El arte del movimiento La danza, o el arte del movimiento estilizado del cuerpo humano, fue la protagonista excluyente del fin de semana cinematográfico en nuestra ciudad. Dos películas la hicieron suya: la española El Baile de la Victoria, de Fernando Trueba, y la francesa La Danse, del legendario documentalista estadounidense Frederick Wiseman. El estreno simultáneo de ambas película configura todo un signo del estado del cine mundial y de nuestra cultura en particular: la primera, especie de compilación de los peores defectos del colonialismo cinematográfico global, se estrenó en casi todos los complejos cinematográficos de la ciudad; mientras que la segunda, verdadera obra maestra del género documental, se presentó únicamente en el Cineclub Hugo del Carril (ya está fuera de cartelera) por obra y gracia de los esfuerzos de su programador, Guillermo Franco, para traerla a Córdoba. Se trata de un dato elocuente, que no empaña el excepcional año cinematográfico que vivimos. Casi se podría decir que El Baile de la Victoria utiliza a la danza (y a la música y la poesía) como mera excusa argumental, acaso para llegar a un público masivo pero específico, que entiende a la cultura como un tipo más de consumo. ¿Hay acaso algún amor por el arte en esta película estereotipada, perdida en su vocación de volverse universal, en su obsesión por globalizarse, o todo es mera impostura, mera pose de ocasión? La respuesta está más cerca de la segunda opción, arriesga el comentarista, a pesar incluso del currículum de sus responsables, el español Trueba (director de las recordadas Belle Epoque, Calle 54 y El sueño del mono loco, entre otras) y el escritor chileno Antonio Skármeta (autor de la novela original, coguionista e intérprete de un personaje). La película, sin duda, no está a la altura de sus antecedentes, aunque bien mirada parece una derivación lógica de su asociación: El baile de la Victoria es también una nueva (y pésima) traducción cinematográfica del realismo mágico latinoamericano, un movimiento difuso que más de una vez derivó en un costumbrismo vacuo, for export, pensado para el gusto del eurocentrismo colonialista (y por eso no resulta casual que fuera elegida por España para representarla en los Oscar). Especie de thriller folletinesco, de melodrama novelesco y sentimentaloide, El baile… se centra en tres antihéroes arquetípicos en busca de una utópica redención. Su contexto es el regreso de la democracia chilena, momento en el cuál se dicta una amnistía para ciertos presos que beneficia a Nicolás Vergara Grey (Ricardo Darín), un famoso ladrón argentino de bancos, y Angel Santiago (Abel Ayala, el actor de El polaquito), un joven paria que sueña con dar un gran golpe, aunque antes se cruzará con el amor de su vida, una bailarina muda y anónima, hija de desaparecidos (Miranda Bodenhofer). A partir de aquí, se estructurará una típica historia de redención, donde cada personaje deberá enfrentar una gran odisea liberadora (triunfar en el mundo del ballet, recuperar la estima perdida de un hijo, realizar el gran robo final, etc.), que llevarán a la película a perderse cada vez más en la grandilocuencia, la pomposidad, el sentimentalismo vacuo, la falsa afectación y los clichés más obvios, llegando varias veces al ridículo. Ni siquiera el oficio formal de Trueba (que con el metraje se va perdiendo en su voluntad por impactar, por filmar estampitas para el consumo primermundista), ni las forzadas actuaciones de sus intérpretes, pueden salvar al fin a una película condenada a la intrascendencia. Por M.I.
El arte del movimiento La danza, o el arte del movimiento estilizado del cuerpo humano, fue la protagonista excluyente del fin de semana cinematográfico en nuestra ciudad. Dos películas la hicieron suya: la española El Baile de la Victoria, de Fernando Trueba, y la francesa La Danse, del legendario documentalista estadounidense Frederick Wiseman. El estreno simultáneo de ambas película configura todo un signo del estado del cine mundial y de nuestra cultura en particular: la primera, especie de compilación de los peores defectos del colonialismo cinematográfico global, se estrenó en casi todos los complejos cinematográficos de la ciudad; mientras que la segunda, verdadera obra maestra del género documental, se presentó únicamente en el Cineclub Hugo del Carril (ya está fuera de cartelera) por obra y gracia de los esfuerzos de su programador, Guillermo Franco, para traerla a Córdoba. Se trata de un dato elocuente, que no empaña el excepcional año cinematográfico que vivimos. Casi se podría decir que El Baile de la Victoria utiliza a la danza (y a la música y la poesía) como mera excusa argumental, acaso para llegar a un público masivo pero específico, que entiende a la cultura como un tipo más de consumo. ¿Hay acaso algún amor por el arte en esta película estereotipada, perdida en su vocación de volverse universal, en su obsesión por globalizarse, o todo es mera impostura, mera pose de ocasión? La respuesta está más cerca de la segunda opción, arriesga el comentarista, a pesar incluso del currículum de sus responsables, el español Trueba (director de las recordadas Belle Epoque, Calle 54 y El sueño del mono loco, entre otras) y el escritor chileno Antonio Skármeta (autor de la novela original, coguionista e intérprete de un personaje). La película, sin duda, no está a la altura de sus antecedentes, aunque bien mirada parece una derivación lógica de su asociación: El baile de la Victoria es también una nueva (y pésima) traducción cinematográfica del realismo mágico latinoamericano, un movimiento difuso que más de una vez derivó en un costumbrismo vacuo, for export, pensado para el gusto del eurocentrismo colonialista (y por eso no resulta casual que fuera elegida por España para representarla en los Oscar). Especie de thriller folletinesco, de melodrama novelesco y sentimentaloide, El baile… se centra en tres antihéroes arquetípicos en busca de una utópica redención. Su contexto es el regreso de la democracia chilena, momento en el cuál se dicta una amnistía para ciertos presos que beneficia a Nicolás Vergara Grey (Ricardo Darín), un famoso ladrón argentino de bancos, y Angel Santiago (Abel Ayala, el actor de El polaquito), un joven paria que sueña con dar un gran golpe, aunque antes se cruzará con el amor de su vida, una bailarina muda y anónima, hija de desaparecidos (Miranda Bodenhofer). A partir de aquí, se estructurará una típica historia de redención, donde cada personaje deberá enfrentar una gran odisea liberadora (triunfar en el mundo del ballet, recuperar la estima perdida de un hijo, realizar el gran robo final, etc.), que llevarán a la película a perderse cada vez más en la grandilocuencia, la pomposidad, el sentimentalismo vacuo, la falsa afectación y los clichés más obvios, llegando varias veces al ridículo. Ni siquiera el oficio formal de Trueba (que con el metraje se va perdiendo en su voluntad por impactar, por filmar estampitas para el consumo primermundista), ni las forzadas actuaciones de sus intérpretes, pueden salvar al fin a una película condenada a la intrascendencia. Diametralmente distinto es el caso de La Danse, un ejemplo magnífico sobre cómo filmar a una institución: Wiseman es un maestro en el tema, y aquí explora en todos sus vericuetos al famoso Ballet de la Opera de París, una verdadera comunidad viva que trabaja bajo un mismo objetivo, la danza. Sin títulos explicativos, ni ninguna voz en off, Wiseman logra trasladarnos a la interioridad más íntima del Ballet de París: a los ensayos de sus cuerpos de baile y a sus posteriores presentaciones (con grandes obras como El Cascanueces, de Tchaikovsky), pero también al trabajo de sus directores administrativos, a sus reuniones burocráticas, a la labor en las diferentes dependencias del establecimiento (desde la sastrería hasta la cocina o la limpieza y sala de maquillaje), abarcando todos los rincones del considerado segundo mejor ballet del mundo, hasta las mismísimas cloacas del Teatro de París. Todo, filmado con una maestría formal inusual (con predominio de planos generales pero calculados al milímetro para invisibilizar al camarógrafo) que permite apreciar tanto la belleza extrema del baile como los más mínimos detalles del espacio físico y arquitectónico, acaso la quintaescencia del cine. Semejante trabajo obsesivo (que requirió doce semanas de rodaje, un año de montaje y 130 horas de filmación) traduce precisamente un amor incondicional por el arte en cuestión (el cinematográfico sobre todo, pero también por el ballet), e implica también una concepción del cine como un vehículo de descubrimiento, un modo privilegiado de conocimiento y de reflexión sobre el hombre y sus circunstancias. Por Martín Ipa
Los límites de una clase Galardonada con el premio a Mejor Película Argentina en el 24 Festival Internacional de Mar del Plata –junto a TL-2, la felicidad es una leyenda urbana, de Tetsuo Lumière, filme por completo diferente-, la última obra de la dupla formada por Gastón Duprat y Mariano Cohn venía precedida de un prestigio inusual para este tipo de cine, algo resaltado desde la propia propaganda (“Llega la película argentina más premiada del año”, repite la omnipresente publicidad). Su propuesta también prometía: analizar en miniatura la lucha de clases instalada hoy en Argentina, a partir de un caso puntual, el enfrentamiento entre dos vecinos por un típico problema de cohabitación, de esos que suelen poblar los noticieros del país. Claro que los resultados suelen ser diferentes a lo que promete la publicidad, arte del engaño por excelencia, y si bien El hombre de al lado no es una película más, está lejos de constituir una obra maestra, que consiga todo lo que se propone. Acaso el principal problema de la película de los realizadores de Yo Presidente (2006) y El artista (2008) deriva de un dilema que acosa a cualquier cineasta que intente abordar a una clase social diferente a la que integra, sobre todo si es la clase baja: ¿Cómo filmar a ese Otro cuya imagen viene formateada insistentemente por la televisión? ¿Cómo evitar estigmatizarlo, menospreciarlo, caer en aquello que se intenta criticar? Un dilema que Duprat\Cohn nunca consiguen resolver del todo, acaso porque su película termina confirmando ése punto de vista que aspiran a cuestionar. El plano de apertura hace gala de una capacidad formal infrecuente: mientras pasan los títulos sobre una pared dividida en dos por sus colores, alguien comienza a hacer un boquete en una de ellas, que termina repercutiendo en la pared contigua. Síntesis perfecta de la película, desde ése plano se puede anticipar el conflicto que sobrevendrá entre Leonardo (Rafael Spregelburg), un reconocido arquitecto y diseñador de la aristocracia porteña, que vive en una famosa casa de La Plata (la única casa creada por el pintor y arquitecto franco-suizo Le Corbusier en América, que en realidad está abierta al público), junto a su mujer e hija pre-adolescente, y Víctor (Daniel Aráoz), su nuevo vecino del edificio contiguo, un cordobés perteneciente visiblemente a otra clase social. Quien inicia el boquete es precisamente Víctor, que se encuentra refaccionando su hogar y ha decidido hacer una ventana en la pared que funciona de medianera con la casa de Leonardo, que inmediatamente sentirá invadida su privacidad (su casa es puro ventanal) e intentará detener el emprendimiento. “Sólo quiero capturar unos rayitos de ese sol que a vos te sobra”, argumentará Víctor, un personaje estereotipado a más no poder, que representa verdaderamente un Otro absoluto para Leonardo y los suyos, pero que paulatinamente se irá metiendo a fuerza de insistencia en su vida y la de su familia. Comedia negra con aires de trhiller, Duprat\Cohn adoptan el punto de vista de Leonardo desde un principio, pues el objetivo de fondo es desnudar las hipocresías de ésa clase acomodada: un matrimonio que es pura fachada, la cultural como mera marca de snobismo, la incomunicación y el egoísmo a ultranza que separa a padres e hijos, se empezarán a mostrar delicadamente a partir de los detalles de su cotidianeidad (la decoración de una pieza, gestos mínimos de los personajes, diálogos en apariencia intrascendentes). Hay un oficio ostensible en el trabajo de los directores, que recurren a encuadres de una belleza infrecuente, y que paulatinamente irán intensificando las ambigüedades de sus personajes, e intentarán problematizar la construcción de ese Otro que nunca alcanzamos a descifrar, acaso porque constituye la representación de una clase social: la de Leonardo. Por eso vale la pena destacar la capacidad formal de la dupla directriz, que exhibe un manejo acabado de los géneros y del lenguaje cinematográfico, que es capaz de abordar con eficiencia diferentes tonos en la película, de narrar desde los detalles y de construir climas plenamente sugerentes. Pero hay también cierta fascinación con esa vida de aristocracia que se termina imponiendo, un doble discurso que no sólo se refleja en el personaje de Araoz sino que también se revela en la forma en que es filmada esa casa de Le Corbusier -con preeminencia de planos medios y planos secuencia que se regodean en la belleza de ésa arquitectura moderna y de esos espacios abiertos-, en la decisión de mirar siempre desde la ventana de Leonardo, en cierta receta ridícula (jabalí al escabeche) de Víctor que será insertada en los créditos finales como un gag humorístico que en realidad sirve para ratificar los límites de la propuesta de Duprat\Cohn, incapaces de ver más allá de los estereotipos. Una propuesta que esconde, así, una mala conciencia de clase, que intenta exorcizar sus propios fantasmas pero que nunca logra trascender sus prejuicios. Por Martín Ipa
Territorio en disputa El Cine Teatro Córdoba cerró el pasado fin de semana su mes aniversario con un doble programa de lujo, que incluía uno de los filmes más originales que se verán este año en la ciudad, a saber: Independencia, del filipino Raya Martin. Córdoba se esta volviendo una ciudad cinéfila, donde cada vez se estrenan más películas del cine independiente del mundo, aunque más no sea en sus múltiples salas alternativas. Aún así, Juan Fragueiro (programador del Teatro Córdoba) se preguntaba en la red de redes si la ciudad tiene espectadores culturalmente preparados para apreciar este tipo de cine, a raíz de la escasa asistencia en la primera jornada de proyección (46 espectadores). No se trata de una pregunta retórica, mucho menos cínica, sino de una estricta actualidad, que apunta al hueso del problema: la colonización del gusto y de la cultura por parte del imperialismo norteamericano. ¿Cómo conseguir ampliar la mirada? ¿Hace falta acaso una re-educación cinematográfica para estimular la recepción de ese otro cine? ¿Quién debería proveerla? ¿Cómo lograrla? La única respuesta posible es el cine mismo. Curiosamente, o no, puede decirse también que Independencia aborda precisamente todos estos desvelos, aunque sea indirectamente. Filme de un joven que, con apenas 26 años, es ya un director mimado por los mejores festivales del mundo, Independencia nunca llegó a estrenarse comercialmente en Filipinas, su país de origen, donde existe una industria cinematográfica ancestral, que se remonta a inicios del siglo pasado, aunque dominada casi siempre por los cánones de Hollywood (el interesado puede profundizar en el tema en la edición de Julio de la revista El Amante). La anécdota sirve para darle verdadera dimensión al proyecto cinematográfico de Martin: abordar la historia política y cinematográfica de Filipinas -un país que fue colonizado por España (durante casi 400 años), luego Estados Unidos y Japón- mediante un gesto revulsivo, acaso genial, como es apropiarse en sus obras de las formas cinematográficas del país invasor. El primer ensayo fue Una película corta acerca del Indio Nacional (2005), su ópera prima, donde Martin exploró el cine mudo a través de un relato bien heterogéneo sobre la revuelta contra el dominio español (fines del siglo XX). Y la segunda parte es Independencia (2009), que se mete esta vez con la invasión norteamericana (principios del siglo XX), y adopta consecuentemente las formas del cine de la época en EE.UU. El gesto se complementa con otra decisión igualmente revulsiva de Martin, como es la de apostar por la poesía, la metáfora y la alegoría, incluso por la fábula, para narrar los padecimientos de su pueblo, construyendo así una mirada absolutamente personal, única, con herramientas extranjeras. La historia es mínima, aunque políticamente lúcida: a principios de la invasión norteamericana, una madre y su hijo deciden refugiarse en la selva, para vivir aislados de las inflexiones de la guerra. Allí, encontrarán una choza donde podrán construir un hogar precario, que les servirá para sobrevivir con relativa dignidad hasta que pase el tormento. Con el tiempo, una joven se sumará a sus vidas, y le permitirá al hijo formar una nueva familia cuando su madre fallezca. En algún momento, la presencia del invasor del norte se volverá a sentir cercana, y nuestros protagonistas estarán nuevamente en peligro. Rodada en estudios (como el cine de entonces), con un blanco y negro preciosista, Martin apuesta por intensificar la artificialidad de su puesta en escena: hace notar los fondos pintados, hay personajes demasiado caricaturescos (¿será acaso una sátira?), la selva luce artificial aunque bella. También hay un fino trabajo con la luz (cuya inestabilidad completa la puesta retro) y con el sonido (desde dónde construye la verosimilitud de la puesta en escena, además de remitir con la música al cine mudo). Hay por último una apuesta por el pensamiento mítico y hasta mágico desde el guión, que acaso termine dando su tono de fábula (oscura, casi macabra) a la película, algo que no busca tanto reflejar la idiosincrasia del pueblo filipino, sino que sirve más bien como una forma de resistencia a la imposición simbólica del invasor, un modo de relato que tiene más que ver con las tradiciones de los pueblos originarios. La película toda puede concebirse al fin como una emocionante, poética, forma de resistencia moderna, porque el cine sigue siendo, hoy más que nunca, un territorio en disputa, aún sin triunfador. Por Martín Iparraguirre
El poder y la locura El estreno comercial de Vincere, la última gran película del último gran maestro italiano en actividad, Marco Bellocchio (aunque no habría que descartar a Mario Monicelli, que ya tiene 96 años pero en 2009 estrenó La Rosa del Desierto), confirma que este agosto será un mes para el recuerdo en la docta (y vale recordar que se acaba de estrenar un filme cordobés en la Ciudad de las Artes, Curapaligüe, y que desde el jueves se verán Independencia, de Raya Martin, y Z 32, de Avi Mograbi, en el Teatro Córdoba). Incomprensiblemente poco conocido en Argentina, Bellocchio (1939) es sin duda uno de los grandes nombres de la historia cinematográfica de la península, algo que para confirmar basta con Vincere, un filme monumental en todo sentido, pero cuya grandeza se encuentra en la decisión de no renunciar a ser arte, sino más bien todo lo contrario: devolviéndole incluso la posibilidad de aspirar a tal calificativo al cine de gran producción. Epica y operística, de naturaleza esencialmente popular, Vincere es un filme de múltiples capas, que consigue revisar todo un período histórico de Italia a través de una tragedia individual, la de un amor obsesivo y pasional, que se configura en síntesis de una cultura política particular. Su protagonista es Ida Dalser (Giovanna Mezzogiorno, grandiosa), esposa nunca reconocida de Benito Mussolini, madre incluso del primogénito del Duce, cuya tragedia será precisamente la de amar incondicionalmente al futuro dictador de Italia. Vincere (palabra que además de sintetizar perfectamente al filme, es un slogan del fascismo) comienza precisamente en esos primeros años en que Ida conoció a Mussolini (a cargo de Filippo Timi, que luego interpretará a su hijo), por entonces un apasionado dirigente socialista anticlerical en franco ascenso, de quien se enamorará perdidamente. Tanto, que decidirá entregarle absolutamente todo para ayudarlo en su causa, vendiendo su negocio y sus bienes para financiar la fundación del diario con el que Mussolini lograría ascender al poder, Il Popolo d’Italia. Ya en esa primera parte, que se hunde en este amor desmedido mientras suenan los fuegos de la Primera Guerra Mundial, Bellocchio muestra su categoría no sólo en la construcción de época, sino en la apuesta por los detalles: basta un plano general de un duelo protagonizado por Mussolini para sintetizar un clima de época (barbarie y civilización en un mismo plano, con las chimeneas industriales de fondo), como también cierta escena en un cine popular, donde un debate se irá de las manos (pasaje que además muestra cómo se vivía el cine en aquellos años). Claro que el objetivo del maestro no es tanto revisar la Historia con H mayúscula como bucear en la tragedia personal de su protagonista (otro modo, infinitamente más sutil, de abordar aquella), que será desconocida progresivamente por Mussolini a medida que ascienda en el poder, hasta llegar a ser recluida en un manicomio cuando Il Duce ya se encuentre al frente del gobierno. Heroína decididamente trágica, interpretada magistralmente por Mezzogiorno, Daser dedicará su vida entera a pelear por el reconocimiento de Mussolini, por más que signifique enfrentar a todo el aparato estatal (que incluye no sólo a los hospicios sino también a la Iglesia), y aún al precio de perder a su hijo, recluido en un orfanato. Filme sobre el poder, la locura y las relaciones que se establecen en una sociedad sojuzgada por el fascismo, Vincere es una película llena de hallazgos estéticos y narrativos: la utilización de imágenes de archivo de Mussolini no es el menor (ya que brinda otra dimensión a la reconstrucción de época y al drama de la protagonista), el uso magistral de la luz en toda la película, la reflexión continua sobre el cine (pocas películas tienen tantas escenas de cines, recreando sus diferentes funciones y formas de consumo), la gran capacidad de síntesis de sus imágenes (hay varias escenas memorables, que quedarán en el recuerdo del espectador). Se trata, en definitiva, de un estilo hoy en peligro de extinción, que se propone aprovechar al máximo la capacidad del cine para reflexionar sobre el mundo y la vida de los hombres. Por Martín Ipa
Ese otro cine Sorpresivamente, agosto se convertirá en un mes lleno de cine en la docta, una ciudad que tímidamente parece volver a querer justificar su histórico apodo, y que alberga una comunidad cinéfila joven y fuerte, en franca expansión. Acaso la razón esté en el crecimiento exponencial que viene experimentando el circuito de exhibición independiente, y para muestra basta un botón: el fin de semana se estrenaron dos de las mejores películas del año, La Pivellina, de los italianos Tizza Covi y Rainer Frimmel, y Policía, adjetivo, el gran filme del rumano Corneliu Porumboiu. La primera continuará en exhibición en el Complejo Showcase al menos por dos días más, mientras que la segunda ya pasó por el Cine Teatro Córdoba, que planea festejar su mes aniversario con todo (el jueves estrenará la argentina La Tigra, Chaco, de Federico Godfrid y Juan Sasiaín; y el 26 de agosto Independencia, del filipino Raya Martin, y Z-32, del israelí Avi Mograbi). Se trata de un programa heterogéneo y sofisticado, que reivindica al cine como un arte mayor, y al que se agrega la Muestra de Cineclubes de Córdoba, que durante todo agosto repasará documentales argentinos, con la visita de sus directores. El banquete está entonces servido, estimado lector; esperemos estar a la altura. Calificado por los especialistas como el estreno más importante de 2010, Policía, adjetivo es una fina e implacable disección de la actual sociedad rumana, que confirma no sólo que los resabios del autoritarismo siguen campantes en aquel pequeño país, sino también que su cine es uno de los más lúcidos y originales del mundo en los últimos años. Formalmente soberbia, la película sigue los pasos de Cristi (Dragos Bucur), un joven policía que ha sido asignado a una tarea tan absurda como rutinaria: investigar a un adolescente que está sospechado de fumar y distribuir marihuana. Cristi comprende que su misión es vana, pues sabe que en toda Europa el consumo ha sido despenalizado e imagina que pronto ocurrirá lo mismo en Rumaria, pero cumple con su tarea y persigue a su objetivo a todos lados. La pesquisa, empero, confirmará sus temores: el joven no es más que un consumidor, y Cristi comprenderá que si lo arresta le arruinará la vida por nada (podrían darle hasta 8 años de cárcel). El protagonista se convertirá así en un personaje auténticamente kafkiano: su cruzada será contra las leyes e instituciones vetustas que lo rigen, para convencer a sus superiores del carácter absurdo de la pesquisa. Filmada con planos medios y fijos, en virtuosos planos secuencia, el filme de Porumboiu es un ejemplo excelso de cómo utilizar el espacio arquitectónico en términos cinematográficos, pues tanto en sus escenas al aire libre como en el interior explora y revela un hábitat aún dominado por la herencia cultural de la dictadura comunista (con sus omnipresentes bloques de edificios siempre grises, que en su interior fungen como metáforas de los laberintos burocráticos que enfrenta Cristi). Más importante aún, el filme es una lúcida deconstrucción del discurso legal, o de cómo las instituciones imponen conductas a sus subordinados y asfixian cualquier posibilidad de reflexión individual, eje que tendrá su punto más alto en una escena magistral donde Cristi discutirá con su jefe sobre la pertinencia de la obediencia a la ley cuando choca con su conciencia particular. La perspicacia política del filme se refleja también en un humor absurdo pero sutil, siempre presente, una marca acaso autoral del propio Porumboiu, que ya se vio en Bucarest 12:08, su anterior filme. El lector interesado, empero, deberá buscar próximamente el filme en su videoclub especializado o en el circuito de exhibición independiente. Por Martín Ipa
Ese otro cine Sorpresivamente, agosto se convertirá en un mes lleno de cine en la docta, una ciudad que tímidamente parece volver a querer justificar su histórico apodo, y que alberga una comunidad cinéfila joven y fuerte, en franca expansión. Acaso la razón esté en el crecimiento exponencial que viene experimentando el circuito de exhibición independiente, y para muestra basta un botón: el fin de semana se estrenaron dos de las mejores películas del año, La Pivellina, de los italianos Tizza Covi y Rainer Frimmel, y Policía, adjetivo, el gran filme del rumano Corneliu Porumboiu. La primera continuará en exhibición en el Complejo Showcase al menos por dos días más, mientras que la segunda ya pasó por el Cine Teatro Córdoba, que planea festejar su mes aniversario con todo (el jueves estrenará la argentina La Tigra, Chaco, de Federico Godfrid y Juan Sasiaín; y el 26 de agosto Independencia, del filipino Raya Martin, y Z-32, del israelí Avi Mograbi). Se trata de un programa heterogéneo y sofisticado, que reivindica al cine como un arte mayor, y al que se agrega la Muestra de Cineclubes de Córdoba, que durante todo agosto repasará documentales argentinos, con la visita de sus directores. El banquete está entonces servido, estimado lector; esperemos estar a la altura. La Pivellina Vale la pena decir unas palabras sobre La Pivellina, un filme por completo diferente al anterior, pero que acaso comparte con aquél una misma concepción cinematográfica, una misma voluntad por respetar y reflejar aquellas realidades olvidadas en la gran pantalla. Filmada casi en su totalidad con cámara en mano, en los suburbios de Roma, La Pivellina narra el encuentro de una pareja ya mayor, de animadores de circo, con una pequeña niña de dos años, a quien adoptarán temporalmente ante el supuesto abandono de su madre. La solidaridad, los lazos de amor no filiales, el sentido comunitario de una clase social, son los temas centrales que se van desgranando de esta película mínima pero reveladora, de una humanidad inversamente proporcional a sus ambiciones, que no recurre nunca al golpe fácil, y que tiene la gran virtud de mostrar otras formas posibles de existencia, aún en los márgenes de la sociedad. Por Martín Ipa
El cine como experiencia Suele considerarse que la literatura es el arte de expresión por excelencia del alma humana. Si bien la pintura y la música pueden alcanzar niveles de representación sublimes de la interioridad del hombre, nadie dudaría en afirmar que la palabra es el medio de transmisión natural del ser humano, justamente porque nuestra condición en el mundo está determinada, constituida, por el lenguaje. Con todo, el cine ha demostrado en su corta existencia ser una de las artes más capacitadas para reflejar la experiencia íntima de las personas que lo habitan: difícilmente un texto pueda reconstruir los miles de detalles que pueden captarse en una escena de Los senderos de la vida, por caso, el maravilloso filme estrenado el fin de semana pasado en el Teatro Córdoba (y que se repondrá entre el jueves 29 de julio y el domingo 1 de agosto en el Cineclub Municipal Hugo del Carril). Claro que no se trata de establecer aquí un dudoso (y fraudulento) ranking entre las artes: simplemente constatar que la condición primera del cine es la de estar habitado por la vida, y que de allí proviene su magia, su irresistible misterio. Ciertamente mágica y también sublime es Los senderos de la vida, segunda película de la directora surcoreana So Yong Kim (cuyo primer filme, In Between Days, resultó ganador del Bafici 2007), que se mete en un microcosmos ya explorado por el séptimo arte, pero casi nunca con su capacidad: el mundo de la infancia. Basada ligeramente en sus propias vivencias, So Yong Kim aborda aquí la experiencia de dos hermanitas, Jin (Kim Hee Yeon) de seis años y Bin (Kim Song Hee) de tres, ante el abandono repentino de su madre, cuando las deje al cuidado de una tía para irse en busca de un padre ausente. La razón es la imposibilidad materna de mantener la vida en Seúl, aunque el conflicto es aquí casi tangencial, accesorio, pues la gran virtud de la directora se encuentra en la decisión de concentrar toda la película en sus dos pequeñas protagonistas. Todo en Los senderos de la vida se reduce así al universo de estas niñas, a la forma en que ven y experimentan el mundo, al modo en que enfrentan las decisiones de los adultos, y por eso la cámara se pega a sus rostros (hay una predominancia del primer plano absolutamente coherente, ya que se trata de ver el mundo como ellas lo ven), y sólo accedemos al espacio que ellas habitan. Esta puesta en escena refleja no sólo una concepción cinematográfica infrecuente (la de entender el cine como un modo de descubrimiento, una forma nueva de experimentar el mundo), sino también un respeto mayúsculo por la historia y sus protagonistas. So Yong Kim es, en definitiva, fiel a una idea de cine ya casi inexistente en el circuito comercial. Detallista y documental, absolutamente opuesta al melodrama hollywoodense, la película seguirá a estas pequeñitas hasta la casa de su tía alcohólica, sólo interesada en sacar provecho las niñas, quiénes se abocarán a la tarea de juntar monedas para llenar una alcancía que representa su máxima ilusión: el regreso de su madre. Más pronto que tarde, sus sueños infantiles chocarán con la realidad, y deberán enfrentar una nueva decepción cuando la tía decida desligarse de ellas y llevarlas a vivir con los abuelos maternos al campo, un destino que fungió siempre como una amenaza para las niñas. Ya allí, rodeadas de un nuevo paisaje lleno de posibilidades, las pequeñas comenzarán a experimentar otro tipo de existencia, y un nuevo afecto que acaso creían perdido. Minimalista y bella, los días de la película se encuentran divididos por hermosos planos generales de la ciudad, la noche y el cielo (cuyo preciosismo que se intensificará notablemente en el campo), que confirman el talento plástico de la directora (y su responsable de fotografía, Anne Misawa) y serán reveladores para el espectador, aunque a veces corra el riesgo de caer en cierta demagogia (sobre todo si son tomados como metáforas de las vivencias y de la mirada de los niños). Lo principal, empero, es la inmensa capacidad de transmitir el microcosmos de la infancia, la experiencia íntima de sus protagonistas, en la dura odisea de aprendizaje y maduración que deben enfrentar. Por Martín Ipa
El ogro sin pasado El otro gran tanque infantil de la temporada (luego de Toy Story 4) llegó el fin de semana a nuestra ciudad, precedido de una repercusión inusualmente heterogénea, con la crítica dividida entre elogios (los menos) y vituperios diversos, una variedad que se podría pensar habla más bien que mal de la película, ya que al menos se demuestra capaz de romper las redes de consensos que suelen venir bien tejidas en la recepción especializada de éste tipo de obras. Ni la mejor de la serie ni por supuesto la peor, la cuarta entrega de Shrek es en primer término una película distinta a las anteriores, empezando porque es quizás el primer filme pensado enteramente para el formato 3D desde el renacimiento global de esta tecnología, incluso más aún que Avatar. Y siguiendo porque, por primera vez, su esquema narrativo no está basado en la transgresión y tergiversación de los clásicos cuentos infantiles, sino en la construcción de una ficción ya independizada de aquellos, deudora acaso de otras fuentes relacionadas con el cine clásico hollywoodense. El resultado no es así el peor imaginable para una cuarta (y se supone última) entrega, aunque hay que decir que tampoco logra dejar atrás el agotamiento que ya había evidenciado su predecesora. Puestos a imaginar un argumento para la cuarta entrega, los nuevos guionistas Josh Klausner (Una noche fuera de serie) y Darren Lemke (uno de los escritores de Lost) enfrentaban un problema capital: ¿cómo revitalizar una historia que había decantado hacia el ámbito familiar pequeñoburgués, tan sagrado para el imaginario norteamericano? ¿Cómo reinventar, en fin, un cuento que ya había tenido su final feliz? La respuesta hizo honor a los pergaminos de sus autores, y vino por el lado de la reapropiación de cierta tradición del cine norteamericano largamente transitada en los años ´90, relacionada a filmes como Qué bello es vivir ó Volver al futuro. Como en el clásico de Frank Capra (de 1946), Shrek accederá aquí a una realidad paralela donde él nunca ha existido, aunque esta vez será a su pesar, ya que el conflicto central del filme pasará por intentar recuperar su existencia perdida. Al inicio, el entrañable ogro se encontrará agobiado por la vida familiar y la crianza de sus tres inquietos hijos: una lograda secuencia muestra cómo la idílica vida familiar en el pantano se va convirtiendo, a fuerza de rutina y trabajo sin descanso, en un infierno que aprisiona a nuestro protagonista, quien anhela secretamente recuperar la libertad perdida. Su hartazgo será aprovechado por el mago Rumpelstiltskin, que toda su vida ha querido apoderarse del reino de Muy Muy Lejano, y le ofrecerá un acuerdo por el cual Shrek podría recuperar su antigua libertad durante 24 horas. Claro que el pacto esconde una trampa, y nuestro protagonista se verá atrapado en una nueva realidad donde nadie lo conoce y donde Fiona lidera un grupo revolucionario de ogros que intenta derrocar a Rumpelstiltskin, convertido en el nuevo dictador del reino con un ejército de brujas a su servicio. Para colmo, Shrek sólo tiene 24 horas para recuperar su antigua existencia, y de lo contrario terminará desapareciendo para siempre. Volcada decididamente hacia la acción física y la aventura, Shrek 4 tiene un diseño formal determinado esencialmente por la tridimensionalidad: como nunca antes, hay numerosas escenas de acción narradas con planos secuencias que explotan a fondo la profundidad de campo, potenciando los efectos en 3D, y dándole al filme un cariz distinto a sus predecesores. La cuestión pasa por ver si tamaño despliegue está justificado por la trama, y la verdad es que no siempre es así, ya que algunas secuencias parecen insertadas únicamente para destacar los efectos 3D (o incluso para anticipar los futuros productos de videojuegos para niños), aunque el trabajo técnico sobre la imagen resulta nuevamente sobresaliente. A favor, hay que contar también la decisión de centrar los gags humorísticos y la mirada irónica no ya sobre las clásicas tradiciones infantiles, sino sobre la propia ficción construida por sus películas predecesoras (así, el Gato con botas es un obeso, el Burro un esclavo de las brujas, y el Hombre de Jengibre un gladiador romano), lo que le devuelve al filme parte de la vitalidad perdida en la segunda y tercera entregas. También se repiten ciertos vicios por supuesto, como dirigir predominantemente el humor hacia el público adolescente, un mal que parece endémico en el género, bajo la idea de abarcar tanto a grandes como a chicos, algo que margina a los más pequeños de un universo que les debería ser propio. Por Martín Ipa
La guerra que nadie muestra Como se podía intuir a principios de año, la llegada de Obama al poder no cambió el posicionamiento estratégico del imperio del norte en el mundo, que en consecuencia sigue en estado de guerra. Más curioso aún puede resultar que el séptimo arte continúe ignorando olímpicamente los costados más oscuros de la intervención norteamericana en Medio Oriente, con Hollywood despachando como hamburguesas películas de propaganda y reclutamiento, que ya ni siquiera llegan a las carteleras de los cines del mundo (los últimos estrenos del género, algunos casi de clase B, pasaron directamente a DVD). Pero hace unas semanas se estrenó tardíamente en nuestra ciudad la mejor película hasta el momento del tema: Redacted (traducida aquí como Samarra), del gran Brian de Palma, que se presentó en el Cine Teatro Córdoba con más de dos años de retraso, y que próximamente se encontrará en las bateas de los videoclubes. Filmada en video digital y concebida como un documento de denuncia, casi en respuesta a las producciones de sus contemporáneos, Redacted es una película sin concesiones de ningún tipo, que se hunde de lleno en uno de los episodios más horrorosos de los abusos norteamericanos en Irak, un conocido caso de violación de una niña iraquí de 14 años y su posterior asesinato y el de toda su familia por parte de un grupo de soldados. Se diría empero que lo más subversivo de la película es la forma elegida por De Palma para dar su testimonio: la apropiación de un conjunto diverso de formatos audiovisuales más propios de la modernidad y la forma televisiva (filmaciones caseras, noticieros, cámaras de seguridad, videos subidos a Internet), aunque integrados a una narrativa clásica y una lógica cinematográfica. El resultado es una lúcida reflexión sobre las formas de comunicación en los tiempos que vivimos, sobre los cambios que trae aparejados en la dinámica política de las sociedades la masificación de la tecnología y el acceso a Internet, sobre los nuevos paradigmas, en fin, que dominan la lucha cotidiana por la construcción de la verdad y la apropiación de la realidad. Así las cosas, la forma del filme asemeja al documental, aunque todo lo que muestra es ficticio (y por supuesto también verídico): el eje es la cámara de un soldado miembro de un pelotón encargado de un puesto de vigilancia en Samarra, a unos kilómetros de Bagdad, quien sueña con ser cineasta y ha decidido registrar todo lo que acontezca para utilizar éste trabajo como puerta de entrada a la universidad. El relato es encuadrado a su vez por un documental (también ficticio) de una cadena de televisión francesa, que narra la actuación de este pelotón norteamericano, y luego se insertarán filmaciones caseras subidas a Internet (tanto de la insurgencia iraquí como de denuncias de soldados norteamericanos), noticieros ficcionalizados y registros de cámaras de seguridad. El objetivo es conseguir la mayor verosimilitud posible (razón que explica la utilización de actores prácticamente desconocidos), acaso para constituirse en una suerte de respuesta a la misma construcción que, en reverso, realiza la prensa y el cine de su país. Lo cierto es que con todas estas herramientas De Palma irá reflejando la cotidianeidad de estos soldados en Samarra, una rutina que se vuelve asfixiante y aburrida, diametralmente opuesta a la difundida por los filmes de aventura (en este punto es interesante compararlo también con Vivir al límite, última ganadora del Oscar). Nada es cool en Samarra, y por supuesto nadie entiende muy bien por qué está allí, ni mucho menos cuáles son los objetivos de la invasión. Pronto, el asesinato de una mujer embarazada modificará la falsa tranquilidad que se respira en el ambiente, y la tensión irá en aumento cuando llegue la réplica iraquí, en un pequeño atentado, que rápidamente desatará una espiral de violencia que culminará con el episodio descrito. Si bien Redacted (cuya traducción literal sería re-editado, es decir censurado, algo que el filme sufriría en carne propia) no es un documental, De Palma sí pretende explorar la condiciones de la ocupación en Irak, la visión despreciativa, colonial y racista, que esconde semejante empresa, y por supuesto las consecuencias que conlleva. Por eso, cuando surge, la violencia irrumpe con toda crudeza, de manera absolutamente explícita, aunque no hay ninguna forma de estetización vacua, y la caracterización de los victimarios recrea un prototipo de la psicología fascista, profundamente ignorante y resentida. El notable montaje final con fotografías de víctimas reales de los “daños colaterales” de la actuación norteamericana termina de dar verdadera dimensión a lo ocurrido, a pesar de la censura que obligó al director a tapar los rostros de las víctimas. Por Martín Iparraguirre