Cine del azar El circuito de exhibición alternativo sigue ofreciendo, casi invariablemente cada semana, lo más interesante para ver en cuanto al llamado séptimo arte se refiere: ya sabemos que la hegemonía norteamericana campea en las grandes salas, y hoy más que nunca la crítica tiene la obligación deontológica de proponer nuevos horizontes a sus lectores (aunque sin asumir ninguna misión evangelizadora, sin pensarse a sí misma como una fuente de sabiduría superior, sino dispuesta al debate y la crítica). El cine contemporáneo es múltiple, riquísimo y sorprendente, lleno de tesoros escondidos a la vuelta de la esquina, que sólo un tremendo aparato de poder y sujeción colectiva puede ocultar de la mirada pública, de un espectador potencial que termina resignado a ver siempre lo mismo. Toda película tiene un público esperando a descubrirla, el problema es que pueda llegar a él, y por eso vale la pena ofrecer otras posibilidades, otras propuestas al lector. Esta vez, el estreno a destacar ocurrió el jueves pasado, cuando el Cineclub Municipal Hugo del Carril presentó, en un programa doble imperdible con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, de Apichatpong Weerasethakul (ver esta columna de hace dos semanas), el último filme de Gonzalo Castro, Invernadero, ganador de la Competencia Argentina del Bafici 2010, una película que con todos los desniveles que se le puedan encontrar tiene, a priori, el mérito de no parecerse a nada que no sea a sí misma (o quizás a la obra previa del director). A medio camino entre el documental y la ficción (o mejor: es una ficción filmada con herramientas del documental), Invernadero hace eje en el reconocido escritor mexicano Mario Bellatin, convertido en una especie de personaje de sí mismo, capaz de exponer su más íntima cotidianeidad a la mirada atenta y detallista de Castro. Escritor, director, productor, montajista, sonidista y distribuidor de sus propios filmes, Castro es además un autor en un sentido absoluto del término, cómo sólo en otras artes (sobre todo, literatura) se habían podido manifestar, una radicalidad que actualiza y pone en cuestión la tradicional concepción de la política de los autores, ya demasiado meneada por la crítica y la publicidad planetarias. Sin embargo, como sostiene Fernando Pujato (crítico muy recomendable, ver en www.nochedelcazador.wordpress.com), todo esto no implica una especie de absolución anticipada para Invernadero, que le permita inocularse de las críticas: todo filme debe valerse por sí mismo, más allá de sus condiciones de producción, aunque éstas incidan en su forma y su contenido (ya que suelen determinar su puesta en escena). Invernadero es, entonces, un filme valioso no sólo porque es el resultado de una independencia radical por parte de su creador, sino también por lo expone: una subjetividad plena de matices (la de Bellatin escritor, ocasionalmente místico, pensador siempre desafiante), una exploración pocas veces tan genuina de la amistad y los vínculos afectivos, cierta voluntad por privilegiar el diálogo como práctica del gozo y del placer. En base a planos siempre fijos, la mayoría de la veces medios y algunos primeros planos, Invernadero sigue la rutina cotidiana de Bellatin en México y en Buenos Aires, en sus charlas con su hija (ficticia, ya que se trata de la esposa del director), sus asistentes (también ficticias) y su editora, discurriendo sobre temas tan variados como los viajes por Africa, el misticismo oriental, su pasado familiar (aunque tal vez sea falso), sus perros o la vida y la literatura de Bellatin, escritor manco dueño de una inusual pero desafiante idea de la escritura. Es más, en cierto pasaje (uno de los mejores, cuando Bellatin charla con la escritora Margo Glantz) se puede intuir una especie de correspondencia estética entre las ideas literarias de Bellatin (que desafía las concepciones canónicas de la escritura, y propone – metafóricamente – “escribir sin palabras”) y el cine de Castro, que reniega de todo convencionalismo narrativo y hace del azar y el instante su núcleo esencial. “Me fascina el tiempo detenido, alcanzar ese estado, cierta fruición del tiempo. Claro que se trata de alcanzar un detenimiento gozoso, fértil, porque el riesgo cuando no se encienden los motores narrativos es la frustración, aunque éste es un riesgo sobredimensionado”, afirmó el director en una entrevista con Roger Koza (www.ojosabiertos.wordpress.com). Puede decirse que el riesgo no es sorteado del mismo modo durante todo el metraje, que por su misma naturaleza narrativa se vuelve episódico, acaso desnivelado, con momentos de gran lucidez y otros que no llegan a cerrar, y con algún error de montaje incluso. Pero lo magnífico de Invernadero es su capacidad de abrirse a múltiples lecturas, de disparar ideas por doquier, y de sorprender las expectativas, mérito compartido tanto por Castro como por Bellatin, pero que culmina en un filme que tiene muchísimo más que decir que cualquier tanque hollywoodense. Por Martín Iparraguirre
Mutantes politizados El cine norteamericano suele exprimir sus productos hasta agotar sus más ínfimas gotas: la era contemporánea parió así a las “precuelas”, invento sintáctico que intenta nombrar a aquellas películas que narran hechos acontecidos antes de una serie original, como ocurrió ya con Batman o La Guerra de las Galaxias. El problema suele ser que estos productos no buscan más que aprovechar los últimos dividendos de series ya agotadas, que en su momento tuvieron su cuarto de hora, pero cuyo tiempo ya pasó: la idea de narrar “cómo llegaron los personajes a ser lo que son” no suele ser suficiente para conseguir una buena película, que se justifique por sí misma, sobre todo teniendo en cuenta que sus responsables casi nunca son los mismos que los de la serie inicial. Ejemplos sobran, pero para el caso viene a cuento la primera X-Men Orígenes: Wolverine, un bodrio insoportable que despilfarró todo el prestigio acumulado por las primeras tres películas de la serie, que acaso estuvieron entre las mejores adaptaciones de cómics de la historia. Pero Hollywood siempre da revancha, y ahora nos llega X-Men: Primera generación (primera clase en el original, una diferencia que podría resultar significativa), una película bastante más digna, que consigue retomar el espíritu original de la serie (y de su respectivo cómic) y levantar su calidad. El centro de todo en X-Men siempre fue el problema filosófico del Otro: la adaptación, o no, de sus protagonistas mutantes a la sociedad, o cómo enfrentar la discriminación y el desamparo que ejercen los humanos, cuando encima se posee la fuerza suficiente como para sojuzgarlos. Se trata de un problema eminentemente político, que divide a los mutantes en dos bandos, aquellos que pregonan una integración pacífica con los humanos, aquellos que quieren dominarlos, incluso exterminarlos, con la idea de que los mutantes son una etapa superior en la evolución de la vida en la tierra (y lo interesante es ver cómo funciona la traducción política de esta dicotomía: el capitalismo norteamericano, con su darwinismo social, sólo puede ser entendido en esta segunda categoría, aún con Barack Obama en la Presidencia). El gran acierto de la nueva entrega de X-Men (dirigida por Matthew Vaughn, pero comandada tras bastidores por Bryan Singer, el responsable de las primeras dos películas) es retomar este núcleo central de la serie, y desarrollarlo aún más en la exploración de sus orígenes, que coherentemente la película encontrará en la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. No casualmente el inicio será el mismo que el de la primera entrega de la serie: los campos de concentración nazis, donde el niño Erik Lehnsherr, que en su madurez se convertirá en Magnetto, será primero separado de su madre, y luego testigo de su asesinato a manos del jerarca Schmidt (un excelente Kevin Bacon), que ha descubierto los poderes excepcionales del pequeño, y pretende utilizarlos a su favor. La película saltará a los años ´60, con Erik embarcado en una cruzada vengativa como cazador de nazis (lo que lo traerá a una Villa Gesell inusualmente fría y montañosa, pues fue confundida con Bariloche y Villa General Belgrano), que lo llevará eventualmente a cruzarse con Charles Xavier (James McAvoy), joven profesor especialista en genética, avezado mentalista, que se convertirá en su mejor amigo. Xavier y Erik formarán un equipo especial de la CIA que se enfrentará a Schmidt, escondido ahora bajo el nombre de Sebastian Shaw, que también lidera su propia tropa de mutantes y está operando para que se desate la Guerra Fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Sus visiones, sin embargo, no son las mismas, y aquí comenzará el germen de su futuro enfrentamiento. Narrada de manera eminentemente convencional, aunque sabiendo utilizar los efectos especiales en función del desarrollo dramático (y no como meros fuegos de artificios, como nos tiene acostumbrados Hollywood, ver si no la versión de Wolverine), la nueva entrega de X-Men vuelve a ganar espesor y simpatía en la fusión de la historia real con la ficción (algo que se traduce además en cierta preocupación por reflejar el espíritu de época y engarzarlo con la narración a través de la puesta en escena), en ciertos dilemas filosóficos-políticos que se anima a replantear, en cierta voluntad por trascender los límites de la fórmula y desafiar mínimamente al espectador (que podría preguntarse ¿quiénes son los malos?), aunque también persistan los típicos defectos del cine del norte (psicología elemental para explicar personajes y conflictos, cierta incontinencia narrativa que afecta los desarrollos dramáticos, visión manierista que vuelve a instalarse hacia el final). Se trata quizás de requisitos mínimos exigibles para cualquier película (asumirse política y atravesada por la historia), aunque quedará al lector decidir si es suficiente. Por Martín Ipa
El cine y sus fantasmas El fin de semana llegó a nuestra ciudad, en un solo complejo (el único que, muy de tanto en tanto, se anima a estrenar alguna película de otra latitud que no sea norteamericana: el Showcase – el 16 de junio se estrenará además en el Cineclub Municipal Hugo del Carril-), uno de los mejores filmes que podremos apreciar este año: El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, del joven pero prestigioso director tailandés Apichatpong Weerasethakul, ganador con esta película de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2010, acaso la máxima distinción a que pueda aspirar una obra cinematográfica. Poco importan, empero, los premios que haya obtenido (este año el mismo galardón quedó en manos de una película bastante menor, según los mejores críticos), sino la experiencia de enfrentarse a éstas imágenes por cierto subyugantes, plenas de misterio no tanto por su temática (el budismo “theravada”) sino por su forma cinematográfica, su capacidad única de condensar cierta esencia del llamado séptimo arte: “El cine como usina de fantasmas” tituló su comentario el crítico Luciano Monteagudo, quien como otros (Eduardo Russo, Sergio Wolf, por ejemplo) supieron ver la íntima relación entre la obra de Apichatpong y la “naturaleza espectral” del cine, aquella característica que lo distingue por sobre todas las artes, vale decir: su capacidad de “atrapar” el mundo real para después proyectarlo (duplicado, espectral, transformado en fantasma) en una pantalla. El cine de Apichatpong (como el de Pedro Costa, otro creador de fantasmas) es entonces un cine del misterio, pero no por su cualidad metafísica (que lo podría ligar erróneamente a un misticismo new age, a la apropiación fetichista que cierto sector de Occidente hace de las religiones orientales), sino por su naturaleza, que es la misma naturaleza del arte cinematográfico. El tío Boonmee (como comienza su nombre original), por lo demás, es sí un filme con una temática metafísica, pero desprovisto de toda voluntad trascendental, de toda impostura o gravedad: más bien, es un filme que expone una tradición cultural, incluso ciertos mitos budistas o leyendas tailandesas, del modo más honesto posible, con la naturalidad de quien se narra a sí mismo. Su protagonista central es Boonmee, hombre que se acerca al final de su vida: sus riñones están funcionando mal hace tiempo, y la enfermedad avanza con inclemencia. Apartado en una granja que regentea en medio de la selva, Boonmee recibe la visita de sus seres queridos, primero su cuñada y su sobrino, aunque luego aparecerán su esposa ya fallecida y su hijo desaparecido, transformado ahora en un ánima del bosque, con el aspecto de un mono grande, de centellantes ojos rojos. Como budista, Boonmee no se asustará de las apariciones, pues (al igual que el filme) cree en la reencarnación y la transmigración de las almas, por lo que todo el fenómeno se vivirá de un modo natural, aunque las visitas ratifican quizás la cercanía de la muerte. Sólo una cosa parece preocupar a Boonmee: su karma, que él relaciona con los asesinatos que cometió contra comunistas, en una de las sutiles (y virtuosas) inclusiones del contexto político e histórico de Tailandia en el filme (como la aversión que los personajes muestran hacia los extranjeros). Más adelante, el filme narrará la leyenda de una princesa que, angustiada por el paso del tiempo y la pérdida de su belleza, encontrará consuelo en un pez de un pequeño lago, con el que terminará haciendo el amor. Nada hay, empero, de perverso ni manipulador en la puesta en escena de Apichatpong; más bien se trata de una apropiación poética del mundo, con una visión animista (y amorosa) de la naturaleza, que se ve reflejada en una belleza inusual, propia de un esteta consumado. El último tramo de la película encontrará a Boonmee internándose en selva, guiado por el espíritu de su esposa hacia una hermosa caverna, donde reconocerá haber nacido en otra vida, quizás como animal o humano, pero en la que encontrará en definitiva su muerte. Hipnótica y sorprendente, de una belleza subyugante, el filme de Weerasethakul se resiste a cualquier interpretación lineal o definitiva, pues hace del misterio y la incertidumbre su centro excepcional, desde el cual se expanden decenas de lecturas, algunas tal vez indescifrables para nosotros. Lo importante, en todo caso, no es tanto su intelección racional como la experiencia sensorial de enfrentarse a ese mundo seductor, pleno de colores y sonidos: la utilización virtuosa de la luz natural descubre en cada plano un mundo de tonalidades, los sonidos de la selva componen una sinfonía excepcional, capaz de trasladar al espectador la experiencia de habitar ése espacio. Los planos medios y generales, que dominan casi todo el filme, constituyen su poética: un discurso ciertamente amoroso, capaz de abrirnos hacia un universo nuevo, a una experiencia con la naturaleza legítimamente misteriosa, donde no hay lugar para el exotismo cool, ni para el falso espiritualismo, sino para el simple deslumbramiento ante la existencia en la tierra. Por Martín Ipa
Triste y melancólico El cierre de año vino con una sorpresa inesperada, que no se trata precisamente de la letra digitalizada de C.S. Lewis, sino de una apuesta bastante más digna: la resurrección animada de un tal Tati, genio siempre vigente de la comedia moderna, sin duda uno de los realizadores más importantes del siglo pasado, hoy injustamente confinado al olvido. Sylvain Chomet, responsable de la celebrada Las trillizas de Belleville, estuvo a cargo del desafío, que trascendió la mera encarnación animada de Jaques pues El Ilusionista es directamente una adaptación de un guión del propio Tati, que nunca llegó a filmar. El resultado es un filme crepuscular, irremediablemente nostálgico, que reivindica otras técnicas y otros métodos cinematográficos, y homenajea sinceramente a ese gran maestro que fue Tati, aunque al mismo tiempo no hace más que resaltar su ausencia, o quizás la infranqueable distancia que nos separa de su cine. Como todo gran autor, Tati fue un pensador de su época: sus películas interpelaron al mundo, fueron testimonio vivo de la situación histórica que atravesaban, e incluso anticiparon algunos de los dilemas que enfrentaría el hombre moderno. El Ilusionista es, en cambio, una obra atravesada por el paso del tiempo, una mirada retrospectiva plagada de nostalgia y melancolía, que a lo sumo puede testimoniar el fin de una era (aunque no sólo la de Tati, sino tal vez también la de Chomet, cuyo trabajo se basa en la animación artesanal), porque precisamente ya ni siquiera cree en las posibilidades del cine que homenajea. Se trata, sin embargo, de un homenaje sincero y sentido, que respeta las formas del cine de Tati, aunque tal vez no su estética. Su protagonista es el propio Tatischeff (apellido original de Tati) convertido en un ilusionista errante a fines de los años ´50, cuando el mundo comenzaba a modificarse irremediablemente por la llegada de la modernidad. Ya en su primera presentación queda claro el planteo de la película: el público no aplaude sus trucos artesanales, ni se deja seducir por el conejo en la galera, y pronto veremos que los jóvenes prefieren enloquecer con una nueva banda de rock. El viejo Tatischeff (dibujado con la estética propia de Chomet, personajes alargados y grises, siempre tristones, aunque con los gestos del inolvidable Sr. Hulot) buscará nuevos horizontes en teatros desvencijados, fiestas de casamientos o bares de mala muerte. Pero sólo los niños parecen valorar sus trucos, y entonces conocerá a una joven sirvienta que quedará embelesada por su magia, y a la que no tardará en adoptar como hija propia. Ya con ella, Tatischeff se mudará a Edimburgo, donde las cosas no harán más que complicarse pues allí todo está en decadencia (en su hotel hay un payaso suicida y un ventrílocuo alcohólico), mientras Tatischeff se empeña en mantener la ilusión de su joven acompañante, quien cree que él tiene la capacidad de transformar sus ropajes viejos en flamantes vestidos y abrigos, para lo que necesitará cada vez más dinero. Escencialmente nostálgica, plagada de música melancólica que acentúa los colores grises y marrones que dominan el mundo de Chomet, la película tiene sin embargo la virtud de ir a fondo en su tesis, y no proponer soluciones mágicas. El director sí respeta los principios formales de Tati, y así los planos medios y los grandes encuadres dominan la película, proponiendo además otros tiempos al espectador, tanto en el desarrollo de los planos como en el de las acciones de los personajes, que se desmarcan notablemente del cine de animación contemporáneo. Prácticamente sin diálogos, los pocos que hay no están siquiera traducidos, ya que la apuesta pasa por la imagen: como Tati, Chomet cree en la fuerza de sus dibujos, que en algunos planos generales alcanzan una belleza sublime. Claro que las distancias son enormes, entre otras cosas porque es el propio Chomet quien aquí postula que “la magia ya no existe”. Por Martín Ipa
El cine en la era digital El año que termina será recordado tal vez por la consolidación definitiva del cine digital, quizás el inicio de una nueva era en la historia del séptimo arte, como pomposamente se empezó a insinuar hace casi doce meses con el estreno de Avatar (31 de diciembre de 2009). Ese futuro tan esperado por muchos ya está aquí, y la mayoría de los grandes tanques norteamericanos estrenados este año tienen al menos dos características en común: han apostado todo al 3-D, la nueva tecnología que parece ser la salvación de la industria, y en gran parte fueron confeccionados en alguna computadora. El cine (o al menos este tipo de cine) puede haber dejado de tener relación con el mundo real, acaso la característica que no hace mucho definía su naturaleza, pero aún no está claro qué se viene a proponer en su lugar. Acaso el cierre simbólicamente perfecto del año tiene ahora lugar con el estreno de Tron: el legado, especie de remake y secuela al mismo tiempo de un viejo clásico de la Disney del año ´82, aparentemente menospreciado en su momento, pero hoy convertido en un filme de culto por la asombrosa capacidad anticipatoria que tuvo. No sólo porque se trató de una película pionera en la creación de efectos especiales generados por computadora, sino porque anticipó también los dilemas que enfrenta el hombre en la era digital: la absorción de la vida y hasta del mundo por parte de esa realidad virtual que tiene tan poco de real, pero cuya imposición parece hoy definitiva. ¿Qué tenía para decir la nueva versión de este clásico ochentoso? ¿Cuál era su justificativo, cuál su significado para el cine actual? Acaso no haya que bucear mucho para encontrar respuestas: Tron, el legado, es en primer término un gran negocio para la Disney, que se extenderá en infinidad de negocios paralelos; pero cuyos alcances en nuestro mundo serán muy distintos. Porque Tron es sobre todo un paso más en la consolidación de este cine abstracto, desvinculado ya de su conexión originaria con el mundo, aunque no lo suficiente como para evitar referirse a él. Acaso de aquí nazca su problema principal, el inicio de sus contradicciones: como Avatar o Matrix (o tantos otros), Tron es un filme que se construye con las mismas armas que pretende combatir; es una película que se pretende antisistémica y rebelde, pero que pertenece a una corporación como la Disney…, una obra que propone la destrucción del mundo virtual pero que está confeccionada con sus mismas herramientas, e incluso de allí extrae su encanto. Es, en definitiva, una película extraviada, que sólo adquiere cierto sentido en aquellos momentos donde la tecnología muestra toda su potencialidad, y donde el espectador queda subyugado ante una ola de estímulos visuales y sensoriales que no permiten otro tipo de recepción más que el asombro, o quizás el aturdimiento. Psicológicamente elemental, en la tradición familiar de los productos Disney, Tron tiene en su centro un planteo edípico elemental: su protagonista es Sam Flyn (Garrett Hedlund), el hijo del programador Kevin Flyn (Jeff Bridges), personaje principal de la primera entrega, que ha quedado atrapado en su propia invención, un videojuego convertido en un mundo virtual dominado por un software dictatorial llamado Clue, especie de avatar de Flyn (protagonizado también por Bridges, artificiosamente rejuvenecido), que pretende destruir todo rastro de la vida humana, incluido a su propio creador. Lo cierto es que Sam entrará a esa especie de matrix llena de luces de neón, y descubrirá que su padre vive recluido cual monje zen, resguardando sus secretos de su oponente, que aspira a entrar al mundo real. Y por supuesto ambos emprenderán una cruzada libertaria que incluye a una bella joven (Olivia Wilde), supuesta nueva forma de vida, última espécimen de una especie masacrada por Clue. Solemne y banal, Tron irá perdiendo rápidamente consistencia a medida que avance el metraje, y el único interés pasará por captar ése mundo de diseño digital, lleno de luces fosforescentes y trajes de neoprene, que en algunas ocasiones entregará cierta emoción a partir de sus estímulos visuales, aunque a ciencia cierta haya una batalla excluyente: la primera, con aquellas famosas motos que en sus trayectos dejan haces mortales de luz. Sí vale reconocer que el uso del 3-D se desmarca a veces de la mediocridad dominante en estos tipos de productos, y por momentos el recurso se extiende a todo el plano cinematográfico, insinuando quizás que sus posibilidades están recién por descubrirse. Por Martín Ipa
Cine y espectáculo La ciudad viene teniendo un cierre de año que no le hace honor a este 2010 sorprendente, que estuvo lleno de buen cine de diferentes latitudes del mundo, pero que en sus últimos días se encuentra dominado por la impertérrita hegemonía norteamericana. Puede ser todo un dato que la única película no estadounidense estrenada el fin de semana en los grandes complejos de la ciudad sea el mejor testimonio del colonialismo cultural en que vivimos: producida por España, Agora es curiosamente un filme hablado en inglés a pesar de que transcurre en los inicios del siglo V en Egipto, más precisamente en la legendaria Alejandría. No se trata por supuesto del único desliz que se permite el director Alejandro Amenábar (Tesis, Abre los ojos), que en algún momento fuera gran promesa de la cinematografía ibérica, hoy definitivamente trunca, pero resulta suficientemente ilustrativa de la situación en que se desarrolla el séptimo arte en casi todas las latitudes, Córdoba incluida. Agora puede ser también buen ejemplo de cómo la fórmula, o quizás los lineamientos impuestos por los cánones hollywoodenses, pueden truncar un tema fértil, una historia apasionante, que parece nacida para el cinematógrafo (que el autor de esta columna considera como uno de los ámbitos naturales de la filosofía). Su protagonista es nada menos que Hipacia de Alejandría (cuyo nombre aparece mal traducido aquí como Hipatia), destacada filósofa y maestra neoplatónica griega, conocida por ser la primera matemática y astrónoma de la historia, y cuya vida terminaría cegada por el cristianismo en ascenso en los inicios del siglo V, en medio de fuertes disputas con el judaísmo y el paganismo. La versión Amenábar de su vida pretende emular a los viejos “péplums” norteamericanos e italianos, aquellas películas de grandes producciones y enormes aspiraciones que intentaban narrar las gestas bíblicas, casi siempre apelando a un tono idílico y romántico (caso Ben-Hur, Espartaco, Rey David), y que supo resucitar a inicios del siglo de la mano de Gladiador. Y quizás el gran defecto de Amenábar sea precisamente el haberles sido demasiado fiel a ésos modelos, apostando al artificio y la espectacularización de la historia, pero clausurando así las posibilidades mismas del cine: su capacidad mágica para recrear la experiencia vital de otros tiempos y de otras culturas. Ya el primer plano del filme parece revelar el ego del director: la tierra entera aparece encuadrada en él, mientras se nos introduce al tiempo histórico que veremos, y a la figura que abordará. Hipacia (o Hipatia, como prefiera, interpretada por Rachel Weisz), es una joven y bella filósofa muy respetada en su comunidad y por sus alumnos, en la agitada Alejandría de fines del siglo IV, donde conviven el paganismo, el cristianismo en ascenso y el judaísmo, bajo la égida del imperio romano. Tiene una obsesión: develar los misterios de los astros, en especial el movimiento de los planetas (una de las “licencias” de Amenábar consiste en postularla como la descubridora del sistema heliocéntrico, ¡1.200 años antes que el verdadero, Johannes Kepler!), e intenta mantener a sus alumnos al margen de las disputas políticas y religiosas. Su padre, el filósofo y matemático Teón, es el prefecto del lugar, y debe lidiar diariamente con aquellas tensiones, que por supuesto no tardarán en llegar a la violencia extrema, y en un estallido terminará por acabar con el reinado pagano. Amenábar no se priva tampoco de introducir una disputa amorosa por Hipacia entre Orestes, su discípulo y futuro prefecto, y un esclavo de ella, Davo, que terminará revistando en las filas cristianas: la lucha entre oscurantismo y razón terminará reducida así a un triángulo insulso, aunque el enemigo mayor de Hipacia terminará siendo Cirilo, líder despiadado de los católicos. Las licencias que se toma Amenábar (que son muchas y nada menores por cierto) no serían importantes si no revelaran el espíritu que mueve a la película: hacer de todo un gran espectáculo, pretender contar un momento trascendental para la historia de la humanidad, que por supuesto tiene su pertinencia contemporánea (las analogías con nuestro tiempo no parecen casualidad). Poco importa en realidad la relación entre la fe y la razón, a pesar de que el filme parezca destilar una mirada atea (o humanista): el plano cenital que abre la película volverá cíclicamente cada vez que haya un enfrentamiento, emulando la mirada de Dios. Tampoco cuenta la fidelidad histórica (a pesar de la gran reconstrucción de escenarios, vestimenta y arquitectura), pues la caricaturización y la manipulación son regla, y así los creyentes aparecerán siempre como una horda de bestias, en especial los cristianos (quizás la única particularidad del filme consista en mostrarlos como victimarios); como menos aún interesa el realismo dramático, roto cada dos por tres por una banda de sonido omnipresente, o por planos que se van más allá de la tierra pero donde se siguen escuchando los sonidos de los protagonistas. Sí resulta claro que Amenábar quiere condenar los fanatismos religiosos, pero curiosamente utilizará sus mismos instrumentos para hacerlo (manipulación, distorsión, espectacularización), y el resultado será un filme más digno de la televisión, a pesar de sus 75 millones de dólares de costo, de sus grandes escenas de masas, de sus efectos digitales y de sus precarios debates filosóficos. Por M.I.
El villano favorito El cine de animación se encuentra viviendo una paradójica época de oro, un renacimiento parido entre los avances de la tecnología digital y la consolidación de un nicho comercial surgido en pleno siglo XXI: películas infantiles que seducen tanto a niños como a jóvenes y adultos. Hoy es casi una quimera encontrar en las multisalas filmes dedicados exclusivamente a los más pequeños, mientras los nombres y estilos de los principales estudios de animación de Hoollywood ya casi forman parte del saber popular, y son fácilmente identificables por cualquier espectador promedio. El resultado, por supuesto, es la absoluta uniformidad del género, que con muy pocas excepciones (acaso Pixar en Estados Unidos) se ha vuelto una de las especies más previsibles: ya todos saben lo que van a buscar en estos productos, y casi nunca son defraudados. El cine queda reducido así a mero suministrador de emociones y respuestas estandarizadas, justo cuando las posibilidades de los animadores parecen volverse infinitas. Un contexto semejante, empero, obliga a valorar los pequeños detalles, las mínimas diferencias que sirvan para particularizar a las películas, sin resignar por supuesto el espíritu crítico. Se trata de una tarea tal vez infausta, pero obligatoria para aquél que ama al cine. ¿Qué vuelve entonces único a Megamente, último tanque de la factoría DreamWorks (competencia de Pixar, y creadora de la reciente Cómo entrenar a tu dragón)? ¿Cuál es su característica particular, su signo distintivo? No es por cierto su argumento, por más original que pueda parecer a primera vista, pues estamos ante un mecanismo de reciclaje típico de estos tiempos, plagado de temáticas ya transitadas (ver Los increíbles o Mi villano favorito) y de referencias a la cultura (cinematográfica, televisiva, musical) global. Tampoco su puesta en escena tiene grandes novedades, aunque a veces se despegue del más transitado convencionalismo, recurriendo al plano secuencia en ciertas escenas y estirando por momentos el timming publicitario que domina al cine norteamericano. Menos aún su diseño de producción y su factura técnica, impecables por supuesto, pero a la misma altura de sus pares del norte. Claro que hablábamos de detalles, y en ellos puede estar la respuesta: Megamente es también una especie de colage, una suma de ideas (en su mayoría ajenas) pegadas con más o menos justeza por un guión (de Alan Schoolcraft y Brent Simons) que encima intenta abordar diversos géneros, sin mucha coherencia las más de las veces. Pero al inicio hay una buena ocurrencia, que muere a los quince minutos: parodiar con fina ironía a Superman, darlo vuelta y mostrar sus dobleces. Nuestro protagonista es un extraterrestre enviado de bebé a la tierra desde un planeta extraño, antes de explotar. Sin embargo, junto a él llegará otro alienígena, que caerá en una familia rica, mientras él desembarcará en la cárcel. Aquél será un niño perfecto, cargado de poderes magníficos y preferido por los chicos de la escuela, mientras Megamente será marginado por sus compañeros, criado por malhechores y se convertirá en villano. Ya de grandes, el niño rico se habrá convertido en un símil de Superman, apodado Metroman, un verdadero fanfarrón lleno de demagogia pero que tiene enamoradas a las masas de Metrociudad con sus trucos, y vive de alimentar su propio ego; mientras Megamente será un villano de pacotilla, que fracasa una y otra ves en sus planes a pesar de poseer un manejo supremo de la tecnología y la ciencia. Todo cambiará en una batalla donde inesperadamente Megamente destruirá a su contrincante, aunque no percibirá que con él se irá también su razón de ser, su “otra mitad”, y por cierto la mejor veta del filme, que desde entonces entrará en una lenta pendiente. Ya como rey de la ciudad, Megamente vivirá una especie de tedio existencial que lo llevará a idear la creación de un nuevo superhéroe que lo enfrente para recuperar la vivacidad perdida, y luego a enamorarse de una reportera antes asociada a Metroman, aunque para seducirla deberá disfrazar su identidad. Lo cierto es que el nuevo superhombre terminará siendo más malvado que el propio Megamente, quien consecuentemente deberá transformarse en su opuesto para detenerlo. Filosóficamente banal y políticamente tramposa, la película de Tom McGrath (Madagascar) irá perdiendo rápidamente su identidad a medida que avance el metraje, y la carencia de ideas intentará ser suplida con la acumulación de gags físicos, chistes fáciles, nuevas referencias cinematográficas, otras vueltas de tuercas y la apuesta por una espectacularidad tan grande como anodina, que aunque intenta mantener el ritmo, en el fondo no hace más que resaltar su inconsistencia. Vale citar por ello al crítico Horacio Bernades, quien escribió en Página 12: “Es justamente allí (en su espectacularidad) donde la película construye un espectador no muy distinto del de las superproducciones monumentalistas de Metroman: una masa de ciudadanos ululantes, extasiados con los superpoderes del héroe. Así, el punto de vista de Megamente empieza siendo el de nuestro villano favorito, para igualarse a la larga con el del héroe al que había prometido odiar”. Por Martín Ipa
Malos alumnos Quentin Tarantino es un ejemplar extraño en el imperio del norte: rebelde y revulsivo por naturaleza, no deja de ser al mismo tiempo el gran paradigma de la filosofía hollywoodense, el hombre capaz de llevar los ideales estéticos y formales de ésa cultura a su mejor expresión. Claro que el carácter anárquico de su cine termina minando siempre su casamiento final con la industria: Tarantino es también un cineasta libre, acaso un pensador de las tradiciones y de las formas cinematográficas que resulta imposible domesticar, que incluso se torna peligroso porque suele desnudar las hipocresías del sistema, revelar sus límites y volveros en contra del propio Hollywood. Aquí yace el gran valor de su cine. Pero la historia es muy distinta con su escuela, porque los seguidores de Tarantino suelen realizar una apropiación frívola de su cine, tomando sus peores aspectos y confeccionando incluso un canon propio con ellos, que cada tanto nos entrega una nueva película que pretende imitar aquello que justamente es lo menos interesante de su obra (aunque también es lo que suele atraer el gran público). El mejor ejemplo es Robert Rodríguez, acaso el imitador más conocido de Tarantino, un director que ha realizado todo un cuerpo de obra propio enteramente a su sombra: incluso Machete, la película en cuestión, nació de un trailer falso que acompañaba el programa doble de ambos en Grindhouse (constituido por Death Proof y Planet Terror). A diferencia del de Tarantino, el cine de Rodríguez se define por su apariencia, por la producción estética de sus películas, nunca por la reflexión sobre la puesta en escena: la consecuencia es un cine lleno de ornamentos y colores, pero vacío de contenido. Aún en el caso de Machete, donde Rodríguez se propone cuestionar e incluso parodiar la avanzada conservadora (racista) en la política inmigratoria de California, tema central de la agenda fronteriza, en una propuesta que al mismo tiempo intenta homenajear explícitamente al cine de clase B y las series televisivas de los años `80. Los primeros cinco minutos (los mejores del filme) sintetizan la propuesta: filmado con filtros que le dan un tono ochentoso a la imagen, un policía mexicano (el Machete del caso, interpretado por Dany Trejo) se obstina en rescatar a una joven secuestrada por unos maleantes, y se enfrenta a ellos únicamente con su machete, cortando manos y cabezas al por mayor. La muchacha es nada menos que Eva Mendez, en el primero de varios desnudos de famosas en la película (filmados siempre con cierto cuidado, al punto que el de Jessica Alba es falso, ya que fue elaborado digitalmente), quien en realidad le ha tendido una trampa: pronto aparece el villano (Steven Segal), que terminará asesinando a la esposa de Machete al frente suyo. El combo une entonces a grandes estrellas del cine (a los nombrados, se sumarán Robert de Niro, Don Johnson, Michelle Rodríguez y Lindsay Lohan, entre otros) en una apuesta paródica por el absurdo y la acción, que pretende ser festivamente sangrienta y alocada. Tres años después, nuestro protagonista se verá inmerso en una operación política para relanzar la candidatura de un senador xenófobo (De Niro), que lidera una verdadera guerra contra los inmigrantes y está relacionado al tráfico de drogas, mientras una organización clandestina que defiende a los mexicanos y es liderada por una joven apodada Shé (emulando al “Che” de Guevara) se prepara para enfrentarlos, y una policía (Alba) que investiga dicha red comienza a descubrir la trama de negocios espurios que se esconden detrás de la criminalización de los inmigrantes. El problema de Machete no está tanto en los clichés de género y los estereotipos raciales, exagerados al máximo (todas la mujeres son hermosas y sexy, y los hombres brutos y machistas), ni en la apuesta por el absurdo y la acción delirante, incluso tampoco en un guión fallido que -con excepción de un par de diálogos (De Niro diciendo “Bienvenido a América” luego de asesinar a un inmigrante)- se dedica a explicar todo lo que sucede, sino en las carencias narrativas y formales, que acercan a la película a un producto de televisión. Episódica, fragmentaria, formalmente convencional (la mayor ocurrencia de Rodríguez se limita a un plano cenital que muestra una decapitación simultánea o la fragmentación del plano) e incluso mal filmada (la última secuencia de pelea de masas es una oda a la incompetencia), Machete sucumbe por sus propios méritos, que consisten en creer que bastan los efectos especiales, los cuerpos esculturales y un tema urticante para hacer gran cine. Por Martín Ipa
La aventura del conocimiento La comedia es un género más que complicado: despreciado por los puristas del buen gusto y el cinema qualité, sobreexplotado por las corporaciones del cine y la televisión, el humor suele quedar atrapado entre los límites asfixiantes de los cánones de la industria, perdiendo la cualidad que se nos ocurre esencial o definitoria, su capacidad de constituirse en un medio liberador, un ariete capaz de romper las estructuras simbólicas que regulan a la sociedad (y al espectador) y llevar libertad (conocimiento) allí donde sólo existía prejuicio, ignorancia o simple sumisión. Semejante aspiración emancipadora es, sin embargo, cada vez más rara de encontrar en nuestras carteleras cinematográficas, acaso porque las películas que suelen cooptarlas hacen casi siempre todo lo contrario (estigmatizan al marginado, afirman nuestros prejuicios), aún bajo cierta apariencia transgresora que nunca garantiza nada (¿acaso un filme como JACKASS puede ser liberador?). Pues el cine no necesita ser explícito ni violento para lograr la emancipación de nuestras conciencias: basta un espíritu de respeto hacia su objeto de estudio para sacudir las falsas estructuras que llevamos a su encuentro. Un buen ejemplo de comedia sutil y libertaria es Lengua materna, la segunda película de ficción de la cordobesa Liliana Paolinelli (Por sus propios ojos), acaso una de la directoras locales más reconocidas en los últimos tiempos, que por fin llega a las grandes carteleras de nuestra ciudad. Sutil y libertaria porque tanto su tema, y sobre todo la forma en que lo aborda, logran trascender los estereotipos y lugares comunes de un subgénero ya bastante transitado, aunque casi nunca con la honestidad e inteligencia con que lo hace Paolinelli (a pesar de que el afiche de promoción sugiera todo lo contrario). Claro que el tema, como ha aclarado alguna vez la propia directora, no es tanto la homosexualidad como las relaciones entre madres e hijas, o quizás cómo los prejuicios sociales son capaces de condicionar hasta los vínculos más íntimos de las personas. Ya la apertura del filme, de una contundencia ejemplar, dejará en claro su tono y su conflicto central: un diálogo entre una madre y su hija culmina con la confesión de ésta última de su condición de lesbiana. No estamos ante una adolescente pues Ruth (Virginia Innocenti) ya supera los 40 años, y hace por lo menos 14 que convive con su actual pareja, una política en plena campaña para llegar a la Cámara de Diputados (Claudia Cantero), algo que su madre Estela (Claudia Lapacó, en un trabajo consagratorio) ni imaginaba, así como tampoco ciertos secretos que esconde su otra hija (interpretada por la cineasta Ana Katz). La primera escena ya revela así el estado de una relación que la estupefacta Estela no hará más que intentar cambiar a lo largo de toda la película: “Algo mal habré hecho”, se dice a sí misma en la primera reacción, pero poco después saldrá a enfrentarse con sus propios prejuicios, aunque las novedades quizás no sean tan bienvenidas por su hija. Primero, irá a hablar con el cura de su Iglesia pero sólo encontrará indiferencia (o mero rechazo y exclusión), luego comprará cierta bibliografía especializada que le despejará sus prejuicios y no tardará en pasar a aventuras mayores, como asistir a un boliche gay para conocer el ambiente. Lo cierto es que el proceso de aprendizaje de Estela la llevará a inmiscuirse cada vez más en la vida de su hija y su pareja, para descubrir al fin que no es tan perfecta como imaginaba, sino que se trata de vínculos tan complejos como cualquier otro, que su invasión tal vez pueda complicar. La capacidad formal de Paolinelli se encuentra en los detalles: los encuadres son excelsos pero sutiles, al igual que la composición interna de los planos (en su mayoría medios y fijos), que privilegian a los protagonistas pero pocas veces condicionan la mirada del espectador; el timing para las escenas y varios gags humorísticos es notable, así como también el guión de la propia directora -con algunos diálogos sobresalientes-, y el uso del fuera de campo; hay al fin un respeto casi documental que despeja todo riesgo de costumbrismo para la venta. Su mayor logro, sin embargo, está en la decisión de privilegiar las actuaciones, que en Claudia Lapacó encuentra a una intérprete sublime, capaz de entregar un trabajo pleno de matices, que la coloca entre lo mejor del año. Por Martín Iparraguirre
Deseo y decepción El sexo suele constituir un tema espinoso para el cine, que paradójicamente debe ser el arte que más influencia tiene en la formación del deseo en el hombre contemporáneo. Vale recordarlo: las pantallas cinematográficas del mundo suelen mostrar tipos específicos de cuerpos, que se convierten acríticamente en ideales de belleza (con el aporte invalorable de los medios de comunicación), sugestionando el deseo del espectador. El cine es un organizador del erotismo colectivo, a escala global (lo que explica que en diferentes culturas se deseen los mismos prototipos antropomórficos). Pero al mismo tiempo, el tipo de cine que modela nuestra cultura intenta poner límites al deseo humano: la represión sexual es una regla indiscutida en el mainstream, capaz sólo de promover relaciones fetichistas, por no decir onanistas, del espectador con las imágenes. El cuerpo de las estrellas se convierte en un territorio místico, del orden de lo sagrado. Y se prefiere naturalizar a la violencia y la sangre que al sexo como una dimensión más de la vida humana, una elección crucial que sintetiza el modelo simbólico en el que nos movemos y pensamos a nosotros mismos. Un modelo donde el deseo queda así relegado a mero producto de consumo. Toda esta introducción para anticipar lo que constituye Chloe, la película del director egipcio-canadiense Atom Egoyan, que nuevamente hace del deseo el centro de su filme, aunque con resultados diametralmente opuestos a Exótica (1994), acaso su obra más reconocida. Remake de Nathalie X (de la francesa Anne Fontaine), Chloe es un buen ejemplo de los límites que encuentra Hollywood para abordar el sexo en la gran pantalla, aún cuando lo haga su tema explícito: una moral retrógrada y conservadora se impone por sobre cualquier osadía, y el cine se hunde en la mediocridad estética, erótica y política. Veamos. La primera escena basta para sintetizar la propuesta de Egoyan: un plano medio de una habitación deja espiar, a través de un espejo, el torso desnudo de Amanda Seyfried (la Chloe del caso), mientras su voz en off va relatando la esencia de su oficio, constituyendo una promesa erótica que el filme por supuesto nunca cumplirá. Lo importante, en todo caso, es que aquí se revela una concepción del erotismo eminentemente literaria, por más que las imágenes busquen (infructuosamente) complementar el relato. Algo que se verá confirmado por el resto de la película. Chloe es una prostituta de lujo y será contratada por una reconocida ginecóloga de clase alta, Catherine (Julianne Moore), para confirmar si su esposo le es infiel con sus alumnas. Ocurre que David (Liam Neeson) acaba de faltar a su propio cumpleaños por quedarse en un seminario universitario, pero Catherine sospecha que su ausencia esconde una infedilidad. Su idea es que ésta joven que parece irresistible intente seducir a David para ver cómo reacciona. Y entonces Chloe irá relatando sus sucesivos encuentros con David a Catherine, que sorpresivamente verá despertar nuevamente el deseo a través de esa tercera persona que irrumpió en su vida. El paroxismo de esta apuesta erótica será un encuentro sexual entre Catherine y Chloe, filmado con un conservadurismo propio de un producto para la televisión, y luego la película irá girando previsiblemente hacia un thriller convencional, cuando Chloe se termine de convertir en una amenaza para Catherine y su familia. Psicológicamente elemental, el filme nunca llega a profundizar en los mecanismos del deseo en sus personajes, y recurre a los estereotipos más conocidos para motorizar el relato, llegando incluso más de una vez al ridículo. Tampoco parece haber ninguna aspiración autoral por parte de Egoyan, cuyo oficio se limita a embellecer con la fotografía y los encuadres los escenarios fastuosos por donde se mueve la aristocracia. Las resoluciones y los giros de la trama no hacen más que destacar la vacuidad de su propuesta, además de ser absolutamente previsibles. La pasión, en todo caso, es la gran ausente en esta película, como si estuviera prohibida. Por M.I.