Humor al desnudo Podría ser una historia convencional: dos chicos lindos pero poco afortunados en lo profesional tratan de abrirse camino en la vida, y el punto es qué están dispuestos a hacer para cubrir el espectro que va de la supervivencia al éxito. De hecho Mike (Channing Tatum) y Adam (Alex Pettyfer) se conocen en el transcurso de una changa, cuando los dos se emplean por horas no muy bien pagas en la construcción. Mike trata de juntar unos ahorros para lanzar su propio negocio de diseño de muebles artesanales, mientras que Adam duerme de prestado en el departamento de la hermana. Casi hermanados en la precariedad -Mike apenas le lleva unos ahorros y un departamento de ventaja al más joven-, Adam es solamente algo más nuevo en el camino que el otro viene trajinando hace unos años. Hasta ahí, nada se sale del tan explotado relato de superación que va cambiando de profesiones y ramas artísticas pero mantiene la moral de “conseguir lo que se quiere sin traicionarse, venderse, etc.”. Pero después, cuando se hace de noche y se encienden las luces del local donde Mike tiene un segundo trabajo, todo se empieza a salir de ese relato a fuerza de sacarse la ropa y revolearla por el aire, porque Mike es un stripper. Y a mucha honra, siempre que la ocupación no se prolongue en el tiempo y le impida cumplir su verdadero sueño. No es para nada difícil ver por qué, entre tantas maneras posibles de ganarse la vida, Mike eligió la que eligió, con ese cuerpo que es un verdadero recurso natural que de otra forma podría parecer desperdiciado. Channing Tatum no solamente tiene el culo que se necesita para andar en una mínima tanga sino que, además, lo mueve con una plasticidad que quita la respiración: pocas veces en el cine actual se pueden ver números de baile masculinos tan bien actuados y filmados -y el equipo de colegas stripper no se queda atrás, ni siquiera cuando se trata de hacer el ridículo con una coreografía bastante gay al compás de It's Raining Men. El resto del elenco, no demasiado extenso para esta historia mínima, se completa con el dueño del local de strippers interpretado por un siempre repulsivo Matthew McCounaghey -en la piel, muchas veces en cuero, de Dallas, un cuarentón que parece algo así como el destino que amenaza a Mike si antes no da el volantazo- y Brooke, la hermana de Adam, que juega sin vueltas el papel de la chica buena y trabajadora (enfermera, por amor a la obviedad) que tal vez pueda “enderezar” a Mike y llevarlo por el camino de la pareja estable y el trabajo adulto y responsable. A pesar de la profusión de hombres casi desnudos y movimientos de cadera más que explícitos, Magic Mike puede resultar pacata en la moral que propone como superficie -y de hecho uno de los conflictos de la película es que Adam “cae en la droga” y se pone también a vender-, y no se aleja demasiado de la dorada medianía y sobriedad de las últimas películas de Soderbergh. Pero lo cierto es que la profusión de masculinidad prepotente que explota en las escenas nocturnas bajo los reflectores del local de Dallas, en cuerpos que son fálicos hasta la punta de los dedos del pie, termina siendo una reflexión potente (nunca más apropiada la palabra) y atractiva sobre las condiciones desiguales entre los sexos, plasmadas en esos planos triunfales de bultos generosos enfundados en tangas que rebalsan de dinero.
Qué bien se te ve... La versión 1984 de Frankenweenie (el corto de media hora en que se basa la película más reciente de Tim Burton) sigue siendo buenísima, y hasta probablemente es ahora mejor que hace 30 años, porque en primer lugar parte de una idea preciosa como es “traducir” el relato frankensteiniano, del que ya se había apropiado el cine de terror clásico, al mundo de un chico. Imagínense entonces, si es que no vieron el corto, un perrito que murió atropellado y al que su dueño resucitó durante una noche de tormenta eléctrica, con costuras similares a las del monstruo de Mary Shelley que interpretó Boris Karloff en las películas de James Whale de la década del '30 (y también a dos padres preocupados que se preguntan si corresponde castigar al hijo por resucitar a su mascota, cuando después de todo otros papás tienen que preocuparse porque sus hijos “se meten en las drogas”). Si Frankenstein nunca dejar de ser un monstruo -incluso cuando es gracioso-, Sparky, el perrito de Frankenweenie, es también un juguete, una especie de peluche reparado con hilo y aguja, y esa es una idea brillante. Además Frankenweenie, en su primera versión de acción en vivo, se muestra hoy como un compendio del cine de los '80 (con ese nene icónico que le puso la cara al Bastian de La historia sin fin) y su gusto por los géneros, y como puente entre el cine clásico de monstruos y todas las películas en las que Tim Burton volvería ese muerto a la vida en las siguientes décadas, desde El joven manos de tijera hasta, por supuesto, esta nueva Frankenweenie. Basta con ver el corto para comprender que Burton ya había entendido perfectamente cómo filmar un cuento de terror y para sentir también un amor por el cine que podía recargarlo de vida y electricidad más allá de la cita; por eso, la versión 2012 de la historia, esta vez en largo y animada pero todavía en un blanco y negro que la vuelve tremendamente real y palpable, solamente podía ser buenísima. Especialmente en un año en que otras películas de animación como Hotel Transylvania y ParaNorman vinieron a replicar la idea de “terror para chicos” con variantes de vampiros y zombies siempre inofensivas (con sus “mensajes” dichos en voz alta, de la manera más tonta posible y que subestima la experiencia y capacidad de comprensión de los chicos, con respecto a que la muerte es nada y el mal no existe). Porque Frankenweenie, a diferencia de estas producciones, mantiene el espíritu lúdico y artesanal de la peliculita filmada por un chico que da comienzo a la historia, esa donde un perro disfrazado con una remera hace de monstruo (Burton elige cargar su mundo en blanco y negro de texturas y volverlo próximo, habitable, en lugar de impresionar con colores). Y también porque acá, como en la mayoría de las historias de Burton, la muerte existe y es un asunto triste, que implica atravesar la pérdida. Si Hotel Transylvania quería transmitir torpemente que los vampiros en realidad son víctimas de los prejuicios humanos, y si ParaNorman contiene casi una lección ridícula de revisión histórica al enseñar que los puritanos cazaban brujas porque en realidad les tenían miedo (la compasión y la conciliación a toda costa parecen ser la norma), Frankenweenie se entrega a la locura, a la sorpresa, incluso a lo incorrecto, con personajes como el profesor pasado de intensidad que inculca ideas megalómanas y frankensteinianas en sus alumnos, o la nenita que lee premoniciones en la caca de su gato. Y Victor, por supuesto, que interpreta de modo muy literal el lugar común adulto frente a los muertos de “si pudiera lo traería de vuelta”, y pone manos a la obra para resucitar al perrito partido al medio por un auto. A partir de ahí, Frankenweenie se vuelve gozosa como Gremlins con su pequeño pueblito ordenado que se entrega a la locura, sólo que en este caso el caos no proviene de los monstruos sino de la capacidad inventiva de los chicos, incluso de su pizca de maldad que es más que bienvenida. Así, el blanco y negro ayuda paradójicamente a destacar ese gran carnaval de los monstruos que llega a ser Frankenweenie cuando el bichito de la demiurgia se contagia a todos los chicos como los piojos, y del cementerio de mascotas-caja de sorpresas que es la película salen Godzillas con caparazón de tortuga y Sea Monkeys que ríen y se desparraman con impulsos destructores. Después, nada vuelve del todo a la normalidad, porque el mundo de Burton es uno que, a diferencia de otras propuestas actuales, admite las costuras, lo inacabado, lo que no cierra y que precisamente por eso respira.
Duplicidad Si Sinister es insoportablemente tensa desde el principio es porque su protagonista, el escritor Ellison Oswalt (Ethan Hawke), no para de jugar con fuego. Con un éxito de ventas en su haber que ya lleva diez años sin repetirse, una economía al borde de la quiebra y la autoestima no mucho más entera, Oswalt necesita de manera desesperada hacer un hit. Y para eso está dispuesto a arriesgar todo. Por eso, se muda con su familia (esposa rubia y dos hijos, ya saben, familia tipo para un género que trabaja con lo típico) a una casa solitaria en la que una familia entera murió ahorcada de un árbol, a fin de investigar ese crimen que dejó como saldo una nenita desaparecida. Ese árbol no sólo se puede ver por la ventana sino que, además, enseguida aparece en el altillo una misteriosa caja con varios rollitos de Super 8 y un proyector -¿quién la habrá dejado?- y, por supuesto, en una de esas breves películas se puede ver el asesinato de la familia. Los cuatro cuerpos colgados y balanceándose, con capuchas en la cabeza. Y después otro crimen, y otro. Y otro. Sinister duplica el horror porque prácticamente se desdobla todo el tiempo en dos películas: la que tiene como protagonista a Ellison y su familia, en una casa que es desde el principio la boca del lobo -y los hijos de la pareja enseguida empiezan a acusar recibo, con pesadillas e inquietudes varias- y la otra, casi igualmente oscura, que aparece en la pantalla improvisada de la oficina del escritor donde se proyecta el Súper 8. En la primera, todas las fichas del terror se juegan con habilidad para enredarnos en el juego de las conjeturas, especialmente porque hay personajes secundarios, como los policías del pueblo, que estallan de ambigüedad, y porque la locura progresiva de Ellison, siempre con la botella de whisky a mano, pronto desestabiliza todas las referencias lógicas. Y, con respecto a la segunda, esos rollos malditos que casi nos obligan a ver resultan mucho más terribles que las imágenes acuosas de las cámaras nocturnas de toda la saga Actividad paranormal, en la medida en que hacen visible como nunca la cualidad terrorífica de los registros visuales. Sobre todo cuando se trata de asomarse a lo desconocido, de hacer andar el proyector y no saber qué puede llegar a aparecer junto con ese traqueteo tan familiar que al mismo tiempo escuchamos (todavía) en la sala de cine. Y los fragmentos encontrados por Ellison son realmente tétricos, prácticamente snuff movies que imponen una cercanía insoportable y una identificación absoluta, incómoda, con el asesino que sostiene la cámara. Probablemente no hay nada en Sinister que se salga de lo esperable en el subgénero house, tan recurrente en los estrenos de este año, salvo por esta superposición de materiales visuales y texturas que tan bien explota, por un lado, el carácter potencialmente siniestro de esas peliculitas familiares en Súper 8 donde no hacemos más que ver muertos, muchas veces en el más absoluto silencio. Y por el otro la oscuridad, porque Sinister es una película tremendamente oscura que sabe generar tensión a partir de ese enceguecimiento del espectador, al punto de que algunas secuencias parecen desprenderse del relato para constituirse en un experimento sobre lo visible (y también por supuesto, sobre el cine), sobre ese parpadeo intolerable que genera el deseo de ver y el de hundirse en la oscuridad más completa, con tal de salvarse los ojos.
Como el cine clásico... y con destino de clásico Fue sólo por casualidad que el mismo día me tocó ver Argo y Casablanca (en ese orden). Por supuesto, no se necesita volver a Casablanca para reconocer cuándo una película usa los mecanismos del cine clásico para llevarlos hasta su punto de máxima belleza, pero el doble programa fue igualmente revelador: después de todo, se tratan de dos películas que van a compartir la cartelera por la rara circunstancia (que invita a hacerse por lo menos un par de preguntas sobre la necesidad actual de mirar al pasado) de que los reestrenos se pusieron de moda, y de que un puñado mínimo de directores y guionistas como Clint Eastwood, Aaron Sorkin y, en este caso, Ben Affleck no dejan de retomar esa tradición para revitalizar un cine que muchas veces se pierde en la falta de precisión y nitidez. En realidad, Argo es el nombre de dos películas: la tercera que dirige Ben Affleck, después de convertirse en un director prestigioso con Desapareció una noche (Gone, Baby Gone) y Atracción peligrosa (The Town), y una extravagante producción de ciencia ficción tipo La guerra de las galaxias que debía filmarse en Irán en 1980, y que sirvió como pantalla para que el agente de la CIA Tony Mendez (el propio Affleck) sacara con vida del país a seis rehenes que habían quedado varados y ocultos en la casa del embajador canadiense, después de que una multitud de revolucionarios atacara la embajada de Estados Unidos en Teherán para exigir la restitución del recién derrocado Sha, que había conseguido asilo político en ese país. La historia está basada en hechos reales y comparte mucho del espíritu de Invictus en el hecho de celebrar y homenajear a la política ejercida por medios pacíficos, en este caso el ingenio y la creatividad en la invención de un plan bastante osado que evitó lo que podía haber intensificado un conflicto internacional ya bastante difícil (los rehenes de la embajada, que eran muchos más que seis, no fueron liberados hasta 1981 y el caso no sólo arruinó las relaciones entre los Estados Unidos y la nueva República de Irán sino que también tuvo su peso en la derrota electoral de Jimmy Carter contra Ronald Reagan). Como pasaba en Casablanca, a Argo le interesa lo colectivo o al menos la actuación moral de un héroe en medio de un conflicto que lo excede, y por eso las dos películas no presentan a sus protagonistas sino después de varios minutos. Primero se nos pone en contexto con un relato ayudado de mapas, fotos, carteles, etc. -esos intermediarios entre la ficción y la actualidad en la que quiere insertarse- y luego se nos introduce en una acción tensa y algo caótica donde hay vidas en peligro. Argo está tan bien filmada que es todo lo contrario de esos comienzos difusos en los que uno no sabe bien qué pasa y opta por no tratar de entender a los pocos minutos; al contrario, el mayor placer de la película proviene de su capacidad para anudar situaciones de tensión extrema alrededor de un detalle concreto, como un teléfono que suena en una oficina vacía y del que dependen varias vidas, o la velocidad con que se coordina una serie de acciones para permitir que un avión suizo despegue o no despegue (de nuevo, ahí está presente el final de Casablanca). Pero Argo, a diferencia de Casablanca, no tiene ni pretende tener a un Rick Blaine de párpados melancólicos que se lleve todas las miradas: el Tony Mendez interpretado por Affleck pasa por un tipo común, a lo sumo un poco más osado y con una idea más amplia de lo posible que sus compañeros de la CIA (se sabe que inteligencia no es lo mismo que creatividad), que tiene como fondo difuso una separación reciente y un hijo que vive con la ex. Realmente no hay nada demasiado notorio en Tony Mendez, un héroe tan anónimo que el gobierno tuvo que premiarlo en secreto (salvo porque Ben Affleck con sus primeras canas y una barba crecida es una belleza de principio a fin, con un toque juvenil en el flequillo que hace juego con su idea de la película sci-fi), pero en lugar de sentirse como una falta eso cobra sentido cuando se piensa a Mendez como el héroe americano promedio que una secuencia de regreso al hogar con bandera de fondo deja más que claro. Y de hecho los personajes más atractivos de la película son los productores de Hollywood a cargo de Alan Arkin y John Goodman, que le reponen al “basado en hechos reales” esa otra mitad de fantasía en un mundo de cartón con sus propias reglas -primero que nada, saber mentir, vivir actuando- que se parece tanto a la política, sólo que con un tono más lúdico y festivo, y que termina por filtrarse e intervenir sobre la realidad de una manera tan extraña. Acá no hay historia de amor como la de Ben Affleck y Rebecca Hall en Atracción peligrosa (y mucho menos como la de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca), pero sí hay un romance con el cine que ocupa ese lugar y pone toda la emoción en un relato que de otra forma podría resultar un poco impersonal o frío. Esa fascinación con el poder de las ficciones no deja de reconocer, sin embargo, en otro personaje secundario bastante desarrollado como es la ama de llaves iraní del embajador canadiense, que la realidad tiene destinos menos gloriosos que el cine: esa subtrama le pone una gota bienvenida de amargura al conjunto y refuerza esta idea, tanto del cine como de la aventura, como máquinas plurales que dependen para funcionar hasta de sus partes más deslucidas, y si Argo es una de las mejores películas del año es porque a esto, que parece tan simple, hay que tomar mucha sopa para saber filmarlo.
Esta película ya la vi Zoe Kazan, de ojos celestes extra grandes y una naricita respingada preciosa, debe ser la chica de sus propios sueños porque acá se da la rara circunstancia de que haya escrito una película que la tiene como protagonista y chica-de-los-sueños de Paul Dano, el joven indie por antonomasia a esta altura, de películas generalmente buenas como Pequeña Miss Sunshine, Gigantic, o Meek´s Cutoff, de Kelly Reichardt. Dano viene a ser algo así como el Michelle Williams masculino pero menos famoso por el momento, y Zoe Kazan parece estar queriendo seguir los pasos de su no del todo tocaya Zooey Deschanel, aunque hasta ahora le tocaron papeles muy secundarios (hija de Meryl Streep en Enamorándome de mi ex, por ejemplo, y si la ven seguro que la reconocen de algún lado porque tiene una cara para recordar). En Ruby, la chica de mis sueños ella es el tipo de muñequita que ya es casi propiedad privada de Zooey Deschanel: pelo largo con flequillo bien tupido que casi tapa los ojos, polleritas de colores y cancanes en tonos fuertes, tacos, ojos completamente abiertos por el asombro, fragilidad, sinceridad que desarma y una tierna dosis de torpeza. Esta chica se llama Ruby Sparks pero no existe del todo, es el invento de Calvin Weir-Fields (Dano), escritor de novelas de éxito precoz que ya en la adolescencia se convirtió en una joven promesa de las letras norteamericanas y ahora a sus veintipico siente la presión de tener que seguir ese camino. Por un capricho similar al de Más extraño que la ficción / Stranger than Fiction (aquella película donde Will Ferrell resultaba ser un personaje de Emma Thompson, ¿se acuerdan?), Calvin sueña con Ruby, empieza a escribir la historia de los dos, y un día se despierta para encontrar que ella vive en su casa y hasta tienen una mascota. Al miedo comprensible de Calvin (y no muy bien manejado por Dano, un poco rígido para ser cómico) de estar volviéndose loco cuando su personaje de ficción cobra vida le sigue la irritante secuencia de montaje del amor indie: ellos dos en los flippers, o revoleando los flequillos en un recital, etc., que alguna vez fue conmovedora y significó algo con respecto a una manera nueva de vivir el amor y la pareja, pero ahora es puro videoclip (no me refiero por supuesto a lo independiente como modo de producción sino como estilo ya codificado, el de películas como Submarino o 500 días con ella, donde los chicos se enamoran porque ella escucha The Smiths o porque salen juntos a tirar petardos). Ojo: la película lo sabe, y lo que va a suceder de ahí en más precisamente viene a desmontar esa idea de amor, y la alegría fácil y adolescente de Calvin al encontrar por fin a su chica perfecta. Este es un punto de madurez de Ruby, la chica de mis sueños, indudablemente, pero también es cierto que la historia resulta muy previsible y raramente se sale del cauce que arrastra todos los clichés del indie devenido género, con marcas propias y estandarizadas de estilo. Porque pronto se entiende que estamos en presencia de un cuento moral en el que se va a usar el protagonista para exhibir los peligros de querer ejercer un control absoluto sobre la persona que amamos, y aunque acá los directores sean los mismos de Pequeña Miss Sunshine, esa película dejaba cierto espacio para la sorpresa (además de que Toni Colette, Alan Arkin y Abigail Breslin, por nombrar sólo tres, parecían reales y como actores hacían maravillas), mientras que en Ruby, la chica de mis sueños no hay absolutamente nada que uno no haya visto antes. Y lo que es peor, los personajes secundarios están espantosamente descuidados, sobre todo el psicólogo de Elliot Gould y los padres neohippies que convidan porro interpretados por Anette Benning y Antonio Banderas (la visita a la casa de ellos es la peor secuencia de la película, decididamente, y que alguien explique por favor por qué es gracioso que Banderas les regale a los chicos una silla hecha de palitos). Si hubiera algo así como una farándula del indie, un cielo en la tierra idealizado en el que todo lo que había de supuestamente realista y humano en él se hubiera convertido en tapa de revista, en perfección un poco inverosímil, en Brangelina, la verdad es que la parejita formada por Paul Dano y Zoe Kazan estaría a la cabeza como la más top, o Zoe Kazan se pelearía a cachetazos con Zooey Deschanel para ver quién es este año la prom queen -aparte de que él no puede conmover a nadie con su supuesta crisis existencial en el departamento con piscina más cool que pueda imaginarse-. Por eso, aunque ellos hagan que la película por momentos sea muy bella, casi luminosa, se tiene la sensación de que la historia de amor adolescente y perfecto no puede más que volver a comenzar, aunque teóricamente se trataba de desmontar esa idea de perfección y teóricamente también, en el transcurso de la historia alguien aprendió algo.
Publicada en la edición digital #244 de la revista.
Vivir su vida Hay una cualidad casi hipnótica en los primeros tramos de Todos tenemos un plan, en parte por el atractivo enorme de ver a ciertos actores desplegados en primeros planos en la pantalla y haciendo de no-estrellas. El exotismo lunático de Sofía Gala, la belleza insuperable y discreta de Soledad Villamil y -lo más tentador- la posibilidad de ver al que fue Aragorn en la superproducción de Peter Jackson, o un mafioso con el cuerpo tatuado que se desnuda para luchar en un gimnasio en Promesas del Este, de David Cronenberg, haciendo de argentino como un dios que bajó del Olimpo para manejar una lanchita a motor en el Tigre, logran hacer del comienzo de la película algo fascinante. El peligro potencial de la apicultura, que abre la historia, y el paisaje ya mitificado y otoñal del Delta, no hacen más que sumar placer y misterio. Para decirlo de otro modo, Todos tenemos un plan se ofrece como una película que realmente dan ganas de ver, con su juego de identidades cambiadas y su protagonista impostor que tanto huele a literatura (esto es totalmente buscado, por otra parte, porque incluso se insiste en mostrar más de una vez las tapas de Los desterrados, de Horacio Quiroga, ¡qué cosa las películas que quieren ser libros!). Viggo Mortensen interpreta a dos hermanos de personalidades opuestas, uno urbano, prolijo y responsable, casi una nada de persona; y el otro recio, que lleva las uñas mugrientas y toma ginebra Bols. Los dos están un poco exagerados, desprovistos de matices, y ese es quizás el primer problema de una película que pronto se vuelve esquemática en su modo de indicar, incansablemente, de qué viene la cosa. Porque Agustín, el hermano médico y bien afeitado, tiende a la caricatura cuando se encoge para mostrarse pasivo, y algo parecido sucede con Pedro, que posa de presidiario y se ve casi arrasado como persona particular, cuando una ráfaga costumbrista lo hace compartir una ginebra Bols muy calculadamente exhibida con su amigo Adrián (Daniel Fanego), como dos tipos elegantes de ciudad jugando a ser isleños. Ese tipo de marcas, digamos, literarias (porque funcionan como cita de cierto tipo de relatos del que la película aspira a formar parte) van lastrando cada vez más la historia, que a fuerza de acumularlos se vuelve bastante errática. Así, al tema de la identidad usurpada y el hombre que busca su destino, su verdadero rostro o como quiera llamárselo, se suma una historia de amor tibia, un suspenso demasiado extendido con respecto a las actividades ilícitas del hermano isleño, una resolución parcial de la parte “porteña” que convence muy poco, un énfasis fotográfico en el paisaje que no termina de volverse orgánico al relato, un esbozo de metáfora con el comportamiento de las abejas en la colmena que resulta demasiado débil y una música que se cree autosuficiente para cargar de tensión a la mayor parte de la película. Una manera más respetuosa de encarar la cuestión, que permite imaginar una Todos tenemos un plan mucho más disfrutable, hubiera sido tal vez partir de la naturaleza y el espacio del Tigre, de su pobreza esencial, sin sobrecargarlos de música y de infinitos planos de la niebla sobre el río para indicar película de suspenso: me imagino, por ejemplo, otra película en la que de verdad se sienta el ruido del agua, el silencio de la noche, o algo de todo eso que está allí y que no proviene de una mirada filtrada por la biblioteca. Eso, empobrecer, simplificar, es lo que le hubiera hecho falta a una producción que tiene todo a favor, pero que parece embelesada por la posibilidad de ser mainstream y se diluye en un conjunto de convencionalismos, en lugar de arriesgarse a buscar un estilo.
Una película que no muestra los colmillos El título de Abraham Lincoln: Cazador de vampiros parte de una operación hermosa, creativa, desprejuiciada y potencialmente arriesgada: la de mezclar, cruzar órdenes tan disímiles como son la Historia, usualmente solemne y hasta sagrada, con las historias de terror, esas que hace tiempo pasaron de la literatura al cine y que se mueven con libertad en el terreno de la pura invención, sabiéndose ficciones. El guionista Seth Grahame-Smith (que también escribió Sombras tenebrosas) de hecho contó que el proyecto surgió cuando vio en la vidriera de una librería, juntas pero cuidadosamente separadas, estas dos cosas que marcan tendencia en el presente: por un lado, las biografías de personajes históricos; por el otro, la saga Crepúsculo (aunque ojo, los vampiros de Grahame-Smith no tienen nada de esa raza vegana; estos muerden, chupan sangre y más bien se parecen a un ejército de zombies). Pensándolo un poco, no es raro que a alguien se le haya ocurrido esta película sino que a nadie se le haya ocurrido antes (hay que decir que, si es por caricaturizar a los padres de la patria, el crédito local Washington Cucurto tiene su 1810: La revolución de mayo vivida por los negros, que publicó Emecé). Y así, puesta a mezclar géneros y subgéneros, la película también construye al presidente “histórico” desde los relatos míticos de superhéroes, cuando comienza por mostrar la muerte de los padres del pequeño Lincoln, y luego la conversión del adolescente en una máquina de matar vampiros (si es que se puede llamar así a un ñoño con chalequito que maneja un hacha), como si se tratara del Batman de Nolan. Pero Benjamin Walker -el actor que interpreta a Lincoln, exactamente igual a un jovencísimo Liam Neeson, si alguien puede imaginarse lo insulso que debe ser eso- se toma su tiempo para ingresar a la existencia, y lo logra apenas en algunas secuencias de seducción y juego con su futura esposa, una muy puritana Mary Todd (Mary Elizabeth Winstead, y les aseguro que ninguno va a reconocer a la rubia porrista de Death Proof / A prueba de muerte o a la irónica Ramona Flowers de Scott Pilgrim vs. The World en esta santa). La mayor parte del tiempo la película parece protagonizada por un signo de interrogación -y no estoy hablando precisamente de misterio-, que apenas mejora cuando la barbita y algunas arrugas sugieren que vamos a ver algo por fin bizarro en un viejito que mata vampiros, y ni siquiera llega a hacer un dúo interesante con su compañero y vampiro Dominic Cooper, parecido de lejos a Robert Downey Jr. (pero menos). Parece que todo es así con Abraham Lincoln: Cazador de vampiros; el protagonista se plantea como superhéroe pero después replica la imagen de presidente aburrido que enseñan en la escuela, la historia con Mary Todd amaga con ser romántica pero rápidamente deriva en cenas de dos personas super serias con mesa larguísima de por medio, el mundo poblado por vampiros asusta bastante poco aunque algunos planos parecían prometer los suspensos en bosques sombríos de La leyenda del jinete sin cabeza (y francamente no se ve acá la mano del productor Tim Burton) y, lo que es totalmente imperdonable, la película que prometía ser una fiesta de la invención -pero toda esa sangre burbujeante fue chupada por el demonio de la solemnidad- se vuelve tremendamente seria, al punto de desperdiciar el potencial delirio de contar otra historia de los Estados Unidos y su Guerra Civil, una que muestre los colmillos.
De eso sí se habla La comedia tiene la capacidad felicísima y vital de dar vuelta el mundo como un guante para mirarlo todo desde otra perspectiva: en El dictador, Sacha Baron Cohen –actor pero también coguionista- pone todas sus fichas en una inversión semejante y hace, exagerando un poco (pero sólo un poco), la película que nadie haría. Es que El dictador tiene todo lo que hace falta para ser considerada de mal gusto, salvaje, excesiva, ofensiva y no apta para todo tipo de sensibilidades; por suerte, Baron Cohen parece muy convencido de que las “sensibilidades” no son esa vaca sagrada que no hay que tocar nunca, sino todo lo contrario: de vez en cuando está bueno matar a la vaca y hacerse un asadito (perdón, vegetarianos). Esta vez, el chico que fue Borat y Brüno se pone en el disfraz del Almirante General Aladeen, gobernante supremo y autoritario del estado de Wadiya, un país en el norte de Africa que los Estados Unidos ven con horror por su falta de democracia (la película empieza de hecho con un noticiero donde la imagen de Wadiya se ofrece como un espejo para la mirada occidental, antes de mostrar su reverso). En su patria, la riqueza petrolera le permite a Aladeen organizar sus propios Golden Globes y Juegos Olímpicos en los que, por supuesto, se lleva todos los premios; cambiar un montón de palabras del diccionario por “Aladeen”; conseguir armamento nuclear “para propósitos medicinales solamente” (pero nunca atacar a Israel); y pagar para tener sexo con todo Hollywood, empezando -y terminando bastante rápido- por Megan Fox. Aladeen es feliz en Wadiya y está totalmente convencido de sus costumbres y su forma de gobierno, pero la diplomacia internacional tiene sus demandas y el problema comienza cuando viaja a los Estados Unidos para quedar bien con las Naciones Unidas -que él llama "una reunión de serpientes"-, donde lo secuestran y lo reemplazan por un doble. En el trasplante de Aladeen a Manhattan, donde se tiene que hacer pasar por un chico común que trabaja en un supermercado, y en sus reacciones espontáneas ante todo que en un nuevo contexto no dejan de acumular brutalidad y escándalo, se basa el humor de buena parte de la película. Y, para reforzar el claroscuro, la copiloto de Sacha Baron Cohen es una Anna Faris de pelo cortito, activista de la ecología y dueña de un supermercado verde donde trabajan inmigrantes perseguidos políticamente, que hasta tiene baño para lesbianas. Faris se llama Zoey (¡obvio!), tiene pelos en las axilas, no se considera racista porque “nunca tuve un novio blanco” y es tan fanática de la democracia (es decir, acrítica) como una cheerleader de su equipo; en definitiva, es un estereotipo con shorcitos pero no puede verse, inmersa en un mundo donde todos sus valores se consideran obvios y naturales. Pero, además de la caricaturización de todo lo que define al mundo occidental, y su conversión en un estereotipo tan grueso como el que ese mundo tiene de oriente, El dictador, con un guión trabajadísimo y la mayor concentración de chistes por minuto que se haya visto en mucho tiempo, apuesta también por un humor absolutamente absurdo y brilla en los juegos verbales, como en la escena en que Aladeen entra a un bar de Little Wadiya (un barrio neoyorquino de refugiados) e inventa nombres ficticios a partir de los carteles de las paredes (“Me llamo Ladis”, “¿Ladis qué?”, ¿Ladis Wash Room”). Y con el mismo nivel de inteligencia, la película termina con la definición de democracia tal vez más sincera que se haya escuchado en mucho tiempo: es que el humor de Sacha Baron Cohen da vuelta nuestra idea de corrección porque parte de la base de que no hay nada que no pueda decirse. Es contra esa limitación sutil y a veces hasta hipócrita de no decir que Aladeen de Wadiya dirige sus armas nucleares.
Publicada en la edición digital de la revista.