Desde los tiempos antes de Cristo, los secretos y traumas familiares suelen ser material fascinante para la ficción. Y cuando se adentran en el terreno del policial, más interesante aún. Tal es el caso de La misma sangre. Elías (Oscar Martínez) parece tener una vida modelo: una esposa (Paulina García), una hija (Dolores Fonzi) que ya formó su familia, una casa elegante, un estatus más que respetable… Sin embargo, la realidad es más desagradable: la relación con la esposa es pésima, el trabajo va mal, acumula deudas y carga con traumas familiares no resueltos. Pero todo empeora cuando la esposa aparece muerta debido a un accidente doméstico. Pero Santiago (Diego Velázquez), el yerno de Elías, comienza a descubrir indicios de que tal vez no haya sido una muerte accidental, que su suegro puede esconder algo muy oscuro. El director y coguionista Miguel Cohan venía de dirigir Sin retorno y Betibú, además de la miniserie La fragilidad de los cuerpos. En ambos casos, un hecho trágico origina una bola de nieve de puro fatalismo, con intrigas, injusticias y crueldades. Los personajes no tienen malas intenciones, pero sus actos los terminan condenando. En La misma sangre ocurre lo mismo. Aquí Cohan se focaliza en un círculo familiar, donde la podredumbre venía acumulándose desde años atrás y explota cuando se produce la extraña muerte. Un concepto que el director plasma en clave de calculado thriller intimista, que se apoya en los puntos de vista de los personajes. Por momentos funciona como un Rashomon, de Kurosawa, ya que muestra un mismo hecho contado desde dos perspectivas distintas. El fuerte de la película reside en los protagonistas. Oscar Martínez vuelve a dar cátedra como un hombre que no puede evitar ser devorado por sus propios tormentos. Dolores Fonzi es Carla, su hija; al principio del film no tiene una participación fuerte, pero el personaje va creciendo a medida que descubre los secretos que la rodean. Diego Velázquez vuelve a componer un rol contenido pero siempre en movimiento, ya que Santiago se convierte en una especie de detective privado. Mención especial para Paulina García y Luis Gnecco, quienes interpretan papeles con una carga de complejidad que al principio parece invisible. El mayor logro de La misma sangre es la confirmación de Miguel Cohan como un director personal, que sabe mezclar temas lúgubres e historias que atrapan, aprovechando al máximo la calidad de sus elencos.
Desde su ópera prima, Yo sé lo que envenena, Federico Sosa se convirtió en un cineasta promisorio. Su dirección de actores y su manera de combinar comedia y drama parecían dignas de un veterano. La película resultó una sorpresa que dejaba con ganas de seguir los pasos de Sosa. El documental Contra Paraguay seguía mostrando a un director con una mirada interesante. Tampoco tan grandes, su segunda película de ficción, confirma que las promesas eran fundadas. Lola (Paula Reca), una publicista de 29 años, recibe dos noticias explosivas en pocos segundos: su madre le revela que en realidad tiene 30 años (había nacido seis meses antes de lo que pesaba) y que su padre, al que creía muerto hace años, acaba de fallecer y le había dejado una herencia. Lejos de recurrir a su pareja, con quien va a casarse, recurre a Teo (Andrés Ciavaglia), su ex novio y aspirante a cineasta. Primero ambos, junto a Rita (María Canale), hermana de Teo, viajan a Mar del Plata. Allí conocen a Natalio (Miguel Ángel Solá), otrora pareja del padre. Los cuatro parten hacia Bariloche, donde están las tierras heredadas, para esparcir las cenizas del difunto. Será un viaje con un amplio abanico de emociones y de situaciones, en el que cada uno aprenderá algo importante sobre los demás y acerca de sí mismos. Una road movie que va y viene del humor y el romance a las lágrimas, que cuenta con una gran cantidad de antecedentes, en especial desde los Estados Unidos. Pero la película tiene el corazón y la personalidad suficientes para sostenerse por sí misma, sin ser víctima de las comparaciones. Buena parte del mérito es de Sosa: al igual que su película anterior, cuenta una historia de amistad y amor que crece durante un gran objetivo que se plantean los personajes, aun con los conflictos de cada uno. Y es un doble mérito por parte del director, ya que se trata de un proyecto por encargo y no un film propio como Yo sé… Esto permite apreciar su capacidad para adaptarse a otras modalidades de trabajo, sin renunciar a las que parecen ser sus preocupaciones narrativas. El otro punto fuerte reside en el elenco. Paula Reca, que en este film también debuta como productora, vuelve a demostrar que es una presencia fresca en la pantalla y le saca jugo a un personaje más complejo de lo que parece. Andrés Ciavaglia (visto hace poco en Las hijas del fuego, de Albertina Carri) tiene la presencia perfecta para componer a un joven antihéroe cotidiano. María Canale tiene uno de los roles más conflictuados -y torturados-, pero también es uno de los que aporta distención y risas. En cuanto a Miguel Ángel Solá, compone uno de los papeles más entrañables de su carrera y le imprime el espíritu definitivo a la historia. Tampoco tan grandes es de esas películas que dejan con un buen sabor, que dan ganas de abrazar, que hacen pensar que hasta los hechos más extraños pasan por algún motivo, generalmente para mejor.
La mezcla de géneros y tonos cinematográficos suele deparar milagros o esperpentos, pero siempre es algo digno de ver. Sobre todo, cuando predomina la imaginación y el desparpajo. Fiesta Nibiru tiene esas cualidades. En una noche de Montevideo, Galaxia (Verónica Dobrich) y Peetee (Luciano Demarco), dos veinteañeros aburridos que se la pasan fumando marihuana, deciden no asistir a la Fiesta Niburu, el acontecimiento juvenil en el que los asistentes deben ir disfrazados de extraterrestres. Entonces invitan a su departamento a algunos amigos tan peculiares como ellos, como para hacer una suerte de reunión alternativa: Zeba Zepam (Emanuel Sobré), XXX (Carla Quevedo) y Navajo (Alan Futterweit). Pero lo que iba a ser una simple noche de drogas y risas y pizza con corazones de pollos, desemboca en un una serie de acontecimientos con una influencia decisiva proveniente de otros mundos. El director Manuel Facal ya venía dando muestras de su impronta demencial en Relocos y Repasados y High Five, donde las pastillas juegan un rol importante. En Fiesta Nibiru va más allá al juntar comedia drogona (y comedia negra), ciencia ficción y hasta terror. Remite especialmente a dos directores disímiles: por un lado, el Steven Spielberg de Encuentros cercanos del Tercer Tipo y E.T., y por otro, el Gregg Araki de films como Nowhere y Smiley Faces. El resultado de ese combo invita a verlo para creerlo. Otro mérito del director es el de concentrar la historia mayormente en una sola locación, pero sin resultar cansador, y en el uso de efectos especiales artesanales pero bien empleados, consiguiendo secuencias de pura psicodelia con gotas de ternura y baldazos de horror. Unos toque que la acercan, también, a los delirios gore de los ’80. Dentro del colorido elenco sobresalen Verónica Dobrich (en una actuación jugada y con múltiples facetas), y Carla Quevedo, como una punk que se sabe sensual aunque también tiene un lado sensible. Fiesta Nibiru es un viaje a veces gracioso, a veces perturbador, pero todo el tiempo impredecible y repleto de sorpresas.
Comedias acerca de personajes de vacaciones abundan. Comedias argentinas acerca de personajes de vacaciones, también. Comedias argentinas acerca de personajes de vacaciones en Brasil, no tanto, pero hay ejemplos para destacar: Mis amores en Río (1959), de Carlos Hugo Christensen, y más recientemente, All Inclusive. También forma parte de este grupo Sueño Florianópolis, buscando ser algo más que un simple pasatiempo. Un matrimonio en crisis compuesto por Lucrecia y Pedro (Mercedes Morán y Gustavo Garzón) viaja a Brasil con sus hijos (Manuela Martínez y Joaquín Garzón), ambos adolescentes. El plan es pasar unos días en Florianópolis, ciudad balnearia brasileña que no visitan desde hace diez años. Allí se hospedan en la casa de Marco (Marco Ricca) y su esposa, Larisa (Andrea Beltrão). Parecen ser las vacaciones perfectas para el clan, en un intento por mejorar los vínculos algo distorsionados. Pero durante esos días ocurrirá una serie de situaciones que llevará a que cada uno comience a encauzar su vida. La película puede emparentarse con All Inclusive. El film de los hermanos Levy también se enfoca en una pareja (una pareja de jóvenes adultos actuales, para ser más precisos), pero dentro de una comedia de enredos donde los gags nacen de las equivocaciones de los personajes. Sueño Florianópolis va por un terreno similar, pero con el sello de su directora, Ana Katz. Las obras de Katz (recordemos Una novia errante y Mi amiga del parque) indagan en la vida de personajes en plena crisis y cómo se relacionan con quiénes los rodean, y lo hace valiéndose de humor pero sin olvidar el drama humano que estas historias tienen como base. Aquí la comedia nace del intento de la familia por comunicarse en portugués (añadiendo a veces, y sin querer, palabras en italiano). Luego el tono deriva en un retrato intimista de Lucrecia y Pedro, quienes no logran resolver su situación y cada vez están más cerca de experimentar el síndrome del nido vacío (la hija, por ejemplo, entabla una relación sentimental con el hijo de Marco). El punto de vista recae en el de Lucrecia y sus sentimientos encontrados, que Mercedes Morán logra transmitir con su talento característico. La película también pinta un fresco de una familia argentina de clase media de comienzos de los 90, que ya empezaba a vacacionar en el exterior, y cómo sus miembros tratan de mantener las apariencias aun cuando internamente viven un caos. De todos modos, Katz no condena a ninguno de los personajes sino que muestra sus complejidades sin emitir juicios de valor. Si bien Mercedes Morán sobresale por encima de todo el elenco, no es menos destacable el trabajo de Gustavo Garzón (siempre infalible para hacer reír y para los momentos más duros) y Marco Ricca, quien trasciende el estereotipo del brasileño alegre y sensual. Sueño Florianópolis divierte como comedia y sale adelante cuando se pone más dramática, pero jamás renuncia a su condición de estudio de una familia en medio de una etapa crucial de su vida.
La vida nocturna en la gran ciudad se nos antoja como un manjar preparado a base de bares modernos, espectáculos audaces y otras ofertas para experimentar momentos únicos, incluso prohibidos, como sólo sabe ofrecer la noche. Pero dentro de ese manjar también puede haber excesos, podredumbre, locura, desesperación. Así lo demuestran una buena cantidad de películas, como la flamante A oscuras. La historia se centra en tres personajes conectados de una u otra manera. Tenemos a Lola (Ester Goris), una actriz que supo conocer la fama y la fortuna, pero que ahora se hunde cada vez más en la decadencia, con abuso de medicamentos y todo. Tenemos a Ana (Guadalupe Docampo), una joven que sobrevive bailando en el caño y mantiene una relación cada vez más tensa con Víctor (Alberto Ajaka), un hombre de negocios turbios. Y tenemos a Lucio (Francisco Bass), el dueño de un bar palermitano que pretende evadir sus problemas personales aspirando cocaína. Tres personajes en medio de crisis que los pondrán a prueba. Como en su ópera prima, Eso que llaman amor, la directora Victoria Chaya Miranda cuenta una historia coral basada en los personajes y sus complejidades. En aquella oportunidad el eje estaba puesto en el amor o la falta de ese sentimiento. Ahora pone énfasis en el costado más autodestructivo de la condición humana. Lola, Ana, Lucio y quienes los rodean son mostrados con honestidad, sin emitir juicios de valor; todos tratan de sobrevivir, de aferrarse de lo que queda de sus sueños y de sus anhelos, y deben cuidarse de no ser devorados por sus propios tormentos. Otro mérito de la directora y de la guionista, Carla Scatarelli, es contar la vida y los padecimientos internos de los personajes sin caer en sobreexpliaciones ni lugares comunes. De dónde vienen y otros aspectos de cada uno es presentado mediante pinceladas, de modo que el espectador puede completar la experiencia. Un aspecto del film que también es potenciado por la música de Lula Bertoldi (con reminiscencias a la banda sonora de Crash, de David Cronenberg), el arte de Catalina Oliva y la fotografía de Pablo Parra. Esther Goris transmite la fragilidad de Lola, pero sin perder su carácter, consiguiendo una de sus mejores actuaciones. Guadalupe Docampo confirma su versatilidad para componer personajes con riqueza de matices, incluso en un mismo film. Francisco Bass, de más presencia en televisión que en cine, resulta muy convincente en un rol tan arriesgado, y evitando la sobreactuación. Y vale destacar los trabajos de Alberto Ajaka, Germán de Silva y Arturo Bonín como Mario, el taxista que conecta a los protagonistas y funciona como cable a tierra. A oscuras es una película urbana, adulta, incómoda. Si bien algunos climas son propios de un thriller, en el fondo se trata de un drama con criaturas de la noche tan humanas como las que caminan a la luz del día.
El amor, uno de los temas predilectos, inevitables, de cada manifestación artística. El cine sabe dar toneladas de exponentes, desde cada parte del mundo y con los más diversos presupuestos. A veces cuentan con celebridades de protagonistas, a veces con actores desconocidos, pero cuando se trata de un producto bien hecho, el resultado le llega al espectador. ¿Quién no hay vivido historias de amor y de desamor? Cuando brillan las estrellas, ópera prima de Natalia Hérnandez, también se hace esa pregunta. Se trata de una película coral, ambientada durante un día, con personajes de treinta y pico (incluso un poco más), pero el eje está puesto en dos: Lucas (Pablo Sigal) y Ana (María Canale). Ambos se enamoran siendo niños, y pierden contacto cuando ella se muda y luego él la ve abrazada a otro chico. De adultos, Lucas hace crucigramas y vive una vida solitaria, sin pareja ni relaciones ocasionales ni vida en general, mientras que Ana mantiene una relación intermitente con Gerardo (Gastón Pauls). A Lucas le consiguen una cita con Carola (Mara Bestelli), una extravagante fotógrafa. Ana debe resolver sus cuestiones con Gerardo. En paralelo, sus amigos y conocidos viven sus propias historias sentimentales. El guión corre por cuenta de Sebastián Rotstein, quien escribió 20.000 besos, de Sebastián De Caro, y es posible trazar paralelos entre ambos films. Tanto uno como el otro hablan del amor y de las complejidades de las relaciones, pero sin pretensiones y a través de personajes actuales, urbanos, con sus deseos y sus inseguridades. Hay mucho humor, pero no es exactamente una comedia. Hay momentos dramáticos, pero tampoco se estanca en ese género. De esta manera, la directora y el guionista consiguen un tono parecido a la vida misma, sin tomar partido aunque con margen para la sorpresa. Además de Canale y Sigal, dentro del elenco se destacan Julián Larquier Tellarini como Santiago, amigo de Lucas, que pretende conquistar a Verónica (Silvina Ganger), amiga de Ana; una subtrama que pide su propia película. Por su parte, Esteban Menis interpreta al dueño de un bar en el que se juntan los protagonistas, y hasta le brinda consejos y ayuda a Lucas. Cuando brillan las estrellas sabe cuándo hacer reír, sabe cuándo hacer llorar, sabe cuándo ser tierna, y siempre deja pensando en lo fascinante e impredecible que es el amor.
La niñez nunca deja de ser abordada por el cine, sin importar lo dramático que pueda ser el enfoque elegido por quien dirija. Argentina tiene exponentes clásicos, como Crónica de un niño sólo, ópera prima de Leonardo Favio. Yo niña, también ópera prima pero de Natural Arpajou, tiene con qué para acercarse en calidad al largometraje de Favio. Armonía (Huenu Paz Paredes) tiene 6 años y es hija de una joven pareja hippie. Viven en una casa flotante en la Patagonia, lejos de la ciudad y de los que Pablo (Esteban Lamothe) llama burgueses. Un hecho que casi termina en tragedia los obliga a vivir en la ciudad y a chocar con ideales que no se corresponden con los que venían pregonando. Será el inicio de una serie de situaciones que pondrán a prueba en nivel de madurez de la familia. Sobre todo, de Armonía: aunque es consciente de los momentos duros que le toca atravesar, todavía piensa que sus padres no son sus padres y, de vez en cuando, trata de comunicarse con extraterrestres -supuestamente, su verdadero clan- que la llevarán a un lugar mejor. La película tiene un gran número de virtudes, pero ninguna tan destacable como el trabajo del punto de vista de Armonía. Durante casi todo el tiempo la cámara está con ella y muestra peleas y alegrías desde su óptica, varias veces mirando a través de ventanas. Remite a Ana (Ana Torrent), la protagonista de Cría cuervos, de Carlos Saura, por su exposición a cuestiones de adultos y también porque no deja de ser una niña con sus anhelos de carácter imaginativo, aunque también ligados a la dura vida real. Además, la directora nos presenta las andanzas de la nena y de sus padres, con sus logros y sus errores (numerosos), pero sin pronunciar juicios de valor. Otro mérito de la directora es el casting, en especial el de la debutante Huenu Paz Paredes. A lo largo del film atraviesa distintas emociones, y lo hace de manera convincente, como una adulta pequeña, sin caer en la caricatura. Una verdadera revelación y una de las actrices infantiles más emblemáticas de los últimos tiempos. Por el lado de los adultos, Lamothe y Andrea Carballo (protagonista de Lo que haría, el corto más célebre de Arpajou) hacen un trabajo convincente como adultos que, con su mirada de la vida, intentan sobrevivir, llegando a la desesperación y la bronca. Mención especial para Bimbo Godoy en el rol de la tía de Armonía, ya que aporta toques necesarios de humor, y para Mariano González (protagonista y director de Los globos), con un papel breve pero crucial. Yo niña es un modelo a seguir a la hora de narrar historias desde la óptica de un chico y marca un muy buen inicio de Natural Arpajou en el terreno de los largometrajes.
La historia política argentina contiene un importantísimo número de acontecimientos. La llegada a la presidencia del general Juan Domingo Perón, en 1946, significó un cambio rotundo para el país. También su derrocamiento, ocurrido nueve años después por el golpe de estado conocido como Revolución Libertadora. A partir de ese momento, los dirigentes peronistas padecieron persecuciones por parte del nuevo gobierno militar. Unidad XV recrea uno de esos episodios. En 1957, los dirigentes Héctor Cámpora (Carlos Belloso), John William Cooke (Rafael Spregelburd), Jorge Antonio (Lautaro Delgado) y Guillermo Patricio Kelly (Diego Gentile) son llevados a la Unidad XV de Río Gallegos. Allí, en esa prisión azotada por vientos descomunales, deberán esperar la orden de fusilamiento. Aunque al principio los sobornos de Antonio sirven para obtener un trato algo menos cruel, una serie de situaciones y la frágil salud de Cámpora los volverá conscientes de que es preciso escapar de allí. El director Martín Desalvo venía de indagar en el universo femenino gracias a Las mantenidas sin sueños (en codirección con Vera Fogwil), El día trajo la oscuridad y El padre de mis hijos. Unidad XV le permite hacer lo propio con personajes masculinos y en clave de thriller carcelario, que por el lado de Argentina también tiene sus exponentes, incluyendo Crónica de una fuga. Desalvo presenta a este cuarteto de prisioneros que no tienen demasiado en común -incluso en asuntos vinculados al peronismo- y muestra cómo la relación entre ellos se va consolidando a medida que advierten el destino trágico. Las estupendas actuaciones de Belloso, Spregelburd, Delgado y Gentile resultan fundamentales para que el espectador se vaya encariñando con estos sobrevivientes y hasta consiga entender sus decisiones equivocadas producto de la desesperación. Otro punto alto es la recreación de época a través de detalles puntuales y la fotografía de Nicolás Trovato; esta otorga una imagen de colores apagados, en sintonía con la aridez del ambiente. Por su parte, el trabajo sonoro permite que la ventisca sea un personaje más, igual de amenazante que los militares. Además de los cuatro protagonistas, se destacan en el elenco Mora Recalde como la esposa de Antonio (ella será una pieza clave de la fuga), Germán De Silva en el rol del responsable del penal, Ignacio Rogers componiendo a un soldado que deberá elegir de qué lado está, y Adrián Fondari, intimidante como el militar más severo del establecimiento. Unidad XV funciona muy bien como un film carcelario pleno de drama, suspenso y algunas gotas necesarias de humor, pero sin olvidar su costado político. Un ejemplo de cómo recrear un episodio de la vida real a través de una película de género.
Las películas sobre madurez (conocidas como coming of age) constituyen un subgénero que puede ser explorado de diferentes maneras y en cualquier latitud. Argentina suele dar una buena cantidad de ejemplos, y con personalidad propia, lejos de las estridencias de los exponentes anglosajones. El otro verano sigue esa línea. Rodrigo (Guillermo Pfening) está a cargo de un complejo de cabañas de las sierras de Córdoba. Es un hombre parco, que pasa sus ratos libres bebiendo, como tratando de olvidar tormentos del pasado. Juan (Juan Ciancio) es un adolescente de Buenos Aires que llega al pueblo en busca de una parte de sus raíces familiares. Ambos se conocen, y Rodrigo lo ofrece techo y comida a cambio de que lo ayude a refaccionar cabañas para la temporada de verano. En esos días calurosos, a la sombra de la arboleda, y durante noches de cerveza y guitarras, empezarán a conocerse cada vez más, entablando una relación afectiva digna de padre e hijo. El director Julián Giulianelli ya había mostrado presentado un coming of age en Puentes, de 2009. Su segundo film no se aparta de esa idea, pero su mayor mérito reside su estilo despojado, carente de explicaciones y de trazos gruesos. Este recurso también se aplica a la historia de amor entre Juan y la hija de una familia de clientes de Rodrigo, interpretada por Malena Villa. La cámara sigue a los personajes sin emitir juicio, mostrando sus virtudes y hasta sus miserias. La trama incluye una intriga que hace partícipe al espectador sin darle información predigerida. Giulianelli se acerca al sabor de la obra de los hermanos Dardenne, principalmente El hijo, aunque sin llegar a niveles de extremo dramatismo sino apostando a una ternura implícita, no olvidando las partes oscuras. Guillermo Pfening vuelve a demostrar su capacidad para encarnar a individuos atormentados, que deben decidir qué rumbo tomar, y lo expresa con los recursos justos, al margen de cualquier floritura. Juan Ciancio, de amplia trayectoria en producciones televisivas de Disney, resulta convincente como un joven preocupado por sus orígenes y abierto a nuevas vivencias. La química entre los dos actores, más la frescura de Malena Villa, constituyen el núcleo del film. El otro verano es una propuesta intimista, sencilla, con un corazón que va apareciendo con el correr de las escenas. Es adentrarse en las vivencias de seres tan complejos como nosotros, en constante aprendizaje sobre sí mismos y sobre la vida.
Desde 1938, la Casa del Teatro de Buenos Aires funciona como hogar de actores ya jubilados y con problemas económicos. Allí tienen techo, cama, comidas y un trato cordial. Allí residen intérpretes que conocieron la gloria décadas atrás y también esos eternos secundarios que solían destacarse en producciones cinematográficas, teatrales y televisivas. Pero más allá de estos detalles, propios de una gacetilla, no se sabía mucho más sobre cómo funciona esta institución y cómo es el día a día de quienes habitan en sus cuartos. El documental de Hernán Rosselli viene a responder esas inquietudes (o al menos, a plasmar una visión acerca de esas inquietudes), pero resulta mucho más que eso. La película se centra en Oscar Brizuela, actor que supo cumplir papeles en cine durante los ’70, junto a figuras como Sandro, y que ahora está en una situación difícil. Tras padecer un ACV, se propone buscar a Maxi, un hijo al que no ve desde hace años. Esta misión es una excusa para indagar en la vida y la carrera de Brizuela, muy similar a la de tantos de sus colegas actores, hoy abandonados a su suerte. Rosselli mezcla imágenes de pasillos y habitaciones con fragmentos de una película en la que Brizuela, como en la vida real, va investigando de aquí para allá. Pero mientras que la pantalla grande lo eternizó en playas y junto a bellas señoritas, la vida real lo tiene en penumbras, haciendo llamados, buscando por internet, viviendo de sus recuerdos y despuntando el oficio mediante una obra de teatro montada en colaboración con algunos de sus colegas/vecinos. De esta manera, el director consigue imprimirle al film la tónica de un policial que lo aleja de las convenciones preconcebidas en esta clase de largometrajes. Otro mérito de Rosselli es el de escaparle a todo intento de golpe bajo. Su cámara registra lo que tiene enfrente, pero sin jamás caer en juicios ni hacer denuncias. El espectador es quien decide. Casa del Teatro amaga con quedarse en el documental de observación, y hasta hubiera seguido siendo un material de interés, pero deriva en una trama que sigue siendo fiel al ambiente que se respira entre aquellas paredes: el pasado, el presente, lo olvidado y lo que se lucha por recuperar.