A su pesar ¿Existe mayor impotencia que no poder ayudar a un hijo? Si para un padre, desde el comienzo mismo, resulta desesperante no calmar el llanto de un recién nacido, no saber si tiene hambre o sueño, cuán inconmensurablemente más trágico es no ser capaz de socorrerlo de estar su vida en juego. ¿Es posible un sentimiento más desgarrador? Uno desearía robar el dolor de los hijos, llorar en su lugar, sufrir en su lugar, hasta morir en su lugar. Hay algo de la magnitud de esta fatalidad que Beautiful Boy triunfa en transmitir de tanto en tanto… a pesar suyo. Y es a pesar suyo porque en muchas ocasiones la sutileza dramática y la potencia emocional de algunas escenas se ven ahogadas en un mar de florituras vacuas. Aquellos momentos que logran salir a flote (los hay y son varios) hablan de lo que pudo ser y no fue debido, en particular, a un erróneo afán de sofisticación mal entendida. La película –basada en hechos vividos por un padre y un hijo (publicados en sendas memorias)– relata la adicción a las drogas, sobre todo a la metanfetamina, de un muy joven Nic Sheff (Timothée Chalamet) y la lucha de su progenitor, David Sheff (Steve Carell), por tratar de ayudarlo en sus recaídas, internaciones, desintoxicaciones y demás. Como un patchwork, esas mantas americanas que se cosen uniendo retazos de tela disímiles, así la narración, que comienza in medias res, va entretejiendo diferentes y breves recuerdos, sin orden cronológico aunque privilegiando las reminiscencias del personaje de Carell. Algunos son recuerdos de situaciones felices, idílicas. Allí la relación filial se pinta indestructible, ideal, envidiable. Pero otros, muchos otros, son de una tristeza profunda, descarnada. Y, de vez en cuando, algunos de ellos se manifiestan con una exuberancia dramática rica en matices. Comentaba una crítica de cine amiga, luego de ver el film, que la música es un protagonista más de la historia; que funciona aquí como otro personaje. No le falta razón. Sin embargo, esa importancia radical conferida por los realizadores lastra el relato y lo acerca a todos esos clichés de películas de adicciones que tanto ha tratado de evitar. Es verdad que no hay golpes bajos; es verdad que hay diálogos logrados; es verdad también (aunque haya opiniones en contrario) que, si bien los protagonistas pecan, quizás, de cancheros y progres, las actuaciones son ajustadas (Carell mejor que Chalamet y Maura Tierney mejor que todos), pero la música… La banda musical reitera, comenta, subraya cada escena. La música –todas hermosas canciones, cierto– es de una insistencia agotadora que no hace más que borrar con el codo la delicadeza conseguida con la mano. Por su culpa, en ciertos momentos de la puesta en escena lo sutil deviene en el famoso trazo grueso. El problema parece ser que el director y su equipo decidieron que EL recurso creativo, ingenioso, astuto era sumar capas de significación mediante la utilización de la música (idea sumamente original, por otra parte) y, una vez de acuerdo en esto, no pararon hasta el último minuto de metraje. Entonces, la película que comenzaba con mucha fuerza se va desinflando a paso seguro y el uso de la música, que resultaba atractivo en un principio, termina agotando (al recurso y a los espectadores) por su repetición desmedida. Beautiful Boy parece esforzarse demasiado en ser inteligente y, disculpas por la mala palabra, cool. En cambio, a su pesar, hace sospechar de cierta ñoñería.
Poderosos planos En uno de los momentos más cautivantes de Somos una familia, un plano picado muestra a los seis personajes que conforman la ensamblada familia protagonista tratando de avistar los fuegos artificiales desde la veranda de su diminuta y atiborrada casa típicamente japonesa. De un lado del cuadro, follaje; del lado opuesto, los techos de su hogar. Ambos espacios se encuentran bañados de un azul oscuro, índigo, que al mismo tiempo que oculta, resalta. Una pequeña línea recta y oblicua asoma, tan tímida como intensa, entre el espesor azulino. Se trata de la abuela, el hombre, su esposa, la tía, el hijo y la niñita desamparada convertida en hija putativa. Los seis personajes –que no necesitan buscar un autor– se encuentran dispuestos en fila, formando esta recta oblicua, y constituyen de esta manera un centro pregnante imposible de eludir para el espectador, aun para el menos avezado en el pulso narrativo de Kore-eda. Tratar de poner en palabras, de describir verbalmente con algún atisbo de justicia, la belleza visual de la composición de muchos de los planos de esta película es una tarea no solo vana, sino destinada al fracaso más rotundo. Ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y nominado al Oscar como mejor película en lengua extranjera, el nuevo film del reputado director de After Life (1998) y de De tal padre, tal hijo (2013) relata la cotidianidad de este empalme de timadores de poca monta, dados a robar comida de supermercados, golosinas de kioscos de barrio, vestidos de tiendas de ropa. Una noche, al regreso de un atraco cualquiera, padre e hijo encuentran a Yuri, de cinco años, desguarnecida en un balcón, con frío y evidentes marcas de maltrato, y deciden, sin más, llevarla con ellos. Así, el grupo de cinco se transforma en seis y la vida cobra una nueva rutina. La abuela rebusca dinero de distraídos familiares políticos; la mujer, mientras plancha pantalones en una lavandería, rebusca en los bolsillos de los clientes; el hombre se la rebusca de día como albañil. La joven tía trabaja en un peep show y los niños, creyendo según las enseñanzas de su familia que a la escuela van solo aquellos chicos que no pueden aprender en sus casas, vagabundean por los suburbios de Tokio y, de vez en cuando, hacen un alto para que Shota, el preadolescente, le muestre a su nueva adquirida hermana los gajes del oficio de ratero. La trama se va complejizando con algunos giros de guion que nunca parecen solo eso. Jamás resultan solo vueltas de tuercas premeditadas para demostrar inteligencia (la de sus realizadores) y profundidad psicológica (la de personajes complejos para el beneplácito de la audiencia biempensante). Más bien todo lo contrario. Hay algo sumamente lógico y natural en la densidad argumental que se va forjando. Porque esa densidad argumental tiene su correlato en la densidad compositiva de la imagen y en el ritmo firme y acompasado de la narración. La sensibilidad de Kore-eda, hombre de indudable estirpe humanista, dispone el relato de tal forma que todas las gradaciones del gris estén incluidas. Ningún personaje es ni bueno ni malo por completo. Tampoco se los juzga. La ley hace su trabajo; el gobierno, también; los guardias del supermercado, también. El cineasta, cuya visión sabe exponer el detalle y en detalle sin necesidad de resaltar, presenta un estado de situación, a la vez íntimo y general. Por todo esto, Somos una familia es mucho más que una película que trabaja sobre el mundo, sobre sus relaciones y vínculos sociales. Es, además, una obra de infinita delicadeza que trabaja con el mundo, con sus geometrías –algunas complejas, barrocas, y otras espartanas–, con sus espacios –vastos o exiguos, siempre incongruentes–, con sus vacíos –morales y afectivos–, inclusive con sus comidas, sus olores, sus sensaciones y sus berretines. Entonces, Somos una familia no es meramente una sumatoria de planos sino que, parafraseando la célebre frase godardiana, cada plano en ella no es solo un plano: es el plano justo.
Incorrecta El disparador de la escalada de mezquindades llevada a cabo por la protagonista de la película ‒que va desde un pequeño vil comentario hasta poner en peligro la vida de quien más se quiere‒ surge bien al comienzo del relato. Tras el festejo del cumpleaños dieciocho de su bella y talentosa hija, Nathalie (Karin Viard), bebiendo lo que resta del champagne de la celebración junto a su amiga, comenta que todo el mundo la ha felicitado por lo guapa y maravillosa que es su hija y, entonces, se cuestiona: “¿Y a mí? Nada”. Los directores David y Stéphane Foenkinos, autores también del guion, ponen en escena en este, su segundo largometraje (en 2011 habían estrenado La delicadeza), un drama existencial de lo cotidiano en clave comedia. Nathalie, parisina divorciada y profesora en un reputado instituto secundario, sufre una suerte de disrupción de su conducta que la conduce a cometer las más variadas calamidades. Insatisfecha consigo misma, la satisfacción de los demás se le presenta como insoportable y la presencia constante de su hija Mathilde, bailarina clásica de gran futuro, es un recordatorio insoslayable de aquello que ella ya no es: joven. Seguramente, si la palabra matricidio fue inventada sucedió por culpa de madres como la que compone Karin Viard. A la descontrolada cincuentona no le basta con desbocarse con observaciones maliciosas como decirle a su amiga que su hija es fea o señalar que la suya priorizó el cuerpo porque le faltan neuronas, sino que también pasa de la palabras a los hechos: maltrata y pone en ridículo frente a los demás a una reciente compañera de trabajo, cancela el viaje que su exmarido iba a realizar con su actual pareja a las Islas Maldivas, echa de su departamento a un posible candidato amoroso bajo la falaz acusación de que el hombre estaba mirando libidinosamente a Mathilde, a quien luego culpa de exhibirse frente a su cita. Todos estos episodios son trabajados desde la comicidad, pero desde una comicidad que nace del patetismo inherente a los celos. La virtud del relato reside en presentar todas las malicias de la protagonista como algo totalmente factible y no tan alejado del accionar diario de cualquier persona. Si la película (y el espectador) resiste el tedio que por momentos asoma debido a la reiteración de ciertas escenas, al retraso en la evolución de los personajes o a la desaceleración del ritmo del relato, es, sin dudas, no tanto por la solidez del guion o la experticia en la dirección, sino por el mérito de un elenco sólido. Karin Viard logra hacer verosímil cada situación que le toca jugar. Su Nathalie, siempre políticamente incorrecta, nunca cae en lo caricaturesco y mantiene un fino equilibrio entre lo cómico y lo patético. Todos los personajes secundarios están interpretados con una gran justeza, pero Anne Dorval, como su amiga y consejera, es la partenaire ideal en ese cruce de espadas verbal y, muchas veces, cínico que resta monotonía ‒y condimenta con complicidad‒ a la tendencia psicologista que de tanto en tanto parece querer asomar. Los antiguos griegos decían que en todo drama llega un momento de anagnórisis, de reconocimiento, un momento en el que el héroe o la heroína se da cuenta de la magnitud (calamitosa) de su situación y de sus actos. Nathalie alcanza este estadio; sin embargo, tal vez por no estar frente a un drama sino a una comedia, quizás porque el cambio y la superación del individuo ya no son totalmente creíbles, la descontrolada mujer no parece aprender con certeza de sus errores, ni abandonar por completo la incorrección.
Hay una escena en la primera mitad de la película donde Jackson Maine (Bradley Cooper), un famoso cantante, mezcla de rocker y músico country, celebridad desgastada por el alcohol y las drogas, empuja a Ally (Lady Gaga), cantautora ignota, a compartir la escena con él para cantar una canción escrita por la muchacha. La cámara nunca abandona el escenario mientras el dúo actúa; sigue a los intérpretes, los rodea, los acompaña. No posicionarse desde el público y, en cambio, elegir el punto de vista desde el escenario permite dar cuenta tanto de la generosidad de Maine para con la novata y de su admiración por su nueva partenaire como de la timidez de Ally al enfrentarse a una enorme audiencia y de la emoción que la embarga al saberse apreciada por un veterano de la música. Filmada en un tempo preciso, esta escena –que posee la canción más linda de todas las interpretadas en el film, “Shallow”– exuda con absoluta naturalidad (algo por demás valioso para un director primerizo como Cooper) la transición de la protagonista de oruga a mariposa y registra la paulatina consolidación del vínculo amoroso de la pareja. En simultáneo, la cámara pispea los entretelones de un espectáculo, la adrenalina que genera una actuación en vivo, y, metamorfoseada en los ojos de los espectadores cinematográficos, nos convida la experiencia única de sentirnos parte del show. Tan solo con esta escena –que vale el film todo– Bradley Cooper superó con creces el reto de filmar su ópera prima. Por otra parte, no poco desafío fue para Lady Gaga interpretar un papel que antes, en las otras versiones de esta misma película, caracterizaron nada menos que Janet Gaynor, Judy Garland y Barbra Streisand. Seguramente mucho de su trabajo como actriz estuvo marcado por la necesidad de insuflar de frescura a un personaje tantas veces transitado. Esta es una nueva remake de la clásica y atemporal historia sobre una joven promesa artística y su curtido y decadente patrocinador. A medida que el triunfo de la joven se hace más evidente, su pareja va cayendo de forma irremediable en el abismo de la vacuidad. Amores desbordados, impedidos. Fama y degradación. Melodrama puro. En líneas generales, para nada difícil es admitir que el resultado sorprende. Así como durante el transcurso de la película uno se olvida de que es la primera de su director, también se olvida de que es el primer protagónico de la superestrella pop. La Ally de Lady Gaga es algo digno de ver: su rostro, su expresividad, su capacidad de traslucir sin forzamiento alguno todo un amplio espectro de sentimientos, desde su inseguridad inicial hasta la más infinita tristeza del final, son la consecuencia de un fino trabajo interpretativo que más de una actriz consagrada envidiaría. Además de los excelentes actores secundarios (todos justos, acordes y armónicos), la química Cooper/Gaga en pantalla es la fórmula ganadora de un relato que privilegia la historia de amor -un amor profundo y verdadero- por sobre todo lo demás. Puestos a elegir una parte de la película, sin dudas, será elección de muchos la primera mitad del film. Allí se constituyen los lazos más sólidos entre los personajes –la relación de amor entre los protagonistas pero también la relación de Jackson con su hermano y representante (Sam Elliott)–, entre la película y su público, entre la narración y su tono. La segunda mitad está más volcada a los estereotipos, por ejemplo, la cada vez más marcada aparición de la encarnación del “malo” hecho personaje (Rafi Gavron en el rol del representante de Ally quien, según su pareja, la conduce a perder su “esencia”). Es también en esta etapa del film cuando el relato siente la necesidad de dar (gruesas) explicaciones psicológicas para la conducta de los personajes y pierde, entonces, un poco de ese encanto lleno de vitalidad que supo construir al principio. A pesar de estas pocas deficiencias, Nace una estrella es una película sólida, que consigue lo que muchas apenas sueñan: palpitar, vivir. Como director, coguionista y protagonista, Bradley Cooper logra renovar una historia canónica del cine y lo hace, en algunos momentos mejor que en otros, a partir del trabajo con las convenciones del melodrama, sin someterse enteramente a ellas pero tampoco descartándolas por completo. Claro está que gran parte de su acierto se forjó desde antes de comenzar a rodar: no podría haber elegido mejor coprotagonista. Lady Gaga es una estrella e hizo de Ally una estrella aún mayor.
En vista de las controversias –mediáticas, faranduleras, chimenteras– generadas tras el estreno de El Potro, lo mejor del amor, hay dos o tres cosas que se pueden decir de este biopic sobre el cuartetero cordobés, muerto trágicamente muy joven en un accidente automovilístico. En principio, la película no fracasa porque no representa fielmente la vida de Rodrigo Bueno (queja repetida por algunos familiares del cantante) o porque lo muestra débil cuando aparece en su vida la tentación de las drogas y del descontrol (otro lamento de algunos fans). Verdad de Perogrullo es señalar que nunca hay una verdad única, que un film es siempre una lectura posible, que se presenta a sí mismo como inspirado en hechos reales y no como lo verídico sobre Bueno, y que “no hay hechos, solo interpretaciones”. La nueva obra de la directora del excelente documental Los próximos pasados (2006), así como no se malogra por la falta de verismo en las situaciones narradas, tampoco triunfa porque su protagonista es físicamente idéntico al ídolo cordobés o porque el destino trágico del cantante le da una estatura casi mitológica al relato. No. A pesar del gran desempeño del neófito Rodrigo Romero, quien sin experiencia previa alguna consigue sostener el grueso de la narración a fuerza de cierta fotogenia y una naturalidad tal al actuar que lo acerca al carisma, la película falla más por cómo se cuenta que por lo que se cuenta. El problema no está en el qué, sino en el cómo. Aunque, en realidad, estos dos aspectos son indisolubles. Contada en un largo flashback que deja afuera solo el triste desenlace, al igual que en la obra anterior de Muñoz, Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), aquí, en cambio, muchas de las secuencias parecen haber sido pintadas con un trazo más grueso. Mientras que en aquella había un mayor manejo de la sutileza y tanto el personaje de Natalia Oreiro como algunos de los secundarios poseían matices, gradaciones, en esta nueva biografía cinematográfica las convenciones del género relativas al trabajoso ascenso del protagonista (aunque en esta ocasión no parezca tan trabajoso), su triunfo final y su posterior muerte trágica, si bien presentes en el relato, no llegan a formar un todo cohesivo. Poco hay de heroico, aún con las oscuridades propias de cualquier personalidad, en la construcción del héroe y en su muerte, y esto se siente como falta hacia el final del relato. En cuanto al impacto del cuartetero en sus seguidores, en lo que significó en la vida de sus miles de fans, es algo en lo que no se detiene y apenas se pinta con pequeños indicios, puesto que se prefiere dar mayor lugar a las relaciones establecidas entre el cantante y sus más allegados, por un lado, y a la influencia de la noche (con sus bacanales de sexo y excesos alcohólicos y de drogas), por el otro. En este sentido, la figura del padre y la de la madre son claves en el desarrollo de la intriga. De la atracción gravitatoria que ambas ejercen debe desembarazarse el protagonista. De la primera lo hace a partir de revelarse contra sus mandatos; de la otra, no queda claro si lo consigue. Por último, las discordancias ‒que no se presentan en la inclusión de los temas musicales característicos de Rodrigo (casi todos los hits que tienen que estar están y puestos de forma fluida)‒ en el tono de algunas secuencias hacen que ciertos momentos se perciban como forzados. Por ejemplo, la escena de tinte onírico, esa en la que Rodrigo ve o cree ver un potro salvaje y da cuenta de un giro en la historia, desafina con el tono costumbrista imperante en el relato. Además, los roles secundarios, salvo honradas excepciones como el siempre digno desempeño de Fernán Mirás, están mal: su construcción por parte del guión es siempre rayana en la estereotipia y la interpretación de algunos actores se ubica a una distancia de un suspiro del la sobreactuación. La cuestión de la fidelidad a los hechos, de la veracidad, resulta entonces, ahora como siempre, una controversia fútil. El arte, logrado o no, mejor o peor, no trabaja con verdades. El único problema de El Potro, lo mejor del amor es que, a lo mejor, se trata de una película a medio camino entre lo trágico, el costumbrismo y lo grotesco, en el sentido más literario de estas palabras. En definitiva es, lamentablemente, un film con poca épica.
En busca del alma Si la vida de cualquier hombre es compleja, entreverada, llena de pequeños logros y reveses, coloreada por pinceladas eclécticas de anécdotas más o menos interesantes, la vida de Astor Piazzolla es particularmente rica, tanto en lo personal como en su producción artística, atiborrada de datos curiosos y de experiencias únicas. Es por ello que se constituye en un material de partida ideal para el cine. En su crítica sobre El ciudadano, Borges apuntaba que el tema de la película era “la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto”. Salvando las distancias lógicas entre Welles y el director de Cornelia frente al espejo (2012) y entre, allí, una ficción y, aquí, un documental, esta definición de Borges bien puede aplicarse a Piazzolla, los años del tiburón, una suerte de biografía familiar que se propone mostrar distintas facetas del músico y así, de alguna manera, bucear en su alma. La referencia a Borges en esta crítica del film sobre Piazzolla no es caprichosa; va de suyo. Más allá, por un lado, de tratarse de dos personalidades que marcaron de manera decisiva la cultura argentina del siglo pasado y cuyas influencias aun pueden rastrearse a nivel internacional y, por el otro, de la colaboración entre ambos que supuso la grabación del disco “El tango”, Diego Fischerman y Abel Gilbert señalan en su libro “Piazzolla, el mal entendido”: “Ambos generaron estilos únicos e irrepetibles (aunque imitables) a partir de de enciclopedias parciales y lecturas sesgadas”. De estas referencias diversas, heterogéneas que forjaron el particular estilo Piazzolla se ocupa el documental de Rosenfeld apelando para ello, principalmente, a una fuente directa, gracias a acceder al archivo privado del compositor. Rosenfeld, un intruso respetuoso, hurga en las memorias familiares para extraer de ellas todo dato significativo y así ir ensamblando tan multifacética personalidad: su Mar del Plata natal, la infancia en Nueva York, sus peleas callejeras, la primera conexión azarosa con el bandoneón, el encuentro con Gardel, Troilo, el tango y los burdeles, la relación con Alberto Ginastera, la afición por la pesca, el perfeccionamiento en Paris, Borges, la tensa relación con sus críticos, la fama internacional y la modesta supervivencia nacional. Las voces de esta película son las voces de una familia: Piazzolla y sus hijos. Porque es el mismo protagonista quien retrata sus vivencias y sus creaciones mediante fragmentos visuales (en súper 8) o auditivos de grabaciones caseras, presentaciones en teatros, conciertos, notas en revistas y en programas de televisión locales e internacionales pero, sobre todo, a través de las grabaciones de la serie de entrevistas efectuada por su hija y biógrafa, Diana. El único testimonio realizado expresamente para el documental fue el de su hijo, Daniel, quien además posibilitó la apertura de todo este anecdotario. Suele ocurrir en muchas biografías (filmadas y de otros tipos) sobre alguna personalidad del arte que se prioriza la vida privada en detrimento de la obra del artista en cuestión. Parece a veces como si las producciones artísticas fueran algo externo al individuo que se está retratando, como si no fueran la carne misma del creador. Este no es el caso. Aquí la música, las composiciones de Piazzolla, su “Adiós Nonino” o su “María de Buenos Aires” tienen igual o mayor importancia que los datos biográficos. Es que de otra manera sería imposible empezar a entender la complejidad del bandoneonista. En su música, en sus composiciones pero, sobre todo, en sus interpretaciones, en la forma tan única de sentir y tocar el bandoneón es donde radica el mayor acierto de este film: logra transmitir la potencia y la exuberancia de una relación apasionada, la del músico y su instrumento. Apenas comienza el relato se escucha contar a Piazzolla que mientras pueda seguir pescando tiburones seguirá tocando el bandoneón, pues una cosa y la otra requieren de él el mismo esfuerzo físico. La fisicidad, lo corpóreo, lo que está a flor de piel, lo táctil se plasman, desde el principio, en la narración como lo hacían en la obra y en la vida misma del compositor. En todo caso, protagonista y documental parecen decir que el alma (y aquí también la genialidad que trae aparejada) no es algo etéreo, es algo que se busca sudando.
El tiempo como excusa del juego “El tiempo es un constructo”, dice uno de los personajes de esta digna comedia que, si bien muestra algunos desaciertos, consigue, gracias a cierta simpleza de aspiraciones y un loable empeño, cumplir mucho más de lo previsible. Esa frase, entonces, dicha al pasar en una gran escena hacia la mitad de la película, articula toda la narración porque, como en todo film que se precie de cinematográfico, existe en él un verdadero trabajo con el tiempo. No se lo da por descontado. No se descansa en el hecho de que el cine es ontológicamente imagen en movimiento en el tiempo. La dimensión temporal se trabaja porque es construcción. El tiempo es un constructo. Basada libremente en un artículo aparecido en el Wall Street Journal sobre un grupo real de amigos que practican un juego anual, ¡Te atrapé! cuenta la historia de cinco hombres adultos quienes, desde la infancia, juegan cada año, durante todo un mes, a algo que se denomina Tag (y aquí se tradujo como “¡Te atrapé!”). Este juego consiste en –puede parecer pavo lo que se procederá a explicar, y en realidad lo es− agarrar a uno de los participantes, tocándolo con cualquier parte del cuerpo y en cualquier parte del cuerpo, mediante las artimañas más variadas: disfrazarse y colarse en su empresa; saltar desde un escondite y sorprenderlo; aparecer de improviso en un partido de básquet; perseguirlo a través de casas vecinas. Cualquier cosa es posible. Una vez tocado, es el turno de ese participante para atrapar a otro, y así sucesivamente. Cuando lleguen las 12 de la noche del día 31 del mes en que se desarrolla la partida, el jugador que no tuvo tiempo o no pudo agarrar a nadie será el perdedor de ese año. En esta ocasión las cosas se plantean diferentes: cuatro integrantes del grupo de amigos unirán fuerzas contra el quinto. Hogan (Helms), ayudado por su esposa (Fisher), Bob (Hamm), Kevin (Buress) y Chilli (Johnson) intentarán atrapar al único participante invicto de este juego: Jerry (Renner). Ninguno ha podido nunca tocarlo en los 30 años que vienen jugando a Tag, pues su habilidad para eludirlos es insuperable. Pero ahora, con motivo de su casamiento, justo un 31 mayo, el último día de la partida, los otros cuatro creen haber encontrado el momento ideal para agarrarlo. De su boda no podrá escapar. Resulta evidente que la premisa es muy simple y en esta descripción hasta puede resultar nada atrayente. Sin embargo, el relato se encarga de hacer bastante con bastante poco. Para empezar, cuando la película no se toma en serio a sí misma –por fortuna esos momentos de seriedad impostada, de querer dar un mensaje, son bien pocos (y están cerca del final); la mayor parte de su lastre reside ahí– su ligereza se torna disfrutable. Son hombres jugando como niños y hay algo muy liberador en todo eso. Además, existe un antes y un después de la aparición del amigo interpretado por Jeremy Renner. En una deliberada parodia de los personajes de las películas de acción (rol que él mismo ha encarnado en The Avengers o en El legado Bourne, por ejemplo), el tiempo se vuelve elástico con cada aparición suya. Sus escenas son filmadas en cámara lenta, pero el tiempo del film, en la percepción del espectador, se acelera. Si bien Jerry, debido al ralentí, puede ir describiendo cada una de sus acciones e interpretar y adelantarse a cada movimiento de sus contrincantes, paradójicamente hace que la película pise el acelerador y juegue a ser una de acción, una slapstick, una de karate, una de Jason Statham. Gracias a Renner y a su seño fruncido (causa inquietud verlo sonreír, mejor que ponga cara de malo) las fronteras de esta reducida anécdota se expanden. En la vida, para hablar del tiempo (que no es otra cosa que pura convención), para referirse su paso, se lo hace en metáforas (bursátiles): ganar el tiempo, perder el tiempo, invertir el tiempo. En el cine, para hablar del tiempo es mejor trabajarlo, construirlo. En la vida, el paso del tiempo se detecta en las arrugas de los rostros, pero también en los lugares que olvidamos, en los amigos que ya no frecuentamos, en los juegos que ya no jugamos. Los amigos de este film tratan de retener el tiempo jugando como cuando eran niños porque la adultez también es un constructo. Jugar es una forma de que el tiempo no desaparezca o, al menos, es un tiempo suspendido. En el cine, en el cine del que quiere formar parte ¡Te atrapé!, lo temporal construido desde el contenido tiene su correlato en el trabajo formal, porque, en definitiva, no hay contenido sin forma, como tampoco hay amistad sin tiempo.
Sola, fané y descangallada A todo el mundo le pasa que frente a la posibilidad de ver ciertos films, uno se maneja (como en tantas otras cosas de la vida) con prejuicios, tales como que la franquicia per se no es muy atrayente: lo mejor que puede decirse de las tres historias anteriores del carismático estafador Danny Ocean, dirigidas por Steven Soderbergh, es que están bien, aunque este discreto halago sea más mérito de la versatilidad de su elenco que de la maestría de su realización. Por otra parte, el nuevo nombre a cargo de esta última entrega de la saga puede causar ciertos escrúpulos: el escueto currículum de Gary Ross como director se perfila con una impronta de inestabilidad, de la digna Alma de héroes (2003) –sobre la leyenda de Seabiscuit– a la vacua Los juegos del hambre (2012). Sin embargo, en general, cuando los resquemores son infundados, tanto mayor es el placer al descubrir que la película a la que tan reacio se asiste sorprende con su ingenio, su hechura y su belleza. Este no es, sin lugar a dudas, el caso de Ocean’s 8: Las estafadoras. Esta nueva secuela de La gran estafa (Ocean’s Eleven) no solo confirma cualquier prejuicio acarreado a la sala de cine, sino también los profundiza y, de paso, le da un nuevo significado al concepto de insustancial. Del esquematismo hollywoodense y de su inclinación a esas fórmulas de guion de ya probada eficacia mucho se ha hablado. De su propensión, en más de una ocasión, a la estereotipia, el clisé y la ingenuidad, también. ¿Es que hoy alguien puede creer que porque se reemplaza todo un reparto masculino por uno femenino se está tomando una postura política comprometida o se está diciendo algo sobre el feminismo o el rol de la mujer en una sociedad contemporánea que aún ostenta un machismo anacrónico? Uno puede más bien sospechar (otro prejuicio devenido juicio) que se está siendo políticamente correcto y de la manera más burda. Debbie Ocean (Sandra Bullock), hermana del protagonista anterior –papel interpretado por George Clooney–, tras salir en libertad luego de cinco años presa por una estafa con obras de arte pergeñada por su –en aquel momento– novio galerista y de la cual ella fue copartícipe (a pesar de que la narración intente ubicarla en el lugar de la víctima: que no haya delatado a su secuaz no la hace menos culpable), contacta a su antigua compañera de fechorías, Lou (Cate Blanchett), para poner en funcionamiento un nuevo y grandilocuente atraco. El botín será un especialísimo collar de diamantes que la casa Cartier guarda en una bóveda infranqueable (mujeres robando joyas, ¿really?) y que solo saldrá a la luz cuando una famosa actriz (Anne Hathaway) lo luzca en la súper exclusiva gala anual del Metropolitan Museum de Nueva York. Un golpe de tal envergadura necesita un equipo de especialistas: una hacker todo terreno (Rihanna); una afinada carterista (Akwafina); una diseñadora de alta costura con problemas financieros (una Helena Bonham Carter pletórica de mohines vetustos); una especialista en piedras preciosas (Mindy Kaling); y una –no queda claro su especialidad– vieja cómplice de felonías (Sarah Paulson). Entonces, si se contabiliza siete criminales y si se tiene en mente el ocho del título de la película, hasta el menos avezado de los espectadores puede concluir cuál será una de las vueltas de tuerca finales de un relato que maneja un nivel de sofisticación rayano en la inexistencia. En este sentido, por ejemplo, en la postproducción al parecer decidieron que cuando una escena perdía ritmo introducirían una canción como para reaprehender el interés del espectador, lo que resultó en una banda sonora tan constante como intrusiva, que desvirtúa la importancia de la música, niega la necesidad del silencio y opera por iteración y pleonasmos fallidos. La película hace gala de un guion tísico que apela a las arbitrariedades no como un recurso del lenguaje posmoderno sino como una falencia constitutiva de su deshilachada confección. La cita, por otra parte, injustificada, sobre la irrupción del street artist Banksy en el Met es una clara muestra de esta tendencia. El descangallo imperante de una trama fané, en las que unas hábiles estafadoras planean un robo buscando ideas en la revista Vogue (mujeres mirando revistas de mujeres, ¿really?) se ve intensificado por una puesta cinematográfica que nada le agrega y que, en todo caso, resta con su falta de pericia para sostener el entretenimiento, para afinar la cohesión de las escenas o para aprovechar los momentos lúdicos. En medio de semejante desmadre, la constelación de estrellas protagónicas está sola, desamparada, y hace lo que puede con la nada que le han brindado. Ni siquiera se ha podido hacer una utilización eficaz de la aptitud para la comicidad que varias de las intérpretes poseen. Del talento de Blanchett, en particular, o de Hathaway apenas si se ve un chispazo; en cambio, la rigidez actual del rostro de Sandra Bullock parece haberse trasmutado a su actuación, carente de cualquier tipo de animación. Para colmo de males, toda la motivación de su personaje para cometer lo que en los términos de esta historia es el robo del siglo reside en tomar revancha de su antiguo novio y, de yapa, ganarse el respeto de Danny Ocean (ladrona se venga de amante y busca estar al mismo nivel que su hermano, ¿really?). Cuando el dinero importa más que las ideas, y las actrices son llamadas a brillar y no a actuar, el resultado es este: una estafa descuajeringada que sirve como flaca excusa para un desfile de celebridades de Hollywood, vestidas en haute couture, con cameos innecesarios y pueriles. Pura brillantina y glamur, cero cine. Además, ¿a quién le puede caer muy simpático que la víctima del robo sea un museo al que asisten cientos de personas diariamente? No resulta aventurado por todo ello cualquier prejuicio que se pueda tener sobre Ocean’s 8: Las estafadoras. De hecho, aquí se confirma algo ya sospechado: la estupidez y la superficialidad no es solo dominio de hombres.
Cuando lo que importan son los temas, el tan mentado mensaje, y no el cine, lo que sucede son narraciones como La más bella. Películas de las que uno puede sospechar que fueron animadas por la buena voluntad pero que, sin embargo, los resultados se alejan de todo concepto de lo cinematográfico para convertirse solo en un facilitador, en un puente por el que transitan las enseñanzas que se le quieren verter al espectador. “El medio es el mensaje” brilla por su ausencia; más bien, aquí el mensaje es el mensaje y el medio importa poco y nada. No hay quien dude de las buenas intenciones de la guionista y directora Anne-Gaëlle Daval (este es su primer largometraje), pero el problema, que arranca en el guion mismo, se extiende, cual pandemia, a todos y cada uno de los aspectos del film. Lo que ocurre, finalmente, es que su realización termina por acercarse a los postulados de “usted puede sanar su vida” y de cualquier otro libro motivacional de Louise L. Hay y congéneres, y acaba por plantarse, sin lugar a dudas, en las antípodas de la obra de, digamos, una Agnès Varda. A fuerza de su carismática fotogenia, un desperdiciado Mathieu Kassovitz trata –a pesar del poco tiempo en pantalla, a pesar de lo endeble de su personaje, a pesar de ciertas situaciones enclenques en las que se ve envuelto– de colorear e insuflar vida a su Clovis, un simpático don juan que intenta seducir a Lucie (Florence Foresti). Pero Lucie sufre. Sufre mucho. Y sufre no solo porque recién sale a flote de un cáncer de mamas (esta única situación ya era suficiente para un señor drama), sino porque también el miedo a una recidiva la paraliza; siempre se ha sentido fea; piensa que nadie la quiere y hace mucho que no tiene sexo; no se halla con su peluca ni con su cabeza pelada por la quimioterapia; la madre continúa vapuleándola; la hija adolescente no le habla; y, además, está sola, es tímida, torpe y no sabe bailar. En definitiva, se siente una extraña en su propio pellejo. Entonces, la aceptación, como un deus ex machina, le llega de la mano de una bella y sabia señora quien, por las vueltas del guion, primero vende pelucas y luego enseña danza; y de un entrenamiento en el arte del striptease, que trae aparejado, como bonus track, el aprender a valorar y a querer el propio cuerpo. En este drama en clave de comedia se confunden los traumas de la niñez con las cicatrices que deja la enfermedad y no queda bien en claro ni lo uno ni lo otro. Al argumento le faltó decisión (qué historia contar, qué rol juegan los personajes secundarios, a qué darle importancia y a qué no) y esto se reflejó en la puesta en escena. Al mismo tiempo, el relato, tanto desde lo visual como desde lo sonoro, no aporta más que obviedades y lugares comunes que, para colmo de males, no se asumen como tales. En el marco de esta historia, por ejemplo, que el galán invite a bailar a la protagonista mientras suena “You Are so Beautiful”, por Joe Cocker, por más que se lo quiera vender como un gesto autoconsciente, se transforma en un recurso tosco, predecible, muy poco elaborado. El revoltijo de ideas apenas esbozadas, de máximas aleccionadoras y de filosofía de manual se hace tal que nada logra sustraer al espectador de la agria sensación de que se ha banalizado todo tratando de cubrirlo con la apariencia de lo profundo. Al querer ser “verdaderos” se olvidaron de ser verosímiles. Difícil es, por ende, para el público, correr la pátina de representación que impregna todas las secuencias, suspender su incredulidad y dejar de lado el hecho de que se trata de una ficción y así creer en esta Lucie sufriente, aunque también combativa. De esta manera, nada termina por cuajar, ni la comedia ni el drama. Porque, en última instancia, lo que pretende La más bella es lo real y solo consigue raspar lo superficial. No es mala voluntad, es peor, es impericia. Torpeza o anhelo de transmitir un mensaje, “el mensaje”, el corolario es el mismo: lo que hace bello al cine no está.
Publicada en la edición #284.