencias cursis que en divertir sin preocupaciones como en algún momento –sobre todo por la prestación de Stephen Merchant y el cameo de Billy Cristal– parece amagar. Lo que es decir cine con dientes de leche.
Otra de ricos con tristeza La realizadora Nancy Myers vuelve a tocar la crisis de la mediana edad en un film que desaprovecha talentos en cada toma. Después de las flojas Lo que ellas quieren, Alguien tiene que ceder y la (bastante) mejor El descanso, Nancy Myers vuelve a la carga con una de mujeres otoñales muy exitosas en casi todos los aspectos menos en, por supuesto, el amoroso. En este caso se trata de Jane (Meryl Streep), aventajada dueña de un restaurant muy paquete de la dorada California del Sur, una bella sesentona divorciada hace diez años de Jake (Alec Baldwin), abogado de buen pasar que en su momento la cambió –infidelidad mediante- por una muchacha sexy y altanera. Tienen tres hijos: dos chicas en momentos cruciales de sus vidas (una que se muda, la otra que se casa), y el varoncito del medio, a punto de graduarse en Nueva York. Será allí, en ocasión de ese evento, donde Jane y Jake se crucen y le cambien el destino a su divorcio ya consolidado y a la película, comenzando un affaire que se transforma en un tira y afloje a ritmo de comedia. Jake se engancha de nuevo, Jane también, pero duda. Y en el medio, Myers, que mete en la trama a un tercero: el arquitecto Adam (desaprovechadísimo Steve Martín), encargado de remodelar la casa de Jane, sufriente divorciado (¡sorpresa!) y nuevo interés amoroso de la de repente codiciada madre y ex esposa. Entre una Jane que no se decide a dejar a su ex en el limbo en el que logró ubicarlo con los buenos oficios de se terapeuta,un Jake que ve renovado entusiasmos varios –el sexual, principalmente- con respecto a esa señora que osó abandonar, están nada menos que sus tres prístinos críos (víctimas, cómo no, de su turbulento divorcio) y un hombre que mira con ojos nuevos y, mejor, acordes a la actualidad de la todavía apetecible dama transcurre un film aburrido al que no salvan ni la siempre eficiente Streep ni un Alec Baldwin al que no necesitamos verlo corrido de su “nueva carrera”, esa que amamos amar. Sus personajes son tan ajenos a nosotros como lo son títeres de Myers, dispuesta a contar el cuentito con repartidas dosis de comedia y de “película que reflexiona sobre la crisis de mediana edad” (otra vez lo mismo que Alguien tiene que ceder; la vejez parece ser el cuco de Myers), sin dejar pasar, por ejemplo, que la nueva esposa de Jake será muy linda pero tiene que acudir a un tratamiento de fertilidad para quedar embarazada. Que el título original de la película sea “Es complicado”, parece hablar más de las dificultades de Myers para contar la historia sin empantanarse que de los problemas de los personajes. Un mundo de ricos con tristeza que un día creen en las segundas oportunidades y otro día no, y cuyas vidas, perdón, Nancy, son de lo menos interesantes.
Una demorada obra maestra A diez años de ganar la Palma de Oro en Cannes, por fin se estrena en la Argentina este segundo film de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne. El demoradísimo estreno de esta obra mayor de los hermanos Dardenne, ganadora en su momento de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, es una gran noticia para el año cinematográfico que comienza, aunque en rigor se haya estrenado el último día de 2009. Su proyección en fílmico (y no en DVD ampliado, como tantas veces sucede por estos pagos con películas de las llamadas “de autor” o de cinematografías periféricas al mainstream), además permite asomarse con propiedad a una de las películas más importantes de la década del noventa. ¿Y por qué lo es? Porque es una muestra acabada del estilo de estos talentosos belgas, potente y austero a la vez, dueño de una capacidad para construir puestas en escena detalladas y, sin embargo, casi invisibles, de esas que no dan tregua al espectador. El film nos embute –no es una exageración: la cámara está constantemente sobre los hombros de la protagonista; y con ella nosotros– en la historia de la joven Rosetta (la notable debutante Émilie Dequenne, también ganadora en Cannes), una muchacha desempleada que vive junto a su madre alcohólica en una casa rodante ubicada en un camping en las afueras de Lieja. Rosetta quiere trabajar, o mejor dicho, quiere integrar el trabajo a su existencia. Para ella no hay horizonte que no incluya un empleo, y nosotros, testigos de su andar aparatoso y de su amarga desventura, la vemos quebrar convenciones sociales y parámetros morales sin juzgarla ni horrorizarnos, porque su comportamiento nunca es definitivo y sí, claramente, el devenir de una vida con su porvenir difuminado por la falta de esperanza. Mérito de los Dardenne, que nos la muestran como una fuerza de la naturaleza impotente en medio de una dura realidad laboral que ya en 1999 exhibía un perfil brutal e insensible. Rosetta, el personaje, funciona como una síntesis de las muchas reacciones que puede provocar la incertidumbre de no saber qué será de nosotros mañana. De ahí sus dolores abdominales, sus corridas, la costumbre de entrar al camping por un alambrado roto y no por la entrada, su comportamiento maniático, su beligerancia. Los directores de El niño y El silencio de Lorna, con la fuerza de su cine, tan cercano al registro documental, seco y realista, logran que sus discutibles actos jamás nos repugnen y sí nos interpelen. Es que el mundo acorrala a la pobre chica: desde los empleados de seguridad que la sacan a la fuerza de una fábrica que la despide después de un período de prueba, hasta su madre, que cambia sexo barato por alcohol, pasando por Riquet, el vendedor de waffles que intenta ser algo así como un novio y termina siendo una más de sus pesadillas. “Yo sólo saqué lo que sobraba”, dicen que dijo Miguel Ángel al referirse a la creación de su David. Los Dardenne, con un recorte preciso y quirúrgico, rico en elipsis y fisicidad, con una presencia capital del fuera de campo, dan la impresión de haber logrado el mismo milagro artístico aquí, escogiendo de la vida de Rosetta aquello que mejor nos habla de ella.
Una historia coral que desafina Ante el estreno de Silencios, cabe preguntarse si todos y cada uno de los cineastas piensan que en algún momento de su carrera deben mandarse una película que diga lo que es, según ellos, una verdad grande como una casa. Es lo que parece intentar con este pequeño film Mercedes García Guevara, que plasma una visión del mundo –en su tercer largo tras Río escondido y Tango, un giro extraño– imbricando personajes y situaciones cuya finalidad en la trama no hacen más que acentuar el interrogante referido arriba. ¿Cuál podría ser sino el propósito de la película, contando como cuenta cierto estado de cosas, teorizando sobre la soledad o la necesidad como lo hace, mostrando de manera antojadiza supuestas decisiones desesperadas? Además, para darle a la narración un modo actualmente al uso, la realizadora apuesta por la narración coral. Arranca con Inés, una treintañera solitaria y soltera (Celentano), continúa con su anciano –e indiferente– padre (Marzio) y amplía el foco asomándose a las vidas de Omar, un joven cuidacoches (Marcelo Zamora) muy pobre, y a la de una vigorosa mujer llamada Eloísa (Lubos), ambos habitantes de un humilde pueblito. García Guevara traza, a caballo de estos personajes, la línea argumental principal, relacionándolos con criaturas cuyo comportamiento extremo denuncia una apelación al contraste, que no le deja a la película otro destino que la moraleja. Veamos: Inés, a la que nunca le pasaba nada, no sólo pierde una cita con un correcto arquitecto, sino que también, gracias a su perturbador vecino (Nahuel Pérez Biscayart), obsesionado con ella, se mete en trámites sexuales al momento desconocidos; su padre es saqueado por su empleada doméstica, pero el hombre mira para otro lado, so pena de quedarse solo; Omar es prohijado por un párroco (Guillermo Arengo) a cambio de favores sexuales; Eloísa, buena y solidaria, conoce el horror de la violencia sexual. Es decir, la directora cruza las existencias de estos personajes a puro golpe de efecto, impidiendo que podamos verlos como seres humanos palpables y reconocibles debido a lo forzado de las vicisitudes en las que los envuelve. Elecciones –agravadas además por un irreductible tono desolador– que dejan a Silencios desnuda de significados sutiles e inscripta en un cine de impacto que mezcla peras con batatas, abusa del castigo a los personajes y, como decía un animador de la TV argentina hace muchos años, afirma que todo tiene que ver con todo.
Grises motivos de la infancia Si aquello de que “la escuela es el segundo hogar” siempre sonó a frase patricia o cazabobos efectivo para estirar el adoctrinamiento recio, la ópera prima de Julián Giulianelli viene a confirmar el enunciado desde su costado más salvaje. Tres amigos, Tomás, Pedro y Matías, compañeros del mismo grado, no sólo comparten pupitre sino también situaciones familiares análogas. La abulia a la hora del almuerzo y la cena, sazonadas con las mismas frases calcadas de las de ayer, tienen correlato con una vida escolar en donde el trato que les propina su maestra parece ir de la mano con aquello que viven en sus casas. Cuando no están en el colegio o en sus hogares la cosa no es mejor: a los tres chicos les da lo mismo patear una pelota que una piedra, sus charlas no pasan de aquello que se puede decir –y pensar– a los 12 años, y los días pasan entre los dichosos puentes (donde el más conflictivo de los tres, Tomás, lanza el deseo de tomar “uno de esos trenes que pasan”) y el aburrimiento compartido. Hasta que a mitad del film sucede algo en la escuela que no conviene revelar, y lo ubica en una zona trágica que Giulianelli prefiguró con su retrato de pueblo chico un poco desangelado, donde lo excitante pasa por prohibido y a la vez demasiado extremo. A partir de ahí, hay un viaje a la Capital hecho por los chicos que funciona como un intento de relato de iniciación y de pérdida de la inocencia. El problema es que las cartas están echadas mucho antes, y a pesar del saludable regateo que Giulianelli le hace al efectismo y al golpe bajo, el film ha quedado mal herido y queda sólo en correcto.
El terror que salió de la web Una buena vuelta de tuerca termina siendo este tan publicitado film de terror basado en el registro de unas cámaras de vigilancia. Se dijo de todo. Que transformó 15 mil dólares en un par de centenas de millones aquí y allá, que el mismísimo Steven Spielberg quedó fascinado –y aterrado– después de verla (tanto que recomendó su compra a la Paramount y hasta le cambió el final), que nos conecta con el terror más primitivo –ese infantil, que aparecía en cada crujido nocturno y llevaba la sábana hasta las orejas en señal de inútil protección–, y así. Lo cierto es que aquí está por fin Actividad paranormal, la película de más suceso en Estados Unidos en 2009, que amenaza con extender ese mega éxito adonde quiera que la lleven. Un simple film de terror apoyado en aquel formato inaugurado en 1999 en The Blair Witch Project, que consistía en la mera exposición de un “material encontrado en el lugar de los hechos”, escondiendo así, sagazmente, una producción que jamás ranquearía con los parámetros requeridos para un proyecto hollywoodense. Como internet propaga las cosas de una manera que difícilmente pueda mensurarse, el fenómeno Actividad... se ha transformado en una bola imparable que combina promoción con novedad, negocio con verdadera valía cinematográfica. El resultado es una película que si bien descubre el costado más inteligente de su realizador, también desnuda cierta impericia. Recordemos: una pareja se muda a una casa. Ella es perseguida por un demonio. En la casa, de noche, especialmente mientras duermen, el demonio los atormenta. Plantan cámaras de vigilancia y lo que vemos son esas grabaciones. Mientras el film logra generar un miedo genuino en el espectador –y hay que ser de acero inoxidable en ciertas secuencias para no sentirlo-, algunas preguntas de lógica narrativa quedan en suspenso (alguien podría, con algo de cinismo, preguntarse a qué grado de alienación llega esta gente para no apagar nunca la camarita). Cuando esto no ocurre, el puro procedimiento no alcanza para darle densidad cinematográfica a la experiencia. Sin embargo, sí aparece esa cosa llamada suspenso, que es –siempre- la razón por la cual cualquier arte narrativo sigue existiendo. Una vez que establecemos empatía con esos personajes tan parecidos a nosotros, tenemos miedo de lo que pueda pasar y, en ese sentido, si el film no es excelente por lo menos funciona. Ahora bien: el problema básico es que se trata de ínfimas variaciones sobre un dispositivo técnico y no las múltiples posibilidades de un mundo creado para la pantalla. Así, las alternativas del susto tienen que ver más con el ritmo con que se suceden que con su naturaleza, con esa cosa metafísica que nos transforma en personas temerosas. En suma, con la potencia fantástica de lo desconocido. Actividad paranormal se queda pues en la superficie del miedo. Hay que admitirlo: con profesionalismo y herramientas sofisticadas, pero sin ese sostén metafísico que hace que los grandes ejemplos del género (podemos decir El exorcista) siga vibrando en la memoria para siempre. Una buena vuelta en la montaña rusa del horror, y nada más.
Coral un poco desafinado La carrera de Agnès Jaoui y Jean-Pierre Bacri como realizadores (aunque ella es la que dirige, los dos conforman el dueto más preciso de guionistas franceses de las últimas tres décadas, además de ser matrimonio) es curiosa. Todos sus films son comedias o comedias dramáticas; a veces con algún dispositivo raro o fantástico; el mejor ejemplo de ello es Conozco la canción, donde el mundo coral de Jaoui y Bacri se cruza con el mundo mental e irónico de Alain Resnais. Por lo general, lo que nos queda de estas películas es un paisaje humano más o menos irónico, que describe a la sociedad francesa, pero termina teniendo validez universal. No siempre dan en el clavo: el film anterior de Jaoui, Como una imagen, terminaba cargando demasiado las tintas en el costado satírico de cierta clase intelectual y cierta clase burguesa –ambas, finalmente, la misma– que diluía las relaciones más interesantes. No sucedía, sin embargo, en la película mejor construida de la realizadora, El gusto de los otros. Pero allí hay que contar con elementos que no se repitieron, como la gran actuación de Alain Chabat –un cómico extraordinario– y la alegría que el propio Bacri introducía en su personaje. Háblame… está a mitad de camino de aquellas dos películas. Es evidente el trabajo de guión, pulido tanto en situaciones como en diálogos. También la manera como los enredos amorosos y familiares se trabajan alejados de la velocidad histriónica de la comedia americana. También en la precisión de los diálogos, que reflejan los modismos más sutiles de los franceses y los lleva al absurdo. El film gira alrededor de una feminista francesa, Agathe (Jaoui) a punto de lanzarse a la política que se toma unos días en su hogar natal al sur de Francia, pero no puede dejar de comportarse como política en campaña. Su hermana Florence tiene una empleada argelina, que a su vez tiene consigo a su hijo que, con un amigo, filman un documental sobre Agathe. Hay un romance clandestino, se muestra el racismo y diferentes relaciones de sumisión y poder, siempre en el plano de la comedia de costumbres. En este sentido, el mayor acierto del film consiste en que no se declaman grandes temas contemporáneos sino que éstos surgen a partir de cómo se relacionan –cuando lo logran– los personajes en medio de situaciones absurdas. La distancia de la comedia permite que todos estos elementos conformen una narración sólida que establece contrapunto con el paisaje. Es, en el fondo, la historia de seres urbanos que tienen que sobrevivir en un medio que ya no reconocen como propio y se encierran en el propio sufrimiento. El tratamiento es coral y permite un lucimiento importante para cada intérprete. Sin embargo, algo falla: a medida que el film transcurre, su arquitectura se hace más y más aparente; su sentido se vuelve transparente y casi didáctico. Salvo por los actores, que en el tono logran eludir a medias el rígido corset del guión, todo es demasiado cartesiano como para que creamos del todo en la humanidad de estas criaturas. Un film de guión, pues, interesante pero alejado de la magia y la ambigüedad del mejor cine.
El austero encanto de las pequeñas emociones “Mejor hacer una cosa y arrepentirse que no hacerla y también arrepentirse”, sentencia Gemma (la estupenda Ilaria Occhini) cerca del final de este film, ópera prima del joven cineasta florentino Federico Bondi. Ella, una anciana de mal carácter que tampoco se lleva demasiado bien con su pasado, está en Rumania acompañando a Angela (Doroteea Petre), la muchacha rumana que se encarga de cuidarla. Una frase inesperada para el espectador, que en el principio de la película observa una relación obligada, nacida de la incapacidad de Gemma de encargarse sola de sus propios asuntos, y por consiguiente plagada de gritos, mandoneos y reproches de parte de la anciana, que a primera vista parece una Miss Daisy en Clonazepam. Pero llegará el entendimiento –y el cariño– entre ambas. Y en tránsito a esa meta se irá la película. Un camino amable, atravesado por la necesidad de Angela –que vive en Florencia, trabajando duro para cumplir el sueño de poder formar una familia con su esposo, aún en Rumania– de prosperar, y el anhelo de Gemma de domar sus demonios interiores (es notable cómo Occhini, con gestos mínimos, construye un personaje multidimensional). Bondi retrata la relación contrastando caracteres (Angela endulza las crispaciones de Gemma y ésta va adquiriendo seguridad), y también enfrentando sus realidades. Lo que le sirve, de paso, para comentar cómo la prosperidad de la Europa rica –atención a la escena en la que Gemma se enfrenta al racismo de su vecina– se aleja cada vez más de lo que sucede en los países del Este. Angela ensaya en Italia algo así como un simulacro de vida (se junta con otros inmigrantes, relojea a un apuesto compatriota), pero está siempre distraída, con su cabeza en Rumania, a la que volverá junto a su patrona, cerca del final. El acierto está en recortarlas de su entorno, para dejarlas solitas en el centro de la escena, sin distracciones. Su falencia radica en su corrección política –disimulada en el tono y en la realización austera– y en una falta de nervio que ni siquiera subsana la extraordinaria Occhini.
El peronismo olvidado Para acercarles el reconocimiento que disfrutaron escasamente en vida, la serie de filmes denominada Vidas Argentinas, que produce el Centro Cultural Caras y Caretas junto al INCAA, esta vez se ocupó de las apasionantes historias de Alicia Eguren y John William Cooke. Venidos los dos de familias acomodadas y adscriptas al radicalismo, Eguren y Cooke abrazaron la causa peronista. Cooke fue electo diputado en la misma elección que consagró por primera vez como presidente a Juan Domingo Perón y ocupó el cargo hasta 1951; Eguren, escritora y poetisa, se acercó a Cooke recién en 1955 (aunque lo conocía desde el año 1946), cuando la Revolución Libertadora lo puso al frente la resistencia peronista. Su relación, interrumpida por la muerte de Cooke, en 1968 (Alicia fue víctima, en 1977, de uno de los vuelos de la muerte), tuvo como escenarios la Argentina de la fiesta peronista y también la ensangrentada por Aramburu y compañía, los diferentes países del exilio y la definitiva Cuba, cuya Revolución soñaron reproducida en la Argentina. Desde el comienzo, el film muestra que estos dos dirigentes, a bordo de sus convicciones, son la expresión pura y acabada de la llamada “izquierda peronista”. Un recorte que los señala como lo más valedero de esa expresión, diferenciándolos (sin críticas) de aquellos que alzaron las mismas banderas desde la lucha armada en los 70. A los pocos momentos de ficción se suman importantes testimonios (Pedro, hijo de Alicia, Antonio Cafiero, Norberto Galasso, Eduardo Jozami, Miguel Bonasso, compañeros de militancia de aquí y de Cuba) y material de archivo, constituyendo un documental que, paradójicamente, idealiza a Eguren y Cooke del mismo modo que ellos no idealizaron a Perón. Esa imagen prístina, sumada al subtítulo “El peronismo olvidado”, habla de un mecanismo para ilustrar conductas y pensamientos en desuso que se contraponen con los actuales. Pero la mirada es siempre nostálgica y tal enfrentamiento de peronismos jamás sucede (esa falta de autocrítica). La clave la da Cafiero: cuando se le afirma que Eguren y Cooke han sido olvidados, señala “es cierto, es cierto, pero eso es un rasgo distintivo del peronismo y de los argentinos”. Y fin de la discusión.