QUERIDOS MONSTRUOS El rebelde que tiene apenas 180 años, el medieval sanguinario, el dandy del siglo XVIII y el que lleva ocho milenos muerto. Ellos son los protagonistas de esta comedia documental en la que se nos muestra cómo es la convivencia entre cuatro hilarantes vampiros, sus salidas nocturnas para conseguir alimento o divertirse en una disco, la ridícula rivalidad con los hombres lobo y las celebraciones compartidas con zombies y brujas. Lavar los platos, apagar el despertador desde el ataúd, la llegada de las nuevas tecnologías, las prevenciones para no sufrir “accidentes de sol” y la odisea de vestirse sin poder mirarse al espejo son algunos de los inolvidables fragmentos que entrega la esta cinta neocelandesa ganadora del Premio del Público en el último Festival de Toronto.//?z
SIEMPRE MIYAZAKI Esta vez va en serio. Luego de amagar con retirarse en 2004, Miyazaki avisó que Se levanta el viento supondría su despedida definitiva como director. Una suerte de nostalgia anticipada compaña al espectador durante las más de dos horas de largometraje en el que se homenajea a Jiro Horikoshi (cuya voz en japonés es la de Hideaki Anno, creador de una tal Neon Genesis Evangelion… ¿les suena?), reconocido ingeniero aeronáutico que diseñó el avión más potente utilizado por la flota japonesa en la Segunda Guerra Mundial. Ambos, Miyazaki y Horikoshi compartieron y comparten una pasión: la conquista del cielo. Los une, también, cierta similitud en cuanto a la creación del objeto de sus respectivas artes, pues tanto las películas como los aviones primero se bocetan y luego se montan. Últimamente, Studio Ghibli viene relegando a su público infantil. Luego de esa obra perfecta que es Kaguya-hime no Monogatari (El cuento de la Princesa Kaguya, milagrosamente exhibida en las salas porteñas gracias al BAFICI) llega otra película de corte adulto. Kaze Tachinu, su título original, es una de las cintas más realistas del director en la que, si bien hay secuencias oníricas, no es posible encontrar el nivel de fantasía que poseen Ponyo y el secreto de la sirenita o El increíble castillo vagabundo. Aun así, las fuerzas de la naturaleza continúan presentes como en toda su filmografía, desde el viento al que se alude en el título hasta la grandiosa escena del terremoto de Kanto, sin duda uno de los puntos más destacables dentro de una siempre destacable animación. De este terremoto nacerá otro sacudón, ese que golpea cuando se posan los ojos sobre el objeto amado: Naoko, personaje femenino que remite al de la madre en Mi vecino Totoro. Sin revelar las vicisitudes de su historia, Jiro y Naoko compartirán una de las escenas más bellas de la película y acaso el último regalo que Miyazaki le brinda al alma que se aloja en nuestras retinas. Aparecerá en escena, también, el ídolo infantil de Jiro: el italiano Giovanni Caproni, pionero de la aviación italiana y protagonista exclusivo de los sueños lúcidos de Horikoshi (en los que, curiosamente, hay cámaras que filman). Venecia, Toronto, San Sebastián, Nueva York, Sitges… la última película de Miyazaki ha tenido su despedida mundial. Coronó el recorrido un Oscar honorífico que se suma al que el director había ganado en 2002 con El viaje de Chihiro. En las salas del planeta la audiencia ha escuchado las palabras de Caproni: “Este será mi último sueño”. Como un don que pasa de mano en mano, de Caproni a Horikoshi y de este a Miyazaki, Kaze Tachinu es un nuevo testimonio de que gracias al maestro de la animación japonesa, el viento de la imaginación siempre se levantará en nosotros. Es un testimonio más, y el último. Habrá que volver a su filmografía y seguir de cerca lo nuevo de Studio Ghibli. Por lo pronto, al sensei lo despedimos con una reverencia y le decimos, en japonés o en porteño: sayonara domo arigato. Adiós y muchas gracias.//?z
LEVÁNTATE Y ACELERA Furious 6 supuso la despedida del taiwanés Justin Lin, director que además de revivir la saga allá por el 2006 filmó la que hasta el momento es la mejor de todas las entregas: Fast Five. Mientras otro asiático, el malayo James Wan (Saw, Insidious, The Conjuring), tomaba la posta, la noticia de la muerte de Paul Walker (ni más ni menos que a bordo de un auto) enfrentaba a los fanáticos a otra despedida decididamente más trágica y definitiva. Cuando restaba filmar media película, los guionistas tuvieron que pegar el volantazo. La fecha de estreno se pospuso y hubo que echar mano de los doloridos Caleb y Cody Walker, hermanos de Paul, para poder completar el rodaje a fuerza de CGI. Curiosamente, gran parte de lo que ocurre en Furious 7 apunta a la liberación de una hacker extremadamente sensual llamada Ramsay (Nathalie Emmanuel, más conocida como Missandei de Game of Thrones), pieza clave para dominar el Ojo de Dios, un programa que permite ingresar a cualquier dispositivo que posea una cámara o un micrófono. Dominic Toretto (Vin Diesel) y los suyos serán contratados para hacerse con el programita que parece ser el único modo de ubicar al malvado Deckard Shaw (Jason Statham), quien busca venganza por lo que nuestros héroes le hicieron a su hermano en el film anterior. Así, en la primera entrega cronológicamente posterior a The Fast and the Furious: Tokyo Drift, mientras Sean Boswell (Lucas Black) hace una breve aparición luego de nueve años de ausencia, mientras se corren picadas insólitas en el cementerio y en el desierto, mientras se desaprovechan figuras de la talla de Dwayne Johnson y Djimon Hounsou y otras como Kurt Russell amenazan con robarse la película, mientras Letty (Michelle Rodríguez) sigue luchando contra su amnesia y Vin Diesel se debate a fierrazo limpio con Jason Statham, la voluptuosa Ramsay, maestra en el dominio de la matrix, nos recuerda que solo hay un lenguaje que cuenta: el de los unos y los ceros. Gracias a él leemos mails, pagamos cuentas por internet, nos conocemos por las redes sociales. Gracias a él los autos vuelan y atraviesan los edificios, las chicas se debaten en peleas asombrosas y se corren las más insólitas de las carreras. Nada escapa del Ojo de Dios, apenas una manifestación de ese gran Dios Digital ilimitado por cuya voluntad los muertos pueden volver a la vida. La primera incursión en el género de acción por parte de James Wan ha sido satisfactoria: las persecuciones son espectaculares y llegan hasta el vértigo pero se ha perdido parte de la frescura que le aportaba la narración de Justin Lin. Quizá sea que se trata de una séptima entrega, quizás se deba a otros factores. El tiempo dirá. Lo cierto es que luego de meter más de un millón de espectadores en cuatro días, Furious 7 bate récords en Argentina y en el mundo. La más larga de las rápidas y furiosas será inolvidable no tanto por su irreverente ridiculez sino por su emotivo homenaje final. Una vez resuelto quién es el más macho, el que pelea mejor, el que pistea más rápido, es momento de despedirse del Brian O’Conner que durante casi quince años encarnó Paul Walker. Como a un Lázaro del siglo XXI, el Dios Digital le ha otorgado unos minutos más de vida al compañero de ruta y lo ha vuelto inmortal. Y entre tanto motor, tanto músculo y tanta ametralladora puede ser que rueden una o dos lágrimas. Que nadie se avergüence: los hombres también lloran.//?z
BAJO EL HADO DE NEPTUNO Sería inútil intentar definir de qué va Inherent Vice. Sus coordenadas son difusas, sus personajes numerosos y complejos. Podemos arriesgar al menos una oración: Larry Sportello, un investigador privado, emprende la búsqueda de Mickey Wolfmann, multimillonario dedicado al negocio inmobiliario que desapareció sin dejar rastro. El pedido proviene de Shasta Fay, actual novia del empresario y exnovia de Larry. Esa será la excusa para zarpar de tierra firme e internarse en las aguas profundas de los Estados Unidos de principios de los setenta. Y si Paul Thomas Anderson decide arrancar su película filmando el mar (sí, otra vez el mar, como en The Master) por algo será. Su propuesta es decididamente oceánica, ambiciosa y turbia. La multiplicación de personajes secundarios y la aparición de numerosas subtramas generan la sensación de que este es un viaje a ninguna parte. Pero el director no es un improvisado y enseguida salta una idea a la conciencia, un faro que marca el norte: lo que importa en Inherent Vice no es lo que ocurre sino lo que no deja de ocurrir. “Eran tiempos astrológicamente peligrosos para los drogadictos” dice Sortilège, una de las criaturas de ese fenómeno contracultural antibélico que fue el hippismo y que nos introduce en la historia a modo de flashback. Inherent Vice es recuerdo, sueño, huella, testimonio de un trastornado movimiento new age que vino a proponer una aproximación relativista a la verdad. No una verdad sino verdades; no la luz de una única razón, sino el desconcierto ante muchas razones. Así, el Larry Sportello drogado y jipón de Joaquin Phoenix (en un papel que recuerda un poco a Jeff Bridges en El gran Lebowski) se topa, en su búsqueda, con personajes que no son lo que dicen ser: la policía protege pero persigue, los hippies luchan por la paz pero aceptan ser contratados por el Estado a modo de espías, el hospital cura pero encierra, la justicia es parcial. “Hecha la ley hecha la trampa”, se dirá. La fachada del edificio no se condice con lo que hay en el interior. Lo que no cesa es la apariencia: proliferan el maquillaje, los peinados, el disfraz, un Owen Wilson vestido ridículamente con un jardinero y camisa rosa hablando crípticamente en la niebla. Aparecer, parecer, desaparecer. Mientras los latinos, los chinos y otras minorías estafadas por los poderosos conviven con hermandades arias y sectas que abogan por la primacía del espíritu, en la tele desfilan Nixon y la guerra de Vietnam. Sortilège habla del rey de los Mares: Poseidón o Neptuno para los romanos. Sus conocimientos de astrología indican que es un planeta espiritual, que da acceso a la sensibilidad y a los sueños, a la inspiración pero también a la droga, a las experiencias de fusión y a las adicciones. Quizás funcione como símbolo del ocaso del orden. El ser se desdibuja. Síntoma de su época, la película de Paul Thomas Anderson reflexiona desde ese después que es nuestro tiempo. El fracaso de los movimientos instituyentes han dado a luz el paradigma de la complejidad. Desde allí habla su director y su película no puede ser más que un híbrido, un policial de enredos alucinado, contaminado por el lado B de las instituciones y por la inquietante música del siempre brillante Johnny Greenwood. Por suerte, entre tanta confusión, marihuana y cocaína, entre tanto niño sirviéndole whisky a su padre policía, entre tanta juventud nixoniana, el deseo viene al encuentro de Larry. El deseo, ese faro. No todo está perdido.
EL DESTINO EN LA CARNE La temporada de Oscars ya terminó pero el papel de Joaquín Furriel en El Patrón: radiografía de un crimen remite a esas actuaciones que resultan atractivas a la academia hollywoodense. Su personaje requiere un elaborado trabajo de maquillaje y prótesis que sirve de complemento a una gestualidad precisa, a un lenguaje corporal pulido y a un color de voz definido. Ocurre que el porteño Furriel interpreta a Hermógenes Saldivar, un oriundo de la provincia de Santiago del Estero, pobre, analfabeto y rengo de una pierna. Con miras a conseguir un trabajo mejor que el que realizaba en su Santiago natal, Hermógenes y su esposa van a parar a una cadena de carnicerías regenteadas por Latuada (Luis Ziembrowski, convincente como siempre). El jefe se aprovecha de la humildad de su empleado-víctima (que devendrá victimario) mostrándose afable y prometiendo posibilidades de ascenso y hasta una vivienda digna. La otra cara de Latuada, que poco le interesa ocultar, lo define como un tipo violento y misógino al que no le tiembla el pulso a la hora de tratar a sus empleados de “negros de mierda” y todavía menos cuando se trata de vender carne en mal estado con tal de no perder dinero. Su secuaz, Don Armando (un Germán Da silva impecable, al que vimos hace poco haciendo de jardinero en uno de los cortos de Relatos salvajes) introducirá a Hermógenes en aquello que denomina “la picardía del carnicero”: ganarse a las clientas a base de labia y “defender los cortes” de mal aspecto para que la clientela desprevenida se los lleve sin darse cuenta. Y aquí vale todo, desde el hipoclorito de sodio (lavandina, digamos) hasta los sulfitos, la pimienta y el vinagre. Las condiciones insalubres con las que tiene que lidiar Hermógenes diariamente son tales que uno sale del cine con el estómago revuelto y convencido de convertirse al veganismo. La carne está podrida, el jefe es tóxico y las esperanzas caen al piso como los gusanos que parasitan los cadáveres de vaca. Sin nadie que lo defienda, Hermógenes no tendrá demasiados recursos a la hora de enfrentarse con lo que le toca y llegado el momento en su rostro se verá reflejada con prodigiosa claridad aquella frase del “destino a cumplir”. El excelente trabajo de maquillaje de Karina Camporino, la estupenda performance del actor de Un paraíso para los malditos y la dirección de Schindel (documentalista de amplio recorrido conocido principalmente por Mundo Alas) hacen de El patrón… el primer estreno nacional de peso en este 2015. Sin embargo, como ocurría en Fury, película que funcionaba de maravillas dentro de ese microcosmos que era el tanque comandado por Brad Pitt, lo mejor de El patrón…, acontece en los distintos espacios de la carnicería: el mostrador, la piecita y esa cámara frigorífica que parece salida de uno de los círculos del infierno. Todo lo que transcurre en el ámbito judicial es correcto pero simplemente no está a la altura. A pesar de sus excesos y gracias a su crudeza, El Patrón: radiografía de un crimen es un corte agradable al paladar. Se nota que el cine de Schindel es un lugar donde se come bien.//?z
UN PASAJE HASTA AHÍ El Pacific Crest Trail es un recorrido de 4200 kilómetros ubicado en la costa oeste de los Estados Unidos que va de México a Canadá. Transitarlo puede ser riesgoso debido a la deshidratación producto del clima y el contacto con la fauna salvaje. En la década del noventa, Cheryl Strayed decidió hacer la mitad del recorrido y en 2012 el libro en el que volcó su experiencia se convirtió en best-seller. Tres años más tarde llegaría su adaptación al cine de la mano del canadiense Jean-Marc Vallée, director de las muy buenas C.R.A.Z.Y. y Dallas Buyers Club y el guionista Nick Hornby (sí, el de High Fidelity). Uno de los principales problemas de Wild no tiene que ver con la película en sí, pero hay antecedentes cercanos de historias similares con detalles mucho más atractivos que la “simple” travesía a pie de Cheryl. Tanto 127 horas, de Danny Boyle, como Into the Wild de Sean Penn, se basan en historias reales de personas que decidieron enfrentarse con la naturaleza. Por suerte, Jean-Marc Vallée sabe cómo dirigir a sus actores (recordemos que el año pasado Matthew McConaughey y Jared Leto ganaron el Oscar merecidamente por sus interpretaciones en Dallas Buyers Club) y le confió a Reese Witherspoon el papel protagónico. Al igual que Mariah Carey en Precious y Michelle Williams en Wendy & Lucy, Witherspoon se dejó filmar “a cara lavada”, sin una pizca de maquillaje en la mayoría de las escenas y decidió no tener dobles, lo cual puede sonar irrelevante si se tiene en cuenta que hace trekking en lugar de correr o escalar, pero la actriz reveló que esta fue la película que más la comprometió en toda su carrera, no tanto por haber sido filmada en exteriores sino por sus numerosas escenas de sexo. Con el siempre bienvenido aporte de esa otra gran actriz que es Laura Dern en un papel que poco tiene de secundario, Wild se condensa, nada más y nada menos, en el acto de sacarse la mochila. Claro que para eso hay que abandonar la fantasía neurótica de huir por huir y pasar a la acción. No cualquiera sabe perder a su padre violento y a su madre golpeada. No cualquiera renuncia a la heroína y la promiscuidad para elegir enfrentarse con el río y la montaña, el chacal y la serpiente. “No sabía hacia dónde iba hasta que llegué”. Acompañada por su mochila y sus pensamientos, la Cheryl Strayed de Witherspoon se purga, paso a paso, de esos otros que la nutrieron y lastimaron. Y si bien Wild no es ni por asomo la mejor película de su director, la acompañamos en su vaciarse mientras escuchamos algún que otro tema de Portishead, Bruce Springsteen o Simon & Garfunkel. A veces con eso alcanza.//?z
SOLO SE TRATA DE SER COOL En un cruce que mantiene con su hija, Riggan (Michael Keaton), estrella en declive que supo triunfar en Hollywood cuando filmó la trilogía Birdman y actual perdedor que intenta ser buen padre, enuncia: “Escuchame… estoy tratando de hacer algo importante”. Las palabras de Riggan esconden (y al hacerlo revelan) la posición de Iñárritu que, ya desde el título (¿por qué llamar a su película Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia y no simplemente Birdman?), anticipa el que será, más para mal que para bien, uno de los temas centrales de su quinto largo: el ego. Riggan y Keaton, Birdman y Batman, el pájaro y el murciélago. Ambos sufren el dolor de ya no ser. Riggan ha trocado el cine por el teatro y busca algo de la gloria perdida en Broadway que, según Iñárritu, comparte todas las desdichas de Hollywood: los críticos son arpías, el público aplaude cualquier cosa, los periodistas escriben boludeces y los actores son, todos, miserables. Su obra se llama De qué hablamos cuando hablamos de amor, pero delante o detrás de cámara, arriba o abajo del escenario, al amor se lo fagocita el ego. El ida y vuelta con el teatro es constante y una de las principales revelaciones de Riggan se da sobre las tablas. Inárritu busca desmarcarse de lo teatral a partir de un plano secuencia falso pero eficaz, prodigio del siempre admirable Emmanuel Lubezki, director de fotografía de joyas como Children of Men y Gravity, que durará toda la película. El abuso de este recurso, antiteatral por naturaleza, redunda en un agobio potenciado por otro que sí es característico del teatro: el diálogo. Las interpretaciones de Keaton, Emma Stone, Edward Norton, Naomi Watts y el resto de la compañía se apoyan demasiado en una palabra que termina matando al gesto. Al parecer los guionistas argentinos Nicolás Giacobone y Armando Bo, coautores junto con Iñárritu y Alexander Dinelaris, candidatos al Oscar luego de haber ganado el Globo de Oro, se han preocupado en exceso por que las cosas queden claras: nada se sugiere, todo se dice. Tal es así que pasada la mitad de la película, un borracho se cruza con Riggan gritando una conocida frase de Macbeth que indica que “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada”. En su exasperada búsqueda por ser cool (¿a qué viene el beso lésbico entre Watts y Riseborough?, ¿y ese final a todas luces efectista?) Birdman termina pareciéndose demasiado a la vida según Macbeth. Uno se pregunta por qué el opus cinco de Iñárritu no cuenta con la sensibilidad de The Wrestler (Aronofsky, 2008), otra película que marca el comeback de su protagonista; o con la agudeza de Maps to the Stars (Cronenberg, 2014), que se sumerge de cabeza en la psicosis que resulta de formar parte de la industria hollywoodense. En ambas circula el tema del cuerpo herido o fragmentado, como el de Riggan. Pero, si la psicosis siempre fragmenta, ¿por qué narrar la historia de un psicótico desde la continuidad de un plano secuencia interminable? ¿Originalidad? ¿Capricho? ¿O es que, otra vez, solo se trata de ser cool? La diferencia entre las obras de Aronofsky y Cronenberg y Birdman es que en ellas sus directores han sabido dejar su marca con seguridad, profesando una preocupación sincera por sus criaturas, sin necesidad de esconderse tras un plano secuencia. Lejos de darle alas a su arte, Iñárritu la confina a un ego desbocado que, por temor al olvido, pretende expresarse a cualquier costo.//?z
LA PASIÓN DE ANDREW NIEMAN Cinco años atrás vimos cómo Nina Sayers se convertía en el cisne negro sobre un escenario. La película de Aronofsky concluía con la transformación alucinada y definitiva de una bailarina veinteañera aplastada por la cruel competencia del mundo del ballet. Whiplash es, también, la historia de una transformación que se da en plena performance, aunque si en El cisne negro el camino estaba signado por la psicosis aquí el norte lo marcará la perversión. Andrew Nieman (Miles Teller) no tiene ni veinte años y quiere ser tan buen baterista como Buddy Rich. Por eso pretende entrar en el radar de Terence Fletcher (J. K. Simmons), el mejor profesor del conservatorio Shaffer, ese al que basta verle la sombra para sentir una parálisis en todo el cuerpo. Los métodos pegadógicos de Terence son de temer pero a pesar de eso (o quizás por eso) muchos quieren estar en su clase. Andrew lo busca y lo consigue. ‘Not quite my tempo’ repite Terence. El profe marca el ritmo y el que no pueda seguirlo hará bien en tener reflejos rápidos para esquivar las sillas que vuelan por el aire y tres o cuatro sopapos. Clase a clase, y con implacable efectividad, los latigazos (los whiplashes) verbales y físicos del teniente Fletcher hacen mella en su alumno-soldado. El pupilo demuestra ser bueno (“el esclavo vive el reconocimiento del amo como una liberación”, decía Freud) y sus réplicas se hacen sentir fuera del aula. Esas manos que se usaban para compartir los pochochos con papá o acariciar a la novia se llenan de callos y cicatrices. Acá se toca la batería o no se toca. Tal y como John du Pont compra a Mark Shultz en Foxcatcher con la excusa de enaltecer los elevados valores estadounidenses, Fletcher atrapa a Nieman en su tela bajo la premisa de que el jazz con sangre entra. Du Pont deambula por la vida ignorando las razones de su accionar, Fletcher se escuda alegando que quiere evitar la muerte de la buena música y que eso lo salva de pedir perdón. Lo que no sabe es que su fórmula para que no muera el jazz es que mueran los jazzistas. Solo una vez lo veremos llorar. Ojalá fueran simples lágrimas de cocodrilo, pero no… son lágrimas de fanático. Se diría que frente a uno de esos monstruos grandes que pisan fuerte los más débiles harían bien en buscar la fuerza a partir de la unión. Nada de esto ocurre en Whiplash (tampoco en El cisne negro ni en Foxcatcher): parece que la trascendencia en el deporte o en el arte no puede llegar más que por la vía del sacrificio individual. Hay luz en el futuro del joven Miles Teller, cuyo CV arroja películas como The Spectacular Now, Rabbit Hole y la saga teen Divergente, y en pocas semanas J.K Simmons ganará un merecido Oscar como mejor actor de reparto en reconocimiento a una trayectoria que sobrepasa holgadamente la centena de títulos. Si uno sale del cine a mil revoluciones por minuto es mérito de estos dos actores porque, a no confundirse, Whiplash no se trata del amor al jazz. Lo que circula en sus 107 minutos es la intensidad de la pasión llevada al límite del trance. Es la pasión lo que hace que la mosca (que buscó a la araña no una sino dos veces) se debata en la tela para demostrar que esta vez no será tan fácil y que, quién sabe, quizás en el futuro pueda ser araña ella también. Amargo duelo final el de Andrew Nieman que no puede encontrarse con el niño que fue, ese que seguía el tempo de su propio deseo en lugar de andar dedicándole solos de batería a un dios que lo revalide como mártir.//?z
DESDE ADENTRO Empecemos por lo peor: en Fury hay más estereotipos que nazis. Y eso que nazis sobran, aunque la última película del irregular David Ayer (End of Watch, Street Kings) se sitúe apenas un mes antes de la rendición alemana que marcaría el final de la Segunda Guerra Mundial. Su historia es la de un puñado de soldados norteamericanos que debe hacerle frente a todo un regimiento alemán que los deja en desventaja tanto numérica como armamentística. En su vasta paleta de clichés encontramos a Brad Pitt en el papel del líder curtido por la experiencia; a Logan Lerman como el novato que recibe las duras enseñanzas de papá Brad; a Michael Peña, el latino buena onda; a Shia LaBeouf, a quien la guerra le pegó por el lado religioso; y a Jon Bernthal haciendo de Pitufo Gruñón. No es que el quinteto actúe mal, es simplemente que sus personajes los limitan. La excepción quizás sea Shia LaBeouf, quien sabe entregar fragmentos de considerable intensidad sin decir una palabra (quien no lo crea capaz, haría bien en verlo junto a la enorme Maddie Ziegler en Elastic Heart, el último video de la australiana Sia). Cuando la película busca filosofar sobre la crueldad de la guerra, falla. Cuando los diálogos giran en torno a esos hombres-máquina cuyo único fin es matar enemigos, falla. Cuando apunta al lirismo de la mano de un piano, falla. ¿Dónde está lo mejor de Fury, entonces? En el armatoste que le da su título original: el tanque Sherman que sirve de hogar a Brad Pitt y los suyos. Es la secuencia en la que cruzan fuego con el Tiger alemán la que hace que Fury brille de realismo dirty. Y es todavía mejor la interacción de sus cinco miembros dentro del tanque gracias al muy meritorio trabajo del director de fotografía Roman Vasyanov. Si podemos hacerle frente a un film al que ciertamente le sobran minutos es porque el ruso logra hacer de un tanque de guerra un refugio casi uterino que hermana a quienes lo habitan. Y cuando estamos ahí adentro, aunque parezca no haber espacio, respiramos… descansamos un poco de ese convencionalismo paternalista que David Ayer maneja tan bien. Fury pasará a la historia como una película bélica más, pero hay un lugar común del que sabe servirse: ese que dice que lo que importa es lo de adentro.//?z
DE ÁGUILAS Y SIMIOS La sonrisa que se le filtra a Mark Schultz cuando John du Pont le pide que lo llame Águila o Águila dorada es genuina. Dice más que cualquiera de las pocas, poquísimas, palabras pronunciadas por ese luchador que interpreta un convincente Channing Tatum. Es una grieta que raja su corporalidad simiesca (tiempo después ese pseudopadre pseudomentor que es Du Pont lo tildará de “simio desagradecido”) revelando una idea que se confirmará más tarde: este tipo está loco. Foxcatcher cuenta la historia de Mark y Dave Schultz, campeones mundiales y olímpicos de lucha libre y su relación con John du Pont, uno de los popes de la industria química yanqui obsesionado por la disciplina que practican los hermanos y en la que él no ha podido destacar. John se acerca en principio al hermano menor para ofrecerle dinero y las instalaciones necesarias para optimizar su entrenamiento como luchador con el fin de conseguir más títulos y medallas para el país. Se ampara en la necesidad de inspirar a los más jóvenes, de llevar a los Estados Unidos a lo más alto, de promover valores ejemplares. Lo hace, en fin, por la patria. Víctima de una suerte de enamoramiento, el hermano pequeño cae en la red y lo que al comienzo se perfilaba como un patrocinio se revela como una franca apropiación. Así como la dinastía du Pont perseguía a los zorros en esas cintas que se pueden ver al comienzo del film, la autodenominada Águila (du Pont se sostiene en títulos que no puede ganar y que obliga a que otros ganen por él) posará sus ojos en Mark. Los efectos de una mirada deshumanizada no pueden ser otros más que la deshumanización, y si Mark ya era de pocas palabras, John se llevará las que le quedaban a fuerza de ejercer una violencia más nociva que la de aquellos que combaten sobre el tapiz. En el horizonte se vislumbra la animalidad. Así como Capote le valió el Oscar a Phillip Seymour Hoffman y una nominación a Catherine Keener, y Moneyball recibió nominaciones por el trabajo de Brad Pitt y Jonah Hill, Bennett Miller vuelve a dar la nota esta vez con Steve Carell y Mark Ruffalo. Es este último, el que encarna a Dave, el hermano mayor, el único capaz de hacerse una pregunta que cuestione el orden establecido. Del terceto que conforma junto a su hermano y du Pont es quien ha logrado casarse y tener hijos. Claro que dentro de estas coordenadas tomar la palabra para enunciar una verdad está prohibido. El destino del único padre que aparece en la película, no puede ser sino el que ya todos conocemos. Foxcatcher retrata el encuentro entre dos niños de distinta clase social: el de Mark Schultz, que arrastra consigo una profunda necesidad de castigo, y el de John du Pont, que parece haber trocado el interés de su madre por montar caballos en el de coquetear con hombres que se montan los unos a los otros. No es casual que de sus respectivos padres no se sepa nada. Como ocurría en la que hasta el momento es su mejor película, Moneyball, Bennett Miller cierra su opus tres con una escena de poderosa simpleza. Una bocanada de lucidez en medio de tanto delirio.//?z