Publicada en la edición digital #259 de la revista.
Publicada en la edición digital #259 de la revista.
Pedazos muertos Al final será el mercado el que decida si Yo, Frankenstein sigue con vida después de esta presentación de un nuevo e improbable súper héroe que se ve atrapado en la lucha entre demonios y ángeles. Una cosa es clara: la película quiere ganar billetes y quiere tener secuelas. Puede ser que el negocio funcione, pero la película, no. Como una parte importante del cine mainstream de aspiraciones más claramente comerciales de hoy, Yo, Frankenstein está basado en una novela gráfica que, por supuesto, se basa muy libremente en la novela de Mary Shelley. En realidad, esta nueva versión del monstruo de Frankenstein -el cine ha tenido una larga y prolífica relación con este monstruo- toma de la novela original poco más que los personajes, y resume aquella historia en un flashback. Lo que vemos es básicamente: ¿qué le pasó al monstruo una vez que terminan los hechos relatados en la novela? Un punto de partida tan válido como cualquier otro, la cosa se pone un poco más turbia cuando ese monstruo (un Aaron Ekhart más o menos enojado durante toda la película y marcado apenitas por algunas cicatrices que parecen aumentar o disimularse en diferentes escenas) se termina cruzando con una lucha católico/militar/milenarista, de esas que el cine del siglo XXI parece disfrutar tanto con películas como Legión, Constantine, Priest, etc. La referencia es más que evidente (Bill Nighy mediante): Yo, Frankenstein busca ser una nueva Underworld. Más allá de los gustos personales, de la utilización pop de un supuesto conflicto filosófico/religioso (la crisis de identidad del monstruo creado por Frankenstein, la creación que desafía a Dios, el hombre que no tiene alma), de una estética que abusa del gris y de lo derruido y húmedo y pegajoso y venido a menos (como, por ejemplo, las paredes del edificio en el que vive el monstruo, en las que el empapelado parece directamente pudrirse), el problema de Yo Frankenstein es fundamentalmente narrativo. Si el mundo que presenta la película resulta tan poco atractivo no se debe a que sea más o menos monocromático, sino simplemente a que es un mundo que nunca llega a construirse: no hay personajes por fuera del conflicto ángeles/demonios; no hay habitantes en esa ciudad europeizada (y que, al parecer, tiene poco más que una catedral, una terminal de trenes y edificios abandonados, sin casas, sin autos, sin transeúntes, sin luces, sin vida). ¿Por qué habría de importarnos el fin de ese mundo, si ese mundo apenas si parece habitado? De entrada, el desafío era complejo: construir una película protagonizada por un ser no humano. Incluso si su origen no era humano, el monstruo podría haber estado humanizado, pero como el conflicto narrativo es precisamente su camino hacia la humanización, en lugar de un protagonista, lo que tenemos durante tres cuartas partes de la película es una cosa rígida (en parte gracias a la actuación de Eekhart) que se supone que debería importarnos pero que en realidad no hace mucho más que arrastrarnos de un lugar al otro para que el guión pueda avanzar. Los ángeles no tienen mejor suerte en su construcción como personajes, como tampoco la doctora. Si a esa torpeza narrativa se le suma una serie de complejidades argumentales más o menos arbitrarias pero fundamentales para el desarrollo de la trama (la existencia de la guerra misma, el despliegue de armas sacras, las leyes y jueguitos que permiten que unos maten a otros o no, etc.), lo que tenemos como resultado es una película que no termina de arrancar hasta que pasó por lo menos el ochenta por ciento de su metraje. Para entonces, es demasiado tarde. Lo único interesante que se nos presenta en todo este universo es la presencia de Bill Nighy (a estas alturas, un abonado para este tipo de película y, sin ninguna duda, un grande del cine), que tarda bastante en aparecer. Su personaje no es menos esquemático o repetitivo o previsible que cualquiera de los otros, pero Nighy puede prestarle carnadura y fotogenia incluso a este insípido príncipe de los demonios. Su cara llena el plano, sus gestos dicen mucho más que cualquiera de sus diálogos. Si bien no llega a ser verdaderamente aterrador (aunque, sospechamos, no podría realmente ocurrir en una película que se muestra tan empapada desde el primer instante de cosas supuestamente aterradoras), su demonio es sofisticado, frío, un poco exagerado en la dicción pero creíble. Lo demás: los ángeles/gárgolas, el apocalipsis demoníaco, la revelación humanizante del monstruo que finalmente termina por aceptar el apellido de su padre, las ganas que tiene la película de convertirse en relato épico y en secualas, hasta el insulso intento de darle "calor humano" a todo esto (a través del personaje de la doctora, de la cual literalmente no sabemos nada, más allá del hecho de que es mujer y es doctora) se quedan en una nada gris, con 3D, con ganas de ganar billetes pero pocas ganas de contar una historia.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Pilas y pilas de billetes Hacía años que no veíamos una película de Scorsese tan vital, tan atrapante, tan compleja y fascinante como El lobo de Wall Street. Parecía como si, finalmente aplastado por la conciencia de su propia importancia dentro de la historia del cine, Scorsese se hubiera querido dedicar a filmar películas serias, grandotas, dignas de figurar en el manual de historia en el que sabía que estaba entrando. Esto fue particularmente evidente con el paso de la "era Robert De Niro" a la era "Leonardo Di Caprio", que empezó con ese bodoque llamado Pandillas de Nueva York y siguió con películas más o menos correctas pero siempre un poco rancias como El aviador y La isla siniestra. Una excepción en los últimos años fue Los infiltrados (película por la que ganó un Oscar), esa remake de una película coreana en la que entre idas y vueltas y firuletes podía sentirse un poco de aquel viejo placer por narrar que supo respirar el cine de Scorsese; pero al final no había demasiado ahí. Las cosas cambiaron para mejor con El lobo..., en la que Di Caprio parece liberado de la conciencia de estar interpretando un personaje importante, profundo o históricamente significativo y en lugar de intentar salvar al mundo con su actuación se entrega gozosamente a un personaje exagerado, desequilibrado, ligeramente asqueroso pero siempre simpático. Toda la película respira ese aire ambiguo de condena moral y exaltación empática, de asco y fascinación, un magma que arrastra al espectador a lo largo de tres horas de una historia que sube, baja, vuelve a caer, va para adelante y atrás. De alguna forma, al estar basada en hechos reales, El lobo... parece desligarse de toda responsabilidad: lo que se cuenta ocurrió y por tanto no tiene la obligación de resultar edificante o simbólico. Los hechos se suceden en la película uno atrás de otro como episodios encadenados por la ambición desmedida del personaje, pero no siguen la estructura rigurosa de un guión perfecto sino que se van apilando con la lógica entre azarosa y causal con la que las cosas simplemente pasan. También, al estar ambientada en las décadas de los ochenta y noventa, se desliga del mensaje sobre el presente. Era un riesgo evidente: en un mundo post crisis del 2008, la historia de un corredor de bolsa inescrupuloso podía resultar un comentario de actualidad. Pero El lobo... no es eso. O por lo menos no es solo eso. La historia de Jordan Belfort, excesiva, ridícula, casi una parodia del relato del self-made man, es simplemente su historia y, sobre todo, es arcilla en las manos de Scorsese. Uno de los elementos fundamentales que recupera Scorsese es el humor, un elemento nunca central pero presente en varias de sus primeras películas y que no veíamos prácticamente desde Buenos muchachos. Esta probablemente sea la película más cómica de Scorsese, con un humor que nace de los diálogos pero fundamentalmente surge de la puesta en escena, de los planos y del montaje, un humor puramente cinematográfico. Una de las piezas fundamentales de El lobo... es Jonah Hill, en una de sus mejores interpretaciónes. Para quienes no se habían convencido ya con Supercool de que este chico sabe actuar, Jonah ya había demostrado sus "dotes serias" en El juego de la fortuna, gracias a lo cual recibió una nominación al Oscar como mejor actor de reparto. En El lobo... Hill está incluso mejor que en El juego..., porque logra incorporar a su personaje las puteadas, los diálogos cortados y molestos, toda una batería de herramientas cómicas (con cierto aire de improvisación) que él domina a la perfección. Hay algo irregular, amorfo, variopinto en esta película, que la aleja de la categoría de "obra maestra" (de las que Scorsese tiene unas cuantas). En su lugar tenemos algo que posiblemente sea mucho mejor: una película viva, irregular, amplia, que puede pasar del comentario social a la parodia de televisión, a momentos deliciosamente absurdos, como la escena en la que Di Caprio drogado tiene que arrastrarse por una escalera para llegar a su auto. Entre algunos momentos posiblemente más rutinarios se encuentran momentos grandes y muy diferentes entre sí, como el ralenti con música clásica de Jonah Hill en la mesa de pool o la gran escena (simple, clásica, pero no por eso menos excesiva) del almuerzo con el personaje interpretado por Matthew McConaughey. El lobo de Wall Street tiene muchos más encantos que fallas y, sobre todo, tiene placer por filmar.
Publicada en la edición digital #257 de la revista.
Cine virtual En algún momento de El quinto poder el personaje de Julian Assange (interpretado por el gran Benedict Cumberbach) dice: "La revolución es la lucha entre el pasado y el futuro. El futuro ya llegó". Con su vocación fuertemente comercial y pop, el cine mainstream contemporáneo trata de reflejar el presente, probablemente más como una estrategia comercial que como una verdadera vocación de quienes deciden qué películas se hacen y cómo. La estrategia de marketing parece bastante simple: atraer al espectador a las salas de cine con la promesa de contarle historias que lo involucran, escándalos actuales, conflictos que lo atraviesan. Casi como si el cine le siguiera el paso a las noticias. Fue así, por ejemplo, que -relativamente- pocos meses después de la muerte de Steve Jobs pudimos ver en la cartelera la floja Jobs y que ahora el "escándalo WikiLeaks" ya tenga su película. El problema de esta ecuación (más allá de los mejores o peores resultados que hayan tenido estas películas) es que el cine mainstream se sigue moviendo con los pesados pies de un arte del siglo XX cuando en el siglo XXI los problemas que nos atraviesan ya son otros. El futuro ya llegó. El quinto poder cuenta dos historias paralelas. Una es la de la relación entre Daniel Berg (interpretado por el gran Daniel Bruehl; verdadero protagonista de esta película basada en el libro que escribió Daniel Berg) y Julian Assange (una especie de profeta autista, que no sale del todo bien parado de todo esto). La otra es una película de la tecnología; la que se insinúa en cada minuto de El quinto poder, pero no logra desarrollarse. Assange es importante no porque tuviera el pelo blanco o porque sea un ególatra, sino porque supo hacer con la tecnología algo que nadie había hecho antes. ¿Qué es exactamente eso? Como espectadores, no lo sabemos. Regida por los códigos del cine mainstream, esto es, del cine espectáculo, El quinto poder no logra narrar nunca aquello que está en el centro de toda esta historia: la tecnología, la información, el flujo de códigos, el nuevo poder que proclama su título. El corazón de todo esto está en la informática: computadoras, letritas en una pantalla, números y símbolos que no iba a entender casi ninguna de las personas que posiblemente iban a pagar una entrada para ver esta película. Frente a ese problema, El quinto poder opta por una opción clásica: la metáfora. Frente al problema de transformar en espectáculo aquello que es esencialmente antiespectacular (el mundo de las computadoras), la solución es "mostrar" las computadoras a través de imágenes poéticas que supuestamente transforman en imágenes el "sentido" de una escena. Es así, por ejemplo, que el mundo virtual de WikiLeaks de pronto se transforma en una especie de oficina cósmica infinita bajo cielos cambiantes, habitada por escritorios y tubos de luz innecesarios. Es así, por ejemplo, que dos personas chateando de pronto se convierten en la imagen de una persona sentada frente a una computadora con palabras de luz que le acarician la cara. Todo ese nudo, la historia en el corazón de esta historia, se resuelve con metáforas. Es decir: no se resuelve. La verdadera historia, la historia del futuro, no llega a contarse. Y se pierde una oportunidad. Es entonces que la otra historia cobra importancia: la de la relación entre Berg y Assange. Pero a diferencia de la gran Red Social (en la que Facebook es casi una excusa que no se representa en pantalla y los personajes se atacan entre ellos en una lucha de poder que se parece más a Shakespeare que a una empresa del siglo XXI), El quinto poder tampoco se decide a jugarse por entero a ser una historia de traiciones y luchas de poder. Divaga. Filtra noticias y hechos de actualidad para hablarnos de la importancia de lo que está pasando. Mete metáforas sobre la virtualidad para recordarnos que estos personajes, además de pelearse entre ellos, "hacen cosas con computadoras". Este miedo, este deseo tembloroso de cubrirlo todo (como si una película pudiera ser a la vez todos los canales de televisión), esta falta de definición es la que hace que lo que podría haber sido una película urgente se vuelva apenas una historia ilustrativa. Un síntoma claro de esta falta de definición, por ejemplo, es la inclusión (bastante inexplicable) de la historia de la agente Shaw (interpretada por Laura Liney, siempre solvente en sus papeles) y su fuente en Libia. ¿Por qué le interesa a El quinto poder la historia de una empleada del gobierno de Estados Unidos que pierde su trabajo por los escándalos de WikiLeaks? ¿Y por qué le interesa la historia de su fuente de información en Libia, que debe salir corriendo de su casa por miedo a una supuesta represalia de su gobierno, que nunca llega a concretarse? ¿Qué historia está contando El quinto poder? ¿Qué recursos cree que necesita usar para generar tensión? ¿Por qué no confía en la historia (compleja, nueva, ambigua) que supuestamente quiere contar? Lo que podría haber sido una película del futuro se queda atrás de su propio tema, transmite un contenido que debería estar en la agenda pública (y que en Argentina apenas si lo estuvo) y desaprovecha lo que podría haber sido una gran oportunidad a pesar del buen trabajo de todos sus actores.
Sangre nueva Se sabe: que los adolescentes no miran películas viejas y que hoy que Sissy Spacek está para interpretar abuelas. Había un gran mercado potencial de generaciones que no conocen la historia de Carrie (aunque probablemente conozcan la imagen de la escena en el baile de graduación). Ahora que Hollywood se ha dedicado a rehacer y refilmar casi cualquier cosa (desde películas filmadas varias veces hasta series de televisión y juegos de mesa), no es de extrañar que lo que muchos consideran un clásico como Carrie tenga una versión nueva, moderna, para gente nueva. Sin entrar en comparaciones con la versión de De Palma del 76, un posible problema para esta remake era que en buena medida aquella película funcionaba por el impacto y la sorpresa (por ejemplo, con el famoso epílogo). Hoy que la historia no es nueva y la producción masiva de películas de terror con esteroides tiene acostumbrado al público a varias cosas truculentas, la apuesta por una historia relativamente simple como la de Carrie podía resultar aguada. Pero esta nueva Carrie tiene la sabiduría de creer en su propuesta: confía en la historia que va a contar, confía (sobre todo) en sus actores y sigue para adelante. El resultado posiblemente carezca de espectacularidad, pero tiene toda la dignidad de esas películas que saben lo que quieren y lo buscan. Un gran acierto, por ejemplo, de esta versión dirigida por Kimberly Peirce (la misma que dirigió hace 14 años Los muchachos no lloran y poco más desde entonces) es no desesperarse por mostrar el ritmo hipermoderno que supuestamente le gusta a los chicos de hoy y no angustiarse tampoco por demostrar que está retratando a esos chicos. Ambientada en algún pueblito, por momentos uno podría pensar que la película transcurre en alguna otra década más allá de la presencia de celulares multifunciones y YouTube, los adolescente de Carrie son simplemente adolescentes.Este trabajo casi modesto, por otra parte, se sostiene fundamentalmente gracias al trabajo de los actores (casi todas actrices), las compañeras adolescente de Carrie cumplen su papel de forma eficaz y con unas pocas arrugas y despeinada Julianne Moore logra componer el verdadero epicentro del terror en esta película. Pero, por supuesto, el centro de todo es Chloë Grace Moretz: pequeña gran estrella de Hollywood que ya ascendió a la fama con una larga lista de películas (entre ellas, unas cuantas remakes de películas de terror), que incluyen títulos como La invención de Hugo Cabret, Kick Ass uno y dos y Sombras tenebrosas. Grace Moretz tiene el encanto que hace a una estrella, su fotogenia es innegable. Su cara redonda llena cualquier pantalla y puede irradiar desde la inocencia más naif hasta el terror, lo sabemos porque hace años que la venimos viendo, en diferentes papeles. Sin embargo, su trabajo en Carrie posiblemente no sea el mejor. Siempre demasiado encorvada, demasiado temblorosa y después demasiado caricaturezca cuando desata su ira. Su Carrie es una criatura demasiado nerviosa y exacerbada. Sus mejores escenas llegan hacia el final, cuando el personaje empieza a abrirse (gracias a la invitación del chico más popular de la escuela) y por fin podemos ver a Grace Moretz hablar e interactuar como una persona real. Entonces, el personaje adquiere carnadura, se vuelve humana y podemos emocionarnos con ella y temblar con ella. Carrie es una película de mujeres entre mujeres, empezando por la famosa escena de los tampones y hasta el minuto final. Esa es la fuerza de Carrie: los poderes sobrenaturales adornan el relato, pero la historia sigue siendo la de una chica que empieza a descubrir su propio cuerpo y el mundo, que quiere liberarse de una madre que la tortura y a quien ama; que se enamora del chico lindo del lugar (y que, de paso, parece ser el chico bueno del lugar). Aún sin haber profundizado en esa veta, la más fuerte del relato. Carrie funciona porque confía en el trabajo de sus actores y les entrega el peso de personajes que con el correr del relato terminan de cobrar forma y por los cuales nos preocupamos.
Publicada en la edición digital #256 de la revista.
Publicada en la edición digital #256 de la revista.