Spiderman está de vuelta (y con vuelo propio) Andrew Garfield, el Eduardo Saverin de Red Social, el chico tan correcto que era derrotado en la Corte por Mark Zuckerberg en chancletas, es el nuevo Spiderman. Y le toca ser el superhéroe más elástico en la nueva película de Marc Webb, el director de 500 días con ella (no hay mucho más para decir de la carrera de Webb, por lo visto). Garfield parecía más destinado a aquella comedia romántica con Zooey Deschanel y pajaritos azules animados que a hacer de Hombre Araña pero acá lo tienen, y resulta que puede ser intenso y sexy ¿Quién lo hubiera dicho? En realidad, de todos los candidatos a superhéroes, Peter Parker es el que siempre necesitó habitar el cuerpo de algún actor torpe y con cara de adolescente que pudiera a la vez, llegado el momento post-picadura de araña, verse bien en un traje totalmente ajustado al cuerpo y ofrecer una mínima cantidad de músculos. Tobey Maguire lo hizo a la perfección y, ahora, ya enfriada la trilogía declinante de Sam Raimi, Garfield toma la posta y tiene la suerte de que le toque enamorarse de Emma Stone: nadie va a extrañar a la pelirroja Mary Jane (con musculosa mojada y todo) frente a esta Stone rubia que va a la escuela en minifalda y botas altísimas, además de dirigir una visita de pasantes a la empresa donde trabaja -Oscorp, cuál otra- en un guardapolvito todavía más corto que su pollera. El recambio de actores es la primera novedad fuerte de El sorprendente Hombre Araña, y Garfield le pone unos matices al personaje que le alcanzan para adueñarse pronto de la historia: primero, un poco de oscuridad extra, y un aire de chico urbano de skate y buzo con capucha que anda solo por los callejones. Segundo, un poco de locura, aunque esto no se mantiene después de que Spiderman salva al primer niño y se convierte en un héroe responsable. El sorprendente Hombre Araña es más correcta que innovadora en su manera de repetir la historia que todos conocemos, desde la infancia interrumpida de Peter Parker hasta la convivencia con los tíos, la pérdida, el gusto por la ciencia y la fotografía, la picadura, la transformación. Pero es conmovedora de verdad cuando se trata de contar la muerte del tío Ben, y divertida en la transición chico torpe-chico torpe con poderes que destroza todo lo que toca (el chiste de que todo se le quede pegado, por ejemplo, es un encanto). Garfield además tiene una gran cara de sufridor que se vuelve acaso demasiado llorosa en los momentos de drama -que son muchos- y puede ser muy decidido para robarle el primer beso a Gwen (Emma Stone), por eso es una lástima que, en las tantas veces que se mete en la pieza de ella por la ventana, no se vea nada más (y, de hecho, en la segunda oportunidad ni siquiera se besan aunque él está sin remera, ¡qué es eso!). Un poco tímida para definir un tono, o para jugarse por la mezcla drástica y potenciada de tonos y situaciones (que solamente molesta de verdad cuando se nota demasiado la factura del chiste, como en la escena de la alcantarilla y el celular), El sorprendente Hombre Araña igual tiene algo sorprendente para ofrecer, y es el 3D. Es probable que esta película no se hubiera hecho si no fuera porque se podía realizar en 3D, y al recurso se le saca el jugo cuando se pone a Spiderman a recorrer el espacio -que es el de la ciudad pero también la pantalla, a tal punto que la ciudad digital se vuelve abstracta- de todas las maneras posibles, siempre colgado de sus telas. En este punto a mí me fastidia un poco cuando uno puede imaginarse, al tiempo que se ve el movimiento del personaje en la pantalla, el boceto que lo debe haber precedido, o percibir el diseño de una escena, como pasa en la secuencia de saltos entre las grúas en medio de una avenida (sobre todo por la disposición artificial de las máquinas, que le da a todo un aire de Olimpíadas). Además sigue siendo un problema que un personaje tan liviano y tan rápido parezca real -tenga peso- en esos planos generales; por suerte, Emma Stone y Andrew Garfield tienen cuerpo y pasión suficientes como para compensar.
La muerte le sienta bien Tim Burton nunca hizo una película mala. Hizo algunas “menos buenas” y también la remake de El Planeta de los Simios (a la que se reprocha sobre todo su inutilidad y lo poco Burton que pueda ser), pero nunca una mala. Si a veces decepcionan sus films es por lo que se espera de “la nueva de Tim Burton”, y no por otra cosa. Hay quien se irrita con los cantitos constantes de Sweeney Todd y no puede disfrutar sus generosas rociadas de sangre, o quien tiene problemas para digerir la excesiva autoconciencia de El gran pez respecto a la falsedad de las historias; por mi parte, me costó aceptar una versión de Alicia en el País de las Maravillas tan alejada del espíritu del libro de Carroll, pero cuando volví a verla un par de años después me encontré con una película simplemente buena. Por eso, hay mucho en juego cuando llega “la nueva de Burton”, y Sombras tenebrosas es un estreno especialmente esperado para los enamorados del mundo de Burton que se alegraron al ver un trailer con fantasmas y vampiros. Es que sus monstruos fascinantes y llenos de lirismo están entre las creaciones más preciadas del cine, y producen como plus el milagro de traer el sabor de las películas de otros tiempos -especialmente el expresionismo y el terror de la Hammer- sin que en ellas lo retro sea puro maquillaje, pura estética. Porque esa textura anacrónica siempre va unida a cierta sensibilidad, que incluye una profunda ternura por los monstruos y freaks de la que el cine parece haberse olvidado. En Sombras tenebrosas, la conjunción de épocas y estilos produce ese clic especial cuando el vampiro gótico Barnabas Collins (Johnny Depp) va a parar a la mansión familiar dos siglos después, en plena decadencia kitsch. El comienzo de la película es un cuento perfecto que muestra, entre el melodrama y el terror, el origen de la maldición de Barnabas, nacido en Inglaterra pero instalado en Maine junto con su familia que se enriquece gracias a una compañía pesquera. Una bruja resentida, un amor trágico y un acantilado contra el que se bate el mar furioso se suman para producir un Barnabas que hasta ahí tiene mucho de Lang y Murnau, más que de la serie Sombras tenebrosas de los '60 en la que se basa la película. Después, empieza la comedia. La transición entre el siglo XVIII y el presente en los créditos iniciales es tan fluida y deliciosa que ilustra de qué va la película. Porque como la serie televisiva que la inspiró (en la que el desfile de freaks incluía vampiros, hombres lobo, brujas, zombies y viajes en el tiempo), el signo de Sombras tenebrosas es la mezcla, y el contraste aprovechado de mil maneras entre un gótico intenso, dramático y tormentoso y un 1971 más relajado, cool, con The Carpenters y psicoanálisis y pastillas. Ese choque da lugar al humor más adorablemente bobo que pueda imaginarse, pero no a la parodia: Burton jamás hizo parodia porque cree demasiado en lo que toma del pasado, como se ve en el amor con que usa en la película al antiguo y querido fantasma-sábana, que es pura infancia. Pero aunque Barnabas Collins ame a la chica frágil de gigantes ojos azules que perdió en otra vida, el plato fuerte de Sombras tenebrosas es su batalla a muerte con Angelique (Eva Green), la bruja que lo condenó a matar para comer y que después lo enterró muerto-vivo. Angelique es un personaje maravilloso porque después de todo es una amante despechada y tiene sus razones, y eso la vuelve una villana entrañable a la que Green le da una forma tan plástica que por momentos parece un personaje animado, como aquellas muertas sexys que eran Goldie Hawn y Meryl Streep en La muerte le sienta bien. Al revés que en Depp (que de todas formas arma su personaje con movimientos super atractivos de las manos), en ella se aprecia lo mucho que rinde un poco menos de maquillaje y más de movimiento. Y un poco de maldad también, porque después de todo eso es lo que logra Burton: que haya alegría y una profundad humanidad en ser un freak, con una historia donde el que no está loco o es un monstruo, que tire la primera piedra.
En busca del Alien perdido Teniendo como único participante a cualquiera de los tantos nerds cinéfilos que fueron jóvenes en los '80, se podría hacer una prenda con la consigna “Sin repetir y sin soplar, similitudes y diferencias entre Alien y Prometeo, ¡ya!”. La lista es larga, y comienza, por supuesto, con obviedades como los nombres compartidos de Ridley Scott y Walter Hill (acá también como productor), la protagonista femenina, la nave espacial, el bicho inmundo que se mete por la boca y sale convertido en algo muchísimo peor, la pesadilla corporal y paranoica en asfixiantes pasillos intergalácticos... Después de años erráticos, con comedias románticas aceptables (que es sinónimo de aburrido) como Un buen año, con Rusell Crowe, y versiones malísimas de Robin Hood, también con Rusell Crowe -y algún Gladiador en el medio, con... bueno, ¡ya!- Ridley Scott vuelve a hacer algo que valga la pena mirar. Aunque sea porque moleste. Porque, para los fanáticos irredentos de la primera o primeras Alien, Prometeo puede ser una ofensa indigerible, a menos que recuerden que en el medio pasaron 33 años y unas cuantas cosas más. Del olor industrial, no sólo de Alien sino de buena parte del cine de la bisagra '70s-'80s, no queda mucho, y menos todavía quedan chicas rudas y fibrosas como Sigourney Weaver, Linda Hamilton o Brigitte Nielsen, que uno siempre podía imaginar levantando pesas en musculosa en una fábrica abandonada, brillosas de sudor. La protagonista de Prometeo (Noomi Rapace, la chica de la saga Millennium en la versión original sueca) es una científica no muy alta y con un aire aniñado en el flequillo pelirrojo que, antes que ser una heroína de acción, se define por un rasgo más acorde con la sensibilidad de la época: es la que cree (y así la van a ver cargando una cruz en el cuello más que extemporánea durante casi toda la película, como recuerdo de un mundo perdido). Esa cruz, por supuesto, no tiene nada que ver con la Iglesia, pero sí remite al gran tema de Prometeo, más cercana en esto a Sunshine: Alerta solar y sus inquietudes místicas que a la vieja Alien (si todavía no vieron Sunshine, por favor búsquenla pronto porque es perfecta). Acá, una expedición científico-corporativa atraviesa el espacio guiada por un mapa obtenido de la combinación de murales, dibujos y grabados de civilizaciones perdidas. Ya saben: mayas, egipcios, sumerios, y todo el repertorio que podría formar parte -tanto como el argumento de Prometeo- de un número especial de la revista Muy interesante. Parece ser que estos pueblos antiguos tuvieron contacto con extraterrestres a los que adoraban como dioses, y que nos dejaron pistas para que volvamos a encontrarlos. La película, ya de vuelta de la muerte de Dios, persigue este origen como una nueva posibilidad de acceder a las respuestas sobre el sentido de la existencia humana y la mortalidad. Y dentro de la película, bueno, cada uno persigue lo que puede: está el magnate corporativo que sólo quiere vida eterna para sí mismo (Guy Pearce), los científicos que buscan el conocimiento como náufragos en el desierto, los humanoides creados gracias a la ciencia que prologan una cadena de dioses y demiurgos caprichosa y profana. En un acierto de casting genial, estos casi-robots son Charlize Theron y Michael Fassbender, y el insoportable (con fama de intenso) de Fassbender por primera vez está perfecto en su traje de 2001, odisea en el espacio, haciendo un comic relief que se decolora el pelo para parecerse a Peter O`Toole en Lawrence de Arabia. Como en 2001, acá se trata de búsquedas filosóficas interestelares, pero hasta ahí nomás. O solamente en tanto esas búsquedas sean la excusa perfecta para embarcarse en aventuras, ponerse trajes de astronautas, andar en moto por la superficie de un plantea con anillos. Prometeo, más cerca de aquella querida serie Elige tu propia aventura que de la solemnidad de Avatar, es una película infantil, lúdica (y en ella efectivamente se puede elegir, recorrer distintas líneas). O bueno, tanto como puede serlo un pegote de penes y vaginas en el espacio, porque el diseño básico de Alien se mantiene, algo simplificado y menos sucio, menos pringoso (por eso acá, los aliens en su fase “renacuajo” son inequívocamente penes, así que las violaciones son igual de explícitas), para devolver como broma la idea de que una expedición que buscaba el origen de la vida se encuentre con la sexualidad en estado ampliado y monstruoso, y escape horrorizada.
Publicada en la edición digital de la revista.
Bella y Thor se fueron al bosque... Tenía que ser atractiva una Blancanieves protagonizada por la estrella de la saga Crepúsculo y el nuevo Thor (Chris Hemworth, que interpretó al superhéroe intergaláctico en la película de Kenneth Branagh y en The Avengers: Los Vengadores). Kristen Stewart, después de cuatro películas como Bella entre lobos y vampiros, ya sabe algo sobre princesas en peligro y, aunque su rango de actuación sea tan acotado como siempre -mucho jadeo, mucha seriedad y el cuerpo rígido- es tan hermosa que llena la pantalla con sólo estar ahí, con sus ojos verdes y esa cara simple, adolescente. Chris Hemworth, como cuando es Thor, puede tanto ser bruto y rugiente como tierno (de esa mirada expresiva y chispeante mejor no decir más), y Charlize Theron es la perfecta tercera que faltaba para completar al dúo de novatos encantadores con una presencia fuerte, maciza, violenta incluso. Sólo que los tres no son Blancanieves, la reina malvada y el príncipe sino Blancanieves, la reina malvada y un cazador del pueblo que es menos un salvador que un compañero de batalla. Es que Blancanieves y el cazador toma al cuento muy libremente, como un concentrado que se diluye en un mar de aventuras y de épica medieval con reminiscencias fuertes de El señor de los anillos, Robin Hood y Juana de Arco. Esta vez, Blancanieves no es una niñita en peligro (como tampoco lo era en Espejito, espejito) que corre horrorizada por el bosque en escenas de pesadilla que inmortalizó Disney, sino una heredera atrapada en la torre del castillo que consigue escapar por sus propios medios, salir al mundo, solidarizarse con un pueblo oprimido y ponerse al frente de ese mismo pueblo como reina guerrera. La villana de Charlize Theron por su parte, más acorde con los tiempos que corren, es, como la creación de su colega Julia Roberts en la otra Blancanieves del año (Espejito, espejito), una mujer obsesionada con el poder, la belleza y la determinación de no envejecer nunca. Pero se trata de una belleza nula, carente de propósito o que, mejor dicho, es un fin en sí misma y tiene poco y nada que ver con el placer, con algún tipo de vitalidad. En Blancanieves, en cambio, la belleza representa la vida, y la vida es el valor y la capacidad de despertar una tierra desertificada por el mal. En este sentido, tal vez uno de los puntos más estimulantes de la película es que se le da a un cuento conformado por elementos mínimos -ya saben, la reina, la princesa, el hechizo- un contexto más amplio que constituye el mundo con identidad propia en el que se desarrolla esta versión (igual, los hitos del cuento, como la manzana envenenada y el beso a la chica dormida siguen estando ahí, muy bien incorporados). Así, el mal encarnado en la reina villana afecta a todos, desde los habitantes del castillo hasta la última ramita del último árbol del bosque oscuro, y el bien tiene su lugar natural en un refugio escondido al que Blancanieves y el cazador llegan guiados por los siete enanos, un jardín encantado -tal vez un punto demasiado digital, es cierto, pero vívido y contundente como todos los escenarios de la película- donde Blancanieves conecta con el mundo de las hadas, con las fuerzas naturales de la vida. Por eso, el enfrentamiento entre la chica pura de corazón y la reina –la verdadera manzana podrida- adopta proporciones épicas: no es Blancanieves sino que son la bondad y la magia las que necesitan ser salvadas. Y, por momentos, somos los espectadores los que necesitamos ser salvados de tanta seriedad, pero por suerte ahí están los enanos, un puñado de enanos de lujo, para descomprimir un poco.
Volver a Volver al futuro Impresiona: pasaron 15 años desde la primera Hombres de negro y Will Smith está igualito. Tommy Lee Jones, no tanto. Quizás por eso esta vez, por una vuelta narrativa que toma cuerpo en un viaje en el tiempo, lo reemplaza Josh Brolin ¡Y funciona! Sí, la pareja policía copado-policía gruñón funciona en sus dos versiones, tanto cuando se trata de hacer chocar la elasticidad relajada de Smith con esa cara borroneada en piedra que tiene Jones ahora, como cuando a Smith le toca conocer a un agente K que tuvo tiempos menos duros y más humanizados, allá por los ´60. La excusa, como casi siempre, importa poco: hay un villano que desde hace décadas está recluido en una prisión de máxima seguridad ubicada en la Luna (linda idea, ¿no?, que además da lugar a un comienzo realmente atractivo); ese villano, pura maldad hiper diseñada, tiene una boca en la mano rodeada de garras que parecen dientes (espeluznante), dientes que parecen garras y más garras aún en las patas, que usa para impulsarse y agarrarse del suelo como un animal. Un buen villano y un buen par de protagonistas que se quieren pero no se soportan no está nada mal para empezar (y menos en una película que tiene producción ejecutiva de Steven Spielberg), así que Hombres de negro 3 pisa sobre terreno firme para empezar a desarrollar su historia mega delirante que se vale, con los buenos y clásicos chistes tontos de por medio, de un argumento de viaje en el tiempo casi calcado de Volver al futuro. La misión consiste en regresar al icónico 1969 para salvar al agente K, y la excusa le sirve a la saga (que de por sí tiene a su favor la idea de poner alienígenas disimulados en los lugares más imprevistos, lo que la convierte todo el tiempo en una especie de caja de sorpresas), por un lado, para explotar -literalmente, como pequeños petardos caseros- bromas como la que hace de Andy Warhol (buena elección) un agente camuflado que se hace pasar por artista y pide por favor que se termine su misión porque “ya se me están acabando las ideas, pinto bananas y latas de sopa”. Al mismo tiempo, el agente J (Smith), curioso por entender cómo su compañero se convirtió en ese muro contra el que choca todo lo humano, está feliz de redescubrir a K en un pasado más amable que incluye una sorpresa conmovedora de verdad sobre el final, tanto como puede serlo una película para ver con chicos o como chicos.
Publicada en la edición digital de la revista.
Alma de bandoneón Anima Buenos Aires está compuesta por cuatro cortos de animación firmados por algunos de los nombres más prestigiosos del rubro en nuestro país y que, como lo sugiere el nombre de la película, quieren captar un alma que probablemente en la actualidad sea tan difusa como nunca en la historia de la ciudad. Es que la Buenos Aires en el apogeo del cosmopolitismo y de las nuevas prácticas habilitadas por el desarrollo tecnológico, esa que vemos todos los días en la calle, el subte o la televisión, está casi ausente del proyecto: el alma que acá se pone en juego, se persigue, es exclusivamente esa instancia mítica que artistas, poetas, escritores, músicos y dibujantes construyeron colectivamente a lo largo del último siglo, por eso la banda de sonido de Anima Buenos Aires se conforma casi exclusivamente (cómo no podría ser de otra manera) de tango, una música a la que tantas veces se hace coincidir con esa alma. Por supuesto, no es que todos los creadores involucrados en el proyecto acaten esta mitología de la misma manera; por momentos, sucede lo contrario, comenzando por la animación esencialmente lúdica y feliz de Juan Pablo Zaramella, que introduce la película y funciona como separadora entre los distintos cortos. Zaramella usa, sí, una pareja de tango pintada en stencil sobre una pared, gesto que de por sí fusiona al tango con una forma actual de la pintada callejera, y la pone a bailar por escenarios por demás icónicos, especialmente Caminito. Pero el espíritu de ese baile es básicamente de juego con las posibilidades plásticas de las superficies, y esa actitud se extiende incluso a los mitos (Perón y Eva, también stencileados, aplauden al ritmo del dos por cuatro en un momento). Algo similar puede decirse sobre el corto del rosarino Pablo Rodríguez Jáuregui (en colaboración con Maus y Max Cachimba, entre otros) en el que un aspirante a artista netamente nerd persigue enamorado a una chica que hace grafitti y está siempre escapándose de la cana con su patineta. Rodríguez Jáuregui hace del arte callejero el centro de una historia menos naif de lo que parece que tiene a la muchacha, armada con sus aerosoles que lleva colgados en la cintura como granadas, recorriendo la ciudad para llenar paredes, bocas de subtes y cuanto lugar se pueda de pintadas pop, hipermodernas, con la fantasía final de proyectar esas mismas pintadas -que, a no olvidarse, básicamente son ilegales- sobre la ciudad toda, en un gesto tan alejado de las concepciones tradicionales sobre el arte como potencialmente transformador. En general, Anima Buenos Aires gana en frescura y en posibilidades de funcionar en el presente cuando realiza sus pequeñas utopías de forma plástica, como sucede en las intervenciones de Zaramella y de Rodríguez Jáuregui, y se sobrecarga en cambio de un lastre innecesario cuando se quiere parlante, elocuente: en el corto de Pablo y Florencia Faivre, por ejemplo, se disfruta el collage, pero no tanto la oposición un poco simple entre la vieja cultura barrial y cuentapropista, condensada en la figura de un carnicero melancólico (combinación que es de por sí un hallazgo), y la empresa extranjera que viene a instalar un supermercado obscenamente capitalista, una figura similar sobre el progreso (por llamarlo de algún modo) a la que aparece en el corto de Caloi, donde a un compadrito le arrancan literalmente el farol en el que está apoyado para reemplazarlo por los más actuales postes del alumbrado público. Es que claramente hay un agotamiento en ese tipo de nostalgia, que a veces no hace más que repetir, frente a los cambios del presente, los viejos mitos sobre la ciudad sin percibir del todo que son precisamente eso, mitos, e inmovilizan un pasado que fue mucho más dinámico de lo que se recuerda (la mulata idealizada del corto de Caloi representa un poco eso). De todos modos, la libertad de las imágenes que suelen decir más de lo que se pretende por momentos se impone, como en el corto de Nine (codirigido con su hijo Lucas): allí también está el tango pero en su costado violento, grotesco, suavemente monstruoso, plasmado en tinta negra sobre superficies blancas que en su aspecto inacabado sugieren que hay mucho más para leer en esa mitología de lo que se ve a primera vista, que hay cosas que todavía se están moviendo.
Publicada en la edición digital de la revista.
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