El huevo y la serpiente El fin de semana cinematográfico trajo nuevas gratificaciones para los amantes del cine en las carteleras comerciales de la ciudad: si bien se fue Las playas de Agnès, acaso uno de los mejores filmes que pasarán por las carteleras de Córdoba este año (y que apenas duró una semana), en su lugar se estrenó la última película de Michael Haneke, La cinta blanca, un inquietante ensayo sobre el fanatismo moral y religioso ambientado en un pequeño pueblo del norte de Alemania, en 1913. No casualmente, ambas películas se estrenaron únicamente en el cine Showcase, el único complejo comercial que intenta apostar de tanto en tanto al cine independiente del mundo, particularmente el europeo (algo por supuesto para celebrar, aunque queda por ver cuánto se mantendrá en cartelera: por las dudas, estimado lector, recomiendo ir antes del jueves). Rodado en un ascético blanco y negro, con un trabajo excepcional en la fotografía (a cargo de Christian Berger, quizás en su mejor colaboración con Haneke) La cinta blanca es un filme que levantó y seguramente levantará más de una polémica, pero cuyo rigor político, ético, formal y estético están fuera de toda duda. Pocas películas, en efecto, han abordado situaciones de semejante complejidad de forma tan rigurosa: podrán decir que Haneke quiere hablar de “grandes temas” y que incluso intentó seducir a los jurados del mundo con ella (se llevó la Palma de Oro del Festival de Cannes 2009), pero nunca se lo podrá acusar de banalizar el tema, como tampoco de proponer lecturas simplistas y tranquilizadoras, que busquen normalizar una experiencia en cierta medida traumática para las mentes biempensantes. Más bien, uno diría todo lo contrario. Y acaso el principal error sea considerar a La cinta blanca solamente como un estudio del germen del nazismo: si bien la lectura es válida, y está legitimada por el propio filme, se trata de un análisis más universal, un ensayo trasladable a otras latitudes, épocas y culturas; ya que lo que Haneke examina es el funcionamiento de una sociedad autoritaria, dominada por un dogmatismo religioso que, en el fondo, esconde férreas relaciones de poder y represión. Estamos en 1913, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. El pequeño pueblo protestante se ve sacudido una mañana por un accidente provocado al doctor con una trampa. El hombre terminará hospitalizado durante varios meses. Pero entretanto, se sucederán otros hechos aún más inquietantes, que sugieren la existencia de un plan maligno en curso: primero, la muerte de origen dudoso de una campesina, luego, el atentado contra el hijo del terrateniente del lugar y el incendio de un granero, más tarde la feroz golpiza de otro pequeño con atraso mental. Filme de naturaleza coral, La cinta blanca irá revisando simultáneamente la existencia de varios de sus pobladores: el estricto pastor del lugar, capaz de colocar una cinta blanca a sus hijos para recordarles el ideal de pureza, el doctor, que bastardea a su amante y servidora incondicional, el maestro y narrador de la película, enamorado de una joven empleada del Barón, quien a su vez mantiene al pueblo en una situación feudal. Como en Caché, escondido, el filme parece replicar en su forma narrativa la estructura del psiquismo: la maldad, la violencia y los actos más aberrantes se mantienen casi siempre fuera de campo, pero sus consecuencias van aflorando progresivamente, descubriendo un mundo atroz que se esconde detrás del puritanismo religioso, la represión sexual y el disciplinamiento social y económico. El cine de Haneke está hecho de sugerencias, y aquí son manejadas con maestría por el director austríaco y alemán -aunque a veces haya algún golpe de efecto de más-, quien dosifica el suspenso hasta la más terrible revelación final, sobre la autoría de los atentados. Pero acaso lo más importante sea la clarividencia sociológica del filme: La cinta blanca es una pequeña gema para analizar el comportamiento de las sociedades patriarcales y autoritarias, que puede encontrar varios paralelismos en la actualidad y por supuesto en la historia (para nosotros, claro, la última dictadura militar). Por Martín Iparraguirre
Autobiografía de todo el mundo El fin de semana deparó para los cinéfilos cordobeses una de esas gratísimas sorpresas que muy de tanto en tanto se dan en las carteleras comerciales de la ciudad: el estreno de la última película de Agnès Varda, una de las fundadoras de la nouvelle vague francesa y cineasta fundamental del siglo XX. Se trata de un verdadero acontecimiento para los amantes del séptimo arte, que igualmente pasó casi desapercibido para los medios locales, por lo que no es difícil aventurar una corta existencia en la cartelera del único complejo que la estreno: el Showcase. Por eso vale destacar la excepción, que durará pocos días: poder ver Las playas de Agnès en las mejores condiciones posibles. Autorretrato fílmico decididamente experimental, documental de carácter reflexivo y heterogéneo, Las playas de Agnès es una película inclasificable, que igual puede describirse como una autobiografía íntima de la propia cineasta que como una emocionante reflexión sobre el siglo XX, la memoria, el paso del tiempo, el arte y la existencia, todo esto en una muy particular armonía. Y es que el signo distintivo de Las playas de Agnès es la libertad absoluta de Varda, su autora, que se permite reproducir en la forma de la película los procesos de la memoria: la fragmentación, el calidoscopio, el collage, o incluso la inventiva, la recreación artística. “Los recuerdos son como moscas volando en el aire”, sostiene la propia Varda en la película, formada por fragmentos de recuerdos, recreaciones y registros reales de su vida, fantasías, anécdotas de sus contemporáneos y vecinos anónimos, y la Historia con H mayúscula, todo enlazado de manera libre y juguetona, con un sentido del humor sutil e irónico, que desacraliza las idealizaciones y desecha toda solemnidad. El aparente caos formal no es caprichoso: la intención de Varda es ser fiel a sí misma, y por ello la forma elegida es el collage, la asociación libre, el único modo posible de trasladar su propia subjetividad al cine, de narrarse a sí misma en sus múltiples pasiones, de verse reflejada en los miles de espejos que le devuelve la memoria (como lo sugiere la primera escena, una instalación con espejos en la playa). Así, luego de repasar sin nostalgia una infancia marcada por el exilio y la Segunda Guerra Mundial, Varda se adentrará en una larga vida apasionada, que incluye su temprana incursión en la fotografía, el posterior salto al cine de la mano de Jean-Luc Godard con Cleo de 5 a 7 (1962), su amor legendario con Jacques Demy, las incursiones en la China maoísta, el triunfo de la Revolución Cubana, el despertar del hippismo en California, la batalla contra Vietnam, los Panteras Negras, y luego las luchas del feminismo en Francia, donde esta vez fue una activa protagonista. El repaso, claro, no es lineal ni mucho menos convencional, si bien a sus 80 años Varda pone nuevamente su cuerpo a disposición del cine para hacerse centro, cohesionar los retazos, y darle una particular coherencia narrativa al relato. Pero la libertad (estética, narrativa y conceptual) es siempre norma: por eso, se detiene cuanto le place en el recuerdo de sus amigos -tanto famosos (Godard, al que muestra sin lentes, Jim Morrison, Jane Birkin y hasta Chris Marker, que aparece representado por un gato de dibujo) como anónimos (sus vecinos de barrio, o los niños protagonistas de sus primeras películas, hoy adultos)-, o en el gran amor de su vida, Demy, al que dedica gran parte del filme. Acaso la intención de Varda sea narrarse a sí misma a través de los otros, y por eso resulta significativo el espacio dedicado a personas desconocidas para el público: como en casi toda su obra (basta recordar Daguerrotipos, 1977), donde Varda desestimó el cine de gran producción para adentrarse en el pueblo, en la vida de la calle, en las existencias anónimas. Esa visión política y filosófica sigue vigente aquí, y acaso vale la pena citar a la propia directora para cerrar el comentario: “Alguien, después de ver la película, me recordó una novela de Gertrude Stein, que se llamaba Autobiografía de todo el mundo. Me sentiría muy feliz de que lo mismo pudiera decirse de mi película”. Por Martín Iparraguirre
Intriga internacional El policial es uno de los pocos géneros que goza de buena salud en las carteleras cinematográficas del mundo, aunque no es gracias a los grandes tanques de Hollywood que cada semana nos llegan con regularidad industrial (salvo alguna pequeña excepción como Al filo de la oscuridad), sino a la vitalidad de maestros de otros tiempos que han vuelto en buena forma, como Martin Scorsese o el que hoy nos ocupa, el gran Roman Polanski (y sin llegar a hablar de los que tenemos en Argentina). Director de los vericuetos de la mente si los hay, Polanski ha sabido crear un cuerpo de obra muy particular, que supo mantener sus aspiraciones artísticas pese a entrar desde temprano y desarrollarse en el seno de la gran industria (que luego lo terminaría expulsando), bebiendo de las tradiciones más clásicas de Hollywood. Es, sin dudas, un autor con todas las letras, un director que posee una gramática cinematográfica propia, que ha mantenido, nutrido y desarrollado a lo largo de los años pese a los vericuetos que tomó su azarosa existencia (cuyos detalles importa bien poco). Sí vale la pena anotar que su última obra, El escritor oculto, terminada ya en situación de encierro (domiciliario), confirma con altura las virtudes de este director premiado en el último Festival de Berlín por un jurado presidido por Werner Herzog, otro gran director de lo anómalo. Claro que en Polanski lo extraño se suele esconder detrás de la más crasa normalidad: un matrimonio prototípico de Nueva York (El bebé de Rosemary), dos jóvenes hermanas que viven juntas (Repulsión), un caso de adulterio más en Los Ángeles (Chinatown) o un ex primer ministro británico que quiere escribir sus memorias (El escritor fantasma). Ya las primeras escenas anuncian el clima que dominará la película: un auto aparece abandonado en uno de esos ferrys utilizados para trasladar personas y vehículos, a la siguiente un cuerpo aparece en la playa. Se trata del escritor fantasma (aquél que escribe para otro, ocultando su identidad) del ex premier Adam Lang (el escocés Pierce Brosnan, toda una ironía de Polanski), ahogado aparentemente en estado de ebriedad. Lo irá a suplantar nuestro protagonista, identificado apenas como The Ghost (Ewan McGregor), un escritor impersonal que no está interesado en política pero sí en la jugosa paga que se le ofrece para terminar el libro de su sucesor, en apenas un mes. No resulta casual, empero, que apenas llegue al búnker – mansión en que vive Lang en Estados Unidos, el ex premier sea acusado de capturar y entregar ilegalmente a la CIA a prisioneros islámicos, lo que eventualmente podría llevarlo a ser juzgado como criminal de guerra por el Tribunal de La Haya. Afortunadamente, afirma su entorno, Estados Unidos no tiene acuerdo de extradición con La Haya (otra de las sutiles ironías del director, esta vez para sí mismo). Lo cierto es que el escritor en cuestión comenzará a sospechar de su nuevo jefe, y el clima de encierro y paranoia irá en aumento a medida que descubra ciertas incoherencias en sus testimonios, amén de algunos indicios que lo llevan a dudar de la muerte de su predecesor, confirmados implícitamente por la mujer de Lang (la sutil Olivia Williams). Poco a poco, se irá abriendo una oscura trama que, a tono con la época, mezcla conspiraciones internacionales, posibles asesinatos, espionajes en las más altas esferas del poder y corporaciones que actúan en las sombras. Férreamente clásica, formalmente sólida como las mejores, hay en El escritor oculto un tono decididamente hitchcockniano de principio a fin que paradójicamente viene a ser como una fuerte brisa de aire fresco en el género, acaso por el oficio con que está resuelta por Polanski. Una maestría que, a excepción de ciertas secuencias resueltas de manera evidentemente magistral (la de cierto asesinato en pleno aeropuerto o el excelente cierre del filme), está asentada en los detalles: la forma en que se teje la intriga (con la violencia casi siempre fuera de campo), los sutiles indicios arrojados al pasar, los diálogos con varios sentidos, los tonos grises que dominan al búnker, van construyendo un clima atrapante de paranoia y sospecha general. Por no hablar de las múltiples referencias de Polanski a la política contemporánea (Tony Blair y George Jr. en primer lugar) o de sus finas y filosas ironías sobre el mundo y el cine que tenemos. Que la épica del héroe individual se vea finalmente traicionada es también todo un dato para celebrar. Por Martín Iparraguirre
El policial argentino El desarrollo que ha tenido el cine de Pablo Trapero es notable. Desde aquella celebrada ópera prima que reflejó la existencia en la Argentina del menemato que fue Mundo Grúa (1999), a éste soberbio y heterogéneo policial negro que acaba de estrenar en nuestras salas ha pasado mucha agua bajo el puente en el séptimo arte nacional, y el propio Trapero ha probado diversos géneros y estilos, pero su visión cinematográfica no ha dejado de crecer bajo una misma idea, una misma concepción del cine y el mundo. Que Carancho, el estreno en cuestión, sea no sólo su película más lograda hasta el momento sino también la que presumiblemente le augurará la mayor repercusión de público (fue la segunda más vista el fin de semana en el país, muy cerca de Iron Man 2) no es para nada una contradicción, ni mucho menos una “concesión” a la industria, sino una circunstancia para celebrar porque ubica a su cine en el justo lugar que siempre ha merecido (aunque se deba en parte al protagónico de Ricardo Darín). Y es que el cine de Trapero es esencialmente popular, al punto de que junto a Adrián Caetano (Bolivia) y sobre todo José Celestino Campusano (Vikingo, Vil Romance) son los únicos directores que se han preocupado por poner en escena al conurbano bonaerense, ése universo absolutamente desconocido pero siempre estigmatizado por la TV. Y si el “cine bruto” de Campusano choca contra el establishment cultural vigente, el de Trapero no es menos desafiante aún, aunque su virtuosismo formal induzca a pensar lo contrario. Empecemos entonces por decir que Carancho es una película tan revulsiva como puede serlo su temática, la de los accidentes de tránsito, en medio de la corrupción estructural que existe en nuestra sociedad. En Argentina, nos informa al inicio, mueren al año más de 8.000 personas en accidentes, un promedio de 22 por día; lo que produce “un enorme mercado sostenido por las indemnizaciones y la fragilidad de la Ley”. Detrás de cada choque hay un negocio en puerta, y nuestro protagonista, Sosa (Darín, en un papel pensado para él), es una pieza clave en el entramado judicial y policial que permite aprovechar esos acontecimientos. Se trata de un “carancho”, un ave de rapiña que surca las calles del conurbano en busca de clientes, víctimas de accidentes que se podrán aprovechar para sacar jugosas indemnizaciones, y que forma parte de una mafia judicial y policial organizada para tal fin. Pero la vida de Sosa comenzará a cambiar cuando se cruce con Luján (Martina Gusmán, excelente, también productora del filme), una joven médica que se encuentra haciendo sus primeros pasos en la profesión, trabajando al límite de sus posibilidades en largas guardias de hospitales y en una ambulancia de servicio de emergencia. Ambos, por supuesto, se terminarán enamorando, aunque Luján advertirá pronto el costado siniestro de la profesión de Sosa, cuando un accidente “armado” salga mal. El melodrama romántico devendrá entonces en una épica de redención y luego en un thriller de escape, a partir de que Sosa intente renunciar a la organización y hacer un último trabajo de forma independiente, algo que sus ex compañeros no van a tolerar. Como todo buen noir, Carancho es, al fin, un relato trágico de dos seres que intentan escapar a su destino, que se enfrentan estoicamente a fuerzas mayores, que los trascienden y han dictado ya una sentencia en su contra. Pese a su crudeza, nada hay de gratuito en Carancho: si bien Trapero intensifica al máximo la fisicalidad típica de su cine con planos pegados a los personajes y planos secuencia que exploran ése universo desconocido para el gran público, nunca hay golpes bajos ni regodeos con la sangre y la violencia. Al contrario, se diría que existe una saludable voluntad testimonial en Carancho, reflejada no sólo en los pasajes que transcurren en los hospitales públicos (donde se muestran las condiciones en que trabajan nuestros médicos), sino también en los tramos más crudos, donde la violencia muestra su naturaleza brutal, terrible, arcaica. Sí hay un virtuosismo formal inusitado, que nunca conspira contra el relato, sino todo lo contrario: el trabajo en el sonido es ejemplar, constituyéndose en un protagonista imprescindible del filme (a través de él se construye y manifiesta el mundo que los rodea), mientras que la abundancia de planos secuencia (con el trabajo de cámara del gran Julián Azpesteguía, habitual de Caetano), habla de un nuevo estadio en el cine de Trapero, con una secuencia final simplemente magistral, sin parangón en el cine industrial argentino, y que como toda la película es además una refutación definitiva de las supuestas virtudes de El secreto de sus ojos. Por Martín Iparraguirre
Una invitación a gozar El verdadero cine, aquel que se propone salir en busca del mundo que nos rodea (sea para descubrirlo, sea para problematizar lo que se supone ya conocido), sigue estando lejos de las grandes salas de la ciudad: cada fin de semana se estrenan un promedio de cuatro o cinco películas que, en su mayoría, no tienen nada para decir sobre el hombre, la vida, ni de ésta tierra que contiene la infinita multiplicidad de la existencia. Si hay alguna excepción suele ser por mérito exclusivo del circuito de cines independientes de la ciudad, que de vez en cuando se animan a traer alguna de esas joyitas olvidadas por el mercado, para alivio y gozo de la siempre anhelante comunidad cinéfila. Y por eso es hora de celebrar, ya que el próximo jueves se estrenará en el Cine Teatro Córdoba (27 de abril 275) nada menos que Aquel querido mes de agosto, la película ganadora del premio mayor del Bafici 2009, que sin dudas será uno de los mejores estrenos del año. Múltiple y moderno, libre como la vida que lo habita, Aquel querido mes de agosto es un filme inclasificable y complejo, que se opone diametralmente a los cánones que hoy dominan al séptimo arte, pero que al mismo tiempo es una obra absolutamente popular, accesible, vital y festiva, dueña de un optimismo existencial propio del tiempo que registra y de su naturaleza. Se trata además de un triunfo del cine sobre si mismo (o sobre sus presuntas adversidades y limitaciones), empezando porque en su origen hay un impedimento presupuestario que imposibilitó a su director, el portugués Miguel Gomes, rodar la película que pretendía. Y siguiendo porque su estructura formal pone en crisis todas las concepciones de género, porque bascula entre el documental y la ficción como si ambos fueran la misma cosa y porque reflexiona como pocas sobre la naturaleza del registro cinematográfico, mientras retrata la idiosincrasia de un pueblo y de una clase social, y cuenta aquella historia de amor que Gomes había querido narrar al principio de todo. El escenario son las sierras portuguesas de Arganil en un verano cercano. Lo que comienza como un retrato documental de ciertos grupos de música popular, ciertas fiestas, tradiciones, bailes, ceremonias, leyendas y personajes del lugar irá transmutando casi imperceptiblemente en una historia de amor entre dos primos, con una disputa familiar de fondo, y con otra subtrama sobre la realización de la propia película en la que los realizadores son protagonistas. Lo excepcional del filme de Gomes es cómo su aparente caos formal, su aparente cambalache estético y narrativo, esconde un orden apenas perceptible que justamente busca reflexionar sobre el cine y sus límites, sobre la pertinencia de los cánones y las categorías, sobre la realidad y su representación, al mismo tiempo que trata las cuestiones humanas más básicas y supuestamente banales, como el amor romántico y adolescente, los lazos familiares y la vida en comunidad. Todo lo que muestran los planos es real: los bailes populares, desfiles de motos, procesiones religiosas, diferentes tradiciones y personajes del lugar están aconteciendo y contando sus vidas en ése momento. Pero al mismo tiempo todo tiene algo de ficción, como queda claro en la escena de aquél hombre que cuenta su vida a la cámara mientras la mujer, ubicada atrás en un lugar de subordinación, desmiente y contradice sus afirmaciones. Los límites se borran, y Gomes deja parece decir que todo registro es una ficción, así como todo relato está atado indisolublemente a la realidad. Pero hay mucho más para ver y sentir en Aquel querido mes de agosto: esencialmente poética y lúdica, la película trasunta una disposición de espíritu particular, que se puede apreciar no sólo en los múltiples bailes y conciertos que registra (con aquella música tan ninguneada con el calificativo de “popular”), sino también en las escenas donde el equipo de filmación discute sobre la película (el productor vive reprochando a Gomes que no filma lo que dice el guión), y donde parece haber una invitación a ver el cine como un juego gozoso, mágico y vital, que no puede escindirse de su entorno, sino que debe preñarse de la vida de su comunidad. De allí que la traducción formal de la película sea una hegemonía casi absoluta de los planos medios y generales, con muchos pasajes de planos secuencia que no sólo confirman el carácter realista del filme, sino que revelan una concepción del cine comunitaria, colectiva, que busca impregnarse de la vida social y simbólica de un tiempo y una sociedad específicas. El cine, en fin, como una pasión esencialmente popular, que deviene en una construcción social, como en aquel gran pasaje donde Gomes presenta a los campesinos del lugar una película filmada con ellos como protagonistas (una “versión de terror de Caperucita roja”, indica), sólo para captar sus reacciones al verse proyectados en la gran pantalla. Hay muchos pasajes reveladores como éste: desde la misma apertura del filme, donde un zorro se acerca sigilosamente a una jaula de gallinas para atacarlas (síntesis magistral de la concepción del cine del propio Gomes, el cineasta como un cazador atento de la realidad), hasta el cierre de la historia de amor, ciertos hallazgos en las historias de los pobladores del lugar, o los pasajes en donde el director y su equipo discuten la realización de la película (con un sentido del humor sutil pero bien irónico). Hubo quien criticó el cierre del filme por su supuestamente excesiva autorreferencialidad, acusando a Gomes de ser una especie de nihilista incurable. Bien al contrario, quien firma estas líneas piensa que la última escena (donde todo el equipo discute con el sonidista sobre la naturaleza de su trabajo) revela la esencia lúdica de la película, es un pasaje de comedia muy logrado que encima plantea un dilema ontológico sobre el cine y la realidad. Quedará al lector decidir su posición. Por lo pronto, lo seguro es que, al menos por una vez, nosotros también estamos invitados al juego del cine (por las dudas, recuerdo que será desde el jueves al domingo en la sala del Teatro Córdoba). Por Martín Iparraguirre
El imaginario del Sr. Scorsese El año que transitamos parece estar marcado por el regreso de grandes autores de otros tiempos de Hollywood, un dato que sugiere indirectamente la escasez de nuevos talentos en la industria mayor del séptimo arte. Esta vez, el que volvió fue nada menos que Martin Scorsese, aquél recordado creador de Taxi Driver, Toro salvaje ó Después de hora, uno de los más valiosos integrante de la camada de los `70 (que incluye a Francis Ford Coppola, Brian De Palma y Steven Spielberg), pero que recién ahora parece empezar a cosechar el reconocimiento de su país. Hace nada más que tres años, luego de una carrera de casi cuatro lustros, Scorsese se llevó su primer premio Oscar por Los infiltrados, y ahora su nueva película, La isla siniestra, se perfila como el mayor triunfo comercial de su filmografía. Claro que el éxito no garantiza nada, mucho menos en Hollywood, donde el reconocimiento suele estar asociado a una pérdida flagrante de identidad, aunque éste no sea el caso. La isla siniestra (Shutter Island) es un filme complejo, ciertamente polémico por momentos, pero es sin dudas una película de Scorsese, que lleva su estampa en cada fotograma, aunque no sea el mismo Scorsese de los años `70. El lector se preguntará ¿cuál es la diferencia entre éste y aquél? En principio, la puesta en escena. Aquí, contra la tradición minimalista y documental del director en sus primeros años, la puesta en escena suma elementos diversos hasta volverse barroca, abigarrada, excesiva por donde se la mire, en un relato de naturaleza paranoica y esquizoide, pero que sin embargo a veces pierde por su artificialidad. Estamos, acaso, ante un síndrome de época, facilitado por las infinitas posibilidades que brinda la tecnología, algo que fácilmente se puede volver contraproducente. Pero los problemas y virtudes de La isla siniestra van más allá de su excesiva artificialidad: antes que nada, debemos hablar de un filme desparejo, que aspira a cruzar diversos géneros y tradiciones y lo logra con suficiencia, que llega a alcanzar grandes picos de tensión e interés, e incluso consigue reflejar con exactitud lo que es la paranoia, pero que luego se desmorona por sus propias inconsistencias, se desbanda y cae directamente en la más repudiable abyección. Inspirado en una novela de Denise Lehane, su núcleo esencial se relaciona con una época histórica: los años 50 y el inicio de la Guerra Fría. La paranoia era entonces el signo distintivo de una sociedad sacudida por el militarismo y la batalla contra el comunismo. Dos agentes del FBI llegan a una isla que alberga una institución mental con los pacientes más extremos, y de dónde se ha escapado una peligrosa interna. El lugar deja a Alcatraz hecho un poroto, se trata de una construcción inexpugnable rodeada de bosques, barrancos, abismos y un mar helado. A poco de arribar, nuestro protagonista, el detective Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio), empezará a sospechar que algo anda mal en la institución, y su investigación se convertirá en una cruzada por descubrir lo que presume una siniestra confabulación para experimentar con los internos en busca de aquello que los nazis habían dejado inconcluso. Pero Teddy tiene sus propios traumas del pasado (vio con sus propios ojos los campos de concentración nazis y tuvo una esposa que murió incinerada) y su estabilidad mental empezará a desvariar ante el ominoso ambiente en que se encuentra y las presuntas trampas de los responsables de la institución, que parecen sospechar sus intenciones ocultas. Como se puede intuir, el filme es un homenaje explícito al cine noir y de terror de los años ´50. Scorsese es además un gran director, que maneja con suficiencia los géneros y recurre a numerosos elementos formales (sobre todo una ampulosa banda sonora y una utilización impresionista de la luz) para recrear el clima ominoso y pesadillesco que se vive en Shutter Island, que incluso se diría que parece una proyección de los laberintos mentales de sus internos. Pero la suma de elementos no hace a la sustancia, y si bien por momentos la película logra trasladar con suficiencia el estado de esquizofrenia que vive su protagonista, por otros pierde por su ampulosa artificialidad. Bien que la vuelta de tuerca final, que trastoca toda la película y destruye el punto de vista que había propuesto, parece justificar estos excesos, aunque quizás no haga más que confirmar sus defectos (queda al lector la decisión final). Pese a todo, hay que dejar en claro que el filme se encuentra muy sobre la media de una industria que hoy vive en la mediocridad. Por Martín Iparraguirre
Un sueño por cumplir El cine estadounidense se anima a mirar de tanto en tanto el otro lado del sueño americano, ése que desmiente el insultante mito del primer mundo civilizado y bonachón, hoy caído nuevamente en desgracia por sus propias mentiras y contradicciones. Dos películas de este llamado “neo-neorrealismo norteamericano”, en palabras del crítico A. O. Scott (New York Times), coincidieron hace unas semanas en nuestra ciudad, y dieron muestras de las diferentes miradas que tiñen al movimiento Indie contemporáneo, volcado más que nunca hacia la realidad social de los Estados Unidos. Una de ellas es la por cierto polémica Preciosa, de Lee Daniels, nominada al Oscar a Mejor Película (se llevó el de Mejor Actriz de Reparto, para Mo’Nique), pese a ser un filme duro, complejo y desafiante, que generó discusiones por dónde pasó. Basado en Push, una novela de la poetisa afroamericana Sapphire, el filme se hunde en la existencia de Clareece Precious Jones (la actriz amateur Gabourey Sidibe, excelente), una adolescente negra de 16 años del Harlem de los años `80, casi analfabeta y con 150 kilos de peso, que intenta a duras penas progresar en el colegio y sobrellevar una vida de maltratos físicos, psicológicos y afectivos por parte de su madre (Mo’Nique, aún más impresionante) y su padre, de quien tiene una hija con síndrome de Down, y de quien espera un hijo más, fruto de sendas violaciones. Es, como se verá, una historia dura desde el principio, y Daniels no se anda con pruritos: se lo puede cuestionar por cierta manipulación emocional que propone al espectador, varios golpes bajos que se repiten en su trama, cierta abyección en fin que se puede detectar en algunos tramos. Pero al mismo tiempo, se trata de una película directa, que pone en escena a una clase social casi siempre excluida de la cinematografía y el imaginario simbólico de Estados Unidos, que lo hace con una inusual potencia dramática, y que en definitiva intenta enfrentar los prejuicios que estigmatizan a miles de afroamericanos de clase baja en el norte. Claro que las formas (que es dónde se debe buscar la ética cinematográfica) pueden traicionar las mejores intenciones, y el filme de Daniels se mueve por una fina cornisa entre el sensacionalismo barato y la voluntad testimonial, entre la explotación emocional y la denuncia social. Quedará al lector definir el resultado. No será el caso del segundo filme en cuestión, del estadounidense de origen iraní Ramin Bahrani, estrenado en el Cineclub Hugo del Carril (junto a la también excelente Excursiones, de Ezequiel Acuña, que me comprometo a comentar para su estreno en DVD). Se trata de Goodbye Solo (que sí, ya se puede conseguir en los videoclubes de la ciudad), un filme que hace de la sutileza un dogma: con una puesta en escena minimalista y casi documental, Bahrani recorre los meandros de la amistad entre un taxista senegalés y un pasajero misterioso, parco, que posiblemente está buscando acabar con su propia vida. El primero es el Solo del título (Souleymane Sy Ravane, mismo nombre que su personaje), un taxista alegre y esperanzado pese a pertenecer a la clase de los inmigrantes, con todo lo que ello significa, y que una noche recoge con su auto a William (el actor Red West, en su tiempo conocido por haber sido guardaespaldas de Elvis Presley), un hombre que le ofrece mil dólares por llevarlo, dentro de unos días, a una montaña llamada Blowing Rock, de peligrosa altura. A partir de allí, Solo comenzará a construir una amistad compleja, sincera y desinteresada, con William, que al principio se resiste a su compañía pero que pronto la entiende como un bálsamo a su soledad, aunque no confiese nada de su pasado ni de sus planes futuros. La gran virtud de Bahrani consiste en apostar por la sutileza y la honestidad: su cámara, detallista, basta para expresar las emociones de sus personajes, y las manipulaciones no existen, como tampoco los sentimentalismo ni golpes bajos. Sólo hay dos personas condenadas a los márgenes de la sociedad, pero capaces de apostar a la solidaridad y el encuentro como una forma de salida. El contagioso optimismo de su protagonista no funge además como un hipócrita modelo de heroicidad: al contrario, Goodbye Solo confirma que el “american dream” es aún un sueño sin cumplir. Por M.I.
Un sueño por cumplir El cine estadounidense se anima a mirar de tanto en tanto el otro lado del sueño americano, ése que desmiente el insultante mito del primer mundo civilizado y bonachón, hoy caído nuevamente en desgracia por sus propias mentiras y contradicciones. Dos películas de este llamado “neo-neorrealismo norteamericano”, en palabras del crítico A. O. Scott (New York Times), coincidieron hace unas semanas en nuestra ciudad, y dieron muestras de las diferentes miradas que tiñen al movimiento Indie contemporáneo, volcado más que nunca hacia la realidad social de los Estados Unidos. Una de ellas es la por cierto polémica Preciosa, de Lee Daniels, nominada al Oscar a Mejor Película (se llevó el de Mejor Actriz de Reparto, para Mo’Nique), pese a ser un filme duro, complejo y desafiante, que generó discusiones por dónde pasó. Basado en Push, una novela de la poetisa afroamericana Sapphire, el filme se hunde en la existencia de Clareece Precious Jones (la actriz amateur Gabourey Sidibe, excelente), una adolescente negra de 16 años del Harlem de los años `80, casi analfabeta y con 150 kilos de peso, que intenta a duras penas progresar en el colegio y sobrellevar una vida de maltratos físicos, psicológicos y afectivos por parte de su madre (Mo’Nique, aún más impresionante) y su padre, de quien tiene una hija con síndrome de Down, y de quien espera un hijo más, fruto de sendas violaciones. Es, como se verá, una historia dura desde el principio, y Daniels no se anda con pruritos: se lo puede cuestionar por cierta manipulación emocional que propone al espectador, varios golpes bajos que se repiten en su trama, cierta abyección en fin que se puede detectar en algunos tramos. Pero al mismo tiempo, se trata de una película directa, que pone en escena a una clase social casi siempre excluida de la cinematografía y el imaginario simbólico de Estados Unidos, que lo hace con una inusual potencia dramática, y que en definitiva intenta enfrentar los prejuicios que estigmatizan a miles de afroamericanos de clase baja en el norte. Claro que las formas (que es dónde se debe buscar la ética cinematográfica) pueden traicionar las mejores intenciones, y el filme de Daniels se mueve por una fina cornisa entre el sensacionalismo barato y la voluntad testimonial, entre la explotación emocional y la denuncia social. Quedará al lector definir el resultado. No será el caso del segundo filme en cuestión, del estadounidense de origen iraní Ramin Bahrani, estrenado en el Cineclub Hugo del Carril (junto a la también excelente Excursiones, de Ezequiel Acuña, que me comprometo a comentar para su estreno en DVD). Se trata de Goodbye Solo (que sí, ya se puede conseguir en los videoclubes de la ciudad), un filme que hace de la sutileza un dogma: con una puesta en escena minimalista y casi documental, Bahrani recorre los meandros de la amistad entre un taxista senegalés y un pasajero misterioso, parco, que posiblemente está buscando acabar con su propia vida. El primero es el Solo del título (Souleymane Sy Ravane, mismo nombre que su personaje), un taxista alegre y esperanzado pese a pertenecer a la clase de los inmigrantes, con todo lo que ello significa, y que una noche recoge con su auto a William (el actor Red West, en su tiempo conocido por haber sido guardaespaldas de Elvis Presley), un hombre que le ofrece mil dólares por llevarlo, dentro de unos días, a una montaña llamada Blowing Rock, de peligrosa altura. A partir de allí, Solo comenzará a construir una amistad compleja, sincera y desinteresada, con William, que al principio se resiste a su compañía pero que pronto la entiende como un bálsamo a su soledad, aunque no confiese nada de su pasado ni de sus planes futuros. La gran virtud de Bahrani consiste en apostar por la sutileza y la honestidad: su cámara, detallista, basta para expresar las emociones de sus personajes, y las manipulaciones no existen, como tampoco los sentimentalismo ni golpes bajos. Sólo hay dos personas condenadas a los márgenes de la sociedad, pero capaces de apostar a la solidaridad y el encuentro como una forma de salida. El contagioso optimismo de su protagonista no funge además como un hipócrita modelo de heroicidad: al contrario, Goodbye Solo confirma que el “american dream” es aún un sueño sin cumplir. Por Martín Iparraguirre
Otra postal made in USA La sociedad norteamericana parece sufrir de un provincianismo patológico: todo debe comenzar y terminar en ellos, o bien para entrar allí todo debe ajustarse a sus propios términos. Se trata de un paradigma cultural, social y hasta existencial, que en el séptimo arte se traduce en una especie de fruición por adaptar obras extranjeras, bajo el supuesto de que el público local jamás iría a ver una película que no fuera norteamericana. Ya le tocará a El secreto de sus ojos, que según se conoció luego del Premio Oscar tendrá su debida remake en el imperio del norte (algo que aquí se festejó como un gol en el mundial de fútbol, lo que revela nuestro propio provincianismo). Pero lo cierto es que los resultados de estas adaptaciones suelen ser patéticos, por más que en una gran parte de ellas se copien los planos, conflictos, situaciones y hasta los propios diálogos del original. El último ejemplo es Hermanos, del irlandés Jim Sheridan, remake estadounidense del filme homónimo de 2004 de la danesa Susanne Bier (editado aquí por el sello 791CINE), una directora que no casualmente ha desembarcado en los últimos años en el imperio del norte (con Cosas que perdimos en el fuego, de 2007, protagonizada por Benicio del Toro) a pesar de que en sus inicios fue integrante del Dogma de Lars Von Trier. Aquél Hermanos era un filme que, si bien con sus desniveles, lograba explorar las complejidades del alma humana a partir de las consecuencias que la guerra tenía en un núcleo familiar mínimo, donde la ausencia del pater familis terminaba generando un triángulo amoroso inesperado. Era una película que se inclinaba decididamente al melodrama, pero sin volverse pomposa, con una intensidad dramática considerable, en parte gracias a sus excelentes actuaciones. La cuestión es que, como en tantos otros ejemplos, la nueva versión made in America parece una traslación lavada, artificiosa, insustancial, casi una sombra de aquella otra película, por más que la copie textualmente en gran medida. La primera escena ya hace temer su carácter artificial: como en una postal, se iza la bandera norteamericana (casi omnipresente en el filme) mientras unos soldados trotan al frente. Le seguirán escenas homónimas donde se mostrarán visiones idílicas de la familia perfecta, formada por el capitán Sam Shepard (un errático Tobey Maguire) su hermosa mujer Grace (Natalie Portman) y dos pequeñas hijas. Claro que la postal no durará mucho: Sam ha sido llamado nuevamente al frente, y apenas tendrá tiempo de compartir una tensa cena con su hermano Tommy (Jake Gyllenhaal, el mejor), la oveja negra de la familia, que acaba de salir de la cárcel. Ya en el frente, Sam no tardará en ser atrapado por los talibanes, aunque su propio Ejército lo dará por muerto, y la familia se verá obligada a hacer un funeral simbólico en su honor. Devastado por la noticia y la culpa que le genera su propia vida, con un padre que lo acusa de todo a él, Tommy comenzará a acercarse a la familia de su hermano y terminará enamorándose de su mujer, y viceversa. El problema surgirá cuando Sam vuelva del frente, completamente cambiado por los tormentos sufridos en la guerra, y comience a percatarse de que algo ocurrió en su ausencia, certidumbre que potenciará además sus desequilibrios psicológicos. Si bien en el último tramo alcanza cierta intensidad, el filme de Sheridan tiene un problema esencial: su naturaleza de postal, su artificialidad mayúscula que lo lleva a ser más una novela de televisión que una película para el gran público. Se nota además un grado alto de improvisación: desde el casting, ostensiblemente errado en el papel de Maguire, hasta ciertas resoluciones dramáticas y narrativas que conspiran contra la verosimilitud de la película. Estereotipado y mediocre, el filme no se anima ni siquiera a criticar de frente la invasión norteamericana en Oriente Medio, aunque por allí exponga una especie de reparo en los cuestionamientos que balbucea Tommy (claro que se preocupa mucho más por mostrar que los talibanes son unos bárbaros desalmados). Eso que incluso por aquí está su mayor virtud: sugerir que la guerra no es un videojuego, que los soldados no son robots, insinuar al menos las consecuencias que puede tener sobre la psicología individual de las personas que van al frente, y contradecir por momentos el discurso oficial sobre la heroicidad intrínseca de los marines. Martín Iparraguirre
El extraño mundo de Herzog Nuestra ciudad tiene reservada una excelente sorpresa para sus anhelantes cinéfilos: por unos días, se convertirá en una metrópolis netamente herzogniana. Así, a una retrospectiva imperdible sobre la obra del gran director alemán, que comienza el miércoles 30 en el Cineclub Municipal, más otro ciclo análogo que viene dictando Flavio Borghi los lunes en el Auditorio Diego Torres de la UCC, el fin de semana se le sumó el estreno en las salas comerciales de la última película de este verdadero animal cinematográfico que es Werner Herzog, un director fuera de toda norma, testimonio vivo de una escuela, de un ethos cinematográfico hoy casi olvidado, y por eso mismo tan imprescindible. Se trata de Un maldito policía en Nueva Orleans, extraña y por cierto lúcida remake de un clásico del cine Indie de los ´90 (Un maldito policía, de Abel Ferrara), aunque es mejor dejar aquí comparaciones: el cine de Herzog es enteramente personal (él mismo declaró que nunca vio el filme original), y siempre tiene sus propias cosas que decir sobre el mundo. La idea de la remake no es más que una excusa para desplegar sus propias obsesiones, sus propias lecturas sobre el cine y el estado de cosas en Norteamérica: Un maldito… es también un regreso de su cine a los Estados Unidos (donde Herzog vive hace ya más de 10 años), que se complementa con My Son, My Son, What Have Ye Done, su última película aún no conocida en nuestras pampas. El primer detalle a resaltar es entonces el escenario del filme: la Nueva Orleans post huracán Katrina, un territorio apocalíptico, caótico y desalmado, que de a poco Herzog se encargará de demostrar que puede trasladarse a otras dimensiones de la sociedad que retrata. Su protagonista es el policía Terence McDonagh (Nicolas Cage), un buscavidas que al inicio sufrirá un accidente que le dejará una grave lesión en la espalda, amén de un ascenso a teniente. El filme se trasladará seis meses después, para mostrar a un McDonagh maltrecho pero en actividad, aunque dependiendo de ciertos fármacos para calmar el dolor, y consumiendo cada vez más drogas duras como complemento. El jefe de policía decide darle un caso trascendental, el asesinato de una familia senegalesa aparentemente por un problema de tráfico, y McDonagh verá allí una oportunidad, aunque uno no sabe bien para qué. Ocurre que nuestro protagonista es además un jugador empedernido, un adicto que roba las drogas secuestradas para satisfacer sus ansias, y un hombre cuyo código moral es por lo menos ambiguo: no duda en torturar a una anciana para obtener información, como tampoco en extorsionar a una joven pareja para satisfacer sus instintos sexuales. Como su doble de Ferrara, el policía de Herzog es un animal desatado por las drogas, aunque a diferencia de aquél no tiene ningún atisbo de culpa, como tampoco ningún código moral. Sí parece enfilar hacia el mismo abismo, ya que por sus propios abusos caerá en un círculo vicioso que lo llevará a corromperse cada vez más para saldar sus deudas, aunque ya en el pasado fue premiado por sus delitos… Un policía puede entenderse como un estudio sobre el poder y sus consecuencias en una sociedad dominada por el individualismo a ultranza, por una concepción darwinista del mundo que idealiza la competencia y desdeña la solidaridad. Pero el filme va mucho más allá: es, también, una crítica inclemente de cierto imaginario cultural construido por cientos de policiales similares (equiparables sólo en los papeles, claro), y por eso es dueño de un humor extraño, sutil, apenas adivinable en ciertas secuencias (un final al estilo Hollywood, que no tarda en darse vuelta) o ciertas características (como la sobreactuación desbordante de sus protagonistas). Un maldito policía es, así, un filme de múltiples caras, una película desprejuiciada que no vacila en contagiarse de la esquizofrenia de su protagonista (con tramos alucinados en donde es capaz de adoptar la mirada de un cocodrilo o de unas iguanas), y que tampoco busca condenar a nadie, sino más bien alertar sobre cierto estado de cosas, cierta alienación estructural a la que se conduce el mundo. Herzog, el cineasta de lo extraño por naturaleza, nos dice aquí que quizás lo más absurdo seamos nosotros mismos. Por Martín Iparraguirre