LA GRIETA SEGÚN MARVEL Tras la salida de Joss Whedon, Joe y Anthony Russo tomaron la batuta del universo Marvel. Si el primero había entregado un producto algo redundante como Age of Ultron (la segunda parte de The Avengers, también dirigida por él), los Russo pegaron un volantazo y alteraron el rumbo con Capitán América: El soldado de invierno. Los hermanos, que han dirigido episodios de esa serie tan ninguneada como genial llamada Community, provienen del mundo de la comedia y han sabido teñir de liviandad el tono de estos tanques de acción sin menospreciar el conflicto. Así, los chistes, lejos de ser empleados exclusivamente para descomprimir matizan el guión de principio a fin, y si bien el humor no es nuevo en las películas de esta firma (Ant-Man y Deadpool son, de hecho, comedias) se vuelve un recurso apreciable en un film plagado de los personajes más “serios” de este entramado de relatos de superhéroes. El conflicto es similar al de la bochornosa Batman vs. Superman: ¿hasta dónde puede obrar con libertad un sujeto cuyas habilidades especiales suponen un riesgo para la población civil? La pregunta generará una grieta en el grupo de los Vengadores: bajo las filas del Capitán América se enrolarán los que opten por la autodeterminación; Iron Man representará a quienes deciden ubicarse bajo la supervisión de la ONU, el máximo organismo internacional. El debate, además de ser inteligente, no opaca el enfrentamiento con el villano de turno que -¡vaya sorpresa para una superproducción millonaria!- es apenas un ser humano que no guía hordas de extraterrestres que buscan aniquilar el planeta ni tiene superpoder alguno más que aplicar a fondo la fórmula del “divide y reinarás” de Maquiavelo. Marvel sigue entregando productos en los que la narración es más importante que el CGI (es decir, la conjunción de efectos especiales). Ha sabido aprender de sus pasos en falso y ha logrado integrar dos personajes más a un universo que parece ser casi infinito. El primero, Black Panther, tendrá su propia película en 2018 con Lupita Nyong’o y Michael B. Jordan confirmados en el reparto. El inglesito Tom Holland (uno de los hijos de Naomi Watts en Lo Imposible) fue un acierto como el nuevo Spiderman y en 2017 también protagonizará su propia película. Los hermanos Russo, por su parte, se pondrán al hombro la (doble) tercera parte de Los Vengadores, que se estrenará en 2018 y 2019. Captain América: Civil War logra ser algo más que una película de superhéroes y en ello reside su mayor virtud. El presente de Marvel resplandece y el futuro se ve prometedor.//∆z
EL HORROR COMO ORIGEN La bruja comienza con una expulsión. Una pareja y sus cinco hijos deben dejar su comunidad tras un juicio en el que el padre es condenado por poseer ideas religiosas un tanto extremas. Llegan a una parcela que termina donde comienza el bosque. Se siembra el maíz, tienen un perro, un caballo, hay cabras… Viven con lo justo pero no importa. Dios ampara. Thomasin (Anya Taylor-Joy), la mayor de los hijos, ya adolescente, juega con su hermano bebé. De un momento a otro el pequeño desaparece frente a sus ojos. Algo se lo ha llevado al bosque… pero ¿qué? En el folclore, el bosque ha estado siempre asociado al secretismo, al rito iniciático, al lugar mágico, al territorio de lo sagrado y lo demoníaco. El debutante Robert Eggers logra darle un giro a la convención haciendo que La bruja se despegue de las típicas películas de horror para convertirse en un drama histórico con tintes terroríficos. Aquí el hogar da más miedo que la intemperie. La amenaza es el orden familiar y no el caos salvaje. La depositaria de la “gran culpa” será Thomasin, por haber estado con el bebé cuando desapareció, sí, pero porque carga con el doble estigma de ser adolescente y mujer. Aunque el despertar sexual es siempre complejo, en estas condiciones se vuelve problemático y hasta perturbador. Ubicada temporalmente sesenta años antes de los juicios de Salem, La bruja recrea la vida en las colonias con asombrosa verosimilitud. El microcosmos de la familia de William y Katherine pinta a una sociedad que no tiene con qué hacerle frente a esa tierra bárbara, y por lo tanto impura. Si la religión es el arma con el que combatir contra lo indómito del nuevo continente, el tiro sale por la culata. El supuesto mal expulsado es en realidad intrínseco y como tal imposible de extraer. Los mecanismos destinados a anularlo lo fortalecen y al volver, sus efectos son demoledores. Se podría decir que La bruja forma parte de aquellas películas “inspiradas en hechos reales”, pues el propio director se basó en documentos históricos y actas judiciales del siglo XVII para armar sus brillantes diálogos y construir sus personajes, de ahí su subtítulo: A New England Folktale. Lo que es seguro es que sus atmósferas opresivas y hasta claustrofóbicas cuentan la historia un germen. Aquellas colonias puritanas de Nueva Inglaterra son los Estados Unidos antes de ser los Estados Unidos. Resulta curioso (o no tanto) que el género que mejor se adecúe para narrar la simiente de lo que hoy es la potencia admirada, el país que marca la norma, sea el terror.
NAVIDAD TRAVESTIDA Todos tenemos celulares, todos podemos filmar. No todos podemos ser tan buenos directores como Sean Baker. El responsable de Starlet decidió filmar su última película con un celular y a pulmón, en la calle y con varios actores no profesionales. El resultado es asombroso. Tangerine es una película trans no porque su protagonista sea travesti sino porque no se ajusta a los cánones de Hollywood pero tampoco a las fórmulas del típico cine independiente norteamericano. La realidad psíquica de Sin Dee (Kitana Kiki Rodriguez), retocada cual filtro de Instagram, se viene abajo cuando su side-kick Alexandra (Mya Taylor) le cuenta que Chester (James Ransone, aka Chester Sobotka de The Wire), el cafisho que supuestamente era su novio le metió los cuernos con una mujer “de verdad” (de esas que vienen con vagina y no con pene). El golpe es demasiado para Sin Dee Rella (hasta su nombre es inocente), que se acaba de comer un mes en la cárcel. Hecha una tromba, va en busca de quien le rompió el corazón y de la otra involucrada en la infidelidad: una prostituta escuálida llamada Dinah. Un dato no menor: es 24 de diciembre. A través del iPhone 5s, la ciudad de Los Angeles parece incendiarse. Se impone un amarillo saturado, omnipresente, que dota a la imagen de un carácter infernal reforzado tanto por sus criaturas (travas, prostitutas obesas, proxenetas, adolescentes borrachos, viejos putañeros) como por la locación elegida: es la parte de la ciudad menos vistosa, donde ocurre lo que no debe verse. Si bien es una historia de ficción, Baker logra que la calle hable por sí sola. Además de la jerga (whitey, raw fish, bitch, negro), los travellings nos ponen ahí junto a Sin Dee, con el paso veloz marcado por la necesidad de venganza y codo a codo con la menos dramática Alexandra, que lo único que quiere es que la vean cantar en un bar. Su show es, quizás, la mejor escena de la película y uno de los pocos momentos en los que la cámara se detiene. Prueba lo que dijo cuando ganó el Independent Spirit Award a la Mejor actriz de reparto: “hay mucho talento trans ahí afuera, será mejor que lo tengan en cuenta para sus próximas películas”. Si el film de Baker no es perfecto es porque la historia que ocurre puertas adentro, en la casa del taxista armenio, no puede competir con la de las chicas. Curiosamente, en la mesa navideña se sientan actores profesionales como Luiza Nersisyan, Alla Tumunyan y Arsen Gregorian, famosos en su país de origen. El contraste entre la navidad de los que tienen familia y los que no viene muy a cuento pero nunca termina de integrarse del todo en la narración. Aun así, Tangerine es una película decididamente vital. El lazo que une a sus protagonistas va más allá de cualquier hallazgo estético. Si el género navideño es un clásico contado una y mil veces, Sean Baker le ha sabido dar una vuelta de tuerca sin traicionar la máxima del amor al prójimo, aunque el prójimo tenga nombre de princesa, use peluca, maquillaje, minifalda y le cuelgue un pito entre las piernas.
Spotlight, por su parte, ha ganado el SAG (el premio del sindicato de actores) al mejor reparto, lo cual ha sido un acierto al tratarse de una película que no tiene un protagonista definido. Aquí lo que importa es el trabajo codo a codo, el esfuerzo de cada uno para que triunfe el conjunto. La película cuenta la historia de un grupo de periodistas del Boston Globe que desenmascaró casos de pederastia en la Iglesia Católica en el 2002. Sin escenas rimbombantes ni héroes ensalzados ni víctimas humilladas, la sobriedad de Spotlight la hace grande. Se percibe en ella un homenaje al mejor periodismo de investigación, aquel que se resiste a los embates del poder con tal de pronunciar su verdad. Mark Ruffalo, Michael Keaton, Rachel McAdams, John Slattery, Brian d’Arcy James, Liev Schreiber, Billy Crudup, Stanley Tucci… todos entregan actuaciones de nivel. Thomas McCarthy confirma, como lo había hecho con The Visitor en 2007, que es un director necesario, de esos que apuestan al valor de la palabra. Al igual que Todd Haynes, McCarthy confía en el espectador. No es poco viniendo de Hollywood.
Acaso la película “de superhéroes” más sarpada (y hasta vulgar) que se haya visto. Con un tono distendido que va mucho más allá que el que entregó Marvel con Guardianes de la galaxia y Ant-Man, Deadpool opta por potenciar la autoparodia, romper la cuarta pared repetidamente, bardear a su propio estudio ya desde los créditos iniciales y abrazar de a ratos el slapstick violento y el gore. Lo de Ryan Reynolds hace acordar de a ratos al Jim Carrey de La máscara o Ace Ventura. Así como Iron Man y Robert Downey Jr. se llevan de maravillas, el papel de Wade Wilson le calza a la perfección y lo redime del bochorno que fue Linterna Verde. Morena Baccarin (la Sra. Brody de las primeras temporadas de Homeland) sorprende como el interés romántico del antihéroe. El director Tim Miller, que viene del mundo de los cortometrajes, sale victorioso de su ópera prima pero deberá estar atento pues la constante autorreferencia resulta un tanto abrumadora. La secuela, que ya tiene fecha para el año que viene, va a necesitar innovar si pretende salir airosa.//∆z
Injustamente excluida de las nominadas a Mejor película, Carol es uno de los puntos altos de esta temporada de Oscars. Con una Cate Blanchett, para variar, fantástica y una Rooney Mara (The Social Network, Her) que sigue demostrando su versatilidad, la pareja que conforman Carol Aird y Therese Belivet quedará en la historia del cine grande. Ocurre que el amor entre estas dos mujeres se apoya en el amor que les tiene su director Todd Haynes (I’m Not There, Velvet Goldmine), que ha sabido poner en imagen la siempre turbulenta fuerza del deseo sin dejar de lado la frialdad que caracteriza a la literatura de Patricia Highsmith. Lo de Ed Lachman en la fotografía es memorable, sirviéndose del fuera de foco y de los reflejos para representar ese otro mundo al que acceden Carol y Therese cuando se encuentran. Se respira en la atmósfera una suerte de erotismo noir extremadamente particular. El uso dramático del sonido también se destaca y Kyle Chandler, como el marido de Carol, entrega uno de los mejores papeles de su carrera. Salvo la Palma de Oro que ganó Rooney Mara en Cannes, Carol viene siendo una de las perdedoras cuando hablamos de galardones, pues no obtuvo triunfos en los Globos de Oro ni en los BAFTA. No hay excusas, sin embargo, para dejarla pasar. El año recién empieza pero Carol va a estar entre los diez mejores estrenos de 2016, no hay dudas de ello
QUÉ MAL QUE LA ESTOY PASANDO Hace casi un año publicábamos la crítica de Birdman cuyo título completo es Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia. El título implícito de El renacido bien podría ser El Renacido o corrección política para todos y todas. Se ha hablado mucho de lo último de Iñárritu cuyo guión está basado de manera libre en la novela de Michael Punke que ficcionaliza la historia real de Hugh Glass, un famoso trampero, cazador y comerciante de pieles que vivió entre 1780 y 1833 en el Oeste de los EE.UU. El Glass de Di Caprio es un poco Moisés y otro poco Jesús. Primero porque debe liderar a su gente hacia esa tierra prometida que es el Fuerte Kiowa y luego porque tendrá que enfrentar un verdadero vía crucis que incluye enfrentarse a una osa enfurecida, sobreponerse a la traición de los suyos, al asedio de los indios, a la parálisis, a la muerte de seres queridos, a inclemencias climáticas, a ríos caudalosos, a intentos de entierro, y a alguna que otra caída gratuita. No habría problema si se tratara de una película de supervivencia, como la reciente y recomendable Everest, de Baltasar Kormákur, pero Iñárritu sigue queriendo demostrar que es cool (y no, no lo decimos porque haya decidido someter a sus actores y a su equipo técnico a filmar con veinte grados bajo cero). Vuelve a tomar el camino del regodeo y el exceso formal: mucho travelling porque sí, mucho plano contrapicado para retratar el oh-frío-y-salvaje-aunque-poético-bosque. Ni hablar de la duración del film, al que, si se le quitaran los momentos new age a la Terrence Malick donde se susurran palabras supuestamente significativas en rituales risibles o donde los indios hacen su descargo como especie invadida por los malvados blancos que solo quieren saquear, violar y robar, el espectador se ahorraría por lo menos cuarenta minutos. Iñárritu, sin embargo, va más allá, y la pueril dicotomía entre los indios buenos y los blancos malos se esfuma frente a un cartel en el que se lee explícitamente: “todos somos salvajes”. Para el director de Babel y Amores perros somos meros animales apolíticos. Lecturas pobres si las hay. Resulta curioso que se hable de las condiciones extremas a la hora de filmar. ¿La película vale más si demanda sufrimiento a la hora de filmarse? No. Una película vale por sí misma y es por eso que Iñárritu falla allí donde triunfaron Francis Ford Coppola y Werner Herzog, que han filmado en condiciones similares pero han sabido entregar verdaderos hitos como Apocalipsis Now y Fitzcarraldo. Se ha dicho en tuiter que “hasta la nieve sobreactúa en The Revenant”. Pues sí, pero quizás recordemos a El renacido como la película que le valió a Di Caprio su ansiado y demorado Oscar. Será una anécdota. El director mexicano, que busca ganar su segunda estatuilla consecutiva como director (algo que solo lograron Ford y Joseph Mankiewicz y que no ocurre desde 1950), sigue más preocupado por el tamaño de sus películas que por el cine. Alguien que por favor le explique que una cosa es tenerla grande y otra, muy distinta, saber coger.//∆z
EL RENACIDO Te va a encantar. ¿Qué cosa? El mundo. Una planta moribunda, una silla, una alfombra, un inodoro, una araña, una mesa, una serpiente hecha de cáscaras de huevo. Cosas que no forman parte del mundo sino del cuarto en el que Jack ha vivido desde su nacimiento hasta el día de la fecha: su cumpleaños número cinco. Cualquiera diría que las dimensiones de Habitación (así, con mayúscula) son excesivamente limitadas, casi al punto de la claustrofobia, pero a Jack le alcanza… no conoce otra cosa. En Habitación se juega, se baña, se cocina, se dibuja y se hace ejercicio. Hay un único espacio, propiciado por mamá, que garantiza cierta intimidad. Es el armario donde Jack duerme cuando viene de visita ese hombre que se llama Old Nick (uno de los nombres que antiguamente se utilizaban para aludir al Diablo… ¿Por qué será?). En Habitación conviven los objetos tangibles (llamados “reales”) con los que no lo son y la idea de “mundo” es tan difusa como puede serlo para alguien que no sabe que una pared separa un adentro de un afuera. Hay apenas dos ventanas en Habitación: la primera es una claraboya que deja ver el cielo, nieve, alguna hoja arrastrada por el viento. “De ahí vine”, dice Jack, pues a pesar de todo no es ajeno a la universal pregunta por el origen (“¿De donde vienen los bebés?”) La segunda es una televisión, que muestra personas chatas y coloridas pero “mágicas”, no como Jack y su mamá. Poco después de su cumpleaños, la irrupción de un ratoncito (¡real!) y un episodio violento entre mamá y Old Nick vendrán a quebrar la visión del mundo (perdón, de Habitación) de ese pequeño Sansón que es Jack. Mamá confiesa: Nick me raptó hace siete años y desde entonces me (nos) tiene en cautiverio. El miedo en la cara de Jack no resulta de la compresión del mal o de la historia del secuestro sino del hecho de que hay una salida. Existe la posibilidad de un afuera, se puede salir, es posible separarse. Basada en la novela homónima de Emma Donoghue, aquí guionista, Room no sería la película que es de no ser por sus actores. La interacción entre Brie Larson, que venía pidiendo pista desde Short Term 12 y el jovencísimo Jacob Tremblay es inmejorable. Lo mismo puede decirse de la gran Joan Allen (para muchos apenas la Pamela Landy, de la trilogía Bourne) y William H. Macy (Fargo, Boogie Nights y un largo etcétera) como la pareja de abuelos más verosímil de los últimos años. Los errores cometidos por el director irlandés Lenny Abrahamson (Frank, What Richard Did) quedan compensados por su capacidad a la hora de sacar lo mejor de sus actores. Los excesos de la banda sonora a cargo de Stephen Rennicks (uno de los puntos más flojos de la película) y un cierre no del todo acertado tampoco alcanzan para tirar por la borda la potencia que entregan varias escenas de Room que, quien sabe, a lo mejor le valgan a Brie Larson un merecido Oscar como mejor actriz (el Globo de Oro ya se lo llevó) aunque su interpretación, ya lo sabemos, va más allá de cualquier premio.//∆z
TARANTINO 2.0 Que es su mejor película, que es entretenimiento barato, que a Quentin se le acabaron las ideas, que nadie dirige como él, que lo único que le interesa es la violencia, que es un perverso, que es el mejor cineasta de su generación, que es un misógino y así… El octavo film de Quentin Tarantino (que cuenta los dos volúmenes de Kill Bill como uno solo) se abre paso entre defensores y detractores. Hay algo, sin embargo, en lo que todos coinciden: Tarantino ha decidido, esta vez, homenajearse a sí mismo. Como el Cristo que se muestra al comienzo de la película, Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh, recientemente nominada al Oscar como mejor actriz de reparto) está muerta. Le quedan días hasta que John Ruth (Kurt Russell) llegue a Red Rock, cobre su recompensa y la entregue para ser colgada ante los ojos de la plebe. En el camino hay algunos obstáculos: el primero es el Mayor Warren (Samuel L. Jackson), caza recompensas como Ruth, quien logra sumarse a la diligencia por ser el único negro con una carta escrita por el mismísimo Abraham Lincoln; el segundo, que no parece tener muchas luces, es Chris Mannix (Walton Goggins) que dice ser el sheriff del pueblo donde Daisy pasará a mejor vida. Si no se une a la comitiva, pues, no habrá recompensa. El tercero: una tormenta de nieve que se acerca a paso lento pero firme. Luego de un prólogo que se extiende por más de 40 minutos, en el que se habla casi excluyentemente de la guerra de Secesión (es decir: de política) la acción se detiene en una cabaña donde los cuatro viajeros se hospedarán hasta que pase la tempestad. Allí los reciben un general de la Confederación (Bruce Dern), un verdugo inglés (Tim Roth), un vaquero (Michael Madsen) y un mexicano que ha quedado a cargo del lugar (Demian Bichir). Ocurre, entonces, lo que la inmejorable banda sonora de Ennio Morricone, que a los 87 años acaba de llevarse el tercer Globo de Oro de su carrera como compositor, venía anticipando: la tensión de la convivencia derivará en estallido. Con un general conservador y un negro bajo el mismo techo, las tensiones políticas y raciales irán in crescendo a tal punto que el verdugo sugerirá que, para que reine la paz, la cabaña se divida en Norte y Sur, al igual que el país, de modo tal que cada uno pueda disfrutar del territorio que le corresponde. Lo único que une a los ocho más odiados es su aversión a la tormenta de nieve. Afuera, la muerte está asegurada. ¿Y adentro? Cerca del minuto 100 y whodunit mediante, la película mutará del western al splasher y como ocurría en Asesinato en el Orient Express, los integrantes de la cabaña serán investigados por una versión negra de Hércules Poirot que encarnará en Samuel L. Jackson. Con elementos de Django Unchained, Bastardos sin gloria y, sobre todo, Perros de la calle (el Mr. Blonde de Michael Madsen y el Mr. Orange de Tim Roth vuelven a compartir un espacio cerrado en el que circulan la sangre y la sospecha), Los ocho más odiados es la película más ambiciosa, más extensa y, en cierto sentido, la más tarantinesca de todas las que ha filmado Tarantino. Por suerte, Quentin no es Nolan y sus regodeos a la hora de contar historias quedan respaldados por un guión sólido y personajes memorables. Curiosamente, esta vez el mejor de todos es la única mujer. La Daisy Domergue que compone Jennifer Jason Leigh responde a las agresiones que recibe reforzando su carácter desafiante… es quien la pasa peor pero es la que mejor actúa. Su nivel actoral quizás sea la mejor respuesta que el director puede ofrecer a quienes lo tildan de misógino (¿quienes lo hacen habrán visto Kill Bill, Jackie Brown o Death Proof, en la que cuatro mujeres terminan moliendo a golpes a un femicida?) Aun con sus soliloquios excesivos y sus errores de casting (no le podían salir todas bien a Channing Tatum), Los ocho más odiados es una reflexión y una revisión válida de la historia norteamericana. No por nada, sobre el final, hace su aparición la ridícula misiva escrita por Lincoln en la que se describe esa eterna utopía llamada Estados Unidos. Para Warren, esa carta es un arma hecha de imágenes y palabras, la llave para que el mundo se vuelva un lugar habitable. Del cine de Tarantino, como de todo buen cine, puede decirse lo mismo. Como diría el Jep Gambardella de La grande bellezza: es solo un truco.
DULCE Y MELANCÓLICO Casi 18.000 tiras cómicas publicadas en 70 países durante 6 décadas. 4 largos entre 1969 y 1980 y más de 35 especiales televisivos. Si hay algo que las criaturas de Charles Schulz tienen es historia y le tocó a Steve Martino (director de la última entrega de La era del hielo y Horton y el mundo de los Quién) dar el siguiente paso. En realidad no le tocó sino que lo buscaron. Los familiares de Schulz, ni más ni menos, quienes quedaron impresionados al ver su adaptación del Horton… Desde el estreno de Bon Voyage, Charlie Brown (and Don’t Come Back!!) en 1980, lo último que se hizo para cine sobre Snoopy y Carlitos, pasaron tres décadas y media en las que ocurrió de todo. Charles Schulz murió en el 2000, Bill Meléndez (cuyo nombre real era José Cuauhtémoc Meléndez y quien fuera la voz de Snoopy) también murió, en 2008 a los 91 años y la tecnología avanzó de manera descomunal. Gracias a ella, del mismo modo en que Paul Walker volvió a la vida en Furious 7, para Peanuts, la película se reciclaron las viejas grabaciones de Meléndez para que el perrito no perdiera su histórica voz. Y aunque es la primera película de la saga Peanuts hecha en CGI, la gente de Blue Sky Studios tuvo el tino de no desechar el trazo grueso y a mano alzada que puede verse en los especiales que se hicieron para televisión ni tampoco los rasgos básicos de la tira cómica original. Lo mejor de Peanuts, la película es esa mezcla resultante entre el espíritu de ayer y la tecnología de hoy. Su argumento es simple: chico conoce chica. Charlie Brown, el adorable niño loser por excelencia, se enamora de la nueva vecinita del barrio. Snoopy, por su parte, se eleva en su clásica cucha-avioneta para enfrentar al Barón Rojo y rescatar a Fifi, su interés romántico. Así en la tierra como en el cielo, el niño y su perro intentarán, fracasarán, sufrirán y persistirán en la senda del amor, acompañados por los entrañables Linus, Schroeder, Patty, Lucy, Pig-Pen y el resto de la banda. No sería errado pensar en ellos como en Mafalda, Felipe, Manolito o Susanita pues si bien Schulz lanzó Peanuts en los ‘50 y Quino presentaba Mafalda 14 años después, ambos autores poseen al menos dos puntos en común: el tono existencialista y la defensa de los valores. La película está lejos de ser perfecta y el guión, escrito en 2006 por Craig y Bryan Schultz, hijo y nieto de Charles respectivamente, le dedica demasiado tiempo a la subtrama aérea de Snoopy, pero hay algo en la idea de infancia (sin computadoras ni celulares) que circula en Peanuts que es imposible hallar en otras cintas de animación. Más allá de la comedia, del baile y del humor físico hay un fondo dulce y melancólico, cierta ternura que nos invita a bajar un cambio. En ese sentido, Peanuts, la película, se despega de sus contemporáneas. Hasta se podría decir que atrasa. En esta época signada por la multiplicación de las pantallas, Charlie Brown todavía intenta remontar su barrilete. Bien por él.//∆z