Publicada en la edición digital #263 de la revista.
Publicada en la edición digital #263 de la revista.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Publicada en la edición digital #262 de la revista.
Publicada en la edición digital #262 de la revista.
Una caja de juguetes Cuando parecía que Wes Anderson se había perdido en una maraña de manierismos y melancolía, vuelve con una película llena de manierismos y melancolía, sólo que esta vez es una de sus mejores obras. ¿Qué es lo que distingue una película fallida de Anderson de una lograda? Difícil decirlo: hay algo del encanto (siempre autoconsciente), algo de los personajes (tal vez un poco menos autoconscientes), pero sobre todo algo de la ligereza de la forma, del juego y los juguetes, del deambular narrativo que vuelve espumosos los buenos relatos de este director. El gran hotel Budapest lleva hasta el extremo la tendencia del cine de Anderson de llenar sus películas de estrellas y más estrellas del cine. Es casi incalculable la cantidad de grandes nombres de la pantalla que aparecen en esta película en poco más que cameos, con una galería inagotable de pequeños y grandes personajes, todos comandados por M. Gustave, interpretado por Ralph Fiennes en uno de sus mejores papeles. La variedad y la velocidad de estos personajes explican en buena medida el atractivo de esta película: El gran hotel Budapest es la película con más acción de Anderson, con persecusiones, escapes, muertes, detectives y asesinos, viajes y aventuras. La diversidad de situaciones y personajes se corresponde también con la multiplicidad de técnicas que utiliza Anderson para narrar: el marco de la narración (siempre Anderson recurre a los vericuetos literarios) está filmado de la forma más estanca, con planos fijos y colores apagados, un ambiente opresivo y melancólico. Pero en cuanto aparece la narración a través del flashback (y la pantalla pasa a 4:3) todo estalla en colores y en millones de minuciosos detalles que pueblan la pantalla. Esta narración (regida por los clásicos paneos rápidos y composiciones geométricas del director) se encuentra atravesada también por secuencias que están narradas con técnicas de stop motion -la misma que usó para Fantastic Mr. Fox- lo cual termina de darle a sus personajes y situaciones un aire de jueguetes antiguos, como si la historia y la ambientación circularan por un teatro de marionetas. Sin embargo, todo el preciosimo y el juego no impiden que Anderson desarrolle plenamente sus personajes, en particular los dos principales: M. Gustave y Zero. Este dúo (el conserje del hotel y el botones que recién comienza a trabajar ahí) son el centro claro de un relato que podría haberse perdido por los callejones del juego visual, pero que vuelve siempre a su centro emotivo. Artificiales, artificiosos, rígidos y con una actuación distante, estos personajes logran (en lo mejor del trabajo de Anderson) expresar emociones tiernas, sinceras, inocentes pero no por eso menos reales: la historia del huérfano y su nuevo tutor/padre es simple y fundamental. Esa relación comienza de una forma trabada y típica de Anderson, pero se construye y desarrolla a través del relato de aventuras. Como una esponjosa pieza de confitura francesa, El gran hotel Budapest busca simplemente ser deliciosa. Y lo logra.
Publicada en la edición digital #260 de la revista.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Pies de plomo Hay algo simpático en la carrera de George Clooney como director de cine, y no sólo por el hecho de que siempre es simpático un actor devenido director, algo no tan común pero que suele tener buenos resultados, con figuras desde Clint Eastwood y John Cassavetes hasta Drew Barrymore. Clooney suele filmar películas ambientadas en otra época (con recurrencia sobre la primera mitad del siglo XX, en especial los ''50) y aún cuando la ambientación de su cine sea contemporánea (como en su película anterior, The Ides of March), algo en su forma de narrar, en su idea general sobria y adulta, huele a otras épocas. Clooney -a estas alturas es evidente- no es ningún genio con la cámara, pero parece ser prácticamente la única persona en Hollywood que recuerda el pasado clásico de la industria de la cual forma parte. Ya sea con una comedia ligera (Leatherheads) o con un alegato político (Buenas noches y buena suerte), sus referencias están siempre ancladas en una tradición que el cine mainstream ha dejado de lado. Clooney conoce y cultiva el glamour vetusto y no por nada ha modelado su figura pública alrededor del dandy elegante y sofisticado que ya no existe. En Operación monumento hasta porta un bigote a lo Cary Grant. Después de recorrer política y comedia, Clooney llegó finalmente al cine de guerra, un género claramente anclado en la década del ''40, época de oro del cine clásico, que por obvias razones el cine fue dejando atrás. Si bien los nazis siguen rindiendo en pantalla, cuando el cine los vuelve a invocar suele buscar hoy alguna excusa novedosa: ya sea relatar perspectivas más complejas sobre el nazismo (El lector, por ejemplo) o bien para apropiárselos en la clave más puramente pop (al mejor estilo Indiana Jones o, más moderno, Bastardos sin gloria). Habría que volver unas cuantas décadas atrás para encontrar otro ejemplo de cine bélico en la clave en la que intenta narrarlo Clooney: el cine de los soldados estadounidenses que van a luchar al frente por la nobleza de sus ideales y por la fraternindad de sus amistades entre soldados. Era, claro, el cine que se filmaba en los ''40, cuando Hollywood veía emocionado caer las lágrimas de sus propios ojos frente al heroísmo de sus soldados, pero ya pasó un buen tiempo desde que a alguien se le ocurrió volver a filmar eso. La motivación en este caso es contar una historia poco conocida -pero no por eso menos real- la de un pequeño escuadrón de artistas e intelectuales que fueron enviados al frente sobre el final de la guerra para tratar de preservar y recuperar los monumentos y obras de arte que estaba destruyendo el conflicto. La suya, entonces, no es tanto una aventura bélica (no tienen que luchar contra los alemanes, apenas si bordean el frente y quedan cada tanto atrapados en algún cruce de fuego) sino más bien una aventura "del espíritu": preservar la herencia de la humanidad. El problema, claro, es que por más que la historia sea más o menos interesante, lo importante es cómo se la cuenta. Es cierto: uno cree percibir el potencial de una buena narración en los hechos de estos hombres, pero no se la ve en Operación monumento. El elenco, cargado de nombres enormes de la comedia, empezando por Bill Murray y John Goodman, pero sin olvidar a Bob Balaban o hasta el propio Clooney, que se ha demostrado bastante eficaz, hacía suponer un tono ligero o, por lo menos, alguna mínima distancia que nos permitiera disfrutar de lo que hay en pantalla. Pero no ocurre nada de eso. Todo lo que Clooney muestra, lo muestra con la seriedad más plumbea, sin agilidad en la narración (en lugar de escenas, casi todo lo que vemos en la película parece apenas escenas de transición que no conducen a ningún lado), sin momentos bien redondeados (las acciones se suceden casi como un catálogo de "hechos reales" que había que contar para ser fieles a la historia, pero sin espesor dramático) y absolutamente ahogado por un sentimentalismo franco pero inmotivado (todo el tiempo, casi desde el principio, los personajes se la pasan hablando de sus nobles sentimientos, sin que la película misma llegue nunca a construir con su narración sensaciones verdaderas). El resultado, entonces, se parece a lo peor de aquel cine clásico que Clooney parece admirar: narración aleccionadora, personajes superficialmente morales, diálogos acartonados y chistes sobre explicados, momentos sosos en los que lo único que importa es reconfortar. Los buenos actores logran darle cierta vida a sus personajes (en la dupla Balaban/Murray, algunos momentos de Cate Blanchett) pero no pueden darle vuelo a una película que decidió atarse desde un primer momento a la lápida de la historia y los buenos sentimientos. La música (otra referencia más a ese cine clásico) cubre cada superficie de la película con un tono que se acerca a lo ligero, pero Clooney no sabe qué hacer con ella. Tal vez si hubiera respetado ese tono más disfrutable podría haber logrado armar una película más entretenida y no por eso menos noble.
El hombre y la máquina Ya casi ni vale la pena decirlo: Hollywood quiere apostar a lo seguro y vuelve con otra remake. Como la idea es arriesgar lo menos posible, las remakes hoy en factoría suelen apuntar a eso que se llama película de culto (objeto escurridizo y peligroso, pero que garantiza por lo menos una cierta cuota de fascinación escondida en el material ya viejo). Una película de culto no es necesariamente un viejo éxito de taquilla de una temporada pasada; muchas veces la película de culto fue un fracaso en el momento de su estreno. Pero, a diferencia de aquellas películas que supieron ser rentables en su momento, la película de culto tiene algo irreemplazable: un atractivo que sigue vigente y que tiene el potencial de seguir traduciéndose en billetes. En el caso de Robocop, la película de culto fue también un éxito, como lo puede demostrar cualquier hombre de más de 30 años, que seguramente recordará haber ido al cine a ver la película o alguna de sus dos secuelas. Este nuevo Robocop, más anatómico, más canchero, atravesado por otras realidades (globales, politizadas), se construye como un relato sólido y actual. Ahí donde Paul Verhoeven (director de la primera parte de la trilogía) se entregaba a una juguetona fantasía fascistoide, el brasilero José Padilha (director de Tropa de elite) aparece mucho más marcado por las realidades políticas y económicas del mundo globalizado. Si antes el crimen fuera de control dominaba en el futuro que proponía la película (una fantasía recurrente de los ochenta), hoy los que parecen dominarlo todo en el futuro son las empresas multinacionales y los medios de comunicación. Una evidencia directa de este cambio de perspectiva es la presencia fundamental del personaje interpretado por Samuel L. Jackson: un presentador de televisión de un programa político de derecha que remite directamente a los contenidos de la televisión actual en Estados Unidos, de corte claramente republicano y conservador. Este personaje no sólo abre y cierra la película, sino que la articula constantemente en su sentido político y en lo que la política tiene de espectáculo. El trazo grueso de la parodia no le resta eficacia a este personaje, aunque sí un poco de densidad. De cualquier manera, no deja de ser simpática la idea de que en el futuro el vocero de los conservadores sea un negro, así como que el vocero de los demócratas (o, por lo menos, de los políticos no militaristas) sea un hombre de nombre pomposo y corbata de moñito. La película se abre con un programa de televisión, en el que el presentador (Jackson) intenta convencernos de que Estados Unidos debería utilizar en su propio territorio los robots que está usando como parte del ejército para pacificar países enemigos. El país invadido en un futuro no muy lejano por Estados Unidos es Irán: vamos a las calles de Teherán, donde los robots están haciendo patrullas al azar para controlar a la población. De un edificio sale de pronto un grupo de hombres atados a bombas, que se disponen a entregar su vida en un ataque terrorista, siempre con la perspectiva de que sean captados por las cámaras de televisión. Ahí termina la nota sobre Estados Unidos en el mundo. El argumento de la película (la historia de un policía que resulta herido por un ataque criminal y que continúa su lucha contra el crimen convertido en un androide) cobra sentido únicamente desde la perspectiva del poder: su vida y su historia importan en la medida en la que pueden cuadrar como parte de una estrategia de marketing de la empresa que fabrica estos robots, para tratar de ganarse la opinión pública a favor del uso de robots en Estados Unidos. Desde esta perspectiva general entramos en la historia del policía Alex Murphy. Es a través de esta perspectiva individual, la de un policía que se ve atrapado en una red de corrupción y crimen, pero también la de un padre de familia, que Robocop adquiere su sentido pleno. En un mundo en el que los elementos planteados por la ciencia ficción ya no son tan lejanos como en el siglo pasado, la nueva Robocop apuesta fuertemente a las contradicciones y, fundamentalmente, a los personajes (entre los cuales es clave el interpretado por Gary Oldman, el científico a cargo de Robocop). Y es justamente esta atención a los personajes (planos, estereotipados, pero con peso, con una lógica propia e identificable) la que permite que la película fluya y pueda desarrollarse de forma tal que incluso los problemas más abstractos que la atraviesan -como la distinción entre libre albedrío y la ilusión de libre albedrío- se nos vuelvan cercanos, comprensibles y contundentes. En definitiva, más allá de los aciertos o errores al adaptar esta película a su nuevo contexto, al cambiar de perspectivas, al incluir otras capas de sentido, el desarrollo narrativo sólido es el que permite que Robocop cobre nueva vida.